Venga tu Reino
por Michael Horton
¿A qué se refiere la enigmática frase, «venga tu reino», en la oración que Jesús enseñó a sus discípulos?
Como niño, me resultaba confuso cantar «El mundo entero es del Padre celestial» y también «Mi hogar no es de este mundo». Estos dos himnos parecen representar dos posturas cristianas aparentemente contradictorias. Uno de ellos considera el mundo como un páramo de impiedad con el cual los creyentes deben tener el menor contacto posible. El otro considera la transformación de la cultura como la esencia de lo que significa «extender el reino».El Señor reina en el mundo por medio de su gracia y provisión, mientras que reina sobre la Iglesia por medio de la Palabra, el sacramento y el cuidado resultante de su pacto. ¿Dónde se encuentra el Reino? La respuesta no radica en un rechazo hacia la tierra, ni tampoco hacia el cielo. Jesús mismo nos enseñó a orar: «venga tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo». La respuesta, más bien, debe encontrarse en una comprensión del momento particular en la historia de la redención en el que nos encontramos. No hemos arribado aún a la tierra prometida, donde el reino de Dios será idéntico con los reinos de este mundo y sus expresiones culturales. No obstante, ya no estamos en Egipto. Somos peregrinos entre las dos realidades, en camino hacia el Reino.
A los exiliados en Babilonia el Señor mandó: «Edificad casas y habitadlas, plantad huertos y comed su fruto» (Jer 29.5). Debían buscar el bien de los mismos vecinos que los habían conquistado. Profetizó, a la misma vez, acerca de una nueva ciudad, un imperio sin fin, el hogar que superaría ampliamente cualquier experiencia que haya tenido Israel en Canaán.
Podemos afirmar, entonces, que los dos himnos que cantaba de niño afirman, a su manera, parte de la verdad. Somos peregrinos y extranjeros en esta vida, pero «avanzamos» hacia el Reino que viene (no un estado etéreo de éxtasis espiritual) aún mientras se afianza en medio de este presente siglo malo.
¿Cultura cristiana?
En el antiguo pacto el reino de Dios se identificaba con la nación de Israel. En anticipación al fin de los tiempos esta nación trae, en pequeña escala, el juicio y la bendición que vendrán, un día, a todas las naciones de la tierra. Jesús, sin embargo, introdujo un concepto diferente con la llegada del nuevo pacto. En lugar de llamar al pueblo de Dios a expulsar a los cananitas por medio de una guerra santa, el Hijo de Dios enseñó que el Señor bendice a creyentes y a los que no lo son. Espera de su pueblo que amen y sirvan en lugar de juzgar y condenar a sus vecinos y, aún más, a sus enemigos (Mt 5.43–48). Se permite que el trigo y la cizaña crezcan juntos, para separarlos solamente en el día del juicio final. El Reino, que en el presente está escondido bajo el sufrimiento y la cruz, lleva a cabo sus conquistas por medio de la Palabra y los sacramentos. No obstante, llegará el día en que será consumado como un reino de poder y gloria. Primero la cruz, debilidad y sufrimiento. Luego, gloria, poder y la proclama de que los reinos de este mundo han venido a ser el reino de Cristo (Apoc 11.15; Heb 2.5–8).
¿Cuál es, entonces, la relación de los cristianos con la cultura en este espacio «entre períodos»? ¿Es Cristo el Señor sobre los poderes seculares y los principados? La respuesta, al menos en la teología reformada, es afirmativa, aunque es Señor de manera diferente sobre el mundo que sobre la Iglesia. El Señor reina en el mundo por medio de su gracia y provisión, mientras que reina sobre la Iglesia por medio de la Palabra, el sacramento y el cuidado resultante de su pacto.
Esto significa que no existe diferencia de vocación entre los creyentes y los no-creyentes. «Os instamos, hermanos» —escribe el apóstol Pablo—, «a que abundéis en ello más y más, y a que tengáis por vuestra ambición el llevar una vida tranquila, y os ocupéis en vuestros propios asuntos y trabajéis con vuestras manos, tal como os hemos mandado; a fin de que os conduzcáis honradamente para con los de afuera, y no tengáis necesidad de nada» (1Tes 4.10–12). No encontramos en el Nuevo Testamento exhortaciones a retirarnos a un «ghetto» cristiano, ni tampoco de salir a conquistar los ámbitos de la cultura y la política. Más bien, nos encontramos con exhortaciones como las de Pablo, que nos instan a la tarea crucial, pero poco propicia, de amar y servir a nuestros vecinos con excelencia. Hasta el retorno de Cristo los creyentes compartirán con sus vecinos las experiencias de dolor y placer, pobreza y riqueza, tribulación y festejo.
El creyente, sin embargo, no padecerá ansiedad por el futuro ni se entristecerá «como lo hacen los demás que no tienen esperanza» (1Ts 4.13). Al contrario, encontrará inspiración aun para las tareas más ordinarias de la vida cotidiana al saber que Dios levantará a los muertos y restaurará todo lo que el mundo ha destruido (1Ts 4.14–18). Gemimos, por dentro, esperando el día de la redención de toda la creación, precisamente porque hemos recibido el Espíritu como anticipo y garantía de aquel día (Ro 5.18–25).
La ciudadanía terrenal a la que se refirieron Jesús, Pablo y Pedro es la esfera común para creyentes y no-creyentes. La Epístola de Diognetus, escrita en el segundo siglo de la Iglesia, nos ofrece un retrato de la comunidad cristiana de esa época:
«No es posible distinguir a los cristianos de las demás personas ni por nacionalidad, ni por idioma ni por sus costumbres. No viven en ciudades apartadas solo para ellos, no hablan un dialecto extraño, ni tienen un modo de vida diferente… En lo que respecta a sus ropas, alimentos y estilo de vida en general, siguen las costumbres de la ciudad en la que les toca vivir, sea griega o extranjera.»
Y sin embargo se observa algo extraordinario en sus vidas. Viven en sus propios países pero actúan como si estuvieran de paso. Desempeñan plenamente su papel de ciudadanos, pero trabajan con todas las desventajas de los extranjeros. Cualquier país puede ser su patria, pero para ellos su patria, donde quiera que esté es un país extranjero. Como los demás, se casan y tienen hijos, pero no los muestran. Comparten sus alimentos, mas no sus esposas. Viven en la carne pero los deseos de la carne no los dominan. Pasan sus días en la tierra, pero son ciudadanos del cielo. Obedecen las leyes pero viven a un nivel que trasciende la ley… (Epístola a Diognetus, Nn. 506)».En lugar de estar en el mundo sin ser de él, acabamos siendo del mundo sin estar en él. Los cristianos, entonces, no han sido llamados a vestirse de manera diferente, a hablar un incomprensible dialecto espiritual o a transformar su lugar de trabajo, su vecindario o nación en el reino de Cristo. Más bien, han sido llamados a ser una comunidad santa, que se distingue de los regímenes de esta época (Fi 3.20–21) y que contribuyen, como ciudadanos y vecinos, a los asuntos temporales de esta tierra. «Porque no tenemos aquí una ciudad permanente, sino que buscamos la que está por venir» (He13.14). La Iglesia, por lo tanto, como comunidad de santos reunidos para predicar, enseñar, compartir los sacramentos, orar y vivir en comunión (Hch 2.46–47), se distingue de las actividades culturales generales que le permiten a los cristianos servir y amar a sus vecinos. En nuestro tiempo este patrón muchas veces se ha invertido, lo que resulta en la existencia de una subcultura seudo-cristiana que no considera seriamente ninguno de los llamados. En lugar de estar en el mundo sin ser de él, acabamos siendo del mundo sin estar en él.
La Iglesia, sin embargo, no es realmente una cultura. El reino de Dios nunca es algo que nosotros creamos sino, más bien, algo que nosotros estamos recibiendo. Los avances culturales son el resultado de un esfuerzo concentrado y colectivo, mientras que el reino de Dios nos llega por medio del bautismo, la proclama, la enseñaza, la Eucaristía, la oración y la comunión. «Por lo cual, puesto que recibimos un Reino que es inconmovible, demostremos gratitud, mediante la cual ofrezcamos a Dios un servicio aceptable con temor y reverencia; porque nuestro Dios es fuego consumidor» (He 12.28–29). No existe algo más importante para la Iglesia que recibir y proclamar el Reino en gozosos encuentros de celebración, criando a sus hijos en un pacto de gracia. Es heredera, junto a nosotros, de ese bendito lugar reservado para los «que probaron del don celestial y fueron hechos partícipes del Espíritu Santo, que gustaron la buena palabra de Dios y los poderes del siglo venidero», una tierra «que bebe la lluvia que con frecuencia cae sobre ella y produce vegetación útil a aquellos a causa de los cuales es cultivada, recibe bendición de Dios» (He 6.4–8).
¿Contracultura cristiana?
Si a la Iglesia no se la puede identificar con una cultura, ¿se la podrá identificar con una contracultura? Si los cristianos, al igual que los no-cristianos, participan de la maldición y la gracia que es común a todos los hombres en esta época secular, entonces no podemos hablar de «políticas cristianas», «arte cristiano» o «literatura cristiana», del mismo modo que no hablaríamos de «carpintería o albañilería cristiana». La Iglesia no posee autoridad alguna de ligar las conciencias cristianas (y mucho menos las no-cristianas) a otra cosa que no sea la Palabra. Cuando lo hace, la Iglesia como contracultura no es más que otra subcultura, una más en la presente guerra de culturas, distraída de su verdadera vocación de dar testimonio de Cristo y de la nueva sociedad que él está formando alrededor de su persona (Gá 3.26–29). Esta nueva sociedad no ignora, ni tampoco se deja consumir por los conflictos culturales de la época.
Hace poco un pastor veterano me compartía que dos miembros de su congregación, uno a favor de la guerra y otro en contra, se hallaban enfrascados en una dura disputa de posturas. No obstante, en el momento de compartir la Cena del Señor, se abrazaban con el mayor de los afectos. Ellos representaban el testimonio más claro de que, mientras esperamos entrar en el reposo del Señor, nos veremos enredados en los asuntos de la vida cotidiana, argumentando a favor o en contra de diferentes causas de nuestro entorno.
En demasiadas situaciones la Iglesia contemporánea no es más que un espejo de la cultura. Resulta cada vez más claro que no somos un «edificio santo» construido alrededor de la persona de Cristo; más bien somos una extensión de una cultura que celebra el individualismo, la autonomía, la eficiencia pragmática y el mundo del entretenimiento. Estos valores sirven para construir autopistas y centros comerciales, pero no contribuyen en nada a la hora de concretar vínculos afectivos entre culturas y generaciones distanciadas. Habernos rendido ante las modas del mercadeo y la especialización ha llevado a la Iglesia a ser, hoy, instrumento de división en lugar de comunión. Si la tendencia a la fragmentación en la sociedad resulta preocupante, mucho más lo es cuando ocurre dentro de ese grupo de personas llamadas a ser una comunidad de pacto.
Para que la Iglesia sea genuinamente contracultural debe primeramente recibir y, luego testificar acerca de la declaración de Pedro en Hechos 2.39: «Porque la promesa es para vosotros y para vuestros hijos y para todos los que están lejos, para tantos como el Señor nuestro Dios llame».
La promesa no es solamente para nosotros. Es también para nuestros hijos. Los estudios sociológicos más recientes revelan que los adolescentes evangélicos prácticamente no se diferencian de sus pares no-cristianos. La dieta que les ofrecemos en la Iglesia, cada vez más parecida a la cultura que nos rodea, no demanda la clase de transformación profunda que debe producir el evangelio. Ellos no necesitan de las distracciones típicas de la subcultura evangélica, sino de los medios que le provean la gracia necesaria para crecer a la plenitud de la imagen de Cristo. En el deseo de tocar sus corazones hemos diluido el evangelio, sin darnos cuenta de que ellos desean el mismo evangelio que predicamos a los adultos, porque aspiran a que los tomemos en serio, y no como a niños.La gracia es de lo alto, no de nuestros proyectos, planes, o sueños ambiciosos para extender el Reino. La promesa no solamente es para nosotros y nuestros hijos, sino también «para todos los que están lejos, para tantos como el Señor, nuestro Dios, llame». Y ¿cómo es que los llama? Por medio de la proclamación del evangelio. De hecho, el mensaje de Pedro es parte de un sermón que proclama a Cristo como el centro de las Escrituras. Se rehusó a enfrentar a la iglesia del pacto («vosotros y vuestros hijos») con la iglesia de la misión («para todos los que están lejos»), y de esta manera la comunidad apostólica fue fiel a su llamado, convirtiéndose en una avanzada del Reino y también en un pararrayos de la actividad de Dios en este mundo.
Si vamos a ser genuinamente contraculturales debemos comenzar rechazando la idea de la auto-invención, ya sea que se refiera a la creación o a la redención. Esta es obra de Dios, no nuestra. La comunidad la planificó el Señor, no nosotros. La gracia es de lo alto, no de nuestros proyectos, planes, o sueños ambiciosos para extender el Reino. Ser «contracultural», hoy en día, muchas veces se refiere a un moralismo superficial acerca del sexo o el dinero, a crear novelas cristianas con héroes cristianos, o música sin letras ofensivas, a alentar a las personas a vivir vidas moralmente aprobadas. Muchas de las congregaciones que promueven esta postura, no obstante, se han dejado cautivar por las mismas obsesiones que dominan nuestra cultura; una religión volcada al individualismo que no es más que una forma de ofrecer terapia personal y sentimental. Nuestras reuniones sirven para que sigamos pensando solamente en nosotros mismos, como niños en un carnaval en lugar de peregrinos en un camino.
Al pensar en el acelerado crecimiento urbano que ha destruido muchas zonas residenciales, Wendell Berry, un economista y sociólogo, señala: «debemos aprender a crecer como árboles, no como fuego». Berry observa que hemos perdido nuestra capacidad de comprometernos con un lugar porque esto demanda de nosotros amor, estudio, paciencia y esfuerzo, es decir, raíces. Algunos describen a las personas que intentamos alcanzar como «buscadores», pero la verdad es que son más como turistas que buscadores —y mucho menos peregrinos— pues saltan de un lugar a otro consumiendo solamente experiencias.
¿Pueden las iglesias ser una contracultura en medio de vecindarios anónimos y destinos de turismo, la exaltación del individualismo y la libertad de elección? Sí. La Iglesia puede existir igualmente en las grandes urbes como en las pequeñas comunidades rurales, porque su existencia la determinan las realidades del Reino que viene; es establecida por obra de Dios, en lugar de ser el fruto de nuestras estrategias y metodologías, nacidas de un mundo bajo pecado y muerte. Este es, después de todo, el mundo de nuestro Padre, aunque nosotros, por un tiempo, simplemente estemos de paso.
Todos los derechos reservados por Christianity Today, 2006. Se usa con permiso ©Apuntes Digital, Volumen II – Número 5, edición de noviembre y diciembre de 2009. Todos los derechos reservados.