por Ricardo Gondim
Las fluctuaciones en la situación de la humanidad sirven para fijar la vista en algo más seguro
La humanidad padece constantes vaivenes. Los avances y retrocesos llevan a que la historia fluctúe entre la tragedia y la comedia. Ni bien logramos erradicar la polio cometemos atrocidades. Revolucionamos las comunicaciones pero somos culpables de los más espantosos crímenes. En el siglo XX, dos guerras mundiales se sumaron a genocidios y conflictos étnicos y contribuyeron a la alteración definitiva de la filosofía y la teología. El positivismo pasó a ser ingenuidad —o ¿acaso alguien sigue creyendo en el mito del progreso?
En algún lugar del Pentágono, en alguna fosa abandonada de Camboya, en los escombros de Ruanda yacen los huesos del «afable salvaje» que tanto admiraba el filósofo Jean-Jacques Rousseau. Desde Camús(1) a Martin Luther King se ha disertado acerca del «profundo mal» que deforma a la humanidad. Existe. Entre luces y sombras, la historia se extiende, malévola, miserable, aniquilando culturas y trayendo mucho, mucho sufrimiento.
Las antiguas posturas sobre Dios desaparecen. En la boca de Roberto Jordan, el personaje que creó en su novela Por quién doblan las campanas, Hemingway explicó el porqué de su ateísmo. Para el autor, testigo de los horrores de la guerra civil en España, Dios no existe. «Si él existiera, no hubiera permitido que yo viera lo que vi con mis ojos».
Por otro lado, los campos de concentración de los nazis no dejaron duda acerca de que los monstruos existen. ¡Y cómo se multiplican! Eliezer Wiesel(2) relata el día en que en el campo presenció cómo un niño moría en la horca. Horrorizado, vio cómo agonizaba el pequeño, colgado por unos minutos, que se convirtieron en una eternidad. Recuerda que el niño tenía los ojos de un «ángel feliz». En la fila, Wiesel oyó a alguien que preguntaba: «¿Dónde está Dios? ¿Dónde está? ¿Dónde está Dios, entonces?» Otra voz respondió, dentro de su propio corazón: «¿Dónde está él? Míralo —está aquí, colgado en esta horca». Dios estaba muerto, y el perverso, vivo.
No he sido testigo de semejantes horrores. Mas lo poco que he visto es suficiente para replantear conceptos. Revisé mis nociones de Dios. Modifiqué mi percepción de la vida. Separé la esperanza de la ilusión, el ideal del compromiso, la ingenuidad del realismo, y comencé el arduo proceso de reconstruirme, sin la parálisis del pesimismo ni la superficialidad del optimismo.
Luego de varias reformas, continúo creyendo en las posibilidades de la vida, en el potencial del ser humano y en la aparición de los artesanos de la historia. Aun cuando parece ineludible el encarcelamiento de la bondad, considero que la bondad humana es como la hierba que rompe el cemento. La virtud logra asomar entre las capas de la iniquidad. El vino bueno puede salir del lagar donde se han cosechado uvas de ira. Creo que en el bien que resurge, obstinado, como una fuerza existencial. Vivo con la esperanza de que vientos imprevistos vuelvan a encender el pábilo que humea.
En 1946, después de la Segunda Guerra Mundial, Vinicius de Moraes(3) advirtió que «el llanto que lloramos juntos será el agua para lavar de los corazones el odio y los malos entendidos». Sí, la humanidad es viable, aun en medio de tanta barbaridad —y si no fuera así, yo estaría sepultado con los dinosaurios.
La maldad, aun cuando se muestra universal y arraigada, no ha conseguido asfixiar el bien. Los malvados logran mayor visibilidad, los canallas atemorizan, los pervertidos intimidan. No obstante, «donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia». Por más que el impío respire odio o el tirano oprima, la muerte los alcanzará. Ellos pasarán, y el lento fluir de la historia continuará. Basta con un pequeño hilo de luz para que se despierte el hambre de justicia en alguna persona. De los lugares menos esperados nacerán vigorosos esfuerzos por la paz. Los Judas, los Brutus, los Pinochets, los Hussein, los Bush, se perderán por las cloacas de la irrelevancia. Al final, cuando el director de la obra suba a la plataforma para avisar que el espectáculo terminó, el malvado no será más que una mancha. Él mismo se condenará como personaje de la Divina Comedia. Dejará, como único legado, la indignación que motiva a creer que otro mundo es posible.
En medio de la miseria contemporánea, el justo sueña con la aurora de una Nueva Ciudad. Aguarda, como centinela, la llegada de la madrugada que anuncia el nacimiento de un día perfecto. El profeta de la desesperación tienta, pero los hombres y las mujeres de bien se resisten. Es menester que lámparas de esperanza se enciendan en las tareas sencillas de costureras, poetizas, teólogas, operarios, periodistas y trabajadores.
El milenio comenzó con pocas opciones. Algunos creen que la resaca del baile progresista nos ha dejado sin fuerzas para enfrentar los desastres socio ambientales de la época. Mientras tanto, la Imago Dei —la imagen de Dios— con los ojos en los niños, invita a la humanidad a no rendirse. El mal que nos aflige no es mal para muerte. Aún estamos a tiempo para cambiar de rumbo. Mientras los pequeños demuestran la alegría de vivir y los hombres y las mujeres no se arrodillan ante el altar del cinismo, la promesa continúa en pie: «Los mansos heredarán la tierra».
Soli Deo Gloria.
(1) (Mondovi, Argelia, 7 de noviembre de 1913 – Villeblevin, Francia, 4 de enero de 1960) fue un novelista, ensayista, dramaturgo y filósofo francés nacido en Argelia. En su variada obra desarrolló un humanismo fundado en la conciencia del absurdo de la condición humana. En 1957, a la edad de 44 años, se le concedió el Premio Nobel de Literatura por «el conjunto de una obra que pone de relieve los problemas que se plantean en la conciencia de los hombres de hoy».
(2) (30 de septiembre de 1928, Máramarossziget, actual Rumania) es un escritor húngaro de nacionalidad rumana sobreviviente de los campos de concentración nazis. Ha dedicado toda su vida a escribir y a hablar sobre los horrores del Holocausto, con la firme intención de evitar que se repita en el mundo una barbarie similar. Recibió el Premio Nobel de la Paz en 1986.
(3) (Río de Janeiro, 19 de octubre de 1913 – 9 de julio de 1980) fue una figura capital en la música popular brasileña contemporánea.
El autor es pastor de la Iglesia Betesda en San Pablo, Brasil. Es autor de varios libros —aún no disponibles en español— y un reconocido conferenciante. Está casado con Silvia. Dios los ha bendecido con tres hijos y tres nietos.
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