Santidad en tiempos de injusticias

por Gary Preston

Cuando se instala en su corazón el deseo de venganza, de revancha, también se abre el camino del perdón y la restauracion. Este es el testimonio de un pastor de cómo gozando la gracia divina pudo descubrir el gozo de perdonar a los que fueron injustos con él…

Tenía en mis manos una durísima carta de un matrimonio que criticaba la situación del grupo de jóvenes. El contenido era carnal y no demostraba verdadera comprensión de todos los contenidos de la situación, pero aún no había hallado, como pastor, el tiempo para encontrarme con ellos y escucharlos.


Cuando me puse de pie para predicar, el siguiente domingo, sentía una notable ausencia de gracia en mi corazón. Pequeños destellos de resentimiento punzaban mi espíritu. Hice algunos comentarios leves en la introducción que provocaron sonrisas en todos los presentes todos, excepto el matrimonio que había enviado la carta. Mientras la congregación se reía, ellos estaban sentados en una de las primeras filas, de brazos cruzados y rostro duro, con los ojos llenos de reprobación. Cuando hube terminado el sermón, me sentía físicamente deteriorado y espiritualmente desgastado. Mi falta de perdón rápidamente se estaba convirtiendo en amargura y rencor.


Mi tendencia a no perdonar cuando otros me han hecho algún mal me ha obligado a pensar cuidadosamente en los pasos que debo tomar para restaurar mi relación con Dios y con mis ofensores.



Debo reconocer mis puntos débiles


La mayoría de las personas tiende a adquirir cierta sensibilidad cuando ha sido golpeada varias veces. En este caso, la carta que recibí de esta familia era solamente una de las muchas maneras en que me habían criticado. Su actitud en esta oportunidad, tan falta de gracia, fue la gota que colmó el vaso. Sentía que ellos no tenían ningún interés en demostrar siquiera una mínima cuota de comprensión hacia los demás.


Como algunos de los peores conflictos en el ministerio justamente los he experimentado con personas que yo consideraba carentes de gracia y comprensión, mi tendencia ante este tipo de situaciones es reaccionar con ira. Rápidamente me siento provocado por personas cuya mejor habilidad es la de señalar los errores en los demás.


Sin embargo, en la medida en que he aprendido a reconocer mis propias debilidades también he encontrado que puedo controlar mejor el tipo de respuesta que tengo en estas situaciones. Entonces, el desafío, para mí, es recibir del Espíritu Santo gracia y perdón para estos santos, en lugar de contraatacar con ira, resentimiento y amargura.

Debo resistirme a mi primer impulso


Cuando leo sobre las vidas de personas que esconden en el saco una pistola para vengarse de un jefe que fue injusto con ellos, o de alguien que coloca una bomba en un edificio lleno de personas inocentes, a menudo me pregunto: «¿Cómo podría alguien hacer semejante acción? Las personas normales no se comportan de esa manera.» No obstante, yo también he tenido toda clase de pensamientos malignos hacia las personas que me han hecho mal. Creo que esto revela cuál es el próximo paso en el proceso de perdón: reconocer que, si las circunstancias se dieran, yo podría ser el autor de un acto de violenta retribución contra los que me han hecho mal. De hecho, si no perdono a una persona comienzo a tener fantasías en mi mente con las maneras en que puedo castigarla.


Luego de una devastadora confrontación con una familia de la iglesia, donde me habían resistido en prácticamente todos los temas relacionados al ministerio, comencé a pensar: «Si Dios no visita sobre ellos una pronta retribución, yo voy a acelerar los tiempos.» Pensé en la posibilidad de denunciarlos frente al organismo de recaudación impositiva por prácticas deshonestas que conocía en ellos. Imaginaba que los atormentaba pasando por las madrugadas por delante de su casa en mi carro, con la radio a todo volumen, la mano sobre la bocina y los faros dirigidos hacia sus dormitorios.


Cuando compartí estos viles secretos con un amigo, me miró atónito y preguntó: «¿Realmente te animarías a hacer esa clase de cosas?» «Seguro —le repliqué—, como probablemente lo haría cualquier persona que cede frente a la tentación de vengarse, en lugar de asumir el desafío de perdonar.»


Me acuerdo de la observación que hizo Jaime Broderick del Papa Paulo VI: «Jamás olvidaba una ofensa y esa era una de sus debilidades más agudas. Quizás lograba enterrar, por un tiempo, la experiencia vivida. Uno siempre tenía la impresión, sin embargo, de que había marcado cuidadosamente el lugar donde había realizado el entierro.»


La única manera con que evito este tipo de actitudes es frenando cualquier fantasía de venganza que pueda cruzarse por mi mente.



Debo reconocer que soy propenso al pecado


En Deuteronomio 32.35 Dios instruye al pueblo, por medio de Moisés: «Mía es la venganza y la retribución; a su tiempo el pie de ellos resbalará, porque el día de su calamidad está cerca, ya se apresura lo que les está preparado.» Mi obsesión con la venganza revela un intento de mi parte de tener voz y voto en el juicio de Dios. Esto solamente agrava el conflicto, irrita el recuerdo de lo acontecido y produce mayor dolor. Es como si se le permitiera a uno de los involucrados en una disputa legal que participe en el juicio y la sentencia de la otra persona. No se puede hacer justicia cuando uno de los culpables intenta juzgar al otro. Es necesario que yo reconozca mi culpabilidad, pues mi comportamiento no siempre se ha revestido de santidad. Esto puede ser duro para mí, pero es la verdad.


Una vez utilicé una carta para ilustrar lo incorrecto que es criticar cuando uno no conoce todos los detalles de un asunto. Durante el sermón leí porciones del texto, el cual elevaba acusaciones y realizaba afirmaciones basadas en un informe incorrecto. Luego aclaré a la congregación los verdaderos detalles de la situación y por supuesto, los hechos demostraban claramente cómo los que me habían criticado estaban errados en sus conclusiones.


En ese momento sentí que la congregación se ponía de mi lado, pues veían que el crítico era solo una persona insensible y negativa. De un solo tiro había podido ilustrar un principio bíblico y corregir a quien se me oponía.


A la semana siguiente recibí una segunda carta de este hombre, en la cual me informaba de que él y su familia se retiraban de la congregación. Me pedía que no los llamara, ni que tuviera contacto alguno con ellos. Aun cuando me había tomado todos los recaudos para no revelar, durante el sermón, la identidad de la persona que me había escrito la carta, ellos sabían a quien me refería. Yo, por mi parte, no les había dejado ninguna otra opción que la salida de la congregación.


Ante todo esto, tengo ahora muy claro que no importa cuán profundamente me sienta atacado, ni cuán tentado me sienta de enfrentar a mis oponentes, el púlpito no es el lugar para hacerlo, pues me ofrece una desequilibrada ventaja, la cual con frecuencia acaba en una presentación subjetiva de mi perspectiva de la realidad, sin darle la oportunidad a los otros de expresar su respuesta a mis comentarios. Por tanto, he encontrado que la mejor manera de resistirme a esta tentación es ofreciendo perdón en privado.

Debo perdonar uno a la vez


Me encantaría poder decir que he encontrado la fórmula para perdonar efectivamente cada vez que me ofenden, pero no es así. El perdón no es algo que pueda hacerse de una sola vez. La duración del proceso de perdón normalmente es proporcional a la profundidad del dolor que he experimentado.


El perdón es más como escribir un libro que una carta. Cuando escribo una carta, vuelco mis pensamientos sobre una hoja, la coloco en un sobre, lo sello y lo envío. Escribir un libro, en cambio, es más parecido a un interminable ciclo de escribir y volver a escribir.


Cuando los conflictos son menores, normalmente los puedo manejar según el espíritu de 1 Pedro 4.8: «Sobre todo, sed fervientes en vuestro amor los unos por los otros, pues el amor cubre multitud de pecados.» Cuando la ofensa es severa, sin embargo, el proceso de perdón también puede ser igual de severo.


La experiencia más difícil que he tenido en el ministerio —me despidieron de una congregación— ¡me enseñó más acerca del perdón de lo que yo estaba interesado en saber! Ese proceso completo tardó más de dos años.


En esa oportunidad, me pareció que el proceso en cuestión estaba completo apenas unos meses después del incidente. Entonces llevé el asunto al Señor en oración y le dije que quería perdonar a aquellos que sentía eran responsables por mi despido. Hasta elaboré una lista con sus nombres. El perdón parecía traerle a mi vida la libertad que buscaba.


Una semanas más tarde, sin embargo, me topé con uno de mis opositores en un restaurante de la ciudad. Luego de terminar el desayuno que compartía con un amigo, nos acercamos a la mesa de esta persona para intercambiar un breve pero cálido saludo. Cuando salimos del lugar, mi amigo me dijo: «Realmente te vi relajado al hablar con Esteban. Supongo que has podido superar todo lo que viviste en la iglesia con él.»


«¡Sí! —respondí confiado—. Todo aquello está superado. Es hora de avanzar hacia cosas nuevas.» Durante el resto del día, no obstante, a cada instante volvía a mi mente el nombre, el rostro y las acciones de Esteban. No encontraba la forma de deshacerme de estos pensamientos. El viejo resentimiento era tan fuerte y real como siempre, y esto golpeó duramente mi sentido de equilibrio espiritual.


Yo pensé que ya había realizado el proceso de perdonar a aquellos que eran responsables de mi desastre. ¿Por qué estaba volviendo a reaccionar de esta manera? «Señor, ¿no es suficiente con tomar el asunto y envolverlo fuerte en un paquete, escribiendo por fuera PERDONADO?». Evidentemente esto no era suficiente, aún debía perdonar a los ocho individuos que habían sido parte de aquel conflicto. Yo había pensado que sería posible perdonarlos en conjunto, mas descubrí que debía perdonarlos uno por uno.


El proceso duró muchos meses. Cada vez que fantaseaba con alguna de las personas, identificaba claramente mis sentimientos en mi mente hacia ella. Algunas veces requería de varios días para identificar claramente los sentimientos en juego. Finalmente, sin embargo, podía describir no solamente las impresiones sino también las razones por las cuales las experimentaba. Descubrí que en el sencillo acto de orar por alguien, aun cuando lo sentía vacío y artificial, se abría mi corazón hacia la otra persona.


En otra oportunidad, Dios fue creativo en la manera que utilizó para mostrarme la próxima persona que debía perdonar. Estaba yo en un mercado, buscando pasta dentífrica y crema de afeitar, cuando vi, de reojo, otra de las parejas que habían participado en mi despido. Mi primera reacción fue a esconderme detrás de algunos estantes. ¡No fui lo suficientemente veloz, sin embargo! Ya me habían visto y me estaban saludando. Luego de un breve intercambio de palabras seguimos cada uno por su camino.


De inmediato supe quiénes eran las próximas personas que necesitaba perdonar.



Debo hablarle a otros de la persona


En ese proceso de perdonar, mucho me ayudó hablar con otros acerca de quienes me agraviaron. Recuerdo cómo conversaba con un amigo sobre una persona que me había resistido y de esta manera me veía obligado a hablar bien del otro.


Lo que descubrí es que realmente no importaba si la otra persona conocía o no a la persona que debía perdonar. Al hablar positivamente del otro me sentía impulsado hacia la reconciliación; las buenas palabras que pronunciaban mis labios comenzaban a afectar las actitudes de mi corazón. La facilidad con la que me expresaba también se convirtieron en un medidor de mi perdón. Cuánto más fácil me era hablar bien del otro, más avanzado veía que estaba en el proceso de perdonar.



Debo acudir al Señor en oración


El paso final que me ayudó a perdonar, fue reunir mis sentimientos y pensamientos para presentarlos al Señor en oración. En ocasiones los escribía en un papel y luego se los leía al Señor y en otras, le hablada directamente a Dios de lo que había identificado en mi mente. En todo caso, confesar mis pensamientos y sentimientos negativos me permitía pedirle al Señor que me perdonara por mi propio pecado. Luego, con su ayuda, pude avanzar y extender ese perdón a otros.


Debo destacar que esta prolongada experiencia con el perdón me permitió entender cuán profundamente afecta mi habilidad de perdonar a otros el que yo haya experimentado el perdón de Dios.


Una historia cuenta de un viajante que, con la ayuda de un guía, atravesaba las junglas de Malasia. Llegaron a un río ancho, pero no muy profundo. Se sumergieron en el agua y lo atravesaron a pie. Cuando salieron del otro lado, el viajante descubrió que unas cuantas sanguijuelas se había adherido a su cuerpo. Su primera reacción fue el de arrancárselas pero el guía lo detuvo, advirtiéndole que solamente conseguiría dejar parte de las sanguijuelas en su cuerpo y que casi con seguridad obtendría una infección. La mejor manera de quitarlas, explicaba el guía, sería un baño de inmersión en un bálsamo tibio. El líquido haría que las sanguijuelas soltaran solas el cuerpo del hombre.


Cuando yo me siento profundamente herido por otra persona, no puedo simplemente arrancar la herida de mi alma, esperando que la amargura, la malicia y el rencor desaparezcan, pues el resentimiento quedará incrustado en mi corazón. La única manera en que verdaderamente puedo librarme de la ofensa y perdonar a los demás es tomando un baño de inmersión en el bálsamo del perdón de Dios hacia mi persona. Cuando finalmente llego a entender cuán profundo es el amor de Dios en Cristo Jesús, el perdonar a otros fluye libremente.

Tomado de Leadership, abril 1998. Usado y traducido con permiso.



Ideas básicas de este artículo

  • Reconocer las debilidades propias permite controlar mejor el tipo de respuesta frente a situaciones de injusticia.
  • La mejor manera de evitar la venganza es frenar cualquier tipo de fantasía que al respecto pueda cruzarse por la mente.
  • Se debe perdonar una persona a la vez, identificando claramente los sentimientos en juego y las razones por las cuales se experimentan. Esto lleva su tiempo, mas la duración del proceso de perdón es proporcional a la profundidad del dolor que se ha experimentado.
  • La mejor manera de resistir la tentación de usar el púlpito para hacerle frente a los que nos critican es ofreciendo perdón en privado.
  • El proceso de perdón avanza cuando se habla bien a otros de la persona ofensora. Hablar positivamente de ella afecta las actitudes de nuestro corazón.
  • Confesar y pedir perdón a Dios por los pensamientos y sentimientos negativos que han surgido en uno, permite que experimentemos Su gracia, y ella nos habilita significativamente para perdonar a otros.


  • Preguntas para pensar y dialogar

  • ¿Cómo reconoce que en su corazón se ha instalado el deseo de venganza?
  • ¿Cuál es su mayor desafío cuando tiene que enfrentar situaciones de injusticia?
  • ¿Cuáles son sus primeros impulsos ante esa clase injusticias?, ¿qué debe hacer para no dejarse dominar por ellos?
  • En este tipo de situaciones, ¿cómo se defiende de su propia carnalidad para no buscar venganza pública?
  • Revise en su interior si hay alguna persona hacia la cual guarda sentimientos y pensamientos negativos: ¿qué de bueno puede hablar de ella?
  • ¿Cómo puede verdaderamente perdonar a quien ha sido injusto con usted?

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