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Tal como Dios lo quiso (Primera parte)

Tal como Dios lo quiso (Primera parte)

por Wayne Mack

El Dr. Wayne Mack comenta acerca del plan de Dios para el matrimonio según Génesis 2.18–25, para lo cual presenta y explica los conceptos de «dejar», «unirse», y «ser una sola carne». En la segunda parte del tema ofrece varias preguntas para dialogar, estudiar y completar en pareja.

Un estudio del propósito de Dios para el matrimonio en busca de una profunda unidad conyugal

En la Biblia, Dios incluye, en cuatro ocasiones, una declaración acerca del matrimonio. Esta se encuentra en Génesis 2.24, Mateo 19.5, Marcos 10.7–8 y Efesios 5.31, y dice así: «Por esto el hombre dejará padre y madre, y se unirá a su mujer, y los dos será una sola carne». Como es posible apreciar, esta declaración aparece una vez antes de la caída del hombre en el pecado y tres después de ella.

Esta declaración contiene el propósito matrimonial de Dios para el hombre perfecto y para el hombre pecador, así como para todos los tiempos para lograr un buen matrimonio.

Se requiere un buen plan para construir un buen matrimonio. Lamentablemente, hoy en día hay muchos matrimonios tristes e insatisfechos no solo entre los no creyentes, sino también entre los cristianos. La falta de atención al plan de Dios para el matrimonio es lo que provoca esta tristeza. ¿Cuál es, entonces, el plan de Dios para el matrimonio? ¿Qué involucra el matrimonio según Dios?



Dejar a padre y madre


El plan de Dios para el matrimonio señala que el esposo y la esposa deben dejar a sus padres y a sus madres. ¿Qué significa dejar a sus padres? Pues bien, ciertamente no quiere decir que deben abandonarlos y dejarlos por completo (Ex 21.12; Mr 7.9–13; 1 Ti 5.8). Tampoco significa que deben separarse geográficamente a una gran distancia. Al comienzo del matrimonio, vivir demasiado cerca de los padres puede dificultar el «dejarlos». No obstante, es posible dejar al padre y a la madre y vivir en la casa contigua; o bien, es posible vivir a miles de kilómetros de distancia de ellos y no dejarlos. De hecho, es posible que no hayan dejado a sus padres aun cuando estos hayan fallecido.

Dejar a sus padres significa que su relación con ellos debe cambiar radicalmente, que los hijos establecen una relación adulta con ellos. Quiere decir que deben ocuparse más con las ideas, opiniones y prácticas de su cónyuge que con las de sus padres, así como no estar esclavizados a sus padres en cuanto al afecto, aprobación, ayuda y consejo. Quiere decir también que deben eliminar cualquier actitud mala hacia sus padres, o de lo contrario estarán ligados a ellos en forma emocional aunque físicamente estén lejos. Significa que deben dejar de procurar que su cónyuge cambien solo porque a sus padres no les gusta como es, y quiere decir que deciden que la relación marido y mujer tiene prioridad sobre toda otra relación humana.

Así es. Deben preocuparse en ser un buen hijo / hija, o madre/ padre, pero deben preocuparse más por ser buen esposo / esposa. Los hijos no necesitan padres indulgentes que continuamente se despreocupen el uno del otro. Necesitan padres que les demuestren cómo enfrentar y resolver problemas, y que les enseñen a ser buenos esposos y esposas, y a relacionarse con otras personas.

Si usted es padre o madre, su meta debe ser preparar a sus hijos para que los dejen, no para que se queden. Su vida no debe girar alrededor de ellos porque esto los transformará en inválidos emocionales. Usted debe prepararse para el día en que sus hijos se vayan, debe cultivar intereses comunes, aprender a hacer tareas juntos, y a profundizar la amistad entre ustedes.

Cuando sus hijos se casan, usted no debe procurar organizar sus vidas. Debe permitir que el joven marido sea la cabeza de su casa, que tome él mismo las decisiones, que considere a su esposa y no a ustedes como su responsabilidad primaria y su ayuda. Debe alentar a su hija a depender de su esposo, y no de ustedes en cuanto a dirección, ayuda, compañerismo y afecto.



Unirse uno al otro


El plan de Dios para el matrimonio es que el marido y la mujer deben unirse el uno al otro.

En nuestra época, las parejas jóvenes parecen casarse con la idea de que si su matrimonio fracasa pueden obtener el divorcio. Cuando se casan prometen ser fieles hasta la muerte, pero mentalmente añaden, «a menos que nuestros problemas sean demasiado grandes».

En verdad, algunos sugieren que debiéramos renovar nuestros votos de casamiento cada año, así como renovamos la licencia de conducir. Otros sugieren que nos olvidemos de todo el trastorno del matrimonio civil y las tensiones de la ceremonia de casamiento. Para ellos el matrimonio es algo de su conveniencia, de suerte, y puede ser muy pasajero. Todo depende de cómo caen las cartas.

Pero Dios dice: «Yo no lo planeé así. Yo quise que el matrimonio fuese una relación permanente». Yo quiero que el marido y la mujer se adhieran el uno al otro (Mr 10.7–9).

El matrimonio, entonces, no es cuestión de suerte, sino de elección deliberada. No es solo un asunto de conveniencia sino de obediencia. No depende de cómo caen las cartas sino de cuánto están dispuestos y decididos a trabajar para su éxito. Un buen matrimonio está basado más sobre el compromiso que sobre los sentimientos o atracción corporal.

Según Malaquías 2.4 y Proverbios 2.17, el matrimonio es un pacto o contrato irrevocable al cual estamos ligados. Por tanto, cuando dos personas se casan prometen que serán fieles el uno al otro, pase lo que pase.

La esposa promete que será fiel aunque el esposo engorde, se ponga calvo, o tenga que usar bifocales; aunque pierda la salud, su riqueza, su empleo, su atractivo; aunque aparezca alguien más excitante. El esposo promete ser fiel aunque la esposa pierda su belleza y atractivo; aunque no sea tan pulcra y ordenada o sumisa como él quisiera; aunque no satisfaga sus deseos sexuales completamente; aunque gaste el dinero neciamente o sea una mala cocinera.

El matrimonio significa que el marido y la mujer entran en una relación por la que aceptan total responsabilidad y se comprometen el uno al otro sin tomar en cuenta los problemas que puedan surgir.

En muchos sentidos el casarse se parece a la conversión.

Cuando una persona se convierte a Cristo deja su antigua manera de vivir, su justicia propia, sus propios esfuerzos para salvarse, y se entrega a Cristo, que murió en lugar de los pecadores. En este acto de entrega a Cristo, se compromete a Cristo. La misma esencia de la fe salvadora es una entrega personal donde promete confiar total y completamente en Cristo y servirle fiel y diligentemente, sin tomar en cuenta cómo se siente o qué problemas puedan surgir (Ro 10.9; Hch 16.31; Fil 3.7, 8; 1 Ts 1.9–10).

De la misma manera, el matrimonio según Dios involucra una entrega total e irrevocable de dos personas, la una a la otra.

El matrimonio, según Dios, involucra adherirse el uno al otro en enfermedad y en salud, en pobreza y en riqueza, en alegrías y tristezas, en gozo y dolor, en tiempos buenos y malos, en acuerdos y desacuerdos.

Para Dios, el matrimonio significa reconocer que deberán enfrentar problemas, cambiar opiniones acerca de ellos, buscar la ayuda de Dios, resolverlos en lugar de escapar de ellos porque no hay salida del vínculo. Están comprometidos el uno al otro de por vida. Deben adherirse el uno al otro hoy y mañana, mientras los dos vivan.



Una carne


El plan de Dios para el matrimonio involucra el ser una carne.

En el nivel más elemental esto se refiere a las relaciones sexuales o unión física. Considere 1 Corintios 6.16. Dentro de los límites del matrimonio, las relaciones sexuales son santas, buenas y hermosas, pero fuera del contexto de «dejar» y «unir» son feas, degradantes y pecaminosas (Estudie He 13.4). Sin embargo, el ser «una sola carne» involucra más que el acto matrimonial.

En verdad, el acto matrimonial es el símbolo o la culminación de una unión más completa, de una entrega total a la otra persona. En consecuencia, si la unión más completa no es una realidad, las relaciones sexuales pierden su sentido.

Una definición del matrimonio que me gusta mucho es: «El matrimonio es una entrega total y un compartir totalmente de la persona total con otra persona hasta la muerte».

El propósito de Dios es que cuando dos personas se casan deben compartir todo: sus cuerpos, sus posesiones, sus percepciones, sus ideas, sus habilidades, sus problemas, sus éxitos, sus sufrimientos, sus fracasos, etc.

El esposo y la esposa son un equipo y lo que cada uno hace debe ser por amor a la otra persona o, por lo menos, no debe ser en detrimento del otro. Cada uno debe preocuparse tanto por las necesidades de la otra persona como por las propias (Ef 5.28; Pr 31.12, 27).

Los esposos ya no son dos sino una carne, y este concepto de una carne debe manifestarse en maneras prácticas, tangibles y demostrables. Dios no desea que sea solo un concepto abstracto o una teoría idealista, sino una realidad concreta. La intimidad total y la profunda unidad son parte del plan de Dios para un buen matrimonio.

La intimidad y la unidad profunda, sin embargo, no significan una total uniformidad e igualdad. Mi cuerpo se compone de muchas partes diferentes. Mis manos no hacen la tarea de mis pies. Mi corazón no hace el trabajo de mi hígado.

Hay gran diversidad en mi cuerpo y sin embargo hay unidad. Las partes de mi cuerpo se ven distintas y actúan de una manera diferente, pero cuando funcionan normalmente cada parte trabaja para el beneficio de las demás o, por lo menos, una parte no trata deliberadamente de herir a las otras.

Del mismo modo, el marido y la mujer pueden ser muy diferentes en algunos aspectos, pero no deben permitir que esas diferencias obstaculicen su unidad porque el propósito de Dios para el matrimonio es la unidad total. Sin embargo, usted y yo sabemos que la total unidad no se logra fácilmente; de hecho, el obstáculo básico para lograr la unidad es nuestra pecaminosidad.

En Génesis 2.25, inmediatamente después que Dios dijo que el marido y la mujer serían una sola carne, las Escrituras dicen: «Y estaban ambos desnudos, Adán y su mujer, y no se avergonzaban».

La desnudez de Adán y de Eva no es una recomendación al nudismo público. Esto ocurrió antes de que otras personas vivieran a su alrededor. ¡Adán fue el único ser humano que vio a Eva desnuda y Eva fue la única persona que vio a Adán desnudo!

De hecho, esto sucedió antes de que pecaran. Después que pecaron leemos que «fueron abiertos los ojos de ambos, y conocieron que estaban desnudos; entonces cosieron hojas de higuera, y se hicieron «delantales»». En cuanto entró en escena el pecado comenzaron a cubrirse.

Este intento de cubrirse ciertamente era evidencia de que estaban conscientes de su pecado ante Dios, e inmediata y neciamente procuraron esconderlo de Dios. Aún más, al cubrirse simbolizaban su esfuerzo por esconderse el uno del otro, y al entrar el pecado, se destruyó su transparencia y unidad total.

Del mismo modo como el pecado entró y estorbó la unidad de Adán y Eva, así nuestro pecado sigue siendo la gran barrera que entorpece la unidad matrimonial en el día de hoy. A veces el pecado del egoísmo destruye la unidad matrimonial, en otras ocasiones, es el pecado del orgullo lo que daña una unión. A veces, otros pecados como amargura, ingratitud, terquedad, vocabulario hiriente, abandono, impaciencia, aspereza, crueldad son los causantes del quebrantamiento de una relación matrimonial.

Fue el pecado que destruyó la total unidad de Adán y Eva, y es el pecado que destruye la unidad de los esposos hoy día. Esto nos lleva a nuestra necesidad de Jesucristo.

En primer lugar, necesitamos que por intermedio de Jesucristo, lleguemos a una buena relación con Dios (Ro 3.10–23; Is 59.2; Col 1.21–23; Ef 1.7; 2.13–21; 2 Co 5.21; 1 Pe 3.18).

Pero no solo necesitamos entrar en una buena relación con Dios por medio de Jesucristo, también es necesario que Jesucristo nos ayude a estar bien relacionados el uno con el otro. Jesucristo vino al mundo para destruir las barreras que existen el hombre y Dios, así como las existentes entre los hombres. Él destruye las barreras que hay entre los hombres, anula la enemistad y hace que los hombres sean uno en Él (Ef 2.14–16; Gá 3.28). Solo Jesús puede tomar a un hombre y a una mujer pecadores y egoístas y lograr que dejen a su padre y a su madre, se unan y lleguen a ser una carne.

Por tanto, si han de experimentar la total unidad que Dios dice es esencial para un matrimonio bueno, deben acudir a Jesucristo. Él quita las barreras, destruye paredes que dividen, limpia de pecado. Quiebra el poder del pecado reinante, libera al cautivo. Le da el Espíritu Santo al hombre, el cual produce en él el fruto de amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre y templanza. Le da el Espíritu Santo quien hace posible que hombres y mujeres pecadores dejen a su padre y madre, se unan el uno al otro y lleguen a ser una carne.



Tomado y adaptado del libro Fortaleciendo el matrimonio, Wayne Mack, Hebrón. Todos los derechos reservados.