EXPIACION

v. Propiciación, Redención
Exo 29:33 aquellas cosas con las cuales se hizo e
Exo_2930:10 sobre sus cuernos hará Aarón e una
Lev 1:4 su mano .. y será aceptado para e suya
Lev 4:3 ofrecerá .. un becerro sin defecto para e
Lev 4:20 así hará el sacerdote e por ellos
Lev 5:6 para su e traerá a Jehová por su pecado
Lev 8:14 manos sobre la cabeza del becerro de la e
Lev 16:30 en este día se hará e por vosotros, y
Lev 23:27 diez días de este mes será el día de e
Lev 25:9 día de la e haréis tocar la trompeta
Num 8:12 por e .. para hacer e por los levitas
Num 15:25 sacerdote hará e por .. la congregación
Num 25:13 celo .. e hizo e por los hijos de Israel
Num 31:50 hacer e por nuestras almas delante
Deu 32:43 hará e por la tierra de su pueblo
Isa 53:10 haya puesto su vida en e por el pecado
Eze 45:20 así harás el .. y harás e por la casa


Expiación (heb. kippurîm, literalmente, “cubiertas” [de los verbos kâfar, “cubrir”, “hacer expiación”, “reconciliar”; y kipper, “cubrir pecados”]; kappêr, “sustitución”; gr. katallague, “reconciliación”). Término que aparece en el AT, generalmente en relación con diversos sacrificios y servicios del sistema ceremonial. El término griego refleja la idea fundamental de restablecer la armoní­a en una relación, de modo que cuando hubo una separación ésta pueda ser eliminada por el proceso de cubrir el problema, producir la reconciliación. La palabra “expiación” adquirió el significado teológico y técnico de “propiciación”, y cuando se la usa así­ implica que el sacrificio de Cristo en la cruz constituyó una reparación para un Dios ofendido. Este concepto refleja la idea pagana de propiciar a una deidad ofendida con el fin de evitar su ira y venganza y supone que Dios debe ser reconciliado con nosotros. Cuando kâfar y kippurîm se usan en relación con el sistema ceremonial, el escritor bí­blico supone que las personas o cosas por las que se hace ese “cubrimiento” -las personas o cosas cubiertas- son comunes, “inmundas” o pecaminosas a la vista de un Dios justo; por tanto, no aceptos ante él. Por causa del pecado en general, y a veces por causa de pecados particulares en especial, se entiende que los hombres están alejados de Dios. Pero los escritores bí­blicos presentan a Dios como ansioso de una reconciliación, y muestran que él ha hecho las provisiones necesarias para lograr esto. No es necesario cambio alguno de parte de él para producir la reconciliación, porque el hombre en su estado natural es un pecador que ni siquiera tiene el deseo de ser reconciliado, y por lo tanto es necesario un cambio de su parte. Es el pecador quien debe ser “cubierto” o reconciliado con Dios, no Dios con respecto al pecador. El sistema ritual proporcionaba una ilustración objetiva de cómo los hombres se pueden reconciliar con Dios. La sangre de los animales sacrificados proveí­a la cobertura objetiva (Lev 17:11), pero esta sangre no podí­a, en sí­ misma y por sí­ sola, cubrir realmente al pecador (Heb 10:1, 4, 6, 8, 11). Sólo si por fe veí­a en ella un sí­mbolo de la sangre de Cristo y aceptaba la promesa de la gracia divina así­ representada, era “cubierto” en la realidad y de ese modo reconciliado con Dios (vs 10, 12, 14-18). A esta “cobertura” siempre le acompañaban el perdón de los pecados y la aceptación divina (Lev 4:20; Num 15:25; etc.). Dios quedaba satisfecho con la sinceridad de propósito de la persona en cuyo favor se hací­a la “cobertura”, y no hací­a nuevas acusaciones contra ella mientras permanecieran en armoní­a con él. Unas pocas ilustraciones del uso de la palabra “expiación” en el AT serán suficientes para aclarar su significado. El santuario y sus objetos estaban hechos con materiales comunes, y era necesario “cubrirlos”, o “hacer expiación” por ellos, antes de ser entregados al uso sagrado (Exo 29:36, 37; 30:10; Lev 8:15; etc.). Aarón y sus hijos eran personas corrientes, y del mismo modo debieron ser “cubiertos” cuando fueron separados para el sacerdocio (Exo 29:35; Lev 8:34). También se indicaba una cubierta de sangre por los pecados de la congregación entera (Lev 4:20; Num 15:25), por los de las personas individuales (Lev 4:27-35; Num 15:28) y por diversas formas de impureza ritual (Lev 12:7, 8; 14:18, 20, 53; 15:28). Al fin de la serie anual de ceremonias, en un dí­a especial de “expiación” (Lev 16:21-28; Heb 10:1-3), Aarón y sus hijos, los sacerdotes, hací­an una “cobertura” especí­fica por las impurezas acumuladas en el año (Lev 16:6,11,24), 430 por el santuario y sus muebles (vs 16-20, 33, 34), y por el pueblo de Israel (vs 30, 34). Esto simbolizaba la eliminación completa y final del pecado del universo de Dios. En el NT se describe esta obra de expiación con la palabra “reconciliación”. También se usan los vocablos gr. hilasterion (Rom 3:25), hiláskomai (Heb 2:17) e hilasmós (1 Joh 2:2; 4:10), “propiciación”, “ser propicio” o “expiar”. La “cobertura” verdadera ha sido provista por la preciosa sangre de nuestro Salvador, y la reconciliación con Dios es posible mediante la fe en él (Rom 5:8-11; 2Co 5:17-19). Veanse Dí­a de la Expiación; Propiciatorio.

Fuente: Diccionario Bíblico Evangélico

Incluye la idea de reparación, de lograr una reconciliación que produce armoní­a entre los que han estado separados, enemistados.

En el AT, expiación se expresa mayormente por el verbo kaphar, cuya raí­z significa cubrir. El sustantivo relacionado con este verbo, kopher, se usa principalmente en casos de rescate que cubre la ofensa, no de barrerlo fuera de la vista sino hacer un pago equivalente para que la ofensa sea realmente y exactamente pagada (p. ej., Exo 30:12 rescate; Num 35:31; Psa 49:7; Isa 43:3). Originándose de este uso del sustantivo, una sección entera del verbo (en heb. las formas piel y pual, kipper y kuppar ) llegó a reservarse para expresar sólo la idea de quitar la ofensa por medio de un pago equivalente y de esta manera acercando al que cometió la ofensa con el ofendido. Los únicos usos seculares de esta palabra (en Gen 32:20; Lev 5:16; Lev 16:30, Lev 16:33; Lev 17:11) muestran también que los medios de expiación, el precio real pagado como equivalente del pecado cometido, era la sangre sacrificial, la vida entregada en la muerte. Ver SANGRE.

En el ritual del dí­a de la Expiación (Lev 16:15-17, Lev 16:20-22) el Señor querí­a que su pueblo supiera la significación de lo que habí­a sucedido en secreto cuando el sumo sacerdote rociaba la sangre sobre la cubierta de expiación (heb., kapporeth). Por lo tanto decretó la ceremonia del macho cabrí­o vivo para que pudieran ver con sus propios ojos a sus pecados puestos sobre otro y ver que sus pecados eran quitados para siempre para nunca volver. Ver EXPIACION, DIA DE LA; Ver IMPOSICION DE MANOS.

En la teologí­a cristiana, la expiación es la doctrina central de la fe y puede correctamente incluir todo lo que Jesús logró para nosotros en la cruz. Fue una expiación vicaria (sustituta). En el dí­a de la Expiación el macho cabrí­o, que era sustituido, en cierto sentido no era tan valioso como una persona, aunque nunca hubiera pecado; pero Dios en su gracia sin igual proveyó un sustituto que era infinitamente mejor que el pecador, absolutamente sin pecado y santo y más querido por el Padre que toda su creación. La paga del pecado es muerte (Rom 6:23) y al que no conoció pecado, por nosotros Dios le hizo pecado, para que nosotros fuéramos hechos justicia de Dios en él (2Co 5:21).

Hay dos hechos contrarios que el ingenio de los teólogos no hubieran podido reconciliar sin la solución de Dios: Primero, que Dios es santo y odia el pecado y que según su santa ley el pecado es un crimen capital; y segundo, que Dios es amor (1Jo 4:8). Así­ que el dilema era: ¿Cómo puede Dios ser justo y al mismo tiempo justificar al pecador? (comparar Rom 3:26). Joh 3:16 nos dice que tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo. En los eternos concilios de la Trinidad, Jesús se ofreció a sí­ mismo para cargar con nuestros pecados (Rev 13:8). Voluntariamente se despojó a sí­ mismo de las divinas vestiduras de omnipotencia, omnisciencia y gloria (Phi 2:5-8) a fin de ser auténticamente humano. Cumplió a la perfección la ley en nuestro lugar (Mat 5:18) y luego pagó la pena por nuestros pecados al morir por nosotros en la cruz. La obra expiatoria de nuestro Señor mira hacia tres direcciones: hacia el pecado (1Pe 1:18-19), hacia nosotros (Rom 5:6-11) y hacia el Santo Padre (1Jo 2:1).

La RVa emplea el término expiación mientras la RVR-1960 utiliza la palabra †œpropiciación† tres veces: hilasterion (Rom 3:25; también BA, BJ y VHA [DHH: perdón; RVA: expiación]); hilasmos (1Jo 2:2; también BA, BJ y VHA [DHH: sacrificio; RVA: expiación]); hilasmos (1Jo 4:10; también BA, BJ y VHA [DHH: sacrificio; RVA: expiación]). La BA la usa una vez más (hilaskomai, Heb 2:17 [BJ, RVA, RVR-1960 y VHA: expiar; DHH:
obtener el perdón]. Propiciación y expiación no son sinónimos; tienen significados muy distintos. Propiciación es algo que se hace a una persona:
Cristo propició a Dios en el sentido de que apartó la ira de Dios de los pecadores culpables, soportando esa ira él mismo en la soledad del Calvario.

La expiación es lo que se hace para con delitos o pecados o malas acciones:
Jesús proveyó el medio para limpiarlas o cancelarlas.

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

(cancelar, sufrimiento padecido para pagar una falta).

1- La Muerte de Jesús, expí­a nuestros pecados, J n.1:29, Is.53, Mar 10:45.

2- La Santa Misa, sacrificio de expiación: (Luc 22:19-20).

Los sacrificios del A.T. eran prefiguración del único Sacrificio verdadero del Calvario, que se hace vida en cada Santo Sacrificio de la Misa.

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

http://biblia.com/diccionario/

Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

Acto por el cual, mediante un sacrificio, se busca que Dios sea propicio, satisfaciendo su justicia, borrando la culpa, purificando el alma y reconciliándola con él. En el AT, con los sacrificios se reconocí­a que Dios estaba airado contra el pecado y que se hací­a aquello con el propósito de apaciguarlo, o ponerlo en disposición favorable, o hacerlo propicio. También el hombre reconocí­a su culpa y trataba de eliminarla, o purificarse, o expiarla. El sacrificio, entonces, procuraba cargar sobre una ví­ctima inocente la ira de Dios (expiar) y ponerle en actitud favorable hacia el hombre (propiciar). El término hebreo que se utiliza para e. es kaphar. En el NT no se dice nunca propiamente †œexpiar†, sino †œser propicio† (gr. ilaskomai). En el sentido bí­blico, †œexpiar† no tiene solamente un significado negativo, como indicar castigo, sino también uno positivo, señalando a purificación, a limpieza y reconciliación. Así­, en Exo 29:36 (†œ…y purificarás el altar cuando hagas e. por él†).

La justicia y santidad de Dios le obligan a condenar el pecado. El NT es muy enfático al presentar el hecho de que Dios está airado a causa del pecado, pues †œla ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres† (Rom 1:18; Col 3:6; 1Te 1:10). Dios proveyó soberanamente en el AT una manera para realizar la e. de los pecados por medio de los sacrificios de animales, cuya sangre se derramaba siguiendo las instrucciones divinas. Pero la muerte de un animal no podí­a tener el valor suficiente como para compensar la magnitud de la ofensa a Dios que el pecado representa, ni borrar la culpa (†œLa sangre de los toros y de los machos cabrí­os no puede quitar los pecados† [Heb 10:4]). La explicación del propósito de los sacrificios veterotestamentarios de animales la ofrece el NT cuando dice que ellos eran †œfigura y sombra† (Heb 8:5) de lo que habrí­a de venir: la muerte del Señor Jesús en la cruz. él es †œel Cordero de Dios que quita los pecados del mundo† (Jua 1:29). Fue necesario que Dios mismo buscara y ofreciera una salida al problema del pecado a través de la encarnación y muerte de su Hijo, que se convirtió así­ en ofrenda expiatoria y propiciatoria.
hecho mismo de que fuera Dios quien tuviera la iniciativa en este sentido indica ya que la obra de e. surge de su amor hacia los hombres. No se trata de una deidad pagana, caprichosa, antojadiza y despótica a la cual hay que supuestamente satisfacer con sacrificios. Dios ama al ser humano y de sí­ mismo desea su bien, por eso buscó la solución. †œPorque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, mas tenga vida eterna† (Jua 3:16). Por lo tanto, la e. no se realiza a contrapelo de la voluntad de Dios, como quien le arrebata algo, o como si se le impusiera. Surge de Dios mismo la iniciativa de hacerla para beneficio nuestro, pues él †œno quiere que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento† (2Pe 3:9).
hombre, por sí­ mismo, no podí­a satisfacer la justicia de Dios, ni su consiguiente ira, pues lo que sale de él viene forzosamente contaminado, ya que †œtodos nosotros somos como suciedad, y todas nuestras justicias como trapo de inmundicia† (Isa 64:6). Por eso era imprescindible que la e. se realizara en forma sustitutiva o vicaria, es decir, que una ví­ctima sin culpa recibiera el castigo merecido por el pecador. Esta verdad se repite constantemente en el NT. Cuando instituyó la Santa Cena, el Señor Jesús dijo: †œEsto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para remisión de los pecados† (Mat 26:28). Pedro escribí­a que el Señor Jesús †œllevó … nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero† (1Pe 2:24). De manera que la muerte de Cristo no puede ser presentada como la de un mártir, ni decirse que sólo murió para darnos alguna lección, por más sublime que ésta sea. La muerte de Cristo, tema céntrico de las Escrituras, en las cuales se alude a ella con las expresiones referidas a su sangre, tuvo lugar †œen vez de† el pecador, en nuestro lugar. Es una muerte vicaria. †œCristo nos amó, y se entregó a sí­ mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante† (Efe 5:2).

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

[437]
La reparación del error o pecado cometido, ante los hombres si se ha fallado ante ellos con culpa o sin ella y ante Dios en las dimensiones espirituales y morales de la infracción de la ley divina y de la culpa que la desobediencia genera en la conciencia.

Todo pecado, especialmente los que suponen injusticia o perjuicio para otros, bien por lesión, por agravio, por abuso, deja una necesidad interior de reparar en lo posible el mal causado.

En la Escritura Sagrada aparece con frecuencia la llamada a la expiación al considerar a Dios irritado por la infracción de sus leyes santas. Los israelitas, por orden del mismo Dios, tení­an acciones frecuentes de expiación (Gen. 32.21; Tob. 12.9; Dan 4.24; Job. 36.18) con la idea preconcebida de que Dios necesitaba “aplacar su ira”, “olvidar su ofensa”, “hallar agrado en su desagrado”, como si Dios se pudiera olvidar, irritar o contentarse. Pero es evidente que las formas bí­blicas de hablar responden a los modos culturales en que se genera el texto y a las prácticas cultuales del pueblo elegido en el tiempo en que camina.

Los cristianos, siguiendo las enseñanzas del mismo Jesús, advierten que la idea de expiación ya no puede separarse del gran sacrificio que Jesús hizo de una vez por todas. (Hebr. 2.17; Rom 3.25; 1 Jn. 2.2 y 4.10)

Pero son consciente que el mensaje de penitencia, de arrepentimiento, de conversión, de reparación, de expiación, que Jesús ha proclamado les afecta muy de cerca, mas no de forma autónoma, sino uniendo sus actos y gestos reparadores al mismo sacrificio de Jesús.

Esa es la postura que e debe adoptar en la formación de la conciencia de los educandos. Es preciso enseñarles a hacer sacrificios o actos de renuncia y penitencia, pero siempre en unión a los méritos de Jesús de la manera más explí­citamente posible. Sólo así­ tiene sentido la penitencia cristiana.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

(v. Corazón de Cristo, pecado, penitencia, sacrificio)

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

(-> chivo, fiestas, altar, templo). El judaismo de la comunidad del templo ha estado centrado en la experiencia de la pureza de Dios y en la exigencia de purificar al pueblo, expiando por las faltas cometidas. En ese contexto se sitúa la fiesta y la teologí­a de la expiación, que han influido mucho en la visión posterior del cristianismo.

(1) Fiesta de la Expiación. Las fiestas primitivas de Israel estaban vinculadas al año agrí­cola y eran Pascua-Azimos, Pentecostés y Tabernáculos (cf. Ex 34,18-26; Dt 15,1-17), y entre ellas tení­a quizá prioridad la de Pascua. Pero, pasando el tiempo, una vez que Israel fue perdiendo su carácter agrí­cola y vino a convertirse en comunidad unida en tomo a un templo, las fiestas más vinculadas a la cosecha tendieron a quedar en un segundo plano, mientras se volví­a cada vez más importante la fiesta de la Expiación, que puede tener antecedentes preexí­licos, pero que sólo se menciona y desarrolla tras el exilio. Ez 45,18 supone que se debe celebrar en primavera. Pero después se ha impuesto el tiempo de otoño, en el entorno de la celebración de los Tabernáculos, hacia el final del año. Así­ Lv 23,26-32 ordena que la Expiación se celebre el diez del séptimo mes, cinco dí­as antes que la fiesta de los Tabernáculos (Ex 23,34; ése es también el orden de celebraciones en Nm 29,7-33). El Dí­a de la Expiación (Yom Kippur) se entiende así­ como una preparación para la fiesta de los Tabernáculos*, que recibe un carácter cada vez más mesiánico y escatológico (de anticipación de la venida de Dios). Dentro del contexto de agradecimiento por la culminación del año transcurrido y de anticipación mesiánica (al final de la cosecha), se sitúa por tanto la fiesta de la Expiación, que ha venido a convertirse en el dí­a principal del calendario judí­o, desde los tiempos finales del Antiguo Testamento hasta nuestro tiempo. Esta es la fiesta básica del judaismo interpretado como comunidad cultual, en torno al santuario de Jerusalén, donde se celebra una liturgia dirigida sobre todo a la petición de perdón y al perdón de los pecados (entendidos en gran parte de un modo ritual). Este dí­a ha venido a convertirse en la Fiesta por excelencia: dí­a del encuentro purificador de Dios con su pueblo, anticipación de su presencia final. En principio, los israelitas habí­an sido un pueblo gozoso, más centrados en la vida, el pan y el vino que en las liturgias penitenciales. Pero después, por la misma lógica del aislamiento y quizá por el influjo del dualismo persa y el esplritualismo griego, han destacado el aspecto penitencial de la vida, como ha visto, desde una perspectiva cristiana, la carta a los Hebreos. Los judí­os aparecen así­, quizá de forma sesgada, como un pueblo obsesionado por el pecado y por la exigencia de pureza, aunque sin poder nunca lograrla (Heb 10,11). Por eso, la mayor parte de sus sacrificios se han concebido como medio para el perdón de los pecados y el más significativo de todos, el que marca con más fuerza la identidad judí­a, se celebraba el dí­a de la Expiación: (cf. Lv 16,2-31). La liturgia de este dí­a (Yom Kippur) ha centrado la religión judí­a tras el exilio, dejando en un segundo plano las fiestas de Pascua y Pentecostés. Desde aquí­ se entiende no sólo el sacrificio de los chivos, sino también la organización del templo.

(2) Experiencia y teologí­a de la expiación. El templo. El ritual de la expiación ha sido fijado de un modo solemne en Lv 16, donde se nos habla de un modo especial del chivo* expiatorio y del chivo emisario. Presentamos el tema general: “Yahvé habló a Moisés…: Di a tu hermano Aarón que no entre en cualquier tiempo en el santuario, más allá de la cortina, hasta el propiciatorio (.kapporet) que está sobre el arca. Así­ no morirá, porque ya me dejo ver en una nube sobre el propiciatorio. Así­ entrará Aarón en el santuario: Con un novillo para la expiación y un camero para el holocausto… Además recibirá de la asamblea (†™adat) israelita dos machos cabrí­os (= chivos) para la expiación y un carnero para el holocausto. Después tomará los dos chivos y los presentará ante Yahvé, a la entrada de la tienda del encuentro. Y echará Aarón las suertes sobre los dos chivos: una suerte para Yahvé, otra suerte para Azazel. Tomará Aarón el chivo que haya tocado en suerte para Yahvé y lo ofrecerá en expiación. Y el chivo que haya tocado en suerte para Azazel lo presentará vivo ante Yahvé para hacer sobre él la propiciación, para enviarlo a Azazel, al desierto…” (cf. Lv 16,1-10). Este pasaje nos permite evocar el sentido del templo como lugar de expiación, con su entorno sagrado y su rito.

(3) Templo expiatorio. Los israelitas han construido un templo de Dios, con un patio externo donde está el altar, al aire libre, a la vista de los fieles y una tienda o lugar de encuentro, que podemos llamar Santo, propio de los sacerdotes oficiantes, y finalmente un Qodes o Santí­simo, más allá de la cortina, donde sólo penetra una vez al año el Sumo Sacerdote (cf. Lv 16,34). Dios se ha reservado un espacio donde habita, sosteniendo la vida de sus fieles, pero recibiendo también los pecados e impurezas que ensucian su nombre y su presencia. Por eso se establecen unos ritos de purificación, que devuelven al pueblo la pureza. Como sacramento que indica la unidad y separación entre Dios y el pueblo se ha establecido una cortina (Paroket: 16,2.12.15), un velo de misterio que separara el Santo (tienda del encuentro) del Santí­simo o lugar del gran silencio donde sólo entra una vez al año el Sumo Sacerdote, revestido de ornamentos oficiales, con la sangre de la propiciación. En el centro del Santí­simo se encuentra el Kapporet, propiciatorio o placa que recubre el arca de la alianza, como escabel donde Yahvé pone sus pies, al sentarse en el trono invisible de su templo. De esa forma se evoca el misterio del lugar sagrado: quien entre allí­ sin causa morirá.

(4) Cí­rculos sagrados. En torno a ese espacio sagrado del templo se abre un cí­rculo de santidad en el que puede vivir el pueblo; más allá queda el desierto amenazante de Azazel*. Pues bien, cuando llega el tiempo sagrado de la expiación se vinculan de forma especial Dios y pueblo, pero también Azazel se hace visible. El centro es Dios, definido como Santidad, según indica el lugar donde habita (Qodes, lugar santo). Ciertamente es dueño universal del cosmos y tiene su morada sobre el cielo (cf. 1 Re 8), pero ha elegido el templo de Israel como lugar de su presencia. El exterior es Azazel, la antí­tesis de Dios, signo del pecado que amenaza en el desierto. El texto no teoriza sobre él: no se esfuerza por fijar su rostro, definirle o presentarle (es un texto de rito, no de mito); sabe, sin embargo, que Azazel habita fuera, al margen de nuestra morada, al otro lado de la frontera que separa lo puro de lo impuro. En medio queda el pueblo, entre la pureza de Yahvé y el pecado de Azazel. Aquí­ no se citan sus instituciones sociales, ni sus rasgos familiares, económicos, sociales. Lo que importa es la mancha o pecado (violencia) del pueblo, que debe purificarse, pues de lo contrario se podrá destruir a sí­ mismo, en manos de Azazel. Entre Dios y Azazel, como representante del pueblo, se eleva el Sacerdote*, un hombre capaz de realizar el rito de purificaciones, tomando en sus manos la sangre que limpia y consagra el santuario (chivo* expiatorio) y expulsando al campo exterior de Azazel los pecados del pueblo (chivo* expiatorio).

(5) El rito. La limpieza del espacio sagrado (¡hecha de sangre santa!) exige la expulsión de aquellos a quienes se manda al desierto exterior, con el Chivo de Azazel. Así­ pueden concretarse las dos grandes experiencias: la purificación interior expresada por la sangre del buen chivo sólo es posible con la ex pulsión del mal chivo y de aquellos que él representa. La paz hacia dentro se vincula, según eso, con la violencia hacia fuera: hay que amar a los amigos (chivo de Dios) y odiar a los enemigos (chivo de Azazel), en contra de lo que Jesús dirá en Mt 5,43-44 (superando así­ la doble moral que ha marcado y sigue macando nuestra historia). Este es el contenido de la gran fiesta del Yotn Kippur, que ha definido por siglos la experiencia israelita. Imaginemos la escena final: concluida la representación sacrificial y catártica de la sangre del buen chivo (con la sangre de un toro y un carnero), después de haber expulsado al mal chivo al desierto, donde queda en manos de Azazel, sin poder acercarse al santuario, los reconciliados pueden volver a sus casas y vivir en paz con Dios un año más. Pero han dejado sangre sobre el altar y han tenido que expulsar hacia el desierto a los culpables. El Dios del buen chivo sacrificado les ha permitido vivir en unidad, aunque rodeados por una cultura de pecado, donde reina Azazel en el desierto. Este ha sido un rito peligroso, que ha capacitado a los israelitas para trazar el gran misterio de la división sagrada y para habitar reconciliados en una tierra rodeada por Satán. De esa forma, ellos se sienten capaces de caminar por la estrecha senda, entre Yahvé y Azazel. Por eso se dice al final que tanto el buen sacerdote como los portadores del chivo de Azazel “tendrán que lavarse los vestidos” Ha terminado el rito. Se han cumplido las suertes de la vida (expresadas en las suertes de los chivos sorteados, uno para el Dios que purifica por la sangre, el otro para el Diablo del desierto). Sigue la vida. Pero ésta es la vida de aquellos que fundan su unidad interior en la violencia del chivo de Dios, cuya sangre les purifica, y en la violencia más grande del chivo de Azazel, al que mandan al desierto (al que pueden combatir y matar, como se mata a los enemigos de Dios).

Cf. G. A. Andersen, Sacñfices artd Offerings in Ancient Israel: Stndies in their Social and Political Importance, HSM 41 Atlanta 1987; G. Deiana, Ilgiomo delTEspiazione. Il kippur nella tradizione bí­blica, ABI 30, EDB, Bolonia 1995; H. Hubert y M. Mauss, De la naturaleza y de la función de los sacrificios, en M. Mauss, LO sagrado y lo profano. Obras I, Barral, Barcelona 197í“, 143-248; B. Janowski, Sühne ais Heilsgeschehen: Studien zur Sühnetheologie der Priesterschrift und zur Wurzel KPR im Alten Orient und im Alten Testanient, WMANT 55, Neukirchen 1982; N. KIUCHI, The Purification offering in the Priestly Literature, JSOT SuppSer 56, Sheffield í987; R. DE VAUX, Instituciones del Antiguo Testamento, Herder, Barcelona 1985.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

Es el acto con que el creyente pone remedio: a) al pecado cometido y a las consecuencias negativas que se derivan de él; b) a la falta de amor, que es raí­z del pecado; c) a la división o enemistad que se ha establecido entre Dios y el hombre con el mismo pecado.

La expiación puede realizarla bien el que ha pecado, bien otro individuo (expiación vicaria), que se compromete voluntariamente con su propia ofrenda amorosa y onerosa a compensar las faltas de otros. La posibilidad de la expiación vicaria se basa en la solidaridad que existe entre el individuo y la comunidad: en virtud de la misma, los méritos y las culpas de los individuos tienen siempre una resonancia comunitaria. El valor expiatorio tanto del culto como de la ofrenda personal se deriva de la justa disposición interior respecto a Dios: el sacrificio de expiación tiene que ser ofrecido con humildad, es decir, con la conciencia de que el perdón de los pecados es siempre fruto del amor de Dios y no la recompensa necesaria y debida por el gesto realizado por el hombre. El Antiguo Testamento indica en la figura del Siervo de Yahveh el ejemplar del creyente que con su sufrimiento vivido en obediencia a Dios redime y reconcilia a los hermanos. A la luz de esta figura, el Nuevo Testamento comprende la pasión y la muerte de Jesús como sacrificio de expiación que obtiene la salvación del mundo. La comunidad cristiana primitiva, siguiendo la enseñanza del Maestro de Nazaret, afirma que el sacrificio de Jesús es por nuestros pecados (1 Cor 15,3ss); el cuerpo y la sangre de Jesús, confiados a la Iglesia en la eucaristí­a, se ofrecen “por muchos” (Mc 14,24); y este ofrecimiento, junto con la resurrección de Cristo, se convierte, según la enseñanza de Pablo, en el centro de la economí­a salví­fica y en el fundamento de la justificación. A Cristo Jesús “Dios lo ha hecho, mediante la fe en su muerte, instrumento de perdón” (Rom 3,25). La dignidad enorme del que se ofreció y el amor ilimitado que lo sostuvo confieren un valor absoluto y definitivo a la expiación de Cristo, como subraya el autor de la carta a los Hebreos: la muerte de Jesús obtiene “una vez para siempre” aquella salvación que las otras ví­ctimas ofrecidas a Dios no habí­an podido obtener.

La antigua Iglesia, aunque conservó la convicción de la suficiencia de la expiación de Cristo, recuerda en muchas ocasiones el valor del sacrificio de los mártires, como ofrenda que expí­a los pecados de los hombres. De esta manera empieza a abrirse camino la convicción de que todos los creyentes, siguiendo las huellas de Cristo, tienen la obligación de participar en la obra de expiación de los pecados propios y ajenos. Unida posteriormente al sacrificio de la penitencia, la expiación viene a configurarse como un sacrificio que hay que cumplir después de haber recibido el perdón de los pecados; adquiere entonces un doble significado: es signo de la conversión y hace posible disminuir o eliminar del todo los castigos consiguientes a los pecados personales. Los actos expiatorios personales tienen valor, sin embargo, sólo en virtud de su relación con la muerte expiatoria de Cristo (DS 1689).

A partir de Francisco de Así­s y pasando a través de la experiencia mí­stica de Margarita Marí­a de Alacoque y de las enseñanzas de pí­o XI y pí­o XII, – la forma la expiación se percibe como de participar el creyente en la pasión de Cristo o, más en general, en el disgusto de un Dios ofendido por causa de los pecados; de esta manera adquiere el significado de un gesto de amor con el que se compensa el no-amor de los pecadores ante un Dios que ama de manera visceral y apasionada a sus propias criaturas.

G. M. Salvati

Bibl.: AA. W , Redención, en DTNT 1V 54 67; K. Rahner, Redención, en SM, Y 758776; L. Sabourin, Redención sacrificial Encuesta exegética, DDB, Bilbao 1969; R. de Vaux, El gran dí­a de la expiación, en Instituciones del Antiguo Testamento, Herder, Barcelona 1962, 636-640: B. Sesboué, Jesucristo, el único mediador, 1, Secretariado Trinitario, Salamanca 1990, 315-350.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

En la Biblia se usa este término con referencia a cubrir los pecados. En las Escrituras Hebreas son comunes los términos relacionados con la expiación, sobre todo en los libros de Leví­tico y Números. La palabra hebrea para expiar es ka·fár, y probablemente significaba en un principio †œcubrir† o, según piensan algunos, †œborrar†.

El hombre necesita expiación. El hombre tiene necesidad de que se le cubran o expí­en los pecados debido al pecado heredado (1Re 8:46; Sl 51:5; Ec 7:20; Ro 3:23), del que solo él es responsable, no Dios. (Dt 32:4, 5.) Adán perdió la vida eterna en perfección, y transmitió el pecado y la muerte a su prole (Ro 5:12), de modo que todos sus descendientes llegaron a estar condenados a muerte. Para que la humanidad pudiera recuperar la oportunidad de disfrutar de vida eterna, y en armoní­a con el principio legal que más tarde Jehová incorporarí­a en la ley mosaica, a saber, el de igual por igual, tení­a que hacerse expiación con algo que equivaliera exactamente a lo que Adán habí­a perdido. (Dt 19:21.)
La idea primaria que transmite la palabra †œexpiación† en la Biblia, es †œcubrir† o †œcambiar†, y lo que se da como cambio por otra cosa tiene que tener el mismo valor. Ningún ser humano imperfecto podí­a suministrar tal expiación para restaurar la vida humana perfecta a la humanidad en general ni a nadie en particular. (Sl 49:7, 8.) Para hacer expiación por lo que Adán habí­a perdido, tení­a que proveerse una ofrenda por el pecado que tuviera el valor exacto de una vida humana perfecta.
Jehová Dios instituyó un modo de hacer expiación en el pueblo de Israel que tipificó una provisión mayor de expiación. Jehová, no el hombre, es quien debe recibir el crédito por determinar y revelar los medios de expiación para cubrir el pecado heredado y suministrar liberación de la resultante condena de muerte.

Sacrificios de expiación. Dios mandó a los israelitas que ofrecieran sacrificios como ofrendas por el pecado para hacer expiación. (Ex 29:36; Le 4:20.) De particular importancia era el Dí­a de Expiación anual, cuando el sumo sacerdote de Israel ofrecí­a sacrificios de animales a favor de sí­ mismo, de los demás levitas y de las tribus no sacerdotales de Israel. (Le 16.) Los sacrificios de animales tení­an que ser inmaculados, lo que indicaba que su antitipo debí­a ser perfecto. Además, el que se diera la vida de la ví­ctima y se derramara su sangre muestra el valor que tení­a la expiación. (Le 17:11.) Las ofrendas por el pecado que hací­an los israelitas y los diferentes rasgos del Dí­a de Expiación anual debieron impresionar en ellos la gravedad de su estado pecaminoso y lo necesitados que estaban de una expiación completa. Sin embargo, los sacrificios de animales no podí­an expiar por completo el pecado humano, porque la creación animal es inferior al hombre, a quien se dio el dominio sobre ella. (Gé 1:28; Sl 8:4-8; Heb 10:1-4; véanse DíA DE EXPIACIí“N; OFRENDAS.)

Cumplimiento en Cristo Jesús. Las Escrituras Griegas Cristianas relacionan sin ambages la expiación completa de los pecados humanos con Jesucristo. En él se cumplen los tipos y sombras de la ley mosaica, ya que es a quien señalan los diferentes sacrificios de animales. Como humano perfecto, sin pecado, fue la ofrenda por el pecado de todos los descendientes de Adán que con el tiempo serán liberados del pecado y la muerte heredados. (2Co 5:21.) Cristo †œofreció un sacrificio por los pecados perpetuamente† (Heb 10:12), y no hay duda de que es †œel Cordero de Dios que quita el pecado del mundo†. (Jn 1:29, 36; 1Co 5:7; Rev 5:12; 13:8; compárese con Isa 53:7.) El perdón depende del derramamiento de sangre (Heb 9:22), y a los cristianos que andan en la luz se les asegura que †œla sangre de Jesús su Hijo [los] limpia de todo pecado†. (1Jn 1:7; Heb 9:13, 14; Rev 1:5.)
La vida humana perfecta de Jesús ofrecida en sacrificio es la ofrenda por el pecado antití­pica. Es el elemento valioso con el que se compra a la humanidad, redimiéndola del pecado y la muerte heredados. (Tit 2:13, 14; Heb 2:9.) Cristo mismo afirmó: †œEl Hijo del hombre no vino para que se le ministrara, sino para ministrar y para dar su alma en rescate [gr. lý·tron] en cambio por muchos†. (Mr 10:45; véase RESCATE.) Su sacrificio fue el pago exacto por lo que habí­a perdido el pecador Adán, ya que Jesucristo era perfecto y, por lo tanto, igual que Adán antes de su pecado. (1Ti 2:5, 6; Ef 1:7.)

Se hace posible la reconciliación. El pecado causa una división entre el hombre y Dios, pues Jehová no aprueba el pecado. La relación entre el hombre y su Creador solo podí­a restablecerse si se satisfací­a el requisito de una verdadera expiación del pecado. (Isa 59:2; Hab 1:13; Ef 2:3.) Jehová Dios ha hecho posible la reconciliación entre sí­ mismo y la humanidad pecaminosa mediante el hombre perfecto Cristo Jesús. Por ello, el apóstol Pablo escribió: †œTambién nos alborozamos en Dios mediante nuestro Señor Jesucristo, mediante quien ahora hemos recibido la reconciliación†. (Ro 5:11; véase RECONCILIACIí“N.) Por consiguiente, para conseguir el favor de Dios, es necesario aceptar la mediación de Jesucristo: la provisión de Dios para la reconciliación. Solo por este medio es posible llegar a estar en una posición comparable a la de Adán antes de su pecado. Dios manifiesta su amor al hacer posible esta reconciliación. (Ro 5:6-10.)

La propiciación satisface la justicia. Todaví­a tení­a que satisfacerse la justicia. Aunque el hombre habí­a sido creado perfecto, perdió esta condición cuando pecó, y tanto él como sus descendientes llegaron a estar bajo la condenación de Dios. La justicia y la fidelidad a los principios de rectitud requerí­an que Dios ejecutara la sentencia de su ley contra el desobediente Adán. No obstante, el amor movió a Dios, a proporcionar un modo de satisfacer la justicia para que, sin violarla, la descendencia arrepentida del pecador Adán pudiera ser perdonada y consiguiera la paz con Dios. (Col 1:19-23.) Por lo tanto, Jehová †œenvió a su Hijo como sacrificio propiciatorio por nuestros pecados†. (1Jn 4:10; Heb 2:17.) La propiciación mueve a la consideración propicia o favorable. El sacrificio propiciatorio de Jesús elimina la razón por la que Dios tiene que condenar a los hombres y hace posible que les extienda favor y misericordia. Esta propiciación elimina el cargo de pecado y la condena de muerte resultante en el caso del Israel espiritual y de todos los demás que se valgan de ella. (1Jn 2:1, 2; Ro 6:23.)
La idea de la sustitución sobresale en ciertos textos bí­blicos relativos a la expiación. Por ejemplo, Pablo observó que †œCristo murió por nuestros pecados según las Escrituras† (1Co 15:3), y que †œCristo, por compra, nos libró de la maldición de la Ley, llegando a ser una maldición en lugar de nosotros, porque está escrito: †˜Maldito es todo aquel que es colgado en un madero†™†. (Gál 3:13; Dt 21:23.) Pedro comentó: †œEl mismo cargó con nuestros pecados en su propio cuerpo sobre el madero, para que acabáramos con los pecados y viviéramos a la justicia. Y †˜por sus heridas ustedes fueron sanados†™†. (1Pe 2:24; Isa 53:5.) Pedro también escribió: †œCristo murió una vez para siempre respecto a pecados, un justo por injustos, para conducirlos a ustedes a Dios†. (1Pe 3:18.)

Esta provisión amorosa promueve la fe. Dios y Cristo han ejemplificado su amor en esta provisión de expiación completa de los pecados heredados del hombre. (Jn 3:16; Ro 8:32; 1Jn 3:16.) Sin embargo, para beneficiarse de ella, la persona tiene que arrepentirse de verdad y ejercer fe. Jehová no se complací­a en los sacrificios de Judá cuando se ofrecí­an sin la actitud apropiada. (Isa 1:10-17.) Dios envió a Cristo †œcomo ofrenda para propiciación mediante fe en su sangre†. (Ro 3:21-26.) Los que con fe aceptan la provisión de Dios para expiación mediante Jesucristo pueden obtener la salvación; los que la desprecian, no. (Hch 4:12.) Y para cualquiera que †˜voluntariosamente practique el pecado después de haber recibido el conocimiento exacto de la verdad, no queda ya sacrificio alguno por los pecados, sino que hay cierta horrenda expectación de juicio†™. (Heb 10:26-31.)

Fuente: Diccionario de la Biblia

véase Propiciación

AA. VV., Vocabulario de las epí­stolas paulinas, Verbo Divino, Navarra, 1996

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas

Las traducciones de la Biblia utilizan con frecuencia el término “expiación”, o a veces “propiciación” (hebr. kipper, gr. hilaskesthai) en el AT, sea a propósito de los *sacrificios “por el pecado”, en que se dice que el sacerdote “ejecuta el rito de la expiación” (p.e., Lev 4). sea, todaví­a más especialmente, a propósito de la fiesta anual del 10 tisri, llamada general-mente “el dí­a de las expiaciones” o “el gran dí­a de la expiación”, cuyo ritual está descrito detalladamente en Lev 16.

En el NT, si el término es raro (Rom 3,25; Heb 2,17; IJn 2,2: 4, 10), la idea se halla frecuentemente, no sólo en toda la epí­stola a los Hebreos, que asimila la misión *redentora de Cristo a la función del sumo sacerdote el “dí­a de las expiaciones”, sino, más o menos ciertamente, cada vez que se declara que Cristo “murió por nuestros pecados” (p.c., 1Cor 15, 3) o que “derramó su sangre por la remisión de los pecados” (p.e., Mt 26,28).

1. Expiación y pecado. En numerosas lenguas modernas la noción de expiación tiende a confundirse con la de *castigo, aunque éste no sea medicinal. Por el contrario, para todos los antiguos, y tal es el sentido del verbo expiare, tanto en la Vulgata como en la liturgia, quien dice expiar dice esencialmente “purificar”, o más exactamente hacer un objeto, un lugar, a una persona “agradable a los dioses, después de haber sido desagradable” (Lachelier). Toda expiación supone, pues, la existencia de un pecado y tiene por efecto destruirlo.

Como este *pecado no se concibe a la manera de una suciedad material, que el hombre serí­a capaz de hacer desaparecer, sino que se identifica con la rebelión misma del hombre contra Dios, la expiación borra el pecado reuniendo de nuevo al hombre con Dios, “consagrándoselo” según el sentido de la aspersión de la *sangre. Como, por otra parte, el pecado provoca la *ira de Dios, toda expiación pone un término a esta ira, “hace a Dios propicio”; pero la Biblia atribuye de ordinario este papel a la oración, mientras que el sacrificio de expiación tiene más bien por fin “hacer al hombre agradable a Dios”.

2. Expiación e intercesión. En los raros pasajes en que aparecen asociados estos dos términos de expiación y de ira, se trata efectivamente de una *oración: así­, la expiación de Moisés (Ex 32,30; cf. 32,llss), o la de Aarón (Núm 17,llss), según la interpretación de Sab 18,21-25; así­, según el Targum, la de Pinhás (Sal 106,30) y todaví­a más claramente la del “siervo de Yahveh”, cuyo papel de intercesor se menciona cuatro veces (Targum Is 53,4.7.11.12). Y en virtud de esta misma noción de expiación san Jerónimo, siguiendo en esto el uso dé las viejas versiones latinas, en la fórmula estereotipada que concluye cada uno de los sacrificios por el pecado pudo traducir el verbo hebreo que significa “ejecutar el rito de expiación” por un verbo que significa “orar” o “interceder” (Lev 4, 20.26.31; etc.).

No debe, pues, extrañarnos que la epí­stola a los Hebreos, al describir a Cristo entrando en el cielo para desempeñar allí­ la función esencial de su *sacerdocio definida como “intercesión” (Heb 7,25; 9,24), pueda asimilarlo al sumo sacerdote, que penetra al otro lado del velo para allí­ ejecutar el rito sacrificial por excelencia, la aspersión de la sangre sobre el propiciatorio.

En todo caso tal interpretación recalcaba hasta qué punto una expiación auténtica no puede tener valor independientemente de las disposiciones interiores del que la ofrece; es ante todo un acto espiritual, que el gesto exterior expresa, pero que no puede suplir. Excluye igualmente toda pretensión del hombre, de forzar a Dios a hacérsele propicio. La sabidurí­a, describiendo la intercesión de Aarón, cuida de precisar que su oración consistió en “recordar a Dios sus promesas y sus juramentos” (Sab 18,22), tanto tal oración viene a ser un acto de fe en la *fidelidad de Dios. La expiación así­ concebida no tiende en absoluto, a no ser a los ojos del hombre, a cambiar las disposiciones de Dios, sino a disponer al hombre a acoger el don de Dios.

3. Expiación y perdón. Así­ el “dí­a de las expiaciones” era todaví­a más en la conciencia religiosa de los judí­os, el “dí­a de los perdones”. Y cuando san Juan por dos veces, evocando ya la intercesión celestial de Cristo cerca del Padre (1Jn 2,2), ya la obra llevada a cabo acá en la tierra con su muerte y su resurrección (1Jn 4, 10), declara que es, o que el Padre lo hizo, “hilamos por nuestros pecados”, el término presenta sin duda el mismo sentido que tiene siempre en el AT griego (p.e., Sal 130,4) y que la palabra latina propitiatio presenta también siempre en la liturgia: por Cristo y en Cristo realiza el Padre el designio de su amor eterno (1Jn 4,8) “mostrándose propicio”, es decir, “perdonando” a los hombres, con un *perdón eficaz que destruye verdaderamente el pecado, que purifica al hombre, le comunica su propia vida (lJn 4,9).

-> Culto – Perdón – Pecado – Penitencia – Oración – Redención – Sacrificio – Sangre.

LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teologí­a Bí­blica, Herder, Barcelona, 2001

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas

La expiación es el centro de gravedad de la vida y el pensamiento cristianos, porque es el centro de gravedad del NT, tal como lo demostraría inmediatamente un simple censo de los pasajes. Según la enseñanza y predicación apostólicas, el significado de Jesucristo no está en forma suprema en su persona o ministerio o enseñanza: está por sobre todo en su muerte en la cruz. Para ser exactos, este evento jamás se considera en el NT como algo separado de su persona, ministerio y enseñanza; tampoco se toma como separado de su resurrección (véase). Su muerte interpreta su enseñanza, y junto con su carácter libre de pecado y su ministerio de amor y milagros, constituye su obediencia activa de vida (usando una terminología calvinista), sin lo cual su obediencia pasiva de sufrimiento habría sido nula. No obstante, es el acontecimiento de la muerte de Cristo lo que el NT consistentemente subraya como lo más importante, y su muerte interpretada, no como si hubiera sido un martirio (que se llevó a cabo por un descarrío de la justicia), sino como la ofrenda de un sacrificio redentivo efapax (Heb. 10:1–14). Este acontecimiento, esta obra redentora, es llamada en toda la extensión de sus resultados, expiación.

¿Pero precisamente por qué fue necesaria la expiación? ¿Cuáles son exactamente sus efectos en Dios y el hombre? ¿Exactamente en qué forma es eficaz el sacrificio de la cruz para la redención humana? En cuanto a la exposición razonada de la acción salvadora de Cristo, ha habido y todavía hay un gran rango de diferencias de pensamiento. William J. Wolf dijo que hoy en día «hay una gran confusión acerca del lugar que le corresponde a la cruz» (No Cross, No Crown: A Study of the Atonement, New York, 1957, p. 17); su observación podría ser aplicada retrospectivamente. La cruz siempre ha sido central para la teología cristiana porque es básica en el NT; sin embargo, la base de su importancia cardinal ha sido discutida con fiereza. Un estudio de las teorías que han proliferado a lo largo de los siglos, mostrará que el material que la Biblia entrega ha sido forjado de tal manera que se han producido muchas formas conflictivas, olvidándose con frecuencia del molde que la Escritura misma entrega.

  1. Algunas teorías que han aparecido en la historia en cuanto a la soteriología. Sobre cuál es la forma de clasificar mejor esta multitud de teorías, no es un problema pequeño. B.B. Warfield sugiere que pueden darse tres tipos, según lo que se crea que es la necesidad más fundamental del hombre: ¿consiste en liberarle de la ignorancia o la miseria o el pecado? Si es la ignorancia, entonces, esencialmente, obtenemos el concepto demostrativo de Abelardo; si es la miseria, entonces lo que domina el campo es alguna idea modificada del concepto gubernamental de Grotius: si el pecado, entonces su base está en la satisfacción (véase) de Anselmo. Warfield rechaza un cuarto tipo—esto es, la idea mística de Schleirmacher en cuanto a que Cristo implantó un germen que fermenta salvíficamente a toda la humanidad—como una curiosa desviación de la corriente principal de la teología («Modern Theories of the Atonement», Studies in Theology, New York, 1932, pp. 283–285). En su estudio, titulado Christus Victor (London, 1931), Gustaf Aulén también sugirió tres ideas dominantes. Tenemos, primero, la «dramática» o, como él la llama, la «teoría clásica», la que encuentra en la liberación del hombre de la tiranía del pecado, la ley, la muerte, la ira, y el diablo, el corazón de la muerte de Cristo. Defendida por los padres antiguos, fue Ireneo el que especial y originalmente le diera un fuerte énfasis. Esta forma de formular el tema, y que puede denominarse griega o patrística, construye la expiación como la batalla triunfal sobre el mal. Hay una segunda idea, y es el concepto «latino» u «objetivo»; aunque es mejor usar la palabra «latino» porque los padres griegos también reconocieron la naturaleza objetiva de la obra redentiva de Jesús. Expresada inicial y definitivamente por Anselmo, esta idea sostiene que la muerte de Cristo es un sacrificio expiatorio por medio del cual se satisfizo el honor de Dios y se propició su santo juicio. El tercer tipo es el concepto «subjetivo» o «moral», defendido elocuentemente por Abelardo, y que estima que el propósito principal de la cruz fue entregar una demostración conmovedora de amor perdonador, atrayendo y despertando el amor del hombre en respuesta a la amorosa entrega de sí mismo que hizo Dios. Según la opinión de Aulén, todos los demás intentos por dar forma a la expiación pueden ser resumidos en estas tres interpretaciones, con un traslapo inevitable, por supuesto. Sin embargo, nosotros preferimos el principio de clasificación temporal, el que señala a los períodos patrístico, medieval, reformado y moderno.
  2. El período patrístico. Por cierto que las especulaciones defendidas por los padres griegos fueron profundas, a pesar de que las metáforas que ocuparon podrían parecer grotescas y poco afortunadas. Ireneo (c. 130–c. 200), en sus dos obras, Contra las herejías y Demostración de la predicación apostólica, enseñó que Jesucristo, como el segundo Adán, recapituló la experiencia humana, murió como un rescate (véase) con lo que arrancó de las garras del diablo a los hombres, abriendo en esta forma la posibilidad de una vida incorruptible para los pecadores mortales. Hastings Rashdall nos dice que «la teoría del rescate, propuesta por Ireneo, llegó a ser y continuó siendo durante casi mil años la teoría dominante, ortodoxa y tradicional en cuanto al tema» (The Idea of the Atonement in Christian Theology, London, 1919, p. 247). Tertuliano (c. 160–c. 220) Clemente de Alejandría (150–215) y Orígenes (c. 185–c. 254) no añadieron nada de algún valor especial a lo que ya había sido dicho por Ireneo. Orígenes afirmó que el rescate no había sido pagado a Dios, sino al diablo. Atanasio, en su gran defensa de la cristología ortodoxa, De la encarnación de la Palabra de Dios, se movió dentro del mismo esquema general, haciendo énfasis en que la cruz consiguió con su triunfo la liberación de la ignorancia y la corrupción. Gregorio de Nisa (c. 330–c. 395) introdujo algunas modificaciones novedosas, en especial la famosa idea de que la humanidad del Señor (véase) era una especie de carnada que escondía el anzuelo de su deidad, cebo por el cual el diablo fue capturado para nuestra salvación y, al final, también para su salvación. Gregorio Nacianceno (329–389) levantó una fuerte protesta contra la idea aceptada de que la muerte de Cristo fue un rescate pagado a Dios o al diablo. Agustín (354–430) discutió el tema de la expiación en su Enchiridion y en De Trinitate, incorporando en estas obras todos los énfasis tradicionales (¡hasta se aventuró en sus sermones a describir la cruz como una trampa para ratones cebada con la sangre del Salvador!), pero también hizo énfasis en el valor que tenía la muerte de Cristo como una satisfacción ofrecida a la justicia de Dios, y decisivamente influyó en el vocabulario del cristianismo occidental por su libre uso de términos como caída (véase), pecado original (véase) y justificación (véase). Cave observa que la forma en que Agustín trata la soteriología contiene elementos distintivos, ya que relaciona la obra del Señor con la iglesia, afirma también que la cruz no era la única forma de redención que se podía idear sino el modo más adaptado a la totalidad de la situación humana (una idea que Tomás tomó para sí), y fijó su atención en la realidad de la naturaleza humana de Cristo, la que le capacitó para actuar como Salvador (op. cit., pp. 121–122). Juan de Damasco (c. 675–c. 749) resumió toda esta época en su Exposición de la fe ortodoxa, en la cual dio una crónica de las antiguas interpretaciones de la muerte de Cristo como un rescate a Dios, como si hubiese sido una especie de día de pesca en el que se pescó al diablo, y como una victoria que destruyó la muerte, liberó a los pecadores cautivos, y trajo a la luz la vida y la inmortalidad. Según los padres griegos, cuyo interés principal no se encontraba en la soteriología como tal, sino en las consecuencias universales de la encarnación (véase), Cristo es Salvador no sólo porque es Vencedor y Conquistador; él es Salvador porque también es el Revelador, Benefactor, Médico, Víctima y Reconciliador.
  3. Período medieval. Hay un hombre de esta época que sobresale como teólogo creativo en cuanto a la expiación, este es Anselmo de Canterbury (1033–1109), cuya obra Cur Deus Homo es un cuenta kilómetros soteriológico. Esta obra trata de establecer, mediante un raciocinio cabal, la necesidad de la muerte de Cristo. El hombre le debe a Dios una obediencia completa; cuando no la ejecuta, le roba al Creador Soberano del honor que se le debe; dado que el pecado es una afrenta infinita a la gloria divina, lo cual no puede perdonarse por el mero ejercicio de la misericordia, Dios debe vindicar su propia naturaleza santa; por tanto, debe ofrecerse una satisfacción adecuada. Pero una afrenta infinita necesita también una satisfacción infinita, y esta satisfacción debe ser ofrecida por la raza desobediente. De esta forma, la pregunta, Cur Deus Homo [¿por qué Dios-hombre?], es respondida con un constreñimiento lógico, que Anselmo consideró irresistible. Sus críticos señalaron su lógica como ilusoria, su concepto de pecado como cuantitativo, que su concepto de la relación que había entre lo divino y humano era mecánico e impersonal, que la forma en que separaba la vida y resurrección del Señor de su muerte era un malentendimiento del NT, y que su menosprecio por el amor de Dios era una parodia cristiana del evangelio. Con todo, aun los críticos de Anselmo reconocieron que su teoría es fundamental, y aun penetrantemente bíblica. Hace énfasis en la magnitud del pecado («nondum considerasti quanti ponderis sit peccatum»). Su teoría también reconoce que, una vez que el pecado ha sido cometido, se hacen obligatorios la satisfacción o el castigo. Busca, además, un raciocinio de la expiación en la misma naturaleza de Dios. La forma en que Anselmo formuló el tema vino a ser matriz tanto para la ortodoxia católica romana como para la protestante, y su teoría de satisfacción continúa, en sus puntos esenciales, encontrando firmes protagonistas dondequiera que la Escritura es aceptada como la autoritativa Palabra de Dios.

La teoría de Abelardo (1079–1142) es contraria a la de Anselmo. En su Epítome de la teología cristiana y en su Comentario a Romanos, Abelardo defendió la idea de que la pasión de nuestro Señor, al exhibir el gran amor de Dios, nos libra en esta forma del temor de la ira a fin de que le sirvamos con amor. Aunque Abelardo retiene los conceptos tradicionales, y habla de la muerte de Cristo como un sacrificio ofrecido al Padre, él lo subordina todo a la idea dominante de que la cruz, al demostrar el amor de Dios, casi automáticamente produce el amor del hombre. No importa cuán básica sea esta verdad, si la exageramos, hacemos que el amor de Dios, fuente indudable de la expiación, se vuelva un mero sentimentalismo. Al no insistir con el NT en que la muerte de Cristo cambia potencialmente la relación entre Dios y el hombre, una potencialidad hecha efectiva por medio de la fe, Abelardo terminó reduciendo el acontecimiento redentivo a un trágico martirio. Sin duda, al interpretar Abelardo la cruz como un acontecimiento que parte el corazón, la deja como algo que no es inexorablemente necesario. En el universo moral sólo es un fenómeno secundario concomitante.

El fiero oponente de Abelardo, Bernardo de Clairvaux (1090–1153), revivió la idea que la expiación era el medio para redimir al hombre del poder del Diablo. Tomás de Aquino (c. 1225–1274) añadió muy pocas cosas significativas en su Summa Theologica. Edificando sobre todos sus predecesores, confeccionó una síntesis bastante abarcadora, la que incluía el componente patrístico de liberación de la esclavitud al Diablo (excluyendo, sin embargo, las ideas problemáticas favorecidas por los griegos), el componente de Anselmo sobre la satisfacción (aunque Tomás sostuvo con Agustín que la muerte de Cristo era el modo más idóneo para la redención, pero no el modo intrínsecamente necesario), el componente de Abelardo, sobre un impacto ético (sin exagerarlo, por supuesto, hasta el punto de la falsedad), y aun añadió un componente penal, ya que Tomás sostuvo que Cristo cargó con nuestros pecados como nuestro sustituto. Los conceptos de los nominalistas medievales como Escoto (c. 1264–1308), Occam (c. 1300–c.1349), y Biel (c. 1420–1495), fueron meras ondas en el río de la teología cristiana. Ellos mantuvieron que no se podía dar ninguna justificación racional para la cruz; Dios decretó arbitrariamente la muerte de su Hijo como la base del perdón (véase). Después de algunas centurias, el obispo Butler adoptó, claro que con modificaciones, la idea gnóstica de un acceptilatio. La Escritura revela claramente que la muerte de Jesús salva; cómo es que lo hace, no se expresa (cf. Wolf, op. cit., pp. 133–134).

  1. El período de la reforma. Se puede decir que la afirmación que Martín Lutero (1483–1546) es un exponente de la teoría dramática de la expiación, tiene algo de cierto. Por cierto, sus escritos catequísticos y sus comentarios (en especial el de Gálatas) dan apoyo a la interpretación de Aulén. Con todo, Lutero—el cual no era sistemático, y si paradójico y antiescolástico—tuvo la expiación como un sacrificio propiciatorio. Incesablemente habla de la cruz como aplacando la ley y la ira de Dios, dejando, en esta forma, al amor en libertad para que pudiese hacer su obra. Afirma, «Cristo es castigado en nuestro lugar» (propter nos punitur)»; y típicamente, afirma otra vez: «El hombre justo e inocente debe temblar y temer como un desdichado pecador condenado, y en su bondadoso e inocente corazón, sentir la ira y el juicio de Dios contra el pecado, gustar por nosotros la perdición y muerte eterna, y, en suma, sufrir todo lo que un pecador condenado se merece y debe sufrir eternamente» (cf. Cave, op. cit., pp. 154–155). En resumen, Lutero le da prioridad a la justicia de Dios, más que a su amor, lo cual niega la tesis de Aulén. Sin hacer clasificaciones rígidas, podemos decir que Lutero se alinea con Anselmo en lugar que con Ireneo.

La soteriología protestante comenzó a tomar su forma característica en las manos de Felipe Melanchton (1497–1560). En su Loci Communes explica que las justas demandas de la ley (véase) han sido satisfechas por la muerte de Cristo, y también fue aplacada la ira de Dios y se liberó al pecador de la culpa. No obstante, fue Juan Calvino (1509–1564) quien, con su extraordinaria lógica y lucidez, formuló definitivamente la doctrina protestante en su Institución de la Religión Cristiana. Concordando con Anselmo en cuanto a que la expiación está enraizada en la naturaleza de Dios, sostuvo que lo que debía ser satisfecho no era el honor sino la justicia de Dios. Si el hombre va a ser redimido de la maldición del pecado y de la muerte, y mucho más especialmente de la ira de su Creador, se deberá ofrecer un sacrificio. ¡El sacrificio fue ofrecido! «Cristo llevó sobre sí mismo y sufrió el castigo que pendía sobre todos los pecadores a causa del justo juicio de Dios, y por su expiación se satisfizo al Padre y se aplacó su ira» (Institución, II, 16). Al explicar la obra de Cristo, Calvino se vale de tres títulos, Profeta, Sacerdote y Rey. Jesucristo nos salva al desempeñar para nuestro beneficio las funciones que son propias de cada uno de estos oficios (véase). Como sacerdote, específicamente, él propicia a Dios por la entrega de sí mismo, y después de su ascensión, intercede perpetuamente por su pueblo. En una forma muy resumida, podemos decir que éste es el punto de vista reformado normativo, un concepto que ha sido continuamente atacado. Se acusa a Calvino de que niega el espontáneo amor de Dios, exagera el principio de justicia retributiva y encierra la gracia soberana en una camisa de fuerza legalista. Con todo, tal como ha sido persuasivamente expuesto este concepto por protestantes modernos como R.W. Dale, James Denney, Herman Bavinck, B.B. Warfield y Louis Berkhof, la teoría de la satisfacción no puede ser desechada como anacrónica. Jamás podrá desecharse esta teoría como anacrónica, a menos que la Biblia misma sea juzgada de esa manera.

Tratando de teologizar una filosofía de la ley, Hugo Grotius (1583–1645) en su De veritate religionis christianae, construyó la expiación como una necesidad administrativa que pesaba sobre Dios si él perdonara el pecado humano en su benevolencia. Como gobernador del universo moral, Dios debía ver de que el perdón del pecado no hiciese pensar al hombre que era un asunto sin importancia, una cosa que podía ser tomada con impunidad. De tal manera, Dios hizo morir a Jesucristo, no para expiar su justicia, sino para manifestarla, con lo que entregó un ejemplo penal que serviría después como un medio para disuadir del pecado. Una vez que la seguridad del orden moral estaba asegurada, Dios podría perdonar el pecado sobre la base de su propia clemencia.

  1. El período moderno. En su magnum Opus, esto es, La fe cristiana según los principios de la fe evangélica, Friedrich Schleiermacher (1768–1834) afirmó que Jesús redime a los miembros de la comunidad de fe, haciendo que se levante en ellos una conciencia de Dios que es la contraparte de la que él mismo tiene. Según Albrecht Ritschl (1822–1889), cuya obra La doctrina cristiana de la justificación y la reconciliación, ejerció una gran influencia: Jesucristo sufrió la muerte en su fidelidad a su vocación única como el fundador del Reino de Dios. Al hacerlo, quitó la culpa del hombre, la que esencial y simplemente es desconfianza en el amor divino. Emil Brunner (1889–1966) en The Mediator y Karl Barth (1886–1968) en su Doctrine of Reconciliation, tomo IV de su Church Dogmatics, atacaron el liberalismo inmanente que marchitó el valor de la expiación para hacerla descender al nivel de una influencia subjetiva. Empujando al protestantismo contemporáneo en la dirección de un cristianismo teocéntrico, restauraron el significado objetivo de la muerte en la cruz; por cierto, Brunner hasta habla de él como «el sacrificio penal expiatorio del Hijo de Dios» (The Mediator, p. 473). Mientras que la ortodoxia histórica disputa contra la neortodoxia (véase) en ciertos puntos cruciales, sin embargo se complace en que algunos de los teólogos post-liberales (cf. p. ej., W.J. Wolf, op. cit.) insistan en lo indispensable de las categorías bíblicas para un entendimiento correcto del acontecimiento central de la Biblia.

En el pasado reciente, las obras sobre la expiación se han multiplicado a tal grado que ni siquiera es posible entregar aquí una lista sencilla de títulos. T.H. Hughes ha hecho un resumen muy útil de la literatura más sobresaliente, excepto de fuentes continentales, en su The Atonement: Modern Theories of the Doctrine (Londres 1949).

  1. Algunos postulados de la soteriología del Nuevo Testamento. El debate que hay entre calvinistas y arminianos sobre la extensión y aplicación de la obra salvadora del Señor está del todo justificado, pero en este contexto lo apologético debe reemplazar a lo polémico. Por tanto, subrayemos aquellos factores que son imperativos, si es que vamos a interpretar bíblicamente la expiación.
  2. No podremos interpretar bíblicamente la expiación a menos que estemos preparados para examinar nuestras propias presuposiciones y retener sólo las que se ciñan al concepto apostólico. De manera que es muy alentador ver que entre los eruditos hay una intención permanente de «volver a la Biblia» al formular sus teorías sobre la expiación. (Cf. T.H. Hughes, op. cit., p. 164). Porque si la Escritura es la Palabra de Dios, una vez que su enseñanza ha sido determinada por medio de una hermenéutica apropiada, tenemos que enfrentar la disyuntiva de obedecer o desobedecer. Tal enseñanza podría parecer irracional y poco ética para el hombre que se mueve fuera de la esfera de la revelación; pero justamente a causa de eso es que se le debe desafiar a que examine la validez de sus propias presuposiciones. Por supuesto que él podría ignorar un desafío tan drástico como éste. Así, el canónigo Vernon F. Storrs en The Problem of the Cross concuerda con Hastings Rashdall en que «es imposible zafarse de la idea de sustitución o de castigo vicario en cualquier representación fiel de la doctrina de Pablo»; no obstante, Storrs agrega de inmediato, «No estamos de ninguna manera obligados a aceptar la interpretación que Pablo da de la muerte de Cristo. Desecho de mi mente toda idea de sustitución, o de un inocente que paga la pena de la culpa, porque estas ideas ofenden mi conciencia moral» Hughes, ibid., p. 61). Pero el que acepta la Escritura en fe, está obligado a aceptar la interpretación que Pablo da de la muerte de Cristo, permitiendo sumisamente que su conciencia moral y su funcionamiento mental distorsionados por el pecado sean corregidos por la norma divina. «¡Volvamos a la Biblia!» no debe ser un lema hueco, sino un principio que controle todo nuestro pensamiento acerca de la expiación, como también en todo.
  3. Las relaciones personales son la esencia de la realidad, y también nos dan el sentido de la realidad. Estas relaciones personales incluyen la relación yo-tú que hay entre el Creador y la criatura junto con la relación yo-tú que se da entre las personas mismas de la trinidad. Por tanto, James Denney está indudablemente en lo correcto, cuando afirma que el cristianismo, «la forma más alta de religión», enseña «la existencia de un Dios personal y las relaciones personales entre Dios y el hombre»; además, Denney dice, «el cristianismo es algo único en su doctrina de reconciliación mediante la expiación», y «el corazón de la reconciliación está en el reajuste o restauración de una verdadera relación personal entre Dios y la criatura que ha caído en su propio acto de alienación contra él; en otras palabras, consiste en el perdón de pecados» (The Christian Doctrine of Reconciliation, New York, 1918, pp. 5–6). Si esto se retiene firmemente en la mente, la soteriología bíblica podrá ser exonerada de la acusación de ser subpersonal.
  4. Mientras que Dios es amor, también es santo; su integridad propia requiere que mantenga y confirme su propio ser como autoderivado, autosuficiente y autoentregado. Y su gloria está en que su criatura adore voluntariamente la santidad de su Creador. De modo que, en último análisis, lo que explica la expiación es la naturaleza intrínseca de Dios. Así, después de citar la declaración de Mt. 16:21, «Desde entonces comenzó Jesús a declarar a sus discípulos que le era necesario ir a Jerusalén y padecer mucho», W.J. Wolf comenta, «Todas las doctrinas cristianas subsecuentes que hablan de la expiación están enraizadas en el misterio de la palabra ‘necesario’» (op. cit., p. 64). Sólo la santidad de Dios nos da la razón para la necesidad de la expiación.
  5. Sin embargo, a la vez que Dios es santo, también es amor. Y en su amor quiso cargar con el sufrimiento que el pecado del hombre produjo. Consecuentemente, lejos de negar la verdad tan básica del amor de Dios, la muerte de Jesucristo la exhibe. La muerte de Jesucristo expone públicamente que «la última realidad está más allá del pecado. Es un amor que se somete a todo lo que el pecado puede hacer; sin embargo, no se niega a sí mismo sino ama al pecador a lo largo de todo el pecado. Es un amor que, en lenguaje escritural, carga con el pecado pero que recibe y regenera al pecador» (James Denney, op. cit., p. 20). De esta forma, Denney asegura que «la idea misma del amor de Dios la debemos» (ibid., p. 186) a la expiación. (Cf. Leon Morris, The Apostolic Preaching of the Cross, Grand Rapids, Michigan, 1955, p. 180).
  6. El hombre es un pecador, la criatura que por un mal uso de la libertad que se le dio en amor, se separó de Dios, haciéndose culpable y sujeto a la ira. Las metáforas que los autores del NT usan para describir la obra de Jesucristo representan vivamente la difícil situación que creó el pecado. Como pecador, el hombre es un esclavo que debe ser redimido, un enemigo que debe ser reconciliado, un cadáver que debe ser resucitado, un cautivo cuyos poderosos opresores deben ser vencidos, un criminal que debe ser justificado. Tal como Wolf observa, estas metáforas no son nada menos que «abrumadoras» (op. cit., p. 82); tomadas todas juntas, nos revelan cómo entiende el NT la difícil situación humana, y del mismo modo la grandiosa obra que realizó nuestro Señor. Porque por la cruz sacó al hombre de esta situación. (Cf. este punto en Leon Morris, op. cit.; Eric Wahlstrom, The New Life in Christ, Philadelphia, 1950; Adolph Deissman, Paul, New York, 1926; Light from the Ancient East, New York, 1927).

Es el pecado del hombre que coloca a Dios en un dilema: ¿Puede ser justo consigo mismo y, con todo, justificar a su desobediente criatura (Ro. 3:26)? Wolf formula el problema en forma notable: «¿Cómo puede un Dios de santo amor aceptar a los pecadores sin destruir a la vez su santidad o volver su amor en un mero sentimentalismo que sería una inmoral indiferencia frente a lo que está malo? Ésta es la pregunta fundamental que debe enfrentar cualquier teoría sobre la expiación» (op. cit., p. 84).

  1. Cuando los conceptos de santidad y pecado se colocan juntos, irrefrenablemente producirán el concepto de la ira (véase). No obstante, ha sido acaloradamente atacada la legitimidad de este concepto. Recientemente, p. ej., Anthony Tyrell Hanson trató de probar que las referencias que se hacen a la ira divina en la enseñanza de Pablo, tan sólo son equivalentes semánticos del apóstol para hablar del proceso impersonal por medio del cual operan las consecuencias del pecado humano en la historia (The Wrath of the Lamb, London, 1957). Pero difícilmente se podrá reconciliar esta idea deísta con el NT, el cual describe tanto la ira divina como la misericordia divina como una actividad personal de Dios, una actividad que se deriva de una actitud. Muy pertinente y devastador es el juicio de H. Wheeler Robinson, «Esta ira de Dios no es la operación ciega y automática de una ley abstracta—lo que siempre es una ficción, ya que ‘ley’ es un concepto, no una entidad, hasta que encuentra expresión a través de sus instrumentos. La ira de Dios es la ira de la personalidad divina» (Redemption and Revelation, Londres, 1942, p. 269).

Debemos quitar de nuestro concepto de ira toda mezcla de limitación humana, carácter vengativo pecaminoso y resentimiento poco ético. Al mismo tiempo, debemos rehusar esconderla detrás de la cortina de humo del antropopatismo. La ira no es menos antropopática que el amor. No hay una irreconciliable antítesis entre el amor y la ira. Como Wolf explica, semejante antítesis «surge de la pobreza de nuestra imaginación» (op. cit., p. 187). El amor de Dios no se asemeja al agua que fluye mecánicamente de una fuente. Es una actitud personal que está apasionadamente preocupada por una relación genuina. Cuando el amor no produce amor, se da, como lo revela aun el afecto paternal a nivel humano, una reacción de pena, enojo y alejamiento. Eliminemos la posibilidad de la ira, y el amor de Dios será diluido hasta ser una indiferencia sub-personal. Pero si, por otra parte, retenemos este concepto, la gracia (véase) de Dios tendrá significado. Emil Brunner por lo menos percibe lo que está envuelto en el amor y la ira, cuando habla de «el misterio divino del amor en medio de la realidad de la ira» (hilastērion) (op. cit., p. 520).

  1. Al resolver lo que el hombre ve como un dilema, y al rescatar al hombre de su terrible situación, Dios, por la muerte de Cristo, lleva a cabo una acción que es aturdidoramente amplia y multiforme, una acción que tiene resultados cósmicos y eternos. Así, todas la metáforas bíblicas son esenciales, sea que fueran sacadas del mercado, del comercio de esclavos, de las campañas militares, de los sacrificios del templo o de la ley de los tribunales. Mas Warfield está indisputablemente en lo correcto, cuando sostiene que los escritores del NT «guardan en el centro de esta obra su eficacia como un sacrificio peculiar, que asegura el perdón de los pecados; esto es, exonerando a los beneficiarios de ‘las consecuencias penales que, de otra forma acarrea inevitablemente la maldición de la ley quebrantada’» (Atonement, op. cit., p. 262). Wolf simplemente apoya la posición de Warfield, al declarar que la metáfora principal de Pablo para referirse a la expiación «es el tribunal judicial, la que usa en una forma bastante compleja» (op. cit., p. 84). En otras palabras, el más grande exégeta del sacrificio singular de nuestro Señor, lo interpreta en términos legales. Como es de esperarse, se han lanzado vehementes objeciones en contra de la enseñanza apostólica en este respecto. No obstante, el uso de categorías legales no debe confundirse con legalismo; y el filo de esta crítica muy común es enromado una vez que uno pilla, como lo hizo Forsyth, que «la santa ley no es la creación de Dios, sino su naturaleza» (The Atonement and Modern Religious Thought: A Theological Symposium, Londres, 1903, p. 63), y una vez que hemos pillado la idea, tal como E.A. Knox lo ha hecho, la desobediencia es «antagonismo a aquel principio que es la esencia misma de la naturaleza de Dios» (The Glad Tidings of Reconciliation, Londres, 1916, p. 127n). Al tener bien empuñada la comprensión de estas cosas, podemos insistir que el concepto de justificación no tiene ningún matiz legalista.

Pero Wolf afirma que Pablo usa categorías legales, tal como la justificación, solamente para socavarlas; él usa el lenguaje del tribunal de justicia para mostrar que Dios hace lo que ningún buen juez podría pensar hacer como anular su propia ley en la gracia. Pero, ¿lo hace? Abraham preguntó mucho antes que Pablo, «El Juez de toda la tierra, ¿no ha de hacer lo que es justo?» (Gn. 18:25). Y en la justificación Dios hace lo justo. Dios hace lo que el supremo Juez debería hacer. Él rehúsa diferir las demandas de la ley. En vez de eso, él satisface en amor las demandas de la ley a través del sacrificio vicario de Jesucristo. De esta manera, en lugar de hacer nula su ley, Dios la establece (Ro. 3:31). Por cierto, la justificación contiene elementos paradójicos, pero no es la paradoja irracional que C.H. Dodd construye (Commentary on Romans, ed. J. Moffat, Londres, 1932, p. 52).

  1. Entretejida inextricablemente con la doctrina de la expiación está el hecho de la sustitución. Aquí otra vez se han levantado objeciones. El Obispo G. Bromley Oxnam protesta así en su A Testament of Faith, «Oímos mucho acerca de la teoría sustitucionaria de la expiación. Esta teoría es algo inmoral para mí. Si Jesús lo pagó todo, o si él es el sustituto en mi lugar, o si él es el sacrificio por todos los pecados del mundo, ¿entonces, por qué discutir el asunto del perdón? Los libros se cierran. Otro pagó la deuda, sufrió la pena. Yo no debo nada. Estoy absuelto. No puedo ver el perdón como concedido en base a la acción de alguien. Es mi pecado. Yo debo expiar» (Boston, 1958, p. 144). Este autosoterismo no logra darse cuenta que, según el NT, Jesucristo en amor se identificó a sí mismo con nosotros, y que nosotros nos identificamos con él en fe.
  2. Si vamos a ser fieles al material entregado por el NT, no podremos negar que la expiación de Jesucristo posee un aspecto penal. Él llegó a ser el blanco de la justicia retributiva y, entonces, sufrió nuestro castigo. No cabe duda que algunas de las formulaciones de esta verdad han sido distorsionadas falsamente. Sin duda también hay teólogos que creen que cualquier teoría como ésta implica una transferencia de culpabilidad inmoral e imposible (p. ej., T.H. Hughes, op. cit., pp. 69–70). Pero aún Barth, el cual cree que el concepto de una satisfacción que aplaque la ira de Dios es extraña a la Biblia, sin embargo se rehúsa a excluir del NT la idea de un castigo sustitutivo, una idea que según su opinión viene de Is. 53, «Si Jesucristo siguió nuestro camino como pecadores hasta el final, al que nos conduce en total oscuridad, entonces podemos decir con este pasaje del Antiguo Testamento que él sufrió el castigo nuestro» (op. cit., p. 253). De la misma forma Leonard Hodgson rehúsa abandonar el aspecto penal de la expiación, argumentando que en Jesucristo, el que castiga y el castigado son uno (The Doctrine of the Atonement, Londres, 1951, p. 142). James Denney también se aferró a este punto de vista (op. cit., p. 273). Y, si Hastings Rashdall puede ser citado en contra de sí mismo, es instructivo ver su comentario en 2 Co. 5:21: «Difícilmente esto podrá tener otro significado que el que Dios trata al Cristo sin pecado como si fuera culpable, y que impuso sobre él el castigo que merecían nuestros pecados; y que este castigo hizo posible tratar a los pecadores como si fueran realmente justos». Para ser exactos, Rashdall añade que tan sólo se pueden encontrar un manojo de pasajes como éste en las cartas paulinas, y, con todo, confiesa tristemente, «Allí están, y el argumento de San Pablo es incomprensible sin ellos» (op. cit., p. 94). Así que, con J.K. Mozley, «No necesitamos arrepentirnos de decir que Cristo llevó sobre sí el castigo penal nuestro en nuestro lugar» (The Doctrine of the Atonement, Londres, 1947, p. 216).
  3. En el NT se da por sentada la objetividad de la expiación. Es una obra realizada fuera del hombre, llevada a cabo para él en un momento de la historia, y solamente después de esto, aplicada en él, una obra que tiene valor para Dios y que lo reconcilia con el hombre antes que ella reconcilie al hombre con Dios. Para decirlo de otra manera, la expiación es existente y efectivamente objetiva y potencialmente subjetiva. «Reducida a su expresión más sencilla», escribe Denney, «lo que significa una expiación objetiva es que Dios no sería lo que es para nosotros si no fuera por Cristo y su pasión … La otra alternativa sería decir que, totalmente aparte de cualquier valor que Cristo y su pasión tengan para Dios, Dios todavía sería para nosotros lo que es. Pero esto es realmente colocar del todo a Cristo fuera del cristianismo, lo cual no necesita refutación» (op. cit., p. 239). Aunque la expiación no cambió la naturaleza de Dios, con toda seguridad alteró la relación que él tiene con sus criaturas en pecado. Pero al dar énfasis al lado divino de la expiación, el NT no minimiza el lado humano en lo más mínimo. Concediendo que los autores apostólicos son de una misma opinión con Vincent Taylor en su modestia sobre «la respuesta psicológica del hombre» (Forgiveness and Reconciliation, Londres, 1946, p. 108), con todo, esa misma respuesta—la que es posible por la gracia soberana, la iluminación y el poder, y la que es una respuesta de entendimiento, fe, gratitud, obediencia y amor—se destaca muchísimo en su predicación del evangelio. El NT tampoco ignora factores como nuestra unión con el Cristo viviente, que somos capacitados por la morada del Espíritu Santo y nuestra incorporación en la iglesia de la que nuestro Señor es la Cabeza. Y todos estos factores hacen que la soteriología sea profundamente ética.
  4. Una vez que hemos hecho nuestro mayor esfuerzo por investigar a fondo el significado de la cruz, todavía tendremos que confesar que ella encierra un misterio insondable. Así, la afirmación de Alan Richardson tiene un elemento de verdad: «En el Nuevo Testamento la expiación es un misterio, no un problema. Uno puede fabricar teorías, y ofrecerlas como soluciones a los problemas, pero uno no puede teorizar sobre el profundo misterio de nuestra redención. El Nuevo Testamento no lo hace; más bien ofrece vívidas metáforas (y no teorías) que, si las dejamos que operen en nuestra imaginación, harán que la verdad salvadora de nuestra redención por la ofrenda que Cristo hizo de sí mismo en favor nuestro sea una realidad para nosotros» (An Introduction to the Theology of the New Testament, Londres, 1958, pp. 222–223). Sin embargo, en esta afirmación existe un elemento de error; ya que el NT contiene una teoría en el sentido de ser una explicación racional, una interpretación a la que, sin duda, debemos entrar imaginativamente, y que no aclara todas las profundidades de su misterio; pero que, en cualquier modo, nos capacita para adorar llenos de amor y admiración, cantando:

En la vergonzosa cruz

Padeció por mí Jesús

Por la sangre que vertió

Mis pecados él expió.

Véase también Satisfacción.

BIBLIOGRAFÍA

Se encontrará dirección experta en cuanto a la inmensa cantidad que hay de literatura sobre la expiación en las fuentes antiguas como modernas, y en las obras que hemos citado en el cuerpo de este artículo—notables son las de Cave, Warfield, Hughes, Morris y Wolf—como también en las obras de teología clásicas.

Vernon C. Grounds

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (248). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología

Este vocablo aparece en el AT como traducción de términos del grupo kpr, principalmente, y una vez en el NT (°vrv2, donde otras vss. prefieren “ofrenda”, “sacrificio”). Denota la obra de Cristo de resolver el problema planteado por el pecado del hombre, como también la de llevar a los pecadores a una relación correcta con Dios.

I. La necesidad de la expiación

La necesidad de la expiación surge de tres hechos, la universalidad del pecado, la tremenda seriedad del pecado, y la incapacidad del hombre para solucionar el problema que el mismo plantea. El primer punto se comprueba en muchas partes: “No hay hombre que no peque” (1 R. 8.46); “no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno” (Sal. 14.3); “ciertamente no hay hombre justo en la tierra, que haga el bien y nunca peque” (Ec. 7.20). Jesús le dijo al joven rico que “ninguno hay bueno, sino sólo uno, Dios” (Mr. 10.18), y Pablo escribe que “todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Ro. 3.23). Se podría citar muchos otros pasajes.

Las serias consecuencias del pecado se ven en pasajes que muestran la aversión de Dios hacia él. Habacuc ora diciendo “muy limpio eres de ojos para ver el mal, ni puedes ver el agravio” (Hab. 1.13). El pecado nos separa de Dios (Is. 59.2; Pr. 15.29). Jesús dijo que un pecado, la blasfemia contra el Espíritu Santo, no será perdonado jamás (Mr. 3.29), y de Judas dijo que “bueno le fuera a ese hombre no haber nacido” (Mr. 14.21). A los colosenses Pablo les dijo que antes de ser salvos eran “extraños y enemigos en [su] mente, haciendo malas obras” (Col. 1.21). Al pecador no arrepentido le espera “una horrenda expectación de juicio, y el hervor de fuego que ha de devorar a los adversarios” (He. 10.27).

El hombre no puede resolver el problema. No puede mantener oculto su pecado (Nm. 32.23), ni tampoco purificarse a sí mismo (Pr. 20.9). Ninguna obra de la ley jamás hará posible que el hombre se presente delante de Dios justificado (Ro. 3.20; Gá. 2.16). Si el hombre tiene que depender de sí mismo jamás se salvará. Quizá la prueba más clara de esto lo constituya el hecho mismo de la expiación. Si el Hijo de Dios vino al mundo a salvar a los hombres, luego los hombres eran pecadores y su situación era realmente seria.

II. La expiación en el Antiguo Testamento

Dios y el hombre, por lo tanto, están irremediablemente apartados entre sí por el pecado del hombre, y por el lado del hombre no hay modo de resolver el problema. Pero Dios proporciona el medio. En el AT generalmente se afirma que la expiación se logra mediante los sacrificios, pero jamás debe olvidarse que Dios dice, en cuanto a la sangre de la expiación, “yo os la he dado para hacer expiación sobre el altar por vuestras almas” (Lv. 17.11). La expiación se logra, no por algún valor inherente en la víctima del sacrificio, sino porque el sacrificio es el modo divinamente señalado para obtener la expiación. Los sacrificios señalan ciertas verdades relativas a la expiación. Así, la víctima tenía que ser invariablemente sin mancha, lo cual indica la necesidad de la perfección. Las víctimas costaban algo, por cuanto la expiación nunca es barata, y el pecado jamás debe tomarse ligeramente. La muerte de la víctima era el aspecto importante. Esto se destaca en parte por las alusiones a la *sangre, en parte mediante el carácter general del rito mismo, y en parte mediante otras referencias a la expiación. Hay varias alusiones a la expiación, ya sea efectuadas o contempladas por medios diferentes a los cúlticos, y en los casos en que se refieren al problema señalan la muerte como el camino. Así en Ex. 32.30–32 Moisés procura hacer una expiación por el pecado del pueblo, y lo hace pidiéndole a Dios que lo elimine del libro que ha escrito. Finees hizo expiación matando a ciertos transgresores (Nm. 25.6–8, 13). Podrían citarse otros pasajes. Resulta claro que en el AT se reconocía que la muerte era la pena por el pecado (Ez. 18.20), pero que Dios en su gracia permitía que una víctima ofrecida en sacrificio reemplazara al pecador que debía morir. Tan clara es la relación que el escritor de la Epístola a los Hebreos puede resumirlo diciendo que “sin derramamiento de sangre no se hace remisión” (He. 9.22).

III. La expiación en el Nuevo Testamento

El NT adopta la línea de que los sacrificios de la antigüedad no constituían la causa fundamental del apartamiento de los pecados. La redención se ha de obtener, aun “de las transgresiones que había bajo el primer pacto”, sólo por la muerte de Cristo (He. 9.15). La cruz ocupa un lugar absolutamente central en el NT, y, más aun, en toda la Biblia. Todo lo que viene antes de la cruz conduce a ella. Todo lo que viene después vuelve la mirada hacia ella. Siendo que ocupa el lugar crítico, no es de sorprender que haya una gran cantidad de enseñanzas acerca de ella. Los escritores del NT, que escriben desde diferentes perspectivas, y con diversos enfoques, nos ofrecen una serie de facetas sobre la expiación. No encontramos la repetición de una línea de enseñanza estereotipada. Cada cual escribe como ve. Algunos vieron más, y más profundamente que otros. Pero no vieron algo distinto. En lo que sigue hemos de considerar primeramente lo que podríamos llamar la enseñanza básica común acerca de la expiación, y luego parte de la información que debemos a uno u otro de los teólogos neotestamentarios.

a. Revela el amor de Dios hacia los hombres

Todos están de acuerdo en que la expiación procede del amor de Dios. No es algo arrancado a un Padre severo y poco dispuesto, totalmente justo pero totalmente inflexible, por un Hijo amante. La expiación nos muestra el amor del Padre tanto como el amor del Hijo. Pablo nos ofrece la exposición clásica de esto cuando dice: “Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Ro. 5.8). En el texto más conocido de la Biblia encontramos que “de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito …” (Jn. 3.16). En los evangelios sinópticos se destaca que “era necesario” que el Hijo del Hombre sufriese (Mr. 8.31, etc.). Es decir, la muerte de Cristo no fue un accidente: tenía su razón de ser en una necesidad divina compulsiva. Esto lo vemos también en la oración del Señor en Getsemaní de que se cumpliese la voluntad del Padre (Mt. 26.42). De igual manera, en Hebreos leemos que fue “por la gracia de Dios” que Cristo gustó la muerte por todos nosotros (He. 2.9). Este pensamiento recorre todo el NT, y debemos tenerlo muy presente cuando reflexionamos sobre el modo de la expiación.

b. El aspecto sacrificial de la muerte de Cristo

Otro pensamiento que aparece repetidamente es el de que la muerte de Cristo es una muerte por el pecado. No se trata simplemente de que ciertos hombres perversos se levantaron contra él. No es que sus enemigos hayan conspirado en contra de él y que él no pudo oponérseles. “Fue entregado [a la muerte] por nuestros pecados” (Ro. 4.25). Vino específicamente a morir por nuestros pecados. Su sangre “por muchos es derramada para remisión de los pecados” (Mt. 26.28). Efectuó “la purificación de nuestros pecados” (He. 1.3). “Llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero” (1 P. 2.24). “Él es la propiciación por nuestros pecados” (1 Jn. 2.2). Jamás se entenderá la cruz de Cristo a menos que se vea que en ella el Salvador se estaba ocupando de los pecados de toda la humanidad.

Al hacer esto dio cumplimiento a todo aquello a lo cual apuntaban los antiguos sacrificios, y a los escritores del NT les deleita pensar en su muerte como un sacrificio. Jesús mismo se refirió a su sangre como “sangre del nuevo pacto” (Mr. 14.24), lo cual nos lleva a los ritos en torno a los sacrificios para su comprensión. Más aun, buena parte del lenguaje que se usa en la institución de la santa Cena está relacionado con los sacrificios, apuntando al sacrificio que debía llevarse a cabo en la cruz. Pablo nos dice que Cristo “nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante” (Ef. 5.2). En ocasiones puede referirse, no a los sacrificios en general, sino a un sacrificio específico, como en 1 Co. 5.7: “Porque nuestra pascua, que es Cristo, ya fue sacrificada por nosotros.” Pedro habla de “la preciosa sangre de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación” (1 P. 1.19), lo cual indica que en un aspecto la muerte de Cristo fue un sacrificio. Además, en el Evangelio de Juan leemos las palabras de Juan el Bautista: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn. 1.29). El sacrificio era el rito religioso prácticamente universal del ss. I. Dondequiera que hubiese hombres y cualquiera fuese su fondo histórico, percibían una alusión al sacrificio. Los escritores del NT hicieron uso de esto, y se valieron de terminología relativa al sacrificio para destacar lo que Cristo había hecho por los hombres. Todo lo que los sacrificios señalaban, y más todavía, Cristo lo había cumplido plenamente.

c. El carácter representativo de la muerte de Cristo

La mayoría de los entendidos está de acuerdo en que la muerte de Cristo fue vicaria. Si en un sentido murió “por el pecado”, en otro murió “por nosotros”. Pero es mejor buscar mayor precisión. La mayoría de los eruditos acepta hoy el punto de vista de que la muerte de Cristo es representativa. Es decir, no es que Cristo haya muerto y que de algún modo los beneficios de esta muerte estén a disposición de los hombres (¿acaso no fue Anselmo el que preguntó a quién si no a nosotros podían asignarse más adecuadamente?). Se trata más bien de que murió específicamente por nosotros. Era nuestro representante cuando colgaba de la cruz. Esto se expresa sucintamente en 2 Co. 5.14: “Uno murió por todos, luego todos murieron.” La muerte del representante cuenta como la muerte de aquellos a los cuales representa. Cuando se dice que Cristo es nuestro “abogado … para con el Padre” (1 Jn. 2.1) tenemos allí el pensamiento claro de representación, y como el pasaje de inmediato pasa a ocuparse de su muerte por el pecado resulta pertinente para nuestro propósito. La Epístola a los Hebreos tiene como uno de sus temas principales el de Cristo como nuestro gran Sumo sacerdote. El pensamiento se repite vez tras vez. Ahora bien, aparte de todo lo demás que pueda decirse de un sumo sacerdote, es evidente que representa a los hombres. Por lo tanto, puede decirse que el pensamiento de la representación es muy fuerte en esta epístola.

d. La enseñanza sobre la sustitución en el Nuevo Testamento

¿Podemos decir algo más, sin embargo? Entre muchos eruditos modernos (aunque no todos por cierto) no hay mucha disposición a usar el lenguaje más antiguo vinculado con la sustitución. No obstante, esta parece ser la enseñanza del NT, y esto no en uno o dos lugares únicamente, sino en todas partes. En los evangelios sinópticos se encuentra el gran dicho sobre el rescate: “El Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos” (Mr. 10.45). Tanto los detalles (“rescate” tiene connotación sustitutoria, y anti, ‘por’, es la preposición que indica sustitución) como el pensamiento general del pasaje (los hombres deberían morir, Cristo muere en lugar de ellos, los hombres ya no mueren) hablan de la sustitución. Esta misma verdad la indican pasajes que hablan de Cristo como el Siervo sufriente, Is. 53, porque de él se dice que “herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados … Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros” (Is. 53.5s). El retraimiento de Cristo en Getsemaní apunta en el mismo sentido. Jesús tenía valor, y muchas personas menos dignas que él han hecho frente a la muerte con calma. La agonía parece no tener explicación si no es por los motivos que da a conocer Pablo, de que por nosotros “al que no conoció pecado” “Dios lo hizo pecado” (2 Co. 5.21). En su muerte ocupó nuestro lugar, y su alma santa se retrajo ante esta identificación con los pecadores. Pareciera, también, que nada menos que esto da significado al grito de desamparo: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mr. 15.34).

Pablo nos dice que “Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición” (Gá. 3.13). Él llevó nuestra maldición, lo que no es sino otro modo de hablar de sustitución. El mismo pensamiento sirve de base a Ro. 3.21–26, donde el apóstol elabora el pensamiento de que la justicia de Dios se manifiesta en el procedimiento mediante el cual se perdona el pecado, o sea, la cruz. No está diciendo, como han pensado algunos, que la justicia de Dios se manifiesta en el hecho de que el pecado recibe perdón, sino que se muestra en el modo en que se lo perdona. La expiación no consiste en pasar por alto el pecado como se había hecho anteriormente (Ro. 3.25). La cruz muestra que Dios es justo, al tiempo que nos lo muestra justificando a los creyentes. Esto tiene que significar que la justicia de Dios se vindica por la forma en que se resuelve la cuestión del pecado. Y esto parecería ser otra forma de decir que Cristo llevó la pena de los pecados de los hombres. Este es también el pensamiento en pasajes como He. 9.28; 1 P. 2.24 que se refieren al hecho de que Cristo llevó los pecados. El significado del acto de llevar el pecado lo aclaran varios pasajes del AT en los que el contexto demuestra que se refieren a la idea de llevar la pena o cargar con ella. Por ejemplo, en Ez. 18.20 leemos: “El alma que pecare, esa morirá; el hijo no llevará (Heb. ‘cargará’) el pecado del padre…”, y en Nm. 14.34 se describe la peregrinación por el desierto como un llevar o cargar las iniquidades. El hecho de que Cristo haya llevado nuestro pecado significa, entonces, que cargó con nuestra pena.

La sustitución sirve de base a la afirmación en 1 Ti. 2.6 de que Cristo “se dio a sí mismo en rescate por muchos”. antilytron, traducido “rescate”, es un compuesto fuerte que significa “rescate sustitutorio”. Grimm-Thayer lo definen como “lo que se da a cambio de otro como precio de su redención”. Es imposible vaciar al vocablo de sus asociaciones sustitutorias. Un pensamiento similar sirve de fondo al relato que hace Juan de la cínica profecía de Caifás: “Nos conviene que un hombre muera por el pueblo, y no que toda la nación perezca” (Jn. 11.50). Para Caifás se trataba de una mera conveniencia política, pero Juan ve en ella una profecía de que Cristo moriría en lugar del pueblo.

Es este un formidable conjunto de pruebas (y no es exhaustivo). Frente al mismo parecería imposible negar que la sustitución es uno de los hilos para la comprensión neotestamentaria de la obra de Cristo.

e. Otros aspectos neotestamentarios de la expiación

Los mencionados son los puntos principales que se atestiguan en todo el NT. Otros conceptos importantes aparecen en los escritores individuales (lo cual no significa, desde luego, que no han de ser aceptados en igual medida; se trata simplemente de un método de clasificación). Así Pablo ve en la cruz el medio de liberación. El hombre está naturalmente esclavizado al pecado (Ro. 6.17; 7.14). Pero en Cristo el hombre es hecho libre (Ro. 6.14, 22). De igual modo, por medio de Cristo los hombres son librados de la carne, “han crucificado la carne” (Gá. 5.24), no “militan” según la carne (2 Co. 10.3), esa carne cuyo ”deseo … es contra el Espíritu” (Gá. 5.17), y que, aparte de Cristo, lleva a la muerte (Ro. 8.13). Los hombres están bajo la ira de Dios a causa de su propia injusticia (Ro. 1.18), pero Cristo libra de esto también. Los creyentes son “justificados en su sangre”, y así serán “salvos de la ira” de Dios (Ro. 5.9). La ley (e.d. el Pentateuco, y por consiguiente la totalidad de las Escrituras judaicas) puede considerarse de muchas maneras. Pero considerada como medio de salvación resulta desastrosa. Le muestra al hombre su pecado (Ro. 7.7), y, al entrar en una alianza impía con el pecado, lo mata (Ro. 7.9–11). El resultado final es que “todos los que dependen de las obras de la ley están bajo maldición” (Gá. 3.10). Pero “Cristo nos redimió de la maldición de la ley” (Gá. 3.13). Para los hombres de la antigüedad la muerte era un enemigo encarnizado contra el cual nadie salía airoso. Pero Pablo canta un himno de triunfo en Cristo, quien ofrece victoria incluso sobre la muerte (1 Co. 15.55–57). Resulta abundantemente claro que Pablo ve en Cristo un poderoso Libertador.

La expiación tiene muchos aspectos positivos. Nos limitaremos a mencionar cosas tales como la redención, la reconciliación, la justificación, la adopción y la propiciación. Estos son grandes conceptos que significan mucho para Pablo. En algunos casos él es el primer cristiano del que tengamos conocimiento que haya hecho uso de ellos. Es evidente que pensaba que Cristo había hecho grandes cosas para su pueblo mediante su muerte expiatoria.

Para el escritor de la Epístola a los Hebreos el gran pensamiento es el de Cristo como nuestro gran Sumo sacerdote. Elabora plenamente el concepto del carácter único y definitivo de la ofrenda hecha por Cristo. A diferencia del modo establecido en los altares judaicos, y de la forma en que oficiaban los sacerdotes de la línea aarónica, el modo establecido por Cristo con su muerte tiene validez permanente. Jamás será modificado. Cristo ha resuelto en forma plena el pecado del hombre.

En los escritos de Juan tenemos el pensamiento de Cristo como revelación especial del Padre. Es el que ha sido enviado por el Padre, y todo lo que hace debe interpretarse a la luz de dicho hecho. De modo que Juan ve a Cristo como el que vence en un conflicto con las tinieblas, como el que derrota al maligno. Tiene mucho que decir en cuanto al desenvolvimiento de los propósitos de Dios en Cristo. Ve la verdadera gloria en la humilde cruz sobre la que se efectuó una obra tan poderosa.

De todo esto resulta evidente que la expiación es un tema vasto y profundo. Los escritores del NT luchan con las imperfecciones del lenguaje en su esfuerzo por presentarnos lo que significa este gran acto divino. Por cierto que hay mucho más de lo que hemos podido indicar aquí. Pero todos los puntos que hemos destacado son importantes, y ninguno debe descuidarse. Tampoco hemos de pasar por alto el hecho de que la expiación representa algo más que un hecho negativo. Nos hemos ocupado de insistir en el lugar que ocupa el sacrificio que de sí mismo hizo Cristo para eliminar el pecado. Pero esto abre el camino a una nueva vida en Cristo. Y esa nueva vida, fruto de la expiación, no debe considerarse como un detalle insignificante. Es aquello a lo cual todo, lo demás conduce. (* Perdón; * Propiciación; * Reconciliación; * Redentor; * Sacrificio )

Bibliografía. °D. M. Baillie, Dios estaba en Cristo, 1961; W. Kasper, Jesús, el Cristo, 1979; C. Duquoc, Cristología, 1974; F. Lacueva, Curso de formación teológica evangélica, t(t). IV (La persona y obra de Cristo), 1979; J. Sobrino, Cristología desde América Latina, 1977.

D. M. Baillie, God was in Christ, 1956; J. Denney, The Death of Christ, 1951; id., The Christian Doctrine of Reconciliation, 1917; G. Aulen, Christus Victor, 1931; E. Brunner, The Midiator; K. Barth, Church Dogmatics, 4, i; id., The Doctrine of Reconciliation; J. S. Stewart, A Man in Christ; Anselm, Cur Deus Homo; L. Morris, The Apostolic Preaching of the Cross, 1965; The Cross in the New Testament, 1967; J. Knox, The Death of Christ; J. I. Packer, “What did the Cross achieve? The Logic of Penal Substitution”, TynB 25, 1974, pp. 3–45.

L.M.

[El artículo precedente corresponde al que en la edición ing. lleva par título “Atonement”, vocablo este que “es uno de los pocos términos teológicos que derivan básicamente del anglosajón. Significa ‘un estar a una’, y se refiere al proceso de lograr la unidad de los que están enemistados”. En otras palabras, es el efecto que produce la acción de aunar o armonizar. Como se verá por la nota al final del artículo sobre la *”propiciación”, el vocablo “expiación” no aparece en la vss. tradicional ing. (av), aunque sí en algunas vss. modernas. En la nota a que aludimos se encontrará una breve aclaración de la razón.

D.R.H.]

Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico