por A. W. Tozer
Muchos de nosotros deseamos y hasta nos afanamos por entender muchos de los misterios que se encierran en la Palabra de Dios. Sin embargo, en nuestro afán de llegar a entender todo esto llegamos a desgastarnos e incluso perdemos de vista lo hermoso que es admirar y quedar perplejos ante los actos omnipotentes de nuestro Dios.
Tan finas y delgadas se trazan las líneas, son tan exactas las balanzas de la sabiduría, que no es de asombrarse que algunos cristianos de mente débil se confundan y adopten una actitud desalentada y desalentadora hacia la Palabra de Dios. No pasará mucho tiempo para que el principiante en Cristo lea algunos pasajes de las Escrituras que aparenten cierta contradicción con el resto de ellas. Es posible que revise y verifique las diferentes versiones o comentarios, pero siempre se vea obligado a reconocer la contradicción. Hasta donde le sea posible ver, allí se presenta el caso aparentemente insoluble, y no hay cómo evitarlo. ¿Qué hacer ahora?
Bueno, es probable que siga alguna de varias alternativas. Es posible que, por ejemplo, se rinda a la desesperación y llegue a la conclusión que jamás comprenderá la Biblia y que no vale la pena probar ni seguir adelante. Pudiera ser que se preocupe tanto por la contradicción que termine en un estado emocional peligroso. O, (y este es el peor de todos), es posible que consulte a algunos de los supuestos y presumidos teólogos racionalistas ortodoxos que se creen casi omniscientes para resolver todas las dificultades bíblicas con sus escritos. Esta última decisión seguro que será fatal para la verdadera espiritualidad porque toda la actitud del corazón de estos expositores es errada y no pueden menos que descarriar a sus discípulos. Pertenecen a ese tipo y clase de personas que mencionó Cicerón, que «no le temen a nada tanto como aparentar duda sobre algún asunto o tema». Ellos proceden de la premisa o aseveración de que todo en el cielo y en la tierra tiene su explicación. Y no hay error más rotundo, ni que pudiera ser más falso.
Mucho mejor que el intento de comprender todo es la humildad de admitir su ignorancia y esperar y confiar en Dios en silencio hasta que él arroje su luz y aparezca la respuesta a su debido tiempo. Estaremos mejor capacitados para comprender cuando hayamos aceptado la verdad humillante de que hay muchos hechos en el cielo y la tierra que jamás podremos comprender a cabalidad. Es mejor que aceptemos el universo y ocupemos nuestro lugar en la gigantesca y poderosa red de la creación de Dios, que él conoce a la perfección y que hasta el más sabio de los seres humanos conoce tan superficial y escasamente. «Encaminará a los humildes por el juicio, y enseñará a los mansos su carrera.» (Salmo 25.9.)
Para aquellos que (en forma no intencional) han degradado su concepto de Dios al nivel de su comprensión humana, tal vez les causará temor admitir que pudiera haber muchos hechos en las Escrituras y mucha información acerca de Dios y la Trinidad que trascienden el intelecto humano. Pero unos pocos momentos de rodillas contemplando la faz de Dios nos enseñarán la humildad, una virtud cuyas cualidades saludables y sanadoras han sido conocidas por los escogidos de Dios desde tiempo inmemorial.
El autor Coleridge expresó como su creencia que la oración o frase más profunda que pudieran pronunciar los labios humanos la encontramos en Ezequiel 37.3, el grito espontáneo del profeta Ezequiel en el valle de los huesos secos cuando le preguntó el Señor si esos huesos podrían volver a vivir: «Señor Jehová, tú lo sabes». Si Ezequiel hubiera respondido sí, o no, habría cerrado su corazón al maravilloso y poderoso misterio que le confrontaba y no se hubiera permitido el lujo de hacer una pregunta maravillado en la presencia de la Majestad en las alturas. Jamás olvide que es un privilegio sentirse asombrado y maravillado, y detenerse en un deleite silencioso ante el Supremo Misterio y susurrar: «¡Señor Jehová, tú lo sabes!»
El deplorable esfuerzo de los hombres eclesiásticos de explicarle todo al sonriente incrédulo ha surtido un efecto exactamente opuesto al que ellos se proponían y deseaban. Ha reducido la adoración al nivel del intelecto y ha introducido el espíritu racionalista en medio de las maravillas de la religión.
Nadie debiera sentir vergüenza de admitir que no sabe, y ningún cristiano debiese temer el efecto de dicha confesión en el ámbito de las verdades del reino espiritual. En realidad, el poder mismo de la cruz yace en la sabiduría de Dios y no en la sabiduría de los hombres. Si llegase el día en que pudiéramos explicar todo lo espiritual, ese sería el día que hayamos (nosotros mismos) destruido todo lo divino.
Queremos dejar por sentado que en esta cuestión o asunto, por cierto que el cristiano no está a la defensiva. ¡Permitamos que los sabios de este mundo insistan que nosotros los cristianos expliquemos nuestra fe y ellos habrán puesto en nuestra mano una espada con la cual les haremos huir en desenfrenada retirada! Tenemos que volvernos a ellos y pedirles que nos expliquen este mundo y veremos cómo se confunden ellos mismos con sus razonamientos. Jesús dijo en una oportunidad lo que leemos en Juan 3.12: «Si os he dicho cosas terrenales, y no creéis, ¿cómo creeréis si os dijere las celestiales?» Si a nosotros se nos desafía a explicar todo, ellos también tienen la misma obligación y, tanto ellos como nosotros, nos vemos y reconocemos cuán pobre es nuestra explicación. Recuerde que el misterio reside en todo a nuestro alrededor, desde el átomo hasta el alma del hombre, y lo único que cualquiera de nosotros puede confesar y admitir con el rostro inclinado es: «¡Señor Jehová, tú lo sabes!»
Es probable que David, acostado sobre la hierba verde del campo por la noche, meditara sobre el misterio de la luna y las estrellas y la pequeñez del hombre en el esquema y escena total de la creación. David, quien adoró al Dios que lo había creado y lo había hecho un poco menor que los ángeles, escribió el Salmo 8. El humilde pastor era un hombre más veraz y realista que el astrónomo que en su exaltado orgullo pesa y mide los astros celestiales. Sin embargo, no es preciso que se desespere el astrónomo. Si se humilla el científico y confiesa su profunda necesidad interior, el Dios de David le enseñará cómo adorar, y al hacerlo así, se convertirá en un hombre más grande que lo que pudiera haber sido.
Tomado y adaptado del libro La raíz de los justos, A. W. Tozer, Editorial Clie, 1994. Usado con permiso. Todos los derechos reservados