No necesitamos luces verdes
por Hno. Pablo
Serie escrita por el Hno. Pablo. Carta a Timoteo, número 5
Mi querido Timoteo:
Quiero dejar hoy, contigo, una lección que a mí me ha servido de dirección y guía a través de muchos años. Tiene que ver con la manera en que Dios nos muestra su voluntad y dirige nuestra vida. Por una de esas inquietudes, que no tienen ni explicación ni razón, allí por el año 1957 tuve el deseo de aprender a volar. Siempre fui impaciente y, con esa impaciencia, tuve curiosidad de conocer y hacer cosas no comunes. De ahí que, en 1958, me sometí al aprendizaje de vuelo en avioneta. Por varias semanas llegué todos los días al aeropuerto a las seis de la mañana y, tras algunas semanas de vuelo con el instructor, y otras más volando solo, saqué mi licencia de piloto. Era cuestión de aprobar tres exámenes. El primero era un examen teórico, que tenía que ver con leyes de la aeronáutica, meteorología, diseño de aviones, etcétera. Después, un examen práctico. Yo tenía que volar el avión con el examinador a mi lado, diciéndome qué maniobras debía hacer y viendo cómo las ejecutaba. Juntamente con todo eso tenía que someterme al examen físico. Todo fue bien y obtuve la codiciada licencia de piloto. Para mantener la licencia vigente había que realizar el examen físico cada dos años, pero eso no me asustaba. Yo gozaba de buena salud.
En 1964, habiendo salido bien en el examen los años anteriores, algo sucedió. Cuando me sometieron al examen de la vista hicieron algo diferente. Anteriormente, para determinar si veía bien los colores, me mostraban algún objeto: un lápiz, una pluma, un papel o cualquier otra cosa de algún color determinado, y yo tenía que decir de qué color era. Nunca tuve problemas con eso.
Esta vez, sin embargo, en vez de mostrarme algún objeto de color, pusieron ante mí algo como un libro de varias páginas. Éstas tenían muchos círculos de varios tamaños, más o menos de tres o cuatro milímetros hasta un centímetro de diámetro. Y cada uno de estos círculos era de algún color específico. Observando la página entera, yo debía decirle al doctor qué letras y/o números veía en ese conglomerado de círculos coloreados. Las letras o números que yo podía distinguir en estas páginas determinaban, no sólo si tenía problemas viendo colores, sino cuáles eran los colores que yo no distinguía correctamente.
Yo creí no tener problema alguno. En cada página vi números o letras.
Al terminar todas las páginas el doctor puso un formulario en blanco en su máquina de escribir, llenó los espacios, y me entregó mi nuevo certificado médico. Al examinarlo, voy viendo que tenía dos serias restricciones que afectaban seriamente mi libertad de vuelo. No podía aterrizar en un aeropuerto que no tuviese radio, o sea, no podía dirigirme por las luces verdes, rojas o amarillas con las que desde la torre se me alumbraba para guiar mi aterrizaje, y no podía volar de noche. Las restricciones eran para mí muy serias.
Al preguntar el porqué de este cambio en mi certificado médico cuando ya tenía seis años de vuelo sin problemas, el doctor sencillamente me dijo que el nuevo examen determinaba que yo sufría de daltonismo. Tenía problemas con los colores rojos y verdes, y esta situación exigía que el médico inspector, por obligación de ley, expusiera esas restricciones en el certificado. También me dijo es que si yo quería alegar su fallo podría hacerlo ante la Administración Federal de Aeronáutica.
Sin perder tiempo, eso hice. La administración me puso en contacto con un examinador en un aeropuerto cerca de mi residencia. Llamé al aeropuerto, di con la persona debida, e hice una cita para un nuevo examen.
El día del examen me presenté ante el nuevo inspector. Éste me llevó a la pista de vuelo y le indicó a la torre que me enfocara con las varias luces que daban instrucción de aterrizaje. Yo fui diciéndole al inspector qué colores veía. Vi varias luces rojas, varias amarillas y varias blancas. El examinador me llevó a otro lugar en la pista y de nuevo vi varios colores rojos, varios amarillos y varios blancos.
Regresamos a su oficina; el inspector puso una nueva hoja en su máquina de escribir y me entregó otro certificado médico. Al examinarlo me di cuenta de que no tenía ninguna restricción. Me dirigí al inspector diciéndole:
¿Quiere decir que aprobé el examen?
No exactamente, me dijo.
A lo que le respondí: ¿Supongo que algunas de esas luces que yo veía blancas eran en realidad verdes?
Todas eran verdes me dijo. Luego prosiguió a darme la siguiente explicación.
En realidad no importa que usted no vea la luz verde. Ésta, comoquiera, quiere decir: aterrice. Usted viene aterrizando. La torre lo ilumina con una luz verde que usted ve blanca, y usted continúa su maniobra hasta aterrizar por completo. La torre nunca sabrá que usted no vio esa luz como verde. Lo que sí es imperativo es que usted vea la luz roja, que quiere decir: no puede aterrizar, o la luz amarilla, que quiere decir: continúe, pero con mucha precaución. En realidad no es necesario que usted vea la luz verde.
Esto, Timoteo, me dejó fascinado. Todavía no había salido de la oficina del inspector cuando el significado de esa experiencia invadió mi mente. Yo vi algo que nunca antes se me había ocurrido.
No tenemos que ver luces verdes, o esperar confirmaciones, para ejecutar el gran trabajo de evangelización que Cristo ordenó y al cual Él nos llamó.
Apenas un par de años después de esa experiencia yo me encontraba en la oficina de la estación de televisión YSU en San Salvador. Ésta era la misma empresa donde en el año 1955 había comenzado el ministerio de radio. Ahora había añadido el canal de televisión. Si no me equivoco, era el canal cuatro.
Ya se me habían indicado las condiciones, la hora disponible, y el precio. El día y la hora eran inmejorables: domingo a las siete y media de la noche. El precio sí me era un problema. Incluyendo gastos de producción ascendía a $300 por semana. Eso representaba $1200 algunos meses y $1500 otros. Todas nuestras entradas mensuales, personales y del ministerio, no ascendían a tanto; sin embargo, pensé: «Iré de mes en mes y veré cómo me las arreglo».
Había otro problema. En ese tiempo televisión, cuanto menos en los círculos míos, era señal de horrible mundanalidad. Mis hermanos en la fe no podrían comprender mi involucramiento en un medio tan pecaminoso como ése. Por esa razón, sería imposible esperar de ellos algún sostén. Más aún, ni siquiera me atrevía a decirles lo que me estaba proponiendo, mucho menos solicitar de ellos ayuda monetaria.
Todo eso estaba en mi mente cuando ese lunes me presenté en las oficinas de la empresa para firmar el contrato de televisión.
Cuando se me entregó el contrato para que lo examinara y lo firmara, me fui a una esquina de la oficina para estudiar los detalles. Todo era normal. Como yo tenía cinco años ya con esa misma empresa, aunque en el departamento de radio, ellos tenían ya los detalles necesarios para completar el contrato. Lo que sí saltó a mi vista, cosa que no habíamos discutido, fue la duración del mismo: un año.
Recuerdo que, asustado, oré dentro de mi corazón diciendo: «¿Señor, debo someterme a semejante compromiso o no?» Esperé alguna respuesta del Señor, pero el cielo estaba cerrado. Uno, por lo general, reconoce en su corazón alguna indicación, positiva o negativa. Yo no sentí nada. Seguí con mi plegaria secreta al Señor: «¿Debo firmar este contrato o no?» Dios no me respondía. Por fin reconocí que el silencio mismo era la respuesta. Era como si el Señor me estuviera diciendo: «Hijo, lo dejo en tus manos».
Esto sí me asustó. Fue entonces que le dije al Señor:
¿Cómo podré, sin alguna confirmación tuya, asumir la responsabilidad de $1200 ó $1500 al mes?
No lo firmes, me dijo el Señor.
Pero Señor, dije, nunca hemos tenido una oportunidad como ésta. Entonces fírmalo, sentí que me decía.
¿Pero cómo puedo comprometerme sin tener idea de cómo podré cumplir tan gran compromiso?, pregunté.
Pues no lo firmes, me repitió el Señor.
Este vaivén continuó por largos segundos hasta que al fin tuve que reconocer que Dios estaba poniendo en mis manos esa decisión. Al fin regresé al escritorio, saqué mi pluma y firmé con toda resolución el contrato. Nuestro primer programa salía al aire el domingo siguiente.
Inmediatamente comenzamos a preparar la presentación. Yo había decidido que no sería sólo una predicación, sino que dramatizaríamos historias de la Biblia, como «El hijo pródigo» y otras.
El día miércoles temprano en la mañana, dos días después de que firmé el contrato, alguien llamó a la puerta de mi casa. Era Leslie Richards, de la ciudad de Sunnyside en el estado de Washington, EE.UU. Me dijo que había volado el día anterior a Guatemala y, esa mañana, había seguido viaje en su avioneta hasta San Salvador.
Yo, por supuesto, le di mi siempre calurosa bienvenida, y lo primero que hice fue contarle, con mucho entusiasmo, lo que teníamos por delante: un nuevo programa de televisión. Él estuvo presente, aunque no hablaba español, en esos primeros ensayos que estábamos haciendo.
Al mediodía, cuando nos sentamos a la mesa, vi que el hermano Richards había puesto un cheque, boca abajo, al lado de mi plato. Al darlo vuelta para verlo, lloré. No era tanto la cantidad, sino el hecho en sí de poner ese documento en mis manos. No habíamos hablado de dinero. El cheque era por $500. Cubría un programa y dos terceras partes del siguiente. Pero para mí, era como si el cheque estuviera en blanco y Dios mismo lo hubiera firmado.
Yo no entiendo hasta el día de hoy cómo Dios proveyó, pero al terminar el mes siempre teníamos lo necesario para pagar la cuenta.
La lección para mí, Timoteo, fue que, mientras yo no viera luz roja o amarilla, debía proseguir obedeciendo el gran mandamiento de nuestro Señor: «Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura».
Debes estar siempre consciente de la posibilidad de un mal paso. Dios será fiel en dejarte saber si tus planes no están en su divina voluntad. Pero mientras no veas luces amarillas o luces rojas, sigue adelante. Si estás obedeciendo su Gran Mandamiento, no dependas de confirmaciones. No detengas la obra de Dios por estar buscando luces verdes. Ya la orden está dada. Sigamos con confianza, que Dios estará con nosotros.