por Lynn y Timo Anderson
Durante siglos «Roca de la Eternidad» ha llegado a ser uno de los himnos más amados por los cristianos en todo el mundo, escrito por un huérfano usado poderosamente por Dios. En horas negras de enfermedad, crisis e incertidumbre, la conmovedora letra de este himno inmortal ha infundido consuelo, doctrina y valor a personas de todas las condiciones sociales.
Aunque muchas personas aman y cantan este gran himno, algunos detalles de su historia no son tan bien conocidos. Hace un siglo, al celebrar la reina Victoria sus bodas de oro, dignatarios de cada provincia del gran Imperio se hicieron presentes en Londres para el festejo. Entre la numerosa compañía de embajadores, príncipes y gobernantes que tomaron la palabra para rendirle tributo a la soberana, estaba el regente de Madagascar. El nativo de esa gran isla le expresó a su alteza las felicitaciones de su pueblo y luego pidió permiso para cantar. Seguramente todos pensaban que entonaría alguna canción del rico folklore de su país nativo, pero no fue así. Para sorpresa de los presentes, el funcionario irrumpió con fuerte y sonora voz, cantando uno de los himnos favoritos de la reina:
«Roca de la eternidad, fuiste abierta tú por mí;
Sé mi escondedero fiel; sólo encuentro paz en ti,
Rico, limpio manantial, en el cual lavado fui».
Al terminar el himno no había ojos sin lágrimas en toda aquella gran asamblea, y la monarca agradeció muy conmovida la bella referencia al Señor en su aniversario.
Las palabras de «Roca de la eternidad» una vez más tocaron los corazones, aun de la corte real.
Aunque el autor del himno es inglés, tiene interesantes nexos con la historia de España y América del Sur.
En el año 1741 Inglaterra quiso asegurar sus intereses en el Nuevo Mundo, y neutralizar lo que quedaba de la fuerza española. Hacía más de siglo y medio (1588) desde que la llamada «Armada Invencible Española» había recibido un golpe mortal al ser prácticamente destruida la mayoría de sus cien grandes barcos durante una tempestad y derrotada por las fuerzas inglesas en el Canal de la Mancha.
Aunque a mediados del Siglo XVIII España apenas figuraba como fuerza militar entre las naciones más poderosas, sus naves se mantenían en puertos del Nuevo Mundo con el fin de vigilar sus intereses. Uno de ellos era el de Cartagena de lndias principal ciudad y fortaleza de las colonias españolas en la costa norte de Sudamérica, superior en importancia a los puertos de La Habana y Veracruz
Inglaterra decidió atacar ese puerto y capturar la Fortaleza de San Felipe. Envió tropas al Nuevo Mundo bajo las órdenes del almirante inglés Eduardo Vernon. La flota inglesa alcanzó proporciones gigantescas nunca antes vistas en esos lugares, compuesta por 36 buques de línea, 12 fragatas y paquebotes, dos brulotes y 130 barcos de transporte. Traía un moderno armamento en manos de 15000 efectivos de marina más 12000 soldados bien adiestrados para atacar en tierra.
Por su parte, Cartagena contaba con una pequeña guarnición que no superaba los 6000, entre soldados y colonos pobremente equipados. El comandante español había salido mal librado de batallas anteriores y ¡había perdido un brazo, una pierna y un ojo!
La estrategia del almirante Vernon incluyó un ataque simultáneo por tierra y mar, y pronto Cartagena quedó totalmente aislada, haciendo que la Corona inglesa ordenara acuñar gran cantidad de medallas para celebrar «el gran triunfo estruendoso» que se daba ya como un hecho.
Sin embargo, la valentía de los cartageneros y su lisiado comandante, Blas de Lezo, logró movilizarse de tal forma que a los pocos días los restos vencidos de la orgullosa flota de barcos ingleses se encontraban en tranco retiro, mientras que Cartagena celebraba otra de las victorias que la marcaron como la «Ciudad Heroica»
Entre los muchos militares ingleses fallecidos durante marzo y abril de 1741 estaba el Mayor Ricardo Toplady, quien dejó huérfano de padre a su recién nacido, Augusto (4,11, 1740). Con la ayuda que recibió de la Corona, la viuda pudo criar a su hijo y educarlo en el colegio.
Westminster de Londres. Más tarde Augusto emigró a Irlanda para estudiar derecho en la Universidad de la Trinidad en Dublín. Durante el tiempo en que preparaba su tesis para su Magíster en Derecho, el joven de 16 años fue a pasar un fin de semana en el campo con algunos amigos. Informado de que se celebraría un culto religioso en una granja cercana, asistió por curiosidad. Aunque el predicador, Jaime Morris, conocía bien la Palabra de Dios, al brillante y algo creído universitario el laico wesleyano le pareció un pobre ignorante allí en medio de un puñado de humildes campesinos. Sin embargo, el ministerio del Espíritu Santo a través del texto de Efesios 6:13 y el sencillo mensaje del laico transformó el corazón y la carrera del orgulloso joven. Augusto Toplady comenzó a estudiar teología y fue ordenado ministro seis años más tarde.
Pastoreó iglesias y escribió muchos folletos en defensa de los temas espirituales que le apasionaban.
Además, dejó una herencia de himnos de cuya letra brota una gran convicción.
Durante siglos «Roca de la Eternidad» ha llegado a ser uno de los himnos más amados por los cristianos en todo el mundo, escrito por un huérfano usado poderosamente por Dios. En horas negras de enfermedad, crisis e incertidumbre, la conmovedora letra de este himno inmortal ha infundido consuelo, doctrina y valor a personas de todas las condiciones sociales.
Durante el funeral del Primer Ministro de Gran Bretaña, William E. Gladstone, miles de voces de dolientes entonaron aquella letra inmortal:
«Mientras haya de vivir, y al instante de expirar,
Cuando vaya a responder en tu augusto tribunal,
Sé mi escondedero fiel, ¡Roca de la eternidad!»