CONFESION

Confesión (heb. tôdâh; gr. homologuí­a, homologuéí‡). Por lo general, un reconocimiento de fe en Dios y en su superioridad y autoridad, o una admisión de pecado; cualquiera de los 2, de acuerdo con las circunstancias, puede ser público o privado, y ya sea a Dios o a los hombres. La confesión del poder y la supremací­a de Dios puede ser o no sincera (1Ki 8:33,35: Isa 48:1), voluntaria o involuntaria (Rom 14:11; Phi 2:11), como también la confesión del pecado. En la confesión individual debe haber un reconocimiento especí­fico del pecado o pecados involucrados (Lev 5:5), acompañado de arrepentimiento (Mat 3:2,6,8; Act 2:38; cf Psa 38:18), restitución si es necesaria y posible (Lev 6:4; Luk 19:8; cf Num 5:7,8), y reforma (1Ki 8:35; Pro 28:13; Isa 55:7; Act 19:18,19). Si se cumplen los requisitos, se asegura el perdón (1 Joh 1:9). Todos los pecados se deben confesar a Dios, y los que afectan a las personas, también a ellas (Mat 5:23,24; Luk 17:4; Jam 5:16). La palabra “confesión” se usa a veces para describir una declaración de fe en Cristo (Luk 12:8; Rom 10:9; 1 Joh 4:15); un reconocimiento abierto o una profesión de las creencias de la persona (Act 23:8; Rom 10:10); o la aceptación o afirmación de una creencia o de un hecho (Joh 1:20; Act 24:14). También se usa la palabra para describir el reconocimiento que Cristo hace de su propio pueblo ante el Padre (Mat 10:32; Rev 3:5). No existe apoyo bí­blico para establecer una confesión eclesiástica en la que la absolución del pecado viene a ser una función sacerdotal. Confí­n. Extremo, lugar remoto de la tierra. En Isa 11:12 aparece con este sentido, y la misma 246 palabra heb. kanefôth, literalmente “alas”, aparece traducida por “extremos” por la idea de alas extendidas de un ave; de extremo a extremo.

Fuente: Diccionario Bíblico Evangélico

(heb., yadhah, gr., homologeo, y sus derivados). Confesar es reconocer la verdad abiertamente en cualquier cosa, como en la existencia y la autoridad de Dios o los pecados de los cuales uno es culpable (p. ej., Mat 5:24; Luk 17:4). Ocasionalmente significa también conceder o permitir (Joh 1:20; Act 24:14; Heb 11:13), o alabar a Dios reconociéndolo con gratitud (Rom 14:11; Heb 13:15).

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

Hay dos acepciones principales de este término en las Escrituras. Primeramente, se refiere al hecho de decirle a Dios los pecados que hemos cometido, buscando su perdón. Todo el sistema de sacrificios del AT suponí­a que †œcuando alguno pecare … confesará aquello en que pecó† (Lev 5:5; Num 5:6-7), como condición para recibir el perdón divino, pues era necesario un verdadero arrepentimiento (Pro 28:13). En el dí­a de la expiación, el sumo sacerdote confesaba sus pecados y los del pueblo (Lev 16:21). La c. podí­a ser individual, pero también colectiva (Neh 1:6; Neh 9:2-3; Dan 9:20). Hay perdón, †œsi confesamos nuestros pecados† (1Jn 1:9). Hay bienaventuranza después de la confesión (Sal 32:1-2).

La otra forma en que se usa el término significa una declaración abierta y pública que hacemos identificándonos con Dios, con su Hijo Jesucristo, con su obra y con su pueblo. David decí­a: †œYo te confesaré entre las naciones† (2Sa 22:50; Sal 18:49). El pueblo de Dios recibirí­a la bendición del perdón si †œse convirtiere, y confesare† el nombre de Dios (2Cr 6:24). Al que confiesa al Señor Jesús, él también le confesará delante de su Padre (Mat 10:32). Llegará el dí­a cuando †œtoda lengua† confesará †œque Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre† (Flp 2:11).

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

tip, LEYE DOCT

vet, Hay dos aplicaciones de esta palabra, una de las cuales es frecuentemente pasada por alto. (a) La primera es la “confesión de pecado”. Era ordenada por la ley, y si iba acompañada de sacrificio llevaba al perdón (Lv. 5:5; Nm. 5:7). Es hermoso ver cómo Esdras, Nehemí­as y Daniel confesaron los pecados del pueblo como si hubieran sido suyos propios (Esd. 9:1-15; 10:1; Neh. 1:6; 9:2, 3; Dn. 9:4-20). Cuando Juan el Bautista estaba cumpliendo su misión, el pueblo “confesaba” sus pecados, y eran bautizados (Mt. 3:5, 6); del cristiano se dice: “si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Jn. 1:9; cp. Sal. 32:5). Somos exhortados a confesarnos mutuamente nuestras ofensas (Stg. 5:16). (b) La otra aplicación del término es la “confesión del Señor Jesús”. Los gobernantes judí­os dispusieron que si alguien “confesaba” que Jesús era el Cristo, fuera expulsado de la sinagoga (Jn. 9:22). Por otra parte: “si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos serás salvo…” se confiesa para salvación. Aquí­ tenemos la profesión, como ciertamente se traduce la misma palabra, “homologeõ”: “Retengamos nuestra profesión”, “Profesión de nuestra esperanza” (He. 5:14; 10:23). Ante Poncio Pilato el Señor Jesús dio testimonio de la buena profesión: Confesó que era el rey de los judí­os. A Timoteo se le recuerda que él ha profesado una buena confesión (1 Ti. 6:12, 13). Toda lengua tendrá que confesar que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre (Fil. 2:11). Es una gran gracia para el creyente poder confesarle ahora de corazón.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

La confesión, en los evangelios, tiene las siguientes significaciones: alabar a Dios (Mt 11,25; 21,16; Lc 2,13.20.38; 18,43; 19,37; 24,53); alabar a un hombre (Lc 16,8); hacer pública profesión de fe (Mt 10,32; Lc 12,8; Jn 9,22; 12,42); confesar los pecados, lo que, al propio tiempo, implica el reconocimiento de la santidad de Dios (Mt 3,6; Mc 1,5); declarar la verdad (Mt 7,23; Jn 1,20).

E. M. N.

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

La palabra latina confessio significa “declaración”, “reconocimiento público”. Aquí­ se entiende por confesión especí­ficamente la confesión de los pecados, uno de los tres actos esenciales del penitente en el sacramento de la penitencia. Confiesa sus pecados ante Dios por la mediación de la Iglesia, representada por un sacerdote debidamente facultado para ello.

El verdadero sentido eclesial de 1a confesión no es, sin embargo, el de una repetición mecánica de una lista de pecados cometidos: es más bien signo, encarnación y expresión eclesial del arrepentimiento interior. Es acusación, y no simple narración de los pecados.

Cuando la acusación es signo sacramental de la voluntad de conversión, y sobre todo de la toma de conciencia del propio ser pecador delante de Dios, se convierte en “confesión” en el sentido bí­blico de la palabra: es un acto explí­cito, una profesión de fe; es una alabanza de la misericordia de Dios y de la justicia o fidelidad a sus promesas salví­ficas: es el reconocimiento de la propia pecaminosidad, y por tanto autoacusación. Se trata, por consiguiente, de una “confesión de fe” y de una “confesión de alabanza por medio de la confesión de los pecados”, es decir, de una glorificación del Dios santo, justo y bueno, cuya voluntad es nuestro bien, y por tanto nuestra renuncia al pecado. El nuevo ritual afirma que “tanto el examen detenido de la propia conciencia como la acusación externa se tienen que hacer a la luz de la misericordia de Dios” (Ritual de la penitencia, n. 6).

La necesidad de la confesión fue afirmada solemnemente por el concilio de Trento: para gozar del remedio saludable del sacramento de la penitencia, es decir, de la absolución y del perdón de los pecados, es necesario confesar “todos y cada uno de los pecados mortales que tenga presente en su memoria el fiel, con el examen de conciencian (DS 1679. 16S3; cf. DS 1707). La confesión expresa de todos y de cada uno de los pecados graves, incluidas las circunstancias que cambian la especie de los mismos, es necesaria iure divino. El poder de absolver o de retener los pecados presupone una forma de juicio, y por tanto exige en el penitente “la voluntad de abrir el corazón al ministro de Dios, y en el ministro de Dios la formulación de un juicio espiritual, con el cual, en virtud del poder de las llaves de perdonar o de retener los pecados, él pronuncia in persona Christi la sentencian (Ritual, n. 6b).

Según el decreto del cuarto concilio de Letrán, de 1215, recogido por el concilio de Trento, la confesión de los pecados mortales es obligatoria al menos una vez al año (DS S1Z). Y el CIC ordena: ” El fiel está obligado a confesar según su especie y número todos los pecados graves cometidos después del bautismo y aún no perdonados directamente, por la potestad de las llaves de la Iglesia, ni acusados en confesión individual, de los cuales tenga conciencia después de un examen diligente. Se recomienda a los fieles que confiesen también los pecados veniales” (can.98S).

La confesión debe tener algunas caracterí­sticas: debe ser sencilla, humilde, pura en las intenciones, secreta, discreta, sincera, oral, dolorosa, dispuesta a la obediencia. Tiene que expresarse de modo eclesial, para que el arrepentimiento sea verdadera y totalmente humano y cristiano. Es la manifestación externa y eclesial de la conversión interior: por eso es signo de la fe del cristiano pecador en el misterio de Cristo y de la Iglesia. La manifestación eclesial del propio arrepentimiento, como parte integrante y estructural del rito sacramental, es por tanto expresión y ejercicio del carácter bautismal: acto de culto con el que el cristiano pecador da gloria a Dios, reconociendo su bondad y misericordia y cooperando en el restablecimiento dé la reconciliación. Y es signo eclesial de la voluntad real de reparación del pecado, que se despliega en la acusación de los pecados cometidos: no sólo un desahogo psicológico, sino un acontecimiento religioso salví­fico-eclesial, respuesta personal en la fe a la llamada de Dios a la conversión. Se comprende por tanto el motivo de que la confesión tenga que ser í­ntegra, como signo eterno Y eclesial de la verdadera conversión interior. Es decir, es necesario confesar, uno a uno, todos los pecados mortales que se recuerden después de un examen ordinario, cometidos después del bautismo y no confesados, o desde la última confesión válida (DS 1707). Es bueno y útil confesar los pecados veniales, ya que así­ se hace más real el esfuerzo de conversión y la lucha por corregirse uno a sí­ mismo; y esta confesión ayuda a tomar con seriedad la lucha contra el pecado en todas sus dimensiones. Se trata de una integridad subjetiva, es decir, de una acusación de los pecados tal como podemos conocerlos y como es posible manifestarlos. Y esto también en lo que se refiere al número y a las circunstancias. Los pecados- legí­timamente omitidos u olvidados (si se recuerdan más tarde) deben ser manifestados en la confesión siguiente.

Además, la confesión de los pecados tiene que hacerse según su propia especie. Puesto que es posible considerar al pecado desde un doble punto de vista (teológico, como ofensa contra Dios, y por tanto mortal o venial: moral, en cuanto que supone una malicia determinada contra las virtudes cristianas), también la especie es doble : teológica y moral.

Sólo en circunstancias extraordinarias la Iglesia admite la acusación genérica de los pecados con absolución general. Pero sigue en pie la obligación de la confesión individual, apenas sea posible.

R. Gerardi

Bibl.: S. Verges, “Confesión, hoy”, Studium, Madrid 1979; Z. Alszeghv, Confesión de los pecados, en NDT 1, 167–186; B, Haring, La confesión, sacramento de alegrí­a, Madrid 1972.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

En el lenguaje corriente la confesión evoca las más de las veces únicamente el sacramento de la *penitencia y el confesonario. Pero este sentido habitual no es sino un sentido derivado y muy particular. La confesión, en el AT como en el NT y en la tradición cristiana de los santos que confiesan su fe, es en primer lugar la proclamación de la grandeza de Dios y de sus gestos salvadores, una profesión pública y oficial de *fe en él y en su acción; y la confesión del pecador sólo es verdadera si es proclamación de la *santidad de Dios.

La confesión de fe es una actitud esencial del hombre religioso. No está necesariamente ligada con un conocimiento distinto y con una enumeración completa de los gestos de Dios, sino ,que implica en primer lugar una actitud práctica de abertura y de acogida para con sus iniciativas, como en el caso del sacerdote Elí­, que reconocí­a a la vez el pecado de sus hijos y la grandeza de Dios: “Es Yahveh” (1Sa 3,18). Así­ conduce normalmente del conocimiento de Dios a la reacción que debe suscitar esta toma de conciencia, la acción de gracias: es la justificación y la expresión pública de la *acción de gracias y de la *alabanza (Sal 22.23). Así­ como éstas, la confesión va directamente a Dios, a diferencia del *testimonio, que, aunque también tiene por objeto los gestos de Dios, va dirigido en primer lugar a los hombres.

AT. 1. Confesar el nombre de Dios. La confesión, la alabanza y la acción de gracias van constantemente unidas; las tres tienen como punto de partida la obra creadora (Sal 104), pero sobre todo misericordiosa y salvadora (105). La descripción de esta obra es el elemento esencial de la confesión. Esta emana normal-mente del pueblo elegido reunido (Sal 65; 118) o de uno de sus miembros que ha recibido un beneficio divino (Sal 40,6), pero también, y muy a pesar de ellos, de la boca de los enemigos del pueblo (Sal 99,3; Sab 18,13; 2Mac 7,37). Proclama las perfecciones de Dios manifestadas por sus *obras (Jdt 16,13; Sal 40,10; 92,5s). Afirma la grandeza de su *nombre (Jer 10,6) que es ya re-conocida en Israel (Sal 76,2) y que lo será un dí­a entre las *naciones (Mal 1,11).

El judaí­smo precristiano es fiel a esta tradición. Cada dí­a confiesa su fe reuniendo tres fragmentos del Pentateuco, el primero de los cuales afirma la creencia fundamental en el *Dios único que ha hecho alianza con Israel (Dt 6,4-9).

2. La confesión de los pecados significa en profundidad que toda falta es cometida contra Yahveh (Lev 26, 40), incluso las faltas contra el prójimo (Lev 5,21; 2Sa 12,13s). El *pe-cado pone obstáculo a las relaciones que quiere Dios establecer con el hombre. La retractación por el culpable mismo, individuo (Prov 28,13) o colectividad (Neh 9,2s; Sal 106) del acto que le ha enfrentado con Dios, reafirma los derechos imprescriptibles que su pecado le habí­a discutido. Una vez restaurados estos derechos que reposan en particular en la *alianza, cuya iniciativa habí­a tomado Dios, se concede el *perdón (2Sa 12,13; Sal 32,5), y se pone fin a la ruptura que sume al pueblo entero en la desgracia (Jos 7,19ss).

NT. 1. CONFESAR A JESUCRISTO. Si el acto del fiel sigue siendo esencial-mente el mismo, el objeto de su profesión de fe sufre una verdadera transformación. La grandeza de Dios se revela en todo su esplendor. La *liberación que aporta Cristo alcanza a toda la humanidad; destruye al peor enemigo del hombre, al que lo minaba por el interior, el pecado; no es ya temporal, como los salvamentos polí­ticos del pasado, es la salud definitiva.

Como el actor esencial de este drama de la salvación es Jesucristo en su muerte y en su resurrección, él será el objeto principal de la profesión de fe. Será reconocido como único salvador (Act 4,12), Señor (lCor 12,3; F1p 2,11), Dios (Jn 20, 28), juez del mundo venidero (Act 10,42), enviado de Dios y nuestro sumo sacerdote (Heb 3,1). Las confesiones de Pedro (Mt 16,16 p; Jn 6,68s) y del ciego de nacimiento (9, 15ss.30-33) muestran que esta fe ha nacido del contacto vivo con Jesús de Nazaret. En esta adhesión de fe en la que Dios da al mundo como *Mesí­as y Salvador, la confesión del cristiano se dirige a Dios mismo.

No basta con que la palabra se reciba y *permanezca en nosotros (lJn 2,14). Debe además ser confesada. A veces se designa así­ la mera adhesión, por oposición a las denegaciones del que no cree en la misión de Jesús (lJn 2,22s), pero las más de las veces se trata, como es normal, de la proclamación pública. Necesaria para llegar a la salud (Rom 10,9s), deseable en todo tiempo (Heb 13,15), tiene por modelo a la que Jesús hizo dando testimonio de la verdad (Jn 18,37; 1Tim 6,12s).

Acompaña al *bautismo (Act 8,37), y ciertas circunstancias la exigen más particularmente, como aquellas en que la abstención equivaldrí­a a la negación (Jn 9,22). Pese a la *persecución, habrá que profesar la fe delante de los tribunales, como Pedro (Act 4,20), hasta el *martirio, como Esteban (Act 7,56), so pena de ser renegados por Jesús delante de su Padre (Mt 10,32s; Mc 8,38) por haber preferido la gloria humana a la que viene de Dios (Jn 12,42s).

Como toda confesión auténtica es la resonancia en el hombre de la acción de Dios y se remonta hasta Dios, es producida en nosotros por el *Espí­ritu de Dios (lCor 12,3; Un 4,2s), particularmente la que él mismo suscita ante los tribunales perseguidores (Mt 10,20).

II. LA CONFESIí“N DE LOS PECADOS. La confesión de los pecados a un sacerdote en la forma actual no está demostrada en el NT. La corrección fraterna y la monición de la comunidad tienen por objeto en primer lugar hacer reconocer al culpable sus yerros exteriores (Mt 18, 15ss). La confesión mutua, a que invita Sant 5,15, se inspira quizá en la práctica judí­a.

No obstante, la confesión de los propios pecados es siempre signo de arrepentimiento y condición normal del perdón. Los judí­os que se dirigen a Juan Bautista confiesan sus faltas (Mt 3,6 p). Pedro se reconoce pecador, indigno de acercarse a Jesús (Lc 5,8), y Jesús mismo, al describir el arrepentimiento del hijo pródigo, hace intervenir en él la confesión del pecado (Lc 15,21). Esta confesión, expresada con palabras por Zaqueo (19,8), con gestos por la pecadora (7,36-50), o también con el silencio de la mujer adúltera que no se defiende (Jn 8,9-11), es la condición del *perdón que otorga Jesús. Tal es el punto de partida de la confesión sacramental. Todo hombre es pecador y debe reconocerse tal para ser purificado (Un 1,9s). Sin embargo, el reconocimiento de su indignidad y la confesión de los *labios sacan su valor del arrepentimiento del *corazón; por tanto. es vana la confesión de Judas (Mt 27,4).

Así­, bajo las dos alianzas, el que confiesa su fe en el Dios que salva, como el que confiesa su pecado, uno y otro quedan liberados del pecado por la *fe (Gál 3,22). En ellos se verifica la palabra: “”tu fe te ha sal-vado” (Lc 7,50).

–> Fe – Alabanza – Mártir – Palabra – Penitencia – Oración – Testimonio.

LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teologí­a Bí­blica, Herder, Barcelona, 2001

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas

Tanto en heb. como en gr. (yādâ y homologein) el término “confesar” tiene, como en castellano, una doble referencia. Hay confesión de fe y confesión de pecado. Por un lado, confesar significa declarar públicamente una relación personal y de obediencia para con Dios. Es un acto de plena y gozosa decisión de entrega a Dios en presencia del mundo, por medio del cual una persona o una congregación se obligan a la lealtad a Dios o a Jesucristo. Es una afirmación de fe que puede tener consecuencias escatológicas eternas. Por otro lado, significa reconocer el pecado y la culpa a la luz de la revelación divina, y es generalmente por ello un signo externo de arrepentimiento y fe. Puede o no ser seguido de perdón (Jos. 7.19; Lv. 26.40; Sal. 32.5; Mt. 27.4; 1 Jn. 1.9).

El uso bíblico de esta palabra parece reflejar el lenguaje de los antiguos tratados en los que el vasallo aceptaba los términos del *pacto propuestos por su señor y se obligaba, por medio de un juramento, a serle leal. De la misma manera, del contexto legal de la confesión de culpa ante un tribunal de justicia, el término se transfiere a la confesión del pecado a Dios.

I. En el Antiguo Testamento

En el AT la confesión frecuentemente tiene el carácter de alabanza, en la que el creyente por gratitud declara lo que Dios ha hecho redentoramente por Israel o por su propia alma. El sustantivo (tôḏâ) puede así significar confesión, acción de gracias, alabanza, o aun emplearse para un grupo de personas que cantan canciones de alabanza. Tal reconocimiento de los poderosos actos de misericordia y salvación de Dios, se relaciona, en consecuencia, con la confesión de pecado. Ambos aspectos de la confesión forman parte integral de la oración y la verdadera adoración (Gn. 32.9–11; 1 R. 8.35; 2 Cr. 6.26; Neh. 1.4–11; 9; Job 33.26–28; Sal. 22; 32; 51; 116; Dn. 9). La confesión puede inducir al creyente a consagrarse nuevamente a Dios, a cantar himnos de alabanza, a ofrecer sacrificios jubilosamente, como también darle deseos de hablar a otros sobre la misericordia de Dios, y a identificarse con la congregación que adora en la casa de Dios en Jerusalén.

La confesión no sólo es personal e individual; tiene también una connotación litúrgica en la que, como en el día de *expiación, en un contexto tanto de expiación como de intercesión, el sumo sacerdote confiesa vicariamente los pecados del pueblo, colocando sus manos sobre la cabeza de un macho cabrío vivo que simbólicamente se lleva los pecados de la comunidad que vive bajo el pacto (Lv. 16.21). En forma similar Moisés ruega vicariamente por Israel (Ex. 32.32; cf. Neh. 1.6; Job 1.5; Dn. 9.4ss).

En el sentido de reconocimiento jubiloso, la confesión ocupa lugar prominente en los textos de Qumrán, en los que frecuentemente los salmos comienzan con, “te agradezco, Señor, porque…”, en forma similar a la oración de nuestro Señor en Mt. 11.25 (1QH 2. 20, 31, etc.).

II. En el Nuevo Testamento

En el NT la palabra gr. equivalente a “confesar” tiene el significado genérico de reconocer que algo es así, estando de acuerdo con otros; primariamente se emplea con referencia a la fe en Cristo. Reúne del AT los aspectos de acción de gracias y alabanza jubilosa, como también de sumisión voluntaria, como en Mt. 11.25; Ro. 15.9; He. 13.15. En esto sigue el uso de la LXX, como en Sal. 42.6; 43.4–5; Gn. 29.34. Significa, sin embargo, algo más que asentimiento mental. Supone una decisión de someterse lealmente a Jesucristo como Señor en respuesta a la obra del Espíritu Santo.

Confesar a Jesucristo es reconocerlo como el Mesías (Mt. 16.16; Mr. 8.29; Jn. 1.41; 9.22), como el Hijo de Dios (Mt. 8.29; Jn. 1.34, 49; 1 Jn. 4.15), reconocer que vino en carne (1 Jn. 4.2; 2 Jn. 7), y que él es Señor, especialmente sobre la base de su resurrección y ascensión (Ro. 10.9; 1 Co. 12.3; Fil. 2.11).

El acto de confesar a Jesucristo está íntimamente relacionado con la confesión de los pecados. Confesar a Cristo es confesar que él “murió por nuestros pecados”, e, inversamente, confesar los pecados con verdadero arrepentimiento es acudir a Cristo en busca de perdón (1 Jn. 1.5–10). Como preparación para la venida de Cristo, Juan el Bautista llamaba a la gente para que confesara sus pecados, y la confesión fue un elemento constante en el ministerio de nuestro Señor, como también en el de los apóstoles (Mt. 3.6; 6.12; Lc. 5.8; 15.21; 18.13; 19.8; Jn. 20.23; Stg. 5.16).

Aunque se dirigía a Dios, la confesión de fe en Jesucristo debía hacerse abiertamente, “delante de los hombres” (Mt. 10.32; Lc. 12.8; 1 Ti. 6.12), en forma oral (Ro. 10.9; Fil. 2.11), y podía resultar costosa (Mt. 10.32–39; Jn. 9.22; 12.42). Es lo opuesto de “negar” al Señor. Igualmente, la confesión de los pecados se dirige fundamentalmente a Dios, pero puede hacerse también ante los hombres; por ejemplo, como confesión colectiva de una congregación, expresada por ella misma o su representante, en oración pública. Cuando la confesión es para beneficio de la iglesia o de otros, es factible que un individuo confiese públicamente sus pecados en presencia de la iglesia o de otros creyentes (Hch. 19.18; Stg. 5.16), pero esto no debe hacerse a menos que redunde en edificación (Ef. 5.12). El verdadero arrepentimiento puede requerir una admisión de culpa ante un hermano (Mt. 5.23–24), pero no hay indicación de que la confesión del pecado privado deba hacerse ante un presbítero en forma individual.

Confesar a Jesucristo es obra del Espíritu Santo, y como tal es la marca de la verdadera iglesia, el cuerpo de Cristo (Mt. 10.20; 16.16–19; 1 Co. 12.3). Es por ello que acompaña al bautismo (Hch. 8.37; 10.44–48), práctica de la cual surgieron algunos de los credos y confesiones primitivos de la iglesia, que adquirieron significación adicional con la proliferacion de errores y doctrinas falsas (1 Jn. 4.2; 2 Jn. 7).

El mismo Señor Jesucristo nos ofrece el modelo perfecto de confesión al dar buen testimonio ante Poncio Pilato (1 Ti. 6.12–13). Confesó que él mismo era el Cristo (Mr. 14.62), y que es rey (Jn. 18.36). Hizo su confesión ante los hombres, a diferencia del falso testimonio de sus enemigos (Mr. 14.56) y la negación de un discípulo (Mr. 14.68), y fue una confesión infinitamente costosa, con consecuencias eternas para todos los hombres. En su confesión la iglesia se identifica, “delante de muchos testigos”, con la “buena profesión (“confesión”)” de su Salvador crucificado y resucitado. Su confesión (de fe y de pecado) es señal de que el viejo hombre está “[muerto] con Cristo” y de que pertenece a su Señor, a quien debe servir. En su confesión está llamada a participar, por medio del Espíritu, en las intercesiones vicarias de Cristo, el “apóstol y sumo sacerdote de nuestra profesión” (He. 3.1; °Besson, “confesión”), que ya ha confesado nuestros pecados en la cruz y ha dado alabanza a Dios (He. 2.12; Ro. 15.9, cita de Sal. 18.49; 22.22).

En el NT la confesión (lo mismo que la negación de Cristo) tiene una perspectiva escatológica, y lleva ya sea al juicio o a la salvación, debido a que es la manifestación exterior de fe o de la falta de ella. Llegará el día en que Cristo confesará delante del Padre a los que le confiesan hoy, y negará a aquellos que le niegan (Mt. 10.32–33; Lc. 12.8; 2 Ti. 2.11–13). La confesión con la boca se hace para salvación (Ro. 10.9–10, 13; 2 Co. 4.13–14), y nuestras confesiones actuales constituyen un anticipo de las confesiones de la iglesia en el día postrero, cuando toda lengua confesará que Jesucristo es el Señor (Ro. 14.11–12; Fil. 2.11; Ap. 4.11; 5.12; 7.10).

Bibliografía. °J. N. D. Kelly, Primitivos credos cristianos, 1980; Sandevoir, “Confesión”, Vocabulario de teología bíblica, 1975, pp. 178–181; D. Furst, “Confesar la fe”, °DTNT, t(t). I, pp. 167–175; 230–234.

O. Cullmann, The Earliest Christian Confessions, 1949; J. N. D. Kelly, Early Christian Creeds, 1950; H. N. Ridderbos, en R. Banks (eds.), Reconciliation and Hope (Leon Morris Festsch-rift), 1974; R. P. Martin, An Early Christian Confession: Philippians 2:5–11 in Recent Interpretation, 1960.

J.B.T.

Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico

(Latín confessio)

Este término se usó originalmente para designar la tumba de un confesor o mártir (conocida también como una memoria o martyrion); gradualmente vino a tener una variedad de aplicaciones: el altar erigido sobre la tumba; el cubiculum subterráneo que contenía la tumba; el altar mayor de la basílica erigido sobre la confesión; más tarde en la Edad Media la basílica misma (Joan. Bar., De invent. S. Sabini); y finalmente el nuevo lugar de descanso al que eran trasladados los restos del mártir (Ruinart, II, 35). En caso de traslado, las reliquias de un mártir eran depositadas en una cripta debajo del altar mayor, o en un espacio hueco debajo del altar, detrás de una transenna o mampara de mármol perforado como las que se usaban en las catacumbas. Así la tumba era dejada accesible a los fieles que desearan tocar la urna con paño blandea a ser venerada por turno como reliquias. En la iglesia romana de San Clemente, la urna que contiene los restos del Papa San Clemente I y San Ignacio de Antioquía es visible detrás de una tal transenna. Más tarde aún, el término confesión fue adoptado para el espacio del relicario en un altar (Ordo Rom. De dedic. altaris). El aceite de las numerosas lámparas mantenidas encendidas en una confesión se consideraba como una reliquia.

Entre las confesiones subterráneas más famosas de Roma están las de las iglesias de San Martino al Monti; San Lorenzo fuori le Mure, que contiene los cuerpos de San Lorenzo y San Esteban; San Prassede que contiene los cuerpos de las dos hermanas Santas Práxedes y Pudenciana. La confesión más famosa es la de San Pedro. Sobre la tumba del apóstol el Papa San Cleto construyó una memoria, la cual cuando Constantino estaba construyendo su basílica la sustituyó con la Confesión de San Pedro. Detrás de las estatuas de bronce de San Pedro y San Pablo está el nicho sobre el piso enrejado que cubre la tumba. En este nicho está el cofre dorado, trabajo de Benvenuto Cellini, que contiene los palios a ser enviados a los arzobispos de corpore b. Petri según la Constitución “Rerum ecclesiasticarum” del Papa Benedicto XIV (12 de agosto de 1748). A través de toda la Edad Media los palios, después de ser bendecidos, eran dejados a través del enrejado en la tumba del apóstol, donde permanecían por una noche entera (Phillips, Kirchenrecht, V, 624, n. 61). Durante la restauración de la basílica actual en 1594 el piso cedió, revelando la tumba de San Pedro y sobre ella la cruz dorada que pesa 150 libras, colocada allí por Constantino e inscrita con el nombre suyo y el de su madre.

Fuente: Rudge, F.M. “Confession.” The Catholic Encyclopedia. Vol. 4. New York: Robert Appleton Company, 1908.
http://www.newadvent.org/cathen/04214a.htm

Traducido por Luz María Hernández Medina.

Fuente: Enciclopedia Católica