Por: Valentín Arenas Amigó
Quienes manejan la empresa privada en el país no entienden lo que está pasando en Venezuela desde hace quince años. Nuestra experiencia personal y formación cristiana nos permite entender por qué sucedió lo que sucedió y cómo se pudo haber evitado. Vamos a compartirlo.
El sistema de libre empresa tiene ventajas indudables, pero también desventajas que amenazan su existencia.
La meta del sistema capitalista, que practica la libertad económica total y la competencia libre, es lograr la mayor producción posible al menor costo para así obtener la más alta utilidad.
Eso está bien pero conduce a la empresa a olvidar su función social, porque los consumidores-compradores son seres humanos y no piezas de una máquina para hacer dinero.
Este pequeño olvido hace que en los países capitalistas la mayor riqueza tienda a concentrarse en una minoría en tanto la pobreza crece más y más.
Esta realidad, que no por negarla deja de ser cierta, es la que ha impulsado la existencia de regímenes de izquierda -socialistas, comunistas y similares– que se han aprovechado de la falta de justicia social en las mayorías para lanzar movimientos políticos que se nutren de los ciudadanos que no tienen cómo nutrirse.
La persona humana tiene una dignidad superior con unos derechos humanos consecuentes y cuando esto es desconocido por la patología del lucro a toda costa es fácil hacerla reaccionar contra el orden político vigente en un país, que para ese pueblo carente de recursos vitales es percibido como un inmenso desastre e injusticia.
¿Qué sucede entonces? Lo que sucede es que se lanza al mercado político eso que llaman “revolución” que, después, una vez que tiene el poder político la justicia social prometida no beneficia al pueblo, que sigue ignorado, sino a esa otra minoría, tan exigua o más como la del capitalismo, que termina siendo la única beneficiaria del nuevo sistema en perjuicio de las mayorías.
En un sistema capitalista el pueblo mejora su situación haciendo un enorme esfuerzo durante mucho tiempo y en un sistema comunista el pueblo tiene que resignarse con la miseria porque si protesta va preso.
Las huelgas son consideradas no un derecho del trabajador insatisfecho sino una amenaza a quien ejerce el poder político, lo que trae consecuencias para la libertad de quienes protesten.
Entonces, puede pensar el lector, si ni el capitalismo ni el comunismo sirven para hacer justicia social, ¿cuál es entonces el camino? ¿o hay que resignarse a ser pobres para siempre?
Sin duda que sí hay camino y lo han enseñado los Papas en múltiples encíclicas desde siempre que aconsejan conocer primero y aplicar después la Doctrina Social Cristiana, que rechaza por igual al capitalismo por ser víctima de la droga del dinero y el comunismo porque su droga preferida es el poder y se drogan con él negando hasta el derecho a ser libres.
La participación de los trabajadores en las utilidades de las empresas contribuye a mejorar su distribución y, además, fortalece a la unidad de producción económica al incorporar a la empresa sus trabajadores y así queda blindada frente a potenciales enemigos porque hace una verdadera justicia social, pues con esa participación no se concentra la riqueza.
La Iglesia no tiene empresas y tampoco tiene aspiraciones políticas de ninguna clase pues su función es otra: la siembra de valores en toda sociedad. Podrá practicarse o no su doctrina social pero su prédica seguirá siendo el camino para lograr esa justicia social respetando la dignidad de la persona humana.