Reflexiones sobre la homosexualidad

por Elsie R. De Powell

La vida está llena de situaciones negativas. El drama puede ser otro. Pero la soledad, la pérdida, el sacrificio, la negación, el abandono, son todos parte de la vida de cientos de personas. ¿Por qué no aceptar la renuncia del homosexual a una práctica que Dios condena, y enseñarle un camino mejor, como es la experiencia más plena del conocimiento de Su Amor?

Hace mucho tiempo, cuando aún estaba en la secundaria, escuché a un par de compañeros alardear durante un recreo acerca de la paliza que le habían dado la noche anterior a un «maricón»: Cuatro o cinco lo habían rodeado, arrojado al suelo, violado y pateado a fondo para darle «una buena lección». Escuché las risas; mientras, el cuadro en mi mente me daba náuseas. No podía entender que alguien se alegrara de semejante violencia.

Criada en mi ghetto evangélico ni siquiera sabía con seguridad lo que era un «maricón». Pasarían muchos años para que el tema aflorara abiertamente en los medios, y muchos más para que se tocara en las iglesias. Hoy es un tema que divide a los teólogos de todo el mundo. Y lo que leo me preocupa. ¿Es posible interpretar de tal forma la Biblia que se puedan aceptar parejas homosexuales en la comunión de la iglesia por el simple hecho de que son fieles el uno al otro?

Es verdad que es una salida que los protege (apenas) de otras tragedias del mundo de la prostitución masculina. Pero, ¿es esa la salida bíblica?

No quiero responder sin referirme antes a algunas experiencias. Leer sobre el tema y ver buenas películas puede informarnos, pero la letra impresa o la pantalla tienen una distancia que vuelve remotos los episodios: uno se olvida fácilmente cuando se apaga el aparato. En cambio, si uno conoce a alguien, este permanece en la mente y en el corazón para siempre.

Un día conocí a Daniel (no es su nombre verdadero). Él era uno de los alumnos de los primeros años de la carrera de filosofía y, aunque no cursaba mi materia solía verlo por los pasillos. Caminaba con pasos cortitos y coquetos, se partía el cabello crespo al medio, y se depilaba las cejas. También usaba polvo y se ponía algo en las mejillas. Tenía la mirada orgullosa, casi desafiante, fija en un punto lejano mientras pasaba apurado sin mirar a nadie.

Un día entró a preguntar algo, luego algo más, y comenzó a frecuentar mi oficina. De pronto desapareció de los pasillos y no lo vi más. Pregunté a otros por él, y pude armar parte de su triste historia. En ese momento estaba internado en una institución psiquiátrica. Su padre le daba terribles palizas periódicas para quitarle su amaneramiento. Lo había criado una tía soltera, pero no supe la razón, aunque conocía la costumbre bastante frecuente en el norte argentino, de entregar uno de los hijos a una hermana o a una abuela «para que le haga compañía».

Fue por pura casualidad que poco después me crucé con él en el instituto psiquiátrico donde estaba internado (había ido a visitar a otra persona). Lo vi caminando por los jardines y me acerqué. No recuerdo qué conversamos, pero fue por un momento, y ya para despedirme, tuve la inoportuna idea de decirle, a modo de consejo:

—¡Ánimo, Daniel. Aquí te pueden ayudar. Es mejor que cambies, así no se van a aprovechar de vos.

—¿Aprovecharse de mí? —gritó—. ¿Quiénes?

—Otros hombres —le dije, vacilando, al recordar aquel recreo de la secundaria.

—¡De mí no se va a aprovechar nadie! Soy muy religioso. Y con un gesto furioso me estampó una palmada en la mejilla. Luego, con un gesto de orgullo, me dejó plantada… y roja de vergüenza.

Confusión, perplejidad, y otras sensaciones encontradas me invadieron el alma. Hasta que unos meses después apareció por la oficina y me pidió disculpas. Le dije que no había querido ofenderlo y se reanudó el diálogo. Su amaneramiento seguía exactamente igual y deduje que el tratamiento no había logrado absolutamente nada.

Los temas fueron girando poco a poco hacia Cristo. Insistía en que creía en Dios, y sobre todo que rezaba mucho.

Un día me dijo:

—¡Usted no sabe cómo amo a Dios!

Le contesté con mucho cariño:

—Si lo amas tanto ¿por qué no lo obedeces?

—¿Cómo? —me preguntó sin entender.

Temblando por dentro, le pregunté:

—¿Naciste hombre o mujer?

Pasaron unos segundos en los que el silencio se me

hizo eterno.

—Hombre —contestó.

—Entonces Dios te ama como hombre: no trates

de cambiar.

No recuerdo con claridad el resto de la conversación.

Un tiempo después volvió a perderse por varias semanas. Pero lo vi cruzar una calle céntrica a pasos largos y apurados.

—¡Daniel! —le grité.

Se acercó a contarme que estaba asistiendo a una iglesia carismática. Me hablaba con un timbre de voz muy masculino, casi como locutor de radio.

—¿Cambiaste la voz? —le pregunté intrigada.

—Sí. Fui a una foniatra.

—¡Y te cortaste el pelo!

Efectivamente, tenía un corte de pelo varonil, y sonreía satisfecho.

Meses más tarde lo encontré de nuevo y esta vez me contó que asistía a una iglesia pentecostal, y que había «recibido al Señor». Se sentía feliz y con templaza.

Desde entonces no lo vi más, pero supe de él, y me alegró saber que seguía firme en su fe.

A pesar de mi ignorancia sobre el tema, sé la diferencia entre el amaneramiento y la homosexualidad. Pero también sé que sus caminos se entrecruzan inevitablemente, y el destino de Daniel hubiera sido probablemente trágico.

El otro caso fue Rogelio. Era un estudiante de otra provincia que solía asistir a nuestra iglesia cuando no se iba a su casa los fines de semana. Hacía tres años que había conocido al Señor. Era el único creyente en su familia y su padre lo hostilizaba por su fe. Un día me sorprendió contándome que había sido homosexual y el Señor lo había curado de su condición. Creía que había sido un milagro. Pero no pasó mucho tiempo cuando volvió angustiado a decir que su atracción homosexual le había vuelto. Sus palabras habían caído «como un rayo». ¿Debía orar? ¿Pedir liberación? ¿Se curaría nuevamente? No sabía qué contestarle… Sí, Dios podía repetir el milagro, pero también podía no hacerlo… El Señor le dijo a Pablo que Su gracia era todo lo que necesitaba, Su poder se haría más evidente en la debilidad que lo atormentaba… Por eso el mismo Pablo dice que reconocer esa debilidad lo hacía más fuerte para ser fiel a Cristo (2 Co 12.7–10). Tal vez el Señor le había dado a Rogelio tres años de gracia por ser un nuevo creyente, y ahora estaba por revelarle esa gracia, ese amor, ¡ese poder! que sólo conocen los que sufren por ser fieles a Cristo.

Me di cuenta que tenía bien claro, por su lectura de la Biblia, que no debía ceder a la práctica homosexual. Que su caso sería como el de cualquier heterosexual que obedece al Señor. Nadie se lo había dicho, pero tres años de lectura de la Biblia le habían señalado que las relaciones sexuales con otros del mismo sexo eran reprobable a los ojos de Dios. ¿Por qué a él le resultó tan fácil entenderlo, y para ciertos teólogos es tan difícil de aceptar?

Lewis Smedes sostiene que «la Biblia no nos dice nada sobre la condición homosexual». (Lewis Smedes, Sex for Christians, apéndice a la segunda edición, Eardman´s, 1994, p. 239.) Explica que Romanos 1.26–27 se refiere a hombres y mujeres normales que tenían relaciones sexuales con otros de su mismo sexo. Y agrega que «los escritores bíblicos (en este caso San Pablo) no parecen haber sabido nada acerca de una condición humana llamada homosexualidad».

Esto no es así. La cultura helénica que heredó el Imperio Romano se había extendido en todo el Mediterráneo, y por supuesto en el entorno palestino. Siglos antes, el Imperio Macedónico había impuesto a los judíos la lengua griega, y la prohibición de hablar a los niños en hebreo. Los que se resistían eran transplantados a colonias griegas donde apren-dían sus costumbres y sus normas. Y los griegos tenían instalada la homosexualidad en su medio social de tal manera que toda la literatura de la época lo refleja.

Platón, por ejemplo, aborda el problema en un tratado que dedica al tema de la belleza (Platón, El Fedón). Considera que es una disposición que algunos hombres tienen de ser atra-ídos por la belleza masculina. Describe la pasión homosexual como una emoción estética y espiritual provocada por los cuerpos juveniles, que luego llega a la plenitud en el amor sexual. Pero Platón observa que el amor homosexual tiene una desventaja que lo convierte en un amor trágico. El varón que va envejeciendo sigue amando los cuerpos bellos y juveniles, y para atraerlos debe aumentar sus regalos y favores. Él mismo va perdiendo atractivo físico; y si procura simular una juventud que no tiene, se convierte en el hazmerreír de los jóvenes, en los gimnasios y baños públicos donde frecuenta. (Yo agregaría que Dios, en su sabiduría, proveyó a la mujer de una capacidad para sobrellevar la vejez de su pareja de una manera muy distinta. Además, la vejez es diferente si está rodeada de nietos para quienes los abuelos siempre son «hermosos»). Platón decía la verdad cuando afirmaba que una de las tragedias del homosexual es precisamente la vejez.

Ni las pautas culturales del mundo helénico, ni los escritos de la época pueden haber pasado desapercibidos por alguien con la cultura de Saulo de Tarso. Decir que los autores bíblicos no pueden haber sabido lo que era «la condición homosexual» es pasar por alto la historia, ignorar la existencia de esta condición de pecado era imposible. El mundo siempre ha sido, al menos en lo moral, asombrosamente parecido al de nuestros días.

Lewis Smedes también cree que la homosexualidad no es curable, y para quien no eligió serlo, debe buscarse una salida. Pero esto —el no haber elegido una situación adversa—, no es diferente de cualquier situación humana pecaminosa. El que nace iracundo, o tiene exceso de amor propio, o siente codicia por bienes ajenos, o lo atraen las mujeres, debe luchar, quizá toda su vida, por controlar su conducta. Los cristianos que crecen espiritualmente saben lo que es la obediencia y la renuncia por amor a Dios en su proceso de maduración espiritual. Puede ser a algo bueno para otros, o una felicidad que no les llega. Pero sólo renunciando descubren la gracia y el poder de Dios. La nobleza de la renuncia es incluso un tema secular que enseña la vida misma.

La vida está llena de situaciones negativas. El drama puede ser otro. Pero la soledad, la pérdida, el sacrificio, la negación, el abandono, son todos parte de la vida de cientos de personas. ¿Por qué no aceptar la renuncia del homosexual a una práctica que Dios condena, y enseñarle un camino mejor, como es la experiencia más plena del conocimiento de Su Amor?

Estas dos experiencias me dejaron en claro que tanto el amanerado como el homosexual pueden amar de verdad a Dios. Que son, además, personas sensibles, honestas, que buscan, como cualquiera de nosotros, una salida que honre al Señor. Así que, enseñarles que bíblicamente hay base para una relación de pareja homosexual siempre que se mantengan fieles uno al otro (como un matrimonio heterosexual) es, no sólo una exégesis muy extraña que adultera el mensaje bíblico, sino un menoscabo a su madurez. Que las demás opciones representan una lucha difícil nadie lo niega. ¿Le diríamos a nuestras jóvenes creyentes solteras, que mientras sean amantes fieles no están pecando? Y así como lloramos cuando alquien en la iglesia peca y se resiste a arrepentirse, habrá ocasiones en que lloremos por homosexuales que no escuchen y tomen un rumbo equivocado. Pero, por amor a ellos, debemos tener claro qué camino ofrecerles, el de la fidelidad a Cristo.

La gracia de Dios es infinita, y el arrepentimiento de los que caen no agota la misericordia y la compasión de Dios (ni debiera agotar la nuestra). Se puede empezar de nuevo vez tras vez y contar con ese amor. Ningún pecado es demasiado grande para el amor y poder de Cristo, pero la santificación que él tiene en mente, tiene un precio, la renuncia a uno mismo y la obediencia a Cristo, y esto toma su tiempo. A veces nos apuramos demasiado con los nuevos creyentes porque siguen usando «las prendas del hijo pródigo»: Creemos que huelen mal. Nos ofenden sus vicios anteriores y nos parecen demasiado mundanos. Pero el Señor tiene mucha más paciencia, y sabe cómo encauzar las cosas. Nosotros quisiéramos arrancarles todo lo viejo de golpe (desnudarlos y avergonzarlos) en lugar de dejar que el Padre elija la mejor ropa y busque el anillo.

Es Dios quien dirige la fiesta de la santificación. Ya sea que estorbemos la honra del Espíritu, o que ofrezcamos salidas humanas a la condición homosexual pretendiendo que son bíblicas, los privaremos del camino que Dios les tiene preparado, y por eso mismo, el más pleno.

Elsie R. de Powel es Profesora jubilada de «Filosofía de la Historia»en la Universidad Nacional de Tucumán. Escribe, y colabora en diversas entidades cristianas.