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Voz que clama en el desierto

Voz que clama en el desierto

por G. Campbell Morgan

¿Cuáles eran los propósitos detrás de las predicaciones y exhortaciones de Juan el Bautista? ¿Cómo reaccionó ante el Hijo y qué insinuaciones tienen sus palabras? ¿Qué podemos aprender de una de sus últimas declaraciones? Descubra con el autor el significado del mensaje del profesa precursor inmediato del Mesías.

Una de las supremas glorias de la nación hebrea era su larga línea de profetas. La función del profeta puede deducirse de los diversos nombres con que estos hombres eran designados. Bastarán uno o dos ejemplos. El profeta era llamado «un vidente» (1 Sa 9.9), es decir, simplemente, uno que ve. También se le llamaba «varón de Dios» (1 Sa 9.6), es decir, un hombre enteramente dedicado a Dios, y por lo tanto hablaba con autoridad los mensajes de Dios. Además, se le llamaba «varón de espíritu» (Os 9.7), es decir, uno por intermedio de quien el Espíritu declaraba la voluntad y el propósito de Jehová. El orden profético comenzó con Samuel, y en la maravillosa sucesión estaban hombres como Elías y Eliseo, e Isaías y Ezequiel. Sin embargo, ninguno de ellos fue mayor que el último de la larga línea, Juan el Bautista, quien también fue el precursor inmediato de Jesús.

Al igual que ocurrió con todos sus predecesores en el oficio profético, el mensaje de Juan resultó de su visión. Vio claramente y por lo tanto habló con autoridad. El mensaje que despertó a toda la nación fue el resultado de la clarividencia de este hombre, quien estaba enteramente consagrado a la voluntad de Dios. No se dejó engañar por lo accidental y externo de la condición de su nación, por el contrario, su visión era la del verdadero estado moral y dio origen a su mensaje. Cuando su obra se acercaba a su término, se le concendió la visión del Salvador, y sus últimas y más poderosas declaraciones eran acerca del Cristo.

La importancia de esta visión se desprende del modo en que Lucas lo presenta: «En el año decimoquinto del imperio de Tiberio César, siendo gobernador de Judea Poncio Pilato, y Herodes tetrarca de Galilea, y su hermano Felipe tetrarca de Iturea y de la provincia de Traconite, y Lisanias tetrarca de Abilinia, y siendo sumos sacerdotes Anás y Caifás, vino palabra de Dios a Juan» (Lc 3.1–2). Lucas utiliza un emperador romano, un gobernador romano, tres tetrarcas y dos sumos sacerdotes para marcar la hora en que la palabra vino a Juan.

Además, observe que esta referencia es una ilustración esclarecedora de la perspectiva divina en la historia humana. En ese período, cualquiera de los grandes hombres antes citados hubiera valido mucho más que el hombre del desierto. No obstante, en la economía de Dios, simplemente se los usa para señalar la hora en que un hombre recibió la palabra de Dios acerca del advenimiento de su Hijo. La grandeza de Juan en la estimación del cielo se revela por el hecho de que la palabra de Dios pasó por encima del emperador, el gobernador, los tetrarcas y los pontífices, y le vino a él. La mención de estos hechos prueba la importancia del mensaje de este hombre. Un hombre a quien se le dio el alto honor de anunciar el cumplimiento de las aspiraciones del pasado, y la fusión de un nuevo y mejor orden de gobierno.

Este artículo se divide en dos partes: primero, la visión y principales temas preliminares; y en segundo lugar, la visión mayor que le fue revelada y puso fin a su obra.



Sus visiones


La visión preliminar tenía dos aspectos. Primero, un gran conocimiento del pecado del pueblo; y en segundo lugar, un abrumador sentido de una crisis que se avecinaba. Estos eran los dos grandes hechos que hicieron poderoso el ministerio de Juan: su sentido del pecado y su sentido de la inminencia de la interposición divina. Juan tenía una visión real del pueblo, y su comprensión de las señales de los tiempos era tan perfecta que sabía que se aproximaba un cambio nuevo.

Conocimiento del pecado del pueblo


Su conocimiento íntimo del pecado del pueblo se evidencia primeramente en las palabras que expresaba, especialmente en esa punzante y terrible descripción: «¡Oh generación de víboras!» (Lc 3.7). Para obtener una correcta idea de cómo sonaban estas palabras en los oídos del pueblo imagine que un profeta las emplea para dirigirse a una congregación promiscua. Juan fijó la vista en los rostros de las multitudes y deliberadamente las llamó «generación de víboras». Estas muchedumbres no estaban formadas exclusivamente por una sola clase de gente. Toda Judea salió a oírle. No hay duda de que Herodes a veces era un oidor atento. La realeza se mezclaba con las masas, estaban juntas todas clases y condiciones de hombres, y escuchaban las ardientes palabras que proclamaban los labios del profeta. Y este al mirar el mar de rostros levantados y al conocer su verdadero estado moral, los llamó «generación de víboras». Mateo dice que estas palabras estaban dirigidas especialmente a los fariseos y saduceos. Lucas nos dice que fueron habladas a las multitudes enteras, e indudablemente ambos datos son correctos. Lucas da su declamación contra la nación, mientras que Mateo registra el mensaje especial de Juan que puso el dedo sobre la llaga y demostró que entendía el proceso de la corrupción de la nación. Dijo a los fariseos y saduceos: «¡Generación de víboras! ¿Quién os enseñó a huir de la ira venidera?» (Mt 3.7). Estos hombres eran los ritualistas y racionalistas del día, bajo cuya influencia la religión se evaporaba en meras formas y ceremonias exteriores. Eran hombres que, al negar el dominio espiritual, minaban la esencia vital de la religión. Los fariseos eran ritualistas y tenían forma sin poder. Los saduceos eran racionalistas, negaban el poder y despreciaban hasta la forma. Entre ellos, habían socavado todas las estructuras religiosas que todavía se mantenían como una vasta cubierta que tapaba una corrupción indecible, pero que estaba pronta a caer en cualquier momento.

Al mirar a esos hombres y a la gente sobre la cual habían ejercido su influencia, Juan dijo: «¡Oh generación de víboras!» Era lenguaje enérgico y terrible que indicaba la justa indignación del profeta, nacida de su penetrante comprensión de la verdadera condición del pueblo.

Su sentido del pecado también se prueba por las variadas respuestas que dio a las diferentes personas que le interrogaban. A las multitudes comunes gritó: «Hacer, pues, frutos dignos de arrepentimiento, y no comencéis a decir dentro de vosotros mismos: Tenemos a Abraham por padre» (Lc 3.8). En estas últimas palabras indicó el pecado característico del pueblo, el de estar satisfechos con ser descendientes de Abraham. Sin embargo, la corrupción material y espiritual de su vida contradecía la grandeza esencial de Abraham, de su fe en Dios y obediencia a la voluntad divina.

Cuando los publicanos vinieron a él y le preguntaron qué debían hacer, respondió: «No exijáis más de los que os está ordenado» (Lc 3.13). Con esta respuesta se observa lo bien que entendía la fraudulencia de estos hombres, los cuales, bajo el escudo de su influyente posición, robaban al pueblo y se enriquecían a sí mismos.

Cuando los soldados vinieron a él y preguntaron: «¿Qué haremos?», él contestó: «No hagáis extorsión a nadie, ni calumniéis; y contentaos con vuestro salario» (Lc 3.14).

Aquí nuevamente se ve cuán agudo era su conocimiento del pecado de los ejércitos extranjeros, la tiranía de los conquistadores. Estos exigían violentamente lo que no se les debía y creaban cargos falsos para hacerse ricos con las multas impuestas. Todas estas respuestas muestran el conocimiento que el profeta tenía del verdadero estado del pueblo y constituía la primera parte de su tema principal.


Conocimiento de la crisis cercana


Este sentido del pecado había dado nacimiento a otro, el de una cercana crisis. Escuchad sus palabras: «Y ya también el hacha está puesta a la raíz de los árboles; por tanto, todo árbol que no da buen fruto se corta y se echa en el fuego» (Lc 3.9). El hacha está puesta a la raíz de los árboles. Esta es una figura de destrucción venidera y rápida: no la poda del cuchillo, sino la ruina por el hacha. No se trata de cortar una que otra rama en la que se muestran señales de decadencia. El árbol está enfermo, y el hacha está junto a su raíz. Exteriormente hermoso, pero interiormente corrompido, el árbol está condenado a la inmediata destrucción.

Pero la visión era más clara que lo que indica esta alusión. No era una crisis indefinida que se acercaba, sino la venida definitiva de una persona. Escuchemos su lenguaje: «El que viene tras mí, cuyo calzado yo no soy digno de llevar, es más poderoso que yo; él os bautizará en Espíritu Santo y fuego» (Mt 3.11). Este iba a ser activo, y resume bien las peculiaridades de su actividad como las previó Juan: «Su aventador está en su mano, y limpiará su era; y recogerá su trigo en el granero, y quemará la paja en fuego que nunca se apagará» (Mt 3.12). Observe el doble hecho. El lado destructivo lo simboliza el aventador y el fuego; y el aspecto constructivo lo representa la limpieza por fuego y el recogimiento de lo precioso en el granero.

Juan tenía un sentido del pecado del pueblo, un sentimiento de una crisis que venía, una clara visión del Libertador, cuya obra sería destructiva y constructiva. Con este doble conocimiento, predicó con fuerza abrumadora a las vastas multitudes que se juntaban en el valle del Jordán para oírle.



El fin de su obra


Es probable que Juan nunca había visto a Jesús; o si se habían conocido en los días de su niñez, ya habían transcurrido muchos años desde que se vieron por última vez. Juan le había dado la espalda al sacerdocio, y se había aislado en el desierto para prepararse para la magna obra que tenía por delante. Jesús, por otro lado, había permanecido en los lugares comunes de la vida diaria, en la carpintería de Nazaret. Al fin llegó el momento en que el precursor vería el rostro del Rey. Una maravillosa visión invadió a esta alma austera y cargada, cuando por primera vez contempló la cara de Aquel cuyo advenimiento tan magníficamente había predicho.

El apóstol Juan detalla este relato, y en once versículos registra los acontecimientos de tres días distintos: la visión del primer día (Jn 1.26–28); la del segundo que comienza con las palabras: «El siguiente día» (Jn 1.29–34); y la del tercero que inicia con: «El siguiente día otra vez» (Jn 1.35–36).

El primer día


En el primer día, Juan declara la presencia de Cristo entre el gentío, pero con toda seguridad no le señaló. Dijo: «En medio de vosotros está uno a quien vosotros no conocéis» (Jn 1.26). El énfasis está sobre el «vosotros», por cuanto Juan ciertamente le conocía. Tenga presente que habían pasado unas seis semanas desde el día del bautismo de Jesús. Jesús se había escondido en el desierto y ahí pasó los cuarenta días de tentación, pero ahora había vuelto, y se había mezclado con las multitudes justamente en la víspera de su propio ministerio público (1).

Observe el sentido que el profeta tenía de la dignidad de Aquel que aún no había querido manifestarse abiertamente a los hombres. «El que viene después de mí, es antes de mí; porque era primero que yo… del cual yo no soy digno de desatar la correa del calzado» (Jn 1.15,27). Esa era la declaración del primer día.

El segundo día


En el segundo día, Jesús ya no estaba entre el gentío como un mero espectador, sino que se acercó a Juan. Mientras se aproximaba, Juan hizo su mayor proclama: «He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1.29). Primero su visión de la Persona; en segundo lugar, una declaración concerniente a su obra. La frase que describe a la Persona declara el carácter del Cristo, y sugiere, además, el carácter de su obra. «El Cordero de Dios» indica mansedumbre, humildad, paciencia. ¿No habría estado Juan sorprendido en alguna manera cuando por primera vez miró el rostro de Aquel cuya venida había predicho? Todo el lenguaje que usó para anunciar el advenimiento del Libertador sugería fortaleza, fuerza, autoridad y administración: «Uno más poderoso que yo, cuyo calzado yo no soy digno de llevar… Su aventador está en su mano, y limpiará su era; y recogerá su trigo en el granero, y quemará la paja». Este Hombre era de porte sereno, ojos reposados y semblante tranquilo, sin ninguna señal de carácter vengativo. No había nada del león en su hermoso rostro. Al contrario, la presencia del Rey produjo una impresión de pureza e inocencia: «He aquí el Cordero de Dios».

Sin embargo había algo más en la frase que salió de los labios de Juan, y que fue producto de esta primera impresión. «El Cordero de Dios» sugiere la idea de sacrificio, y esta misma mansedumbre de porte y pureza solo añaden peso a este concepto del significado de la frase. Si Juan, al mirar el rostro de Jesús, hubiese tenido que decir: «He aquí el León de la tribu de Judá», no se hubiera podido relacionar con la idea de sacrificio. No obstante, la misma hermosura sumisa, tan evidente en la personalidad de Cristo, combinó en el pensamiento del precursor la majestad de la obra que pronto se realizaría, con la misericordia del método a utilizar.

Actualmente, se corre el gran peligro de perder de vista esa segunda insinuación de la magna frase. Para interpretar acertadamente la Escritura es necesario retroceder al carácter y tono, al hábito mental de la gente a quien estaban dirigidas las palabras. Para la mente judía no había en esta frase ningún otro significado que el de sacrificio. El momento en que se hablaban estas palabras se daba peso a esta opinión en cuanto al significado. La Pascua se acercaba, y es muy probable que por ese mismo camino transitaran manadas de ovejas y tropas de ganado vacuno hacia Jerusalén para ser sacrificados. El pensamiento de sacrificio yacía en el inconsciente de las multitudes. Además, el profeta, que había visto el pecado del pueblo, al mirar el rostro de este nuevo y extraño Rey, ve el perfecto Cordero de Dios, el único y final sacrificio por el pecado. La primera vez que en la Biblia aparece la palabra «cordero» se relaciona con el sacrificio de Isaac. Recuerde por un momento el triste lamento del muchacho que iba a ser atado sobre el altar: «Padre mío… he aquí el fuego y la leña; más ¿dónde está el cordero para el holocausto?» (Gn 22.7). La primera vez que la palabra se encuentra en el Nuevo Testamento es cuando el último mensajero de la gran nación, quien era descendiente de Abraham, anunció a los otros descendientes: «He aquí el Cordero de Dios» (Jn 1.29). Esto no es un mero accidente. Es parte de la gran prueba de la unidad del Libro. El Antiguo Testamento hace la pregunta: «¿Dónde está el cordero?» El Nuevo Testamento contesta: «He aquí el Cordero de Dios». La antigua economía pudo producir el fuego y la leña, símbolos del juicio, pero nada más. El nuevo sistema produce el perfecto sacrificio por cuyo ofrecimiento Isaac y su simiente, por fe, pudieran ser libres.

Nadie dudará que la pregunta hecha por Isaac acerca del cordero hace referencia a un sacrificio. A través de todo el Antiguo Testamento el cordero está claramente relacionado con la idea de sacrificio: el cordero de la expiación, los corderos matutinos y vespertinos de sacrificio. Juan, al conocer el significado que se había formado alrededor de la palabra, declaró que aquí al fin había aparecido en el escenario de la acción humana el Cordero de Dios. Es decir, uno que cumpliría todas las promesas e insinuaciones concernientes al sacrificio en el viejo sistema.

Recuerde también que la palabra «cordero» se emplea solamente cuatro veces en el Nuevo Testamento, sin contar el Apocalipsis: dos veces en el pasaje ahora considerado, una vez en Los Hechos, donde Felipe leyó de la profecía de Isaías:

«Como oveja a la muerte fue llevado; y como cordero mudo delante del que lo trasquila» (Hch 8.32).

Y una vez en la primera epístola de Pedro, donde el apóstol habla de «la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación» (1 Pe 1.19). Estos son los únicos lugares donde se halla la palabra «cordero», y todos ellos hacen referencia a Cristo. Los dos últimos muy evidentemente se refieren a su obra de sacrificio y expiación, y de igual modo lo hacen sin duda las declaraciones de Juan. El lenguaje de la Escritura no es contradictorio sino unificado en su simbolismo.

Las palabras que siguen eliminan toda posibilidad de contradicción: «el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo». El significado del término «quita» es el de llevar o cargar. Es decir, el profeta declaró que delante de ellos estaba el Cordero de Dios que se había hecho responsable del pecado del mundo. Lo quita, soporta su carga, lo lleva, lo ha hecho suyo, ha venido a responder por él. ¡Qué visión radiante de amor inefable vino al alma de Juan, y qué visión para el mundo! El inmaculado Cordero de Dios cargado con el pecado de la raza. Los hombres habían pedido desde los días de Isaac que él viniera. Su espledor es tranquilo y sumiso ante las multitudes ; sin embargo, está cargado, como nunca antes. Lleva el pecado del mundo. No los pecados, sino el principio de pecado. Él ha reunido en su propia y perfecta personalidad todo lo que significa el pecado en cuanto a culpa y castigo, y se hace responsable de ello. Esa es la esencia misma de la expiación: «He aquí el Cordero de Dios».

Juan había estado agobiado por un gran sentido de pecado y, como resultado, había hablado palabras de censura que hirieron las conciencias de las multitudes. Pero al fin halló que levantaban la carga de sus hombros, y el manso y dócil Cordero de Dios la llevada de una manera que él nunca podía haberla llevado.

Luego le dijo a las multitudes que su conocimiento de Jesús era resultado de la señal divina del Espíritu que descendió. Juan terminó toda su declaración con las palabras: «Yo le vi, y he dado testimonio de que este es el Hijo de Dios» (Jn 1.34). ¡Qué emoción de satisfacción parece haber en las palabras: «Yo le vi»! Los ojos de los hombres estaban cansados de buscar, y los corazones de unas pocas almas fieles desfallecían por la esperanza que se demoraba, pero el profeta al fin le había visto.

Luego vemos con cuánto cuidado anuncia otro hecho tocante a este Cordero de Dios. Es el Hijo de Dios. Juan reconoció el misterio de la personalidad de Jesús. Era el Dios-hombre, el Cordero de Dios, el Hijo de Dios. Dos hechos en una sola Persona que podía realizar la poderosa obra de llevar y alejar el pecado del mundo.

El tercer día


Por último se encuentra el relato de la visión del tercer día. Jesús empieza a alejarse de Juan y de las multitudes. Va hacia su obra, mientras Juan dirige la atención de los discípulos hacia él, y clama: «¡He aquí el Cordero de Dios!» (Jn 1.36). Estas fueron en realidad las palabras finales del mensaje de Juan. Tienen en sí el tono de una gran convicción. Es el clímax y coronación de todo su maravilloso mensaje. El heraldo del Rey, el precursor del Cristo, uno de los mayores nacidos de mujer, había llevado sobre su corazón, quizá como ningún hombre aparte de Cristo, la carga del pecado humano. Esto se prueba por la fuerza y solemnidad de su predicación. Pero al final vio el rostro del Salvador; y al poco tiempo después de enterarse de la fructífera predicación de Jesús y de su creciente fama, esta gran alma pudo decir: «Así pues, este mi gozo está cumplido. Es necesario que él crezca, pero que yo mengüe» (Jn 3.29–30). Observe bien la tranquila y serena dignidad del corazón satisfecho, capaz de decir con perfecta sumisión: «Es necesario que él crezca, pero que yo mengüe».

Nota del autor:


(1) Juan hizo esta declaración después del bautismo porque inmediatamente luego de los acontecimientos de los tres días registrados aquí Jesús empezó a escoger a sus discípulos, y así comenzó su vida pública. Juan pronunció estas palabras como resultado directo de la visión de Cristo que recibió durante el bautismo, tal como él claramente lo manifestó (Jn 1.3334).

Tomado y adaptado del libro Las crisis de Cristo, G. Campbell Morgan, Ediciones Hebrón – Desarrollo Cristiano. Todos los derechos reservados.