Biblia

Una cuestión de equilibrio

Una cuestión de equilibrio

por Apuntes Pastorales

Jesús impartió a los Doce los principios que les facilitarían desarrollar un ritmo sano de trabajo.

Uno de los misterios que observamos en los evangelios es el estilo pausado con que trabajaba el Mesías. El enigma nos atormenta al compararlo con los modelos más «exitosos» de pastoreo que observamos hoy en día. Muchos líderes en nuestra cultura se han convertido en una especie de «ejecutivos religiosos» con los que resulta difícil acordar un encuentro por sus agendas tan saturadas. No les alcanzan las horas del día para atender las múltiples responsabilidades que mantienen en movimiento los programas de sus congregaciones.

 

Es tentador creer que la complejidad de nuestras circunstancias alimenta este alocado ritmo de trabajo. Jesús, sin embargo, vivía con realidades aún más apremiantes que las nuestras. El aumento de su fama atraía cada vez a mayores multitudes. En todos lados la gente se agolpaba para escuchar sus enseñanzas y recibir sanidad de sus dolencias. El evangelista Marcos señala que «muchos iban y venían, y ellos no tenían tiempo ni siquiera de comer» (6.31-NBLH).

 

La diferencia en Cristo, sin embargo, pareciera ser que su espíritu no se derrumbaba ante las presiones que recibía. Poseía una fortaleza interior que le permitía ordenar su ministerio de tal manera que no agotaba sus recursos físicos. Sus convicciones actuaban como amortiguadores que absorbían las constantes demandas de aquellos que se aglutinaban a su alrededor.

 

Observemos algunos de estos principios.

 

Resistir la inercia

Cuando los apóstoles volvieron de uno de sus viajes misioneros, llegaron con gran gozo. La euforia se había apoderado de sus corazones: «Señor, hasta los demonios se nos sujetan en Tu nombre» (Lc 10.17).

 

La posibilidad de ver avances concretos y visibles en el ministerio tiende a intoxicar a quienes los llevan a cabo. ¿Quién no se entusiasmaría con el informe que mandó Jesús a Juan? «Los ciegos reciben la vista y los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos son resucitados y a los pobres se les anuncia el evangelio» (Mt 11.16). Ante frutos tan espectaculares resulta fácil que el entusiasmo se convierta en el motor de nuestro servicio. No obstante, el ministerio no consiste simplemente en ejecutar buenas obras, sino en caminar en las obras que él preparó de antemano para nosotros (Ef 2.10).

 

¿Cuál es la diferencia? El Padre no nos abruma con una insoportable carga. Entiende, como ninguno, el valor de una inversión estratégica. Por esto, rodeado de una enorme multitud, es posible que indique una inversión en una sola vida, como ocurrió en el caso de Zacarías, Bartimeo o la mujer con el flujo de sangre. El ministerio de Jesús no consistía en un alocado activismo, sino en la capacidad de responder a lo que el Padre estaba obrando. Jesús no trabajaba para el Padre, sino con el Padre («hasta ahora Mi Padre trabaja, y Yo también trabajo» – Jn 5.17).

 

Celebrar de continuo

Cuando los apóstoles regresaron de su viaje, informaron a Jesús de todo «lo que habían hecho y enseñado». No dudamos que él compartió con ellos la alegría por los avances alcanzados. Lucas señala que «en aquella misma hora Jesús se regocijó mucho en el Espíritu Santo, y dijo: “Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a sabios y a inteligentes, y las revelaste a niños. Sí, Padre, porque así fue de Tu agrado ”» (10.21).

 

Ante la euforia de los discípulos, sin embargo, Jesús sintió la necesidad de recordarles que existía una realidad espiritual que superaba en mucho el peso del crecimiento de la obra. «No se regocijen en esto, de que los espíritus se les sometan, sino regocíjense de que sus nombres están escritos en los cielos» (Lc 10.20).

 

Ningún logro ministerial debe opacar esta sencilla verdad. Habíamos perdido la vida y, por un regalo del cielo, la hemos recuperado. Este hecho debe despertar en nosotros un espíritu alocado de celebración. De hecho, Jesús señaló a los discípulos que todo lo que les había compartido perseguía un solo objetivo: que el gozo del Señor fuera perfeccionado en ellos (Jn 15.11). Resulta evidente, entonces, que el agobio, la fatiga y el fastidio son tan contrarios a este espíritu de celebración como lo es el agua al fuego.

 

Todo el servicio que brindamos al Rey de reyes debe enmarcarse en actos incesantes de gratitud y alabanza.

 

Renovar los recursos

El encuentro de Jesús con la mujer con el flujo de sangre revela un importante principio del ministerio. Toda bendición recibida implica pérdida para el que la ofrece. La sanidad de la mujer significó que Jesús experimentara, en su cuerpo, una fuga de poder. El mismo principio señala el apóstol Pablo, en su Segunda Carta a los Corintios. La posibilidad de que nosotros llegáramos a ser ricos solamente se logró por medio de la decisión del Hijo de Dios de volverse pobre. Su pérdida resultó en nuestra ganancia.

 

Cada vez que un siervo ministra espiritualmente a una persona necesitada pierde, por el camino, algo. Esta es la razón por la que, después de intensas actividades ministeriales, sentimos tan tremenda fatiga en nuestro ser. Es que semejante despliegue de esfuerzo invariablemente significa una merma en nuestros recursos.

 

¿Cómo resolvía Jesús esta realidad? «Con frecuencia se apartaba a lugares solitarios para orar» (Lc 6.16). Consideraba sagrado los momentos en los que se volvía a conectar con el Padre, para renovar las riquezas utilizadas a favor de otros. Esta dinámica es absolutamente esencial para el líder, si es que va a evitar el paulatino deterioro que inevitablemente resulta de estar activo en la obra del Señor

 

Practicar la disciplina del descanso

Ante el entusiasmado reporte de los discípulos, que habían recorrido un número de aldeas en diferentes partes del país, Jesús les hizo una sencilla invitación: «vengan, apártense de los demás a un lugar solitario y descansen un poco» (Mr 6.31).

 

Existe un concepto muy distorsionado del descanso en nuestra cultura. Creemos que es el relajamiento que experimentamos cuando ya no nos queda pendiente ninguna actividad para completar. Tristemente, sin embargo, esos momentos nunca llegan. A medida que avanzamos en nuestros compromisos ministeriales los espacios libres en nuestros calendarios se llenan con alarmante rapidez. Si nosotros no hemos planificado algo específico para determinada fecha, otros se encargarán de sugerirnos actividades.

 

El descanso, en la Palabra, es una disciplina, precisamente porque es un estado que se le impone a circunstancias que se pueden tornar caóticas. Por ser disciplina el Señor la instruye como mandamiento, no sugerencia. Espera de nosotros que reemplacemos la actividad del trabajo con otra actividad, que es la del descanso, pues el descanso entendido desde la perspectiva bíblica es un proceso de renovación, no de ocio.

 

Invertir estratégicamente

Poco tiempo antes de que fuera traicionado, Jesús habló con sus discípulos. «Ustedes no me escogieron a mí», les señaló, «sino que yo los escogí a ustedes, y los designé para que vayan y den fruto, y que su fruto permanezca» (Jn 15.16).

 

Dos elementos de esta frase resultan trascendentes. En primer lugar, Jesús tomó una elección ministerial. Lejos de esperar que «aparecieran» los colaboradores que necesitaba, se involucró plenamente con el Padre para que le comunicara el nombre de los hombres en quienes iba a realizar su mayor inversión. A lo largo de los tres años nunca perdió de vista que debía reservar lo mejor de su tiempo y energía en la formación de estos Doce, pues ellos garantizarían la continuidad del proyecto del Padre. Esta claridad de visión lo salvó de distraerse con otras actividades que, aun siendo buenas, no contenían el valor estratégico de esta.

 

En segundo lugar, observamos que Cristo anhelaba que el fruto que dieran los discípulos permaneciera. Las sanidades que obraba entre las multitudes constituían una clara señal de que el Reino había llegado y servían para afianzar el ministerio de Jesús. No obstante, muchas de esas sanidades, aun siendo espectaculares, no producían cambios que perduraban con el tiempo. El más claro ejemplo lo encontramos en los diez leprosos. Solamente uno experimentó un cambio de corazón.

 

El ministro efectivo anhela ser librado de llevar a cabo actividades que llenan espacios sin producir resultados que permanecen en el tiempo. Buscará la forma de reducir al máximo su participación en actividades que entretienen, porque piensa a largo plazo. Está más interesado en lo que quedará de su ministerio luego de diez, quince o veinte años de fiel servicio. Eso será, eventualmente, la más clara señal de su efectividad en el servicio.