Objetivo: cambiar vidas – Parte II
por Fred Smith
El enseñar es mucho más que la especialidad particular del maestro de escuela dominical. Es un don mucho más amplio de lo que hasta ahora le hemos concedido. En esta segunda parte el autor nos provee tres elementos básicos cobre la enseñanza: cómo ocurre esta, el punto principal y la recomprensa de la misma.
CÓMO OCURRE LA BUENA ENSEÑANZA
Un buen y viejo amigo me sorprendió un día cuando me dijo: «Cuando tú vas a buscar acerca de cierto tema en un libro y abres en una página que no tiene relación alguna con lo que buscabas, lo lees de todas formas ¿no es cierto? «Sí», le respondí. «Bueno continuó tú tiendes a generalizar. Tú acumulas la información. Tanto te intriga lo que estás leyendo que hasta te olvidas de lo que viniste a buscar. El aprender, para ti, es divertido». Tenía razón. «Otras personas agregó no se tientan en lo más mínimo con algo que no es lo que buscan. Son muy específicos en lo que aprenden.
Ambas clases de personas pueden ser buenos maestros, siempre y cuando se conozcan a sí mismos y sepan cómo proceder. Nosotros, los que tendemos a generalizar, debemos disciplinar nuestras mentes para que aprendan a enfocarse en un tema. Si voy a enseñar una clase de treinta minutos, invariablemente termino mi preparación habiendo acumulado material para una charla de cuatro o cinco horas. Por lo tanto debo levantarme a las cinco de la mañana el domingo para reducirlo a treinta minutos.
La otra clase de persona tiene que trabajar duramente para elaborar sobre el tema. Ellos tienen que disciplinarse a buscar material complementario para elaborar los puntos claves o caerán en una repetición monótona.
EL PUNTO PRINCIPAL
Ninguno de nosotros nos podemos dar el lujo de sumergirnos a principios de semana en la preparación de un tema, sin antes definir cuál va a ser el punto principal que queremos comunicar. Cuando comienzo la preparación, hago una recapacitación regresiva. Comienzo desde atrás con la siguiente pregunta: «¿Cómo quiero que las personas se sientan al final de la clase? ¿Qué deseo que hagan una vez que salgan de la clase?». Una vez contestadas estas preguntas puedo saber lo que debe suceder durante la clase para lograr estas cosas a su fin. Una vez que comienza la enseñanza, ya sea en una clase, en un retiro, o en un seminario, debemos tener siempre como meta la búsqueda de la verdad. Los más grandes pensadores son aquellos que buscan la verdad, en lugar de desplegar sus conocimientos como un showman.
Si alguien contradice nuestra teoría, debemos tener suficiente honestidad para decir: «Sabes, nunca pensé en eso. Cuéntame un poco más; me interesa saber de dónde sale esta teoría. Quiero pensar acerca de eso». Esto crea una atmósfera real. Esta actitud comunica a las personas: «He aquí una persona que realmente desea encontrar la verdad.»
Pero si tú te dedicas a la propaganda (y no eres maestro) siempre lucharás por tu punto de vista, ya sea bueno, malo o indeferente. Tú quieres salir como ganador. Así que te haces propaganda. El maestro, por otro lado, ama la verdad y no le importa de dónde procede, ya sea de un niño, esposo/a, un empleado o cualquier otra persona.
Casi no puedo pensar en cosa peor que decir: «Ya tengo toda la verdad; ¿qué más hay por aprender?» Quizá tenga una pequeña sección de la verdad; quizá haya encontrado uno de sus bordes, pero sigo volando en medio de las nubes, no en el cielo despejado. De vez en cuando percibo algo del hermoso cielo, pero mi visibilidad nunca deja de ser pobre.
Esto no significa que la Escritura no es la fuente de la verdad. Yo tengo en mis manos la verdad, y debo siempre presentarla a mis alumnos como fuente absoluta. La diferencia está en que admito con toda honestidad: «Aquí está la forma en la cual yo interpreto la Palabra, pero si eso no resulta ser lo que verdaderamente dice, entonces me equivoqué. Deja que el Espíritu Santo te enseñe, pues él es el verdadero intérprete de la verdad, no yo. En última instancia todos resultamos ser estudiantes de El.»
Esta condición tentativa no me impide ser decididamente específico en lo que enseño. A medida que el Espíritu me guía enseño principios sobre los cuales uno puede actuar. Muchas personas enseñan las historias bíblicas sin acompañarlas con los principios que destacan. Por ejemplo, enseñan la lección de Daniel y deducen que si uno hace lo bueno como lo hizo él, nada le pasará.
Pero ese no es el principio en la historia de Daniel. Si lo fuera, ¿qué pasó con Esteban? él hizo lo bueno, pero las piedras igual lo destrozaron. ¿Por qué protegió Dios a Daniel y no a Esteban? El principio que resalta en ambas historias, es que uno debe decidirse a hacer el bien y lo correcto a pesar de que lo puedan poner en la cueva de los leones, o en el horno de fuego, o frente a los fariseos con sus piedras. Y esta vida algunas veces puede resultar en muerte, y otras en milagros. De cualquier forma, uno hace lo que es correcto delante de Dios y deja los resultados en sus manos.
He aislado por lo menos veinte principios importantes de Génesis 16, en la historia de Abram, Sara y Agar. Uno que resulta ser obvio es el peligro de ejecutar la obra de Dios con planes humanos. Sara asumió que Dios no le iba a dar un hijo, así que diseñó su propia estrategia para tenerlo.
El resultado fue desastroso. Hoy también, a menudo, buscamos métodos humanos para lograr lo que solamente Dios puede lograr.
Una vez que he enseñado un principio, propongo una manija, una frase simple para llevar el principio. Un principio tiene la siguiente manija: «Espere para preocuparse.» En otras palabras, no se preocupe hasta que tenga todos los datos. He encontrado a personas que vuelven a mí después de veinte o veinticinco años y que todavía están usando las «manijas», y me dicen «¿Sabés? A lo largo de los años he aprendido a esperar antes de preocuparme.»
En último lugar viene la ilustración. Hasta que no haya relatado una historia que sirva de demostración para el principio y su manija, tomo por sentado que la enseñanza aún no es clara en sus mentes.
Luego, durante diferentes charlas, me gusta preguntarle a las personas acerca de lo que enseñé; aún después de estos tres pasos encuentro que las personas tiene una gran tendencia a olvidar lo enseñado, o transformarlo. Una vez dí una conferencia acerca de la supervisión usando diez principios. Uno de ellos era el de mantener la disciplina entre aquellos que uno supervisa. Un tipo fornido me dijo después: «Yo estoy de acuerdo en un 100%; hay que mantener la disciplina.» Aparentemente ni siquiera escuchó los otros nueve puntos.
LAS RECOMPENSAS DE LA BUENA ENSEÑANZA
Sabemos que estamos enseñando bien cuando otras personas desean ser nuestros alumnos. Una clase que le está dando a sus alumnos lo que necesitan va a ser una clase que crece. Una clase no crece como resultado de la mera organización; crece cuando las necesidades son suplidas. Cuando vemos que más y más personas desean recibir nuestras enseñanzas, entonces sabemos que estamos llegando a sus problemas.
Cuando realmente tocamos a alguien, esa persona desea hablarnos. Cuanto más lleguemos a sus necesidades inmediatas, más vamos a ver cómo se le iluminan los ojos y fluyen las preguntas. Cuanto más enseñamos, es más grande la posiblidad de ver el fruto de las semillas que hemos plantado.
Lo hermoso de enseñar está en ver cómo las personas cambian. En un sentido, es como pescar. ¿Por qué sale un pescador e invierte su tiempo en esa actividad? Porque disfruta de la experiencia (aunque rara) de sacar un pescado. Yo tengo ese mismo sentimiento cada vez que me presento ante una multitud. «Hoy algo va a ocurrir con alguna de estas personas.» No todos van a cambiar, pero algunos van a escuchar algo que les hará pensar de otra manera. Alguien va a cambiar de actitud. Alguien va a descubrir la alegría de aprender. Alguien va a buscar la parte práctica de la Biblia.
Y resulta ser un privilegio muy especial para mí estar sobre la platafoma cuando eso ocurre.
© Leadership 1982. Usado con permiso. Apuntes Pastorales. Junio Julio / 1985. Vol III, número 1