Una oportunidad sin igual

por Christopher Shaw

Lejos de ser una distracción, hoy la relación con mi esposa constituye mi mejor esperanza de ser enseñado sobre el misterio del amor.

No sé si seré el único que alguna vez haya pensado de esta manera. A la luz de los años me resulta increíble la inocencia de aquella convicción. En mis primeros tiempos en el ministerio, seguramente influenciado por las nociones románticas que asociaba con el pastorado, creía que mi vocación de servicio garantizaría, de alguna manera, la estabilidad de mi relación con mi esposa e hijos. Si yo ofrecía al Señor mi vida para sus propósitos, él se encargaría de cuidar y bendecir a mi familia.
Los casi treinta años transitados en el ministerio me han mostrado cuánta confusión poseía aquella perspectiva. Me ha sorprendido la intensidad de algunos de los conflictos que he experimentado con mi propia esposa, conflictos que hablan de la feroz resistencia que presenta el pecado a las propuestas de la cruz. Por el camino me he encontrado, también, con decenas de matrimonios pastorales en crisis.
Algunos, tristemente, han terminado en la separación. Otros han aprendido a convivir con la resignación y la desesperanza. Observo, también, que muchos de mis colegas tampoco salen del asombro que les produce experimentar conflictos en su propio matrimonio, como si también ellos pensaran que de alguna manera el Señor les hubiera fallado en algo. Cuando aparecen las tensiones y reclamos por parte de nuestro cónyuge, nos incomodamos, porque sentimos que distraen nuestra atención de una tarea que consideramos más importante. La sorpresa que sentimos pareciera mostrar que aún es generalizada la ignorancia acerca de la particular vulnerabilidad que posee la pareja pastoral. El no estar atentos a las permanentes estrategias que utiliza el enemigo para desestabilizar a quienes poseen mayor ingerencia sobre la congregación local es, en sí mismo, una de las razones por las que tantos matrimonios pastorales acaban en problemas. Siempre es mas fácil derribar a quien ha bajado la guardia.
Creo, sin embargo, que el punto donde más requerimos un cambio de óptica es en la perspectiva que nos lleva a ver el matrimonio como algo que compite con nuestro deseo de servir a la Iglesia. Experimentamos fastidio al momento que comienzan a aparecer tensiones y reclamos por parte de nuestro cónyuge porque sentimos que distraen nuestra atención de una tarea que consideramos más importante que la familia. Aun cuando accedemos atender estos reclamos, actuamos con una mínima inversión de esfuerzo, de manera que podamos rápidamente volver a lo que realmente nos interesa. Estas pequeñas incursiones para apaciguar los reproches de quienes necesitan pasar más tiempo con nosotros, sin embargo, rara vez afectan el rumbo del matrimonio a largo plazo. ¡Los problemas persisten en fastidiarnos!
Resignados, nos damos cuenta de que no vamos a poder ocuparnos del ministerio como quisiéramos si no dedicamos más tiempo a nuestro matrimonio. Comenzamos a apartar tiempo para escuchar, hablar, compartir e invertir en la persona con la que vivimos día a día. Nuestros afectos, sin embargo, siguen firmemente ligados a nuestra vocación pastoral y, en lo secreto de nuestro corazón, esperamos pase la época en que tanto mantenimiento requiere una relación que parece poseer muy poca relación con la apasionante aventura de servir a la Iglesia.
Un cambio significativo asoma cuando finalmente entendemos que la existencia del matrimonio obedece a un profundo propósito espiritual. La afirmación de Pablo, en su Carta a los Efesios, cobra nuevo significado: «Porque nadie aborreció jamás su propio cuerpo, sino que lo sustenta y lo cuida, así como también Cristo a la iglesia; porque somos miembros de su cuerpo…Grande es este misterio, pero hablo con referencia a Cristo y a la iglesia» (5.29–32 LBLA). El matrimonio y la iglesia no existen en una relación de competencia. Más bien la vida en el hogar contiene todas las misteriosas dinámicas que operan en el plano de la relación que la Novia sostiene con Cristo. El matrimonio y la iglesia no existen en una relación de competencia.
Aún recuerdo el profundo impacto que dejó esta revelación sobre mi propia vida. Me encontraba de viaje, participando de un retiro de pastores. Estaba triste por causa de una fuerte discusión que había sostenido con mi esposa antes de salir de casa. Angustiado por la situación, en medio de un desconsolado llanto busqué alivio en el Señor. Inmediatamente me llegó una pregunta del Espíritu: «¿Te cuesta amar a tu esposa?» En ese momento me parecía que amarla representaba un obstáculo insuperable, y así se lo confesé al Señor. Vino otra vez palabra de lo alto: «Cuando tú ves lo difícil que resulta amar a tu esposa recién comienzas a entender la profundidad del amor que yo tengo por ti». La distancia que él ha recorrido para amarme es infinitamente mayor a la que yo jamás tendré que recorrer para amar a mi esposa.
¿Por qué me resulta difícil amar a mi esposa? No es por la dureza del corazón de ella, sino por causa de la dureza de mi propio corazón. ¡Soy inexperto en temas del amor! Necesito un corazón más tierno, más sensible, más compasivo del que poseo en este momento. Estas son, también, las características esenciales para un pastorado de impacto. Entiendo que el matrimonio representa mi mejor oportunidad de desarrollar estas cualidades. Lejos de ser una distracción, hoy la relación con mi esposa constituye mi mejor esperanza de ser enseñado sobre el misterio del amor. De la mano de Cristo descubro los secretos de un compromiso que perdura, en medio de las tormentas propias de la vida. De la riqueza de mi experiencia personal se nutrirán aquellos que, en un plano más amplio, Dios me ha confiado para pastorear.

El autor, argentino, conferencista y escritor, es Director General de Desarrollo Cristiano Internacional. El título de su último libro es Dios en sandalias, ©DCI, 2008. Publicado en Apuntes Pastorales XXVI-4, edición de junio y julio de 2009.