AUTORIDAD

v. Dominio, Imperio, Poder, Potestad, Reino
Mat 7:29; Mar 1:22 enseñaba como quien tiene a
Mat 8:9; Luk 7:8 también yo soy hombre bajo a
Mat 10:1; Mar 3:15; 6:7


El derecho legal y/o moral de ejercer poder, o poder que se posee con derecho. En la Biblia Dios es presentado como la autoridad máxima, personal y la fuente de toda autoridad (Dan 4:34-35; compararDan 2:21; Dan 7:13-14; Rom 13:1). Dios dio autoridad a los reyes de Israel, a sacerdotes, a profetas y a la palabra escrita de Dios (Salmo 119).

Autoridad (exousia) y poder (dynamis) se relacionan pero son diferentes (ver Luk 4:36). Jesús es un hombre bajo autoridad y con autoridad (Mat 7:29; Mat 8:9; Mar 1:27); da poder a sus discí­pulos de quitar demonios (Mat 10:1; Mar 3:15); hace lo que sólo Dios puede hacer: perdona pecados (Mat 9:6); tiene control sobre la naturaleza (Mar 4:41); ejerce poder sobre la muerte (Joh 10:18); y como el Señor resucitado tiene toda autoridad en la tierra y en el cielo (Mat 28:18).

Después de la exaltación de Jesús, los apóstoles desarrollaron el tema de la autoridad de Jesús, presentándolo como un corregente con el Padre y poseyendo autoridad sobre todo el cosmos (Eph 1:20-23; Phi 2:1-11; Col 2:9-10; Rev 17:14).

Otras formas de autoridad delegadas por Dios incluyen la del Estado (Rom 13:1 ss.), de los apóstoles como pilares singulares de la iglesia y receptores de la revelación divina (Luk 6:13; Eph 2:20) y del esposo como cabeza de la familia (1Co 11:3). Satanás ha abusado de la autoridad y el poder que posee (Luk 22:53; Col 1:13) y será castigado por ello.

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

(Jerarquí­a). Hay que obedecer a la autoridad.

– De la Iglesia, porque quien desobedece a la Iglesia, desobedece a Jesús. Luc 10:16, Mat 16:19, Mat 18:18.

– Civiles: Porque toda autoridad viene de Dios. Jua 19:11, Rom 13:1-6, 1Pe 2:13.

– Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. Hec 4:19.

– Autoridad como servicio. Luc 22:26, Mat 20:27-28, Jua 13:13-15.

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

http://biblia.com/diccionario/

Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

Poder que tiene una persona para hacer o decir algo legí­timamente. Eso que lo faculta para ello. El término está asociado a conceptos de fuerza y potencia, así­ como de jerarquí­a. †œLa palabra del rey es con potestad, ¿y quién le dirá: ¿Qué haces?† (Ecl 8:4). A esas ideas de poder, fuerza, potencia y jerarquí­a se añade el concepto de legitimidad. Así­, cuando Dios enví­a por Isaí­as un mensaje al mayordomo y tesorero †¢Sebna, le dice: †œEn aquel dí­a llamaré a mi siervo Eliaquim hijo de Hilcí­as, y lo vestiré de tus vestiduras, y lo ceñiré de tu talabarte, y entregaré en sus manos tu potestad…† (Isa 22:20-21). En el NT la palabra que se utiliza es exousí­a, tomándose el significado común de †œmando†, como en el caso del centurión de Capernaum, que dijo al Señor Jesús: †œTambién yo soy hombre bajo a., y tengo bajo mis órdenes soldados…† (Mat 8:8-9).

Dios es el único que tiene el poder de hacer lo que quiere soberanamente. Y como creador de todo lo que existe, tiene el derecho de hacer lo que le plazca con su creación. Por eso sólo él tiene plena y total a. Como un alfarero tiene a. para hacer con el barro lo que bien le parezca (†œ¿O no tiene potestad el alfarero sobre el barro…† [Rom 9:21]), Dios tiene todo el derecho de actuar con soberaní­a sobre su creación, sin referencia a ningún otro poder y sin tener que contestar preguntas a nadie. Por eso, también tiene poder para delegar su a. Por lo cual enseña Pablo que †œno hay a. sino de parte de Dios y las que hay, por Dios han sido establecidas† (Rom 13:1).
mismo Satanás es presentado en la Escritura con ejercicio de a. como †œprí­ncipe de este mundo† (Jua 12:31; Jua 14:30; Jua 16:11). Incluso se le llama †œel dios de este siglo† (2Co 4:4). Cuando tentó al Señor Jesús mostrándole †œtodos los reinos de la tierra†, le dijo: †œA ti te daré toda esta potestad, y la gloria de ellos; porque a mí­ me ha sido entregada, y a quien quiero la doy† (Luc 4:5-6). Cristo rechazó la propuesta, pero en Apo 13:2, Apo 13:4, Apo 13:12 aparece Satanás delegando ese poder. Los hombres †œestán cautivos a voluntad de él† (2Ti 2:26), pero †œpara esto apareció el Hijo de Dios, para deshacer las obras del diablo†, y librarlos de su a. (1Jn 3:8). Esa a. del Señor Jesús se vio en su forma de tratar a los demonios, por lo cual los que fueron testigos de sus hechos †œestaban todos maravillados, y hablaban unos a otros, diciendo: ¿Qué palabra es esta, que con a. y poder manda a los espí­ritus inmundos, y salen?† (Luc 4:36). Aun los elementos se sujetan a su a., pues él †œreprendió al viento y a las olas; y cesaron…†, y se preguntaron los discí­pulos: †œ¿Quién es éste, que aun a los vientos y a las aguas manda, y le obedecen?† (Luc 8:24-25).

†œLos principales sacerdotes y los ancianos del pueblo†, al ver al Señor Jesús enseñar en el †¢templo, le preguntaron: †œ¿Con qué a. haces estas cosas? ¿y quién te dio esta a.?† (Mat 21:23). Asombraba a los religiosos de su época que él contrastara algunos mandamientos rabí­nicos con órdenes suyas, diciendo: †œPero yo os digo…† (Mat 5:18, Mat 5:20, Mat 5:22, Mat 5:28, etcétera). Igualmente, cuando †œdijo al paralí­tico: Hijo, tus pecados te son perdonados†, pues †œcavilaban en sus corazones: … ¿Quién puede perdonar pecados sino sólo Dios?† (Mar 2:1-12). El pueblo, por su parte, †œse admiraba† de la doctrina del Señor †œporque les enseñaba como quien tiene a., y no como los escribas† (Mat 7:28-29). Esa a. le vení­a a Jesús como consecuencia de su condición de Mesí­as, pues él era el †œHijo del Hombre†, a quien Dios le habí­a dado †œa. de hacer juicio† (Jua 5:27). Era también Hijo de Dios y su Padre le habí­a †œdado potestad sobre toda carne, para que dé vida eterna a todos los† que el mismo Dios le habí­a entregado (Jua 17:1-2). Por su vida de obediencia perfecta, su muerte en la cruz y su resurrección, él recibió †œtoda potestad … en el cielo y en la tierra† (Mat 28:18). Esto fue testificado por los apóstoles. Pedro, en su sermón del dí­a de Pentecostés, dijo: †œSepa, pues, ciertí­simamente toda la casa de Israel, que a este Jesús a quien vosotros crucificásteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo† (Hch 2:36), y escribió en una de sus epí­stolas que tras †œla resurrección de Jesucristo† éste subió †œal cielo† donde está †œa la diestra de Dios; y a él están sujetos ángeles, a. y potestades† (1Pe 3:21-22).
, entonces, toda a., la delega en sus siervos, a los cuales enví­a con el mensaje del evangelio, como sus representantes o embajadores (Mat 10:40; 2Co 5:20). él dijo: †œComo tú me enviaste al mundo, así­ yo los he enviado al mundo† (Jua 17:18). Por eso el apóstol Pablo podí­a hablar de †œnuestra a.† (2Co 10:8) y actuaba †œconforme a la a. que el Señor† le habí­a dado †œpara edificación y no para destrucción† (2Co 13:10). Los apóstoles, entonces, ejercí­an su ministerio †œen el nombre de nuestro Señor Jesucristo† (1Co 5:4). Así­ daban órdenes y organizaban las iglesias (†œOs ordenamos … en el nombre de nuestro Señor Jesucristo…† [2Te 3:6]). Estas órdenes debí­an ser acatadas como †œmandamientos del Señor† (1Co 14:37).

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

tip, TIPO

ver, ATAR Y DESATAR

vet, Potestad de dirigir u ordenar, inherente o delegada. Toda la autoridad pertenece a Dios (Ro. 13:1). Todas las autoridades establecidas lo han sido por Dios (Ro. 13:2). Son múltiples las esferas en las que se ejerce la autoridad, y todos los depositarios de ella tienen ante Dios una profunda responsabilidad por el modo de ejercerla (cp. Jn. 19:11). En el AT hallamos primero la autoridad de Dios dada a Adán para el dominio del mundo (Gn. 1:28; Sal. 8:4-8; He. 2:6-8); después esta autoridad pasa a Noé (Gn. 9:2-6) en gobierno, y pasa a los patriarcas. Los cabezas de familia, las cabezas de tribus, ejercen la autoridad. Surgen también los lí­deres especialmente llamados por Dios para momentos de crisis, como Moisés, Josué, los jueces. La autoridad se institucionaliza en Israel con el sacerdocio (cp. Dt. 17:8-13), aunque habí­a instancias inferiores, como la del consejo de ancianos de las ciudades. Más tarde, en el régimen monárquico, la autoridad divina es delegada en el rey (1 S. 10:1; 12:1, 13), que es un tipo del Mesí­as, el Rey que Dios ha de imponer sobre esta tierra (Is. 9:6, 7). El Señor Jesús afirma claramente que le es dada toda autoridad (Mt. 28:18). Esta autoridad se habí­a evidenciado en su enseñanza (Mt. 7:29), y en su dominio de la creación (cp. Mr. 1:23-27; 4:35-41); y moralmente, para perdonar los pecados, como Dios verdadero (Mr. 2:1-12). El Señor delegó Su autoridad en sus apóstoles e iglesia. (Véase ATAR Y DESATAR). Ordena también a los suyos que se sujeten a las autoridades y magistrados (Ro. 13:1, 2; Tit. 3:1; 1 P. 3:22) por causa de la conciencia, no por temor (Ro. 13:5), con la limitación expresa de que en caso de conflicto abierto entre la autoridad sujeta a Dios y la autoridad directa de Dios, el creyente se halla sujeto a obedecer a Dios antes que a los hombres (Hch. 4:18-20). Esto no puede nunca justificar la rebelión contra la autoridad ni la violencia (cp. Ro. 13:2; 1 P. 3:8-17). Llegará el dí­a del reino directo del Señor Jesús (Ap. 10:10; 1 Co. 15:24). En el seno de la iglesia tiene su ejercicio y conducción en el temor del Señor (cp. 2 Co. 10:18; 13:10; Tit. 2:15; 1 Co. 11:10); no debe ser ejercida al modo de los gentiles (Lc. 22:25), sino a ejemplo del Señor, sirviendo a los demás (Mt. 20:25-28). Después de la partida de los apóstoles, el creyente tiene como autoridad última la de Dios expresada en Su palabra (Hch. 20:32; 1 P. 1:13-21; Jn. 20:31).

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

[800]
Es la capacidad de mando, superioridad o ascendiente que se posee en referencia a un grupo humano que se muestra dependiente y sumiso.

Hay autoridad natural, impuesta por exigencias de la naturaleza (padres, maestros, poderes públicos) y la hay artificial (imposición, coacción)

Hay formas de autoridad convenientes e incluso imprescindibles (familia, escuela, sociedad) y las hay inconvenientes (manipulación, prepotencia, opresión)

La autoridad es una exigencia de la naturaleza humana y el hombre deja de ser hombre social si se niega a someterse a la que se ejerce dentro del orden y de la conveniencia.

El educador debe forma a las personas para aceptarla y para ejercerla, según la situación en que se halle cada uno. Y no hay mejor forma de prepararse para ejercerla que la aceptación oportuna y gozosa de ella cuando se es dependiente por edad, cultura, trabajo o voluntad propia.

La autoridad tiene que ver con el 4º Mandamiento de la Ley de Dios y se halla en la entraña del cristianismo. Dios quiso la autoridad natural de los padres y de cuantos hacen sus veces, quiso la autoridad en la sociedad por el hecho creacional y quiso la autoridad al elegir al pueblo de Israel: culto, gobernantes.

El mismo Jesús quiso una autoridad en su Iglesia, designando Apóstoles (Mt. 10.2; Lc. 9.1); y poniendo al frente de ellos a Pedro (Mt.16.18).

Educar en la autoridad es una necesidad imperiosa en el orden natural y en el orden religioso de la revelación. Lo contrario, negar la autoridad, es anarquismo, difí­cilmente compatible con el Evangelio.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

(v. obediencia, obispos, Papa, sociedad)

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

DJN
 
En los pueblos extrabí­blicos la autoridad del gobernante era prácticamente ilimitada. En Israel la autoridad del rey estaba subordinada a la de Dios (Os 8,14; 13,11); incluso en decisiones importantes debí­a contar previamente con el consejo del pueblo (1 Re 11,17; 23,1-3). El A. T. establece el principio de que toda autoridad proviene de Dios, porque Dios mismo es el que elige expresamente rey (1 Sam 8,22; 10,24). Eso implica que una subversión, un atentado contra el rey, lo es contra el mismo Dios (Ex 22,28; Eclo 10,5). En el N. T. rigen prácticamente los mismos principios. Oponerse a la autoridad constituida es oponerse a Dios, pues hombre de gobierno es como un ministro de Dios. Esto comporta, al propio tiempo, que la autoridad no puede abusar nunca de su poder. La autoridad tiene siempre un modelo al que imitar: Jesucristo, que vino a servir, nunca a ser servido (Mc 10,45). El gobernante se debe a los gobernados, nunca al revés. La autoridad está limitada y regida por el orden jurí­dico, polí­tico, social y moral. El gobernante goza de una autoridad delegada (Jn 19,11) al servicio del pueblo donde de verdad reside el poder. La autoridad, por tanto, debe rechazar de plano la tentación de despotismo o abuso arbitrario, parcial y caprichoso del poder que ostenta (Mc 10,42; Lc 22,25). El que manda debe ser como el que sirve (Lc 22,26). El que quiera ser grande y sobresalir por encima de todos, debe hacerse servidor de todos (Mc 10,43ss). Si estos principios valen para toda autoridad, civil o religiosa, deben aplicarse de una manera especial para esta última, para los presbí­teros, que deben apacentar el rebaño que Dios les ha confiado, no por la fuerza, ni por sórdido lucro, como dominadores o tiranos, sino con prontitud generosa y como servidores del rebaño al que apacientan (1 Pe 5,1-4). El usurpador del poder de la autoridad divina es el diablo (Lc 4,6; 22,53). Jesucristo es el que de verdad tiene toda la autoridad de Dios, que ejerce en régimen de libertad plena (Mt 21,23-27; Mc 11,27-3 Lc 20,1-8). Una autoridad que delega en plenitud en sus discí­pulos (Mt 10,1) y que ellos deben ejercer como un servicio a todos los hombres (Mt 20,25-28; Mc 10,42-45; Lc 22,24-27). Pero Jesucristo no vino a derrocar la autoridad civil. Pablo dice que hay que obedecer a la autoridad establecida: “Todos han de estar sometidos a las autoridades superiores, pues no hay autoridad sino bajo de Dios, y las que hay, por Dios han sido establecidas, de suerte que quien resiste a la autoridad, resiste a la autoridad de Dios, y los que la resisten, se atraen sobre sí­ la condenación” (Rom 13,1-2). El cristiano goza de plena libertad y no debe someterse al yugo de la esclavitud y de la servidumbre (Gál 5,1), pero esto no le da pie para resistir sin más y para oponerse a la autoridad polí­tica. Esta libertad le exige la total sumisión a la voluntad divina (Rom 6,18-22; Gál 5,13). -> .

E. M. N.

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

(-> amistad, jerarquí­a, exorcismos, Iglesia). Constituye uno de los motivos básicos de la Biblia, que es libro religioso y social, centrado en la creatividad gratuita, no impositiva, de Dios, que capacita a los hombres para “crecer, multiplicarse y actuar como señores de los animales y las cosas de la tierra” (cf. Gn 1,28). Está vinculada al tema del poder. La autoridad, que en griego tiende a decirse exousia (cf. Mc 1,22.27; Mt 28,18), es la capacidad liberadora del hombre que ayuda a otros a vivir, sin imponerse sobre ellos. Por el contrario, el poder, que tiende a decirse en griego dynamis y kratos, está más vinculado a la capacidad de imposición. De todas formas, los términos pueden tomar matices más precisos que en este diccionario (que no es de tipo exegético, sino teológico) no vamos a recoger. Por eso, lo que aquí­ digo sobre la autoridad puede y debe completarse con lo que añado en el tema del poder. Aquí­ me ocupo de la autoridad creadora-liberadora de Jesús y de la Iglesia, entendida no como poder de imposición, sino como principio de creatividad y comunión.

(1) Jesús y los exorcismos. Acusación de los escribas. El tema aparece ya en el comienzo del evangelio de Marcos. Jesús entra en una sinagoga, donde los escribas interpretan la Ley, pero son incapaces de liberar a un poseso. Jesús lo hace y la gente se admira “porque enseña con autoridad, y no como los escribas” (Mc 1,22.27). Esta es su autoridad, su capacidad de romper la opresión de lo diabólico, ayudando a los hombres a vivir en gratuidad. En ese contexto se sitúa otro texto básico que trata sobre el origen y sentido de su autoridad, en relación con los exorcismos: Mc 3,22-30 y par. Los escribas defienden la autoridad de la Ley y de las normas de vida nacionales (judí­as), como principio y garantí­a de vida para el pueblo. Jesús sitúa en primer lugar la autoridad para curar a los enfermos y posesos, integrándolos en su movimiento. Está en juego la forma de luchar contra Satán y edificar la comunión humana. Los escribas piensan que la Ley garantiza la unidad y santidad del pueblo, aunque ello exija la exclusión de los impuros. Jesús, en cambio, insiste en la grandeza y dignidad de esos excluidos, acogiéndolos en su movimiento; por ello le acusan diciendo que su autoridad es satánica, de manera que expulsa a los demonios (= realiza los exorcismos) con el poder de Belcebú*, prí­ncipe de los demonios (Mt 12,24; Mc 3,22; Lc 11,15).

(2) Respuesta de Jesús. Desde ahí­ podemos comentar la doble respuesta de Jesús, una más propia de Marcos, otra de Q. (a) Marcos. Lc han llamado agente de Belcebú o Satanás (= Diablo), rey y jefe de los poderes destructores, que domina sobre demonios incontables y tiene así­ a los hombres sometidos. Eso significa que los exorcismos de Jesús serí­an una estratage ma del Diablo, que le permite curar a unos pocos enfermos, para engañar mejor a todo el pueblo, destruyendo así­ la Ley sagrada. Jesús contesta: no es agente sino enemigo del Diablo y sus exorcismos son expresión de la presencia bondadosa, sanadora de Dios que ofrece palabra y libertad a los posesos. Sólo puede curar enfermos alguien que es más fuerte que el Diablo; la curación de los posesos no es nunca una obra satánica (Mc 3,23-26). (b) Q (Mateo y Lucas). Jesús afirma que Dios realiza su acción salvadora a través de sus exorcismos. Con el Dedo de Dios (Le) que es su Espí­ritu (Mt) cura a los enfermos, destruyendo así­ el poder del Diablo y ofreciendo a los hombres el reino de Dios (Mt 12,28; Lc 11,20). La autoridad queda según eso definida por el Espí­ritu. Los escribas suponí­an que el Espí­ritu de Dios defiende la identidad de la Ley nacional. Jesús, en cambio, vincula el Espí­ritu con el poder de curación de los excluidos, pues el signo máximo de Dios no es la Ley nacional; según eso, el Espí­ritu o autoridad de Dios actúa a través de sus exorcismos, es decir, por la liberación de los posesos. Este es un problema de dominación y autoridad. Ciertamente, la locura (y en general la enfermedad) constituye un fenómeno complejo, de tipo psicosomático. Jesús ha descubierto en ella rasgos satánicos: aspectos de opresión social, relacionados precisamente con el tipo de cultura y religión que defienden los poderes establecidos (judí­os y romanos); por eso, sus exorcismos buscan la salud y vida de los humanos. Lógicamente, los representantes del sistema le consideran peligroso, porque busca el bien del hombre, por encima de las normas de seguridad del orden social y religioso. Jesús actúa con la autoridad del Espí­ritu de Dios, al servicio de los hombres, especialmente de los expulsados y marginados del sistema (posesos), rechazando toda magia que utiliza el poder y religión para esclavizar a los demás.

(3) La autoridad de Jesús. En esto consiste su milagro, entendida como principio de liberación, sobre el “poder de opresión” de los espí­ritus impuros. Lc han llamado endemoniado, poseí­do por uno que es Fuerte (Satán), pero él se define como portador de uno que es aún Más Fuerte, el Espí­ritu Santo: nadie puede entrar en casa del Fuerte y apoderarse de sus armas si primero no apresa al Fuerte y entonces se apodera de su casa (Mc 3,27; Mt 12,29). Si un Fuerte armado custodia su plaza, están seguras sus posesiones, pero si viene uno Más Fuerte y le derrota, tomará sus armas… (Lc 17,22). El Diablo (Belcebú) parecí­a el Dueño de la mala Morada del mundo. Pero ha venido Jesús con un Poder Más Fuerte y ha ofrecido a los posesos la Libertad de Dios frente al sistema destructor del Diablo. Según Jesús, el poderoso Espí­ritu no actúa en la guerra sagrada de Qumrán, ni en la dura batalla de los pretendientes mesiánicos, ni en la austera ley de los escribas, sino en la más intensa y sencilla labor de liberar a los posesos, de manera que así­ llega el cumplimiento de los tiempos: “si yo expulso a los demonios con el dedo [Espí­ritu] de Dios, es que el reino de Dios ha llegado a vosotros”. Así­, a modo de conclusión, podemos decir que la autoridad de Jesús es Potencia (Geburá, Dynamis) de Dios y se expresa en la curación de los enfermos (cf. Mc 5,30; 6,14). La autoridad de Jesús es Libertad creadora (exousia), para enseñar, animar y curar a los enfermos (cf. Mc 1,22.27), perdonando los pecados (cf. Mc 2,10 par). La autoridad de Jesús es el mismo Espí­ritu Santo (cf. Lc 4,18; 5,17). Jesús ha conferido esa autoridad a sus discí­pulos en vida (cf. Mc 3,15; 6,7) y, de un modo especial, tras la pascua, dándoles toda exousia en cielo y tierra (cf. Mc 28,18). En esto se muestra su autoridad: en curar enfermos, en acoger a los excluidos del sistema; por eso, no puede apelar a ningún poder genealógico o legal, sacral o militar (que son sistema), sino al Espí­ritu de Dios, que es autoridad sobre el sistema. Evidentemente, los representantes del poder legal y sacral (sacerdotes y escribas) tendrán que condenarle, según Ley, pues así­ lo exige su “buena” autoridad sagrada.

(4) La autoridad de la Iglesia. (1) Atar V desatar. Es la autoridad que Jesús ha dado a sus discí­pulos, como sabe el final de Mateo (cf. Mt 28,18: exousia). De ella habla Lucas en el relato de Pentecostés* (Hch 2); de ella habla Pablo en todas sus cartas (cf. 2 Cor 10,8; 13,10). En ese sentido decimos que cada comunidad tiene autoridad de atar y desatar, como ató y desató Pedro en el co mienzo de la Iglesia (cf. Mt 16,17-19), ratificando con su autoridad la libertad de la Iglesia. En esa misma lí­nea se sitúa la autoridad de cada Iglesia o grupo de cristiano, como ha puesto de relieve el discurso eclesial de Mateo: “Todo lo que atéis en la tierra será atado en el cielo; y todo lo que desatéis en la tierra será desatado en el cielo. Pues de nuevo os digo: si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra acerca de cualquier cosa que pidan, les será dado por mi Padre que está en los cielos, porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí­ estoy yo en medio de ellos” (Mt 18,18-20). Los del “concilio” de Jerusalén habí­an dicho: “nos ha parecido al Espí­ritu Santo y a nosotros…” (Hch 15,28), sabiendo que el Espí­ritu Santo fundaba y ratificaba el consenso de la comunidad cristiana. Mateo ha formulado esa experiencia en lenguaje más rabí­nico, concediendo a cada iglesia aquella autoridad que Pedro* habí­a desplegado en el principio de la Iglesia, fundando su “ley” para siempre (cf. Mt 16,19). Lo que Pedro tuvo y ejerció lo ejerce ahora la comunidad, que puede atar y desatar (deó y lyó), es decir, acoger y expulsar, afirmar y negar, confirmar y abrogar. Los judeocristianos sostení­an que nadie puede desatar (lyó) los mandamientos de la Ley (5,19); pero Pedro habí­a recibido las llaves del Reino, como primer escriba, intérprete del Mesí­as, y así­ pudo atar y desatar, marcando la novedad de la Iglesia de Jesús (cf. Mt 16,1819). Pues bien, lo que hizo Pedro (para la Iglesia entera) puede y debe hacerlo cada comunidad, avalada por el mismo Cielo, no para fundar una nueva Iglesia, que ya está fundada, sino para recrear su sentido: puede “atar”, es decir, impedir el surgimiento de un poder opresor; puede “desatar”, es decir, ofrecer un espacio de libertad en amor a los creyentes. Esto significa que la autoridad fundante no la tiene aquí­ un posible obispo, ni siquiera un concilio de obispos, sino cada comunidad en cuanto tal, esto es, los cristianos reunidos. Ciertamente, ellos podrán nombrar y nombrarán a sus representantes (presbí­teros, obispos) con la autoridad de Dios que ellos poseen. Pero esos representantes no pueden separarse de la comunidad que representan y en cuyo nombre actúan. Signo y presencia de Dios es aquí­ y para siempre la misma comunidad. Eso significa que el diálogo de amor y comunión de los cristianos instituye y define la Iglesia. Por encima de toda jerarquí­a aislada, sobre todo poder individual que intenta imponerse a los demás, ha establecido Mt el buen principio israelita de la comunión fraterna como revelación y signo de Dios sobre la tierra. Una comunidad que no es capaz de reunirse, expresando su perdón y trazando sus fronterascaminos en diálogo fraterno, no es cristiana. Esta es la experiencia clave de la Iglesia, éste su razonamiento y su dogma inicial, que no se expresa de manera abstracta (a través de un puro racionalismo crí­tico), sino como gracia ofrecida por Jesús, asumida y cultivada en las comunidades.

(5) Autoridad de la Iglesia. (2) Diálogo comunitario. La presencia y autoridad eclesial de Jesús se identifica con el mismo diálogo comunitario. La esencia de la Iglesia es el amor dialogal, la fraternidad de aquellos que son capaces de abrirse, acogerse y perdonarse unos a otros. Así­ ha fijado Mateo la verdad y acción comunicativa, que se fundamenta en el Padre del cielo y se identifica con Jesús, que se define como Dios con nosotros (cf. Mt 1,23; 28,10). Esa comunión fraterna no brota de un esfuerzo (no es resultado de obras, que pueden regularse por ley), ni se organiza en un sistema judicial, sino que emerge y se cultiva en forma de oración contemplativa: es don del Padre, presencia compartida de Jesús. La autoridad suprema de la Iglesia es la misma oración del amor mutuo, la contemplación comunitaria que se expresa allí­ donde concuerdan dos o tres (symphónein), pues el mismo Dios Padre avala su plegaria. Esta es una comunión orante: los hermanos descubren su necesidad ante Dios y se vinculan en plegaria. Esta es una comunión expansiva, que se abre desde los hermanos, que han de ser al menos dos o tres, según la tradición judí­a (Mt 18,16.19; cf. Dt 19,15). En un primer momento, los creyentes no intentan resolver problemas, disensiones o pecados, sino simplemente vivir y formar comunidad ante Dios o desde Dios. De esa forma se hacen Iglesia, presencia compartida de Jesús, pues se reúnen en amor y gratuidad y les escucha el mismo Dios, de forma que alcanzan lo que piden. La segunda parte del texto aplica y ex plica esta experiencia de forma cristológica, diciendo “donde estén dos o tres reunidos en mi nombre allí­ estoy yo…”. Está Jesús como autoridad pascual (Emmanuel, Dios con nosotros: Mc 1,23) allí­ donde sus discí­pulos extienden su discipulado hacia los pueblos de la tierra (Mt 28,20) y dialogan entre sí­ (18,20). Cada comunidad cristiana, en diálogo con otras, puede y debe organizarse a sí­ misma, pues los mismos hermanos reunidos en nombre de Jesús y desde el Padre son autoridad para admitir nuevos miembros, celebrar la eucaristí­a y declarar, si fuere necesario, la exclusión de aquellos que se excluyen a sí­ mismos, pues no quieren ser Iglesia (no aceptan el perdón), recorriendo para ello los caminos adecuados. La Iglesia posterior se ha vuelto sistema sacral muy eficaz, organizado de forma unitaria (jerárquica), pero ha corrido el riesgo de perder esta raí­z fraterna y evangélica de Mateo, que está en la lí­nea de lo que está empezando a realizar también (a finales del I d.C.) el judaismo de la federación de sinagogas. Ciertamente, las iglesias forman la única Iglesia de Jesús, fundada en la Roca de Pedro (cf. Mt 16,18-19), pero cada una es campo de fraternidad completa, capaz de acoger nuevos miembros y vivir con ellos en gratuidad y comunión personal.

Cf. X. PIKAZA, Sistema, libertad, iglesia. Las instituciones del Nuevo Testamento, Trotta, Madrid 2001; H. VON CAMPENHAUSEN, Ecclesiastical Authority and Spiritual Power, Hendrickson, Peabody MA 1997.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

El concepto de autoridad se deriva del mundo romano, donde tiene una importancia fundamental tanto en el terreno jurí­dico como en el polí­tico.

Derivada etimológicamente del verbo augere (aumentar), la autoridad se sitúa en un nivel distinto del dominio y del poder, entendidos como opresión o coacción. El término “autoridad” fue introducido en el lenguaje eclesial por Tertuliano. En la Iglesia tienen autoridad los apóstoles y las tradiciones que se vinculan a ellos. Sucesivamente se atribuyó a ciertas personas (el papa y los obispos) o a instituciones (el Concilio) que tienen en la Iglesia el poder de tomar decisiones. Lógicamente, el término en cuanto tal no puede encontrarse en el Nuevo Testamento, pero hay otros que expresan esta idea. Por ejemplo, el término epitaghé, que indica la autoridad en el mando, con poder de vincular a los otros (cf. Tit 2,15). Más usado es el término exousía, que referido a Cristo indica la autoridad y la capacidad de obrar que le ha conférido el Padre y que él comunica a sus discí­pulos. En algunos textos (como Mt 10,1; Mc 3,151 etc.) se trata de la autoridad de echar demonios; en otros se trata de la exousía indispensable para desarrollar la autoridad apostólica. En este sentido, cf. 2 Cor 10,8 y 13,10, Cristo resucitado transmite a los Doce el poder apostólico para el tiempo de la Iglesia (cf. Mt 28,18-20.

Jn21).

Así­ pues, la colación de una autoridad está implí­cita en la institución del apostolado realizada por Cristo. El término que en el Nuevo Testamento describe la forma que debe asumir el ejercicio de la autoridad entre los discí­pulos de Jesús es el de diakonía (servicio). Es un concepto que contiene siempre un reflejo cristológico. Es fundamental en este sentido el texto de Lc 22,26-27: “Entre vosotros, el más importante ha de ser como el menor, y el que manda como el que sirve… yo estov entre vosotros como el que sirve “.

En eclesiologí­a, el término ” autoridad” se conjuga con el de “potestad” La reciben los sagrados pastores de 1~ ordenación sacerdotal. Se trata de una autoridad “formal”, entendida como participación en la autoridad de Cristo y que es al mismo tiempo carismática ~ jurí­dica. Según la doctrina católica, ia “suprema autoridad” en la Iglesia reside en el obispo de Roma, sucesor de Pedro Y cabeza visible de la Iglesia universal.- El orden de los obispos, “junto con su cabeza, el romano pontí­fice, y nunca sin esta cabeza, es también sujeto de la suprema y plena potestad sobre la Iglesia universal, si bien no puede ejercer dicha potestad sin el consentimiento del romano pontí­fice” (LG 22). A cada uno de los obispos, “bajo la autoridad del sumo pontí­fice”, se le ha encomendado el cuidado de una Iglesia particular (CD 1 1). Ba sándose en el testimonio bí­blico y en el fundamento cristológico, el concilio Vaticano II recuerda que el oficio confiado por el Señor a los pastores de su pueblo ” es un verdadero servicio, que en la sagrada Escritura se llama con toda propiedad diakoní­a, o sea ministerion (LG 24). El tema de la autoridad en la Iglesia es de los temas centrales en el diálogo ecuménico. Se trata inevitablemente de él siempre que se reflexiona sobre el tema del ministerio eclesiástico.

M. Semeraro

Bibl.: G, Alberigo, Autoridad y poder en NDT 75-92; J L. McKenzie, La autoridad en la Iglesia, Mensajero, Bilbao 1968; K, Rahner Teologia delpoder, en Escritos de teologí­a, 1V, Madrid 1964, 495-517.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

I. La postura del hombre moderno frente a la autoridad
Por lo común, el hombre moderno adopta una postura ambivalente frente a toda a. Por un lado, tiene una fe extraordinaria en la a. y está enormemente ávido de ella. Esto se ve, p. ej., en la confianza y en las esperanzas que tiene puestas en las posibilidades y la capacidad de los expertos, pero también en su afán de encontrar grandes lí­deres, que para él, muchas veces tienen más importancia que los programas objetivos, y de los cuales espera un progreso y un bienestar insospechados. La razón de esto está, sin duda alguna, en los colosales progresos y conquistas culturales que se han dado en tantos campos y que hemos de agradecer a los especialistas y a la gran socialización actual, cuyo soporte son las autoridades y sus éxitos. Pero no hay que ignorar que frecuentemente se tiende a hacer de una a. particular una a. total (así­, p. ej., cuando se concede un valor excesivo a las declaraciones que los cientí­ficos hacen en un campo que no es el suyo).

Por otro lado, con la misma frecuencia nos encontramos con una actitud claramente defensí­va y desconfiada frente a la a., especialmente cuando ésta atenta contra la existencia personal. Pero muchas veces es sólo un vago sentimiento de amenaza lo que el hombre percibe frente a la autoridad, la cual entonces aparece como mala y esclavizadora del hombre. Pues el hombre ha acumulado experiencias o conocimientos, frecuentemente traumáticos, acerca del abuso de la a., o ve el enorme crecimiento del poder de casi todas las autoridades y considera que esta fuerza excesiva es algo totalmente desproporcionado. Pero ese crecimiento del poder de la a. está necesariamente condicionado por el desarrollo técnico de nuestra civilización, desarrollo que nos presenta unas posibilidades de mando y unas necesidades de coordinación hasta ahora desconocidas. Estas posibilidades de gobierno se derivan del hecho de que los avances de la biologí­a, de la medicina, de la psicologí­a y de las ciencias sociales, de la -> ciencia en general, y las conquistas de la –>técnica, con sus medios de comunicación y de poder, permiten una manipulación del individuo y de las masas en grado tal, que en ciertas circunstancias puede desaparecer en gran parte incluso el ejercicio de la libertad en la esfera í­ntima. Las mismas Iglesias, por ejemplo, tienen la posibilidad de manipular masivamente la opinión dentro del ámbito mismo de la -> conciencia. De la creciente multiformidad de nuestra cultura y de la interdependencia cada vez más intensa entre cada uno de los portadores de la cultura, se desprende también la necesidad de una coordinación cada vez mayor de las fuerzas. A eso va unido el hecho de que aumenta constantemente la impotencia del individuo para abarcar el todo y la red de relaciones que éste implica (-> formación). Por eso él depende cada vez más de la autoridad de otros hombres que, o bien le hacen posible la participación en los adelantos de nuestra cultura, o bien, si no están suficientemente capacitados, en ocasiones pueden causarle daños funestos. Además, el hombre tiene el presentimiento de que las mismas autoridades se sienten terriblemente inseguras frente a los problemas del futuro. Con esto podemos comprender ya la . profunda crisis de a. que actualmente se da.

Se intenta poner remedio a esa crisis por diversos caminos, entre otros: concediendo mayor responsabilidad al individuo dentro de la –> sociedad, democratizando toda nuestra vida social, acentuando la mayorí­a de edad del seglar dentro de la Iglesia y la relación de compañerismo entre el maestro y el educando, así­ como mediante una concepción nueva del papel de la autoridad en la educación. Toda reflexión que no quiera desviarse de la problemática actual de la a. tiene que tener en cuenta este trasfondo.

II. Concepto
1. La expresión y su contenido proceden del ámbito cultural romano: auctoritas viene de auctor (autor, fomentador, garante, fiador) y de augere (multiplicar, enriquecer, hacer crecer). La autoridad, naturalmente, se ha ejercido en todo tiempo, pero no se debe a una pura casualidad el que este concepto proceda del mundo romano, que era objetivamente sobrio y tení­a una visión clara del derecho. En un principio, para el mundo romano auctoritas era un concepto jurí­dico y significaba garantí­a por un negocio, responsabilidad por un pupilo, el peso de una decisión, entre otras cosas. Después la a. se convierte en la propiedad permanente del autor y significa prestigio, dignidad, importancia, etcétera, de la persona respectiva. Entre los romanos la a. del senado se convirtió más tarde en institución, de manera que era un deber jurí­dico escucharla, pero ella no ejerció por sí­ misma poder de gobierno, el cual residí­a en el magistrado.

También hoy dí­a se aplica este término, de forma análoga, a aquellas personalidades que, debido a sus conocimientos o capacidades especiales, debido a su prestigio, a su importancia o a su función oficial en la sociedad, son reconocidas como los guí­as o modelos a seguir. Según esto, hay una distinción entre a. personal y subjetiva y a, objetiva por el oficio.

2. Es propio de la a. personal que el sujeto de la misma la haga patente en forma directa a través de su superioridad personal, de cualquier clase que ésta sea, y al mismo que él incite connaturalmente al reconocimiento de dicha superioridad por parte de los demás. Consecuentemente, quien posee a. sólo la tiene en cuanto otros la aceptan en virtud de una real o supuesta superioridad y respetan la exigencia que ella implica. Naturalmente, esto no incluye que el hombre se doblega espontáneamente ante ésta con fe, obediencia y otras actitudes semejantes. Para esto se requiere más bien una decisión moral propia, la cual, de todos modos, presupone el reconocimiento de la a. en cuanto tal.

3. La autoridad oficial es la potestad que se le atribuye a una persona, no por su propia importancia, sino a causa de una función comunitaria que la sociedad le ha encomendado o, por lo menos, reconoce con respeto. Naturalmente, es de desear que el sujeto de la a. oficial goce también de a. personal, pero lo caracterí­stico de la a. por el oficio consiste precisamente en el hecho de que ella está basada en una función oficial para bien de la sociedad. Y, por tanto, la extensión y los lí­mites de su poder se derivan de las exigencias del cargo, y no de una superioridad personal. Así­ es posible el caso de que un cargo que está sancionado por la sociedad y que es por tanto legal, pueda ser desempeñado obligatoria y en consecuencia autoritativamente por un hombre incapaz e indigno. Y, en general, las acciones oficiales sólo pueden realizarse y exigir reconocimiento dentro de los márgenes de la función social.

4. Solamente por la relación a la a. personal o a la oficial cabe hablar de una a. inherente a ciertas cosas, p. ej., cuando se atribuye autoridad a un libro, a una institución, a leyes, a sí­mbolos, etc. Estas cosas reciben su dignidad, valor, e importancia de su relación con la autoridad personal, de la cual son expresión o signo, o de la que dan testimonio. A través de las obras se pone de relieve y se tributa honor al autor. Pero si alguna vez -especialmente en el cí­rculo cultural americano – se concede más respeto a los sí­mbolos que a los sujetos investidos de a., sin duda esto se debe al miedo a caer en un culto injustificado a la persona.

III. Esencia
1. Según esto la esencia formal de la a. se puede caracterizar como superioridad personal, subjetiva u objetiva, que implica un carácter de obligatoriedad en los otros. La a. acredita por sí­ misma su valor ante los hombres que conviven con los sujetos investidos de a. Vista ontológicamente, tiene valor en cuanto participa, en cada caso de una manera distinta, de la plenitud del ser divino. Y, por su propia perfección óntica, la a. está en condiciones de ayudar a los que están en relación con ella en la consecución de su perfeccionamiento humano, mediante la participación en el ser inherente a la misma a. Se puede decir en este sentido que toda a. viene de Dios y que ella sólo justifica su existencia en la medida en que tiene perfección y la proporciona, esclareciendo así­ la exigencia divina de que seamos perfectos como nuestro Padre celestial es perfecto.

2. Sólo se puede tener a. frente a seres dotados de espí­ritu, pues por la a. se apela a la razón y a la -> libertad del hombre. La a. se dirige al -> hombre, en cuanto persona autónoma, y reclama su libre asentimiento espiritual. Pues su cometido es ayudar al hombre a que se perfeccione exigiéndole su acción autónoma. Por tanto, la a. en todas sus dimensiones, deberí­a integrarse claramente y sin reservas en la libre decisión del que está sujeto a ella.

Según esto, la libertad se distingue del -> poder y de la coacción. Poder es la capacidad de ejercitar la libertad propia sin el asentimiento antecedente de aquel otro con quien se comparte un espacio común de libertad y, con ello, la capacidad de influir, sin asentimiento precedente del otro, en las condiciones previas de sus decisiones libres. Coacción, violencia, es, además de esto, la imposición de la voluntad propia a otro contra la voluntad de éste. Así­, el saber otorga a., en cuanto uno, debido a su saber, puede contar con ser oí­do. El saber confiere poder en cuanto lleva en sí­ la posibilidad de intervenir en la situación del otro sin su asentimiento, y de crear unas condiciones previas de pensamiento que ya no permiten al otro entender un problema a la manera tradicional o en la forma que él querí­a.

Según esto, la a. comienza cuando su potestad es reconocida libremente y termina allí­ donde ella se transforma en poder. De eso se deduce claramente que lo tí­pico de la a. consiste en el hecho de que apela a la libertad. Esto significa que con relación a niños y menores de edad sólo se puede hablar de a. en cuanto éstos son capaces de ejercitar la razón y la libertad. Frente a los animales o los locos no se puede ejercer ninguna a. De esto se sigue, además, que la a. no se puede obtener con violencia, sino que sólo puede irradiar por su fuerza persuasiva. Por consiguiente, la a. siempre va dirigida al comportamiento moral del hombre. Sólo puede ser ejercida en la medida en que aquellos a quienes se dirige son capaces de obrar moralmente. Pero puesto que el hombre, por su imperfección radicada en muy diversos motivos, no es capaz de obrar moralmente más que de una forma limitada (–> acto moral), a veces es absolutamente necesario y justificado influir sobre los demás por medio del poder y de la coacción; pero este modo de proceder no es precisamente un acto de a. Dominar, guiar, educar, ejercer poder y ser o poseer a. no es simplemente la misma cosa. Todas estas actitudes guardan entre sí­ una mutua relación dialéctica, y deberí­an transformarse en a. de dominio, de gobierno, etc.; pero hay que tener en cuenta que, en nuestra constitución terrena y pecadora, no se puede alcanzar totalmente esta meta y que, por tanto, es necesario recurrir a un uso complementario de esos procedimientos.

A esto se debe el que la a. oficial, la cual siempre va rodeada de derechos, privilegios y poder, de suyo sólo mediatamente habla a la libertad del hombre particular, mientras su propósito inmediato es el de exigir el reconocimiento de la legitimidad o incluso necesidad de que el grupo en cuestión exista; y, como consecuencia, mediatamente invita también al reconocimiento del oficio y de las acciones oficiales que están a servicio de una determinada organización, pues el fundamento inmediato de la importancia de la a. oficial es la preponderancia de la sociedad frente al hombre particular. Así­, cualquier cargo y su a. deben ser entendidos siempre desde la sociedad, y no a la inversa. Esto significa que la a. oficial va tan lejos como lo requieren las exigencias de la sociedad, y que no puede pretender que la reconozcan más allá de ese lí­mite. Según que una persona pertenezca libremente a una organización determinada o que obligatoriamente sea miembro de la sociedad, ella reconocerá voluntariamente la a. o por lo menos la respetará necesariamente. Mas sólo se trata de verdadera autoridad, a diferencia del mero poder o de la coacción, en la medida en que los sometidos a la a. afirman voluntariamente el orden necesario de la sociedad. En oposición a los que espontáneamente se doblegan ante la necesaria a. oficial, el anarquista no reconoce la existencia de ninguna a. oficial, por la razón de que él no admite un encauzamiento de su libertad por parte de la sociedad. Por consiguiente, de la a. oficial también se puede decir, aunque de manera diferente, que habla a la libertad del hombre.

3. Del hecho de que la a. habla a la libertad de los hombres se deriva una tercera caracterí­stica de la a. Está siempre al servicio de los otros hombres y de la libertad de éstos. Expresado de otra manera: tiene siempre como fin la realización de los valores humanos y debe ayudar a los hombres subordinados a ella a que realicen su ser humano en una forma más plena. Pues la a. transmite siempre la llamada de una meta a la cual ella misma está subordinada y hacia la cual orienta a sus súbditos. Pero esta meta es siempre un fin adecuado al hombre en cuanto tal y, por esto, tiene en sí­ un valor personal. Precisamente de aquí­ recibe la a. su dignidad y su valor. Así­ la a. de la razón transmite la llamada de la verdad, a la cual nosotros tendemos por ella misma, y está a su servicio en cuanto intenta fundamentarla. Y la a. paterna actúa al servicio de las exigencias del hombre adulto, del hombre que autónomamente sabe llevar a cabo sus distintos cometidos. Y así­ la a. paterna sirve a una meta educativa, a saber, en cuanto arranca al niño de su aprisionamiento en las tendencias, de su ignorancia y de su torpeza, lo educa para hacerlo un hombre maduro y autónomo.

El fundamento propiamente antropológico de esta estructura de la a. radica en el hecho de que el hombre, como ser creado y libre, no sólo es persona, sino que al mismo tiempo, en cuanto ser dotado de posibilidades ilimitadas a lo largo de su desarrollo histórico ha de convertirse en personalidad. Como el hombre desde su raí­z es en igual medida un ser individual y social, él está en principio orientado a conseguir su perfección en dependencia de otros, y esto sucede de tal manera que, a través de las funciones mutuamente complementarias de la dirección y la sumisión, se va logrando aquel perfeccionamiento que el hombre, como ser bipolar, sólo puede conseguir dentro de la sociedad. Sin embargo, no hemos de perder de vista que la a., puesto que también ella yerra y peca, no siempre lleva automáticamente a la perfección, tal como algunas interpretaciones clásicas de la a. solí­an suponer con excesiva precipitación.

4. Puesto que toda perfección humana tiene su norma decisiva y su valor en la subordinación a Dios, una a. es tanto más perfecta cuanto más logra la subordinación de sí­ misma y de sus súbditos a Dios. Mas a este respecto hay que tener en cuenta cómo, dada la relativa autonomí­a de las realidades terrestres, esa subordinación a Dios ha de producirse en conformidad con la ley propia del concreto y limitado campo de acción de la a. respectiva. Una acentuación exagerada de la relación que las a. terrenas dicen a la transcendencia, conducirí­a a un pseudosacralismo de las mismas, y constituirí­a una amenaza contra el desarrollo de la a. en conformidad con sus tareas especí­ficas dentro del mundo. Por otro lado, si las a. terrenas y sus súbditos no quedaran subordinados a Dios, eso conducirí­a a que ellas se revistieran de un carácter absoluto y a que manipularan arbitrariamente a sus subordinados en nombre de valores contingentes, pero elevados a un rango supremo en virtud de una decisión positiva. No se puede determinar a priori cómo debe realizarse concretamente esta subordinación de las a. a Dios, puesto que sólo a posteriori cabe precisar si y hasta qué punto una a. colabora a la perfección del hombre y, en consecuencia, representa la voluntad de Dios. Esto se debe a que los respectivos cometidos reales de la a. dependen de unas posibilidades que varí­an constantemente. Por otro lado, ese cambio continuo de las posibilidades está condicionado por la –>historia y la historicidad del hombre, que se desarrolla libremente.

5. De la misión de la a., que es ayudar a los hombres a conseguir su perfección, se deduce una doble función de la misma:
a) La a. ejerce un papel substitutivo, representativo, y en este sentido, realiza una función inauténtica, pues se trata de una tarea de tipo tutelar. Esa función entra en acción cuando la a., con su dirección y servicio, preserva a hombres que bajo algún aspecto son impotentes o menores de edad o no tienen autonomí­a de que, a causa de su deficiente autosuficiencia, dejen de alcanzar aquel fin a cuyo servicio está la a. y que los necesitados de auxilio no pueden conseguir en la forma deseable para ellos y en la medida necesaria, simplemente por la razón de que les falta la autonomí­a necesaria, pues si la tuvieran serí­a superflua la intervención de la a. P. ej., mientras los niños no puedan tomar en sus propias manos las riendas de su destino y en la medida en que no puedan tomarlas, tienen que hacerlo por ellos los padres, precisamente para que de esta manera lleguen a su independencia y no perezcan. O bien, mientras los hombres no estén en condiciones de realizar por su cuenta sus derechos fundamentales, p. ej., los relativos a la salud, al trabajo y a la formación, en el grado necesario para la conservación del individuo dentro de la civilización y de la sociedad concretas, el estado puede y debe en la medida de lo congruente dictar e imponer leyes, por ejemplo, acerca de la escolaridad obligatoria, de la seguridad social y de la vejez, contra el alcoholismo, etc.; pues de otro modo los súbditos de la a. destruirí­an con su conducta las condiciones previas para su propio desarrollo autónomo. Esta a. intenta convencer y a la vez amenaza en bien de los que están confiados a ella e incluso, manteniéndose en el lí­mite de lo necesario, recurre a la fuerza.

Esta función representativa de la a., en interés de su propio fin, ha de tender a hacerse innecesaria. Así­ los educadores deben procurar hacerse innecesarios por amor al fin de la educación, y el estado, como toda otra a., ha de conceder desde el principio tanta libertad como sea posible y fomentar su progresivo desarrollo. Pero, por otra parte, debe recurrir a la coacción tanto como sea necesario, mas a la vez dejando el mayor margen posible de libertad dentro de la coacción, para ser justo con el fin y con los hombres a los que se quiere servir. En este sentido, la función representativa de la a. sólo impropiamente es un cometido suyo, ya que ella ha de tender a hacerse innecesaria, y, además, consigue su fin mediante la amenaza de coacción, la cual de suyo aspira e aliminarse a sí­ misma. Pero hay que tener en cuenta que en muchos casos esta autoeliminación no se alcanzará jamás, debido a la imperfección de los hombres, por un lado, y a la necesidad de alcanzar la meta a que la a. aspira, por otro lado. Todos nosotros necesitamos, desde algún punto de vista, cuidados de tipo paternal o maternal, y, por tanto, de tipo autoritario.

b) De esta función substitutiva de la a. hay que distinguir una misión permanente, irrevocable y, en este sentido, esencial de la misma. Es su misión de crear orden, la cual ha de entrar en acción siempre que la meta representada por ella exija una unión de sus súbditos de cara a esa meta. Quizá donde veremos esto con más claridad es en la misión que tiene el –> estado de realizar la cultura objetiva, es decir, de coordinar el conjunto de las aportaciones culturales subjetivas de los ciudadanos, poniéndolas a servicio del bien de la -> comunidad. En efecto, la realización de dicha cultura objetiva sólo es posible a base de la diversidad de tareas y funciones desarrolladas por cada uno de los ciudadanos. Mas para que esta diversidad no sea causa de oposición y división, hay que distribuir y orientar las distintas funciones conforme a las exigencias del fin. Es preciso que se realice una unidad de acción; más todaví­a, se debe dirigir y orientar los bienes de la -> cultura objetiva de tal manera que fomenten la cultura subjetiva de todos los miembros. Dicho de otro modo: el elemento formal de la sociedad es el orden, es decir, una feliz adaptación de la multiplicidad y diversidad al mismo y único fin. Toda sociedad es, por su esencia, una unidad de orden, y así­ tiene razón Tomás de Aquino cuando dice que el cometido principal de la a. social es la conservación del orden.

Pero de aquí­ se deduce también lo siguiente: cuanto más variada y polifacética sea una sociedad, tanto más necesario es un orden de los miembros en virtud de la a. Una sociedad cultivada dispone de muchas más posibilidades que un pueblo primitivo. Pero si el orden consiste en la acomodación de elementos múltiples y diversos a las necesidades del mismo fin, está claro que este orden se irá haciendo más variado y complejo en el grado y medida en que progrese la cultura. En este sentido, todo progreso hace cada vez más difí­cil la conservación del orden y exige, sin embargo, que la a. lo realice, lo haga realidad en el sentido literal. La a. ha de conseguir eso a través del conjunto de medidas e instituciones, cada vez más complicado, que llamamos sociedad. El cometido esencial de la a. social no se funda, por consiguiente, en la insuficiencia y en la claudicación de sus miembros, sino que crece con el progreso social.

Con esto queda también claro cómo aquellos miembros de la sociedad que por propia inciativa y perfeccionando sus disposiciones personales fomentan la realización de lbs distintos cometidos de la cultura objetiva, no están en oposición con la vida social, sino que, por el contrario, posibilitan el enriquecimiento de ésta. Por consiguiente, si la a., en lugar de fomentar la iniciativa personal, la reprime, reprime eo ipso la variedad y, con ella, la fuente de una vida rica y fructí­fera (L. Janssens).

Cuanto más desarrollada está una sociedad, tanta más a. se necesita. Cuanto mayor es el grado de madurez de una cultura objetiva, tanto mejor y más libremente puede desarrollarse el individuo. Y cuanto más se desarrolle la iniciativa personal, tanto más crecerá la cultura objetiva. De esto se deduce que entre libertad y a., si se usa de ellas correctamente, hay una relación que no es de oposición, sino complementaria. Libertad y a. se condicionan mutuamente, pues ambas están a servicio del hombre por su vinculación a las personas y a sus valores, así­ como, en último término, a Dios.

IV. Postulados
1. Puesto que las autoridades, limitadas por ser humanas, están siempre a servicio de unos concretos – y por ende también limitados -valores personales, deben cumplir su servicio al -> valor en cuestión de un modo adecuado a él. Por eso el formalmente uní­voco concepto de a. bajo el aspecto del contenido se refiere a muy diversas realidades análogas. Así­ p. ej., en cuanto al contenido, la a. de los -> padres, que se refiere, por un lado, a la educación de los hijos y, por otro lado, al orden social de la -> familia, es distinta de la del maestro, que ha de realizar precisamente las tareas que los padres no pueden cumplir; o la a. del estado, que debe garantizar y realizar el bien común de orden temporal, es esencialmente distinta de la de la ->Iglesia, la cual está a servicio de la salvación sobrenatural. El contenido de una a. determinada no se puede averiguar, por tanto, más que confrontando el concepto formal de la esencia de la a. con la meta de la a. respectiva, meta que hay que precisar a posteriori. Cuanto más concretamente se pueda comprender esta meta, con tanta mayor exactitud se podrá determinar las medidas que ha de tomar la a. Por tanto, de la misión de la a. eclesiástica o civil, etc., hay que tratar oportunamente cuando se hable de la doctrina de la Iglesia, del estado, etc.

Nunca se insistirá suficientemente en este carácter tan dispar de las diversas a., puesto que el ejercicio de la a. deberí­a adoptar rasgos totalmente distintos según las respectivas tareas de las diferentes a. Por tanto, las pretensiones justas de la a. en cuestión de ben ser determinadas por el fin al que ella sirve. Por ej., si en el transcurso de la historia de la Iglesia siempre se hubiera tenido suficiente conciencia de esta idea, la a. eclesiástica jamás habrí­a podido tomar en tal grado de la a. civil sus formas externas y la autoconcepción misma (cf. Y. CONGAR, L’ecclésiologie de la Révolution f rangaise au Concile du Vatican sous le signe de l’af firmation de l’autorité: RSR 34 [1960], 77-104; id. Power and Poverty in the Church, Baltimore 1964; cf. p. ej., la aplicación del concepto de “societas perfecta” a la –> Iglesia y al estado). La reflexión sobre los cometidos especí­ficos de las diversas a. no ha progresado en todos los campos al mismo ritmo.

2. Si se intenta deducir el cometido de la a. partiendo de sus caracterí­sticas formales, hemos de pensar además que el ejercicio legí­timo de la a. no sólo debe respetar la libertad, sino que también ha de promoverla. En consecuencia, ella debe guardarse de medidas autoritarias que le degradarí­an, convirtiéndola en mero poder o incluso en fuerza fí­sica. El poder no fomenta la libertad; la fuerza la elimina. El fundamento de todo proceder autoritario hay que buscarlo por lo común en un presuntuoso orgullo o en una debilidad reprimida. Pero la a. verdadera es consciente de sus lí­mites e intenta ganarse a las personas con su fuerza de persuasión. Ella respeta la dignidad personal y la igualdad fundamental de aquéllos cuya obediencia pide, e intenta, en consecuencia, aminorar la distancia social que pueda surgir por el hecho de que los mutuamente interreferidos en virtud de la relación de a. ocupan un puesto supraordenado o subordinado.

3. La función de servicio que la a. tiene frente al hombre consiste precisamente en el ejercicio de la a., es decir, según los casos, en el cumplimiento de su tarea educativa, o santificadora, u ordenadora, etc. En consecuencia, desde este punto de vista la claudicación consiste siempre en la renuncia al verdadero ejercicio de una determinada a. Pero aquí­ hemos de advertir cómo la a. tiene que determinar el devenir de la personalidad del individuo en una forma, no sólo externa y casual, sino también interna y esencial. Pues la concepción del liberalismo clásico, con su laissex faire, y la de la –> ilustración, con su idea naturalista de que la naturaleza se va desarrollando correctamente por sí­ misma, olvidan precisamente que el hombre es realmente libre, y por eso ha de conseguir la integración de la naturaleza en la personalidad dirigiendo las leyes propias de aquélla a base de decisiones autónomas, las cuales no siempre son de antemano rectas y buenas. Ahora bien, la a. con su peso y apelando a la razón y a la libertad del otro, debe contribuir a un mayor acercamiento a la verdad y al bien. Una negligencia en el cometido que la a. ha de realizar significarí­a por tanto que, quien se encuentra sujeto a ella, se verí­a total o parcialmente impedido en el desarrollo de sus posibilidades. Como la a. está obligada en igual manera al valor que ella representa y al hombre, a quien ha de ganarse por medio de la persuasión, la regla de oro de su proceder es: fortiter in re et suaviter in modo. Cuanto mejor sea la sí­ntesis entre el valor representado y el hombre a quien la a. se dirige, con tanta mayor perfección alcanzará ella su fin. La razón de la falta de cumplimiento de las funciones que recaen sobre la a. hay que buscarla, normalmente, en el desinterés egoí­sta por los que necesitan de la a. o en el hecho de que alguien cree no estar a la altura de su misión. Paradójicamente, a pesar de la importancia que en la moral tradicional se da a la sujeción a la a., la moral de la a. y del mando está todaví­a bastante descuidada (cf. A. Müller). En orden a una elaboración de dicha moral habrí­a que tener en cuenta las experiencias con el moderno personal directivo (cf. H. Hartmann). Evidentemente, la forma de ejercer la a. como servicio al hombre depende a su vez del servicio que haya de prestársele, pues el amor servicial adopta formas muy distintas. Precisamente en el NT se destaca de una forma especial la función de servicio de la a., así­ cuando en Lc 22, 24-27 se recalca cómo el que manda debe ser como el que sirve, y cuando en la narración del lavatorio de los pies (Jn 13, 1-17) la actitud de servicio del Maestro es presentada como un ejemplo para los discí­pulos.

4. La a., que procede de Dios y está ordenada a él, logrará mantener sus diversas funciones en una tensión equilibrada, si consigue en la mayor medula posible que se haga transparente la dimensión de su transcendencia hacia Dios, y así­ pone la propia superioridad y dignidad bajo la luz que le corresponde. Por esto, la a. se esforzará constantemente por vincular a los hombres, no a sí­ misma, sino a nuestro origen y a nuestra meta por antonomasia. Esto significa que, p. ej., en la democracia una sumisión absoluta a la voluntad del pueblo serí­a una sujeción a la posible arbitrariedad del mismo. El .pueblo puede, es verdad, designar a los sujetos de la a., pero la potestad encarnada en ella no procede del pueblo, sino de Dios (teorí­a de la designación), ante quien, en último término, uno es responsable por el ejercicio del cargo. En este sentido, también Pí­o ix, en oposición a determinadas concepciones positiví­stas, rechaza en el Syllabus la sentencia siguiente: “La a. no es otra cosa que la suma del número y el conjunto de fuerzas materiales” (Dz 1760). Esto mismo tiene validez mutatis mutandis con relación a toda clase de a., de manera que, a la inversa, se puede decir: Una a. terrena que no se base en algo superior, se convierte en demoní­aca y en simple poder arbitrario. Y esto se da bajo envoltura “dialéctica” incluso cuando la a. no quiere desplegar “totalitariamente” su propio poder, sino que, en una pseudo-renuncia a la carga de la responsabilidad del gobierno, se quiere limitar a ser mera objetivación y órgano ejecutivo de los deseos e intereses de sus súbditos.

5. La actitud que se debe adoptar frente a la a. es, según el tipo de a., la postura de -> fe, de –> obediencia, de respeto, etc. También la a. ha de adoptar formas muy distintas, según el tipo de a. de que se trate. En todo caso, debido a la ambivalencia de las autoridades terrenas y a su dependencia de los cambios históricos, la a. no puede prescindir nunca del diálogo con las personas que le están confiadas, si no quiere desviarse de su meta, la cual está en el servicio a los hombres y a la a. absoluta de Dios, que ella representa en un grado siempre muy imperfecto de analogí­a.

Waldemar Molinski

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

1. asiarques (ajsiavrch”, 775), véase ASIA. 2. exousia (ejxousiva, 1849) denota autoridad (del verbo impersonal exesti, “es válido”, o “conforme a la ley”). Del significado de permiso, o de libertad para hacer como a uno le plazca, pasó al de la capacidad o poder con el que uno ha sido investido (p.ej., Mat 9:6; 21.23; 2Co 10:8); o el poder de regir o gobernar, el poder de aquel cuya voluntad y mandatos deben ser obedecidos por los demás (p.ej., Mat 28:18; Joh 17:2; Jud_25; Rev 12:10; 17.13); más especí­ficamente, de la autoridad apostólica (2Co 10:8; 13.10); el poder de la decisión judicial (Joh 19:10); de gobernar los asuntos domésticos (Mc 13.34). Por metonimia, o cambio de nombre (sustitución de una palabra sugerente por el nombre de la cosa que se significa), se usa para denotar aquello que está sujeto a la autoridad o gobierno (Luk 4:6; RV, RVR; VM: “potestad”; RVR77: “poderí­o”); o, como con el término castellano “autoridad”, de uno que ostenta autoridad, un gobernante, magistrado (Rom 13:1; RV, VM: “potestades”; RVR, RVR77: “autoridades”; y vv. 2 y 3; Luk 12:11; RV: “potestades”; RVR: “autoridades”; Tit 3:1; RV: “potestades”; RVR: “autoridades”); o un potentado espiritual (p.ej., Eph 3:10; 6.12; Col 1:16; 2.10, 15; 1Pe 3:22). En todos estos casos, tanto la RV como la RVR traducen “potestad/es”, excepto en 1Pe 3:22, donde la RVR traduce “autoridades”. En 1Co 11:10 se usa del velo con el que se ordena que se cubran las mujeres en una asamblea o iglesia, como señal de la autoridad del Señor sobre su Iglesia. Véanse DERECHO, LIBERTAD, PODER POTESTAD. 3. epitage (ejpitaghv, 2003), mandato (de epi, sobre; tasso, ordenar). Se traduce una vez como “autoridad” en Tit 2:15 (RV y RVR). Véase MANDATO. Nota: El verbo correspondiente es epistasso, mandar. Véase MANDAR. 4. kuriotes (kuriovth”, 2963) denota señorí­o (kurios, señor), poder, dominio, tanto angélico como humano (Eph 1:21 “señorí­o”, RV y RVR; Col 1:16 “dominios”, RV y RVR; 2Pe 2:10 “señorí­o”, RVR; RV: “potestad”; Jud_8 “autoridad”, RVR; RV: “la potestad”). En Ef y Col indica un grado en los órdenes angélicos, estando en segundo lugar entre ellos. Véanse DOMINIO.¶ 5. politarques (politavrch”, 4173), gobernador de una ciudad (polis, ciudad; arque, gobernar), politarca. Se usa en Act 17:6,8, de los magistrados en Tesalónica, ante quienes los judí­os, con un grupo de gente ociosa del mercado, arrastraron a Jasón y a los otros convertidos, bajo la acusación de haber dado hospitalidad a Pablo y a Silas, y de conspiración para la traición. Tesalónica era una ciudad “libre”, y los ciudadanos podí­an elegir a sus propios politarcas. La precisión de Lucas ha sido vindicada por el uso de este término, porque en tanto que los autores clásicos utilizan los vocablos poliarcos y politarcos al referirse a autoridades similares, la forma usada por Lucas es confirmada por inscripciones descubiertas en Tesalónica, una de las cuales menciona nombres como Sópater, Segundo, Gayo, entre los politarcas; nombres estos que también aparecen entre los compañeros de Pablo. El profesor Burton, de Chicago, en un artí­culo acerca de “Los Politarcas”, ha registrado 17 inscripciones que dan testimonio de la existencia de ellos, trece de las cuales pertenecen a Macedonia, y cinco presumiblemente a la misma Tesalónica, ilustrando la influencia de Roma en la organización municipal de la localidad. En la RVR: “autoridades de la ciudad”; en la RV: “gobernadores de la ciudad”.¶ Nota: El verbo exousiazo se traduce en Luk 22:25 con la frase verbal “tienen autoridad”. Véase TENER POTESTAD, etc.

Fuente: Diccionario Vine Nuevo testamento

véase Poder

AA. VV., Vocabulario de las epí­stolas paulinas, Verbo Divino, Navarra, 1996

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas

AT. I. “TODA AUTORIDAD VIENE DE DIOS”. Este principio, que formulará Pablo (Rm 13,1), se supone constantemente en el AT: el ejercicio de la autoridad aparece en él sometido a las exigencias imperiosas de la voluntad divina.

1. Aspectos de la autoridad terrenal. En la creación que Dios ha hecho, todo poder procede de él: el del hombre sobre la naturaleza (Gén 1,28), el del marido sobre la mujer (Gén 3,16), el de los padres sobre los hijos (Lev 19,3). Cuando se consideran las estructuras más complejas de la sociedad humana, todos los que mandan tienen también de Dios la responsabilidad del bien común en cuanto al grupo que les está sometido: Yahveh ordena a Hagar la obediencia a su dueña (Gén 16,9); él también es quien confiere a Hazael el gobierno de Damasco (IRe 19,15; 2Re 8,9-13) y a Nabucodonosor el de todo el Oriente (Jer 27,6). Si esto sucede entre los mismos paganos (cf. Eclo 10,4), con mayor razón en el pueblo de Dios. Pero aquí­ el problema planteado por la autoridad terrenal reviste un carácter especial que merece ser estudiado aparte.

2. Condiciones del ejercicio de la autoridad. La autoridad confiada por Dios no es absoluta; está limitada por las obligaciones morales. La *ley viene a moderar su ejercicio, precisando incluso los derechos de los *esclavos (Ex 21,1-6,26s; Dt 15,12-18; Eclo 33,30…). En cuanto a los niños, la autoridad del padre debe tener por fin su buena *educación (Prov 23,13s; Eclo 7,22s; 30,1…). En materia de autoridad politica es donde el hombre propende más a traspasar los limites de su poder. Embriagado de su *poder, se atribuye el mérito del mismo, como por ejemplo, Asiria victoriosa (Is 10,7-11.13s); se diviniza a si misma (Ez 98,2-5) y se alza contra el Señor soberano (Is 14,13s), hasta enfrentársele en forma blasfematoria (Dan 11,36). Cuando llega a esto se asemeja a las *bestias satánicas que Daniel veí­a surgir del mar y a las que daba Dios poder por algún tiempo (Dan 7,3-8.19-25). Pero una autoridad pervertida en esta forma se condena por si misma al *juicio divino, que no dejará de abatirla en el dí­a prefijado (Dan 7,11s.26): habiendo asociado su causa a la de los poderes malvados, caerá finalmente con ellos.

II. LA AUTORIDAD EN EL PUEBLO DE DIOS.

Todo lo que ha quedado dicho sobre el origen de la autoridad terrenal y las condiciones de su ejercicio, concierne al orden de la creación. Ahora bien, este orden no lo ha respetado el hombre. Para restaurarlo inaugura Dios en la historia de su pueblo un designio de *salvación, en el que la autoridad terrenal adquirirá nuevo sentido, en la perspectiva de la redención.

1. Los dos poderes. A la cabeza de su pueblo establece Dios apoderados. No son en primer lugar personajes politicos, sino enviados religiosos, que tienen por *misión hacer de Israel “un reino sacerdotal y una nación santa” (Ex 19,6). *Moisés, los *profetas, los *sacerdotes, son así­ depositarios de un poder de esencia espiritual, que ejercen en forma visible por delegación divina. Sin embargo, Israel es también una comunidad nacional, un Estado dotado de organización polí­tica. Esta es teocrática, pues el poder se ejerce en ella también en nombre de Dios, sea cual fuere su forma: poder de los ancianos que asisten a Moisés (Ex 18,21 ss; Núm 11,24s), de los jefes carismáticos, como Josué y los jueces, finalmente de los *reyes.

La doctrina de la alianza supone así­ una estrecha asociación de los dos poderes, y la subordinación del polí­tico al espiritual, en conformidad con la vocación nacional. De ahí­ resultan en la práctica conflictos inevitables: de Saúl con Samuel (ISa 13,7-15; 15), de Ajab con Elí­as (IRe 21,17-24), y de tantos reyes con los profetas contemporáneos. Así­, en el pueblo de Dios, la autoridad humana está expuesta a los mismos abusos que en todas partes. Razón de más para que esté sometida al juicio divino: el poder politico de la realeza israelita acabará por naufragar en la catástrofe del destierro.

2. Frente a los imperios paganos. Cuando el judaí­smo se reconstruye después del exilio, sus estructuras recuperan las formas de la teocracia original. La distinción del poder espiritual y del poder polí­tico se afirma tanto mejor cuanto que este último está en manos de los imperios extranjeros, de los que los judí­os son actualmente súbditos. En esta nueva situación, el pueblo de Dios adopta, según los casos, dos actitudes. La primera es de franca aceptación: de Dios han recibido el imperio Ciro y sus sucesores (Is 45,1ss); puesto que favorecen la restauración del culto santo, hay que servirlos lealmente y orar por ellos (Jer 29,7; Bar 1,10s). La segunda, cuando el imperio pagano se convierte en perseguidor, es un llamamiento a la *venganza divina y finalmente a la rebelión (Jdt; IMac 2,15-28). Pero la restauración monárquica de la época macabea origina de nuevo una concentración equivoca de los poderes. que se precipita rápidamente en la peor de las decadencias. Con la intervención de Roma el año 63, el pueblo de Dios se halló de nuevo bajo la férula de los detestados paganos.

NT. I. JESÚS. 1. Jesús, depositario de la autoridad. Durante su vida pública aparece Jesús como depositario de una autoridad (exusí­a) singular: predica con autoridad (Mc 1,22 p), tiene poder para perdonar los pecados (Mt 9,6ss), es señor del sábado (Mc 2,28 p). Poder absolutamente religioso de un enviado divino, ante el cual los judí­os se plantean la cuestión esencial: ¿con qué autoridad hace estas cosas (Mt 21.23 p)? Jesús no responde directamente a esta cuestión (Mt 21,27 p). Pero los signos que realiza orientan los espiritus hacia una respuesta: tiene poder (exusí­a) sobre la enfermedad (Mt 8,8sp), sobre los elementos (Mc 4,41 p), sobre los demonios (Mt 12, 28 p). ¿No es esto indicio, como él mismo lo dirá, de que le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra (Mt 28,18)? Su autoridad se extiende, por tanto, hasta a las cosas politicas; en este terreno, el poder que se negó a tener de *Satán (Lc 4,5ss), lo recibió en realidad de Dios. Sin embargo, no se prevale de este poder entre los hombres. Mientras que los jefes de este mundo muestran el suyo ejerciendo su dominio, él se comporta entre los suyos como quien sirve (Lc 22,25ss). Es maestro y señor (Jn 15,13); pero ha venido para *servir y para dar su vida (Mc 10.42ss p). Y precisamente porque adopta así­ la condición de *esclavo, toda *rodilla se doblará finalmente delante de él (Flp 2.5-11).

2. Jesús delante de las autoridades terrenas. Tanto más significativa es la actitud de Jesús frente a las autoridades terrenas. Ante las autoridades judí­as reivindica su calidad de *Hijo del hombre (Mt 26,63s p), base de un poder atestiguado por las Escrituras (Dan 7.14). Ante la autoridad politica, su posición es más matizada. Reconoce la competencia propia del césar (Mt 22,21 p); pero esto no le cierra los ojos para no ver la injusticia de los representantes de la autoridad (Mt 20,25; Lc 13.32). Cuando comparece delante de Pilato no discute su poder, cuyo origen divino conoce, pero destaca la iniquidad de que él es victima (Jn 19,11) y reivindica para si mismo la realeza que no es de este mundo (Jn 18,36). Si, pues, lo espiritual y lo temporal. cada uno a su manera, dependen en principio de él sin embargo, consagra su distinción neta y da a entender que por el momento lo temporal conserva verdadera consistencia. Los dos poderes se confundian en la teocracia israelita; en la Iglesia no sucederá ya lo mismo.

II. LOS APí“STOLES.

1. Los depositarios de la autoridad de Jesús. Jesús, al enviar a sus *discí­pulos en *misión, les delegó su propia autoridad (“el que a vosotros escucha, a mi me escucha”, Lc 10,16s) y les confia sus poderes (cf. Mc 3,14sp; Lc 10,19). Pero les enseñó también que el ejercicio de aquellos poderes era en realidad un *servicio (Lc 22,26 p; Jn 13,14s). Efectivamente, se ve luego a los *apóstoles usar de sus prerrogativas, por ejemplo, para excluir de la comunidad a los miembros indignos (ICor 5,4s). Sin embargo, lejos de hacer sentir el peso de su autoridad, se preocupan ante todo por servir a Cristo y a los hombres (ITes 2,6-10). Es que, si bien se ejerce esta autoridad en forma visible. no por eso deja de ser de orden espiritual: concierne exclusivamente al gobierno de la Iglesia. Hay aquí­ una innovación importante: contrariamente a los estados antiguos, se mantiene efectiva la distinción entre lo espiritual y lo politico.

2. El ejercicio de la autoridad humana. Por lo que se refiere al valor de la autoridad humana y a las condiciones de su ejercicio, los escritos apostólicos confirman la doctrina del AT, pero dándole una nueva base. La *mujer debe estar sometida a su marido como la Iglesia a Cristo; pero por su parte el marido debe amar a su mujer como Cristo amó a su Iglesia (Ef 5,22-33). Los hijos deben obedecer a sus padres (Col 3,20s; Ef 6,1ss) porque toda *paternidad recibe su nombre de Dios (Ef 3,15); pero los padres, al educarlos, deben guardarse de exasperarlos (Ef 6,4; Col 3,21). Los *esclavos deben obedecer a sus amos, incluso duros y molestos (IPe 2,18) como al mismo Cristo (Col 3,22; Ef 6,5…); pero los amos deben acordarse de que también ellos tienen un señor en el cielo (Ef 6,9) y aprender a tratar a sus esclavos como a *hermanos (FIm 16). No basta con decir que esta moral social salvaguarda una justa concepción de la autoridad en la sociedad, sino que le da por base y por ideal el servicio de los otros realizado en la caridad.

3. Las relaciones de la Iglesia con las autoridades humanas. Los apóstoles, depositarios de la autoridad de Jesús, hallan frente a ellos autoridades humanas con las que hay que ponerse en relación. Entre éstas, las autoridades judí­as no son autoridades como las otras: tienen un poder de orden religioso y tiene su origen en una institución divina; así­ los apóstoles las tratan con respeto (Act 4,9; 23,1-5) en tanto no es manifiesta su oposición a Cristo. Pero estas autoridades han contraí­do grave responsabilidad al desconocer a Cristo y hacerlo condenar (Act 3,13ss; 13, 27s).

Todaví­a la agravan oponiéndose a la predicación del Evangelio; por eso los apóstoles pasan por encima de sus prohibiciones, pues estiman que hay que obedecer a Dios antes que a los hombres (Act 5,29). Rechazando la autoridad de Cristo han perdido los jefes judí­os su poder espiritual.

Las relaciones con la autoridad polí­tica plantean un problema diferente. Frente al imperio romano profesa Pablo perfecta lealtad, reivindica su calidad de ciudadano romano (Act 16,37; 22,25…) y apela al césar para obtener justicia (Act 25,12). Proclama que toda autoridad viene de Dios y que es dada con miras al bien común; la sumisión a los poderes civiles es, pues, un deber de conciencia porque son los ministros de la justicia divina (Rm 13,1-7), y se debe orar por los reyes y por los depositarios de la autoridad (ITim 2,2). La misma doctrina en la 1.” epí­stola de Pedro (IPe 2,13-17). Esto supone que las autoridades civiles, por su parte, se someten a la ley de Dios. Pero en ninguna parte se ve reivindicar para las autoridades espirituales de la Iglesia un poder directo sobre las cosas polí­ticas.

Si, en cambio, la autoridad polí­tica, como en otro tiempo el imperio sirio, perseguidor de los judí­os, se eleva a su vez contra Dios y contra su Cristo, entonces la profecí­a cristiana anuncia solemnemente su juicio y su caí­da: así­ lo hace el Apocalipsis ante la Roma de Nerón y de Domiciano (Ap 17,1-19,10). En el imperio totalitario que pretende encarnar la autoridad divina, el poder polí­tico no es ya más que una caricatura satánica, frente a la cual ningún creyente deberá inclinar la cabeza. -> – Apóstol – Iglesia – Misión – Obediencia – Pastor – Padre – Poder – Servir

LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teologí­a Bí­blica, Herder, Barcelona, 2001

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas

La palabra exousia, traducida usualmente por «autoridad» [46 veces en la RV60] o «poder» [16 veces en RV60. Más a menudo aparece «potestad» unas 22 veces], en el sentido de autoridad (potestas), se emplea en el NT para referirse a diferentes cosas. Puede señalar al poder para perdonar pecados (Lc. 5:24, «potestad» en RV60), al poder para echar fuera demonios (Mr. 6:7, «autoridad» en RV60), al privilegio de la filiación divina (Jn. 1:12, «potestad» en RV60), a la autoridad de los gobernantes civiles (Jn. 19:10, «autoridad» en RV60), al control de las posesiones (1 Co. 9:4, «derecho» en RV60), al derecho o responsabilidad matrimonial (cf. 1 Co. 7:4), al privilegio apostólico (1 Co. 9:6, al reino universal de Cristo (Mt. 28:18, «potestad» en la RV60), o, más específicamente, a la autoridad de la palabra y obra de Cristo (Mt. 7:29 «autoridad» en RV60, cf. los pasajes paralelos) comparada con la de los escribas. Las ideas de derecho, privilegio y poder compulsivo están todas agrupadas en el concepto.

La Biblia deja claramente sentado que la verdadera fuente y asiento de la autoridad está en Dios. Esto es verdad aun del poder civil (Ro. 13:1), aunque en la tierra y especialmente en el cielo hay poderes usurpadores que Dios frustra y destruye (cf. Ef. 3:10; Col. 2:15). Pero esto es mucho más cierto en cuanto a la esfera espiritual. Dios solo puede perdonar pecados (Mr. 2:7), revelar la verdad absoluta y hablar en un tono de mandato absoluto (cf. Lc. 7:8). Ninguna autoridad humana podría permanecer, a no ser que se derive de Dios y lo sirva a él.

Sin embargo, la autoridad divina se ejerce en el Hijo de Dios y a través de él. Si él resiste la tentación de recibir honor mundano del diablo, esto se debe a que él ya es «la cabeza de todo principado y potestad» (Col. 2:10), y porque está destinado a ser exaltado en esa forma por Dios. De esta manera, aún el gobierno civil volverá a Cristo, así como se deriva de él. Pero él también tiene el poder de perdonar pecados (Mr. 2:10), librar de las fuerzas demoníacas (Mt. 9:8), vencer las enfermedades y la muerte (cf. Jn. 10:18), y para enseñar y ordenar con todo el derecho y el constreñimiento de Dios mismo (Mr. 1:22, 27). La autoridad divina misma está contenida en Jesucristo, y por medio de esta autoridad absoluta es que se debe medir toda otra autoridad civil o eclesiástica.

Sin embargo, Cristo no ejercita directamente su autoridad en este tiempo entre sus dos venidas. Debido a esto, es justo y apropiado que existan autoridades relativas que tengan el derecho de ser obedecidas. Las fuerzas de la ley y el orden constituyen esta autoridad en el orden civil, y deben ser así honradas, no en virtud de alguna validez inherente, sino en virtud de la comisión y función que Dios les entregó. Una posición similar, aunque menos equívoca, ocupan los apóstoles en la esfera eclesiástica en su calidad de testigos primarios y autoritativos de las palabras y la obra de Jesucristo encarnado, crucificado y resucitado.

¿Pero cómo es que la autoridad apostólica se ejerce en el período posapostólico? Este es un tema crítico en las discusiones que hoy se realizan sobre la autoridad espiritual o eclesiástica, la que descansa en el presupuesto de que la autoridad absoluta pertenece a Cristo solo, y a los apóstoles una autoridad secundaria; pero que después ve esta autoridad ejerciéndose hoy en una variedad de formas. Así pues, algunos argumentan que los apóstoles trasmitieron su autoridad a sucesores episcopales, o que la iglesia misma es autoritativa, o de que existe una tradición apostólica autoritativa, añadida al testimonio escrito del NT, o que las primeras decisiones e interpretaciones de la iglesia antigua tienen una autoridad distintiva, de tal forma que, por lo menos hay una continua acción recíproca de autoridades en la iglesia bajo la dirección del Espíritu Santo.

Ahora bien, debe admitirse que hay ciertas áreas de la vida de la iglesia en las cuales la iglesia misma, sea local o universal, tiene cierto derecho de tomar el control u orden, p. ej., en la forma de culto, el ejercicio de la disciplina, y hasta en la definición más precisa de la doctrina. También podría admitirse aun que lo que ha sido hecho en los siglos pasados en cumplimiento de este derecho, por ejemplo, en las decisiones y cánones de los concilios antiguos, no dejan de tener su importancia. Hasta esta medida se debe tomar en cuenta apropiadamente las varias pretensiones de autoridad que se esgrimen en la discusión contemporánea.

Sin embargo, parece que no hay ningún apoyo bíblico para suponer que la autoridad apostólica haya sido heredada por otros. Los apóstoles solos son los testigos primarios de Cristo, y sólo a ellos se les atribuye una autoridad mediata. Así que, si la autoridad apostólica no ha pasado del todo, está, entonces, preservada en sus escritos como el testimonio inspirado y normativo a través del cual Jesucristo todavía habla y obra por su Espíritu. En otras palabras, es a través de la Biblia que Cristo ahora ejerce su autoridad divina, imparte verdad autoritativa, promulga mandamientos autoritativos e impone una norma autoritativa por medio de la cual se deben plasmar y corregir todos los arreglos y afirmaciones de la iglesia.

BIBLIOGRAFÍA

J.N. Geldenhuys, Supreme Authority; J. Gresham Machen, The Christian Faith in the Modern World, pp. 73–86; W.M. McPheeters en HDCG; F.L. Patton, Fundamental Christianity, pp. 96–173; A. Sabatier, Religions of Authority and the Religion of the Spirit; R.R. Williams, Authority in the Apostolic Age.

W.C.G. Proctor

RV60 Reina-Valera, Revisión 1960

HDCG Hastings’ Dictionary of Christ and the Gospels

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (69). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología

La palabra neotestamentaria es exousia, que significa poder legítimo, real, y pleno para actuar, o para poseer, controlar, usar o disponer de algo o de alguien. Mientras que dynamis significa simplemente poder físico, el vocablo exousia significa, en rigor de verdad, poder que es, en algún sentido, legítimo. exousia puede usarse con el acento en la legitimidad del poder realmente ejercido, o en la realidad del poder que se posee legítimamente. En este último caso a menudo se traduce “potestad”. exousia a veces tiene un sentido secular general (p. ej. en 1 Co. 7.37, con referencia al dominio propio; Hch. 5.4, referido a la facultad de disponer de las propias rentas), pero su significado en la generalidad de los casos es teológico.

La convicción bíblica invariable es que el único poder legítimo y pleno en el seno de la creación es, en última instancia, el del Creador mismo. La autoridad que puedan ejercer los hombres es la que les delega Dios, a quien deben responder por la manera en que la ejercen. Ya que toda la autoridad es finalmente de Dios, el sometimiento a la autoridad es, en todos los órdenes de la vida, un deber religioso, que forma parte del servicio a Dios.

I. La autoridad de Dios

La autoridad de Dios es un aspecto de su dominio inalterable, universal y eterno sobre un mundo que le pertenece (para lo cual véase Ex. 15.18; Sal. 29.10; 93:1s; 146.10; Dn. 4.34s, etc.). Este reinado universal es distinto de (aunque básico para) la relación pactada entre él mismo e Israel, por medio de la cual Israel se convirtió en su pueblo y reino (cf. Ex. 19.6), y consecuentemente en heredera de su bendición. Su autoridad real sobre la humanidad consiste en su inalienable derecho y potestad para disponer de los hombres como a él le plazca (lo que Pablo compara a la exousia del alfarero sobre la arcilla, Ro. 9.21; cf. Jer. 18.6), además de su exigencia indiscutible de que los hombres le estén sujetos y vivan para su gloria. A través de toda la Biblia, la realidad de la autoridad de Dios se demuestra por el hecho de que todos aquellos que desprecian o hacen caso omiso de esta exigencia suya incurren en el juicio divino. El Juez regio tiene la última palabra, y de esta manera queda justificada su autoridad.

En la época del AT, Dios ejercía autoridad sobre su pueblo por intermedio de profetas, sacerdotes, y reyes, cuya respectiva misión consistía en proclamar sus mensajes (Jer. 1.7ss), hacer conocer sus leyes (Dt. 31.11; Mal. 2.7), y gobernar de acuerdo a dichas leyes (Dt. 17.18ss). Cuando cumplían dichas funciones, debían ser respetados como representantes divinos, con autoridad recibida de Dios. Del mismo modo, se aceptaba que las Escrituras procedían de Dios, y que por ello revestían autoridad, tanto para la instrucción (tôrâ), a fin de que los israeIitas conocieran el pensamiento de su Rey (cf. Sal. 119), como en el sentido de constituir el cuerpo de leyes por el que este los gobernaba y juzgaba (cf. 2 R. 22–23).

II. La autoridad de Jesucristo

La autoridad de *Jesucristo es también un aspecto de la realeza. Es tanto personal como oficial, pues Jesús es, a la vez, Hijo de Dios e Hijo del hombre (e. d. el hombre mesiánico). Como hombre y Mesías, su autoridad es de carácter real porque le fue delegada por el Dios por cuyo mandato lleva a cabo su obra (Cristo alabó al centurión porque se dio cuenta de esto, Mt. 8.9s). En su carácter de Hijo su autoridad es también real porque él mismo es Dios. A él se le ha dado autoridad para juzgar, a fin de que sea honrado como el Hijo de Dios (ya que el *juicio es privativo de Dios) y también porque es el Hijo del hombre (ya que el jucio es también función del Mesías) (Jn. 5.22s, 27). En resumen, su autoridad es la de un Mesías divino: la de un Dios-hombre, que hace la voluntad de su Padre en la doble capacidad de (a) siervo humano, en el que se unen los oficios salvíficos de profeta, sacerdote, y rey, y (b) Hijo divino, cocreador y partícipe en todas las obras del Padre (Jn. 5.19ss).

Esta autoridad más que humana de Jesús se manifestó de varias maneras durante su ministerio, como ser la irrevocabilidad e independencia de su enseñanza (Mt. 7.28s); su poder para exorcisar (Mr. 1.27); su dominio sobre las tormentas (Lc. 8.24s); su afirmación de que tenía poder para perdonar pecados (cosa que, como señalaron acertadamente los espectadores, era prerrogativa de Dios) y, cuando lo desafiaban, dando pruebas de la verdad de lo que afirmaba (Mr. 2.5–12; cf. Mt. 9.8). Después de su resurrección, declaró que le había sido dada “toda exousia … en el cielo y en la tierra”, dominio cósmico de carácter mesiánico que sería ejercido de tal manera que sus elegidos serían trasladados efectivamente a su reino de salvación (Mt. 28.18ss; Jn. 17.2; cf. Jn. 12.31ss; Hch. 5.31; 18.9s). El NT proclama al Jesús exaltado como “Señor y Cristo” (Hch. 2.36) (soberano divino por sobre todas las cosas), y como Rey-Salvador de su pueblo. El evangelio es en primera instancia una demanda de asentimiento a esta estimación de su autoridad.

III. Autoridad apostólica

La autoridad apostólica es autoridad mesiánica delegada por cuanto los *apóstoles fueron los testigos comisionados por Cristo, sus emisarios y representantes (cf. Mt. 10.40; Jn. 17.18; 20.21; Hch. 1.8; 2 Co. 5.20), a quienes él dio exousia para fundar, edificar y administrar su iglesia universal (2 Co. 10.8; 13.10; cf. Gá. 2.7ss). Por consiguiente, vemos que dan instrucciones y prescriben normas de disciplina en el nombre de Cristo, e. d. como sus portavoces, y haciendo uso de la autoridad dada por él (1 Co. 5.4; 2 Ts 3.6). Nombraban diáconos (Hch. 6.3, 6) y presbíteros (Hch. 14.23). Presentaban su enseñanza como la de Cristo mismo, dada por el Espíritu, tanto en su contenido como en su forma de expresión (1 Co. 2.9–13; cf. 1 Ts. 2.13), como norma de fe (2 Ts. 2.15; cf. Gá. 1.8) y conducta (2 Ts. 3.4, 6, 14). Esperaban que sus decisiones ad hoc fuesen recibidas como “mandamientos del Señor” (1 Co. 14.37). Ya que su autoridad dependía de la comisión personal y directa de Cristo, no tuvieron, hablando con propiedad, sucesores; pero cada generación de cristianos debe evidenciar su continuidad con la primera generación, y su lealtad a Cristo, sujetando su propia fe y conducta a la norma de enseñanza que proporcionaron y registraron los delegados nombrados por Cristo para todos los tiempos en los documentos del NT, a través de los cuales la exousia apostólica sobre iglesia se ha constituido en una permamente realidad.

IV. La autoridad delegada en el hombre

Además de la iglesia, donde los “líderes” (presbíteros) pueden reclamar obediencia porque son siervos de Cristo, cuidando la grey en sujeción a su autoridad (He. 13.17; 1 P. 5.1s), la Biblia menciona dos esferas más de autoridad divina delegada.

a. El matrimonio y la familia

Los hombres tienen autoridad sobre las mujeres (1 Co. 11.3; cf. 1 Ti. 2.12) y los padres sobre los hijos (cf: 1 Ti. 3.4, 12). Por ello las esposas deben obedecer a sus maridos (Ef. 5.22; 1 P. 3.1–6) y los hijos a sus padres (Ef. 6.1ss). Este es el orden establecido por Dios.

b. El gobierno civil

Los gobernantes seculares (romanos) se llaman exousiai, y se los describe como los siervos de Dios para castigar al que hace lo malo y alentar al ciudadano que respeta la ley (Ro. 13.1–6). Los cristianos deben considerar a “las autoridades constituidas” como ordenadas por Dios (véase Jn. 19.11), y sujetarse debidamente a la autoridad civil (Ro. 13.1; 1 P. 2.13s; cf. Mt. 22.17–21) hasta donde fuere compatible con la obediencia a los mandamientos directos de Dios (Hch. 4.19; 5.29).

V. El poder satánico

El ejercicio del *poder por parte de Satanás y sus huestes se denomina a veces exousia (p. ej. Lc. 22.53; Col. 1.13). Esto indica que, aun cuando el poder de Satanás ha sido usurpado a Dios y es hostil a él, Satanás lo retiene tan sólo con el permiso de Dios y como instrumento suyo.

Bibliografía.Arndt; MM; T. Rees en ISBE y J. Denney en DCG, s.v. “Autoridad”; N. Gelden-huys, Supreme Authority, 1953; O. Betz, NIDNTT 2, pp. 606–611; W. Foerster, TDNT 2, pp. 562–575.

J.I.P.

Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico