por Walter Kallestad
El pastor de una mega iglesia cuestiona el enfoque que le ha dado a los encuentros en su congregación.
El primer domingo que regresé a la Iglesia, luego de una ausencia por cuestiones de salud, participé del culto y lloré. El encuentro me había parecido tan producido, tan profesional. Percibí pobreza espiritual en las actividades. No podía creer que este era el resultado de años de pastorear a esta congregación.
A primera vista, todo estaba bien. Era pastor de una mega iglesia, con invitaciones a hablar en conferencias, escribir libros y moverme entre los famosos. Nuestro edificio contaba con todas las mejores innovaciones técnicas del momento. Gozábamos de una ubicación privilegiada en la ciudad. Pero, a un nivel más profundo, me angustiaba percibir en qué nos habíamos convertido. Nos urgía un cambio. Sencillamente no debíamos seguir operando de esta manera. No más.
Cuando llegué a Phoenix para pastorear a un grupo de 200 personas, mi deseo más ardiente era alcanzar a la gente. En el fondo, creo, soy un evangelista. Cualquier día en el que encuentro la oportunidad para compartir con alguien a Jesús es, para mí, un buen día. Anhelo profundamente ver a las personas caminar con el Señor y transformadas, por el poder del Espíritu, en discípulos.
A los cuatro años de haber asumido el pastorado, me invitaron a un encuentro para pastores de congregaciones grandes; ahí nos desafiaron a soñar con el futuro. En el encuentro, pastores como Bill Hybels y Rick Warren compartieron conceptos acerca de cómo ganar «a las personas que no asisten a la Iglesia». Al igual que los hombres de Isacar (1Cr 12.32), intentamos discernir los tiempos en que vivíamos. Sabíamos que, en la década de los ochentas, la gente no quería comprometerse con nada, unirse a nada, hacer nada. Les interesaba el anonimato, jamás las relaciones. No buscaban lecciones de teología; deseaban ser entretenidos e inspirados. De modo que nos comprometimos a ofrecerles exactamente eso.
Evangelización de espectáculos
El concepto que trabajábamos terminó de clarificarse un día mientras observaba a las personas haciendo fila para la premiere de Batman. «La única forma de captar la atención de las personas es por medio del espectáculo —pensé—. Si pretendo que ellos escuchen el mensaje que deseo compartirles, debo presentarlo de tal manera que atrape suficientemente su atención para que consiga hablarles la verdad del evangelio».
Fue como una revelación para nosotros. Así que desarrollamos una estrategia donde el impulso principal de nuestro ministerio era evangelizar por medio del espectáculo. Contratamos a los mejores músicos que permitían nuestros recursos económicos. Utilizamos estrategias de mercadeo y expertos en programación, por amor al evangelio. La asistencia a los cultos despegó como un cohete. Recibir a más personas significó que necesitábamos contratar más personal, comprar más terrenos y construir edificios más grandes. Y, por supuesto, todo esto requería incrementar los fondos. Nos convertimos en una iglesia que giraba en torno de sus programas. Atraíamos a consumidores que buscaban lo último en espectáculos religiosos.
Para nosotros la alabanza era un show, y la casa quedaba repleta para cada encuentro. Se añadieron miles a la congregación, compramos más terrenos y nos posicionamos para ganar aún a más personas. No quiero afirmar que todo esto estaba mal. «Que la gente llegue a Cristo por este camino —argumentaba— no tiene nada de malo». Pero ahora comenzaba a preguntarme si no habíamos errado el camino.
¡El show me estaba matando!
Atraer a consumidores de productos religiosos me consumía la vida, no de la manera que una visión nos consume. Nuestra iglesia se había convertido en una empresa gigantesca, pero algo faltaba. Ya no nos enfocábamos en nuestra misión: no formábamos a personas comprometidas con Cristo. Habíamos volcado toda nuestra energía en proveer servicios y bienes religiosos, pero sin que nuestra congregación impactara a la comunidad. Si la vasta multitud que formaba parte de nuestra iglesia fueran discípulos, les daríamos de comer a los hambrientos, entablaríamos relaciones significativas con nuestros vecinos y transformaríamos la ciudad. Pero habíamos dejado de ser sal y luz.
Luego de veinticinco años de ministerio me di cuenta de que ya no estábamos formando discípulos dispuestos a cargar con su cruz para seguir a Jesús. Habíamos producido, como en el juego de PAC-Man, consumidores de experiencias religiosas, que navegan por un mar de programas, pero sin dirección en la vida.
¿Y qué de mi vida? Yo también me encontraba navegando en un mar de actividades, todo el tiempo ocupado, llevando a cabo la obra de Dios. Sostenía una vida devocional y de oración disciplinada. Comía bien y practicaba deportes. Cumplía todo con lo que una persona debe esforzarse para mantener una vida saludable. Pero los más cercanos a mí comenzaban a percibir que la calidad de mi vida se deterioraba. Mi esposa me exhortaba a aminorar la marcha; pero nadie se atrevía a amonestarme: «Walter, eres un adicto al trabajo. Debes detener este ritmo infernal».
La vida misma se encargó de frenarme.
Uno en un millón
Según las estadísticas, un millón de americanos cada año sufren un paro cardíaco. El 7 de enero de 2002 pasé a ser parte de ese millón. Luego de una operación para un séxtuple bypass de corazón, me vi forzado a tomar tiempo para recuperarme y reflexionar sobre el camino recorrido. En ese momento me di cuenta de que, aunque como iglesia lo poseíamos todo —un fabuloso edificio, una dinámica escuela y un centro de capacitación para líderes—, por el camino, yo había perdido lo más importante: mi primer amor.
El infarto fue un llamado de atención, no solo para mí, sino también para mi consejo de ancianos. Consideramos la ventajas de pensar en un plan de retiro. De modo que, por todo el país, comenzamos a hablar con colegas en busca de un pastor joven y dinámico a quien le pasáramos el manto cuando yo me retirara. De ese proceso recuerdo una conversación en particular: «Es una gran oportunidad —le comenté a mi colega Brian Maclaren—; una propiedad de setenta y cinco hectáreas, un tremendo complejo de edificios, una inmejorable ubicación y un equipo fuera de serie».
«¿Y a quién le podría interesar eso? —me respondió—. ¿Quién, en su sano juicio, quisiera hacerse cargo de semejante proyecto?»
En ese momento preciso comenzó a despertar mi conciencia. Financiar la cuota del préstamo de 12 millones que adquirimos para el edificio, mantener la propiedad y pagar todos los sueldos nos insumía un millón de dólares por mes. Y esto sin contemplar el espectacular centro de alabanza que proyectábamos, con techo corredizo. Con esa clase de gastos no nos quedaba ni un solo centavo para invertir en nuestra misión.
Poco tiempo después, en un evento que habíamos organizado, el pastor Roberto Schuller nos exhortó: «Ustedes deben morir como iglesia y renacer como misión».
No conseguía sacarme sus palabras de la cabeza. No entendía bien a qué se refería, pero sí sabía que debíamos cambiar. ¿Será posible que nuestros edificios, nuestra propiedad y nuestros proyectos estorbaban la misión a la que hemos sido llamados? ¿Por qué no formamos discípulos empoderados? ¿Dónde estamos fallando?
Mi esposa y yo nos propusimos orar y ayunar, para buscar con pasión el corazón de Dios: «Señor, háblanos. Necesitamos con desesperación escucharte».
Un nuevo corazón
Oramos. Hablamos con otros pastores. Visitamos congregaciones que formaban discípulos. Algunas pertenecían al grupo de iglesias emergentes, pero otras eran congregaciones históricas. Lo que comenzamos a observar en estos encuentros era que las expresiones, tanto de la congregación como de los líderes, eran apasionadamente genuinas. Ninguna de sus celebraciones se ofrecía en el formato de espectáculo para atraer mayor público.
En otra congregación vi a un pueblo completamente entregado a la adoración. Algunos batían palmas, otros levantaban las manos, mientras que otros estaban postrados ante Dios. Me llevaron a pensar en David, que danzaba con todo su ser ante el arca de Dios. La respuesta de la gente no era actuada, ni orquestada, sino por completo genuina y espontánea. La alabanza no era algo que comenzaba a las 8:30 y terminaba a las 9:15. No era una estrategia para atraer a la gente. Su adoración la inspiraba el mismo Señor; respiraban la presencia de Dios y exhalaban el deseo de sujetarse a su voluntad. Esta gente no eran espectadores de un espectáculo. Clamaban, de todo corazón, por Dios, buscando con afán su presencia, para lograr salir del encuentro capacitados a fin de impactar la comunidad de la que eran parte.
Volver a los inicios
Fue en ese momento que volví a mi propia congregación y sentí tan profunda tristeza por lo que habíamos llegado a ser. El contraste entre nuestra iglesia y las congregaciones que habíamos visitado era marcado. En lugar de conducir a las personas a la presencia de Dios nos habíamos ocupado de entretenerlos. Caí sobre mi rostro y oré: «Señor, perdóname por lo que he hecho con esta congregación».NOTA: Para conocer los cambios que implementó el pastor Kallestad con su equipo, lea el artículo «Tiempo de poda», en este mismo número.
Se tomó de “Showtime, No More”.© Christianity Today International, 2008. Todos los derechos reservados. Se usa con permiso.