Verdad, vida y estructura
por Enrique Zapata
Al entrar en el nuevo milenio sería muy positivo que nos concentremos especialmente en estas tres grandes áreas si vamos a ser la iglesia que Cristo Jesús desea: la verdad, la vida o espiritualidad, y la estructura. Cada generación, cada iglesia, y cada persona necesitan luchar en estas tres áreas para poder ser auténticamente cristianas.
Simplificar lo complejo y complicar lo sencillo son dos de los pecados más comunes de los pastores. Asimismo, agrandar lo pequeño y achicar lo grande también produce tremendas distorsiones. Estos cuatro problemas son la causa de un sin fin de conflictos y desequilibrios en la iglesia. En algún grado, la habilidad de dar el peso y el valor exacto a los diferentes elementos que componen la verdad, la espiritualidad y la estructura de la iglesia es fundamental para lograr un ministerio equilibrado. Sin embargo, poco se ha reflexionado sobre el papel de estas últimas en la iglesia de hoy.
Al entrar en el nuevo milenio me gustaría que nos concentremos especialmente en estas tres grandes áreas si vamos a ser la iglesia que Cristo Jesús desea: la verdad (cuál es la verdad y cómo se aplica a la vida hoy), la vida o espiritualidad (cómo tener una relación auténtica con Dios, con uno mismo y con otras personas), y la estructura (cómo deben funcionar el cuerpo y sus miembros, de tal forma que la vida sea expresada dinámicamente en la iglesia y el mundo de hoy). Cada generación, cada iglesia, y cada persona necesitan luchar en estas tres áreas para poder ser auténticamente cristianas.
El cuerpo humano semeja estas grandes áreas. Para funcionar bien una persona necesita: la mente (donde se procesa la información y se toman las decisiones), la vida (todavía un gran misterio pero imprescindible, porque sin ella la mente y el cuerpo no funcionan), y la estructura (los huesos, órganos, músculos, etcétera, que proveen el medio de expresión de la mente y la vida, y hacen que ellas puedan funcionar). No es suficiente con tener una o dos de las tres, cada una es esencial para la otra. Una vida sin mente en un cuerpo pasa a ser un vegetal. Una mente sin vida no puede funcionar. Un cuerpo sin vida es sólo un cadáver.
En los últimos años ha habido poca preocupación por la verdad, el estudio, la reflexión seria, y la hermenéutica sana. ¡Esto es alarmante! Lamentablemente, un gran anti-intelectualismo ha afectado a nuestras iglesias, resultando en abundancia de superficialidad, fábulas y folclor evangélico. La preocupación mayor ha sido la unidad a cualquier costo, y el resultado es una iglesia evangélica sincrética y vidas poco transformadas.
Una iglesia sin verdad y sin mentes guiadas por el Espíritu no es nada más que una asociación religiosa, no una iglesia del Dios vivo. A través de la historia ha habido un acuerdo básico: existe un cuerpo de doctrina en el cual creer, y es necesario usar la mente para saber aplicarlo a la vida diaria. Una iglesia que no posee las doctrinas y las prácticas básicas en simplemente una secta. Si la iglesia va a ser eficaz y poderosa necesitamos mentes renovadas y transformadas, llenas de sabiduría y conocimiento, capaces de guiar al cuerpo en una expresión que agrada a Dios y sirve a las personas. ¡Esto es el primer gran desafío! Es preciso terminar con la pereza mental, la justificación de la ignorancia, la falta de preparación de sermones profundos, así como también la no aplicación de las verdades eternas a nuestras vidas terrenales.
El segundo desafío es el de tener relaciones auténticas con Dios, con uno mismo y con otros, caracterizadas por la vida, la gracia y el amor. Tal vez esta área es la más difícil y misteriosa. Sin duda la primera necesidad aquí es la del conocimiento auténtico de Dios, de uno mismo y de otros, que debe traducirse en vida expresada a través de relaciones sanas. El misterio de la intimidad, las relaciones auténticas, el amor, la misericordia y la justicia expresados día tras día constituyen el anhelo del alma humana; sin embargo, su concreción resulta muy elusiva en la práctica. La iglesia, es decir, nosotros, necesitamos cultivar estas áreas de alguna manera consciente, porque en ellas se expresan el verdadero conocimiento de Dios y la salvación.
El cristianismo tiene que ver con una relación vital con Dios y con otras personas, no hay espiritualidad sin una interacción auténtica y creciente. Necesitamos cultivar relaciones en nuestras vidas e iglesias, y esto no ocurre por accidente, sino con oración y una acción deliberada y constante basada en la verdad.
La tercera área crítica corresponde a las estructuras funcionales en las que y a través de las cuales se expresan la vida y la verdad. La ameba, siendo una sola célula, no precisa una gran estructura, pero tampoco es capaz de lograr mucho. Mientras más crece un organismo, mayor estructura y organización requiere. Muchas iglesias e instituciones fracasan por no desarrollar estructuras organizativas eficaces para la expresión auténtica de la vida de la comunidad. Siempre que falte organización, estarán ausentes elementos fundamentales para el desarrollo y el mantenimiento de la vida. Por ejemplo, una iglesia grande que gira únicamente alrededor de un gran predicador puede tener muchos miembros, pero si no tiene una estructura que posibilite la expresión de otros dones resultará pobre y con un gran desequilibrio espiritual.
Es un desafío constante desarrollar y mantener estructuras organizativas adecuadas para que cada miembro en particular y todos los miembros del cuerpo tengan oportunidad de expresar sus dones y contribuciones como también recibir lo que necesitan, pues sólo así éste llegará a su plenitud (Ef. 4:16). El liderazgo de hoy se encuentra frente al reto de lograr estructuras funcionales donde cada integrante crezca y sirva, cuando lo más fácil es proveer un show evangélico religioso con super estrellas que entretengan a los miembros.
Al entrar en el nuevo milenio nuestro desafío principal es cultivar en profundidad las tres áreas mencionadas. Sólo así seremos la iglesia que Cristo desea. Que Dios nos ayude.
Adelante.
Apuntes Pastorales Volumen XVII, número 2 / enero marzo 2000. Todos los derechos reservados