No tendrás otros dioses
por Kelly Minter
El Señor cerca poco a poco a su novia extraviada, frustrando cada uno de sus movimientos y atrayéndola al desierto para hablarle con ternura.
El otro día invité a Allie, una de mis amigas que trabajan por cuenta propia, a que me acompañara, al medio día, al Museo Frist, y así justificar mi ausencia del trabajo. Es crucial arrastrar a otros con uno cuando se falta a clases. ¡Ciertas conductas erróneas deben practicarse en grupo! Por fortuna, Allie era fácil de convencer, pues ella está mucho más en onda que yo y posee un pase anual. Con una simple llamada telefónica, el trabajo quedó relegado y nos fuimos hacia «Egipto», al menos hacia los pedacitos que pudieron acomodar en el Museo Frist.
Más allá de los perturbadores animales momificados guardo un recuerdo doloroso que nunca olvidaré. Fue una de las primeras piezas que Allie y yo vimos al entrar a la exposición, y será la última que recordaré: una estatua elevada con forma de esfinge con piernas humanas, que ofrecía un símbolo de vida. El coloso estaba un poquito agrietado en algunos lugares y en el rostro se observaban algunos pedacitos rotos, pero en sentido general se había conservado bien. La guía explicaba que los egipcios se inclinaban delante de esta estatua con la esperanza de que les prolongara la vida.
¡Sorprendida!
Recuerdo que al observar cada detalle no conseguía imaginar a alguien con la creencia de que esta roca sin vida pudiera obrar algún milagro. También pensé que no lograba imaginarme a mí misma esperando que brotara vida de una piedra. Así continué pensando hasta que escuché las próximas palabras que cruzaron mi mente: «Tú lo haces siempre». (¡Y no era la voz de la guía!) De hecho, las palabras no eran siquiera audibles, pero me resultaron muy claras. Si se puede distinguir una voz silenciosa, yo alcancé a distinguirla.
«Señor, yo nunca buscaría vida en algo así».
«Pero buscas vida en objetos inferiores a mí todo el tiempo, cada día».
Me quedé pasmada. En silencio permanecí parada delante de aquel ídolo, consciente, de repente, de que todos los objetos en los que había depositado toda mi esperanza no eran ni un poco más capaces que la esfinge. Al instante comprendí que había buscado en cosas débiles, incluso en buenas, la vida que solo Cristo puede dar. Si lograra mostrar las imágenes que asaltaban mi mente, usted vería que la estatua se convertía en rostros familiares de mi vida, en trayectorias profesionales y sueños. No son necesariamente cuestiones malas, solo cuestiones que se habían vuelto perjudiciales porque yo las había exaltado como a dioses, pues creía que me darían vida.
No solo las estatuas
Mientras seguía mirando, pensaba en los ídolos de nuestra cultura: la televisión, la imagen corporal, amigos, amigas, comida, compras, familia, niños, alcohol, dinero, casas, cónyuges, drogas, religión, incluso nuestro propio sentido de justicia. ¡Ay! La estatua de piedra agrietada no parecía tan tonta después de todo. De hecho, si los antiguos egipcios pudieran vernos hoy: una porción extra de helado con galletitas; una aventura de una sola noche; horas de series cómicas sin sentido; una botella de vodka, probablemente menearían sus cabezas consternados, preguntándose en qué superaban estas cosas a sus lustrosas imágenes de piedra.
A medida que el Señor seguía revelándome todas las cuestiones que yo había colocado en su lugar, comprendía que este descubrimiento no se refería exclusivamente a mí. Pasajes de Génesis e Isaías, Proverbios y Eclesiastés, los Salmos y los evangelios, Rut, Romanos, 1 Juan y prácticamente todos los demás libros de la Biblia cubren el tema de los dioses falsos de una manera u otra. Es un tema omnipresente. El problema es que, cuando nos encontramos con estos pasajes, a menudo pensamos en estatuas, ídolos esculpidos y países extraños. Todo el concepto queda relegado a pueblos desconocidos en tierras remotas. No pensamos en la lista interminable de dioses de la era moderna de los que dependemos a diario para obtener consuelo, alivio, protección, felicidad, vida.
No solamente lo malo
O, si sí pensamos en estas cuestiones, tendemos a imaginar aquellas incluidas en la lista universal de prácticas «malas»: pecados sexuales, pornografía, alcoholismo y adicción a las drogas. ¿Y qué de los dioses falsos que son intrínsecamente buenos?, ¿como amigos, cónyuges y posesiones materiales? Las cosas se vuelven malas solo porque las hemos convertido en lo «primordial» de nuestra vida. En cierto sentido, esto parece mucho más común. Juan Calvino lo explicó de manera similar: «Lo malo de nuestros deseos no yace por lo general en lo que queremos sino en que lo queremos demasiado».
Oh, sí. Alguna que otra vez yo he querido demasiado algunas cosas muy buenas. Cosas buenas que convertí en primordiales y luego en controladoras. Cosas ante las que me inclinaba, quizá no de manera física, pero sí con el resto de mi ser. Mi conducta no ha sido muy diferente a la de los egipcios. Después de todo, ellos se inclinaban por la misma razón que nos motiva a nosotros: el deseo de alcanzar vida.
Vida de verdad
Quizá usted esté anhelando lo mismo, agotado por las cuerdas fuertes de un dios pequeño, cansado de servir a algo que siempre promete pero que nunca cumple, enojado con un ídolo que constantemente le decepciona pero que jura que no existe otro lugar adónde ir. Si los egipcios hubieran sabido que existe un Dios más fuerte que la esfinge de piedra; si nosotros lo supiéramos…
Aquel momento en el Museo Frist fue un hito en mi vida, una especie de Ebenezer en medio de una travesía que yo había emprendido en el asunto de los dioses falsos. Había pasado el año anterior investigando el tema para el currículo de un estudio bíblico que yo estaba escribiendo, y los años anteriores viviendo mi propia investigación a medida que Dios trataba conmigo profundamente con respecto a más ídolos de los que yo podía fingir entusiasmo. Mi propia travesía me trae a la mente el capítulo 2 del profeta Oseas, el pasaje donde Dios va tras Israel sin descanso y Oseas sin descanso va tras Gomer, su descarriada esposa, mientras tanto Israel como Gomer persiguen a otros amantes. El Señor cerca poco a poco a su novia extraviada, frustrando cada uno de sus movimientos y atrayéndola al desierto para hablarle con ternura. Esa había sido mi vida, muchas pequeñeces en el desierto. Si por casualidad te encuentras en una situación similar, de prueba o disciplina, permíteme ofrecerte el Salmo 126.5 como un hálito de esperanza: «Los que sembraron con lágrimas, con regocijo segarán».
Se tomó del libro Ningún otro Dios, Editorial Patmos, 2011. Se usa con permiso.