Sobre el amor a Dios
por Bernardo de Clairvaux
Bernardo de Clairvaux fue un sacerdote católico francés, escolástico, usado grandemente por Dios en el siglo XII d. de C. Toda su vida y ministerio estuvieron apasionadamente centrados en Cristo y en Dios mismo. Su vida, ministerio y escritos influyeron decidida y positivamente en la vida espiritual de la Edad Media. El presente escrito fue extraído de una carta personal de Bernardo, la cual era dirigida al canciller del Vaticano, Cardenal Haimeric. En todos los escritos medioevales es difícil encontrar uno que exprese, como este lo hace, una reflexión sobre el amor del hombre a su Dios.
«Al ilustrísimo Señor Haimeric, Cardenal-Decano y Canciller de la Sede de Roma, de parte de Bernardo, Abad de Clairvaux, deseándole que viva en el Señor y que muera en Él».
Hasta ahora ha sido su costumbre pedirme oraciones y no respuestas a preguntas. Quiero confesarle que no soy muy competente en ninguna de estas tareas, aunque mi profesión implica la oración hasta cuando mi conducta no está a la altura de mis obligaciones.
No prometo contestarle todas sus preguntas, sino sólo las que haga referidas al amor de Dios; aún entonces mi respuesta será la que Él se digne concederme. Este tema sabe más dulce a la mente y es tratado con mayor certeza y escuchado con más grande provecho. Reserve las otras preguntas para intelectos más brillantes.
Usted desea que le diga por qué y cómo debemos amar a Dios. Mi respuesta es que Dios mismo es la razón para que lo amemos. En cuanto a la forma como hemos de amarlo, no hay límites para ese amor. ¿Es suficiente esta respuesta? Quizás, pero sólo para un hombre sabio. Como soy deudor, sin embargo, también a los sabios (Ro. 1.14), es costumbre agregar algo para ellos después de decir algo para los buenos entendedores de pocas palabras. Por lo tanto, para beneficio de aquellos que son lentos en captar ideas, no me es una carga tratar las mismas ideas con mayor extensión o con mayor profundidad.
En consecuencia de lo anterior, insisto en que hay dos razones por las que debemos amar a Dios por sí mismo: nadie puede ser amado con mayor justicia ni nadie con beneficio mayor. En realidad, ante la pregunta inicial, podemos repreguntar cuál es, en verdad, la pregunta: ya sea por cuál mérito de Él o por cuál ventaja para nosotros ha de ser amado Dios. Mi respuesta a ambas preguntas es ciertamente la misma, porque no puedo ver que haya otra razón para amarlo que Él mismo. De modo que veamos primero de qué manera merece Él nuestro amor.
CÓMO DEBEMOS AMAR A DIOS, POR AMOR A ÉL
Dios merece mucho de nosotros, por cierto. Él se dio a sí mismo por nosotros cuando menos lo merecíamos (Gá. 1.4). Además, ¿qué pudo habernos dado que fuera mejor que sí mismo? Por lo tanto, cuando procuramos definir por qué debemos amar a Dios, si uno se pregunta qué derecho tiene Él a ser amado, la respuesta es que la principal razón consiste en que «Él nos amó a nosotros» (1 Jn. 4.9,10).
Ciertamente Él es digno de ser amado, cuando uno piensa en quién es el que ama, a quién ama y cuánto ama. ¿No es Él a quien todo espíritu confiesa ? (1 Jn. 4.2). Este amor divino es sincero, porque es el amor de alguien que no busca lo suyo (1 Co. 13.5).
¿A quién se muestra ese amor? Está escrito: «Siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios» (Ro. 5.10). Es así que Dios amó libremente, y hasta a sus enemigos. ¿Cuánto amó Dios? San Juan responde a eso: «De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo Unigénito» (Jn. 3.16). San Pablo agrega: «El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros» (Ro. 8.32). El Hijo también dijo de sí mismo: «Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos» (Jn. 15.13).
De manera que el Justo mereció ser amado por los injustos, el más alto y omnipotente por los débiles. Bien, alguien dice: «Esto es verdad para el hombre, pero no vale para los ángeles». Parecería esta objeción verdad porque la muerte vicaria no fue necesaria para los ángeles, porque Aquel que vino en ayuda en el tiempo de necesidad, guardó a los ángeles de tener tal necesidad. Por eso no obstante la objeción Aquel que no dejó al hombre en tal estado porque lo amó, por igual amor dio a los ángeles la gracia de no caer en ese estado.
Creo que aquellos para quienes esto es evidente ven las razones por las que Dios debe ser amado, es decir, porque merece ser amado. Si los infieles encubren estos hechos, Dios siempre podrá confundir su ingratitud por medio de sus innumerables dones que en forma manifiesta pone a disposición del hombre. Porque, ¿quién sino Él da alimento a todos los que comen, vista a todos los que ven y aire a todos los que respiran? Sería necio tratar de enumerarlo todo, lo que acabo de decir es señal de lo incontable.
Los dones más nobles del hombre la dignidad, el conocimiento y la virtud se encuentran en las partes superiores de su ser, en su alma. La dignidad del hombre es su voluntad libre por la que es superior a las bestias y hasta las domina. Su conocimiento es aquello por lo cual reconoce que esta dignidad está en él, pero que no se origina en él. La virtud es aquello por lo cual el hombre busca continua y ansiosamente a su Hacedor.
Cada uno de estos tres dones tiene dos aspectos. La dignidad no es sólo un privilegio natural, sino que es también un poder de dominación, porque el temor al hombre está en todos los animales de la tierra (Gn. 9.2). El conocimiento también tiene dos aspectos, puesto que entendemos que esta dignidad y otras cualidades naturales están en nosotros, las que, sin embargo, nosotros no creamos. Finalmente, la virtud se percibe como doble, porque por ella buscamos a nuestro Hacedor, y cuando le hallamos nos unimos a Él tan estrechamente que nos hacemos inseparables de Él.
El resultado es que la dignidad sin conocimiento carece de provecho, sin virtud puede ser un obstáculo. El siguiente razonamiento explica dos hechos. ¿Qué gloria hay en tener algo que uno no sabe que posee? Y por otro lado, ¿qué justicia hay en conocer lo que uno tiene pero ser ignorante del hecho de que no lo posee por sí mismo? El Apóstol le dice a aquel que se glorifica a sí mismo: «¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorias como si no lo hubieras recibido?» (1 Co. 4.7).
¿Hay algún incrédulo que no sepa que ha recibido lo necesario para su vida corporal, por la cual existe, ve y respira, de Aquél que da alimento a todo ser viviente. (Sal. 136.25) que hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos? (Mt. 5.45). ¿Quién, además, puede ser tan malo que piense que el autor de su dignidad humana no sea otro que Aquel que dice en el libro de Génesis: «Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza» (Gn. 1.26). ¿Quién puede pensar que el dador del conocimiento sea alguien diferente de Aquel que enseña conocimiento al hombre? (Sal. 94.10). O por otra parte, ¿quién cree que ha recibido o espera recibir el don de la virtud de alguna otra fuente que no sea la mano del Señor de la virtud? Por lo tanto, Dios merece ser amado por sí mismo aun hasta por los incrédulos que, aunque son ignorantes de Cristo, sin embargo pueden conocer su propia naturaleza.
De manera que todos, hasta los incrédulos, están sin excusa si no aman al Señor su Dios con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas. (Mr. 12.30; Ro. 1.20, 21). Porque una justicia innata, que la razón no desconoce, clama en su interior que debe amar con todo su ser a Aquel a quien debe todo lo que es. Sin embargo es difícil, imposible para un hombre, por su propio poder de libre voluntad, una vez que ha recibido de Dios todas las cosas, entregarse totalmente a la voluntad de Dios y no más bien a su propia voluntad, manteniendo estos dones para sí como propios, según está escrito: «Todos buscan lo suyo propio» (Flp. 2.21), y además: « el intento del corazón del hombre es malo» (Gn. 8.21).
Los fieles, por el contrario, saben cuán totalmente necesitan a Jesucristo, y a éste crucificado (1 Co. 2.2). Aunque admiran y abrazan en Él ese amor que excede a todo conocimiento (Ef. 3.19), se avergüenzan de no darle el poco que tienen a cambio de tan grande amor y honor. Aquellos que se dan cuenta de que son amados más, aman también sobradamente más: « mas aquel a quien se le perdona poco, poco ama» (Lc. 7.43-47).
EL PRIMER GRADO DEL AMOR:
El hombre se ama a sí mismo por su propio bien
Desde que la naturaleza se ha hecho frágil y débil, la necesidad lleva al hombre a atenderla primero. Este es el amor carnal por el cual el hombre se ama a sí mismo por encima de todo, por su propio bien. Es consciente sólo de sí mismo; como dice San Pablo: «Mas lo espiritual no es primero, sino lo animal; luego lo espiritual» (1 Co. 15.46). El amor no es impuesto por un precepto; está implantado en la naturaleza. ¿Quién aborreció jamás a su propia carne? (Ef. 5.29). Pero si el amor creciera en forma inmoderada como a veces ocurre y semejando una corriente salvaje desbordara el cauce de la necesidad, inundando los campos del deleite, la inundación sería advertida inmediatamente por el mandato que dice: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt. 22.39). Es por cierto justo que quien comparte la misma naturaleza no debe ser privado de iguales beneficios, especialmente aquel beneficio que está implantado en esa naturaleza.
Si un hombre se sintiera preocupado por satisfacer no sólo las necesidades justas de sus hermanos sino también sus placeres, pues entonces que restrinja lo suyos si no desea ser un transgresor. Puede ser tan indulgente como lo desee consigo mismo siempre que recuerde que su prójimo tiene los mismos derechos. ¡Oh, hombre! La ley de la vida y el orden te impone la moderación de la temperancia, para que no vayas tras tus deseos injustificables y perezcas, no sea que uses los dones de la naturaleza para servir a través de la insensibilidad, al enemigo del alma. ¿No sería más justo y honroso compartirlos con tu prójimo, tu compañero, que con tu enemigo?
No obstante, para amar al prójimo con perfecta justicia, uno debe respetar a Dios. En otras palabras, ¿cómo puede uno amar al prójimo con pureza si no lo ama en Dios? Es imposible amar en Dios a menos que uno ame a Dios. Es necesario, por lo tanto, amar a Dios primero; entonces uno puede amar al prójimo en Dios (Mr. 12.30).
El mismo Creador quiere que el hombre sea disciplinado por las tribulaciones, de modo que cuando el hombre fracasa y Dios viene en su ayuda, éste, salvado por Dios, le rendirá a Él el honor debido. Está escrito: «Invócame en el día de la angustia; te libraré, y tú me honrarás» (Sal. 50.15). De esta manera, el hombre, que es animal y carnal (1 Co. 2.14), y sólo sabe amarse a sí mismo, sin embargo comienza a amar a Dios en su propio beneficio, porque de la experiencia frecuente aprende que puede hacer todo lo que es bueno para él en Dios, y que sin Dios no puede hacer nada bueno (Jn. 15.5).
EL SEGUNDO GRADO DEL AMOR:
El hombre ama a Dios por su propio beneficio
El hombre, por lo tanto, ama a Dios por su propio beneficio y no todavía por amor a Dios. No obstante, es cuestión de prudencia saber lo que uno puede hacer por sí mismo y lo que puede hacer con la ayuda de Dios para evitar ofender a Aquel que lo guarda libre de pecado. Sin embargo, si las tribulaciones del hombre se hacen más frecuentes y como resultado se dirige más a menudo a Dios y es liberado por Él, ¿no debe terminar por tomar conciencia, aun cuando tenga un corazón de piedra (Ez. 11.19) en un pecho de hierro, que es la gracia de Dios que lo libera y llegar a amar a Dios, no para su propio beneficio, sino por amor a Dios?
EL TERCER GRADO DEL AMOR:
El hombre ama a Dios por amor a Dios
Las frecuentes necesidades del hombre lo obligan a invocar a Dios más a menudo y acercarse a Él con mayor frecuencia. Esta intimidad mueve al hombre a gustar y descubrir cuán dulce es el Señor. Gustar la dulzura de Dios nos atrae más al amor puro que a la urgencia de nuestras propias necesidades. De ahí el ejemplo de los samaritanos que le respondieron a la mujer que les había dicho que el Señor estaba presente: «Ya no creemos solamente por tu dicho, porque nosotros mismos hemos oído, y sabemos que verdaderamente este es el Salvador del mundo» (Jn. 4.42). Seguimos sus pasos cuando decimos a nuestra carne: «Ahora amamos a Dios, no a causa solamente de nuestras necesidades, sino porque hemos gustado y sabemos cuán dulce es el Señor».
El hombre que siente de esta manera no tendrá dificultad en cumplir el mandamiento de amar a su prójimo (Mr. 12.31). Ama a Dios en verdad y de esta forma ama lo que es de Dios. Ama con pureza y no encontrará difícil obedecer un mandato puro, purificando su corazón, como está escrito, en la obediencia del amor (1 Pe. 1.22). Este es el tercer grado del amor: en él Dios ya es amado por amor a Él mismo.
EL CUARTO GRADO DEL AMOR:
El hombre se ama a sí mismo por amor a Dios
¡Feliz el hombre que ha llegado a este grado! Ya ni siquiera se ama a sí mismo, a no ser por su Dios. «Tu justicia es como los montes de Dios» (Sal. 36.6). Este amor es una montaña, la imponente cumbre de Dios. Yo diría que es bendito y santo el hombre a quien le es dado experimentar algo de esta clase, tan rara en la vida, y aunque sea una sola vez y por espacio de un momento. Perderse, como si ya no existiera, dejar de sentirse totalmente, reducirse a nada, no es un sentimiento humano sino una experiencia divina (Fil. 2.7).
Tal como una gota de agua parece desaparecer completamente en una gran cantidad de vino , tal como el hierro rojo, fundido, se hace tan parecido al fuego que parece perder su estado primario , tal como el aire de un día soleado parece transformarse en sol en lugar de estar iluminado , de la misma manera es necesario para los santos que todos los sentimientos humanos se fundan de una forma misteriosa y fluyan dentro de la voluntad de Dios.
Yo no creo que eso pueda ocurrir con seguridad hasta que se cumpla la palabra «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, toda tu alma y todas tus fuerzas», hasta que el corazón no tenga que pensar en el cuerpo, y el alma ya no tenga que darle vida y sentimientos en esta vida De manera que es un cuerpo espiritual e inmortal, calmo y placentero, sujeto al espíritu en todo, donde el alma espera alcanzar el cuarto grado del amor, o ser más bien poseída por él. Y está en manos de Dios darlo a quien Él lo desea; no se obtiene por medio de esfuerzos humanos.
De todas maneras, ¿no creemos que los santos mártires recibieron esta gracia, al menos parcialmente, mientras aún estaban en sus cuerpos victoriosos? La fuerza de su amor se aferró a sus almas tan enteramente que, despreciando el dolor, pudieron exponer sus cuerpos a tormentos exteriores. No hay duda que la sensación de intenso dolor pudo perturbar solamente su calma; sin embargo, no los pudo vencer.
© Christian History. Usado con permiso.Los Temas de Apuntes Pastorales, volumen II, número 4.