Por: La Opción V
Desde hace unos meses he venido leyendo cada una de las publicaciones que han ido apareciendo en La Opción V. Sinceramente me sorprendió mucho la cantidad de jóvenes que hacen lo mismo que yo, y aprendí a no sentirme sola con esta opción tomada. Desde pequeña siempre pensé que el día de mi matrimonio sería con alguien especial, con alguien a quien Dios me mandaría para ser felices juntos. Pensaba que él sería la primera persona en mi vida y yo la única persona en la suya.
Pero los años fueron pasando, yo crecía con todo lo que la sociedad ahora vende: sexualidad por placer y sin amor. Aún así me mantenía firme en mi decisión de que solo a mi esposo me entregaría.
Sin embargo, a los 16 años tuve a mi segundo enamorado, a quien yo quería bastante y de quien pensaba que sería mi futuro esposo. De hecho muchas veces hacíamos planes a futuro, pensando en ese día en que nos casaríamos. Él, al igual que yo, era virgen. Llegó un momento en que se nos presentó a los dos la pregunta: “Si de verdad nos amamos y terminaremos casándonos, ¿porqué no adelantarnos en el tiempo, si ya no podemos contener todo este amor que nos tenemos?”
Al comienzo ambos nos resistíamos y nos decíamos el uno al otro que solo pasaría cuando ya no pudiésemos contenernos. Pero conforme pasaba el tiempo nuestras demostraciones afectivas iban pasando de los abrazos, besos y caricias puras a acercamientos cada vez más intensos. Cuando en esos momentos yo decía “no”, él tan solo me decía que respetaría lo que yo quería, pero que quería demostrarme todo el amor que sentía por mí.
Eran tan bellas las promesas que nos hacíamos el uno al otro que dejándome llevar por la sensación y emoción del momento cedí. Lo habíamos planeado todo: el día, el lugar, la hora y algunos pequeños detalles más. Llegó el día y yo estaba muy nerviosa, por alguna razón me moría de miedo, pero no me arrepentía de lo que íbamos a hacer.
Algunos lo llamarán coincidencia, yo pienso que fue la mano de Dios que estuvo ahí, porque ese día pasaron muchas cosas para que yo no acudiera a la cita. A pesar de todo fui. Luego, cuando ya estaba con él, ambos nos pusimos nerviosos, pero él me tranquilizó diciéndome un bello poema y poniéndome un anillo con los votos del matrimonio.
En ese momento pensé instantáneamente en serle fiel a mi futuro esposo esperando, pero otra vez cedí. Un momento después me llegaron mensajes de texto a mi celular, de mis hermanos de la parroquia a quienes había dejado poco a poco desde que empecé mi enamoramiento. Justo me decían para que vaya con ellos, y otra vez, terca yo, seguía allí a pesar que él me había dicho que podía ir.
Sí, a pesar de tantas señales que Dios me mandaba yo seguía terca con esa decisión que había tomado. Sin embargo, el amor de Dios fue tan grande ese día que Él también se puso terco para impedir lo que yo me había empeñado en hacer. Hubo algo que ocurrió en el preciso momento en que todo estaba a punto de consumarse, algo que mi enamorado pudo ver en mi rostro: dolor y tristeza. No podía seguir con eso y felizmente él me entendió.
Ese día regresé a casa y a pesar de no haber consumado el acto, me puse a llorar. Sabía que había estado a punto de cometer algo de lo que me arrepentiría toda mi vida. No podía ver ni a mamá ni a papá a los ojos, porque sentía que les había fallado. No podía contárselo ni a mi enamorado, porque pensaba que se sentiría mal. Le había perdido la confianza. No podía ni hablar con Dios, porque me sentía sucia.
Tome la decisión de no volver a ceder a esas propuestas, pero los acercamientos seguían y en mi cabeza estaba la idea: