ARTE

La aplicación de habilidades humanas para producir un efecto agradable.

Las seis artes principales son: música, danza, arquitectura, escultura, pintura y literatura. Las artes pueden clasificarse como espaciales (arquitectura, escultura, pintura) y temporales (música, literatura), abarcando la danza ambas categorí­as. La música y, en muchos casos, la literatura pueden ser llamadas artes auriculares mientras que las demás son artes visuales.

En Israel, quizá debido al mandamiento contra el arte representativo (Exo 20:4) no hubo grandes contribuciones a las artes de la pintura o escultura. La mayor obra arquitectónica en Israel, el templo, es una notable excepción y aun éste fue construido con alguna ayuda de artesanos fenicios.

Las referencias al baile en el AT son extremadamente limitadas y no dan ninguna información sobre su forma o contenido. Por otro lado, el de sarrollo de la música en Israel es digno de notar; y a juzgar por los tí­tulos podemos deducir que muchos de los salmos, si no todos, eran cantados con música y acompañados por instrumentos musicales. Pero fue la literatura el arte que más completamente se desarrolló en Israel y llegó a un nivel incomparable en toda la antigüedad.

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

Aunque el a. nace entre los hebreos atendiendo a las necesidades religiosas y de ornamentación que sintieron los israelitas, expresando sus creencias y costumbres, sus concepciones estéticas deben ser estudiadas utilizando como telón de fondo las que se produjeron en todo el Oriente Medio, especialmente en †¢Mesopotamia, †¢Canaán, †¢Egipto y †¢Arabia.

Como pueblo que habí­a salido del politeí­smo, no prosperaron entre los hebreos la pintura y la escultura en los niveles alcanzados entre los caldeos, los asirios, los egipcios y los griegos. El Decálogo prohibí­a terminantemente el hacer †œimagen, ni ninguna semejanza de lo que esté arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra† (Exo 20:4). Moisés le recordó al pueblo: †œ… ninguna figura visteis el dí­a que Jehová habló con vosotros … para que no os corrompáis y hagáis para vosotros escultura, imagen de figura alguna, efigie de varón o hembra…† En Lev 26:1 se incluye en esta prohibición toda †œpiedra pintada para inclinaros a ella†. No debí­an, pues, hacer ninguna †œfigura de animal alguno que está en la tierra, figura de ave alguna alada que vuele por el aire, figura de ningún animal que se arrastre sobre la tierra, figura de pez alguno que haya en el agua debajo de la tierra† (Deu 4:15-18). Esto se ratifica en Deu 5:8 (†œNo harás para ti escultura, ni imagen alguna…†).
se toman estas palabras dentro de su contexto, es fácil advertir que lo que se prohibí­a era la realización de figuras con el propósito de adorarlas. La construcción del †¢tabernáculo incluí­a diseños de figuras angelicales. Dios ordenó: †œHarás también dos querubines de oro; labrados a martillo los harás en los dos extremos del propiciatorio† (Exo 25:18). Las cortinas tení­an figuras de querubines (Exo 26:1; Exo 36:35). Asimismo, Dios ordenó a Moisés hacer una serpiente de metal (Num 21:8). No fue pecado, entonces, hacerla. Pero cuando más tarde el pueblo la adoró, se consideró una gran transgresión (2Re 18:4). Durante mucho tiempo, las prohibiciones de la Torá fueron tomadas como un mandato absoluto de dibujos o esculturas de todo tipo para cualquier uso. Eso, definitivamente, impidió que se lograran grandes avances en el desarrollo del a. pictórico o escultórico entre los israelitas.
el recuerdo de la experiencia egipcia y los contactos con otros pueblos eran algo con lo cual tení­an que luchar constantemente y en lo cual, desafortunadamente, cayeron más de una vez. Aarón hizo †œun becerro de fundición† (Exo 32:4). Tras la entrada a Canaán, imitaron a los pueblos de la tierra, copiando sus costumbres y sus dioses, sobre todo a †¢Baal y †¢Astarté. Por la abundancia de figuras de estos dioses y del dios-buey Apis egipcio que nos proporciona la arqueologí­a es posible tener hoy una idea aproximada de lo que pudo ser el a. israelita en ese sentido. La costumbre pagana de pintar dioses en la pared también fue copiada por el pueblo, por lo cual encontramos que el profeta Ezequiel habla en contra de †œtodos los í­dolos de la casa de Israel, que estaban pintados en la pared por todo alrededor…. en sus cámaras pintadas de imágenes…† (Eze 8:7-12). La profecí­a de Isa 2:16 alude a un juicio de Dios sobre †œtodas las pinturas preciadas†.
muchas invasiones y devastaciones experimentadas por la tierra de Israel no dejaron abundancia de huellas de estas obras de a. Gran cantidad de las obras de a. excavadas en la Tierra Santa (arquitectura, estatuas, mosaicos, etcétera) pertenecen al perí­odo del segundo †¢templo, por la influencia griega y romana. En yacimientos arqueológicos se han encontrado magní­ficas estatuas de Astarot, pero la opinión generalizada es que las mismas obedecen a un patrón cananeo. Los ornamentos de marfil de la casa que construyó Acab, y de los cuales se han encontrado algunos restos, tienen una influencia del a. fenicio, y probablemente fueron hechos por artesanos traí­dos por †¢Jezabel (1Re 22:39). Los †¢sellos que se han descubierto en las excavaciones son todos de estilo egipcio o asirio.
todas maneras, la capacidad estética era considerada como un don divino. Se nos dice que para la construcción del †¢tabernáculo Dios †œllamó por nombre a Bezaleel† y a †¢Aholiab, llenándolos †œdel Espí­ritu de Dios, en sabidurí­a y en inteligencia, en ciencia y en todo a., para inventar diseños, para trabajar en oro, en plata y en bronce, y en artificio de piedras para engastarlas, y en artificio de madera; para trabajar en toda clase de labor† (Exo 31:1-5). Aunque se evitaban las figuras humanas o de animales en los diseños, las de vegetales eran permitidas. En las vestiduras del sumo sacerdote se poní­an en el ruedo, alternados, †œuna campanilla … y una granada† (Exo 28:34). En el †¢templo también se usó mucho la figura de la †¢granada (1Re 7:18). †¢Arquitectura. †¢Danza. †¢Escritura. †¢Idolatrí­a. †¢Música e instrumentos musicales.

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

Expresión de la belleza de la creación

Todos los seres del cosmos son partí­culas de verdad y de bien, como reflejo de la verdad y bondad infinito de Dios creador. La creación es bella porque es buena (cfr. Gen 1,3.25.31). Tanto la verdad como el bien producen una sensación de serenidad y de gozo que es difí­cil expresar. Por esto decimos que las cosas son “bellas” materialmente, espiritualmente, moralmente.

Todas las cosas expresan el “esplendor” o “gloria” de Dios, “pues fue el Autor mismo de la belleza quien las creó” (Sab 13,3). En la revelación (que mira siempre hacia el Verbo encarnado) es donde aparece mejor esta “belleza” y “gloria” de Dios, que invita a ser “contemplada” (cfr. Jn 1,14). Cristo, “desfigurado” en la cruz (Is 52,14), llega a ser, por la resurrección, “el más hermoso de los hombres” (Sal 44,3).

Toda expresión de la verdad y del bien entraña ese sentimiento “estético”, dependiente de la objetividad de las cosas, también transformadas por el hombre, y que podrá traducirse por medio de diversas manifestaciones artí­sticas literatura, pintura, arquitectura, escultura, música, danza… El hombre “arranca”, en cierto modo, la belleza oculta de las cosas, para hacerla más patente. De este modo, “por la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogí­a, a contemplar a su Autor” (Sab 13,5).

El arte sacro en la comunidad eclesial y humana

El arte es una forma de expresión humana, que, inspirándose en la verdad y bondad de las cosas, continúa la acción creadora de Dios, y se manifiesta con “gratuidad”, sin ansias directas de lucro y de utilidad inmediata. Es una especie sabidurí­a práctica que se plasma en diversas expresiones de belleza, como arrancando de las cosas su mismo misterio. Se llama arte sacro cuando se expresa con signos de belleza (dignidad y decoro), que invitan a vivir la fe, celebrar los misterios de Cristo, orar, amar a Dios y a los demás hermanos de la comunidad eclesial y humana; entonces se construye propiamente la comunidad cristiana como templo del Espí­ritu (cfr. SC 122-129).

La música y el canto son una de las expresiones privilegiadas de la belleza y del arte, especialmente cuando es el lenguaje humano el que quiere convertirse en canto para manifestar la relación con Dios. Entonces el canto se hace doblemente oración, porque es un himno de la Iglesia que camina hacia el encuentro definitivo. Así­ sucede, de modo especial, en el canto gregoriano y en otras expresiones de música sacra precisamente por sintonizar mejor con la acción litúrgica (cfr. SC 112-121).

En el proceso evangelizador

La reflexión teológica necesita este aspecto estético (especialmente en el lenguaje bello y respetuoso, sin tácticas estratégicas), para garantizar que se busca la verdad y el bien. No habrí­a reflexión teológica sin el sentido de admiración del misterio (que se respeta como base de la reflexión). Dios se da con “gratuidad”, porque es Amor, y sólo se le puede encontrar con una actitud de “gratuidad”. Hay mucha teologí­a en los grandes poetas y mí­sticos de la historia (San Juan de la Cruz…).

El proceso evangelizador es verdaderamente inculturado, si llega a las expresiones artí­sticas de un pueblo. Entonces se señal que el evangelio ha sido captado por la cultura, dentro de un itinerario de valoración, purificación o selección y perfeccionamiento. Aunque “la Iglesia nunca consideró como propio estilo artí­stico alguno”, las expresiones artí­sticas de un pueblo pueden y deben ser instrumentos válidos para manifestar la fe y la vida cristiana, hasta llegar a ser “un tesoro artí­stico digno de ser conservado cuidadosamente” (SC 123).

Referencias Creación, culto, cultura, gloria de Dios, imágenes, inculturación, liturgia, santuarios (templos).

Lectura de documentos GS 62; SC 112-129; IM 6,13; CEC 1156-1158, 2500-2503.

Bibliografí­a H.U. Von BALTHASAR, Una estética teológica (Madrid, Encuentro, 1985-1989) 7 volúmenes; M. BARBOSA, El arte sacro, en La sagrada liturgia renovada por el concilio ( BAC, Madrid, 1975) 741-762; R. GUARDINI, Sobre la esencia de la obra de arte (Madrid, Guadarrama, 1960); I. HERWEGEN, Iglesia, arte, misterio (Madrid, Guadarrama, 1960); A. LOPEZ QUINTAS, Estética de la creatividad juego, arte, cultura (Madrid, Cátedra, 1977); S. PETSCHEN, Europa, Iglesia y patrimonio cultural ( BAC, Madrid, 1996); J. PLAZAOLA ARTOLA, Historia y sentido del arte cristiano ( BAC, Madrid, 1996); J. SANTAYANA, El sentido de la belleza (Barcelona,Montaner y Simón, 1968).

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

En el pensamiento estético es la re flexión de aquella experiencia que pone al hombre en contacto con las “obras de arte† o con lo bello. La estética antigua connota ontológicamente la noción de belleza. En Aristóteles, el arte, mí­mesis de la realidad, es una forma de saber. Con Kant el arte es expresión del “genio” y se afirman conceptos como creación y gusto, que plantean la cuestión de- la recepción que constituye el significado de la obra de arte. Para el idealismo estético, la intuición artí­stica es la voz de lo absoluto original, mientras que el arte es penetración en la verdad de la religión; en Hegel es una forma gnoseológica inferior. En el s. xx se destaca su carácter ontológico: es anticipación de sentido (Guardini), produce verdad porque en el acontecimiento de la obra se modifica el ser mismo de las cosas (Heidegger – Gadamer – Parevson). En el terreno teológico, H. U. von Balthasar lee el pulchrum en el horizonte de la Gloria bí­blica, como acontecimiento que constituye al pensamiento teológico en la dinámica de la “percepción” y del “éxtasis”. El arte iconográfico, sobre todo en Oriente, es parte integrante de la teologí­a por su dimensión antropológica (lenguaje visual y simbólico) y por una razón metafí­sica (lo bello es apertura al Ser).
C Dotolo

Bibl.: A. ílvarez Villar, Filosofí­a del arte, Morata, Madrid 1968; R. Fisichella, Belleza, en DTF 150-152; P. N. Evdokimov, El arte del icono, Claretianas, Madrid 1991.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: I. Problemática actual – II. La gama de las distintas artes – III. Exigencias artí­sticas, funcionalidad y simbolismo – IV. Panorámica histórica – V. Orientaciones (creatividad y adaptación) – VI. Normativa vigente.

I. Problemática actual
La renovación promovida por el Vat. II, al afectar en una gran medida a la liturgia, ha tenido que enfrentarse, consiguientemente, con el problema artí­stico, no como realidad autónoma, sino como parte de la estructura sobre la que descansa el signo litúrgico mismo.

El problema era tanto más grave cuanto que el arte, en sus manifestaciones más destacadas, se hallaba en crisis. La muerte del arte, preconizada por Hegel, parecí­a pronta a ser celebrada por los mismos artistas. Hasta nuestros tiempos una obra de arte se consideraba tal en la medida en que lograba ser bella (es decir, en que conseguí­a una sí­ntesis que integrara lo verdadero con lo bueno y que, al ser contemplada, agradara). En cambio, en los años en que tuvo lugar el Vat. II, dominaba ya la idea de que una obra de arte no debí­a referirse más que a sí­ misma; e inmediatamente después de aquellos años comenzó a reinar la idea de que el artista debí­a renunciar incluso a la creación más o menos consciente, ateniéndose solamente al mero encuadramiento de un objeto, por informe o deforme que fuera. Era la expresión de una total desconfianza en la posibilidad de comunicar lo verdadero mediante signos creados o elegidos por el hombre; una reacción a la proliferación de palabras e imágenes que, en la propaganda o en la publicidad, habí­an invadido todos los sectores de la vida. Sólo una radical iconoclastia y un total rechazo de las imágenes parecí­an capaces de recuperar para el hombre los espacios donde poder reconquistar la paz. En el silencio.

Tampoco era casual que al tema sobre la muerte del arte se sumase un nuevo tema sobre la muerte de Dios. Porque si Dios sólo es cognoscible a través de sus imágenes y solamente adquiere un rostro humano en la persona de Cristo, su perfecta imagen, que debe reflejarse no sólo en el rostro de los hijos de la iglesia, sino también en sus obras transfiguradoras del mundo material, la iconoclastia universal conlleva inevitablemente la incomunicabilidad con Dios.

Pero tanto entre los teólogos de la muerte de Dios como entre los artistas promotores de la muerte del arte, sus mejores representantes no tardaron en redescubrir y encontrarse unidos en el descubrimiento de dos realidades afines: la construcción imaginaria de ciudades ideales, llamadas utopí­as, y las celebraciones de las fiestas populares, caracterizadas unas y otras por ser juegos serios, fuentes de esperanza y de un poder desconcertante en donde el arte podí­a redescubrirse a sí­ mismo en su relación con el rito.

Tal relación -y, por tanto, el sentido de expresiones como arte sacro, arte litúrgico, arte religioso, arte cristiano y hasta, simplemente, arte- se ha entendido de múltiples y diversos modos. Hay quien sostiene que toda distinción es inútil. Otros solamente llaman sacro al arte consagrado a Dios, sea mediante un acto interno o por una intencionalidad inherente a la obra, sea incluso tan sólo para expresar la sublimidad de la actividad artí­stica, definible también como divina; llaman litúrgico al arte entendido y utilizado en el ámbito del culto;religioso al que explí­cita o tal vez implí­citamente exige una fe; cristiano a aquel cuyo objeto gira en torno a la fe cristiana. Una obra de arte, sin embargo, adquiere una u otra de las antedichas caracterí­sticas no ciertamente por el hecho de presentar determinados o determinables rasgos o marcos que la distinguen como tal. Con todo, no es ninguna incoherencia denominar sacro a todo lo que tiene una relación con lo trascendente, y litúrgico a cuanto interviene en la liturgia en perfecta sintoní­a con su espí­ritu, cooperando de una manera apropiada a la plena realización de la realidad litúrgica, en su dimensión natural, es decir, sosteniendo el concurso del hombre (ya que Dios actúa siempre a la perfección).

Tendremos, pues, arte litúrgico cuando los caracteres especí­ficos de la liturgia se manifiesten con dignidad y elevación, filtrándose y expresándose en el lenguaje corriente; así­ es como la iglesia puede justamente afirmar no haber tenido jamás “como propio estilo artí­stico alguno” (SC 123). En efecto, todo artista puede hacer en cualquier tiempo arte litúrgico, al poner sus cualidades artí­sticas al servicio de la liturgia, informado por el espí­ritu de la misma. Tal arte puede, pues, llamarse también sacro y religioso por el hecho de estar consagrado a Dios y’ a la relación del hombre con él.

II. La gama de las distintas artes
El arte penetra la liturgia en todas sus manifestaciones, explicitando el rico contenido semántico de la misma. Sus expresiones -como el mimo, el gesto, la coreografí­a- liberan el rito de la banalidad de la acción común, confiriéndole hieraticidad y un justo tono impersonal, de modo que pueda decirse acción de todos y puedan todos comunitariamente reflejarse en él.

Lo atestigua así­ la misma historia, que, a través de las artes gráficas y plásticas, nos transmite la gran elocuencia de ciertos gestos cultuales, repetidos a lo largo de los siglos con devota reverencia, hasta llegar a sacralizarlos. El más antiguo es el gesto del orante: éste aparece recto y en pie, con los brazos ligeramente extendidos y doblados hasta elevar las manos con las palmas abiertas a la altura de los hombros. El gesto de la mano extendida hacia la ofrenda en el momento en que los sacerdotes concelebrantes de la eucaristí­a pronuncian las palabras de la institución viene igualmente atestiguado por el arte; constituye un gesto similar al denominado bendiciente del Cristo Pantocrátor y al del ángel que anuncia la resurrección de Jesús en el arte románico y prerrománico. No son ellos propiamente signos o gestos litúrgicos acompañados y clarificados por la palabra; son más bien reforzadóres de la palabra misma. Para proclamarla en la asamblea como conviene a una digna celebración litúrgica, es necesario recurrir al arte de la dicción y de la oratoria que, junto con el -> canto, no sólo evidencia la composición literaria y poética que expresa la palabra de Dios, sino que interpreta también y manifiesta la intensa riqueza de sentimientos que ella suscita. Estas artes cooperan con su fuerza sugestiva a envolver en la acción tanto a los fieles como al que preside o al que proclama la palabra, de modo que ésta, penetrando en sus corazones, “más tajante que una espada de doble filo”, los transforme hasta el punto de convertirlos en expresión perfecta de alabanza a Dios.

A una con la -> música y los colores, las lí­neas arquitectónicas [-> Arquitectura] y plásticas crean en torno a la celebración litúrgica un ambiente que, con justa y armónica sugestión, ayuda a los fieles a entrar en la atmósfera festiva del rito, así­ como a comprender los significados más fundamentales de los diversos elementos integrantes de su celebración. Desde los tiempos más remotos, el hombre ha comprendido la necesidad de distinguir, consagrar y dedicar un determinado espacio a Dios para expresar sus gestos cultuales [-> Lugares de celebración]. El sello caracterí­stico de este lugar lo dan las lí­neas y las formas que convencional o tradicionalmente evocan determinados valores simbólicos (recuérdese el uso del cuadrado y del cí­rculo con los respectivos cubo y esfera; articulados entre sí­ en la composición de elementos arquitectónico-litúrgicos, llegan a evocar el misterio de la encarnación. Es el caso, por ejemplo, del sagrario colocado sobre el altar).

El arte pictórico, y más tarde el escultórico, se suman con su lenguaje propio al arquitectónico, con la intención de dar mayor elocuencia a la función del lugar y envolver así­ más profundamente a quien penetre en su recinto. De los muchí­simos ejemplos que la historia nos ha transmitido bien se puede concluir que la función fundamentalmente decorativa de estas dos artes habí­a tenido también, en el ambiente litúrgico, finalidades más inmediatas y diversas, no contrastantes, determinadas por la sensibilidad religiosa de las generaciones, así­ como por las cambiantes exigencias del tiempo.

Un primer tipo de decoración es el simbólico, que, sirviéndose designos convencionales, intenta señalar una particular realidad espiritual presente en aquel lugar; por ejemplo, los distintos sí­mbolos mortuorios de las catacumbas colocados sobre los sepulcros de los cristianos (cruz, áncora, paloma, orante, etc.). La propagación de estos sí­mbolos da lugar a escenas esenciales en las que la representación de unos pocos personajes evoca el significado de un hecho que se considera todaví­a eficaz con su mensaje salví­fico profético (por ejemplo, Noé en el arca, Moisés en la cestilla, Daniel en el foso de los leones), o cuya presencia es garantí­a de salvación, evocando con milagros y alegorí­as los distintos sacramentos recibidos por el difunto (por ejemplo, la multiplicación de los panes, la resurrección de Lázaro, la curación del paralí­tico, el bautismo representado por la pequeña escena de la oveja que coloca amorosamente su pata sobre la cabeza del cordero). Más tarde se acoplarán tales escenas siguiendo una lógica distinta, es decir, como momentos sucesivos de la historia de la salvación, para ordenar así­ su narración.

En el primer perí­odo románico se vuelve a dar importancia al arte como auxiliar de la catequesis. Esta, en efecto, se desarrolla siguiendo más el esquema simbólico que el narrativo. La elección de temas y de lugares donde exponerlos se realiza bajo motivaciones bien determinadas, de manera que el fiel no solamente llega a instruirse mediante la narración del hecho, sino que es precisamente esa misma narración la que lo ayuda a comprender la función simbólica de aquella parte concreta del lugar sagrado. Por ejemplo, en la basí­lica de san Pedro al Monte sopra Civate (Como), en el exterior de la portada está representada la fundación de la iglesia: Cristo entrega a los prí­ncipes de los apóstoles, Pedro y Pablo, las llaves y el libro de su palabra; ya en el interior, en la luneta de la puerta se representa a Abrahán como evocación de la virtud esencial para entrar en la iglesia: la fe; en las bovedillas de la nave de entrada se suceden temas bautismales de renovación de vida y de purificación: la nueva Jerusalén (Ap 21 y 22), a la vez imagen de la iglesia y paraí­so de los redimidos; cuatro personajes: los rí­os del paraí­so terrenal, relacionados con los sí­mbolos de los evangelistas, vierten por otros tantos odres la abundancia de agua que brota del trono del Cordero (cf Eze 36:25). Decoran los cuatro frontones del cimborrio que cobija el altar la representación de la muerte de Cristo, su resurrección y la expectación, descrita por la repetición de la escena de la fundación de la iglesia, que aparece ya en el exterior sobre la puerta de entrada, y la última venida. Estas preciosidades iconográficas volvemos a encontrarlas una vez más en las admirables decoraciones de los pórticos góticos.

Poco a poco se va centrando la importancia casi exclusivamente sobre el acontecimiento en sí­. Las amplias paredes de las iglesias del s. xiv vienen a ser como grandiosas páginas ilustradas que narran los hechos más destacados de la historia de la salvación. Se recupera así­, por distinto procedimiento, el uso de las basí­licas paleocristianas, en las que el arte, particularmente el mosaico, habí­a decorado los muros del templo celestial y evocaba las imágenes de la historia de la salvacion que la celebración de los divinos misterios volví­a a hacer presente para que los viviera el pueblo de Dios.

El arte renacentista se convierte en sí­ntesis de las anteriores inspiraciones y, continuando la decoración de carácter narrativo, acentúa los valores alegóricos y se complace en los formales, sin advertir cómo desde Dios se va centrando la atención en el hombre y cómo llega a convertirse la ‘belleza del templo de Dios en la suntuosidad de la grandiosa sala del hombre.

El arte sacro del barroco celebra el triunfo de la verdad sobre la herejí­a con bastante solemnidad, a través de lí­neas arquitectónicas y de modelados de la materia casi imposibles (véase el Baldaquino de Bernini), y narra los fastos de la fe con vibrantes y densos coloridos.

Y, como consecuencia, el arte sagrado ya no tiene un fin bien determinado: los muros se cubren de escenas que narran la vida de los santos o escenas evangélicas, frecuentemente al estilo teatral y grandilocuente. Las lí­neas arquitectónicas se ven alteradas por un decorativismo escenográfico; se viene a satisfacer mediante la ficción la tendencia del pasado a embellecer con el arte y con materiales nobles las paredes de las iglesias. Sin advertirlo, una vez más el hombre se engaña a sí­ mismo creyendo engañar a Dios.

La función cultual del arte se ha experimentado en particular y más auténticamente en la iglesia oriental. Para ella, en efecto, las imágenes de Dios y de los santos son una especie de presencia capaz de recibir y de transmitir el culto de los fieles y se convierten en intermediarias de la benevolencia divina. Por eso es objeto de veneración el icono, que representa ordinariamente una sola figura o la esencialidad de un hecho. El lenguaje artí­stico con que se expresa dicha función cultual es un lenguaje particular y, más que. una manifestación humana, aspira a ser un reflejo de la divina e increada belleza. Para comprender tal lenguaje es muy importante conocer el código moral de los artistas iconográficos orientales, que aparece bastante similar a una rigurosa regla monástica. El arte sacro se contempla, pues, como fruto de la contemplación o como un camino hacia ella.

Nuestro tiempo, por motivos de orden artí­stico y doctrinal, y a consecuencia de influencias nórdicas, ha privilegiado la esencialidad de la lí­nea arquitectónica, frecuentemente sin dar espacio ni a la pintura ni a la escultura, ofreciendo sólo una posibilidad de juegos cromáticos en las vidrieras. Esta esencialidad arquitectónica lleva a descubrir la autenticidad de los utensilios litúrgicos y a rechazar la falsificación de sus materiales, cortando así­ su excesivo simbolismo.

El material necesario para el culto [-> Objetos litúrgicos/ Vestiduras] ha recibido a través del arte una sacralidad que lo excluye de todo uso profano y que lo embellece, convirtiéndolo así­ en signo de trascendencia y creando en torno al mismo un noble sentido reverencial que responde a la excelencia de su uso y a su excepcionalidad; lo cual no se habrá de confundir con la magia, enteramente ajena a la acción litúrgica y al arte. El arte de estos objetos se ha definido de ordinario, pero injustamente, como arte menor. La exquisitez de un bordado, como la finura de un cincelado o de un marfil, poseen frecuentemente una fuerza artí­stica, cromática o plástica no inferior a la de las denominadas obras mayores.

Mas para que la iglesia como ámbito y en sus celebraciones pueda revelarse en toda su deseada beldad, es menester que la gama í­ntegra de estas artes sea conveniente y armónica, de suerte que, además del valor artí­stico de cada unode los elementos, brille la unidad del conjunto. Y entonces la iglesia, además de maestra de la fe, se presenta también como educadora del buen gusto, es decir, de lo bello, tan estrechamente ligado a lo verdadero y a lo bueno.

III. Exigencias artí­sticas, funcionalidad y simbolismo
Liturgia y arte son dos valores que, en la celebración cultual, constituyen una sola realidad. Ya Pablo VI subrayó esta í­ntima relación en su discurso a los artistas, el 7 de mayo de 1964; en él se expresaba así­: “Nuestro ministerio tiene necesidad de vuestra colaboración. Porque, como sabéis, nuestro ministerio es predicar y hacer accesible y comprensible, y hasta conmovedor, el mundo del espí­ritu, de lo invisible, de lo inaferrable, de Dios. Y en esta actividad que trasvasa el mundo invisible en fórmulas accesibles e inteligibles sois vosotros maestros…, y vuestro arte es justamente arrancar al cielo del espí­ritu sus tesoros y revestirlos de palabra, de colores, de formas, de accesibilidad” (AAS 56 (1964) 438).

Tal vez se ha creado un conflicto entre el arte y la liturgia: el arte pretendió presentarse como realidad principal, subordinando a sí­ mismo el desarrollo de la liturgia y su correspondiente material, con lo que la música, la coreografí­a, las artes decorativas, más que dar fuerza a la expresividad litúrgica, vinieron a ofuscar u oscurecer su autenticidad.

Cada elemento de la celebración litúrgica tiene su funcionalidad propia, rica y articulada, y el arte viene a hacerse para dichos elementos como soporte de su aplicación. Conviene, pues, distinguir, en el objeto litúrgico, y por consiguienteen su mismo uso, dos aspectos de una misma función: práctico el uno y simbólico el otro. El primero se ordena a la acción material que con él habrá de realizarse, mientras que el segundo nace de la significación de la acción misma.

Esta simbologí­a no puede, por tanto, aplicarse al objeto por una sobreabundante (en cuanto conceptuosa) decoración; porque, frecuentemente, tal decoración, más que reforzar, vela y hasta hace equí­voca tal simbologí­a. Más bien por la autenticidad y lo precioso del material empleado, por la armoní­a de la lí­nea con la función práctica, por la logicidad y conveniencia en la elección de las proporciones, con relación al ambiente es como adquirirá el objeto su oportuna elocuencia y llegará a desempeñar notables valores artí­sticos globales. Si, por ejemplo, contemplamos el altar, es de suma importancia que se manifieste claramente en él su carácter sacrificial y convival, el cual no depende solamente de su forma, sino también de su colocación en el lugar de la asamblea litúrgica. De igual manera, un pequeño cáliz sobre un gran altar difí­cilmente transmitirá a una gran asamblea su mensaje simbólico de “cáliz de la nueva y eterna alianza”. Multiplicar el número de cálices anularí­a la preciosa simbologí­a de la unicidad. Dí­gase lo propio acerca del lugar de la proclamación de la palabra: reducido a un miserable atril, anula su elocuencia y pierde la fuerza de polo de concentración de la atención de los fieles. Aquí­ una oportuna y hasta evidente colocación del micrófono refuerza la simbolicidad del ambón. En cambio, ese mismo objeto, demasiado visible en el altar, distrae la visión de lo esencial: las ofrendas. La sede, finalmente, es para la asamblea cristiana signo de la presencia de aquel que es su única cabeza, signo de unidad y garantí­a de autenticidad de la enseñanza (recuérdese el significado del sitial de honor de las iglesias antiguas); aquí­ se identifican funcionalidad y simbolismo, ya .que la sede no puede cumplir su función simbólica si no se la coloca dentro de la asamblea, donde el sacerdote pueda realmente presidir.

Después de un perí­odo en el que la postura del hombre llegó a determinar el objeto litúrgico sacralizado, finalmente hoy vuelve a ser la acción litúrgica, esa realidad en la que el hombre es el principal actor con Dios, la llamada a dar a los objetos autenticidad y sacralidad de función y, por consiguiente, a justificar su nobleza y la beldad de su hechura.

IV. Panorámica histórica
Desde siempre el arte ha acompañado e igualmente expresado el más profundo sentimiento religioso del hombre, tornándose elemento determinante en el proceso de ritualización del culto dentro de los distintos pueblos. Arte y rito están, de esta manera, ligados entre sí­; lo atestigua el mismo arte prehistórico que ha llegado hasta nosotros en grafitos y obras estéticas de toda í­ndole y en todos los continentes.

El signo gráfico, modelado o arquitectónico, ha servido al hombre para expresar lo inexpresable, ya por ser todaví­a solamente fruto del deseo, ya por pertenecer al pasado y estar por tanto sólo presente en el recuerdo, ya por ser realidad trascendente.

El grabado rupestre del animal perseguido por los perros o herido por la flecha mortal, que se adelantan a la acción misma del hombre, es acto religioso, propiciatorio; la máscara o maquillaje que transforman el rostro y el cuerpo del hombre encarnan el espí­ritu y lo hacen presente; el cipo consagrado con óleo y clavado en tierra testimonia el sentimiento religioso del fiel; finalmente, también el lugar o cualquier otra realidad natural que asume las caracterí­sticas de originalidad, grandiosidad, belleza o impenetrabilidad es signo manifestativo de la presencia divina.

En el pasado, el acto propiciatorio o de agradecimiento se expresaba por medio de dones artí­sticamente elaborados; el culto a los muertos nos ha transmitido testimonios de gran valor, desde las gigantescas pirámides hasta las diminutas y bellí­simas urnas cinerarias, desde los misteriosos sarcófagos de las momias hasta los simples utensilios finamente trabajados.

Para el culto pagano, la grandiosidad del templo y la preciosidad de los objetos son también elementos que manifiestan la sacralidad. En el culto hebraico, el valor artí­stico y material del objeto litúrgico no constituye su sacralidad, pero sí­ es una exigencia de la misma; y así­ seguirá siéndolo en el culto cristiano, confirmándolo en tal sentido el mismo Cristo con la defensa del gesto de la pecadora que derramó sobre sus pies un preciosí­simo ungüento (cf Jua 12:3).

El arte acompaña al cristianismo a lo largo de toda su historia, como sucede también en las demás religiones. La historia misma del arte evidencia la parte preponderante que ocupa el arte con función religiosa. Incluso en el arte occidental los principales estilos, como el paleocristiano, el románico, el gótico, el renacentista y el barroco, están definidos principalmente por obras de carácter religioso, reflejando cada uno de ellos un momento particular de la historia de la fe yevidenciando la espiritualidad que caracteriza al arte mismo. Algo similar ha acaecido en los últimos siglos, en los que el carácter esencialmente ecléctico de la espiritualidad ha favorecido una desordenada recuperación de los elementos estilí­sticos del pasado, amenazados en principio por el mismo fundamental defecto del eclecticismo, que contrasta con la libre expresión de la originalidad propia del hombre en cada tiempo.

También hoy el redescubrimiento de la autenticidad litúrgica ejerce una liberación de la autenticidad del hombre, que puede así­ manifestarse con originalidad y verdad. El momento actual es todaví­a de búsqueda, de tendencia hacia un movimiento que resulta, al mismo tiempo, contradictorio en su confrontación con el pasado y nostálgico frente a él, abierto a un extenso futuro, pero obstaculizado por mentalidades legalistas o privatistas: en efecto, por una parte, ateniéndose a la costumbre, se rechaza la incipiente libertad que conceden las normas actuales; por otra parte, aun dentro de la variedad de estilos, no se abre a la comunidad a cuyo servicio está, hasta el punto de que, con frecuencia, el arte en el culto no es expresión del espí­ritu de la iglesia, sino que continúa siendo esencialmente la conclusión de personales elaboraciones del artista, incluso (a veces) carente de fe o simplemente en busca de su propia afirmación individual.

V. Orientaciones (creatividad y adaptación)
En el n. 123 (c. 7) de la constitución sobre la sagrada liturgia afirma el Vat. II: “La iglesia nunca consideró como propio estilo artí­stico alguno”, y es conveniente que “también el arte de nuestro tiempo y el de todos los pueblos y regiones se ejerza libremente en la iglesia…, para que pueda ella juntar su voz a aquel admirable concierto que los grandes hombres entonaron a la fe católica en los siglos pasados”. Son tales sugerencias un modelo de lectura de la auténtica orientación mantenida por la iglesia a lo largo de su historia, por encima de toda otra postura contraria por parte de cada miembro del clero o de comunidades eclesiales enteras que sistemáticamente han privilegiado determinados estilos del pasado. El texto de la SC otorga, además, a todo artista la posibilidad de servir a la liturgia con originalidad dentro de una absoluta fidelidad a las exigencias de la misma liturgia; y afirma, finalmente, la validez del respeto a la tradición como testimonio de la fe de los padres y de lo precioso de su obra.

La liturgia puede, por consiguiente, interrogarse con libertad a sí­ misma y llegar a descubrir desde sí­ propia cuáles son las exigencias más auténticas, cómo puede también frente a las nuevas obras responder con autonomí­a y, a la vez, con respeto a los condicionamientos con que han podido vincularla otros perí­odos del pasado. Centralidad en Cristo, primací­a de la persona sobre el objeto, valor activo de la comunidad, importancia de la posibilidad dialogal en la celebración litúrgica: he ahí­ algunos aspectos que, una vez más evidenciados en la liturgia, ofrecen la posibilidad de unas originales y adecuadas soluciones.

La publicación de los nuevos -> libros litúrgicos impone cambios radicales en la usual propuesta y colocación de los elementos necesarios para la celebración. Ya desde ahora es posible entrever en las nuevas realizaciones sus mejoresresultados en el futuro si, después de una mayor profundización y asimilación del sentido litúrgico, se aplican efectivamente las sugerencias que tales libros encierran.

Muy distinto es el problema de la reestructuración de las obras ya existentes. En ellas la reacción a particulares errores doctrinales, la exagerada acentuación o el aislamiento de algunas verdades de fe, la incontrolada devoción privada o simplemente algunas exigencias prácticas (como para el púlpito) han condicionado la realización de lo que, aun apreciable en el plano artí­stico, no responde ya hoy a la auténtica y especí­fica función originaria. La intervención en tales obras o en parte de las mismas significa a veces romper la armoní­a artí­stica del conjunto, que es precisamente su caracterí­stica. En la primera fase posconciliar, un viento renovador, frecuentemente sólo superficial, llevó a modificar y adecuar con demasiada prisa la estructura de iglesias y ornamentos, sin preocuparse de los demás valores que poseí­an. Este perí­odo, con intervenciones que a veces rompieron la armoní­a de conjuntos artí­sticos, dando lugar a soluciones inaceptables tanto desde la estética como desde la liturgia, sentaron en general las premisas para unas soluciones satisfactorias que pudieran salvaguardar algunos de los monumentos artí­sticos más importantes.

A ello contribuyó también la introducción general del horrible altar postizo, sí­ntoma de mal gusto, deseducador con su falsa preciosidad, verdadero reto a la constitución litúrgica, que en el n. 124 hace una llamada a la solicitud de los obispos con el fin de que “sean excluidas de los templos… aquellas obras artí­sticas que… repugnan a la piedad cristiana y ofenden el sentido auténticamente religioso, ya sea por la depravación de las formas, ya sea por la insuficiencia, la mediocridad o la falsedad del arte”. No obstante, también este mal ha puesto en evidencia lo inadecuado de la vieja construcción, que sólo habí­a conservado del altar una parte de la mesa, convertida hoy en una simple consola inserta en el gran monumento que cabalmente representaba el altar, el cual, por su parte, vení­a a servir de sostén con sus muchas gradas para floreros o candelabros, para el tabernáculo o para la custodia, destinada a la exposición del santí­simo Sacramento.

Ahora bien, puesto que el cristiano educado en la fe después del concilio no ve ya en tal monumento el altar, se aducen menos aquellos motivos que en un principio reclamaban su destrucción porque se consideraba justamente inaceptable la copresencia de dos verdaderos y propios altares en el templo litúrgico. Este elemento, despojado del mantel, y en el supuesto de que sea de valor artí­stico, como integrante de la armoní­a conjunta del templo, puede mantenerse y oportunamente convertirse en credencia (precioso recuerdo de aquellas credencias de madera durante algún tiempo situadas a los lados del presbiterio y que ahora han desaparecido casi enteramente).

El ambón, con la ayuda de amplificadores sonoros o acústicos, puede realizarse como lugar de la palabra y situarse de suerte que constituya un polo de convergencia de la atención de los fieles. Por lo demás, el desnudo atril que con frecuencia lo ha sustituido es una forma artí­sticamente también inadecuada a la majestad de su importantí­sima función.

E, igualmente, la sede, sí­mbolo de la presencia y presidencia de Cristo, debe colocarse allí­ donde el sacerdote que preside la celebración pueda verdaderamente sentirse como tal, si bien no deberá situarse delante del altar o del tabernáculo. La pila bautismal es otro lugar que exigí­a estar más a la luz, de la que es sí­mbolo especial. El bautismo, en el nuevo ritual, exige que la pila se encuentre en clara relación con el ambón y el altar. Pero es evidente que tal relación no puede resolverse con la mera superposición o yuxtaposición material de los sí­mbolos. Corresponde al artista cristiano buscar soluciones oportunas y elocuentes; al proyectar la pila, sabrá realizar, con la libertad que le conceden las rúbricas, toda la simbologí­a propia del sacramento.

Tal ejemplificación es proporcionalmente aplicable a toda otra intervención en materia de reestructuraciones o de nuevas realizaciones; corresponde al sacerdote el deber, por su autoridad litúrgica y su responsabilidad, de colaborar con el artista, pero no el privilegio de sustituirle en su mismo plano técnico v estético.

VI. Normativa vigente
La normativa general que regula la relación entre arte y liturgia se encuentra fundamentalmente en la colección de decretos conciliares, y más directamente en el c. 7 (nn. 122-129) de la constitución SC. La aplicación de estos principios se rige por la instrucción ínter Oecumenici, del 26 de septiembre de 1964 (AAS 56 [1964] 877-900), que, en particular, con el c. 5, ofrece orientaciones más concretas para la construcción de las iglesias y de los altares, a fin de que se fomente más la activa participación de los fieles. Sobre el tema de la eucaristí­a, y por tanto del lugar y de los materiales necesarios para su celebración,tratan más especí­ficamente la instrucción Eucharisticum mysterium, de la Congregación de ritos (AAS 59 [1967] 539-573), y la Ordenación general del Misal Romano, del 3 de abril de 1969, sobre todo en los cc. 5 y 6. Los aludidos principios generales de la SC se recogen también en los capí­tulos introductorios a los nuevos libros litúrgicos y se aplican con las rúbricas que acompañan el texto de cada una de las celebraciones.

La normativa referente a la conservación y defensa del patrimonio artí­stico-sagrado ha sido ampliamente recogida en dos documentos: uno es la carta circular, con fecha de 11 de abril de 1971, de la Congregación del clero (AAS 63 [1971] 315-317); otro es el promulgado por la conferencia episcopal española el 29 de noviembre de 1980 (cf Documentos de la Conferencia episcopal española 1965-1983, BAC 459, Madrid 1984, 608-609).

En virtud de su derecho, reconocido por el Vat. II, cada conferencia episcopal posee la facultad de fijar directrices particulares en orden a la aplicación de los principios generales a las exigencias locales. La promulgación de estas normas particulares se realiza oficialmente en las revistas diocesanas. Tales directrices son particularmente útiles al artista que desee actuar a favor del servicio litúrgico en una concreta comunidad local.

El intérprete responsable de la normativa litúrgico-artí­stica, en cada diócesis, lo es la Comisión diocesana de arte sacro, a la que debe someterse toda nueva realizaclon en orden a su aprobación; a nivel nacional lo es la pontificia Comisión para el arte sacro, con sede en Roma.

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V. Gatti

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D. Sartore – A, M. Triacca (eds.), Nuevo Diccionario de Liturgia, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Liturgia

En la Biblia apenas se mencionan las artes pictóricas, escultóricas y gráficas, si bien la vida humana dio comienzo, no en un campo yermo, sino en un entorno paradisiaco, un jardí­n rodeado de árboles que no solo eran †˜buenos para alimento†™, sino †˜deseables a la vista†™. (Gé 2:9.) Además, se creó al hombre con la facultad de apreciar la belleza, la insuperable hermosura, diseño y ejecución artí­stica que rezuma la creación: flores, árboles, montañas, valles, lagos, cascadas, aves, animales, la propia criatura humana…, todo lo cual inspira alabanzas al Gran Creador. (Sl 139:14; Ec 3:11; Can 2:1-3, 9, 13, 14; 4:1-5, 12-15; 5:11-15; Ro 1:20.) Por consiguiente, tal y como se expone en este artí­culo, el arte trata en particular de la representación que por entonces se hizo de los objetos del mundo natural y de los diferentes materiales, así­ como conceptos de forma y expresión, que se usaron.
Ya en la época de Abrahán, en la Biblia se hace mención de ciertos regalos que se le dieron a Rebeca, como †œuna nariguera de oro†, brazaletes del mismo metal y otros artí­culos de oro y plata. (Gé 24:22, 53.) En las tumbas reales de Ur, ciudad en la que Abrahán vivió algún tiempo, se han desenterrado exquisitos objetos ornamentales que manifiestan gran habilidad artesanal. Sin embargo, muchos de los objetos de arte encontrados en yacimientos arqueológicos de Irak, Israel, Egipto y regiones circundantes guardan cierta relación con las religiones paganas idolátricas o con sus orgullosos gobernantes polí­ticos, una prueba de que la expresión artí­stica ya se habí­a pervertido.

Diversidad de materiales. El empleo que los egipcios, y tal vez los fenicios, hicieron del vidrio se remonta al II milenio a. E.C., aunque parece que se comenzó a usar en Mesopotamia, donde se han encontrado piezas de vidrio de buena factura que datan del III milenio a. E.C. Job, quien vivió hacia 1600 a. E.C., relacionó el vidrio con materiales preciosos. (Job 28:17.) Pese a su opacidad, se usó para hacer figuritas de animales, recipientes para perfumes, collares y demás bisuterí­a. Los romanos fueron de los primeros en conseguir vidrio transparente. (Compárese con Rev 4:6; véase VIDRIO.)
Los artesanos primitivos emplearon una variedad considerable de materiales: arcilla, madera, bronce o cobre, hierro, oro, plata, piedras preciosas y semipreciosas, vidrio, marfil, piedra caliza y mármol. (Véase SELLO.)

Arte hebreo. Aunque en algunos pasajes de la Biblia se manifiesta aprecio por el arte, no es posible tener una idea clara del arte hebreo debido a los pocos restos de su artesaní­a que han quedado. A su salida de Egipto, el pueblo llevó consigo artí­culos de oro y plata que tomaron de los egipcios (Ex 12:35) y que luego contribuyeron gustosos para la decoración del tabernáculo. (Ex 35:21-24.) La obra de construcción de esta tienda de reunión, con sus detalles ornamentales y equipamiento, dio salida a su genio artí­stico en trabajos de madera, metalisterí­a, bordados y joyerí­a, trabajos en los que llevaron la delantera en particular Bezalel y Oholiab, quienes también instruyeron a otros. Llama la atención que el mérito por sus aptitudes artí­sticas se atribuye a Jehová. (Ex 35:30-35; 36:1, 2.)
Antes de la edificación del tabernáculo, Aarón dio un uso indebido a su talento artí­stico al valerse de un buril para hacer una imagen fundida de un becerro. (Ex 32:3, 4.) Más tarde, Moisés (o tal vez alguien a quien designó) también demostró tener el mismo talento —aunque bien empleado— cuando hizo una serpiente de cobre. (Nú 21:9.) Sin embargo, los preceptos de la Ley que prohibí­an hacer imágenes con el fin de rendirles culto, aun no prohibiendo toda expresión de arte figurativo, seguramente tuvieron una influencia restrictiva en el arte pictórico y escultórico de los hebreos. (Ex 20:4, 5.) En vista del descarado culto idolátrico, tan común en todas las naciones circundantes, y del uso generalizado que se le daba al arte para propagar dicho culto, es patente que los observantes de los preceptos de la Ley y los encargados de velar por su cumplimiento verí­an con recelo tanto las pinturas como las tallas de figuras humanas o animales. (Dt 4:15-19; 7:25, 26.) Los querubines que habí­a en el tabernáculo hasta se cubrí­an con una tela con el fin de evitar que el pueblo los mirase (Nú 4:5, 6, 19, 20) y los que más tarde hubo en el templo solo los veí­a el sumo sacerdote una vez al año. (1Re 6:23-28; Heb 9:6, 7.) Además, después de haber entrado y haberse establecido en la Tierra Prometida, la vida eminentemente agrí­cola de los israelitas les dejó poco tiempo libre y escasos medios económicos para dedicarse a la creación de ambiciosas obras de arte.
La única obra de arte que se menciona durante el perí­odo de los jueces estaba relacionada con prácticas religiosas apóstatas. (Jue 2:13; 6:25; 8:24-27; 17:3-6; 18:14.)

Obras de arte durante la monarquí­a. Si bien es cierto que la antigua nación de Israel no se distinguió por sus obras de arte, hay muestras de que, cuando hubo ocasión, produjo obras de innegable calidad artí­stica que alcanzaron un amplio reconocimiento y admiración. El profeta Ezequiel refiere que Jehová adornó y engalanó la ciudad de Jerusalén, de tal modo que †œ†˜empezó a salir entre las naciones un nombre debido a [su] belleza, porque esta era perfecta a causa de mi esplendor que coloqué sobre [ella]†™, es la expresión del Señor Soberano Jehovᆝ. (Eze 16:8-14.) No obstante, los siguientes versí­culos (15-18, 25) muestran que esa belleza se empleó con fines torcidos, pues Jerusalén se prostituyó con las naciones vecinas. En este mismo sentido, el profeta Jeremí­as escribió que los que contemplaron a Jerusalén después de su caí­da ante Babilonia exclamaron: †œ†˜¿Es esta la ciudad de la cual solí­an decir: †œEs la perfección de la belleza, un alborozo para toda la tierra†?†™†. (Lam 2:15; compárese con Sl 48:2; 50:2; Isa 52:1.) Asimismo, el templo de Salomón fue una obra artí­stica de consumada belleza, a la que se llegó a llamar †œcasa de santidad y hermosura†. (Isa 64:11; 60:13.)
Con relación a la construcción del templo erigido durante el reinado de Salomón, se han hecho muchos comentarios en las obras de consulta acerca de la supuesta falta de artesanos israelitas diestros, hasta el punto de prácticamente atribuir todo el mérito a los fenicios. Sin embargo, el texto bí­blico señala que Salomón solo solicitó los servicios de un artesano fenicio, aparte de los leñadores que el rey Hiram tení­a en los bosques del Lí­bano y sus mamposteros. (1Re 5:6, 18; 2Cr 2:7-10.) El artesano enviado, también llamado Hiram, era un fenicio-israelita especializado en orfebrerí­a, bordados y grabados. El texto bí­blico alude a los hombres hábiles de Salomón, y en el mismo pasaje el rey Hiram los menciona junto con los hombres hábiles de David, el padre de Salomón. (2Cr 2:13, 14.) David le entregó a su hijo los planos del templo y de todas sus dependencias, con los que le proporcionó †œperspicacia para la cosa entera por escrito, de la mano de Jehová […], aun para todas las obras del plano arquitectónico†. (1Cr 28:11-19.) El infiel rey Acaz, en cambio, se encariñó con un altar pagano que vio en Damasco, y envió †˜su diseño y modelo†™ a Uriya, el sacerdote, con el fin de hacer una reproducción del mismo. (2Re 16:1-12.)
El rey Salomón también hizo un gran trono de marfil revestido de oro, de un diseño singular: tení­a seis escalones hasta el trono, flanqueados por figuras de leones, y un león a cada lado de los brazos del trono. (1Re 10:18-20.) El Salmo 45:8 alude a la abundancia de marfil en la decoración del palacio real. Parece que en el reino septentrional de Israel, cuya capital fue Samaria, a partir del reinado de Acab llegó a ser popular el uso de tallas de marfil en muebles, artesonados y objetos de arte. (1Re 22:39; Am 3:12, 15; 6:4.) Han sido cuantiosos los hallazgos arqueológicos de piezas de marfil, placas y artesonados en lo que debió ser el recinto palaciego. Se han encontrado algunas piezas con incrustaciones en oro, lapislázuli y cristal. En Meguidó han aparecido unas cuatrocientas piezas de marfil que datan, según estimaciones, del siglo XII a. E.C., entre las que habí­a artesones exquisitamente tallados, cajitas con incrustaciones de marfil y tableros de juegos.
En una de las visiones de la apóstata Jerusalén, el profeta Ezequiel vio representaciones de reptiles, animales e í­dolos talladas en una pared del recinto del templo. (Eze 8:10.) Asimismo, se dice que la simbólica Oholibá (que representó a la infiel Jerusalén) vio imágenes de caldeos talladas sobre una pared pintada de bermellón, un pigmento rojo brillante. (Eze 23:14; compárese con Jer 22:14.)

El arte y el cristianismo. Pablo, testigo de excepción del esplendor artí­stico de Atenas —desarrollado en torno al culto a las deidades griegas—, expuso ante un grupo de oyentes lo ilógico de que el hombre, que debe su vida y su existencia al verdadero Dios y Creador, se imaginara †œque el Ser Divino [fuese] semejante a oro, o plata, o piedra, semejante a algo esculpido por el arte e ingenio del hombre†. (Hch 17:29.) Con ese razonamiento demostró que la belleza artí­stica, no importa lo impresionante o atractiva que pueda ser, no es en sí­ misma prueba de que una religión sea verdadera. (Compárese con Jn 4:23, 24.)
No hay registro ni prueba material de que los cristianos del primer siglo hayan realizado obras de arte. Solo a partir de los siglos II y III aparecen en las catacumbas pinturas y esculturas atribuidas a los cristianos nominales. Sin embargo, después de la fusión Iglesia-Estado, acaecida en el siglo IV, se empezó a dar al arte una importancia que con el tiempo igualó a la que se le daba en las religiones paganas, con las que solí­a tener alguna afinidad o a las que hasta imitaba tanto en los simbolismos como en los conceptos formales. El catedrático de Historia del Arte del Medievo de la universidad francesa de la Sorbona, Louis Réau, demostró en su obra Iconographie de l†™art chrétien (Parí­s, 1955, vol. 1, pág. 10) que los historiadores del arte habí­an reconocido hací­a tiempo ese sustrato del paganismo, del que no deberí­a responsabilizarse solo a los artistas, sino a los criterios que la propia Iglesia habí­a mantenido. Réau señaló (pág. 50) que la Iglesia escogió respetar †œlas costumbres ancestrales y continuarlas, cambiándolas de nombre† en lugar de convertir de verdad a los paganos para que abandonasen sus prácticas y formas de adoración.
No sorprende, por tanto, encontrar los signos del zodiaco —de uso tan corriente en la antigua Babilonia— en algunas catedrales, como ocurre en la de Notre Dame de Parí­s, en la que aparecen sobre la puerta de la izquierda y en el gran rosetón central, en torno a la figura de Marí­a. (Compárese con Isa 47:12-15.) Asimismo, en una guí­a de la catedral de la ciudad francesa de Auxerre se explica que en la entrada principal †œÂ¡[…] el escultor plasmó juntos a ciertos héroes paganos: un Eros [deidad griega del amor] durmiendo desnudo […], un Hércules y un sátiro [uno de los semidioses griegos semihumanos]! En la parte inferior derecha se halla una representación de la parábola del hijo pródigo†.
De manera similar, a la entrada de la catedral de San Pedro, en Roma, no solo aparece la figura de Cristo y la de la †œVirgen†, sino también la de Ganimedes †œarrebatado por el águila† y convertido en el escanciador de Zeus, el rey de los dioses, y la de †œLeda [madre de Cástor y Pólux] fecundada por el cisne† (Zeus transformado en cisne). Al abundar en su comentario sobre la influencia del paganismo en el arte, Louis Réau pregunta: †œ¿Qué ha de decirse, entonces, de la pintura del Juicio Final que está en la Capilla Sixtina, la capilla más importante del Vaticano, en la que puede verse al Cristo desnudo de Miguel íngel arrojar un rayo como lo harí­a Júpiter [el padre de los dioses romanos], y a los condenados atravesar el rí­o Estigia [rí­o o laguna por el que, según los griegos, tení­an que cruzar los muertos] en la barca de Caronte?†. El mismo añade: †œUn ejemplo como este, con el respaldo de la más alta jerarquí­a [la del papado], no podí­a por menos que imitarse†.
Puede verse por todo lo expuesto que el antiguo Israel no le concedió al arte una mayor importancia, y que para la congregación del Israel espiritual del primer siglo, el arte era una disciplina prácticamente inexistente. Más bien, fue en el campo de la literatura en el que superaron a otros pueblos, pues Dios los usó para producir una obra literaria de belleza incomparable, no solo por su estilo, sino, sobre todo, por su contenido: la Biblia. El texto inspirado es †œcomo manzanas de oro en entalladuras de plata†, verdades transparentes y brillantes que rivalizan con las gemas más hermosas, e imágenes literarias que transmiten cuadros y escenas de una magnificencia y encanto que ningún artista humano serí­a capaz de reproducir. (Pr 25:11; 3:13-15; 4:7-9; 8:9, 10.)

Fuente: Diccionario de la Biblia

I. Significación de la palabra e historia del concepto
Arte, en el sentido más general de la palabra, significa entender de algo y, juntamente, la forma fundamental de un comportamiento del hombre adoptado libremente y dominado con maestrí­a. El término latino ars, al traducir la palabra griega tekné, evoca ante todo la dimensión de la poiesis,, de la producción de una obra, dimensión que, junto a la pura teoria (el -> conocimiento cientí­fico por amor a la –> verdad del mismo) y la praxis (la actuación moral por amor al -> bien), abre el tercer campo fundamental del comportamiento del hombre con el -> mundo, y, dentro de la mentalidad griega, reduce a unidad primigenia ambos campos de actividad: el trabajo artesano y el artí­stico propiamente dicho. Esta reducción se funda en que aquí­, lo producido libre y “artí­sticamente” por el hombre, pertenece originalmente a lo que se ha hecho necesaria y “naturalmente”, en cuanto el mismo hombre es entendido como salido de una naturaleza experimentada como divina, la cual le concede inmediatamente el espacio limitado de su operación libre. A base de esa referencia inmediata el parto de la naturaleza hay que entender, tanto la interpretación del a. en Platón, que para él es una imitación de la forma imperfecta de la naturaleza, a través de la cual irradia su “idea” perfecta, cómo la interpretación del a. en Aristóteles, para quien éste es el perfeccionamiento de lo que en la naturaleza permanece imperfecto (y, por tanto, es una imitación de la misma fuerza original que configura la naturaleza).

La unidad entre la producción artesana o técnica y la artí­stica propiamente dicha, se manifiesta todaví­a en el concepto de ars en la antigüedad tardí­a y en la edad media, e igualmente en la manera como la sociedad entendí­a al artifex y éste se entendí­a a sí­ mismo. Pero, evidentemente, al mismo tiempo se amplió el significado del término, extendiéndose también a la habilidad en la acción práctica (p. ej., en la polí­tica) y en el conocer teórico (en la ciencia pura). Si así­ todos los múltiples modos de la conducta humana son concebidos como desarrollo de una primigenia ars humana, del a. de afianzar la existencia en el mundo, luego, en la experiencia de la fe cristiana se radicaliza por principio el contraste entre el hombre y el mundo, entre el “arte” (en el sentido más lato) y la naturaleza; y esto porque aquí­ el hombre ya no recibe su libertad del contorno de la naturaleza en el que él mismo está enclavado, sino que la recibe inmediatamente del Dios creador, del Dios supramundano y absoluto. Como creación suya “ex nihilo”, el mismo mundo ostenta una estructura artí­stica y técnica, y de su ars divina participa el ars humana.

A decir verdad, el carácter absoluto que así­ adquiere la libertad humana – no sólo como libertad “del” mundo, sino también como libertad “en medio” del mundo-, permanece latente mientras, a causa de la transcendencia teológica, la relación del hombre con el mundo que él se encuentra y tiene abierto ante sí­ queda limitada al uti, y el frui se reserva para la plenitud óntica del más allá (H. Blumenberg). Mas en la medida que modernamente la fundamental vinculación a la transcendencia teológica pierde su evidencia y solidez, desaparece esta distinción de uso y goce en la relación del hombre con el mundo, y el segundo aspecto es entendido como el fundamental y como el que primariamente ha de repercutir en la configuración del mundo. El carácter absoluto de la libertad humana en su radical distinción del mundo y respecto del mundo se hace ahora efectivo y decisivo. En este proceso se fundan: 1) la posibilidad y necesidad de asir y descubrir ahora el mundo, ya no como patente y dado, sino como tarea siempre futura de ordenación y configuración (-> cultura); 2) la autonomí­a de dicho proceso general en sus concretos modos fundamentales de “cultura”; 3) la violencia propia de esa “actividad creadora” que abre el mundo y da forma a la sociedad, la cual no se rige por otras consideraciones que las que sus propias posibilidades; bien sea en el campo de la técnica, o en el de la polí­tica, o en el de la ciencia, o en el del a. en su sentido auténtico (“el a. está en la naturaleza, el que puede arrancarlo de ella, lo tiene”, Alberto Durero), etc. Pero se trata de una violencia que va de todo en todo unida con la posibilidad de dirigirse al mundo en esta inminencia con una especie de apasionada devoción cósmica, y que tampoco excluye, sino que incluye el descanso en la contemplación fruitiva de la obra lograda.

Sólo sobre este fondo del cambio histórico en el modo de entender a Dios, al mundo y a sí­ mismo, hay que comprender ciertas evoluciones modernas y sus interpretaciones. Por ejemplo: la “disociación” entre los diversos campos culturales, si bien, a despecho de la afirmada autonomí­a cultural, se advierte de hecho una “influencia” o bien unilateral o bien recí­proca entre ellos; la percepción de la diferencia entre las actividades intramundanas de tipo particular dentro del horizonte de una determinada unidad de ordenación del mundo, por una parte, y la misma actividad configuradora y ordenadora del mundo, por otra parte, concretamente, entre la producción manual y técnica, de un lado, y el a. en sentido auténtico, de otro. Y con relación al a. hemos de advertir que cada una de sus obras hace a la vez brillar y estar presente el sentido total o el “mundo” del hombre de un tiempo, siendo de notar igualmente que el a. se vale de manera creciente de los medios auxiliares de la -a técnica, no sólo para la “producción” y la difusión de lo producido, sino también para abrir posibilidades enteramente nuevas de la creación artí­stica (a. de la fotografí­a, cine, televisión, música electrónica). Además de lo dicho recordemos particularmente la “liberación teórica” del a. de su anterior vinculación total a la -> “religión”, si bien no puede negarse que precisamente ahora el a. (al ser interpretado, p. ej., como “complemento y elevación de la existencia”, como “redención de las cosas para su verdad y su esencia definitiva”) ha podido revelar ciertos rasgos esenciales que primitivamente latí­an ya en el ámbito de la experiencia religiosa; y finalmente, la exaltación del artista a la condición de un prototipo de la existencia humana, e incluso de un “genio” (como la forma más perfecta del verdadero ser humano), a la condición de un espí­ritu soberano, vidente y artista a par, para quien, en su acto creador y configurador de la contemplación, el mismo mundo se convierte en obra de arte, en un verdadero theatron (E. Brunner).

En cuanto la pura contemplación que halla su satisfacción en su mismo acto sensible y espiritual a la vez, es entendida como un rasgo fundamental y destacado del a., éste pasa a ser tema de la -> estética. “Contemplación” ( aisthesis ) significa aquí­ el modo originario y óptimo del encuentro, facilitado por los sentidos, con las cosas en el tiempo y el espacio. Según predomine la estructura espacial o temporal cabe distinguir: artes del espacio, referidas primariamente al sentido de la vista (arquitectura, artes plásticas y pintura); artes del tiempo, referidas primariamente al sentido del oí­do (poesí­a como “arte de la palabra”, música como a. del sonido), y artes que se representan en un movimiento espacial y temporal (danza, espectáculos).

II. Teorí­a estética: lí­mites y correcciones
En cuanto la estética, bajo el tí­tulo de lo “bello”, elabora los elementos estructurales de la pura contemplación, la cual se realiza y demora en el medio de la sensibilidad, así­ como de su objeto, que es la aparición sensible, y los elabora puramente como tales (como pertenecientes a la contemplación), pierde totalmente de vista la diferencia entre la obra de a. como “artí­sticamente” bella, por una parte, y lo “naturalmente” hermoso, por otra. Que en el “objeto estético” no se trata del objeto en su resistencia real y cotidiana, en la cual, repeliéndonos de él, se queda inmerso en la red de finalidades teóricas o prácticas (p. ej., como un ejemplar en principio sustituible para el descubrimiento de leyes teóricamente comprensibles, o como un medio en principio sustituible en la serie de realizaciones de fines prácticos); que aquí­ se trata más bien de algo concretamente dado, de algo que es real en la percepción y que se agota con ser aparición, de algo ajeno a los fines o a los intereses, privado de su condición de cosa real, transparente; que en esta aparición el objeto estético es solamente él mismo -irrepetiblemente único, cerrado en sí­ mismo y con significado propio-; y que en este ser él mismo se alza excelsamente sobre la realidad cotidiana y se alza a la distancia del “hermoso esplendor” (mas no como una ilusión psicológicamente interpretada); todas esas notas son rasgos esenciales que marcan igualmente lo “artí­sticamente” bello y lo “naturalmente” bello. Y en ambos casos experimenta, consiguientemente, el “contemplador estético” que, liberado momentáneamente de la distracción de las múltiples tareas del cotidiano existir, en el acto del contemplar “desinteresado”, que halla su satisfacción en sí­ mismo (en lugar del oí­r y ver ordinario, dirigido a fines de fuera), vuelve a sí­ mismo y halla así­ descanso.

La cuestión sobre lo que es el a., orientada inmediatamente por el concepto de lo bello, no alcanzará la amplitud de su tema mientras no parta de que una obra de a. es una obra, es decir, un producto del hombre. Pero en tal caso es decisivo qué se entiende por hombre y la manera cómo se entiende al hombre: ¿Se lo entiende, a estilo de una antropologí­a biológica y psicológica (que no raras veces constituye aun hoy dí­a el fundamento de las teorí­as culturales y sociales), como un ser dotado, entre otras cosas, de capacidades, instintos y necesidades estéticoartí­sticas, que habrí­an permanecido formalmente invariables a lo largo de la historia de la humanidad y de las que habrí­a que deducir indistintamente la pintura prehistórica de las rocas, los tejidos de ornamentación totémica de los indios norteamericanos, los cantos rituales de los negros africanos, las danzas de los templos japoneses, el arte plástico de Grecia, las catedrales góticas, la lí­rica romántica; tan indistintamente como la forma de considerar supuesta por la estética correspondiente a tal mentalidad puede en principio “gozar” estéticamente en igual manera de todos estos productos del hombre sin darse cuenta del condicionamiento histórico del mismo punto de vista estético, ni preguntar por su adecuación y posible legitimación respecto de dichos productos? ¿O se entiende más bien al hombre como el ser que, en medio de una ascensión constante (nunca terminada y, por tanto, siempre realizable de otro modo) se eleva por encima de sí­ mismo como individuo y como sociedad limitada y por encima de toda realidad particular de esta vida personal y social, con el fin de ser libre para aquello más grande, que descuella y se levanta por encima de él mismo, de la sociedad y de todo lo particular: para el sentido, históricamente siempre vario, del todo, que sostiene y determina todo lo particular? Partiendo de aquí­ no se manifiesta el a. primariamente como realización humana estructurada por factores individuales y colectivos, la cual, como manifestación personal de importancia intrasocial, “tiene” una historia, sino como un modo fundamental de hacerse la historia misma. El a. es el modo como en una obra particular del hombre se revela sensiblemente la totalidad del ente, la verdad o el mundo en cuanto fundamento y orden estructurante -históricamente siempre otro y siempre nuevo – de todo lo que es, y a la inversa, es el modo como el hombre de un momento histórico se coloca por dicha obra ante la verdad de su mundo y reflexiona así­ sobre su propia esencia y sobre la esencia de su comunidad.

III. El carácter histórico y social del arte
Puesto que en el a. entra en juego la verdad del todo y él transciende consiguientemente el orden de la experiencia cotidiana y de sus verdades parciales, no es en sí­ mismo completamente planificable ni forzable, sino que, a pesar de todo el necesario esfuerzo personal y social, es a la postre felizmente casual, nace sin fatiga, lleva el sello de lo libre y libera. Precisamente los tiempos de “crisis culturales”, en los que está en decadencia la fuerza obligatoria del orden hasta entonces vigente y no se ha consolidado todaví­a un nuevo mundo (bien sea para el individuo, o bien para la sociedad), demuestran cómo el a. no le es posible al hombre en todo tiempo, con independencia por principio de la historia, y, consiguientemente, cómo no constituye solamente el producto de un esfuerzo individual y colectivo, sino que, como la historia misma, es el evento de la unidad indí­soluble entre el favor histórico y la voluntad humana, entre don y apropiación, entre suerte y mérito (-> historia e historicidad). Así­, pues, en este acontecer unitario del a. están integrados momentos cuya abstracción metódica para posibilitar la investigación de ciencias particulares es legí­tima mientras se mantenga la conciencia de la limitación ahí­ implicada y no se pretenda una comprensión total del a. como historia y de la historia del a. P. ej., el medio del a. es sin duda la intuición, la sí­ntesis sensible de una multiplicidad en una unidad articulada y la representación sensible de esta unidad. Pero ni el modo (el “estilo”) de esta sí­ntesis ni en general el carácter cualitativo de la representación permanece invariablemente igual a lo largo de la historia (como lo supone la estética y en gran parte también las teorí­as sobre el a.), ni, supuesto ya el reconocimiento de un cambio histórico de la contemplación, cabe entenderlo como un proceso independiente y autónomo (p. ej., la historia del estilo, como historia de la “visión” en H. Wülfflin). La contemplación está ligada a la obra, a las posibilidades técnicas de tipo material y formal de su producción; pero el material, los instrumentos y su evolución (G. Semper) no constituyen ya por sí­ solos la esencia del a. ni determinan exclusivamente su historia. La obra es un testimonio del hombre, del individuo en la sociedad, de su mutua relación, un testimonio también de la posición social del artista, de la importancia que se atribuye al arte en la vida de una sociedad, de la apertura de la comunidad a la obra artí­stica y de su influjo en la misma obra de a. Pero el a. y su obra no se resuelven en ser y ejercer una función social entre otras, que puede estudiarse sobre todo en las relaciones artista (productor) – obra de arte, (experiencia artí­stica) – público (consumidor) y en las variaciones históricas de las mismas (sociologí­a e historia social del a.). Como testimonio del hombre, hecho obra, es más bien el a. signo intuitivo de la inclinación histórica al mundo y de la libre apropiación y configuración del mundo y del mismo hombre como individuo y como comunidad (-> formación), es signo consiguientemente de la respuesta del hombre a una llamada que puede y debe sin duda concretarse también en las expectaciones y tareas que una sociedad impone a sus miembros, pero que no se identifica simplemente con estas expectaciones y tareas, porque no brota de la sociedad y no está, por ende, a su disposición, sino que va dirigida y afecta tanto al individuo como a la misma comunidad.

Sólo en virtud y en la medida de la comunidad entre hombres particulares que comulgan en su respuesta al mundo, consistente en la apropiación del mismo y en la decisión de su destino; sólo en virtud y dentro de un horizonte homogéneo en la visión de la propia época, del sentido y orden del mundo y de la existencia común, puede y debe ser el a. “expresión”, “comunicación” y “vivencia”. Cabe ciertamente que el a. de una época, tanto en su configuración plástica y formal como en el contenido expresado, anticipe en tal medida la historia, que no sea entendido en el momento de su aparición, y sólo se le comprenda cuando y en la medida en que su verdad futura se haya convertido en evidencia general del “hoy”. Pero si el a. renuncia por principio a este “querer ser entendido” o pretende conscientemente limitarse a un cí­rculo reducido de “consagrados” y “elegidos”; si se funda consiguientemente en la experiencia inmediata de una “verdad” contradictoria en sí­ misma, absolutamente individual o absolutamente esotérica, y no en las exigencias de una llamada común, salida de una verdad que por esencia es universalmente obligatoria, entonces, en la medida de la reducción al campo privado y esotérico, el a. pierde su propia esencia, y la pasión del impulso artí­stico adopta más y más las facciones del monólogo patológico y del aislamiento, terminando no sólo en el fracaso ante la sociedad, sino también en el fracaso de la misma obra de a. Y, por otro lado, cuando la esencia del a. ya no es entendida partiendo de la experiencia inmediata de una exigencia superior que envuelve al individuo y a la comunidad, la cual toma como signo la obra de a. y consiste en la llamada de la verdad histórica a la configuración del mundo y al encuentro del hombre consigo mismo; cuando, por el contrario, esa exigencia se identifica plenamente con las esperanzas y tareas sociales, la verdad es interpretada como mero consentimiento fáctico y se cree que cabe enfocar el a. exclusivamente como un fenómeno de la comunicación interhumana; en tal caso, a esta total socialización metódica corresponde en la práctica la violación del a., que se convierte en medio de propaganda de la teorí­a y a la vez en instrumento de realización de los fines prácticos en la sociedad totalitarista. En ella el a. no será ya testimonio de la transcendencia, del -a sentido histórico que lo abarca todo y de la experiencia de un imperativo absoluto, testimonio frente al cual queda siempre la libertad de la propia decisión; más bien, en ella el a. debe convertirse en instrumento de una tendencia particular, de una verdad parcial absolutizada y de un fin polí­tico, en un instrumento a través del cual queda avasallada la libertad del individuo que es obligado a una determinada uniformidad y considerado como mera función de dicha tendencia.

Otro modo de decadencia del a. aparece cuando faltan el í­mpetu y el esfuerzo para encontrar una forma propia de configurar la obra artí­stica de acuerdo con la experiencia y la verdad peculiares de un tiempo, y cuando, en lugar de este esfuerzo, se recurre simplemente a la imitación consciente de estilos históricos. Un a. y su obra de este jaez son falsos e inauténticos aun cuando el dominio formal de los elementos estilí­sticos de una pasada época artí­stica haya llegado hasta el virtuosismo. Una claudicación en ese esfuerzo por hallar la propia forma artí­stica, también es siempre un signo de la falta de fuerza y unanimidad en la sociedad de una época para configurar responsablemente su mundo común y su vida común.

IV. Tradición y actualidad
La única actitud adecuada a la grandeza de un a. pasado no puede ser nunca la irreflexiva imitación estilí­stica; más bien ha de brotar solamente de la fidelidad al propio origen, de la obediencia a la verdad fundamental del tiempo captada por la experiencia histórica, del valor para cumplir el encargo propio e irrepetible. El carácter ejemplar del gran a. de una época histórica nunca estriba únicamente en la perfección formal de sus obras, como si éstas tuvieran una eterna validez canónica para todos los tiempos; se debe más bien a la afortunada coincidencia entre la forma externa y la ley interna bajo la cual estuvo esa época y sólo esa época. En semejante coincidencia “afortunada” o “clásica” queda atestiguado que el hombre de este tiempo aceptó su mandato histórico y en él buscó y encontró su propia esencia. Así­, en todo gran a. del pasado nos sale al encuentro la figura de un ser humano distinto en cada época histórica. Y sólo por ese encuentro es posible hoy dí­a la propia formación personal y la formación social, en un momento de suma diferenciación cultural, que está codeterminado por una movida tradición y se halla en contacto con numerosas culturas extrañas. Por eso, la actitud adecuada ante el a. de tiempos pasados tampoco puede agotarse con la piedad que cuida de la restauración y conservación de las obras en los museos, ni con en el peregrinar aguijado por el deseo de saber a través de colecciones, salas de concierto, teatros y monumentos, sino que necesita más bien de un descubrimiento interpretativo, el cual no permite que la obra de a. de un tiempo pasado se convierta en objeto de una mentalidad estética que nivela toda particularidad y diferencia histórica, sino que la repone en su mundo, aun cuando al reponerla y precisamente por ello pierda su aparente familiaridad y autonomí­a y se haga extraña.

La extrañeza subirá y debe subir de punto al retroceder hasta épocas anteriores de la propia tradición cultural, pero sobre todo al pasar a culturas extrañas y más antiguas. El retroceso y el tránsito muestran no sólo una diversidad en las formas estilí­sticas e interpretaciones del mundo, sino a la vez una profunda modificación cualitativa de la representación sensible de la misma contemplación. Por ejemplo, el arte de las llamadas culturas primitivas como representación mágico-mí­tica, como presencia real de lo extraordinario, de lo santo, de lo demoní­aco, de lo divino (el danzante, el enmascarado como Dios; la “magia” de la caza en las representaciones paleolí­ticas de animales, etc.), se identifica en tal medida con la religión y sus actos de culto, que resulta problemático si aquí­ todaví­a (o ya) puede hablarse de a. y de obra de a. en un sentido auténtico. También en las culturas superiores sigue dominando esta unidad, en forma correspondiente a la religión en cuestión (la estatua egipcia como representación donde toma cuerpo la divinidad, o el rey, o el hombre; la danza japonesa en el templo como representación que hace presente e instaura el acontecer rí­tmico del cosmos, de la acción de la misma divinidad; la contemplación de la imagen como ceremonia religiosa en China; el drama griego según su origen en los sacrificios dionisí­acos, etc.).

El a. como representación sagrada penetra también en la historia de la antigüedad y en la edad media cristianas (los iconos bizantinos, la imagen venerada y milagrosa de la edad media, el sentido religioso de la forma del templo como casa de Dios, etc.), si bien aquí­, dada la experiencia en la fe cristiana de la absoluta transcendencia del Santí­simo y, a la vez, de su singular -> encarnación histórica, está puesto el fundamento de una radical disolución de la identidad entre a. y religión, una disolución que en adelante ya sólo podrá dejar al a. el poder de representar a manera de sí­mbolo espiritual (por de pronto a servicio enteramente de la existencia religiosa) y que con el renacimiento conducirá al avance decisivo, a la “independencia” del a., es decir, a la revelación de su propia esencia y, con ello, también a la revelación de los lí­mites de su esencia. Desde entonces el a. sigue legí­timamente representando “temas” religiosos, ocupándose con “tareas” religiosas.

Pero la vinculación al culto y a la religión no es ya un elemento necesario y constitutivo del a., y bajo esta perspectiva el a. estrictamente entendido, no sólo es “profano” por su esencia, no sólo está en el atrio o directamente fuera de lo sagrado, si bien precisamente así­, teniendo conciencia de este hallarse fuera y enfrente, se refiere a lo sagrado, sino que es también “secular”, pues su tema esencial es el -> mundo, como el mundo entregado al hombre.

Con esta desvinculación del a. respecto a lo religioso y cultural, se diferencian y dilatan a la vez las artes mismas, que antes se uní­an aún en gran parte en una unidad determinada por el fin, la cual abrí­a y también limitaba sus posibilidades (así­ p. ej., las artes plásticas, la pintura y la escultura, que iban ligadas a la arquitectura en la construcción medieval de las iglesias). Por otra parte, la emancipación religiosa hizo posible una relación completamente nueva con el elemento religioso. Lo cual se pone de manifiesto cuando el a., incluso en la adopción – ahora libre – de temas religiosos, mantiene aquella distancia ganada por la conversión de su mirada al mundo y al hombre, y precisamente así­ abre a la experiencia religiosa nuevos y originales fundamentos, sobre todo, la limitación esencial del esplendor y de la riqueza, la desnudez y pobreza de lo mundano y humano, que de esa manera se presenta como necesitado de redención. O también cuando el a. asume la tarea de anunciar y cumplir por sí­ mismo la promesa religiosa, mediante la transfiguración estética de la relación al mundo, mediante el arrebatamiento sacerdotal del artista, mediante la formación de miembros para la “comunidad”.

Más hondos y oprimentes que estos problemas son aquellos que se le presentan actualmente al a. por la indetení­ble y progresiva dirección y organización económica, social y polí­tica de todos los ámbitos de la vida (–> industrialismo). Ese “mundo administrado” llevó consigo: la clasificación de los artistas entre los representantes de las “profesiones libres”, motivada por el moderno mundo del trabajo, o su creciente tránsito a la condición de “empleados”, para vincularse a instituciones del moderno “trabajo cultural”; el cambio del carácter de la obra de a., que pasa a ser un producto negociable en el mercado artí­stico; el todaví­a no ponderable influjo del moderno público de masas en la creación artí­stica y en el a. en general.

Alois Halder

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

tecne (tevcnh, 5078), arte, artesaní­a, oficio. Se usa en Act 17:29 del arte plástico; en Act 18:3, de una artesaní­a u oficio; en Rev 18:22, “oficio”. La RV vierte el primer pasaje como “artificio”. Véase OFICIO.¶

Fuente: Diccionario Vine Nuevo testamento

En el curso de su larga historia Palestina y Siria fueron ocupadas por diversos pueblos y culturas, y no es fácil hacer una distinción entre el arte heb. o judío y el egp., el sirio, el mesopotámico o el fenicio contemporáneos, o el arte judío posterior de las importaciones, imitaciones o influencias helenística y grecorromana. En cada período, sin embargo, es posible ubicar ciertos estilos locales que se encuentran en contextos definidos tomando como base los aportes de la *arqueología.

a. Arte prehistórico

Los grabados natufianos en hueso de la región del Carmelo (ca., 8000 a.C.), los mangos de hoces tallados, una pintura de una gacela en ocre rojo sobre piedra caliza, o la decoración de cráneos con conchas de cauris, práctica seguida en la Jericó neolítica anterior a la alfarería (ca. 6500 a.C.), constituyen, junto con estatuillas y figuras votivas, indicios de una larga historia artística. El mural más antiguo que se conoce proviene de Teleilat Ghassul en el valle del Jordán (ca. 3500 a.C.). Un fresco policromo utiliza figuras geométricas centradas en una estrella de ocho puntas rodeada de figuras y dragones (?). Otros muestran un ave o un grupo de figuras, posiblemente adoradores de alguna deidad. El estilo nos recuerda la Asiria contemporánea (Tell Halaf). Los habitantes neolíticos de Jericó también decoraban alfarería roja pulida con diseños geométricos. En otras partes se trabajaba con *marfil y hueso en la fabricación de objetos valiosos tales como estatuillas y mobiliario (p. ej. Abu Matar, ca. 3900–3300 a.C.).

b. Arte cananeo (3000-ca. 1200 a.C.)

El arte cananeo debe estudiarse ahora según la evolución regional que ha experimentado, y que va desde la estatua finamente grabada de Tell Mardih (* Ebla) y la copa de plata grabada de Ain Samiyeh (ambas con influencia mesopotámica) hasta las versiones locales más comunes de estatuillas e imágenes. Las estatuillas de metal de Biblos, los marfiles incrustados y recortados en forma de siluetas pertenecientes a la tumba de El Jisr (MB II) muestran una fuerte inspiración egipcia, mientras que los ortostatos basálticos en relieve del palacio de Yarimlim de *Alalak del ss. XVIII no son diferentes a los que también se han encontrado en Anatolia y Palestina (Hazor). La figura de Yarimlim, como la escultura posterior de la figura sentada de Idrirni de Alalak (ca. 1460 a.C.), parece evidenciar un origen de tipo sumerio.

Ya para la edad de bronce tardía se dan en escultura muchas formas artísticas compuestas locales, tales como la estela de Baal, que es una mezcla de arte egipcio (postura y parte del vestido), anatolio (el casco y el estilo del peinado) y sirio (el vestido). Se han comparado talladuras en marfil de este período con expresiones artísticas micénicas y mesopotámicas. Un plato de oro finamente labrado de *Ugarit emplea motivos mitológicos. Hacia fines de este período aparece una serie de relieves que siguen la tradición de las estelas esculpidas de Bet-seán (MN II bajo influencia egp.) y placas votivas dedicadas al dios local MekaI de Jirbet Balua (Transjordania). Estas imágenes de *ídolos incluyen una estatua de bronce recubierta de oro procedente de Meguido y figuras esculpidas en marfil, diestramente ejecutadas, de Laquis, Tell el-Fara o Meguido (s. XII). De este período también proviene una constante corriente de alfarería pintada que utiliza motivos locales, aunque algunos ya eran conocidos en Siria y Mesopotamia. Una decoración característica en espiral y con “pájaros” identifica los jarros y las cráteras de los filisteos en la zona costera.

c. Arte hebreo (ca. 1200–586 a.C.)

Parecería haber poco cambio en los productos locales, que se hallaban en un período de declinación en todo el antiguo Cercano Oriente, cuando los israelitas entraron en la tierra prometida. Aparentemente no importaron formas autóctonas, aunque no carecían de un grado de aprecio por el arte o su empleo en las *artes y oficios. Habían aceptado joyas finas de los egipcios como regalos (Ex. 12.35) y habían empleado el oro y la plata para fundir un becerro con influencia egipcia después del éxodo (Ex. 32.2–4). Los israelitas entregaron sus artículos más preciados para adornar el *tabernáculo construido bajo la dirección de un nativo de Judá, Bezaleel, que estaba capacitado para diseñar y trabajar la madera y el metal y hacer *bordados (Ex. 35.30–33).

Cuando la prosperidad aumentó bajo David y Salomón, los hebreos recurrieron a artistas fenicios para capacitar a sus propios artesanos. Como los planos para el diseño arquitectónico y la construcción del palacio de *David y el *templo de Salomón en Jerusalén recibieron aprobación del rey, esto puede indicar que el gusto hebreo local no era significativamente diferente del de sus vecinos en Sirofenicia.

El segundo mandamiento, que condena la hechura de “imagen, ni ninguna semejanza de lo que está arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra, (Ex. 20.4) no condenaba el arte, sino la práctica de la idolatría a que podía conducir (v. 5). En la práctica parecería que se lo interpretó en el sentido de que prohibía solamente la representación de la forma humana, y, significativamente, no se ha descubierto hasta ahora ninguna que pueda decirse sin duda alguna que sea hebrea o judía. El templo, al igual que el tabernáculo, estaba decorado con leones alados con cabeza humana (* Querubines), grifos alados y diseños palmados, florales y arboreos. En otras partes encontramos figuras y símbolos con influencia egipcia, como también pájaros y reptiles y una variedad de animales (leones, toros) y diseños (p. ej. guilloquis) en las decoraciones de los templos (1 R. 6.18) y en marfiles contemporáneos procedentes de Samaria y Hazor, dibujados en piezas de alfarería y grabados en sellos.

Tanto los reyes como los ricos empleaban artesanos para embellecer sus casas (1 R. 22.39), y cuando se condena esta práctica se lo hace por considerarlo un lujo inapropiado, expresión de egoísmo, mientras que la casa de Dios y su obra permanecían abandonadas (Am. 3.15; Sal. 45.8; Hag. 1.4). Debemos recordar siempre que los hebreos, al estimular la *música, la literatura (tanto la prosa como la poesía) y la oratoria, determinaron un elevado nivel de “expresión aróstica” que ha dejado profundas huellas en el arte de siglos posteriores.

d. Medios

(i)     La pintura. Debido a que los egipcios y los amorreos (p. ej. el fresco que representa la investidura, procedente de Mari) comúnmente pintaban escenas sobre paredes revocadas, es posible que los hebreos hayan hecho lo mismo, aunque todavía se conocen pocos ejemplos. Se han encontrado pigmentos en algunas excavaciones (véase tamb. Tintorero bajo * Artes y oficios) y se utilizaba el ocre rojo (heb. šāšēr) para pintar sobre paredes y madera (Jer. 22.14; Ez. 23.14). Aholiba, en el ss. VI, vio caldeos pintados (māšaḥ, ‘manchar, ungir’) en una pared en bermellón (Ez. 23.14).

(ii)     Grabado en madera. Bezaleel y su ayudante Aholiab dirigieron la tarea de cortar la madera (arōšeṯ ’ēṣ) para el tabernáculo, que incluía columnas con capiteles curvos (Ex. 36.38; 35.33), y un altar con cuernos con un hueco para una rejilla (38.2–4). El templo que construyó Salomón tenía techo de pino con palmeras y bordes en guilloquis (2 Cr. 3.5) y revestimiento de cedro (1 R. 6.15–16). Los muros y las puertas tenían esculturas en bajo relieve con grabados (miqlā˓ôṯ) de capullos de loto y flores de lis que formaban una flor triple (°vrv2 “calabazas silvestres y … botones de flores”), diseños de palmeras y representaciones de *querubines (1 R. 6.18, 29). Las puertas de madera de olivo tenían diseños similares grabados (ḥāqâ) y entalladuras (vv. 32–35); todo el conjunto, como era muy frecuente con las maderas finas y los trabajos en marfil, estaba recubierto de oro. Como era necesario importar las maderas duras, como el sándalo y el ébano (1 R. 10.11), y había pocos talladores diestros, se consideraba que los revestimientos con paneles (sāfan), las maderas muy trabajadas, y las ventanas labradas constituían un despliegue extravangante de riqueza (Jer. 22.14; Hag. 1.4). El templo de Ezequiel estaba concebido con paneles labrados con querubines de dos caras que alternaban con palmeras y leones jóvenes, y las puertas exteriores estaban enchapadas (šeḥı̂f) con madera (Ez. 41.16–26).

En las tumbas “amorreas” de *Jericó se han encontrado muebles y otros objetos de madera, cajas, cucharas, y vasijas, prolijamente labrados. Como el labrado en madera en el Egipto antiguo. (ca., 2000–500 a.C.), “tanto en gran escala como en pequeña escala alcanzó un nivel no igualado en Europa hasta el renacimiento”, los hebreos de buena, posición deben haber tenido algún conocimiento de este tipo de trabajo. Véase tamb. Carpintero bajo * Artes y oficios.

(iii)     Labrado en marfil. Ya en los ss. XXXIV-XXXIII a.C. (Abu Matar) se trabajaba el marfil y el hueso en Palestina para fabricar objetos valiosos, estatuillas y muebles. Se los labraba (en mayor parte en paneles), se los esculpía en redondo, se los calaba o se hacían relieves. Los marfiles “cananeos” incluyen un vaso para ungüento con forma de mujer y tapón en forma de mano (Laquis, ss. XIV a.C.) o de cabeza de Hator (Hazor, ss. XIII a.C.), una cuchara para ungüento en forma de una mujer nadando y atrapando un pato (Tell Beit Mirsín), y varios píxides que muestran figuras humanas. Después de un período de declinación en el arte aparecen paneles labrados en Meguido, probablemente de artesanía local, en los ss. XII a X a.C., que muestran escenas vívidas, en una de las cuales recibe tributo un rey sentado en su trono, trono que debe haber sido similar al que posteriormente se hizo para Salomón (2 Cr. 9.17–18).

Los marfiles que se han encontrado en Samaria, de la época de Acab, muestran la influencia del arte fenicio con sus elementos egipcios, sirohititas y asirios. Se parecen bastante a los marfiles contemporáneos hallados en Arslán Tash (Siria) Nimrud (Irak), y pueden haberse originado en la misma “escuela” o asociación de artesanos. Algunos están recubiertos de oro o tienen incrustaciones del mismo metal, lapislázuli, piedras de colores y vidrio. Los diseños que aparecen más comúnmente son los “lotos” y los querubines, que ya se han mencionado en una talladura en madera y en otros objetos artísticos parecidos; también paneles con una cabeza de mujer (Astarté [?]) ante una ventana, animales acostados y mamando, y figuras y símbolos “egipcios”, especialmente el infante Horus arrodillado. Un juego de recipiente y paleta para cosméticos encontrado en Hazor (s. VIII) lleva un diseño sombreado simple y es de manufactura israelita.

(iv)     La escultura. Se han recuperado unas cuantas esculturas del período “cananeo” en Palestina. La figura basáltica de un Baal sentado, la estela toscamente grabada con su par de manos levantadas, y los altares, todos procedentes de Hazor, y la diosa con la serpiente enrollada en una estela de Beit Mirsín, deben considerarse junto con los bien esculpidos pies de una estatua de Hazor (s. XIII a.C.) como muestras de la existencia de artistas de gran calidad, como también de otros de calidad mediana. Un cucharón de piedra para incienso con la forma de una mano sosteniendo un cuenco, proveniente de la misma ciudad (s. VIII), muestra afinidades con el arte asirio contemporáneo. La peña en el pozo de agua de Laquis (s. IX a.C.), a la que se le dio la forma de un hombre barbado, indica que nunca le faltó espíritu de inventiva a los habitantes de Palestina. Pero poco ha sobrevivido hasta el momento, y se conoce más el trabajo de sus vecinos (p. ej. el sarcófago esculpido de Ahiram de Biblos). Los capiteles con volutas, antecesores del tipo jónico, descubiertos en Meguido y Samaria, probablemente fueron similares a los que se utilizó en el templo. En el período macabeo, los ornamentistas helenístico-judaicos que trabajaban la piedra esculpieron los frutos de la tierra (uvas, hojas de acanto, etc.), símbolos que también encontramos en monedas utilizadas como *dinero.

Una asociación especial de los que trabajaban en hueso en Jerusalén nos ha legado varios arcones esculpidos con estrellas de seis puntas, rosetas, flores, y aun diseños arquitectónicos.

(v)     El grabado de sellos. Los sellos palestinos en forma de cilindro, los que tenían forma de escarabajo y los de estampar llevan motivos típicamente “fenicios”, como los que aparecen en marfiles, aunque aquí aparecen con mayor frecuencia el disco alado y el escarabajo alado. La figura humana fue esculpida a menudo hasta la época de la monarquía, y parecería que en Israel se acostumbraba incluir nombres personales más que entre sus vecinos. Las representaciones pictóricas son raras en los sellos de Judea, lo que puede significar una mayor conciencia de la prohibición religiosa (véase sección c, sup.).

(vi)     Los trabajos en metal. Hay muchas indicaciones de que los hebreos eran expertos en trabajar los metales, pero poco ha sobrevivido. Confirma esta impresión el soporte de bronce en miniatura procedente de Meguido en estilo calado que muestra la invocación de un dios sentado (ca. 1000 a.C.). Se calcula que el “mar” de bronce del templo de Salomón pesaba alrededor de 23.000 kg y que fue hecho de bronce fundido de 8 cm. de espesor con un recipiente de 4, 60 m de diámetro y 2, 30 m de altura, con borde en forma de “pétalos”. Descansaba sobre los lomos de doce bueyes fundidos separadamente y dispuestos en cuatro tríadas de apoyo (1 R. 7.23ss). Tenía una capacidad de alrededor de 50.000 litros de agua y debe haber significado un logro tecnológico considerable (* Jaquín y Boaz).

Muchos de los motivos que aparecen en los materiales empleados en i-vi son similares a los que se usaban en *artes y oficios diversos, como los trabajos en metal, y se los conoce por representaciones artísticas externas a Palestina. No es posible juzgar hasta qué punto se consideraba la *danza como una forma de arte o más bien como parte del ritual sagrado.

Bibliografía.D. Fabbri, Enciclopedia de las artes de todos los pueblos en todos los tiempos; °DBA; °EBDM, t(t). I.

A. Reifenberg, Ancient Hebrew Arts, 1950; H. H. Frankfort, The Art and Architecture of the Ancient Orient, 1963; A. Moortgart, The Art of Ancient Mesopotamia, 1969.

D.J.W.

Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico