Salvación y condenación
por José Belaunde M.
¿Cuál es el asunto más importante que tiene el hombre entre manos? ¿Cuál es su negocio primordial, cuál su principal afán? Sin lugar a dudas, salvarse. Ese es el negocio más importante de nuestra existencia. A su lado todo lo demás es secundario, lo eterno es definitivamente algo que no podemos obviar a cambio de lo cotidiano…
Los seres humanos tenemos muchas y diversas ocupaciones. Con algunas nos ganamos el pan de cada día, de acuerdo a nuestra profesión u oficio. Con otras llenamos nuestro tiempo libre. Son nuestros «hobbies», algún deporte o alguna afición. Otras ocupaciones forman parte de nuestras obligaciones, según nuestra situación en la vida: educar a los hijos, en el caso de los padres; cuidar de su hogar, en el caso de las esposas, etc. A estas ocupaciones les dedicamos la mayor parte de nuestro tiempo, atención y fuerzas. Pero en lo que es más importante, en el negocio de nuestra salvación, casi nunca pensamos; apenas de vez en cuando, si alguna vez lo hacemos
Esa no es una actitud razonable. A lo más importante se le debería asignar la primera prioridad, a pensar en ello más que en ninguna otra cosa. Sin embargo, le solemos asignar la última de nuestras prioridades, si es que la incluimos del todo entre nuestras preocupaciones. Quizá porque es algo que damos por descontado.
Pero ¿estamos seguros de nuestra salvación? ¿Estamos seguros de ir al cielo? Soy consciente de que existe una doctrina que afirma que la persona que cree en Cristo tiene asegurada su salvación, haga lo que haga. Pero esa doctrina tiene muchas contradicciones en la Biblia y yo me temo que trágicamente ha mandado al infierno a mucha gente que se creía salva. Yo soy de los que piensan que para ser salvos no basta haber creído una vez, haber entregado su vida a Cristo haciendo una oración, sino que hay que seguir creyendo, hay que perseverar en la fe hasta el fin de la existencia. Y que es necesario obrar en consecuencia, porque la fe sin obras está muerta (Stg 2.26).
¿Y quién te asegura que perseverarás en la fe? Si vives oscilando entre el espíritu y la carne como una veleta movida por el viento, y no ambos (Gá 5.17), es poco probable que te salves, a menos que Dios te dé la gracia del arrepentimiento al último momento. En otras palabras, aunque ciertamente podemos confiar en las promesas del Señor de guardarnos, podemos perder la salvación si no le somos fieles, porque sus promesas son condicionales. Jesús dijo: «De qué le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?» (Mi 16.26)
¿Qué le aprovecha al hombre ganar el mundo y todo lo que desee poseer si al final se pierde? ¿De qué te sirve alcanzar todo el éxito que tu corazón desea? ¿De qué te sirve haber llegado a ser famoso, que todo el mundo te admire? ¿De qué te sirve haber ocupado los más altos cargos, haber sido homenajeado y envidiado, haber sido inmensamente rico y poderoso, si al final te vas al infierno? ¿Te consolarás en el infierno recordando todas las cosas buenas que gozaste y todos los amores que disfrutaste?
¿De qué te sirve que pongan a las calles tu nombre en varias ciudades, que te levanten monumentos en las plazas, que impongan una condecoración póstuma a tu viuda, que los medios de comunicación lamenten tu muerte, si no vas al cielo? ¿De qué te sirven allá abajo todos los placeres que gozaste, todas las conquistas amorosas que hiciste, todas las satisfacciones y todos los gustos que pudiste darte?
Porque todas las cosas buenas y bellas y agradables que podemos lograr en esta vida algún día terminan; todo, todo, lo que alcanzamos en la tierra algún día llega a su fin. En cambio, lo que viene después nunca termina, dura para siempre. Entonces ¿qué importa más? ¿lo transitorio o lo eterno? ¿ganar el mundo o salvar su alma? La respuesta es obvia. Y nótese que Jesús lo pone casi como un dilema entre dos posibilidades mutuamente excluyentes: es una cosa o la otra. Es arriesgado querer tener las dos cosas a la vez, porque ganar el mundo puede hacerte perder tu alma (ver nota 1).
Sin embargo, nosotros le dedicamos todo nuestro esfuerzo a ganar el mundo, a alcanzar metas terrenales, pero nunca o casi nunca ponemos nuestra vista en la meta eterna, en salvar nuestra alma. ¿Puede haber cosa más absurda? Nos preciamos de ser lógicos y razonables en nuestras decisiones. Pero en el asunto de nuestra salvación nos portamos como brutos que no piensan. Nos comportamos como los incrédulos que se imaginan que con la muerte todo termina. Pero no termina. Recién comienza. Allá está la verdadera meta de nuestra vida: Pasar nuestra eternidad con Dios. Y si fallamos en lo definitivo ¿de qué nos sirvió el preludio?
¡Cuánta gente perdió su alma persiguiendo satisfacciones fugaces, momentáneas! ¡Placeres que deben ser renovados a cada instante y que al final cansan! ¿Valió realmente la pena sacrificar la salvación eterna a esas quimeras? ¿Vender su primogenitura por un plato de lentejas? (Gn 25.2734). Hay ocasiones en que por un mal paso se arruina toda una vida. Peor es el caso de los que, por lograr una ambición momentánea, venden literalmente su alma al diablo y renuncian al cielo.
¿No valdría mas bien la pena sacrificar todas las satisfacciones de esta vida, soportar si fuera necesario todos los sufrimientos, con tal de ganar el cielo? ¿En qué consiste la felicidad del cielo? ¿Tenemos alguna idea? Hay quienes piensan que el cielo es un lugar aburrido. ¡Pasarse toda la eternidad alabando a Dios! ¡Tocando el arpa montado en una nube como lo pintan algunas ilustraciones! Pero la Palabra dice: «Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman» (1 Co 2.9).¿Cómo serán esas cosas?
Yo me las imagino a la manera de un sueño recurrente que solía tener antes y del que solía despertar lleno de una gran alegría. ¿A quién no le agrada llegar a una hermosa plaza rodeada de bellos palacios de mármol de espléndida arquitectura, y que tenga en el centro una fuente de agua adornada con estatuas? (ver nota 2). La bella arquitectura clásica de amplios espacios y armoniosas proporciones tiene la virtud de llenar nuestra alma de un placer estético inenarrable.
Pues yo me imagino al cielo como una bella ciudad así como describe el Apocalipsis a la Nueva Jerusalén que tiene al centro una gran plaza rodeada de palacios a cuál más imponentes y hermosos. Al llegar allí somos invitados a entrar y conocer el palacio que más nos atraiga. Ingresamos a un inmenso salón, maravillosamente decorado, cuyas paredes cautivan nuestros ojos mientras las recorremos con la mirada antes de fijarnos en los frescos y ornamentos del techo. De ahí pasamos a otro y a otro que nos asombra por sus dimensiones y nos deslumbra por su belleza. ¡Nunca hemos visto tantas maravillas juntas! ¡Nuestro pecho salta de un gozo que nunca hemos sentido! ¡Jamás hablamos contemplado algo tan bello como lo que ven nuestros ojos!
¿Y qué son esas maravillas que estamos viendo? En la primera sala vemos la justicia de los juicios de Dios que a cada cual asigna la recompensa que le toca. En otra sala vemos la infinita sabiduría de Dios que rige el mundo. En otra contemplaremos la providencia divina que prevé todas las cosas y provee a todas las necesidades humanas. Más allá veremos la compasión que se inclina a socorrer a los huérfanos y desvalidos. Todas las formas como Dios auxilia a los que padecen dificultades. Cómo sufrió con nosotros viendo como pasábamos por las inevitables pruebas.
Entonces nos serán claras, clarísimas todas las cosas que acá no entendíamos; todas nuestras incógnitas serán resueltas, todas las preguntas que nos hacíamos encontrarán respuesta. Y estaremos extasiados contemplando la belleza de Dios, inmarcesible para los hombres en la tierra, pero allá tan cercana que podremos tocarla. Allá comprenderemos cuánto Dios nos ama; comprenderemos el sentido de todos los acontecimientos de nuestra vida, los sucesos tristes y los que nos alegraron. Entenderemos por qué nos ocurrieron tales y tales cosas.
Veremos cómo Dios veló por nuestro bien desde el nacimiento y desde aún antes, y cómo nos salvó de tantos peligros. Cómo dispuso sabiamente todo lo que nos sucedió y lo que tuvimos en esta vida. Comprenderemos cuánto le costó a Jesús salvarnos; comprenderemos cuál fue el sufrimiento que tuvo que soportar para expiar nuestros pecados. Cuánto lo ofendimos e hicimos sangrar su corazón con nuestras infidelidades. Cómo nunca se cansó de perdonarnos aunque no lo merecíamos.
Contemplaremos cómo Dios esperó pacientemente que nos arrepintiéramos y cómo nos estuvo invitando una y otra vez que nos volviéramos a él y no lo hicimos, despreciándolo. Comprenderemos el sentido de todos los sufrimientos por los que pasamos y cómo en realidad fueron pruebas que Dios puso en nuestro camino para que creciéramos, o para que nos arrepintiésemos. Todo lo que entonces veamos pasando de una sala a otra nos hará entender la incansable bondad de Dios que tuvo paciencia con nosotros y no nos dio el castigo que merecíamos. Entonces estallaremos en gritos de alegría y júbilo y agradecimiento a un Padre tan maravilloso.
Entonces entenderemos la frase de Jesús: «Siervo bueno y fiel… entra en el gozo de tu Señor» (Mt 25.21). ¡Sí, qué gozo inimaginable! ¡Oh, si los hombres supieran lo que arriba los espera! ¡Cómo lo dejarían todo para asegurarse la entrada! Pero aún hay más. «Entra en el gozo de tu Señor». Tú Señor ¿Has oído? Dios es tuyo. Dios es nuestro. No es lejano, distante, ajeno. Es nuestro Padre. Todos los tesoros que vemos ahí son nuestra herencia eterna (Ef 1.14). Gozaremos de ella para siempre y nunca más gustaremos del sabor de las lágrimas ni habrá más dolor (Ap 21.4). Entonces seremos consolados de todos nuestros trabajos y veremos que valían la pena. ¡Oh sí, cuánto valían! Ya no pensaremos más en nosotros mismos. Estaremos absorbidos en el amor de Dios. Estaremos inundados, arrebatados si se pudiera, fuera de nosotros mismos de tanta alegría; tanta que si fuera posible que muriéramos, temeríamos morir de alegría.
Pero no. Esa alegría no es para muerte, sino para vida. Y cuánta más alegría sintamos con más intensidad viviremos. «Cosas que ojo no vio ni oído oyó…» ¡Quién puede imaginar lo que será gustar del amor de Dios cara a cara! ¡Sin velos ni trabas! El amor humano es una pobre imagen del amor divino. Y, sin embargo, es nuestra mayor fuente de felicidad en la tierra.
¡Cómo nos alegra estar junto a la persona amada, allí quietos, sin decir nada! Su sola compañía nos basta. Eso es nada comparado con estar junto a Dios. Es una pálida imagen de lo que será gozar eternamente de su presencia. Sabiendo pues todo esto, conociendo cuál será la dicha eterna que será nuestra ¿qué debemos pensar acerca de lo que sería perderla e irse al infierno? ¿Cambiar la felicidad que nunca termina por el tormento que nunca acaba? ¿No alcanzar el fin glorioso para el que fuimos creados y desbarrancarnos?
Pensemos un momento en lo que significa perder a Dios, o mejor, perdernos de Dios. ¿Cómo nos sentimos cuando perdemos un objeto de gran valor para nosotros? ¿O cuando perdemos al ser más querido? ¿A un hijo, a un esposo o esposa? Muchas personas quedan desbastadas, o por lo menos muy afligidas y desconsoladas durante mucho tiempo. Pero Dios es mucho más valioso que ningún objeto, mucho más valioso que el ser humano más querido. Dios es todo. Perderlo a él es perderlo todo y nada puede compensar esa pérdida.
Nosotros en la tierra no podemos comprender lo que es Dios, su infinita grandeza y su infinito amor. Pero traspuesto el umbral de la muerte y libertados de la materia que nubla nuestra visión, comprenderemos plenamente lo que es el bien supremo, el bien infinito. Así como la pena que sentimos cuando perdemos algo está en función del valor que para nosotros tiene el bien perdido y cuanto mayor el valor, mayor el dolor ¿cuál puede ser nuestro dolor si perdemos para siempre un bien cuyo valor inconmensurable entonces plenamente comprenderemos, el bien al cual aspiramos con un ansia irresistible? La pena será infinitamente mayor, desgarradora, insoportable.
Libre del peso de las ataduras del cuerpo el alma será atraída irresistiblemente hacia Dios como las virutas de acero son atraídas a un poderoso imán. Será atraída a la fuente de su vida, al origen de su ser, con más fuerza que la que impulsa al proyectil más potente. Su meta, su blanco será Dios. Pero si el alma ha muerto en sus pecados, si ha rechazado el perdón gratuito que Dios le ofrecía, será rechazada en su carrera hacia él como por una barrera impenetrable de cristal que le cierra el paso.
En el instante en que comparezca para juicio ante la presencia de Dios, su belleza, su amor, la deslumbrarán, pero su miseria, su indignidad, su negrura, serán un obstáculo infranqueable que le impedirá acercársele y la arrojará de su trono. Sabrá que ahí está la felicidad suprema por la que suspiraba, que ahí está todo lo que deseaba, todo lo que en el fondo de su ser quería alcanzar cuando seguía sus propios caminos y rechazaba orgullosamente a Dios. Pero ahora todo orgullo ha desaparecido, toda suficiencia, y la realidad de Dios se le impone en toda su magnificencia y verdad. Verá como otras almas a las que despreciaba se hunden gozosas en el seno de la divinidad; se precipitan en los brazos del Padre que amoroso las acoge, y que ella perdió el derecho a esa dicha.
Comprenderá que ha perdido para siempre lo que pudo ser eternamente suyo, la dicha para la que fue creada, la dicha que tantas otras alcanzan y que ella rechazó porque consciente y voluntariamente cerró los ojos a la verdad, porque cerró su oídos a la palabra de vida y la despreció. Y porque la rechazó, ahora es rechazada. Sí, rechazada por aquello a lo que se siente desesperadamente atraída. ¡Qué tensión terrible! Como una partícula de acero que fuera a la vez atraída por un polo del imán y rechazada por otro. Alargará sus manos a los brazos que la atraen pero que ahora se le cierran, y será en cambio arrastrada por otra fuerza que la empuja al abismo.
Y no podrá echarle la culpa a nadie de su desdicha. Comprenderá que esa felicidad que contempló un instante le estaba destinada; que se le brindó muchas veces la oportunidad de arrepentirse y no la quiso; que tuvo todo el conocimiento requerido, cualquiera que haya sido su situación en la vida, para escoger el camino de la verdad y de la vida porque Dios da a cada uno la gracia necesaria. Recordará quizá cómo durante un tiempo se alegró en los atrios de la casa del Señor, pero corno le volvió las espaldas seducida por el canto de sirena de los atractivos del mundo. Que por un instante de placer efímero, perdió el placer que nunca termina, que por una gloria mundana pasajera perdió la gloria eterna de la presencia divina.
Sí, a nadie podrá culpar de su desdicha porque recordará entonces claramente cómo Dios la estuvo llamando sin descanso y que le puso delante los medios para llegar al cielo y no quiso. Recordará con odio a los que le hablaron de Dios, a los que la animaron, exhortaron, aconsejaron y no les hizo caso. ¿Por qué no la obligaron? ¿Por qué no la encadenaron para que no pecara? Comprenderá que ella misma escogió el camino que lleva al abismo y cómo ella se reía de las advertencias que le hacían; cómo incluso con lágrimas le rogaban que reflexionara. Comprenderá que ahora ya no puede dar marcha atrás y rehacer el camino andado. Su suerte está echada. La puerta del banquete celestial se le ha cerrado para siempre, y como una virgen necia se ha quedado afuera (Mt 25.1012).
Mejor le hubiera sido perder todo lo que tuvo en vida, y como Job haber sido arrojado a un basural. Pero prefirió la basura de la tierra a la dicha del cielo. Se dejó engañar por el espejismo de la vanagloria de la vida, por la soberbia de la gloria humana. ¡Ah, si al menos pudiera consolarse amando a ese Dios que tanto la amaba! Al menos amarlo de lejos aliviaría su tormento, porque el amor, aun sin esperanza, consuela. Pero su voluntad se ha pervertido. Ya no puede amar por más que quiera. Sólo puede odiar lo que ha perdido.
Entonces comprenderá cuan poco valían las satisfacciones por las que sacrificó su destino, comprenderá cuan insignificante era el oropel de una popularidad momentánea, cuán vanos los halagos que le prodigó el mundo; cuán inútil todo el oro que pudo atesorar y la fortuna de la que se ufanaba y en la que ponía su seguridad. Y como no podrá amar aunque quisiera, su amor frustrado se tornará en odio. Odio de Dios y odio de sí misma. Odio al ser que pudo ser todo para ella, y odio de sí porque perdió su dicha eterna.
¡Que tortura horrible! ¡Haber nacido para amar y ser amada y sólo poder odiar! ¡Saber que Dios es bueno y odiarlo porque lo es! Será carcomida entonces por amargos remordimientos, por el gusano que nunca muere (Mr 9.44). Le será dado ver la maldad de todos sus actos, la malicia de sus intenciones, la miopía de sus proyectos, la crueldad de su ira, el sufrimiento de sus víctimas. El llanto de los desdichados que ella causó punzará sus oídos con un sonido terrible. La miseria, el hambre que provocó para enriquecerse le morderá las entrañas. Gritará ¡basta, basta! ¡No quiero oír su lamento! Pero no podrá acallarlo
Verá lo absurdo de sus conquistas, la vanidad de sus éxitos transitorios. ¡Oh, cuánto daría por poder comenzar de nuevo si pudiera! Pero el vaivén de un péndulo implacable resonará en sus oídos: Nunca más, nunca más, nunca más… Mirará en torno suyo y verá con horror lo que la rodea. Una oscuridad viscosa y a la vez transparente, un hedor insoportable, un fuego devorador que le lame las entrañas sin quemarla, un calor asfixiante que la ahoga, un frío que le penetra hasta los huesos.. Y lo peor de todo la vista de esos seres asquerosos de formas grotescas que se ceban de su angustia y aumentan sus torturas burlándose de ella, haciendo escarnio de su pena. ¡Cómo querrá el alma dejar de ser, borrarse de la existencia, aniquilarse, desaparecer…!
¡Oh, lector amigo! No quieras tú ir a dar a ese lugar. Dios te ha dado la oportunidad de decidir qué destino deseas, de escoger entre la muerte y la vida. Este es el negocio de tu existencia. Escoge ahora la vida. No corras el riesgo de perderte para siempre. Vuélvete a Dios y pídele que perdone todas tus maldades. Pídele que, como al hijo pródigo, te reciba en sus brazos y que no te deje zafarte de ellos. Y tú no te sueltes de ese abrazo. Mira la cruz donde tus pecados fueron clavados y que ella sea el puente que te lleve al cielo. (09.11.03)
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Notas
(1) Nosotros podemos ciertamente proponernos alcanzar metas en el mundo, y no es malo que lo hagamos, al contrario, puesto que no hemos de estar ociosos. Pero será necesario que las subordinemos a la salvación de nuestra alma y no sean un obstáculo
(2) Si hubiere alguien que objetara que yo imagine un cielo con estatuas, habría que recordarle que no hay peligro alguno de idolatría en el cielo, como no lo había en el Lugar Santísimo, donde Dios ordenó que se pusiera dos estatuas de querubines sobre el propiciatorio.
Acerca del autor:José Belaunde N. nació en los Estados Unidos pero creció y se educó en el Perú donde ha vivido prácticamente toda su vida. Participa activamente en programas evangelísticos radiales, es maestro de cursos bíblicos es su iglesia en Perú y escribe en un semanario local abordando temas societarios desde un punto de vista cristiano. Desde 1999 publica el boletín semanal «La Vida y la Palabra», el cual es distribuido a miles de personas de forma gratuita en las iglesias de su país. Para más información puede escribir al hno. José a jbelaun@terra.com.pe