¿Pobre en espíritu?, Parte IV
por José Belaunde M.
El autor termina su análisis del pasaje «Bienaventurados los pobres en espíritu porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5.3). En este artículo, el autor nos ayuda a reflexionar acerca de la actitud de Zaqueo y la del hijo pródigo y cómo estos dos personajes fueron claros ejemplos de personas pobres en espíritu.
Quiero terminar con el tema de la primera bienaventuranza redondeando algunas ideas que se me quedaron en el tintero. Fijémonos para comenzar en lo siguiente: La primera bienaventuranza dice textualmente así: «Bienaventurados los pobres en espíritu porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5.3). De otra parte, en el pasaje del joven rico, Jesús dice que los ricos difícilmente entrarán en el reino de los cielos (Lc 18.2425). Expresa la misma idea, pero en términos contrarios. El reino pertenece a los pobres en espíritu, pero los ricos entrarán difícilmente en él. Esto es, no les pertenece, salvo excepciones. ¿Por qué es eso? Porque, como ya he dicho, el rico pone su confianza en las riquezas y, por ello, cree que no tiene necesidad de Dios. Engañado por la seguridad que le dan sus posesiones materiales, se imagina que Dios no puede servirle para nada y le cierra su corazón. No es pobre en espíritu.
De otro lado, Jesús dijo que no es posible servir a dos señores, a Dios y al dinero (Mt 6.24). El que es rico suele servir, y más que servir, adorar al dinero. Vive para hacer dinero, y cuanto más tiene más se aleja de Dios.
Asimismo Pablo escribió que «…los que quieren enriquecerse caen en tentación y lazo y en muchas cosas necias y dañosas…» (1 Ti 6.9). El dinero es una fuente inagotable de tentaciones, sea para obrar fraudulentamente a fin de adquirirlo, sea porque facilita un sin número de ocasiones para pecar que el pobre no tiene. Así como el rico puede gozar de todas los atractivos que ofrece la vida, pagando por ellos, puede también gozar de todos los vicios. Cuando se abandona a esa posibilidad su corazón se endurece terriblemente.
Sin embargo, Zaqueo, el cobrador de impuestos, era rico como lo eran todos los que se dedicaban a ese oficio, ya que se quedaban con una parte de lo que recaudaban. No sabemos nada de su vida previa, pero en algún momento debió haber sentido que le faltaba algo que su dinero no podía darle y esta sensación lo impulsó a buscar a Jesús (Lc 19.14).
Cuenta el Evangelio que cuando Jesús le dijo: «Hoy me voy a hospedar en tu casa», Zaqueo se bajó rápidamente del árbol al que se había subido y lo recibió en su mansión gozoso (Lc 19.5). Su corazón estaba dispuesto porque se había dado cuenta de que, a pesar de que era rico, era más pobre que muchos, aunque no entendiera en qué consistía su pobreza. Sin saberlo, él era pobre en espíritu y estaba listo para acoger a Jesús y creer en él.
Pero la pobreza en espíritu es necesaria no solo para recibir el mensaje del Evangelio, sino también para recibir todo aquello que el creyente necesita para crecer espiritualmente. Dice el apóstol Pedro en su segunda epístola que «todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad nos han sido dadas por su divino poder». (2 Pe 1.3).
Son nuestras, es cierto. Pero para estar en condiciones de recibirlas es necesario estar vacío interiormente. Esto es, ser pobre en espíritu, porque no caben en aquel que tiene el alma repleta de sí mismo. Por ese motivo la pobreza en espíritu debe ser el estado natural del cristiano a lo largo de su vida. No se trata de ser pobre en espíritu alguna vez, sino de serlo siempre. El que es pobre en espíritu desea serlo aún más, porque esa pobreza lo colma de bendiciones espirituales. Como dije en otro artículo , cuanto más pobre, más rico se es.
La pobreza en espíritu supone humildad, pero es más que humildad. Es disponibilidad, credulidad, aceptación. Es el deseo de colmar el vacío interior con Dios. De ahí que el principal enemigo de la pobreza en espíritu sea la autosuficiencia, cuyo origen es el orgullo. Es decir, creerse espiritual, piadoso; creerse un maestro que tiene mucho que enseñar a otros y nada que aprender de los demás; querer ser admirado por sus virtudes, incluso por su humildad.
La parábola del hijo pródigo es una excelente ilustración de esta actitud. Cuando el hijo menor recibió la herencia de su padre, él se consideró rico y creyó que ya no necesitaba más de su padre para nada. Quiso irse lejos para gozar a sus anchas de su riqueza sin que nadie se lo reprochara. Pero en su interior era un indigente. Rico por fuera, pero miserable por dentro. Fue necesario que perdiera todo su dinero para que empezara a vislumbrar que lo material no es lo que más cuenta en la existencia. Cuando lo perdió todo era de hecho pobre en bienes, pero todavía no lo era en espíritu, porque pensaba que todavía podría superar esa pobreza por sus propios medios y bastarse a sí mismo. De ahí que, para no morir de hambre, buscara empleo con un propietario del país (Lc 15.116).
Pero ¿cuál fue la paga que obtuvo? El mundo es cruel con los ricos que pierden su dinero. Lo enviaron a cuidar cerdos, el más sucio de los animales; el más deshonroso de los oficios para un judío. Y estando ahí en la pocilga, hasta se le negaba la comida que se daba a los cerdos. Al llegar a ese extremo, la paga insignificante que recibía era el salario de su rebeldía. En él se cumplía lo que dice el libro de los Proverbios: «Por cuanto aborrecieron la sabiduría y no escogieron el temor de Dios, ni quisieron mi consejo y despreciaron toda reprensión mía, comerán del fruto de su camino y se hartarán de sus propios consejos» (Pr 1.2931). Fue necesario que él probara el fruto amargo de su conducta hasta las heces, para que recapacitara y volviera en sí (Lc 15.1724).
Entonces empezó a recordar cómo hasta el más humilde jornalero de su padre tenía abundancia de pan, mientras él, que era uno de los herederos, pasaba hambre. Solo cuando reconoció lo miserable de su estado y admitió que era consecuencia de sus propios errores, fue capaz de arrepentirse. Por fin se dio cuenta de lo mucho que había dejado cuando abandonó la casa de su padre. Entonces sintió el deseo de regresar y pedirle perdón. El padre es aquí figura de Dios.
El hijo recapacitó, se arrepintió, se levantó y volvió donde su padre para confesar su pecado ahora sí, como pobre en espíritu. Fue, entonces, que su padre lo recibió con los brazos abiertos y lo perdonó por completo. Tan completamente que ni siquiera le reprochó la mala vida que había llevado y que hubiera malgastado su herencia.
Pero ¿qué hubiera sucedido si él se hubiera limitado a reconocer sus errores y a quedarse en la pocilga lamentándose de ellos y no hubiera vuelto donde su padre? Nada. Habría seguido en la pobreza, amargado, hambriento y triste. Fue necesario que él uniera la acción a su arrepentimiento. Fue necesario que él retornara, que confesara su pecado y que pidiera perdón.
Apenas lo hizo, fue perdonado y el reino esto es, la casa de su padre fue suyo. El padre no le dijo: «Anda a enrolarte durante un tiempo con los jornaleros para ver si tu arrepentimiento es sincero». Tampoco le dijo: «Tendrás que hacer penitencia para que yo te reciba de nuevo como hijo».
No. El padre ordenó de inmediato que se le vistiera con los mejores vestidos (que son símbolo de las vestiduras del reino) y que se le engalanara con las joyas del reino aquí simbolizadas por un anillo. Y ordenó que se le preparase un banquete para celebrar su regreso.
Esto nos lleva a una última consideración. Quizá no muchos hayan observado que la primera bienaventuranza es, con una excepción, la única de la serie que no promete nada para el futuro. Está expresada en tiempo presente. Dice: «…de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5:3). «Es» ahora.
En cambio, las demás bienaventuranzas están en tiempo futuro. Por ejemplo, dicen que los que lloran serán consolados; que los misericordiosos alcanzarán misericordia; que los puros de corazón verán a Dios, etc. (Mt 5.4,7,8). Son promesas que se cumplirán más adelante. Sólo hay otra que está en tiempo presente, la de los perseguidos por causa de la justicia y de quienes también se dice que de ellos es el reino de los cielos (Mt 5.10).
¿Por qué la diferencia de tiempo verbal? Porque el reino se posee en presente, desde ahora, en esta vida, aunque todavía no se vea. Y se posee de dos maneras. En primer lugar Jesús dijo: «El reino de Dios está en medio de vosotros..,» (Lc 17.21) porque su presencia lo acerca a nosotros.
Por su lado, Pablo escribió: «Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones» (Ef 3.17) No dice que habite algún día, sino ahora. El que es pobre en espíritu está en condiciones de creer, está abierto a la palabra y, cuando cree, recibe a Cristo en su corazón. Al tener al rey dentro de sí, el reino es suyo.
Y, en segundo lugar, el que posee el reino ya, tiene vida eterna y tiene asegurado el reino futuro. Ese reino prometido, que se manifestará algún día visiblemente. Es ahora suyo ya en el presente porque tiene la vida del reino corriendo por sus venas. Como el sarmiento unido al tronco, tiene la savia que circula por la vid; tiene al Espíritu que fecunda sus arterias espirituales. Una vez más, teniendo al Rey, a Jesús, en su corazón, el reino es suyo, no mañana sino hoy.
A título de comparación reproduzco a continuación algunos pasajes de los escritos de dos grandes comentaristas del pasado: Juan Crisóstomo y Agustín de Hipona.
«Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos». ¿Quiénes son estos pobres en espíritu? Son los humildes y contritos de corazón. Aquí «espíritu» se debe entenderlo por alma y voluntad. Hay en efecto, muchos que son humildes no voluntariamente, sino forzados por la necesidad de las circunstancias. El Señor no se refiere a estos el, pues ningún mérito hay en ello. A quienes él llama primero bienaventurados es a los que de su libre voluntad se humillan y se compungen. ¿Y por qué no habló de los humildes, sino de los pobres? Porque pobre es más que humilde. Aquí, en efecto, el Señor quiere designar a los temerosos, a los que tiemblan ante los mandatos de Dios. Son los mismos a quienes Dios tan altamente alaba por boca del profeta Isaías, diciendo: « pero miraré a aquel que es pobre y humilde de espíritu, y que tiembla a mi palabra» (66.2).
Puesta la humildad por fundamento, el arquitecto puede construir con seguridad sobre ella todo el edificio. Pero, si esta se quita, por más que tu santidad parezca tocar el cielo, todo se vendrá abajo y terminará catastróficamente. El ayuno, la oración, la limosna, la castidad, cualquier otro bien que juntes sin humildad, todo se escurre como el agua y todo se pierde.
Homilías sobre San Mateo de Juan Crisóstomo
El pobre en espíritu es humilde, tiembla al oír la palabra de Dios, confiesa sus pecados, no presume de sus méritos, ni se engríe de sus virtudes. Pobre de espíritu es todo el que, haciendo una obra buena, da gloria a Dios, y cuando obra el mal, se acusa a sí solo.
Pobre en espíritu es el que pone toda su esperanza en Dios, porque sabe que, esperando en el Señor, no quedará jamás defraudado.
Si por pobres entiendes a los humildes, los ricos serán los soberbios. Si a pesar de no poseer nada, deseas y te envaneces con los bienes terrenales, serás contado entre los ricos y los condenados. Procura entender bien lo que voy a decir para que no repruebes con respecto a los ricos y no presumas, porque eres pobre y necesitado. ¿Qué te aprovecha tener pocas riquezas si ardes en deseos de poseerlas? El Señor juzga rico o pobre por lo que hay en el corazón, no por lo que se tiene en casa o en las arcas.
Selección de Sermones de San Agustín
Acerca del autor:José Belaunde M. nació en los Estados Unidos pero creció y se educó en el Perú donde ha vivido prácticamente toda su vida. Participa activamente en programas evangelísticos radiales, es maestro de cursos bíblicos es su iglesia en Perú y escribe en un semanario local abordando temas societarios desde un punto de vista cristiano. Desde 1999 publica el boletín semanal «La Vida y la Palabra», el cual es distribuido a miles de personas de forma gratuita en las iglesias de su país. Para más información puede escribir al hno. José a jbelaun@terra.com.pe