Biblia

¿Pobre en espíritu?, Parte III

¿Pobre en espíritu?, Parte III

por José Belaunde M.

Jesús dijo: «¡Cuán difícil es a los ricos entrar en el reino de los cielos!» (Lc 18.24). ¿A qué se refería Jesús al decir esto? ¿Será que no deseaba que sus seguidores tuvieran bienes terrenales? El encuentro de Jesús con el joven rico nos ayuda a reflexionar acerca de la importancia que le damos a las posesiones materiales. Si Jesús le pidiera, en este momento, que diera todo lo que tiene, ¿qué respondería usted?

La pobreza en espíritu ha sido el tema de nuestros dos artículos anteriores, y en el segundo de ellos mencionamos el episodio del encuentro del joven rico con Jesús. Vimos cómo Jesús le pidió al joven rico que vendiera todas sus posesiones, que diera el producto de la venta a los pobres y que lo siguiera. Pero el joven se puso triste porque era muy rico y era demasiado pedirle que hiciera eso. Entonces Jesús concluyó diciendo: «¡Cuán difícil es a los ricos entrar en el reino de los cielos!» (Lc 18.24).

Preguntamos entonces: ¿Por qué es difícil entrar? Es difícil para los ricos entrar en el reino de Dios porque es difícil ser a la vez rico en el mundo y pobre en espíritu, que es una condición indispensable para ingresar. Pero el que es a la vez rico en bienes materiales y pobre en espíritu sí puede entrar. El que es rico pero no está apegado a sus riquezas; el que es rico pero no tiene su tesoro en ellas, sí puede entrar. El que, siendo rico, no pone su mirada en lo terrenal sino en lo celestial, sí puede ingresar. «Porque donde está tu tesoro, ahí estará tu corazón» (Lc 12.34).

Pablo en otro pasaje describe la actitud correcta frente a las riquezas de la siguiente manera: «…los que compran (sean) como si no comprasen; y los que disfrutan de este mundo, como si no lo disfrutasen; porque la apariencia de este mundo pasa»(1Co 7.30b,31). Es decir, tener como si no se tuviera, sin poner el corazón en los bienes de este mundo.

Job es el ejemplo clásico del hombre que, siendo rico, era pobre en espíritu. Cuando Dios permitió que perdiera toda su fortuna, no se desesperó como quien lo ha perdido todo, sino dijo: «Dios me lo dio, Dios me lo quitó. Bendito sea el nombre del Señor» (Jb 1.21). Aceptó que Dios, que le había dado todo, le pudiera quitar lo que poseía. No estaba apegado a sus riquezas y, aun en la desgracia siguió dando gracias a Dios, porque para él Dios era más importante que todas sus posesiones. Y este es el punto clave: ¿Qué es más importante para ti: Dios o el dinero? Si es Dios, entonces sí eres pobre en espíritu, porque lo que posees vale poco para ti, comparado con Dios.

El apóstol Pablo también nos da un ejemplo de lo que es la verdadera pobreza en espíritu, por encima de la abundancia y de la indigencia. El escribe a los Filipenses: «He aprendido a contentarme cualquiera que sea mi situación. Sé vivir humildemente y sé vivir en abundancia; en todo y por todo estoy enseñado, tanto para estar saciado como para pasar hambre; tanto para vivir en abundancia como para pasar necesidad» (Fil 4.11b,12) (1). Le era igual ser pobre o ser rico en los bienes materiales porque, teniendo a Dios, tenía todo lo que necesitaba.

El rico tiene tanto de que enorgullecerse, tantas posesiones de que estar satisfecho. Los hombres lo halagan y lo buscan, piden su consejo como si se tratara de un oráculo. Todos quieren ser su amigo y, al adularlo, colocan una red de orgullo delante de sus pies y ¡cuántos se dejan enredar en ella! (Pr 14.20; 29.5).

Pero el orgullo levanta una barrera entre Dios y el hombre, como la levantó entre el Altísimo y Lucifer, el ángel más bello de la corte celestial.

Acerca de él, el profeta Isaías escribe: «¡Cómo caíste del cielo, oh Lucero, hijo de la mañana!… Tú que decías en tu corazón: Subiré al cielo; en lo alto, junto a las estrellas de Dios levantaré mi trono y en el monte del testimonio me sentaré… Sobre las alturas de las nubes subiré y seré semejante al Altísimo. Mas tú derribado eres hasta el Seol» (Is 14.12a,13–15a).

Embriagado por la belleza que Dios le había dado, altivo por el conocimiento y el poder que le habían sido otorgados, Lucifer creyó que podía igualarse a Aquel de quien había recibido todo. Y así fue como perdió todo. Cuando el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios, Lucifer, ahora convertido en el enemigo, no pudo soportar que el hombre, siendo inferior a los ángeles, (Sal 8.5,6; es decir, inferior a él, que era un ángel, si bien caído) gozara de la gloria que él había perdido. En su envidia se propuso perder al hombre, tentándolo, para que pecara y que Dios se apartara de él.

En el paraíso, el ser humano gozaba de la presencia de Dios, hablaba y caminaba con su Creador. Pero se dejó tentar por la posibilidad de entrar a un reino superior al que le había sido asignado. Concibió la ilusión de hacerse igual a Dios, adquirir el conocimiento del bien y del mal que le ofrecía la serpiente (Gn 3.4,5). Quiso exaltarse más allá del lugar que Dios le había concedido, como Satanás había intentado anteriormente. ¿Y cuál fue la consecuencia? Cayó de donde estaba, fue arrojado del Paraíso y perdió la comunión y la intimidad con Dios (Gn 3.23–24. Véase Nota Bene). Desde entonces el camino de regreso al paraíso perdido, que es el reino de Dios, es el camino de la humildad, el reconocer nuestros pecadores y nuestra necesidad de Dios. Esto es, el camino de la pobreza en espíritu.

Por eso, Cristo es nuestro ejemplo de humildad, como él dijo: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11.29). Dios se despojó de su rango divino y tomó forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres, a los que venía a salvar. Y en esa condición de hombre se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, hasta la muerte más infamante, la muerte de cruz (Fil 2.6–8). La obra de Jesús es tan rica que nuestro entendimiento humano nunca podría abarcarla. Parte de ella consiste en el ejemplo que nos dio de humildad.

Todos los hombres que el Padre ha utilizado para ayudar a sus semejantes en el camino de retorno a Él han brillado por su humildad. La humildad fue condición de su elección. Moisés fue el mayor de todos los profetas. La Biblia dice que Moisés era el más humilde, el más manso de todos los hombres (Nm 12.3), aunque hablaba con Dios cara a cara (Ex 33.11), al punto que su rostro brillaba a causa del resplandor divino (Ex 34.30).

Sin humildad toda santidad, toda perfección humana, es inútil, se derrumba. El fariseo de la parábola que recordábamos en una enseñanza pasada, había acumulado perfecciones humanas y morales. El cumplía la ley a la perfección. Pero como le faltaba humildad, no podía reconocer sus faltas, ya que todo hombre peca, y, por ello, todo su esfuerzo fue inútil (Lc 18.11–14). Todas sus virtudes eran hojarasca ante la santidad del Dios Altísimo.

Cuanto más se acerca el hombre a Dios y cuanto más agradecido esté con Dios, mayor necesidad tiene el hombre de humildad, es decir pobreza de espíritu, porque mayor es la tentación del orgullo a la que se ve sometido.

La pobreza en espíritu es una pobreza curiosa, diferente. Es una pobreza que llama a mayor pobreza. El que es pobre en espíritu, cuanto más pobre es, mejor se siente, más pobreza desea. ¿No es esto extraño? Es lo contrario de la pobreza material. El que es pobre en bienes terrenales, quiere dejar de ser pobre. ¿Dónde está el pobre que quiera ser más pobre? Pero el que es pobre en espíritu, desea serlo aún más porque cuanto más pobre en espíritu, más rico es en verdad. Cuanto más humilde, más atrae el favor de Dios.

La mayoría de los discípulos de Jesús eran de condición humilde, pero al comienzo no eran pobres en espíritu. Aun en vida de Jesús se disputaban el honor de ocupar los primeros puestos en el futuro reino de los cielos (Mr 10.35–37). Por eso, Jesús tuvo que darles una lección práctica de humildad: lavó sus pies en la última cena (Jn 13.1–13). Pero cuando recibieron el Espíritu Santo, ellos ignorantes y tímidos (2), empezaron a hablar con elocuencia ante multitudes y a hacer milagros. Fueron investidos de poder de lo alto. ¿Cuál no habrá sido la tentación de orgullo a la que estuvieron expuestos? Pero resistieron la prueba, y permanecieron pobres en espíritu.

Los apóstoles se hicieron ricos en buenas obras: en padecimientos, en persecuciones, en constancia en predicar, en trabajos y fatigas, en desvelos, en milagros y manifestaciones de poder. No obstante, si se hubieran gloriado de todo aquello, se habrían hecho pobres, mas ya no en espíritu, sino en cuanto al cielo. Mientras perseveraban en la pobreza en espíritu, fueron acumulando un tesoro en el cielo, donde no hay orín que corroe, ni ladrones que horaden y hurten (Mt 6.19–20).

Su pobreza en espíritu resultó en riqueza. Si se hubieran hecho ricos en espíritu, gloriándose de sus buenas obras, se hubieran vuelto pobres en cuanto al cielo. He aquí una paradoja: El que es pobre en espíritu, es rico en el cielo. Y viceversa, el que se hace rico en su espíritu, se hace pobre en el cielo.

Notas del autor

  • Y enseguida añade: «Todo lo puedo en Aquel que me fortalece» (v.12). Rara vez recordamos que esa famosa frase, que todos hemos memorizado, se encuentra en un pasaje en que el apóstol habla del saber contentarse con lo que uno tiene, sea mucho, sea poco. Es como si dijera: «Estoy preparado para ambas situaciones extremas porque todo lo puedo en Cristo…»
  • Nótese que ser ignorantes y tímidos no les había impedido ser orgullosos. El orgullo es hijo de la ignorancia.


  • Nota Bene:¿Podemos imaginar cuál pudo haber sido la sorpresa, el desconcierto y la desolación de Adán y Eva cuando fueron expulsados del paraíso? ¿Cuál pudo haber sido su reacción al encontrarse súbitamente en un ambiente tan diferente al entorno acogedor al que estaban acostumbrados, en un medio hostil, incómodo y lleno de peligros?

    Ellos, que estaban acostumbrados a vivir en temperaturas templadas y estables, ahora estaban sometidos a cambios bruscos que pasaban de un frío extremo a un calor agobiante. Aparte de la necesidad de cubrirse por la vergüenza que les causaba su desnudez, debían hacerlo también para abrigarse y protegerse del frío. Habían vivido rodeados de animales de toda especie, todos ellos amistosos, que les obedecían dócilmente, con los cuales retozaban jugando y con los cuales se comunicaban fácilmente (Eso explica que Eva pudiera hablar con la serpiente). Para sorpresa suya la mayoría de los animales (los que llamamos fieras) se alejaban asustados de ellos, o se habían vuelto agresivos y ya no les obedecían como antes.

    Aunque Adán y Eva no lo pudieran comprender —o quizá sí— el pecado había corrompido la creación (Ro 8.20–21), de tal manera que todo lo que antes estaba a favor suyo y a su servicio, ahora les daba la espalda y los amenazaba. No solo los animales visibles, sino también los organismos invisibles, los que llamamos microbios, virus y bacterias. Organismos que antes colaboraban en la renovación constante de la naturaleza, se habían convertido en generadores de trastornos y enfermedades, para ellos, los animales y las plantas. A causa del pecado, de la inmensa muchedumbre de animales con los cuales antes compartían las delicias del Edén, solo les quedaban como compañeros unas cuántas bestias que se dejaron domesticar, una ínfima porción de la multitud de especies que habían sido antes sus amigos y siervos.

    Pero no sólo la fauna, también la flora les daba la espalda. Si bien Adán antes de la caída debía labrar el huerto, de acuerdo a la orden de Dios (Gn 2.15), los árboles y las plantas rendían sus frutos sin esfuerzo para él. Ahora, en cambio, Adán debía agacharse penosamente, esforzarse y sudar para arrancar a la tierra su alimento diario (Gn 3.17–19). Pero lo que más extrañaban era la comunión y el trato constante que habían gozado con su Creador, que venía a visitarlos diariamente y con quien compartían todas sus experiencias y emociones. Ahora parecía como si un muro se hubiera erigido entre ellos y Dios (Is 59.2), y aunque todavía podían hablarle y escuchar su voz, su contacto era ahora solo ocasional y esporádico. Debían invocar su presencia mediante la realización de sacrificios sangrientos y ofrendas del campo para poder acercarse a él y sentir su presencia.

    ¡Seguramente extrañaban el trato familiar que antes gozaron! ¡Y cómo deben haber deseado recuperarlo! A medida que el tiempo pasaba ese trato se hizo menos frecuente, de manera que ellos y sus descendientes solo muy de vez en cuando podían escuchar la voz amada y hablarle a Dios con la seguridad de que él les escuchaba.

    Esa es nuestra condición actual, nosotros que aspiramos a vivir constantemente en la presencia de Dios. Por más esfuerzos que hagamos para que sea realidad en nuestra vida lo que canta el rey David: «Al Señor he puesto delante de mí…» (Sal 16.8) nos olvidamos la mayor parte del día que Dios, aunque invisible, nos mira siempre y nos habla constantemente, aunque no percibamos audiblemente su voz. Pero esa comunión que una vez Adán y Eva tuvieron con Dios es nuestro derecho innato que algún día esperamos recuperar (Ap 21.3).

    (Estas reflexiones acerca de Adán y Eva han sido inspiradas por la lectura del relato inicial del bello libro de Keila Ochoa Harris Retratos de la Familia de Jesús editado recientemente por Ediciones Verbo Vivo).

    Acerca del autor:José Belaunde M. nació en los Estados Unidos pero creció y se educó en el Perú donde ha vivido prácticamente toda su vida. Participa activamente en programas evangelísticos radiales, es maestro de cursos bíblicos es su iglesia en Perú y escribe en un semanario local abordando temas societarios desde un punto de vista cristiano. Desde 1999 publica el boletín semanal «La Vida y la Palabra», el cual es distribuido a miles de personas de forma gratuita en las iglesias de su país. Para más información puede escribir al hno. José a jbelaun@terra.com.pe