¿Por qué? ¿También hablas de la otra forma?
por Miguel Angel de Marco
Hay un dicho que afirma que para ser veraces se necesita transitar toda una vida hablando la verdad pero que para ser tenidos por mentirosos sólo alcanza con una mentira. De cualquier forma, si comenzamos en a hablar la verdad y nos esforzamos en honrarla en todas nuestras conversaciones, los demás gustarán y notarán ese nuevo hábito en nosotros…
Cierto día, en plena faena militar, Roca se hallaba hablando con un oficial a su cargo. En un pasaje de la charla, el oficial dijo: «le doy mi palabra de honor, mi General», a lo que Roca le contestó: «¿Acaso usted tiene otra?».
Recuerdo aquellos tiempos de mis juegos infantiles. Nos juntábamos con otros niños de la vecindad a jugar a la pelota, a los «cowboys», a las carreras de autos de juguetes (los que rellenábamos con masilla para que fueran más pesados y estables) o a contarnos historias, una más presuntuosa que la otra. Y en medio de esas emocionantes charlas, siempre había algo que, por lo fantasioso, rozaba el limite de la credibilidad. Entonces, al ponerse en duda la historia, el dueño del relato apuraba un «¡te lo juro, fue así como te lo cuento!», o «te lo juro por mi madre, que se caiga muerta en este momento si no te digo la verdad», echando mano de esa forma a un «esto es indiscutible».
Tanto en nuestra casa como en la Escuela Dominical nos habían enseñado a no jurar porque eso no le gustaba a Dios. Entonces nosotros, los pocos cristianos del barrio, decíamos: «te lo prometo», o «te doy mi palabra de honor» (aunque no terminábamos de entender su significado).
¡Qué frágil que es la palabra! O, mejor dicho, qué hueca que la hemos dejado. A tal punto esto es así que recurrentemente la humanidad adopta formas para «dar peso» a sus promesas con recursos como el jurar, prometer, la «palabra de honor», el «¡tengo pruebas!» y otras variantes. Tan antiguo es esto que en los tiempos de Jesús ya había una «ciencia» del jurar. Según el tema en cuestión se comprometían cosas; más o menos valiosas para aseverar lo dicho, según lo que estuviera en juego. Por el Cielo, por la cabeza, por la casa, por el padre, etcétera, etcétera. Había toda una escala desarrollada, ante lo cual el Señor Jesucristo se indignó y los reprendió.
Actualmente suelo escuchar una nueva variante en los medios cristianos; una forma «evangélica» de jurar sin usar esa controvertida palabra: «Te lo digo delante del Señor», o «el Señor sabe que es verdad lo que digo». En buen romance, lo que se quiere hacer pensar al otro es: «Apelo a la presencia de Dios en este lugar para que veas que es verdad lo que digo». En el fondo de la cuestión, no es más que otro recurso para dar peso a nuestras aseveraciones. Como no contiene el temido «te lo juro», parece que puede soportar el reparo teológico, pero sigue siendo una manifestación del mismo problema: la palabra débil.
¿Por qué caemos en eso? Realmente, de nuestra boca no deberían salir sino más que verdades, abundando aquellas que son de edificación a los hermanos. Si practicáramos esto, la sorpresa debería ser al revés; o sea, el que no nos crean cada vez que decimos algo. Si en lugar de sorprendemos porque no nos creen apelamos a estos recursos, quiere decir que somos los primeros en no respetar nuestra propia palabra, ya que buscamos apoyo. ¿Y por qué no respetamos nuestra propia palabra? Creo que debemos pensar en, al menos, tres cosas para ayudarnos a honrar nuestra boca y no tener que deshonrar al Señor de esta forma.
1) ¿Hemos mentido mucho, antes? Cuando nos hemos ejercitado en hablar mentiras, aunque más no sea cada tanto, su práctica periódica ha minado nuestro propio concepto de ver veraces, Por eso, dejando a un lado la mentira, hablemos la verdad y ¡ejercitémonos en ella! Dice la Biblia que somos miembros los unos de los otros; si mentimos a un hermano nos ha estamos mintiendo a nosotros mismos (Ef. 4.25).
2) ¿Hemos hablado mucho sin corroborar? Posiblemente no tenemos una historia previa de «mentirosos», pero tal vez hemos hablado muchas veces de asuntos que no estaban debidamente comprobados. Nos han contado cosas y por el afán de poder repetirlas nosotros nos hemos comprobado si eran verdaderas. Con el tiempo, esa práctica también destruye el auto concepto de veraz. ¿Vale la pena destruir nuestro ser interior sólo por el hecho de tener historias fascinantes para asombrar a otros? (Ex.23.1).
3) ¿Solemos ser exagerados? La exageración tiene una mentira incorporada. Si vinieron siete y yo digo «diez», pues mentí tres. Agrandar los números, «redondear para arriba» (o para abajo, según el interés) más allá de lo razonable es falsear la verdad, y si lo hacemos a menudo al poco tiempo tendremos el hábito de exagerar. De esta forma también miramos el respecto a nosotros mismos, y cuando al fin tenemos una historia en la cual no es necesario exagerar nada, debemos valernos de «ayudas» porque sin ellas no nos creen.
Hay un dicho que afirma que para ser veraces se necesita transitar toda una vida hablando la verdad pero que para ser tenidos por mentirosos sólo alcanza con una mentira. De cualquier forma, si comenzamos en a hablar la verdad y nos esforzamos en honrarla en todas nuestras conversaciones, los demás gustarán y notarán ese nuevo hábito en nosotros…, y no tendremos que preocupamos por dar peso a nuestros dichos.
Apuntes Pastorales, Volumen VII número 6