Biblia

Predicando con elocuencia, ¡viviendo con excelencia!

Predicando con elocuencia, ¡viviendo con excelencia!

por Agustín D.H.

Todo ministro de Dios, cuando llega el momento de compartir de la Palabra debería, antes de abrir la boca para expresarse, levantar su alma sedienta a Dios, para beber de lo que está a punto de presentar y ser lleno de lo que está a punto de repartir…

El maestro de las Sagradas Escrituras debe enseñar lo que es correcto y refutar lo que está mal. Al hacer esto, debe conciliar al hostil, animar al indiferente e informar al ignorante sobre los sucesos actuales y direcciones para el futuro. Una vez que sus oyentes se vuelven amistosos, prestan atención, y están listos para aprender (ya sea que los haya encontrado en estas condiciones o que él los haya llevado a ellas), el maestro cuenta con tres métodos para comunicar la verdad.


Si los oyentes necesitan instrucción, les enseñará la verdad por medio de la narración.


Si los oyentes necesitan aclarar puntos que están en duda, usarán el razonamiento y la exhibición de pruebas.


Si los oyentes necesitan ser animados más que instruidos, se necesitará un mensaje vigoroso. Aquí son necesarios los chistes, los reproches, las exhortaciones, las reprimendas y todos los demás medios para estimular las emociones.


Todos estos métodos son utilizados, continuamente por casi todos los que enseñan. Algunos maestros los emplean toscamente, con poca elegancia y en forma fría, mientras que otros los utilizan con agudeza, elegancia y espíritu. Ambas clases pueden ser efectivas. Pero un maestro tendría que ser capaz de argüir y hablar con sabiduría, si no con elocuencia; y, por sobre todo, con provecho para sus oyentes.


Tenga siempre cuidado con el hombre que abunda en tonterías elocuentes, especialmente si el oyente se complace con esa teoría sin valor y piensa que porque el orador es elocuente lo que dice debe ser cierto. Como bien dijo el gran maestro de retórica Cicerón: «A pesar de que la sabiduría sin elocuencia sirve para poco, la elocuencia sin sabiduría causa verdadero daño, y nunca sirve…»


La necesidad de un estilo claro


El deseo de tener claridad nos lleva a veces a descuidar el lenguaje pulido. Un autor, hablando de este tipo de discurso, dijo que en él hay «un cierto tipo de cuidado-negligente».


Por supuesto, estamos de acuerdo en que la máxima prioridad debiera estar puesta en la claridad. ¿Qué ventaja hay en un discurso que no entendemos? En consecuencia, los buenos maestros evitan las palabras que no instruyen por no ser comprensibles; deben encontrar, en cambio, palabras que sean tanto puras como del alcance de su audiencia.


Esto es así, no sólo en las conversaciones personales sino mucho más aun en el caso del discurso público. En la conversación personal, podremos preguntar pero en el discurso no se acostumbra ni es decoroso que una persona pregunte sobre lo que no entiende. En consideración a esto, el orador debería poner especial atención en dar ayuda a los que no pueden pedirla. ¿Cómo podemos saber que se necesita más explicación? Un grupo ansioso de recibir instrucción generalmente demuestra si está comprendiendo a través de sus movimientos o expresiones, y tan pronto como el orador perciba que se le ha comprendido debería, o terminar su discurso o pasar a otro punto.


Hable claro, pero no sin elegancia


La verdadera elocuencia no consiste en hacer que a la gente le guste lo que le disgusta, sino en dejar claro lo que estaba oscuro. Sin embargo, si esto se hace sin gracia de estilo, el beneficio no se extenderá más allá de unos pocos estudiantes ansiosos que aprenden sin importarles cuán poco pulida sea la forma de enseñanza. Existe una analogía entre aprender y comer: las mismas proteínas, sin las cuales es imposible vivir, deben ser sazonadas para cubrir los gustos de la mayoría.


A este respecto, Cicerón dijo: «Un hombre elocuente debe hablar en forma tal que enseñe, deleite y convenza». Agrega luego que «el enseñar es una necesidad, deleitar es una belleza y persuadir es un triunfo.» Ahora bien, de estos tres, el primero (enseñar) depende de lo que decimos; los otros dos, de la forma en que lo decimos. Para el quisquilloso (aquel a quien no le importa la verdad a menos que esté expresada en forma de un placentero discurso), un buen maestro debe aprender el arte de complacer. Y aun esto no es suficiente para esos hombres testarudos que entienden y se complacen con el discurso del maestro pero que no extraen ningún beneficio de él. Porque, ¿de qué le sirve a un hombre si confiesa la verdad y alaba la elocuencia, pero no da su consentimiento?


Aclaro aquí que hay algunas verdades que sólo requieren ser creídas (aceptadas). Dar nuestro consentimiento, únicamente confesar que son verdad. Sin embargo, algunas verdades deben ser puestas en práctica y son enseñadas con el sólo propósito de que sean practicadas. Es inútil estar persuadido intelectualmente de estas verdades (y en efecto, estar complacido con la belleza con que han sido expresadas) si no son aprendidas para ser practicadas.


Usando el estilo correcto


A pesar de que los maestros de verdades bíblicas hablan de asuntos importantes, no siempre deberían utilizar un tono autoritario. Cuando estén instruyendo, debe usarse un tono suave. Cuando estén alabando o amonestando, es apropiado el tono moderado. Sin embargo, cuando un maestro estimula a la acción, debe hablar con poder y en tal forma que influya en la mente. A veces un mismo asunto importante se trata de todas estas formas en diferentes momentos: suavemente cuando es enseñada, moderadamente cuando se recomienda su importancia, y poderosamente cuando forzamos a una mente contraria a la verdad volverse hacia ella y abrazarla.


Por ejemplo, no existe nada más grande que Dios mismo. Sin embargo, la enseñanza acerca de la Trinidad invita a una discusión calmada. Es un tema difícil de comprender y nuestra meta es, principalmente, entenderlo lo más posible. Pero cuando se trata de alabar a Dios, ¡que campo propicio para un lenguaje bello y esplendoroso se abre para nosotros! ¿Quién no desea agotar sus poderes al máximo alabando a Aquel a quien nadie puede alabar adecuadamente? Y si estamos desafiando a nuestros oyentes a que alaben a Dios, entonces deberíamos hablar claramente con poder y en forma impresionante, para demostrar qué honor tan grande es este.


Tenemos muchos ejemplos de los tres estilos en las Escrituras.


• Encontramos el estilo calmo y suave en el apóstol Pablo (véase Gl 3.15-18).


Y a causa de que se le pudiera ocurrir al oyente preguntar, dice: «Si no hay herencia por medio de la Ley, ¿para qué fue dada la Ley?»; Pablo mismo anticipa esta objeción y pregunta: «¿Cuál fue, pues, el propósito de la Ley?, a lo que Pablo mismo responde: «Fue añadida a causa de las transgresiones, hasta que viniese la simiente a quien fue hecha la promesa; y fue ordenada por medio de ángeles en mano de un mediador. Y el mediador no lo es de uno solo; pero Dios es uno» (Gl 3.19-20).


• En las siguientes palabras del apóstol tenemos el estilo moderado: «No reprendas al anciano, sino, exhórtale como a padre; a los más jóvenes, como a hermanos, a las ancianas como a madres, a las jovencitas, como a hermanas, con toda pureza.» (1 Ti 5.1-2). Y también en estas: «Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional.» (Ro 12.1).


Casi todo este pasaje de Romanos es una exhortación en el estilo moderado de elocuencia.


• Por último, el estilo autoritario de discurso difiere del estilo moderado principalmente en que no se encuentra con ornamentos verbales como exaltado por una emoción mental. Utiliza casi todos los mismos adornos que usa el moderado pero sin necesitarlos tanto. Es llevado por su propia energía; la fuerza del pensamiento y no la ornamentación es lo que hace el verdadero impacto (véase 2 Co 6.1-13).


La variedad


El mezclar estos diversos estilos no va contra las reglas. A pesar de que en la mayoría de los discursos predominará un estilo, debería utilizarse toda la variedad de estilos, armonizados con buen gusto; porque cuando nos sujetamos en forma monótona a un solo estilo, no retenemos la atención del oyente. En cambio, si nos movemos de un estilo a otro, el discurso es más ameno a pesar de que tiende a ser más largo.


Cada estilo tiene características que evitan que la atención del oyente se enfríe. Podemos, sin embargo, soportar al estilo moderado sin variedad por más tiempo que al estilo autoritario. La emoción mental necesaria para estimular los sentimientos del oyente puede ser mantenida por un corto tiempo solamente. En consecuencia debemos evitar llevar el extremo emocional a un punto muy alto o muy extenso, para no perder lo que ya hemos ganado.


Mezclando


Es importante determinar qué estilo debería ser alternado con qué otro, así como los lugares donde debería usarse un estilo en particular. En el estilo autoritario, por ejemplo, la introducción debería ser casi siempre moderada. Y es a discreción del orador el usar el estilo templado aun cuando se permitiría el autoritario, de modo que este, cuando se realice, sea, por comparación, más autoritario aun.


Más aun, cualquiera sea el estilo del discurso o del escrito, cuando surgen preguntas complicadas que responder, se requiere naturalmente el estilo templado. Por su parte, deberemos utilizar el estilo moderado siempre que deba alabarse o confrontarse, no importa cuál sea el tono general del discurso.


En el estilo autoritario, y también en el templado, los otros dos estilos sólo encuentran un lugar ocasional. El estilo moderado, por otra parte, sólo a veces requiere el estilo sosegado, pero del autoritario nunca necesita ayuda, ya que su objetivo es gratificar y no excitar la mente.


Si un vehemente aplauso corona a un discurso, no piense que sólo se ha utilizado el estilo autoritario. A menudo se produce este efecto tanto por las ajustadas distinciones del estilo pausado como por lo exquisito del moderado. Por otro lado, el estilo autoritario, y fre-cuentemente, silencia a la audiencia por su efecto impresionante y la conmocionada hasta el llanto.


Por ejemplo: en Cesárea, Mauritania, me encontraba disua-diendo a la gente de esa guerra civil (y aun peor que civil, que ellos llamaban Caterva, porque no eran solamente compatriotas sino vecinos, hermanos, padres e hijos los que, divididos en dos facciones y armados con piedras, peleaban en cierta estación del año durante varios días continuos, cada uno matando a quien pudiera), con toda la vehemencia con la que yo pudiera disponer para extraer y sacar de sus corazones y vidas un mal tan grande. Sin embargo, no fue cuando escuché sus aplausos sino cuando vi sus lágrimas que supe que había producido efecto. El aplauso mostró que habían recibido instrucción y deleite, pero las lágrimas mostraron que estaban convencidos de que debían parar.


Vigila y ora


Pero cualquiera que sea la elocuencia del estilo, la vida del orador valdrá más que eso para lograr la conformidad del oyente. El hombre que habla con sabidu-


ría y elocuencia pero vive perversamente puede, es cierto, instruir a los que estén ansiosos por aprender (a pesar de que, como está escrito, él «es de poco valor para sí mismo»).


Pero ellos harían el bien a muchos si vivieran lo que predican, porque algunas personas buscan una excusa para sus propias vidas perversas comparando la enseñanza con la conducta de sus instructores. Dicen por dentro y aún con sus labios: «¿Por qué no haces tú mismo lo que me ordenas hacer a mí?». Dejan de escuchar con sumisión al hombre que no se escucha a sí mismo y al rechazar al predicador, aprenden a rechazar la Palabra predicada. El apóstol Pablo dijo a Timoteo: «Ninguno tenga en poco tu juventud sino sé ejemplo de los creyentes en palabra, conducta, amor, espíritu, fe y pureza.» (1 Ti 4.12).


Y es así que el maestro cristiano, a pesar de que dice lo que es justo, santo, y bueno (y no debería nunca decir otra cosa), haciendo todo lo que puede para ser escuchado con inteligencia, placer, y obediencia, tendrá más éxito siendo piadoso en la oración que teniendo dones de oratoria. Así que, antes de hablar, debería orar por él mismo y por aquellos a quienes se dirigirá. Cuando llegue el momento de hablar debería, antes de abrir la boca, levantar su alma sedienta a Dios, para beber de lo que está a punto de presentar y ser lleno de lo que está a punto de repartir.


Y si el Espíritu Santo habla a aquellos que por Cristo han sido entregados a sus perseguidores, ¿por qué no lo hará también a los maestros que pronuncian el mensaje de Cristo, los cuales están deseosos de aprender?


®Apuntes Pastorales, Volumen XVIII-3, todos los derechos reservados. ©Copyright 2008, Desarrollo Cristiano Internacional, todos los derechos reservados.