por José Antonio López
El impacto de una vida sobre otra es el vehículo principal que el Señor escoge para formar discípulos.
La iglesia contemporánea conoce con amplitud el término discípulo. Sin embargo, esto no significa que, necesariamente, cada congregación maneje conceptos similares o que posea la misma claridad sobre los procesos necesarios para formar un discípulo.
En muchos casos, la palabra se asocia con el curso de capacitación que se le da a los recién convertidos. En ocasiones, esta se acompaña de un programa con lecturas asignadas y un examen, para evaluar el grado de comprensión logrado con el curso. Cuando la persona completa los requisitos, entonces, se la considera «discípula».
Llamados a relaciones
Al acercarnos al Nuevo Testamento —y en especial a los evangelios y los Hechos de los Apóstoles— nos encontramos con un modelo de discipulado y formación diferente a este, tan común entre nosotros. En la vida de Jesús, como en la de los apóstoles, se observa un mismo principio: La tarea de discipular consistía en una relación personal entre dos personas que se han comprometido a caminar juntas por un trecho del camino. Una de ellas, en este caso el maestro, desarrolla principalmente la tarea de enseñar. La otra, en este caso el discípulo, se dedica principalmente a asimilar las verdades que comparte el maestro.
El discipulado practicado por nuestro Señor Jesucristo es intenso y compromete, hasta las últimas consecuencias, a quien decide participar en el proceso. Consiste no solo en dar la vida por Jesucristo, el gran Maestro, sino también en llegar a ser como él. ¡Así es! El objetivo de todo discípulo es llegar a ser como su maestro. Esto significa que acabará pensando como él, actuando como él. En resumen, se convertirá en un portador de la imagen y el mensaje de su maestro.
Más que un programa
Sin embargo, cuando pensamos hoy en la formación de un discípulo nos resulta difícil no pensar en términos de un programa. No queda duda de que una estructura básica (la que podríamos llamar «programa») es de gran utilidad a la hora de conducir a una persona a través del proceso de discipulado. Dios concederá sabiduría para entender de qué manera específica se logra adaptar este programa a las particularidades de cada individuo.
Toda persona involucrada en el proceso de formar discípulos, sin embargo, cuenta con una herramienta didáctica de mucho más peso que un programa formal. Este elemento es el propio carácter del formador. Una de las frases que el apóstol Pablo usó con frecuencia en sus cartas es: «sean imitadores de mí» (1Co 11.1; Fil 3.17; 1Tes 1.6). Cuando escribe su Segunda Epístola a los Tesalonicenses, les declara que ellos mismos, Pablo, Silvano y Timoteo, se quisieron mostrar como ejemplos (3.9). El apóstol Pedro también exhortó a los ancianos a que se mostraran como «ejemplos de la grey» (1Pe 5.3). Del mismo modo se le exhorta a Timoteo a no descuidar su propio ejemplo en su trato con la Iglesia (1Ti 4.12).
Modelo probado
La insistencia de los apóstoles sobre la importancia del ejemplo probablemente refleje la exhortación que los discípulos mismos recibieron del Señor Jesús poco antes de su partida. Ya resucitado, se les apareció y afirmó: «como el Padre me envió, así yo los envío» (Jn 20.21).
La importancia de vivir lo que se predica queda claramente implícita en la exhortación, pues la propia vida del Mesías había impactado por sus enseñanzas, pues las daba «con autoridad, y no como la de los escribas y los fariseos» (Mt 7.29). El respaldo que su vida le daba a su enseñanza produjo un impacto profundo en sus oyentes.
Un formador de discípulos debe poseer la certeza de que su propio carácter y estilo de vida ejercerá mayor influencia sobre la persona que forma que cualquier otro elemento. El autor Hendricksen afirma: «Reproducirán su carácter en otros discípulos, lo quieran o no». Sin percibir las dinámicas del proceso, el discipulador transmitirá valores y comportamientos a la persona que forma en cada una de las situaciones que compartan juntas, aun cuando estas no lleven una orientación espiritual. El proceso será idéntico a la influencia ejercida por la forma de vivir de un padre sobre la vida de sus hijos. Acabarán imitando sus gestos y tono de voz, sin saber en qué momento las incorporaron a su vida.
Compromiso ineludible
De este principio se desprende la tremenda importancia para el discipulador de cultivar una vida personal santa y comprometida. El mismo compromiso que aspira a lograr en otros es el que debe vivenciar en su propio andar diario.
Cuando el discipulador no toma en cuenta esta verdad corre el peligro de perpetuar hábitos negativos y pecados en la vida de las personas que forma. El engaño que practicó Abraham, cuando mintió acerca de su esposa (Gn 12), es el mismo engaño que luego cometió su hijo Isaac (Gn 26.7). El sumo sacerdote Elí no supo criar a sus hijos (1Sa 2.12–17) y esta incompetencia la trasladó a la vida de su protegido, Samuel (1Sa 8.1–5).
El peso de este principio es tal que nos obliga a examinar lo que la Biblia identifica como características o cualidades apetecibles en quienes desarrollan la tarea de invertir en la formación de otros. Por cuestión de espacio no podemos examinar, en este artículo, la lista de características mencionadas. No obstante, quisiera animarle a que se acerque, con un corazón enseñable, a tres de los pasajes más importantes sobre este tema: Tito 1.5–9, 1 Timoteo 3.1–7 y 1 Pedro 5.1–3.
Sin duda observará que estos textos se refieren, en principio, a los requisitos imprescindibles que debemos encontrar en un anciano o pastor. El ministerio pastoral es dado a la iglesia por Jesucristo (Ef 4.11), el buen pastor (Jn 10.11). Son las características propias del carácter y la vida del Señor Jesús, a quien tomamos como modelo de vida. El hecho de que se refieran al llamado del anciano o pastor, no exime al resto de la Iglesia de vivir con estas cualidades. Al contrario, son la medida para todo discípulo. El líder como primer discipulador —pues debe ser modelo en todo— está obligado a reflejar el carácter propio que desea observar en otros.
En resumen
No quisiera concluir sin mencionar una de las características que, en mi opinión, resume la lista que provee Pablo en los textos indicados. En la carta a Timoteo, el apóstol exhorta: «Un obispo debe ser, pues, irreprochable» (1Ti 3.2).
La palabra irreprochable puede también traducirse por intachable o irreprensible. Vivir de manera irreprochable es «estar en condiciones óptimas para cuando lo llamen a uno a rendir cuentas». Es decir, si citan a la persona a explicar sus acciones o su forma de proceder, quien la convoca no encontrará motivo para acusarla o censurarla. La exhortación es similar a la que recibe Tito: «muéstrate en todo como ejemplo de buenas obras, con pureza de doctrina, con dignidad, con palabra sana e irreprochable, a fin de que el adversario se avergüence al no tener nada malo que decir de nosotros» (Tit 2.7–8).
En el concepto de ser irreprochables encontramos la más clara declaración de la profundidad del impacto que alcanza la vida de la persona formadora sobre la formada. La exhortación a vivir sin guardar nada de qué lamentarse refleja el hecho de que nuestra vida permanece siempre bajo la lupa, aun cuando no sabemos que nos miran. Vivamos, entonces, de tal manera que el saldo que deje nuestra relación con los demás sea siempre provechoso para la extensión del reino de los cielos.
El autor (joseantoniolopez33@gmail.com) es pastor de la Comunidad Cristiana, en Buenos Aires, Argentina. Posee una licenciatura en teología del Instituto Bíblico Buenos Aires. Está casado con Inés, con quien tiene cuatro hijos. Los López tienen, además, un nieto.