Tres fases del carácter ministerial

por Carmelo Terranova

Cuando recuperemos la centralidad de la Palabra de Dios en nuestros ministerios, tendremos un mensaje impregnado del amor de Dios, de la constancia de Jesús y del fuego del Espíritu Santo. Cuando la Biblia no ocupa el centro de la teología, tendremos una predicación para-bíblica, para-eclesiástica y finalmente, paranoica.

¿QUE ES, REALMENTE, ORAR?


Jesús entra a la historia, elige un grupo de hombres diversos y comienza a ministrar con ellos. Aquella gente lo ve hacer milagros como nadie era capaz de hacerlos, enseñar como nadie enseñó jamás; lo ven predicar como ningún hombre de todos los conocidos había podido hacerlo, pero nunca dijeron: «Señor, enséñanos a predicar», «Señor, enséñanos a hacer milagros» o «Señor, queremos saber cómo enseñar». Hicieron una sola petición: «Señor, enséñanos a orar». ¿Por qué? Porque el misterio de la vida de Jesús, lo asombroso de su ministerio estaba encerrado en una vida envuelta en permanente oración.


Contemplar


Orar no es sólo monologar, sino contemplar a Dios en la hermosura de su santidad. Orar es contemplar. No es cuánto decimos sino cuánto escuchamos. En su presencia, dice el salmista, «Hay plenitud de gozo, delicias a su diestra para siempre». Es en esta contemplación donde descubrimos el secreto de los gigantes de la historia de la iglesia, de los hombres de la Biblia, de los titanes de Dios. Estamos acostumbrados a hablar mucho y así medimos a la oración, entonces perdemos el sentido místico de arrobamiento, de enamoramiento, de contemplar al Señor en su gloria.


Hay en el corazón de Dios la necesidad de ver hombres y mujeres que estén diciendo: «Señor, yo te amo con todo el corazón». Orar profundamente es amar profundamente.


Ser contemplado


Pero algo más acontece: la oración nos descubre a nosotros mismos. Cuando oramos en el Espíritu somos desnudados en el Espíritu. Y algo comienza a acontecer en nuestras vidas. Cuanto más cerca estamos del Señor, más real se hace nuestra condición delante de El. Allí se ven las faltas de nuestra vida como también las marcas benditas de la misericordia y la obra de Jesucristo. Acérquese a Dios, abra su corazón en forma plena y va a descubrir algo del cielo en su vida y algo del infierno en su naturaleza.


Nuestro pueblo debe aprender a contemplar la belleza de Jesucristo en vez de correr a Dios con una lista de pedidos, y eso lo debe aprender de su pastor. Debe ver en él los frutos de conocer así a Dios. Debemos orar de tal manera que El se meta en nuestras vidas y algo celestial ocurra en nuestros corazones.


Batallar


Ahora sí: orar es pelear con Dios, una lucha a brazo partido. Es una pelea espiritual sobre el campo de batalla, ese mundo invisible y hostil del que nos habla Efesios 6 y que termina diciendo: «orando en todo tiempo, con toda súplica delante de Dios».


Sí, colega. Es pelear, pelear con Dios; reclamar, insistir, gemir y llorar. Es una pelea celestial. Los hombres de Dios no eran meramente místicos sino peleadores ardientes en oración. Es Abraham que pelea por Sodoma y Gomorra, es Moisés que pelea por su pueblo, es Jacob que dice: «Señor, si tú no me bendices no te voy a dejar ir», o Pablo peleando por las naciones. Es una lucha espiritual que no se gana con discursos, literatura ni estrategia. Se ganará con hombres y mujeres que aprendan el secreto de pelear con Dios, después de ese tiempo de arrobamiento y quietud.


Es en este momento en que el hombre de Dios debe ministrar en oración. Es aquí cuando el pastor recorre su vida, su familia y su congregación; mira su ministerio y presenta a su gente o sus asuntos en esta batalla espiritual. Allí clama con Dios y batalla con El por estas cosas.


Acaba de pasar un tiempo contemplando a Dios y a él mismo delante de Dios. Ahora, con la imagen gloriosa y omnipotente de Dios y la frágil imagen de sí mismo, batalla por su trabajo y se pone de acuerdo con Dios en qué es necesario que ocurra en el ministerio. El clama a Dios y Dios le muestra cosas, porque aquí también es necesario escuchar.


LA PALABRA


Pero hay algo más todavía. No solamente hace falta que recuperemos el valor de la oración verdadera y profunda, sino que debemos recuperar una vez más el lugar de las Escrituras. Hay dos peligros que acechan desde hace un buen tiempo a las Escrituras: el menoscabo de los humanistas y el subjetivismo de las emociones. El primero cuestiona la autoridad de la Revelación de Dios; le pone sombras, sospechas, dudas, la reinterpreta a cada rato. Cuando se ha perdido la confianza en la autoridad absoluta de la Palabra de Dios, entonces ya no hay ni autoridad ni Palabra. Es sólo el eco remoto de enseñanzas teológicas aprendidas sin el poder que Dios confirió a las Escrituras.


El segundo peligro es vivir del subjetivismo. El «Dios me ha dicho» está desplazando al «Dios dice» de la Palabra de Dios. Cuídese, hermano, de vivir de una teología epitelial, sensorial y epidérmica. Creo en los sentimientos y en las emociones, sé lo que es llorar delante de Dios y sentir la angustia de la vida, pero «la» Palabra es más importante que «mi» palabra. Y lo que Dios «ha» dicho tiene más valor que lo que «me ha» dicho a mí en particular. No sé donde radica el mayor peligro, si en un frío humanismo o un ardiente y emocionado sentimentalismo. Ambos son peligrosos.


Cuando recuperemos la centralidad de la Palabra de Dios en nuestras vidas y ministerios, tendremos un mensaje impregnado del amor de Dios, de la constancia y la pasión de Jesucristo y del fuego santo del Espíritu Santo. Cuando la Biblia no ocupa el centro de la teología, pues tendremos una predicación para bíblica, para eclesiástica y, finalmente, paranoica. Ya está ocurriendo en nuestro mundo moderno. La Biblia, aunque fue escrita en el pasado, no viene del ayer sino del futuro de la eternidad de Dios. No fue escrita por un grupo de caminantes del desierto ni antiguos escritores. La Biblia fue escrita, revelada y cuidada por el Dios eterno del eterno presente. Ella es más nueva que el periódico de la semana que viene. Nos llega del futuro, del mañana, no del ayer. Rechace, hermano querido, toda enseñanza que coloca la Biblia en el pasado archivado de historias perdidas. Ella es la ardiente, apasionada y viva Palabra del Verbo de Dios.


Jesús asegura que los cielos y la tierra pasarán pero que sus palabras no pasarán. Ella permanece para siempre. Y nuestro mundo, agotado con palabras humanas, precisa hombres y mujeres que digan: «Esto dice la Palabra de Dios». Es el libro, es la herramienta que va a cambiar la historia del presente y del futuro. Agradezco tanta literatura que hay en nuestro mundo ahora. ¡Cómo el mundo hispano se está enriqueciendo con tantos buenos libros!, pero cuídese. Es bueno escuchar lo que dicen los hombres de Dios pero es más importante lo que dice Dios de los hombres. Hay pastores (y muchos) que por un libro, por una nueva idea, reestructuran todo su ministerio sin mirar cuántas verdades bíblicas que se oponen a esa idea quedan olvidadas por la genialidad aparente de lo novedoso. La Palabra de Dios es nuestro mensaje. Ser hombres de la Palabra, hombres proféticos de profecía bíblica, hombres encendidos en las Escrituras.


«SED SANTOS…»


Varias veces he sostenido que vivimos de modas. Modas teológicas, modas litúrgicas, temáticas, ritualistas,… modas que pasan. Si son buenas, enfatizan verdades olvidadas, si son malas distraen y perturban. Pero la santidad no es una moda, es un modo de vivir. Ser santo no es ocasional sino permanente. La mayor necesidad del mundo moderno no es solamente levantar iglesias, realizar más campañas, cubrir nuevos campos misioneros, imprimir nuevos libros o emprender grandes empresas evangelísticas. Lea bien: la mayor necesidad del mundo moderno es producir hombres y mujeres que se parezcan a Jesucristo. Es la mayor y urgente necesidad. La tarea fundamental de un hombre de Dios es producir hombres de Dios. La tarea suya, colega, hade ser la de formar santos para la obra del ministerio,… y los santos cuestan trabajo.


Ser santo es ser semejante a Jesucristo. La santidad es hermosa, atrayente, risueña y contagiosa. El santurrón compite con la verdadera santidad, bíblica y envidiable. El santurrón es una imitación, no es genuino. Tarde o temprano, el rencor, la tentación o el legalismo lo pondrán en evidencia. En cambio, el hombre de Dios ha de tener una vida tan exuberante, tan perfumada con el aroma de Dios y tan atrayente que si bien marca una diferencia con los demás, es también envidiado por los demás.


Santidad es también pureza en la motivación del ministerio, transparencia en las relaciones ministeriales, lealtad en la vida personal y familiar, honestidad en el manejo de las finanzas, limpieza en el mundo de los pensamientos, ternura para con los pecadores, pasión por agradar a Dios. ¡Cómo quisiera agregar pensamientos! Ser santo es tener respeto y dignidad para con los demás. Santidad práctica, santidad practicada. Tenemos evangelistas brillantes, escritores punzantes, cantantes excitantes. Precisamos también santos radiantes. Es la mayor necesidad del mundo moderno. Permítame ponerlo en tono comercial: La mercadería que más necesita el mundo es hombres y mujeres que se parezcan a Jesucristo. Necesitamos un buen caudal de santos para exportar; exportarlos al mundo. Santos de verdad. ¡Radiantes, transparentes, bendecidos y con los pies en la tierra!


Hemos inventado una hermosa excusa: cuando alguien importante dentro de la iglesia comete un pecado público, cuando hay escándalos entre los evangelistas y líderes decimos: «Hermano, mira a Cristo y no a los hombres». ¡Mentira! La gente ve a los hombres y no a Cristo. ¡A ti te ven! Y eres tú la prueba del mensaje, la evidencia de tu fe. ¡Eres tú!


COMO LLEGAR


¿Cómo llegar a ser hombres de oración, de Palabra y de santidad? No tiene que ir muy lejos. Camine con los hombres de la Biblia y de la historia. Encontrará en ellos rasgos comunes que nos asombran por su pertinencia y actualidad. Primero, el sentido abrumador de nuestras miseria, fragilidad y necesidad, pero también la apasionante convicción de que somos llamados a ser santos, la élite de Dios, la aristocracia de los cielos y los herederos de la eternidad. Partamos de la Palabra para aprender a orar y terminemos con la Palabra para llegar a ser santos. Trabaje en su vida de oración y esfuércese para desarrollarla y fortalecerla. Estudie la Palabra de Dios y léala; medite en ella. Viva santamente, recuerde la santidad y lealtad a Dios en cada decisión a tomar, en cada tentación, en cada oportunidad para decidir. ¿Será el resumen de su vida como la de un santo hombre de Dios?


Apuntes Pastorales, Volumen VI – Número 3. Todos los derechos reservados.