Biblia

Tironeados por los extremos

Tironeados por los extremos

por Christopher Shaw

Al Señor no lo limita ninguno de los elementos que tanto nos complican la vida a nosotros. Démosle a él la libertad de que nos sorprenda, incomode, maraville y deslumbre. Lo único que le pedimos, es que no nos deje solos…

Reconciliar dos posturas aparentemente contradictorias no es tarea fácil. La dificultad de este desafío queda claramente evidenciada por la larga historia que arrastra el pueblo de Dios de ubicarse en los extremos de la verdad. El reto se presentó cuando la Iglesia apenas daba sus primeros pasos. Algunos creían que únicamente a los judíos se les debía presentar el evangelio. Otros creían que era hora de trabajar entre los gentiles.
Las posturas intransigentes solamente cedieron cuando un concilio en Jerusalén (Hch 15), acompañado del consejo del Espíritu, logró destrabar la situación. La solución más lógica y obvia parece haber sido, también, la más esquiva: ¿Por qué no sembrar la palabra en ambos pueblos, los judíos y los gentiles?El resultado de esta tendencia es que no logramos un acercamiento a los que están en «la otra punta». No había pasado mucho tiempo cuando segmentos de la Iglesia recién nacida comenzaron otra vez a ubicarse en extremos. Unos se inclinaban por una fe complaciente, apoyada enteramente en la gracia de Dios. Otros argumentaban que las obras eran las que justificaban al hombre. El apóstol Santiago acabó redactando una carta en la que afirmaba que la fe, sin obras, no servía. Su argumento volvía a señalar que la solución no pasaba solamente por la fe, ni las obras, sino por la sabia combinación de ambos elementos.
El paso de los siglos, sin embargo, no ha servido de ayuda en este punto. La historia de la Iglesia está plagada de interminables luchas por instalar posturas extremas que, inevitablemente, excluyen parte de la verdad revelada. ¿Nos volcamos exclusivamente a las misiones, o trabajamos solamente en la iglesia local? ¿Ofrecemos educación teológica, o huimos despavoridos de ella? ¿Nos inclinamos hacia una formación intelectual o una capacitación práctica? ¿Nos dedicamos a la evangelización, o concentramos nuestros esfuerzos en las necesidades de la congregación? El triste resultado de esta obstinada tendencia es que no logramos siquiera un acercamiento a los que están en «la otra punta» de nuestra postura. La distancia que separa los extremos es tan inmensa que solamente los más atrevidos se animarán a recorrerla.
Lo asombroso es que, cuando alguno decide abandonar su postura, lo hace para ¡instalarse en el otro extremo! A lo largo de los años he conocido a una multitud de personas que se han «cruzado de bando». Algunos, cansados de un menú exclusivo de milagros y pseudos-milagros, se han instalado en congregaciones cuya postura es prácticamente anti-pentecostal. Otros, fastidiados con el ambiente sobrio y racional de las iglesias históricas, han optado por un pentecostalismo aún más radical que el de los propios pentecostales. Ambos grupos, desde su nuevo lugar, ahora se dedican a denunciar a los que, en otro tiempo, eran compañeros de camino.
Seguramente nuestra predilección por las posturas extremas tiene que ver con la profunda inseguridad que nos caracteriza como seres humanos. No nos sentimos a gusto cuando la vida nos presenta matices indefinidos. Preferimos la aparente certeza de los absolutos, porque tienen fachada de verdad. No obstante, la Biblia está repleta de situaciones que no encuadran con nuestros absolutos. ¿No se puede beber vino? Jesús cambió el agua en vino. ¿Dios condena la poligamia? El autor del Salmo 23 tuvo más de cinco esposas. ¿Los mentirosos no entrarán en el cielo? Rahab fue salvada por mentir sobre la ubicación de los espías. La lista es muy larga, simplemente porque la vida no transcurre en blanco y negro sino, más bien, en una gran gama de grises que no siempre se prestan a ser clasificados.
En ningún tema es tan aparente nuestra tendencia a los extremos como el de las señales y los prodigios. La necesidad de definiciones en este asunto se torna imperiosa, quizás porque es aquí donde experimentamos, en toda su intensidad, el frustrante misterio de quién es Dios. Los milagros, las señales y los prodigios se resisten a nuestros intentos de encasillarlos, porque son una extensión del mismo corazón de Dios. Y Dios no se explica, se adora.
Para vivir cómodos con las señales y los prodigios tenemos que estar dispuestos a convivir con la incomodidad. Huimos de las posturas extremas porque sus limitaciones no satisfacen la despiadada realidad de una vida, muchas veces, cruel. Movidos a compasión  no nos atrevemos a condenar al enfermo que no sanó porque «le faltó fe».Los milagros y los prodigios se resisten a nuestros intentos de encasillarlos, estos son una extensión del mismo corazón de Dios. Tampoco nos animamos a la osada declaración de que toda opresión diabólica es, en realidad, un desequilibrio psicológico, ni que los milagros fueron para otro tiempo, porque acabamos con un Dios inofensivo, pasado de moda. Más bien nos abrimos a todo el misterio de Dios, sin la necesidad de explicarlo ni encasillarlo. Y cuando lo hacemos, él podrá moverse como él quiere. Seguramente comenzará a manifestarse más frecuentemente en nuestro medio e, inevitablemente, los milagros y los prodigios serán parte de lo que ocurre. A él no lo limita ninguno de los elementos que tanto nos complican la vida a nosotros.  Démosle a él la libertad de que nos sorprenda, incomode, maraville y deslumbre. Lo único que le pedimos, es que no nos deje solos.

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