Pelear: ¿Cuándo vale la pena?
por Juan Cionca
¿Hay cosas por las que vale la pena luchar? Parece que no hay una respuesta definitiva. Sin embargo, debemos aprender a conocemos lo suficientemente bien como para pelear para ser efectivos en los caminos que Dios nos ha marcado, dejando de lado …
Cierta vez, siendo yo un joven pastor, me sorprendí e indigné cuando David (pastor de la iglesia) me contó el color que se había usado para pintar su oficina.
Como pastor fundador, él (David) había llevado a la iglesia a tener una membresía que alcanzaba los trescientos en el curso de siete años. (Había solo cinco familias cuando comenzó). El y su esposa habían derramado su vida en la congregación. Una de las pocas cosas que David pidió cuando llegaban casi al fin de su segunda expansión fue que, cuando pintaran su oficina, fuera de color celeste. Se reunieron los administradores, votaron, y pintaron las paredes de verde.
-¿Cómo puedes soportar esto? – le pregunté. La actitud de estos administradores hacia este siervo tan poco egoísta me puso furioso.
-Yo insistiría en lo que quiero tener en mi oficina -, agregué.
Nunca olvidaré la respuesta, un consejo que ha sido una sabia guía a través de mis ahora diecisiete años de ministerio.
– Juan, tú tendrás que decidir cuáles son las cosas por las que vale la pena ir al frente. Hay cosas por las cuales no vale la pena pelear -.
La necesidad de empujar
Tiendo a ser un perfeccionista. No me gusta ver el cordón del micrófono enredado delante del pulpito, me molesta cuando la luz difusa de la cruz que tenemos adelante no está encendida, cuando el organista llega a deshora o la gente que llega tarde interrumpe la reunión.
Soy de los que levantan un papel de caramelo si está tirado en el césped de la iglesia, examino personalmente el boletín para evitar cualquier error de tipografía y me aseguro que las personas que están hospitalizadas sean contactadas diariamente. Odio lo descuidado y la falta de compromiso, ya sea en el cuidado de las cosas del Señor, en las creencias teológicas de un individuo o en las relaciones entre los miembros del cuerpo. Esta inclinación de mi personalidad tiene sus puntos fuertes como así también sus debilidades. Me lleva a producir trabajo de buena calidad pero a veces me impide tener buenas relaciones con la gente. Con convicciones tan fuertes sobre lo que creo que es lo mejor para un determinado ministerio, a veces corto las ideas, convicciones y contribuciones de otros.
Después de ocho años trabajando con David, empaqué a mi familia y pertenencias y los transporté a 5.000 kilómetros para asumir como pastor en otra ciudad populosa. No me había dado cuenta de que también había empacado a un pedacito de David.
Algunos meses después, decidí cambiar los muebles de la capilla. Muy pocas veces había usado el pulpito en la otra iglesia. O bien me paraba enfrente a la congregación con la Biblia en la mano, o bien usaba el proyector cuando quena realzar el mensaje. El gran pulpito de madera de esta nueva iglesia no me gustaba del todo y sin pensarlo demasiado lo metí en un ropero.
Un domingo, después del servicio vespertino, se me acercó una querida señora y me dijo:
– Pastor, yo no estoy segura que usted se dé cuenta de esto, pero cuando se edificó esta iglesia, varias personas donaron el mobiliario de santuario. Me pregunto si la familia que donó el pulpito no estará ofendida que ya no lo usan más -.
La preocupación de Alicia era auténtica; ella no estaba siendo criticona.
– Bueno, Alicia, voy a tener que pensarlo un poco-, le dije. -Quizás deba averiguar si esto les molesta. Por otra parte, debo evaluar si esto no es más importante que mi comodidad al predicar -.
A la semana siguiente, les pregunté a varias personas qué opinaban sobre el hecho de que yo no usara el pulpito.
– Eduardo -, pregunté al ujier -¿Has notado que yo no estoy usando el pulpito los domingos? –
– Sabe Pastor, hace rato que quiero hablarle de eso -, me dijo.
Después de mi investigación llegué a la conclusión de que para mi congregación era muy importante que predicara detrás del pulpito.
Para mí, cuando estoy parado sosteniendo una Biblia abierta y presento su mensaje, ya estoy hablando con autoridad. Para muchos en esta iglesia yo hablo con autoridad cuando estoy parado detrás del «escritorio sagrado». Podría traer argumentos lógicos y bíblicos para reforzar mi convicción y quizás con una educación sistemática pudiera persuadir a algunos, pero para la mayoría (por no decir todos) en nuestra congregación, un auditorio no es un santuario a menos que tenga un pulpito.
– Tienes razón, David; hay cosas por las cuales no vale la pena luchar -, pensé para mí.
El siguiente domingo prediqué (al menos parte del tiempo) detrás del pulpito reinstalado.
Hace algunos años había un comercial de televisión que anunciaba su producto con el slogan: «Prefiero pelear que cambiarme a otro». Cuantos más años de ministerio se acumulan detrás mío, tantas menos cosas veo por las cuales vale la pena pelear. No creo que sea porque me haya suavizado con la edad. Pienso que es porque el consejo de mi mentor resultó ser sabio.
Mi tendencia a pelear por asuntos menores se vio también atemperada por una lectura regular del libro de Proverbios. Cuando estaba en mi adolescencia, mi pastor solía animamos a leer un capítulo por día, de modo que leíamos el libro doce veces por año. Hay varios proverbios subrayados en mi Biblia que previenen acerca de ir al frente demasiado pronto («El necio muestra enseguida su enojo; el prudente pasa por alto la ofensa». Pr. 12.16); demasiado porfiadamente («La prudencia consiste en refrenar el enojo, y la honra, en pasar por alto la ofensa». Pr. 19.11); o con demasiado orgullo («El necio cree que todo lo que hace está bien, pero el sabio atiende los consejos». Pr. 12.15) La mayoría de las cosas me parecen «justas» desde mi propio punto de vista. Antes de ir a la discusión es mejor estar convencido y seguro de que es mejor pelear por mi idea que pasarla por alto.
Es también interesante que los requisitos para los líderes de la iglesia que encontramos en 1 Timoteo 3 incluyen varias cualidades «antibélicas»: irreprensible, moderado, controlado, respetable, no violento sino bondadoso, no amigo de peleas. Estas cualidades me dan la clara impresión de que un individuo que continuamente piensa que tiene razón y que está dispuesto con frecuencia a pelear para que acepten su punto de vista no es la persona que puede llevar a una iglesia a ser unida y madura.
Ir al frente, o no ir al frente… ¡Esa es la cuestión! Sin ir a ninguno de los dos extremos. ¿Cómo podemos determinar cuáles son las cosas por las que vale la pena pelear? No tengo la respuesta total, pero reflexionando acerca de eso propongo tres normas que me han ayudado a tomar decisiones.
Convicciones doctrinales
Un amigo, que había estado sirviendo en la Iglesia Bautista, empezó a creer que el bautismo no debería ser una práctica obligatoria en la era de gracia. El no podía ya enseñar con toda honestidad en el seminario de catecúmenos o en la clase de discipulado de jóvenes, ya que él no estaba convencido que el decreto del bautismo fuera transcultural. A pesar de que sigue siendo amigo de algunos miembros de esa congregación, sus convicciones lo condujeron a otra denominación. El no podía cambiar sus creencias a causa de una remuneración. Su integridad le demandaba sostener sus convicciones.
En nuestra propia iglesia, hemos luchado durante meses con distintas opiniones acerca del rol de las mujeres en el ministerio. Hace dos años, una mujer que había estado enseñando en el programa de adultos tuvo que suspender sus clases hasta que los ancianos llegaran a una conclusión sobre el asunto. Luego de varias sesiones interminables que no nos llevaron a ningún lado, yo presenté mi posición y la entregué como una moción para que hubiera algo concreto sobre la mesa. Mi declaración parecía representar a la mayoría de la junta; sin embargo, el punto de vista era totalmente opuesto al de uno de nuestros ancianos. El sintió que su posición podría ser perjudicial para la iglesia. Cuando la junta votó con firmeza a favor de la moción, este anciano renunció.
Aun cuando yo no estaba de acuerdo con la posición de Ricardo, tuve que elogiar su integridad, y si bien nuestra iglesia perdió un buen líder, él era consistente y nosotros aceptamos su decisión.
A veces vale la pena pelear por las convicciones doctrinales y otras veces renunciar a ellas. Sin embargo, están las oportunidades en que lo mejor no es renunciar sino continuar presionando nuestro punto de vista, tratando de lograr un cambio. Eso sí, la forma en que continuamos la pelea es crucial. En mi primer año de pastorado hubiera pensado que tenía razón y que Ricardo estaba equivocado. Ahora me doy cuenta de que esa actitud de «yo-soy-bíblico-por-lo-tanto-tú-no-lo-eres» no es ni cristiana ni efectiva.
Puede que a veces sea necesario marcar líneas de batalla muy rígidas, pero generalmente es como arrinconar a un tigre: el enfrentamiento será probablemente sangriento y nunca estaremos seguros de quién habrá de ganar (si es que alguien gana).
Fue dicho una vez: «Dios no está en contra nuestra por nuestros pecados; Dios está con nosotros en contra de nuestros pecados». He encontrado un principio similar a éste al relacionarme con personas que no están de acuerdo conmigo: puedo estar o bien en contra de mi oponente, o bien con mi oponente y en contra del problema. Si logro demostrarle que no estoy contra él ni sus sentimientos, si no lo ataco como persona, hago que él esté más dispuesto a escuchar mis convicciones. Cuando uno va al frente, uno quiere estar seguro de ser escuchado.
Filosofia de ministerio
Yo no voy a ir al frente para discutir si debemos o no tener un servicio para los niños. Algunos piensan que los niños deberían aprender de sus modelos adultos sentándose con ellos durante todo el servicio de adoración. Otros piensan que los niños deberían recibir instrucción dirigida al nivel de su edad. En nuestra iglesia, tratamos de tener lo mejor de los dos, teniendo a los niños en el servicio durante la primera media hora, y luego cediéndolos para que vayan a sus clases.
Muchos padres se sienten más concentrados en el servicio cuando sus niños pequeños están fuera de él. La mayoría de los chicos también prefieren tener sus propias actividades. Creo que deberíamos tratar de acomodar los deseos tanto de los padres como de los niños.
Pero si el comité de educación cristiana o la junta de ancianos recomendara que los niños permanecieran en los servicios, es probable que yo no me pelearía por ello. Puede ser que no esté de acuerdo con el razonamiento, pero ese asunto en particular no es tan significativo como otros, por los cuales yo sí pelearía.
No me pelearía por las diferentes traducciones evangélicas de la Biblia, por si las escuelas bíblicas de vacaciones deben ser durante la mañana en vez de a la tarde u organización del diacona do. Pero hay otras convicciones del ministerio que me son personalmente muy importantes por las que debo, por honradez, insistir en ellas, aun cuando ello implique irme calladamente a un nuevo ministerio. Por ejemplo, estoy convencido de que los grupos pequeños de estudio bíblico o reuniones celulares son esenciales para el crecimiento cristiano. En nuestras reuniones grandes, podemos experimentar la adoración e instrucción en forma colectiva, pero el discipulado y compañerismo continuo se ve llevado al máximo en el grupo chico.
Cuando vine a esta congregación había un servicio centralizado en la mitad de la semana, los miércoles a la noche, al que concurrían un promedio de veinticinco personas. En mi primer año comencé un estudio bíblico en mi casa los jueves a la noche y luego otro más con un líder calificado. En unos pocos años teníamos ya siete grupos.
Algunas personas me acusaron de «vender reuniones de oración en la otra cuadra». Su preocupación era justificada. Se habían terminado los días de «las dos docenas de santos», ahora sólo una docena más o menos aparecía los miércoles a la noche.
De lo que no se dieron cuenta, sin embargo, fue que en esa reunión centralizada, sólo el 12 por ciento de nuestros adultos estaba en un estudio bíblico de mitad de semana. Al agregar las reuniones en hogares, comenzamos a alcanzar a más de cien adultos, o sea a un 50 por ciento de nuestra congregación adulta.
En mi evaluación de rutina con la junta de ancianos, estos me recomendaron que tratara de darle empuje al grupo de la reunión de oración de los miércoles.
– Pastor, no nos importa que las personas se involucren en los estudios bíblicos en los hogares, pero si lo hacen, deberían ser aparte de la reunión de oración-, apuntaron.
Yo me resistí. Nuestra gente es muy ocupada, con responsabilidades, empleos, familia, iglesia, vecinos y la comunidad.
– Yo creo que no es realista el esperar que esta gente participe en estos dos grupos -, dije. – Puedo, honestamente, animar a la gente a ir a la reunión de oración o al estudio bíblico en los hogares, pero no puedo animarles a que vayan a ambos -.
Expliqué mi convencimiento de que sólo puede haber madurez espiritual cuando hay responsabilidad. En las reuniones de los miércoles y en la mayoría de nuestros servicios no hay responsabilidad. Nadie sabe si un adulto ha estudiado realmente un pasaje bíblico, memorizado nuevos versículos, alcanzado a no creyentes, o qué ha ocurrido con relación al último pedido de oración. Generalmente esto ocurre únicamente en los grupos chicos.
La necesidad de grupos celulares es una convicción profunda mía. Yo hubiera peleado por este asunto. Sin embargo lo que sucedió fue que estuvimos de acuerdo en no estar de acuerdo. Ellos continuaron empujando por los miércoles a la noche más los estudios bíblicos en los hogares; yo estaba satisfecho si una persona elegía uno o el otro. Ahora, varios años después, la junta ha aceptado a los grupos celulares como alternativas legítimas y dos de nuestros ancianos están liderando estos estudios.
Cuando surgen asuntos de filosofía de ministerio, trato de ser paciente y sistemáticamente educar a la iglesia con mi lógica.
Sin embargo, al mismo tiempo debo recordar que la iglesia le pertenece a las personas y a los líderes elegidos por ellos. Sería erróneo forzar mi filosofía de ministerio. Mi integridad me hace retener mis convicciones, pero mí respeto por la iglesia significa que a veces tenga que hacer cambios cuando hay una impasse. Si nuestra junta de ancianos hubiera votado o insistido en que yo eliminara el programa de estudios bíblicos en los hogares, hubiera tenido que obedecer estos deseos, aunque también hubiera comenzado a buscar un nuevo ministerio.
Violaciones de la autenticidad
Cuándo es el momento de pelear o no, ésta es quizás el área más peligrosa. El discernimiento no es fácil ya que somos muy subjetivos. Dios ha hecho a cada individuo único; hay uno solo de cada uno. Yo soy el único varón de mis padres, nacido en 1946, que vivió en Chicago, que fue a la escuela Faulkner y formado por una combinación única de maestros, amigos, modelos y estimulación de los medios de comunicación. Esto se acumuló para formar al individuo que soy.
Algunas personas de nuestra congregación piensan que he dado un gran sermón cuando los he vapuleado un poco y les he descargado encima un poco de culpa. Mientras que hay un lugar para la corrección y la amonestación, generalmente yo no descargo culpas sobre nuestra congregación. No necesito decirle a nuestra gente que deberían estar fuera evangelizando; ellos ya lo saben. Necesito animarlos mostrándoles una imagen de quiénes son en Cristo, y por lo tanto cómo pueden comportarse en Cristo. La autenticidad exige que yo no oscile para atrás y para adelante tratando de complacer a todos. Mi efectividad al predicar y liderar está en relación directa con su congruencia con quien realmente soy.
Algunos pastores se ven empujados a aconsejar aun cuando no están dotados para ellos. Otros se encuentran empantanados en la parte administrativa cuando son amantes de la gente por naturaleza. Deberíamos conocemos lo suficientemente bien como para pelear para ser efectivos en los caminos que Dios nos ha marcado, tratando de dejar aquello para lo cual no se nos dio habilidad, cerebro o inclinación.
Cuando tuve aquella conversación con David, la iglesia había llegado a tener más de mil personas, con cuatro pastores adicionales y las paredes verdes en la oficina pastoral. Si yo hubiera sido el pastor en esa iglesia en aquellos primeros años, lo más probable es que no hubiera durado mucho tiempo. No hubiera podido manejarme con tanto desánimo. Pero sabiendo por qué cosas vale la pena pelear y por cuales no, David había soportado la tormenta. Hoy esa iglesia tiene dos mil miembros, un programa familiar completo, un gran énfasis en las misiones, una escuela y un nuevo centro de adoración. Hoy varios años y una gran distancia me han separado de mi amigo y maestro. Gracias, David.
Apuntes Pastorales, Volumen V – Número 3, © Copyright 2008, todos los derechos reservados.