por Gerson Amat
A la luz de la cruz y de la resurrección de Jesús se descubre una «nueva justicia», una nueva manera de valorar la vida, una nueva manera de tener una «relación justa» con Dios, pero también con los demás, con las cosas creadas y con nosotros mismos.
Una sociedad necesitada de valores
Hablar de «valores» se ha convertido en un tópico, casi en una moda. Se oye comentar, casi en todos los ámbitos, que en nuestra sociedad se han perdido los valores, que la juventud ya no posee valores, que se necesita que reforcemos los valores y, sobre todo, eduquemos en valores. Hasta en las iglesias evangélicas se habla de valores. Incluso circula un material para la educación en valores «cristianos» de adolescentes y jóvenes. Lo que está detrás de estas expresiones es un sentimiento bastante generalizado de que se ha generado un «deterioro moral» en la sociedad, y en relación con distintos aspectos de la vida.
La tarea se complica cuando tratamos de conciliar los criterios de todos los que afirman que se han perdido los valores para discernir cuáles son los valores que verdaderamente «valen». Esos «verdaderos valores» que se supone que valían antes y que ahora ya no valen. Cuando llegamos a este punto unos piden justicia, otros libertad, igualdad y fraternidad; otros orden público y seguridad… La lista podría extenderse tanto como la guía de teléfonos, porque cada persona, o cada grupo, ostenta sus criterios acerca de lo que verdaderamente vale para su vida. Entonces advertimos que no es que se hayan «perdido los valores», sino que otros valores los han reemplazado. Lo que «antes» (¿hace quince años, antes de la democracia, antes de la guerra…?) valía para las personas que en aquellos momentos integraban la mayoría de la sociedad ahora ha dejado de valer para quienes ahora pertenecen a la mayoría, que no son las mismas personas que «antes», ni siquiera sus hijos o sus nietos. Y mientras se ha dejado de valorar lo que para muchos era valiosísimo, las mayorías de hoy valoran otras cosas que antes resultaban impensables.
Ni siquiera los pensadores «de oficio» consiguen un acuerdo sobre qué son los valores, ni sobre si existen o no valores como tales. Para unos los valores, que no dejan de ser ideas abstractas (como la bondad, la justicia, la amistad, el esfuerzo), serían «realidades» que están ahí, al alcance, y que sólo es asunto de aplicarlas a la vida. Para otros, en cambio, no existen «realmente», de manera que sólo serían criterios totalmente subjetivos y, por tanto, relativos. Lo único que queda más o menos claro es que los valores se relacionan con la bondad o la maldad de los comportamientos humanos y son, por tanto, necesarios para la vida, porque tienen el carácter de normas de conducta y funcionan como una especie de «fundamento» de nuestras actitudes y comportamientos, de manera que marca una especie de camino para la felicidad que da sentido a nuestra vida como seres humanos.
A la caza de los «valores evangélicos»
Ni siquiera los evangélicos nos escapamos de este tema de los valores. No podemos. Moldean nuestra manera de hablar, y por lo tanto a de ver el mundo, la cultura en la que hemos nacido y de la que formamos parte. Resulta normal, entonces, que nosotros, hombres y mujeres de nuestra época, también utilicemos este mismo lenguaje.
Lo que ya no es tan normal es que a la hora de hablar de ese «reemplazo de valores» los cristianos estemos de acuerdo con los que no lo son (digo, cristianos), porque considero que tampoco alcanzaríamos un acuerdo en cuanto a los valores que verdaderamente «valen». ¿Ostentamos los mismos valores los cristianos y los no lo son? ¿Hemos coincidido alguna vez en cuestión de valores? ¿Existen valores específicamente «cristianos» o «evangélicos»? Y si es así, ¿cómo podemos saber cuáles son los valores del evangelio?
En este punto de la discusión podemos toparnos con un problema, pues existen dos maneras (por lo menos) de leer los textos de los evangelios. De entrada podemos llevar a cabo una lectura «moral»: leer los evangelios buscando directamente «qué tenemos que hacer». Una lectura orientada al descubrimiento de todos los principios, normas, consejos, frases escritas con el verbo en imperativo… Así encontraríamos un sinfín de exigencias que tendríamos que satisfacer, se supone, para «ser buenos» y conseguir así «la felicidad», entendida, más o menos, como una vida tranquila, sana, apacible, «de buen rollo». En el fondo, estas son algunas de las cosas que busca la gente. En este planteamiento se trataría de seguir a Jesús de Nazaret como si fuera un maestro de moral, como alguien muy sabio que nos habría dado una lista de enseñanzas que nos llevarían… ¡Al fracaso!
Porque las enseñanzas de Jesús lo llevaron, desde el punto de vista humano, es decir, desde los valores de su época tanto como los de la nuestra, a la incomprensión de sus familiares, al abandono y traición de sus amigos, al enfrentamiento con las autoridades religiosas y a la condena de las autoridades civiles y militares. Las hermosas enseñanzas de Jesús lo llevaron a la cruz. ¿Es eso lo que quiere la gente? ¿Lo que de verdad queremos para nosotros y para nuestros hijos? ¿Una vida que lleve a la incomprensión y al fracaso, con el riesgo de acabar igual de mal que Jesús? Es un absurdo, ¿verdad? Hacer una lectura «moral» de los evangelios nos lleva al absurdo. ¿Quién puede creer que de verdad sean valores, como señalan las Bienaventuranzas, la pobreza, la tristeza, la mansedumbre, el hambre y la sed (es decir, la búsqueda apasionada) de la justicia, la misericordia, la rectitud de conciencia, el compromiso por la paz, la persecución, los insultos o la calumnia? ¿Quién puede creer que todo eso nos puede hacer felices? ¡Todo eso es humanamente absurdo!
Pero existe otra manera de leer los evangelios. Yo la llamo «teológica»: se trata de ubicarnos desde la perspectiva de Dios, que al principio del ministerio de Jesús proclama: «Este es mi Hijo amado en quien me complazco» (Mt 3,17). Consiste en no fijarnos, de entrada, en todas y cada una de las enseñanzas morales concretas de Jesús, sino en la persona misma de Jesús. Consiste en prestar atención al mensaje global de Jesús: «El tiempo se ha cumplido y ya está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en la buena noticia» (Mc 1.17). Se trata de aceptar la buena noticia anunciada por Jesús y de seguirlo como el (mi/nuestro) Señor, como el que viene de parte de Dios para traernos un gran regalo. Es decir, se trata de creer/confiar en Jesús. No es aceptar unas verdades morales más o menos sabias que se deben seguir, sino creer en Jesús, Aquél que muere y resucita. Aquél que pasa por la cruz, por la muerte, por el fracaso, por el absurdo, hacia la vida exaltada en Dios, su Padre.
¿Tiene «valor» la cruz?
Los cristianos no vivimos a partir de una enseñanza moral, ni siquiera la de Jesús, sino de la proclamación de los discípulos y discípulas la mañana de Pentecostés: «A este, que es Jesús, Dios lo ha resucitado, y todos nosotros somos testigos de ello. El poder de Dios lo ha exaltado y él, habiendo recibido del Padre el Espíritu Santo prometido, lo ha repartido en abundancia, como estáis viendo y oyendo» (Hch 2.32–33). Los cristianos partimos de lo que es menos valorado por los seres humanos: la muerte humillante, maldita e infame en una cruz. Este instrumento de tortura de los poderosos de este mundo se convierte para nosotros en un valor, en el valor más valioso y sublime porque por ella podemos contemplar el inmenso amor de Dios por sus criaturas. «El lenguaje de la cruz es, ciertamente, un absurdo para los que van por sendas de perdición; mas para nosotros, los que estamos en camino de salvación, es poder de Dios […] Por eso Dios ha decidido salvar a los creyentes a través de un mensaje que parece absurdo. Porque mientras los judíos piden milagros y los griegos buscan sabiduría, nosotros anunciamos a Cristo crucificado que para los judíos es una piedra en la que tropiezan, y para los paganos es cosa de locos. Pero para los que Dios ha elegido, sean judíos o griegos, ese Cristo es poder y sabiduría de Dios» (1Co 1.18.21b–24).
La muerte y la resurrección de Jesucristo invierten todos los valores humanos. Porque lo que parecía el gran fracaso de Jesús se manifiesta como su gran victoria, como la victoria de Dios sobre los poderes de este mundo. Ambas nos anuncian que lo que tiene «valor» no es el éxito de los que se salieron con la suya al matar a Jesús. Tampoco tiene «valor» el poder económico o político de los grandes sacerdotes de Jerusalén, ni siquiera el poder religioso de los escribas y fariseos. Lo que de verdad tiene «valor» para los seres humanos es el amor de Dios que se ha manifestado en la resurrección de su Hijo, y que le ha dado la razón, que ha declarado como verdadera su actuación y su enseñanza.
Lo que ciertamente vale para Jesús, y lo que en verdad vale para los hombres y las mujeres era y es Dios. Dios mismo. Y también, los hombres, los hombres y mujeres de carne y hueso, porque cada uno de ellos y ellas son imagen de Dios. Y también, los discípulos y discípulas, claro, los que lo acompañaron en su ministerio. Pero también, los enfermos y los poseídos por espíritus malos, a los que sanó, y los publicanos, y los pecadores, y las prostitutas, a los que acogió en su comunidad. También. los enemigos que lo ejecutaron, por quienes pidió perdón al Padre desde la cruz. Para Jesús lo que de verdad tiene valor es Dios, y aquellos a quienes Dios ama.
Lo que tiene valor para Jesús es el reinado de Dios, es decir, su proyecto para los seres humanos: que seamos felices en comunión con él, y que sólo se realiza cuando lo dejamos a él, a Dios mismo, en el centro de nuestras vidas. Ese era el secreto de Jesús, y ese es el gran valor que Jesús nos propone en la médula del Sermón del Monte: «Vosotros, antes que nada, buscad el reino de Dios y su dikaiosine (= «todo lo que lleva consigo», «el hacer lo que es justo delante de Dios»), y Dios os dará, además, todas estas cosas» (Mt 6,33). Jesús entregó su vida precisamente por poner en primer lugar el reinado de Dios y todo lo relacionado con él, hasta las últimas consecuencias. Y como garantía del «valor» de su elección y su decisión, de que este es el auténtico camino, el Padre lo exaltó.
El acontecimiento de la Pascua de Jesús cambió la vida de sus discípulos. A partir de ese momento, con la fuerza y la iluminación del Espíritu Santo, su vida estuvo verdaderamente centrada en servir y anunciar a Dios y a su Reino, definitivamente manifestado en Cristo. A partir de ese momento, por la fe, por la confianza en el Dios que había resucitado a Jesús, la vida de los discípulos estuvo centrada en Dios.
Una nueva comprensión de los «valores evangélicos»
Y a partir de la Pascua, por el Espíritu Santo que recibieron, los discípulos adquieren una nueva comprensión de las enseñanzas de Jesús. A partir de la Pascua, por la iluminación del Espíritu, los discípulos descubren el auténtico «valor» de los «valores» propuestos por Jesús, y que son considerados como «antivalores» por quienes no han descubierto todavía el amor de Dios.
A la luz de la cruz y de la resurrección de Jesús se descubre una «nueva justicia», una nueva manera de tener una «relación justa» con Dios, pero también con los demás, con las cosas creadas y con nosotros mismos. «Si vosotros no cumplís la voluntad de Dios mejor que los maestros de la ley y que los fariseos, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 5.20). No se trata de cumplir unas normas, sino de vivir de acuerdo con las demandas de Dios para nosotros, lo cual es lo mejor para nosotros. No basta con no matar, no cometer adulterio, repudiar a la mujer legalmente, no jurar en falso o no pasarse de la ley del talión. Ni siquiera basta con amar a quienes nos aman. Jesús pide la perfección, la excelencia: «Vosotros tenéis que ser perfectos, como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5.48). La versión de Lucas nos aclara cuál es esa perfección: «Sed compasivos, como también vuestro Padre es compasivo» (Lc 6.36). Esa es la perfección de Dios: su amor que regala el sol y la lluvia a justos e injustos; su amor que nos amó cuando todavía éramos pecadores.
El «valor» máximo es el mismo Dios. El amor de Dios. El amor con el que Dios nos ha inundado el corazón al darnos el Espíritu Santo (Ro 5.5). El amor de Dios que nos capacita para vivir como vivió el mismo Jesús, y que es lo más absurdo a los ojos de los seres humanos: amar a los enemigos. «Dios nos ha dado la mayor prueba de su amor haciendo morir a Cristo por nosotros cuando aún éramos pecadores» (Ro 5.8). Ese amor es el que nos transforma y nos hace hijos de Dios, capaces, como su Hijo, de amar a nuestros enemigos y orar por los que nos persigan (Mt 5.44).
Esa es una justicia que supera la ley. Repasemos el Sermón del Monte: Una manera de hacer el bien sin que los demás nos alaben, de orar sin pasar públicamente por piadosos, de arrepentirse de corazón sin poner cara de penitente. Es una manera de vivir acumulando «letras del tesoro» de Dios, adquiriendo «valores garantizados», «acciones» y «obligaciones» que sólo cotizan en la bolsa del Reino, desprendiéndonos de todo con generosidad, movidos por la gratitud a Aquél que nos ha dado gratis lo que más valor tiene: una vida nueva, una vida de calidad, que ni la muerte puede destruir. Una vida que vale más que la comida de los mejores chefs de moda, y más que la ropa de las supermodelos. Una vida liberada del miedo al futuro, porque sabe que en el futuro está Dios esperándonos, a la vez que nos sujeta ahora de la mano para que no caigamos. Una vida liberada para poder amar, sin miedo a la pobreza, a la tristeza, a la violencia… Una vida sin miedo. Dios, en este mundo, no nos libera del dolor y de la muerte. Nos libera del miedo al dolor y a la muerte, el miedo que nos impide amar como él y ser felices como él.
Una vida construida sobre Dios mismo
Cuando descubrimos en Jesucristo el valor del amor de Dios, que supera todas nuestras expectativas, nos damos cuenta (de nuevo sigo las Bienaventuranzas) de cómo Dios ha abierto su Reino a los pobres, de cómo consuela a los tristes, de cómo los mansos reciben el cumplimiento de las promesas, de cómo Dios colma toda hambre y sed de justicia, de cómo su misericordia nos convierte en misericordiosos, de cómo los que miran con la conciencia limpia se les da la capacidad de ver a Dios (precisamente en los «otros»: en los pobres, hambrientos, desnudos, encarcelados… en los prójimos… en los que Jesús quiere ser servido), y de cómo los que construyen puentes para la paz entre las personas, los grupos y las naciones se convierten en hijos de Dios. Y entonces adquieren sentido, y «valor», la incomprensión, la persecución, el insulto, la calumnia e incluso la muerte; por la muerte y la resurrección de Jesucristo.
¿Existen «valores» cristianos? ¿Cuáles son los «valores» evangélicos? Es importante saberlo, porque donde cada uno tiene sus «riquezas», sus «valores», allí enfocamos el corazón. ¿Cuáles son de verdad nuestras riquezas? ¿A qué le damos verdaderamente valor en nuestras vidas? ¿Qué es lo que está detrás de nuestras actitudes y mueve verdaderamente nuestras acciones? Cada uno tiene que contestarse a sí mismo estas preguntas.
Jesús nos muestra el valor central: Dios, el Dios de Jesús. El único que merece ser amado con todo nuestro ser. Jesús nos lo ha dado a conocer. Él lo llamaba «Abba», «papaíto». En el supermercado de la vida podemos escoger los valores que queramos. Jesús nos invita a «invertir» acertadamente, a buscar el mejor «terreno» sobre el que construiremos nuestra vida: la roca. Y la Roca, en la Biblia, es Dios.
Termino con las mismas palabras de Jesús: «El tiempo se ha cumplido y ya está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en la buena noticia». (Mc 1.15).
¡Amén!
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