Biblia

Un valor incomparable

Un valor incomparable

por John MacArthur

Los beneficios que logramos al asumir un compromiso absoluto con la persona de Cristo son mayores a los sacrficios que esto requiere.

Una decisión alocada
El fiel espíritu del corredor olímpico escocés Eric Liddell se hizo famoso gracias a la película Carros de fuego, que ganó varios premios. Durante meses, Liddell se había entrenado para correr la carrera de los 100 metros en las Olimpiadas de París de 1924. Comentaristas deportivos de toda Gran Bretaña pronosticaron que ganaría. Pero cuando se anunció el programa, Liddell descubrió que las eliminatorias para su carrera iban a ser en domingo. Como creía que competir en el Día del Señor deshonraría a Dios, rehusó participar en la competición.«Eric siempre dijo que lo mejor para él había sido que, cuando mantuvo sus principios y se negó a correr en los 100 metros, descubrió que los 400 metros era realmente su carrera. De otro modo, no lo habría sabido» Los admiradores de Eric quedaron estupefactos. Algunos que lo habían elogiado anteriormente lo calificaron de loco. Pero él se mantuvo firme. El profesor Neil Campbell, uno de sus compañeros atletas de esa época, describe así la decisión de Liddell:
«Liddell era la última persona en hacer mucho espamento en cuanto a ese tipo de cosas. Simplemente anunció: «No voy a correr en domingo» y eso fue todo. Él se habría sentido muy mal si alguien hubiera magnificado el asunto en ese momento. Nosotros pensamos que eso estaba perfectamente de acuerdo con su carácter, y muchos de los atletas quedaron impresionados, aunque no comentaron nada. Sentían que aquí había un hombre preparado para defender lo que le parecía correcto, sin tratar de imponer sus puntos de vista a los demás, y sin ser dogmático.» (Sally Magnusson, The Flying Scotsman [La bala escocesa], Nueva York: Quarter, 1981, 40)
Un sorprendente resultado
A diferencia de la versión cinematográfica, que se toma una libertad sensacionalista con los hechos, Liddell se enteró del programa meses antes de las Olimpiadas. También se negó a correr en las carreras de relevos de 4 x 100 y 4 x 400 metros, para las que había clasificado, porque las eliminatorias iban a tener lugar un domingo. Como era un atleta tan popular, el Comité Olímpico británico le preguntó si estaba dispuesto entonces a entrenarse para correr en los 400 metros, una carrera en la que lo había hecho bien antes, pero que nunca había considerado seriamente. Decidió entrenarse para ella y descubrió que estaba especialmente dotado para esa distancia. Su esposa, Florence, comenta así su decisión: «Eric siempre dijo que lo mejor para él había sido que, cuando mantuvo sus principios y se negó a correr en los 100 metros, descubrió que los 400 metros era realmente su carrera. De otro modo, no lo habría sabido» (Magnusson, 45).
Liddell terminó ganando la carrera de los 400 metros y, de paso, estableció un récord mundial. Dios honró su espíritu fiel. Pero, ¿qué es lo que tenía Eric Liddell que le dio la resolución de mantenerse firme en cuanto a su decisión, pese a la presión de las autoridades olímpicas y de la prensa? Los productores de Carrozas de fuego proporcionan, sin darse cuenta, la respuesta en una escena que dramatiza el intento de las autoridades olímpicas británicas de conseguir que Liddell cambiara su decisión de no correr en la prueba de los 100 metros. Después de su frustrada gestión, uno de los directivos comentó: «El joven … es un auténtico hombre de principios y un verdadero atleta. Su velocidad es una mera extensión de su vida, de su fuerza. Intentamos separar su carrera de lo que él es, y esto no es posible». A pesar de que el guionista etiqueta a Dios como una «fuerza» general, la afirmación es verdadera. La vida cristiana no puede vivirse separada de Dios. Si así vivimos comprometemos la esencia de nuestro ser.
Una relación fundamental
Allí es donde empieza el poder de la integridad. Solo cuando usted y yo derivemos nuestro ser de nuestra relación con Cristo, podremos aspirar a vivir como él vivió, a sufrir como él sufrió, a soportar las adversidades como él las soportó, y a morir como él murió; todo ello, sin comprometer nuestras convicciones.
La médula de todo cristianismo es nuestra relación con Cristo. Nuestra salvación comienza con él. Él es la razón de nuestro ser y, por eso, él nos es más valioso que nadie o que nada.
El apóstol Pablo sabía bien que el corazón de la vida cristiana es establecer un conocimiento íntimo de Cristo. Por eso afirmó: «Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor» (Fil 3.8). Ésa era su pasión y su «meta» (v. 14).
Un ejemplo inspirador
¿Qué eran «todas las cosas» que consideraba como pérdida? Eran las credenciales máximas de la religión que consideraba las obras como modo de salvación, a la que Pablo sirvió antes de conocer a Cristo. Él había sido «circundado al octavo día, [era] del linaje de Israel, de la tribu de Benjamín, hebreo de hebreos; en cuanto a la ley, fariseo: en cuanto a celo, perseguidor de la iglesia; en cuanto a la justicia que es en la ley, irreprensible» (vv. 5, 6). De acuerdo a la sabiduría religiosa convencional de su tiempo, Pablo seguía los rituales correctos, era miembro de la raza y tribu correctas, se sujetaba a las tradiciones correctas, servía a la religión correcta con la debida y correcta medida de intensidad, y obedecía la correcta ley con celo santurrón.
Pero un día, cuando viajaba en persecución de más cristianos, Pablo se encontró con Jesucristo (Hch 9). Pablo vio a Cristo en toda su gloria y majestad y se dio cuenta de que todo lo que consideraba de valor no valía nada. Por eso declara: «Pero cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo … y lo tengo por basura, para ganar a Cristo» (vv. 7, 8). En la mente de Pablo, sus ventajas se habían convertido en desventajas, a tal punto de que las consideraba basura. ¿Por qué? Porque no eran capaces de producir lo que él creía que lograrían en él: no podían engendrar virtud, poder, ni perseverancia. Y tampoco podían conducirlo a la vida eterna o a la gloria. Por eso, Pablo entregó todo su tesoro religioso a cambio del tesoro de conocer a Cristo de manera íntima y profunda.
Un intercambio fructífero
Esa es la esencia de la salvación: el cambio de algo que no tiene valor, por algo valioso. Jesús ilustró el cambio de este modo: «El reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo, el cual un hombre halla, y lo esconde de nuevo; y gozoso por ello va y vende todo lo que tiene, y compra aquel campo. También el reino de los cielos es semejante a un mercader que busca buenas perlas, que habiendo hallado una perla preciosa, fue y vendió todo lo que tenía, y la compró» (Mt 13.44–46). Esos dos hombres hallaron algo de mucho más valor que cualquier propiedad que poseyeran. Para ellos, la decisión fue fácil: vender todo lo que creían con valor a cambio de lo que era en verdad valioso.La médula de todo cristianismo es nuestra relación con Cristo. Nuestra salvación comienza con él. Eso es lo que les sucede a los que Dios escoge para traerlos a su reino. La persona que viene a Dios está dispuesta a pagar lo que él exija, sin importar el precio. Cuando se ve confrontado con su pecado a la luz de la gloria de Cristo, cuando Dios lo libra de su ceguera, el pecador arrepentido se da cuenta de repente de que nada de lo que él apreciaba mucho, es digno de conservar si eso implica perder a Cristo.
Jesucristo es nuestro tesoro y nuestra perla. En un momento determinado de nuestra vida, descubrimos que cualquier cosa que poseíamos: propiedades, fama, o deseos. Todos ellos perdieron su valor al compararlos con Cristo. Por eso lo echamos todo a la basura y nos volvimos a él como nuestro Salvador y Señor. Él se convirtió en el objeto supremo de nuestros afectos. Nuestro nuevo deseo era conocerlo, amarlo, servirlo, obedecerlo y ser como él.
Conclusión
¿Aún sigue siendo esto verdad para usted? ¿Existe algo en su vida que compite con Cristo? ¿Existe algo de este mundo que cautive su lealtad, devoción y amor más que él? ¿Desea aún conocerlo con tanta intensidad como cuando lo salvó? De no ser así, ha comprometido su relación con él y está entreteniéndose con la basura del mundo. Ese es el peligro de permitir concesiones.
Si usted no se cuida perseverando y protegiendo el tesoro de su relación con Cristo, la exuberancia y devoción de sus primeros días con Jesús puede convertirse, lenta y sutilmente, en complacencia e indiferencia. Con el tiempo, una fría ortodoxia reemplazará la obediencia amorosa, y el resultado será una vida de hipocresía que transigirá con el pecado.

Se tomó de El poder de la Integridad, Editorial Portavoz, 1997. Se usa con permiso. Publicado en Apuntes Digital II-6. ©Copyright 2010, Desarrollo Cristiano Internacional, todos los derechos reservados.