Primavera sin brotes
por Miguel Juez
Los tumultuosos eventos en el mundo Árabe ocultan un urgente llamado para la Iglesia de Dios.
La primavera es vida. Así lo creen muchos. Es color, variedad, sueños, libertad, deseos, esperanza, cambios y cuántas más acepciones queramos darle.
No obstante, existe una primavera que se frustró. La vida nueva que se esperaba para muchos se transformó en muerte, dolor, tristeza, pérdida… una vez más. El brote deseado solo llegó a mostrarse. Parió del tronco pero se secó en el momento de nacer. La vida nueva que se esperaba se abortó. ¡Qué triste!
En pie de guerra
A esta primavera la esperaban muchos, yo incluido, como el amanecer de una gloriosa libertad de oportunidad. El más precioso amanecer; la más gloriosa libertad; la conveniente oportunidad.
No quiero seguir dando vueltas a la noria. Me refiero a la primavera árabe que nace precisamente como el clamor de muchos «juanes bautistas», que clamaban en el desierto del Sahara Occidental, el día 9 de octubre del 2010; treinta y ocho personas dan su vida en sacrificio por un grito de libertad. Pero resultó ser una libertad abortada, una primavera sin brotes.
Este clamor de libertad desata un eco que se alcanzó a escuchar pocos día después. Desde El Aaiún, Sahara Occidental, a Túnez, el 17 de diciembre del 2010, un joven llamado Mohamed se sacrifica, y pone un país en pie de guerra, y con ello consigue la caída de un tirano corrupto que gobernó por veintitrés años consecutivos. Le siguieron trecientas veintitrés personas que pagaron con su vida ese clamor de libertad.
La característica del eco es la repetición clara, espaciada pero con pérdida de la intensidad de un grito inicial.
Le siguieron Argelia, el 28 de diciembre del 2010; en enero del 2011: Líbano, el 12; Jordania, el 14; Mauritania, el 17; Sudán y Omán, el mismo día; Arabia Saudí, el 21; Egipto, el 25, con ochocientos cuarenta y seis jóvenes que, en busca de su libertad, ofrendaron su vida. Lograron la caída y posterior juicio al presidente de turno. Siria siguió el 26, con cinco mil ofrendantes vitales; y Yemen, el 27 del mismo mes y año, con mil ochocientos setenta personas que prefirieron la muerte a su presente existencia.
El oportunismo vence
Sería un necio si hubiera pensado que esta llamada primavera árabe perseguía la búsqueda de libertad para decidir lo trascendente, según dictara cada criterio. No. Los objetivos eran más terrenales, más al alcance de la mano y de los deseos. Exigían más oportunidades de trabajo, de vida más digna, de futuro más seguro, de libertad para escoger gobiernos y gobernantes, de democracia, que en definitiva incluye estos objetivos más terrenales. Pero también, de la mano de estos, surgiría esa libertad de decisiones trascendentes.
El pensamiento pretendía nuevos gobiernos, nuevas libertades, incluida la libertad de conciencia, de que cada uno decidiera su propio camino interior, su libertad de escoger una nueva fe.
Sí. Se lograron cambios en verdad. Algunos gobiernos cayeron y otros se erigieron. Otros con astucia utilizaron la técnica del «gatopardismo», con la que se promete cambiar todo para que nada cambie. Las libertades también se reemplazaron. Donde había «alguna libertad», los que surgieron en el poder, nuevos fundamentalistas, borraron todo vestigio de ella.
Según mi criterio y esperanza presente, esa primavera, que sería la evidencia de nuevos frutos, se malogró.
¿Y nosotros, qué?
Podríamos quedarnos aquí, como la expresión de un sueño, de un deseo sincero y una realidad evidente. Pero necesito rascar la superficie, comenzando por la mía propia. Se vuelve obligatorio golpear las puertas de las conciencias de un pueblo que, adormecido, no alcanza a convencerse del llamado divino que ha recibido. Es necesario que el «Juan Bautista», llamado «pueblo de Dios», comience a clamar, a levantar su voz hasta que sacuda el Trono celestial —disculpando las conciencias susceptibles—. Que clame con tal intensidad que ese clamor mueva el trono de Dios; que ruegue con el clamor de un John Knox, que ante un pueblo, cuyo destino eterno era la condenación, clamaba a viva voz: «Dios, dame Escocia o muero».
Pensándolo bien, tal vez no sea el mundo árabe el que requiera una nueva primavera, sino el llamado pueblo de Dios. Sí, soy yo el primero, y no lo afirmo con falsa modestia. Nos urge a aquellos que, llamándonos Pueblo de Dios, poco o nada nos importa que nuestro vecino, amigo o pariente se pierda, buscando cada uno su propio ombligo. Si poco o nada nos importa nuestro «cercano», cuánto menos habrá de importarnos el «moro» al que rechazamos.
En verdad, como pueblo de Dios, somos un pueblo hipócrita. No te enfades. Ya te dije que yo mismo soy un hipócrita. Tú no, yo. Pero hay otros que, al igual que yo, disciernen su propia realidad. Son los que, como yo, poco —no digo nada, solo poco— nos interesa Dios y el deseo de su corazón.
Para mí, y para aquellos que son como yo, nos advertimos: ¡necesitamos una nueva primavera, un nuevo Pentecostés! Una primavera que corte el viejo tronco para que surja un nuevo brote; del brote, una nueva flor, que exhale ese perfume característico de vida plena y luego produzca el fruto que portará la semilla para ver nacer nuevas plantas. Tal vez así, produzca al treinta, al sesenta o al cien por ciento.
Una nueva primavera, es todo lo que necesitamos.
Olvidaba advertir que para que haya frutos, es imprescindible que, primero, la semilla muera en tierra.
El autor es pastor y misionero, obrero de Pueblos Musulmanes Internacional (PMI). Radica en España, junto a su esposa Magda.