FAMILIA

v. Casa, Descendencia, Hijo, Linaje, Posteridad, Simiente
Gen 12:3; 28:14


en el A. T., hebreo, bet, casa, bethab, casa paterna, la familia más extensa, mispajah, clan, grupo de familias, familia con un tronco común; en el N. T., oikos, casa. Después de la tribu y la estirpe, la f. es la comunidad más pequeña, a cuya cabeza estaba el padre, Ex 12, 3; Jc 17, 5; 1 S 1, 4. La unión del hombre y la mujer fue instituida por Dios, Gn 1, 27; 2, 20-24, como indisoluble. Sin embargo, este paradigma de la f., la legislación sobre la misma, con frecuencia no se cumple en la realidad, como sucedió en la época patriarcal, cuando la poligamia era corriente.

En la monarquí­a la situación fue similar, el rey David tuvo su harén, 2 S 3, 2-5. En el N. T., Jesús ratifica el ideal de f. del A. T., Mt 19, 5; Mc 10, 7-8; 1 Co 7, 1-10; Ef 5, 31. San Pablo, sobre los deberes de la familia cristiana, inicia con los que se deben el hombre y la mujer, la pareja, †œSed sumisos los unos a los otros en el temor de Cristo†, Ef 5, 21; †œHijos, obedeced a vuestros padres en el Señor†, Ef 6, 1.

Diccionario Bí­blico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003

Fuente: Diccionario Bíblico Digital

(heb., mispahah, bayith, casa; gr. oika, patria, casa, clan). En un marco patriarcal el padre era la cabeza de la familia, con autoridad sobre su esposa, hijos, hijas solteras y a veces los hijos casados y sus familias, así­ como los primos y sus familias y posiblemente los abuelos y hasta los bisabuelos (Gen 46:8-26). Los miembros adicionales de la casa incluidos en la designación de familia serí­an las concubinas, los sirvientes, los esclavos, las visitas y a veces los prisioneros de guerra. Se practicaba algo de poligamia y esto también hací­a que la unidad familiar fuera más extensa.

En un sentido más amplio, familia también podí­a significar clan, tribu o aldea, y las frases como la casa de David (Isa 7:13) o la casa de Israel (Eze 9:9; Eze 18:30) muestran que en términos más amplios la casa podí­a comprender toda la nación. Algunas de las familias que volvieron del exilio en Babilonia comprendí­an varios cientos de miembros (Ezr 8:1-4).

Un ví­nculo común de sangre uní­a a los miembros de la familia extendida o clan, quienes se llamaban hermanos (1Sa 20:29). Los miembros del clan aceptaban la responsabilidad comunal por asistir, proteger, compartir el trabajo, ser leales y cooperar para el bienestar general de la familia. Al ir enfocándose cada vez más la unidad familiar el sentido de responsabilidad comunal fue disminuyendo y los llamados de atención sobre las responsabilidades hacia las viudas y los huérfanos se volvieron más frecuentes (Isa 1:17; Jer 7:6). Las disputas familiares disminuyeron ya que la venganza por el honor de los miembros de la familia extendida ya no era común, aunque a veces se practicaba y se esperaba (2Sa 3:27; 2Sa 16:8; 2Ki 9:26; Neh 4:14).

Las prácticas y los festivales religiosos frecuentemente estaban orientados hacia la familia, especialmente la Pascua, que era celebrada como una comida religiosa y ofrenda de acción de gracias familiar (Exo 12:3-4, Exo 12:46). En la época patriarcal, antes de que la adoración se centralizara en el templo y luego en la sinagoga, los padres ofrecí­an el sacrificio a Dios (Gen 31:54).

En el NT se hace poca referencia a la familia, salvo para reforzar el matrimonio monógamo y censurar el divorcio (Mat 5:27-32; Mat 19:3-12; Mar 10:2-12; Luk 16:18). Pablo refuerza los deberes de los miembros de la familia (Eph 5:22—Eph 6:9; Col 3:18-22). Reitera la responsabilidad económica recí­proca de los miembros (1Ti 5:4, 1Ti 5:8) y la importancia de enseñar la religión en el hogar (Eph 6:4). Pablo también insistió claramente en el papel subordinado de las mujeres en la familia (1Co 11:3; Eph 5:22-24, Eph 5:33; Col 3:18; comparar también 1Pe 3:1-7). En la iglesia primitiva —en la cual, al no haber templos, los cultos se realizaban en hogares privados— los convertidos frecuentemente eran familias enteras (2Ti 1:5) o todos los miembros de la casa (Act 16:15, Act 16:31-34).

El padre era responsable por el bienestar económico de aquellos sobre los cuales tení­a autoridad. Podí­a venderse la familia entera por haberse endeudado y se esperaba que los tí­os y los primos evitaran que la propiedad familiar pasara a manos ajenas (Lev 25:25; Jer 32:6-15). Las enseñanzas de la historia, religión, leyes y costumbres hebreas pasaban de padre a hijo en el marco familiar (Exo 10:2; Exo 12:26; Deu 4:9; Deu 6:7) y se reforzaban con los numerosos ritos celebrados dentro de la casa, frecuentemente asociados con las comidas en familia.

La lista de las posesiones del hombre incluí­a a su esposa, siervos, esclavos, bienes y animales (Exo 20:17; Deu 5:21). Hasta la frase †œtomar una mujer† viene de una frase que signfica convetirse en el amo de una esposa (Deu 24:1). Aunque la esposa se dirigí­a al esposo en términos subordinados, la posición de la esposa era más alta que la del resto de la casa. La responsabilidad principal de la madre era la de producir hijos, preferentemente varones. Un gran número de varones, que se convertí­an en trabajadores a una edad temprana, aseguraba la prosperidad económica y la seguridad futura de la familia.

A lo largo de la vida la mujer estaba sujeta a la autoridad protectora de un pariente varón; como hija, la del padre y como esposa, la del marido. Si enviudaba, el pariente varón más cercano se convertí­a en su protector y (bajo las provisiones matrimoniales del levirato) en su redentor.

La dote pagada por el novio al padre de su prometida, aunque no era un precio de compra directamente, tení­a la intención de compensar al padre por la pérdida de los servicios de la hija (comparar Gen 29:18, Gen 29:27; Exo 22:16-17; 1Sa 18:25; 2Sa 3:14). Después del matrimonio la novia normalmente iba a vivir con la familia del esposo. Así­ se convertí­a en parte de ese grupo familiar extendido y estaba sujeta a su autoridad. Aparte del deber primario de tener hijos (Gen 1:28; Gen 9:1), la responsabilidad principal de la esposa era la organización de la casa: alimento, ropa y animales domésticos. En muchas familias se buscaba su opinión para tomar decisiones y se respetaban sus ideas (Exo 20:12; Pro 19:26; Pro 20:20; Ecc 3:1-16).

Para la época persa la posición de la esposa mostraba señales marcadas de mejoramiento. Tení­a su propia posición en los juegos, los teatros y los festivales religiosos. Las mujeres a veces administraban propiedades y negocios (Pro 31:16, Pro 31:18, Pro 31:24; Act 16:14).

La ley de la primogenitura proveí­a una porción doble de la herencia como el derecho de nacimiento del hijo mayor (Deu 21:17; Gen 25:24, Gen 25:26; Gen 38:27-30; Gen 43:33). Se podí­a perder el derecho a la primogenitura como resultado de una ofensa seria (Gen 35:22; Gen 49:3-4; 1Ch 5:1), se la podí­a renunciar o vender voluntariamente como hizo Esaú con Jacob (Gen 25:29-34). David le dio el reino a su hijo menor, Salomón (1Ki 2:15), a pesar de una ley que protegí­a al hijo mayor del favoritismo de un padre hacia un hermano menor (Deu 21:15-17). En una familia que no tení­a varones, la hija podí­a heredar la propiedad (Num 27:8).

Se pinta claramente la condición inferior de la hija en la sociedad patriarcal. Se la podí­a vender a la esclavitud o al concubinato para posiblemente ser vendida nuevamente (Exo 21:7-11). Hasta su misma vida estaba a disposición de su padre. Tanto hijos como hijas podí­an ser muertos por desobedecer a la cabeza de la familia. Abraham estaba dispuesto a sacrificar a su hijo Isaac (Gen 22:1-14). Judá ordenó quemar a Tamar por sospechar que ella, una viuda, habí­a tenido relaciones sexuales con un hombre que no pertenecí­a a la familia de su esposo (Gen 38:11-26), cuando normalmente se habrí­a esperado que se casara con un pariente del esposo y de hecho estaba comprometida con su hermano.

Con el advenimiento de la ley mosaica, el padre ya no podí­a matar a sus hijos sin referir el caso a las autoridades. Es así­ que los ancianos atendí­an acusaciones de desobediencia, glotonerí­a y borrachera, las cuales se podí­an castigar con la muerte por apedreamiento de ser hallados culpables los acusados (Deu 21:20-21). Sin embargo, los hijos ya no podí­an ser considerados responsables por las ofensas de sus padres (Deu 24:16). Para la época del rey David, existí­a el derecho de la apelación final al monarca mismo (2Sa 14:4-11).

Con frecuencia no se consultaba ni a los varones ni a las mujeres cuando se les escogí­an los compañeros de matrimonio. El matrimonio muchas veces era una alianza o un contrato entre familias y se consideraba que los deseos del individuo no eran dignos de consideración. Aunque se los amaba y valoraba, no se consentí­a a los hijos (Ecc 30:9-12). Como responsable de la disciplina de la familia, el padre no perdonaba la vara (Pro 13:24; Pro 22:15; Pro 29:15-17). En la época postexí­lica, la educación más formal del hijo varón se llevaba a cabo dentro del ámbito de la sinagoga, y justo antes de la época de Cristo se introdujo una forma de educación general en Palestina.

En el AT la relación entre Dios e Israel se expresa en términos familiares tales como esposa (Jer 3:20; Hos 2:19 ss.), hija (Hos 31:22), hijos (Hos 3:14) o desposorio (Hos 2:2). El NT usa imágenes matrimoniales para describir la relación entre Cristo y la iglesia (2Co 11:2; Eph 5:25-33; Rev 19:7; Rev 21:9) y se hace referencia a la iglesia como la casa o familia de Dios (Gal 6:10; Eph 2:19; Eph 3:15; 1Pe 4:17).

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

(Ver “Matrimonio”).

– Deberes de los esposos, Ver “Esposo”.

– Deberes de los hijos: ¡obedecer!, para que seáis felices y tengáis larga vida sobre la tierra, Efe 5:1-3, Ectco.3.

– Sagrada Familia, Mat 2:13-23, Mc.6.

1-3, Luc 2:15-52, Jua 6:42.

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

http://biblia.com/diccionario/

Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

Grupo de personas relacionadas entre sí­ por ví­nculos de consanguinidad o legales (matrimonio). Entre los israelitas el concepto era más amplio, pues también podí­a influir la cercaní­a geográfica para que alguien fuera considerado parte de una f. Para los hebreos la f. era una unidad religiosa, además de social (Exo 12:3). La f. israelita era esencialmente patriarcal. Los individuos se agrupaban en f., éstas formaban un clan, los clanes una tribu y las tribus †œel pueblo de Israel†. La palabra †œclan† no se usa en la Biblia, pero el concepto aparece con el uso en plural de f. (†œ… la tribu que Jehová tomare, se acercará por sus f.; y la f. que Jehová tomare, se acercará por sus casas; y la casa que Jehová tomare, se acercará por los varones† [Jos 7:14]). Las ideas de casa y familia muchas veces aparecen unidas, de manera que se hablaba de criar una f. como †œedificar la casa† (Deu 25:9-10). Era usual que los miembros de una f. se dedicaran a la práctica de un mismo oficio, por lo cual a veces se identificaban por ello (†œ…las familias de los que trabajan lino en Bet-asbea† [1Cr 4:21]).

Existí­a una gran solidaridad entre los miembros del grupo familiar, como puede verse por el deber que existí­a del †œvengador de la sangre† (Num 35:12, Num 35:19), según el cual un pariente tení­a que ejecutar la pena de muerte sobre el asesino de un miembro del grupo. Si un pariente se veí­a en necesidad de vender su libertad por causa de deudas, uno de los miembros del grupo debí­a rescatarlo. Lo mismo pasaba si vendí­a una propiedad por razones de pobreza (Lev 25:25, Lev 25:47-49).
establecieron en el Pentateuco prohibiciones para las uniones sexuales entre parientes cercanos. Se consideraban así­ al padre, a la madre, a la esposa del padre, la hermana (fuera hija del padre o de la madre), la nieta (fuera hija de un hijo o de una hija), la hija de la esposa del padre, la hermana del padre o tí­a, la hermana de la madre o tí­a, el hermano del padre y su esposa, la esposa del hijo o nuera y la esposa del hermano o cuñada (Lev 18:6-18; Lev 20:11-17). Aunque se permití­a la poligamia, no se podí­a tomar por esposa a una mujer junto con su hija, o con una nieta (Lev 18:17; Lev 20:14). Tampoco se permití­a el matrimonio con dos hermanas, mientras viviera una de ellas (Lev 18:18). Es evidente que algunas de estas prohibiciones no existí­an en tiempos patriarcales, puesto que †¢Sara era medio hermana de Abraham (Gen 20:12) y Jacob casó con dos hermanas, †¢Lea y †¢Raquel (Gen 29:21-28).
padre, como cabeza de la f., era el dueño de las propiedades. Debí­a cuidar de su f. con benevolencia, mostrando amor a todos sus miembros, pero no era raro que se establecieran diferencias, como el caso de Isaac y Rebeca, que preferí­an, el uno a †¢Esaú y la otra a Jacob (Gen 25:28). La bendición patriarcal que se describe en Gn. 27 en cuanto a estos dos hijos, estaba relacionada con los derechos de herencia y la distribución del patrimonio familiar.
madre, aunque subordinada al marido, ocupaba un puesto de honor y autoridad, como puede verse en los casos de Sara (Gen 21:12) y la esposa de †¢Manoa (Jue 13:23). Ese papel especial se ve con más relevancia en el tratamiento que se daba a las progenitoras de los reyes, que son llamadas reinas madres, como puede verse por el tratamiento que dio Salomón a Betsabé (1Re 2:19). El rey Asa †œprivó a su madre Maaca de ser reina madre, porque habí­a hecho un í­dolo de Asera† -1Re 15:13). Si una mujer enviudaba y no tení­a un hijo que pudiera ser el responsable, pasaba a ser la cabeza de la f. (2Re 8:1-6). El no tener ese hijo, añadido a la ausencia del esposo, poní­a a las viudas en situación de desventaja social, en un desamparo. Por eso se hací­a énfasis en el deber de protegerlas (†œNo torcerás el derecho del extranjero ni del huérfano, ni tomarás en prenda la ropa de la viuda† [Deu 24:17]).
consideraba una gran desgracia el no tener hijos, como puede verse por la expresión de Raquel a Jacob (†œDame hijos, o si no, me muero† [Gen 30:1]). Así­, la abundancia de hijos era tenida como una bendición (†œBienaventurado el hombre que llenó su aljaba de ellos† [Sal 127:5]). La educación de los hijos varones era responsabilidad mayormente de la madre mientras eran niños, pero pasaba a ser responsabilidad principal del padre a partir de cierta edad. En el caso de las muchachas la educación estaba siempre a cargo de la madre. El control paterno sobre las hijas incluí­a el derecho de darlas en matrimonio. Si una hija enviudaba, usualmente retornaba a la casa del padre (Gen 38:11).
honra a los padres, motivo de uno de los Diez Mandamientos (Exo 20:12), era una cosa exigida y loada. La primera manifestación de esa honra era la obediencia (†œCada uno temerá a su madre y a su padre† [Lev 19:3]). Tan importante se le consideraba que el infringir ese mandamiento era penado con la muerte (Exo 21:15; Lev 20:9; Deu 21:18-21; Deu 27:16). El incumplimiento del mandato de honrar a los padres era tomado como una demostración de decadencia social. Así­, Ezequiel profetiza: †œAl padre y a la madre despreciaron en ti; al extranjero trataron con violencia en medio de ti† (Eze 22:7). El término †œhermano† era usado a menudo para referirse a primos y hasta parientes relativamente lejanos. Así­, Abraham llama a Lot †œhermano† (Gen 13:8), y se habla de la persona que serí­a †œsumo sacerdote entre sus hermanos† (Lev 21:10).

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

vet, = “casa”, “casa paterna”. Era la sociedad más pequeña en el culto, derecho y economí­a. Los hijos varones casados y su prole pertenecí­an también a la familia en tanto viví­a el padre de familia. El cabeza de familia (el padre, por lo general) era el responsable único del culto religioso (Jue. 17:5), tení­a poder judicial (Gn. 42:37) y debí­a asegurar el porvenir de la familia, a la cual pertenecí­an también los esclavos y los bienes familiares (cfr. Ex. 20:7). Esta “fuerte” posición de la familia correspondí­a a los usos de un tiempo en el que una autoridad superior apenas podí­a ser eficaz. Llevados al temor de que cualquier desajuste de la solidaridad familiar provocara el hundimiento de las mismas bases en las que descansaba la sociedad judí­a, se intimaba de manera convincente la obediencia a los padres (cfr. Ex. 20:12; 21:15; Dt. 5:16; Lv. 19:3). Y ciertas leyes que hoy nos parecen bárbaras, como las del levirato, no tení­an otro fin que defender la familia. Después de la conquista de Canaán la familia fue perdiendo poco a poco la mayor parte de sus derechos, es decir, le fueron arrebatados por el poder central. En la familia se educaba a los hijos y se les introducí­a en el culto y en el trabajo profesional (Dt. 6:20 s.; Si. 7:23 ss.; 30:1-30). La familia debí­a cuidar de sus miembros ancianos y enfermos. El prestigio de una madre de familia crecí­a con el número de sus hijos. Los libros sapienciales tienen consejos muy atinados y pertinentes en cuanto a las obligaciones de los hijos para con los padres (Pr. 17:1; 19:26; 20:20; 28:24; 31:10-31). Los principales centros de la vida comunitaria de las primeras iglesias cristianas fueron “casas”, cuyos responsables se habí­an convertido al cristianismo (Hch. 11:24; 16:15, 31-34; Flm. 2). A los cristianos les es licito llamarse familiares de Dios, pues pertenecen a su familia (Ef. 2:19). El Reino de Dios tiene preferencia sobre la familia (Mr. 6:4; 10:29; Mt. 10:37; Lc. 14:26).

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

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Es la institución natural en el orden biológico, social, moral y espiritual, en la que nacen y viven los hombres. Es la plataforma de la sociedad para asegurar la convivencia humana. Y es la fuente de los valores, hábitos y ví­nculos espirituales, manantial peremne de las mejores riquezas de la vida sobre todo moral y religiosa.

1. Lo que es
Familia equivale en biologí­a y sociologí­a a “grupo de individuos equivalentes”, aunque luego se transpola a las ciencias morales y a la psicologí­a conservando la referencia a las caracterí­sticas comunes y la igualdad de tronco de procedencia.

La familia humana se crea por la “conyugalidad”, que es unión entre personas de diverso sexo, las cuales se unen para promover la procreación de nuevos seres. La conyugalidad se despliega en “paternidad” y “maternidad” en referencia a la prole, en “filiación” en referencia a los progenitores y en “fraternidad”, que son los ví­nculos establecidos entre los miembros procedentes de los mismos padres.

Incluso las interrelaciones que se establecen por motivo de consanguinidad genera la “parentalidad”, o relación motivada por los lazos de los mismos padres.

Son pues diversas esferas de relación natural las que se establecen y es amplio el abanico de conexiones naturales las que hacen de soporte a la familia.

Los ví­nculos de parentesco o matrimonio generan un inmenso abanico de relaciones interpersonales, que van de lo afectivo a lo jurí­dico y de lo moral a lo social. La naturaleza es la base de la sociedad precisamente en cuanto el ser humano es “familiar” por necesidad y en cuanto los primeros estadios de la vida no pueden desarrollarse correctamente sin esos ví­nculos insustituibles.

Idealmente, la familia proporciona a sus miembros seguridad biológica en los primeros años, pero en todo tiempo les ofrece protección, compañí­a, apoyo y socialización.

La estructura y el papel de la familia varí­an según la cultura y la sociedad en donde se vive. La familia nuclear, formada por varón y mujer con sus hijos, es la unidad principal de las sociedades más industrializadas o urbanizadas. Pero todaví­a quedan amplios sectores en los que la poligamia genera otro tipo de familia de otra significación.

En los ambientes más tradicionales el núcleo mí­nimo de la pareja y la prole se integra en otra órbita más amplia y parental constituida por abuelos, tí­os, primos, suegros, consuegros, nueras, cuñados y otros elementos cuya terminologí­a se diversifica en las lenguas desarrolladas y se simplifica en la idea de “hermanos” en los grupos étnicos más antiguos de los pueblos orientales.

Los núcleos “ampliados” suelen ser muy respetuosos con los patriarcas (los ancianos), generadores de esa sociedad cercana y consanguí­neamente vinculada.

En algunos entornos culturales ese concepto de familia se amplí­a más, a los siervos, criados, paisanos más allegados. Se habla entonces de la familia heril o extensiva. En ocasiones, se restringe a la unidad monoparental, en donde los hijos viven sólo con el padre o con la madre en situación de solterí­a, viudedad o divorcio y separación, caso frecuente en las sociedades más industrializadas.

Y no hay que olvidar que en ocasiones se distorsiona el concepto familiar con determinas pretensiones, como la de considerar familia a parejas monosexuales que pretenden simular las relaciones y ví­nculos de las heterosexuales. Incluso se mira, como “familia extensiva”, a grupos múltiples y variopintos en los que la promiscuidad genera cercaní­a más o menos estable, como acontece en ciertas comunas de marginados, o automarginados, inspirados en creencias religiosas sectarias, en hábitos culturales novedosos, en reacciones defensivas.

2. Evolución histórica En las sociedades muy primitivas los núcleos familiares se relacionaban prioritariamente por ví­nculos de parentesco y consanguinidad. Se conviví­a y se generaban nuevos seres en el clan que incrementaban el foco originario. La familia se identificaba casi por completo con la estirpe, tribu o etnia. Aunque el ejercicio sexual suponí­a cierta autonomí­a excluyente de la pareja por exigencia psicorgánicas y naturales, los ví­nculos de filiación o fraternidad se difuminaban en la colectividad.

Caza, pesca, cultivo agrí­cola, defensa, eran función de los varones. La mujer cuidaba de los hijos hasta su emancipación, cocinaba, allegaba en lo posible alimentos y los preparaba para la comida, por lo general compartida y repartida.

Cuando aparecen las culturas bien organizadas comienza la familia a ser independiente del grupo étnico, aunque integrada en él. Y se multiplican los enlaces con miembros de otros grupos por compra, conquista o acuerdo.

Y el ritmo de la independización de la pareja se acelera a medida que los siglos pasan y los estadios culturales se desenvuelven.

2.1. Familia oriental.

Las culturas primitivas de Oriente promovieron las familias “religiosas”, en las que el padre era, en cierto sentido, encarnación y representante de la divinidad. La mujer y los hijos le tributaban un culto quasirreligioso. Se mantení­an dependientes por ví­nculos cercanos a lo cultual. Era el padre el que transmití­a las creencias y las normas morales vinculadas a la divinidad. Y la obediencia era en ellas precepto divino más que exigencia natural.

Así­ era la familia babilónica o mesopotámica, patriarcal, estable, “señorial”. En ella la esposa, o las esposas principales, y las concubinas, sobre todo esclavas, estaban el servicio del “señor”.

La poligamia era condición de mayor fecundidad y los hijos se miraban como la mayor bendición celeste, pues en ellos se prolongaba cada una de las personalidades patriarcales, incluso más allá de la muerte.

El padre era el responsable de todos los hijos y era dominador de todas sus esposas, que le “tributaban” obediencia, reverencia y veneración.

Esta familia late en los escritos bí­blicos, sobre todo del Antiguo Testamento, y se mantiene en las culturas inspiradas en los patronos orientales: el hinduismo, el budismo y el islamismo o religión de la fidelidad.

2.2. Familia patronal.

A medida que en Occidente se fue imponiendo la cultura griega con el expansión helení­stica de los tres siglos anteriores a Cristo, y el derecho romano, que era tributario de la filosofí­a griega, se hizo norma en el mundo romanizado, el estilo de familia varió a formas más contractuales y jurí­dicas.

Lo religioso desapareció o se mitigó como ingrediente y como inspiración; y lo jurí­dico se sobrepuso. El patriarcado oriental fue desplazado por el patronazgo o señorí­o legal. El esposo se hizo patrón, propietario, dueño; la esposa se convirtió en matrona, señora dependiente, generadora de hijos.

La familia se construyó como matrimonio (matris-munium, oficio de madre) y como patrimonio (patris-munium). Basta analizar estos términos para entender que la madre, la matrona, tiene por misión engendrar hijos y su sitio es el hogar. Y el padre, el patrón, debe allegar bienes y recursos y representar a todos.

Esa familia grecorromana fue resultado del derecho que regí­a el contrato, los deberes y las respuestas obligadas por ley. El matrimonio funcionaba como contrato. Y los hijos eran el resultado estipulado de ese contrato, por lo que eran “propiedad”, aunque desigual, de los contratantes. El padre era el que representaba en la respública, en la sociedad, a la familia.

Aunque en los tiempos primitivos en los hogares romanos, más etruscos que latinos, se veneraba a los lares y penates, la familia no era lugar de culto. Para esa labor estaban los templos y los altares de las ciudades.

Al ser romanizados, y cristianizados, los pueblos bárbaros que destruyeron el imperio romano, al menos en Occidente, se asumió en toda Europa ese estilo de familia jurí­dica, que se perpetuó hasta nuestros dí­as.

2.3. Familia humanista
La llegada del humanismo y la superación de los aspectos rurales de la Europa feudal, suscitó el nacimiento de una familia más convivencial que jurí­dica y más humanista que sacral. Se impuso poco a poco la supremací­a de los valores morales, afectivos y convivenciales, sobre los meramente jurí­dicos.

Se despertó el sentido de la dignidad de la personas. Se puso en entredicho las dependencias (esclavos, siervos, esposas obedientes). Se promovió, no sólo por motivos religiosos sino también sociales, la fidelidad, la libertad, la cultura femenina, la educación de los hijos fuera del hogar.

Se abrieron nuevas formas de convivencia y se promocionó la vida social de la mujer, por lo que estimuló la cultura femenina y el ideal de la mujer libre desplazó a la simple matrona del hogar.

2.4. Familia residencial
Los movimientos sociales y las formas convivenciales que suscitaron la industrialización y la movilidad social del siglo XVIII y luego la revolución comercial y la emigración del XIX obligaron a grandes masas humanas a dejar las estructuras rurales, patriarcales y más religiosas, y a instalarse en lugares de trabajo regulado por horarios, por especializaciones, con precariedad e inseguridad y con salarios reducidos con frecuencia.

En esas condiciones no era fácil disponer de vivienda desahogada, pues el trabajo no daba para ella; y, en consecuencia, tampoco era fácil mantener un hogar armónico. La vivienda se reducí­a a residencia para pernoctar más que para convivir.

El marido trabajador buscaba otros lugares de esparcimiento, si contaba con tiempo libre en las fiestas; y la mujer sentí­a el deseo del compartir con las demás mujeres fuera de la casa, si es que casa se tení­a. Los hijos también se lanzaban a la calle o al campo para llevar una vida más extrafamiliar que hogareña. El hogar sehizo residencial más que vital.

Esa familia industrial, laboral, cada vez más tecnificada, pero menos conjuntada, ya no tení­a tiempo para rezar ni sentí­a el gusto de acudir unida a los actos de culto de los templos. Se incrementó la individualidad y la disgregación.

2.5. Los modelos actuales
Es evidente que en los tiempos actuales se superponen o perviven los cuatro modelos indicados, pues esos diseños no son excluyentes entre sí­, arrastran ecos de tradición y herencia cultural y fácilmente se adaptan a las diversas preferencias personales en función de los intereses y cultivos personales que se hacen bajo el peso de diversas circunstancias: ideales bí­blicos en ámbitos cristianos, contratos y acuerdos prematrimoniales a la luz de experiencias ajenas; valoración de estilo modernos que superan tradiciones, etc.

En la familia actual nuevas incidencias o influencias vienen a implicar lo que es el diseño frecuente que se dibuja al menos en Occidente. Entre ellos podemos citar algunos: – La familia rural proporcionaba el trabajo, mantení­a los usos y costumbres, aseguraba la educación, incluso la formación religiosa. Sin embargo en la vida urbana actual esas actividades salen normalmente del hogar. Puesto que los padres trabajan ambos, la educación se confí­a a “otros”, sobre todo al Estado, que la declara con frecuencia obligatoria y gratuita, al menos en sus niveles básicos. Sobre todo es el trabajo de la madre lo que condiciona esta práctica de la “educación exterior” ya que, al tender como mujer a realizarse profesionalmente fuera del hogar, implica relaciones diferentes con los hijos y con el esposo.

– La composición familiar ya no se perfila desde la perspectiva de tener hijos, cuantos más mejor. La natalidad se controla con métodos adecuados (birth control) e incluso se legaliza el aborto para los no queridos. Muchas familias se programan sin hijos o se admite la unidad como criterio o ideal.

– La familia pierde la estabilidad de otros tiempos. Los hijos se emancipan prematuramente. La igualdad de varón y mujer supera la tradicional dependencia de todos con respecto al padre.

Se instala en las actitudes y en los criterios la responsabilidad compartida y repartida. Cuando la desavenencia llega o la convivencia se dificulta, la familia se rompe con facilidad, pues el divorcio es fácil con sólo deshacer de mutuo acuerdo, por consenso fácil o por intermediación judicial si no hay consenso. Pocos entienden la separación como la profanación de un ví­nculo sagrado y o se avergüenzan con el estigma social que en otros tiempos ese hecho significaba.

– La movilidad residencial y la mayor libertad económica de ambos cónyuges, incluso los apoyos sociales (educación gratuita, seguridad social en la enfermedad, etc.), consiguen que la persona sea mucho más libre en la familia y no se halle dependiente de los demás cuando ya no hay armoní­a con ellos.

– Un porcentaje elevado de hogares actuales suponen la convivencia de nueva pareja con hijos de padres anteriores. Ello genera otro tipo de relación familiar y suscita condiciones nuevas en la formación de los hijos, nuevos estilos y ví­nculos afectivos, nuevos hábitos de conducta y de comunicación.

– Incluso se va instalando en la sociedad el nombre de familia para otras categorí­as convivenciales: parejas de hecho sin ví­nculos legales ni, por supuesto, morales o religiosos, emparejamientos temporales o matrimonios a prueba, hasta convivencias, a veces reconocidas y basadas en la legalidad, de parejas que no responden a los patronos biológicos de la bisexualidad radical del ser humano.

Las parejas homosexuales se instalan en una sociedad “progresista” y rozan en ocasiones lo grotesco: se amparan en leyes similares a las que regulan la vida intersexual, llegan incluso a reclamar, y a veces a obtener, la adopción de niños como hijos, incluso intentan y consiguen la generación de hijos mediante personas contratadas (madres de alquiler o inseminación a distancia).

Es difí­cil diferenciar en algunos ambientes y para bastantes personas, lo que hay en estos planteamientos de libertad y de libertinaje, lo que es simple y pura aberración natural y lo que son patrones culturales cambiantes. 3. Familia cristiana
Evidentemente todo este panorama de nuevas realidades familiares, o pseudofamiliares, suscita una convulsión en la estructura y en los criterios de la familia cristiana. Sin embargo algo dice que el alma familiar permanece estable y refluye entre las alteraciones sociales en búsqueda de su identidad, la cual tiene por manantial el amor conyugal, por cauce la convivencia con los hijos engendrados o esperados, por finalidad la felicidad natural y sobrenatural de lo que es innegociable, que es el plan de Dios.

Y ello se hace compatible con cualquier esquema, con el babilónico, el grecorromano, el humanista y también el industrial, siempre que se respete la identidad esencial de la comunidad de personas que se juntan por amor y se abren a la nueva vida que están destinadas a engendrar.

Por eso el matrimonio cristiano no es un mero contrato, sino algo más sutil y sublime. Es el signo sensible del amor de Cristo y la Iglesia y, como signo, la fuente de la gracia conyugal y “familiar”. Y la familia, en consecuencia, no se define por la generación de hijos al estilo animal, sino por el amor a los hijos al estilo espiritual de quien ama en plenitud a los hijos que son dones de Dios.
3.1. Mensaje bí­blico
La familia en el mensaje cristiano se presenta como un don de Dios que hay que agradecer, cultivar, defender y hacer crecer. Es lo que late en la Palabra divina y la Sagrada Escritura recoge con cierto respeto y admiración.

En el orden natural se presenta ya en la Biblia como un plan de Dios: “Creced y multiplicaos” (Gen. 1.28). Y “conoció el varón a su mujer Eva y dio a luz a Caí­n… y luego tuvo a Abel.. y más adelante conoció a su mujer y engendró a Set… Y vivó Adán luego ochocientos años y tuvo hijos e hijas”. (Gn. 4.1 y 5.4)

En la visión providencialista de la Historia humana que aparece en la Biblia como un proyecto de vida, el reclamo a la familia se va repitiendo a lo largo de los siglos, desde Noé y sus hijos (Gen. 9. 1 y 7) hasta los diversos patriarcas que encarnan los hitos del pueblo de Dios: Gen. 6. 12. 3; Gen. 15.4; Gen 24.6.

Dios quiso la familia porque creó la especie humana como realidad de seres bisexuales. Y quiso que los hijos se desarrollaran dentro del contexto paternal: Tob. 8. 5-9; Ecclo. 3. 1-16 y 7. 18-28; Prov.31. 10-30; Job. 12.13.

Por eso hizo al hombre dependiente de los progenitores y a los padres protectores naturales de su descendencia. Recordó a los hijos el deber sagrado de obedecer a los padres (Ex. 20.12). Y a los padres le exigió el deber de educar y cuidar a los hijos (Prov. 10.1 y 13.1)

En el Nuevo Testamento la visión de la familia sigue en parte el sentido religioso de la Escritura antigua, pero se afirma más la dependencia de los hijos y el deber de fomentar la vida del hogar (Rom. 16.3; Gal. 1.15). Cristo mismo fue hijo de una familia maravillosa.

3.2. Visión de la Iglesia
La historia cristiana ha multiplicado las enseñanzas sobre la familia de una manera continua y siempre en la misma dirección: la familia es un don de Dios. Es insustituible y no se reduce a una institución social más entre otras instituciones. Es más bien el eco de la presencia divina y la plataforma en donde el niño aprende a amar a Dios y a responder a los misterios de la salvación.

Entre los documentos eclesiales recientes, ninguno como la Constitución pastoral “Gaudium et Spes” del Concilio Vaticano II y la Exhortación Apostólica “Familiarium consortium” han ofrecido planteamientos más claros, sistemáticos y contundentes sobre lo que la familia es en la vida de las personas y de los creyentes. Ella representa para la formación de la conciencia y de la inteligencia de los hijos la primera fuente de la verdad y constituye el primer eco de la trascendencia.

El Vaticano II declara con claridad: “La salvación de la persona y de la sociedad humana y cristiana está estrechamente ligada al buen ser de la comunidad familiar y conyugal… Y no en todas partes brilla por igual la dignidad de esta institución, pues aparece nublada a veces por la poligamia, por la lacra del divorcio, por el llamado amor libre y otras deformaciones análogas… (Gaud. et Spes. 47)

En esta llamada de atención están las lí­neas especí­ficas de la catequesis familiar. El objetivo es realizar el verdadero ser de la familia: porque “la familia es una escuela, una humanidad más rica… Es el lugar donde se encuentran diferentes generaciones y donde se ayudan mutuamente a crecer en sabidurí­a humana y a armonizar los derechos individuales con las demás exigencias de la vida social” (Gaud. et Spes 52).

Y de forma más explí­cita y cercana la Exhortación “Familiaris consortium” de Juan Pablo II dice: “Los padres han de ser para sus hijos los primeros anunciadores de la fe con su palabra y con su ejemplo. Ellos han de fomentar la vocación personal de cada uno y, si el caso llega, la vocación hacia el estado consagrado” (N. 21)

4. Catequesis familiar

La catequesis familiar es la primera y más importante de todas las acciones pedagógicas en favor de la educación de la fe y de la conciencia. En primer lugar hay que hablar de catequesis “de la familia”. Y en segundo lugar es preciso clarificar el sentido de la catequesis “en la familia” cristiana.

4.1. Catequesis de la familia
Implica que todos los miembros de la familia necesitan una autentica formación moral y religiosa para ponerse cada uno en lugar. Y esa formación se la deben dar entre sí­ con sentido de proyección y no sólo con intención de enriquecimiento interior. La familia madura y consciente de lo que es la fe cristiana, siente la vocación a proyectar al entorno en el que vive como signo sensible de la gracia matrimonial, lo que ella ha recibido carismáticamente. Al aludir al concepto de carisma, hay que recordar que la familia debe gozar en primer lugar de la gracia divina. Pero esa gracia es eclesial y, por lo tanto, debe proyectarse a los demás.

Por eso entendemos por catequesis “de la familia”, el ejemplo de vida y plenitud cristiana que se ofrece cuando se vive la fe en comunidad, cuando se es ejemplo de armoní­a evangélica, de paz y de responsabilidad, cuando se ofrecen los propios criterios a los demás y a todos se da ejemplo de vida según el Evangelio.

Para dar ejemplo de vida cristiana no necesitan los miembros de la familia, los padres y los hijos, otra cosa que la actitud de fe ante la vida, la práctica de la caridad y la vivencia de la esperanza.

Por eso es bueno recordar que la catequesis familiar no es sólo una acción “ad intra”, para beneficio de los componentes, sino también “ad extra”, para testimonio evangelizador de toda la Iglesia. Los protagonistas de cada familia cristiana deben ofrecer su vida de fe como espejo para los que no tienen tanta como ellos y deben ayudar con desinterés y generosidad a todos lo que necesitan apoyo en su entorno. La familia que vive la fe y educa en la fe a sus miembros irradia luz y caridad.

En la primitiva Iglesia la principal plataforma de evangelización era la familia cristiana mensajera del amor de Dios y cauce de la gracia divina. En los tiempos actuales se dice a los padres creyentes que “el designio de Dios creador y redentor es que la familia cristiana descubra no sólo su identidad, lo que es, sino también su misión, lo que debe hacer… Ella recibe la misión de custodiar, revelar y comunicar el amor, como reflejo vivo y como participación real en el amor de Dios a la humanidad y en el amor de Cristo Señor a la Iglesia, su esposa”.

(Fam. consort. 17) 4.2. Catequesis en la familia
Es decisiva la acción misionera de los padres con respecto a los hijos, y de los mismos cónyuges entre sí­.

El mensaje de la salvación llega a los hombres a través de las mediaciones humanas. El testimonio de los padres es lo que más cautiva el corazón y la mente de los hijos. A través de él, de su vida y de sus virtudes, más que de sus palabras y de sus explicaciones, los hijos descubren el mensaje evangélico.

Con todo también es necesario disponer de cauces y de formas más organizadas y explí­citas para ofrecer la instrucción religiosa, la formación de la conciencia y la iluminación de la inteligencia, sobre todo a medida que los hijos van creciendo y necesitan más sólida y sistemática cultura religiosa.

Pero la familia no es una escuela cristiana, es decir una entidad didáctica, con un diseño curricular de instrucción religiosa. Tampoco es un grupo de catequesis parroquial con un plan anual. Es otra cosa. Es un hogar de convivencia y en él se descubre el mensaje cristiano por medio de la vivencia y del contacto personal. Por eso hay que evitar diseñar la catequesis familiar como si fuera cuestión de unos momentos semanales de instrucción o pudiera reducirse a la presentación de un plan de temas doctrinales, de plegarias o de experiencias previstas de antemano .

Esa catequesis es, o debe ser, continua, natural, espontánea. En todo momento los padres tienen que estar preparados para un consejo, para una aclaración, para un buen ejemplo. Toda oportunidad es buena para infundir criterios o rectificar errores, para señalar pistas y prevenir desviaciones, sobre todo para suscitar sentimientos de amor a Dios y de vida evangélica.

Con frecuencia es una catequesis más bien indirecta, sobre todo cuando los hijos han crecido. Se hace apoyándose en procedimientos que más o menos consciente y planificadamente se pueden prever y buscar con habilidad, prudencia y mucho amor a los hijos, según su personalidad, su edad y su libertad.

Entre los medios de catequesis indirecta que se pueden sugerir a las familias cristianas algunos merecen atención prioritaria:

– la elección de buenos colegios cristianos, en donde se cuidan los programas de instrucción religiosa;

– la asistencia a catequesis parroquiales desde los primeros años de la vida infantil, atendiendo con especial esmero a los catecumenados que preparan para la iniciación sacramental: eucaristí­a, penitencia, confirmación, el matrimonio cuando el momento llega;

– la facilitación de buenas lecturas o de programas audiovisuales o similares, entre los que no hay que olvidar los informáticos en ambientes más tecnificados;

– la animación a la pertenencia a algunos grupos de vida cristiana: cofradí­as, congregaciones infantiles o juveniles, escultismo, según las posibilidades o la existencia y los intereses del hogar;

– la oferta de buenas compañí­as, creando condiciones de convivencia adecuadas a las posibilidades y evitando la pertenencia o inclusión en grupos religiosos cerrados que, a la larga, provocan repulsa en muchos jóvenes cuando crecen y superan los estadios infantiles;

– la protección contra malas experiencias o contra desórdenes y escándalos desproporcionados para la capacidad de asimilación que a cada edad se pueda tener, hecho que hoy puede resultar tentación frecuente contra la que los padres nunca se pondrán suficientemente en guardia.

5. Crecimiento cristiano en familia
La catequesis familiar es algo más que una práctica o un plan. Es una vida y es un deber sagrado de todos los padres, que con ella se convierten en doblemente padres: por la fe, pues ya lo son por la naturaleza.

La paternidad y maternidad biológica es tan fuerte que no hay relación humana más intensa e í­ntima que ella. Y el no respetar sus leyes de afecto, de dependencia y de convivencia se convierten en una aberración.

Pero, en clave evangélica, la paternidad y maternidad espiritual por medio de la gestación de la educación de la fe, engendra una relación superior: es el ví­nculo del amor espiritual y de la fe, datos inmensamente superiores a lo biológico y naturales, basados en la consanguinidad. Los padres cristianos deben recordar que son más padres por educar cristianamente a sus hijos que por engendrarlos corporalmente.

Por eso deben seguir con verdadero interés y amor el desarrollo espiritual de sus hijos y recordar sus especiales y singulares ví­nculos de amor cristiano con respecto a ellos.

5.1. En la infancia elemental
En el comienzo de la vida, los padres son los primeros dirigentes espirituales de sus hijos y comentan, alientan, impulsan, explican y transmiten todo lo que a la religión se refieren.

Deben recordar lo importante que es el despertar de la fe y deben preparar su hogar, desde la decoración en la que no debe faltar alguna imagen inspiradora de buenas impresiones, hasta la protección adecuada contra la basura televisiva que puede perturbar la mente y la afectividad.

5.2. En la infancia superior
Los padres debe mantenerse como elemento de referencia y frecuente oportunidad de dialogo. Los padres catequizan ayudando a crecer en la fe y en la vida cristiana. Alentando con su ejemplo y con su palabra la vida sacramental y la plegaria familiar. Deben ofrecer a sus hijos estí­mulos, modelos y dedicación directa en los trabajos de apoyo y seguimiento en todo lo que se hace en la escuela, en la parroquia o en los grupos de pertenencia.

5.3. En la juventud Los padres siguen teniendo una misión básica de referencia cuando lo hijo crecen y les llega la hora de independizarse del hogar. Aunque la madurez progresiva hace a los hijos más autónomos en lo religioso y moral, y su vida tiende a desenvolverse en el exterior del hogar, donde halla las bases de aprovisionamiento intelectual y sus cauces de desarrollo moral y religiosos, los padres no terminan su misión.

Saben ofrecer un consejo, brindar una lectura, comentar una incidencia y sobre todo ofrecer el testimonio de su vida cristiana personal y matrimonial.

5.4. En los momentos difí­ciles
Cuando llegan las dificultades, el hogar cristiano es siempre refugio y apoyo, aliento y fuente de clarificación, con los consejos discretos y con los alientos precisos y oportunos.

Los momentos de crisis y de sufrimientos suelen momentos singulares para una catequesis de reforzamiento que los padres creyentes nunca dejan de aprovechar.

5.5. Durante toda la vida
La misión catequí­stica de la familia nunca termina del todo, por adultos e independientes que se hayan hecho los hijos y por autónomos que caracterialmente resulten. El recuerdo gratificante de un padre honrado y de una madre piadosa son apoyos religiosos que perduran toda la vida y fuente de inspiración religiosa permanente.

El modelo del hogar y de los progenitores tiende a reproducirse cuando los miembros crecidos del hogar emigran para generar sus propias células de vida nueva. Cuando el hogar ha cumplido con su deber “catequí­stico”, lo hijos llevan gérmenes de vida cristiana y antes o después esas semillas se transforman en flores y luego en frutos que se perpetúan en el tiempo y en el espacio.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

Realidad familiar

La familia es una comunidad humana estable que tiene sus raí­ces en el ví­nculo de la sangre y se apoya en la realidad matrimonial. Según las culturas y épocas, puede ser más amplia (patriarcal) o más restringida (nuclear). En una perspectiva sociológica auténtica, la familia es “escuela de humanidad más completa y más rica” (GS 52). La familia es “la célula primera y vital de la sociedad” (AA 11). Es un dato constatable que “el futuro de la humanidad se fragua en la familia” (FC 86).

En ella se encuentra “la í­ntima comunidad conyugal de vida y amor” (GS 48). Está compuesta principalmente por los esposos, los hijos y otros (ascendientes o parientes). Por esto es ella misma la llamada a “defender la dignidad y la legí­tima autonomí­a de la familia” (AA 11) vivienda, educación, trabajo, convivencia… En ella tienen lugar las relaciones interpersonales que son base y escuela de la convivencia humana. En la familia se ejercita el servicio de la autoridad y la relación de sumisión y de colaboración responsable

Perspectiva cristiana

En una perspectiva cristiana más profunda, la familia es vivencia del amor esponsal de Cristo a su Iglesia, en la fe, esperanza y caridad. Es “un santuario doméstico de la Iglesia” (AA 11). En ella, por su origen sacramental, la Iglesia encuentra “su cuna” (FC 15). En el cristianismo se ha tenido siempre como modelo de vida familiar a la Sagrada Familia en Belén y Nazaret. Por ser “Iglesia doméstica” (LG 11), en ella se expresa la realidad eclesial de “misterio” (presencia de Cristo), “comunión” (vida fraterna) y “misión” (función evangelizadora). En ella todo creyente debe encontrar una escuela de vocación cristiana.

La familia aparece como una expresión de la Iglesia “misterio”. Dios le ha comunicado su amor creador para continuar y perfeccionar la creación. Por el sacramento, la familia es colaboradora también en la nueva creación, que es participación en la vida de Cristo. Los hijos se engendran para que puedan ser hijos adoptivos de Dios por el Espí­ritu (Gal 4,5-6), “hijos en el Hijo” (Ef 1,5; cfr. GS 22). Marí­a, “la mujer”, es modelo, intercesora y ayuda de esta nueva fecundidad (Gal 4,4).

El ambiente normal en que se aprende a vivir la realidad de Iglesia “comunión” es la familia (“la Iglesia doméstica”), donde cada uno de los componentes se hace donación generosa y gratuita a los demás. La presencia activa de Jesús en el sacramento del matrimonio y a partir de él, hace posible esta donación desinteresada, que construye la comunión familiar y que es indispensable para construir la sociedad entera.

Familia evangelizada y evangelizadora

En la realidad de la familia como “misión”, “los padres han de ser para con sus hijos los primeros predicadores de la fe, tanto con su palabra como con su ejemplo, y han de fomentar la vocación propia de cada uno, y con especial cuidado la vocación sagrada” (LG 11). Por esta realidad eclesial, “la familia está llamada a anunciar, celebrar y servir el Evangelio de la vida” (EV 92). La familia “tiene la misión de custodiar, revelar y comunicar el amor” (FC 17).

La familia es evangelizada y también se hace evangelizadora. Se evangeliza ella misma, con palabras y testimonio, iniciando el camino de la oración y la preparación sacramental, por medio de la catequesis familiar y la educación en los valores humanos y cristianos. La familia tiene también la capacidad de ser evangelizadora hacia fuera, en la comunidad eclesial y en la sociedad humana, colaborando en las obras sociales y de educación (especialmente en la escuela), caridad y apostolado (cfr. AA 11). Su acción evangelizadora es, pues, intrafamiliar, intraeclesial, interfamiliar y hacia toda la sociedad.

Referencias Educación, matrimonio, mujer, Nazaret, Sagrada Familia, vida.

Lectura de documentos GS 47-52; AA 11; EN 71; RMi 80; FC (todo el documento); CEC 1655-1657, 2196-2233, 2685.

Bibliografí­a AA.VV., La familia, posibilidad humana y cristiana (Madrid, Acción Católica, 1977); AA.VV., La familia en la Iglesia misionera (Burgos 1984); D. BOUREAU, La mission des parents, perspectives conciliaires (Paris, Cerf, 1970); Carta de los derechos de la familia, presentada por la Santa Sede a todas las personas, instituciones y autoridades interesadas en la misión de la familia en el mundo contemporáneo (22 oct. 1983); (Conferencia Episcopal Española) Matrimonio y familia hoy (Madrid, PPC, 1979); G. FLOREZ, Matrimonio y familia ( BAC, Madrid, 1995); B. FORCANO, La familia en la sociedad de hoy, problemas y perspectivas (Valencia, CEP, 1975); G. GATTI, Genitori, educatori alla fede nella Chiesa oggi (Torino, Leumann, LDC 1978; C. MURPHY O’CONNOR, The Family of the Church (London, Darton L. and Todd, 1984); F. MUSGROVE, Familia, educación y sociedad (Estella, Verbo Divino, 1975); G. PASTOR, Sociologí­a de la familia (Salamanca, Sí­gueme, 1988); A. SARMIENTO, J. ESCRIVA-IVARS, Enchiridion Familiae (Madrid, Rialp, 1992); S. SPREAFICO, Famiglia cristiana, Chiesa domestica (Roma 1991); A. VILLAREJO, El matrimonio y la familia en la “Familiaris consortio” (Madrid, San Pablo, 1984).

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

(-> casa, Iglesia). El Antiguo Testamento no toma como base la vida de los individuos, sino la vida de los pequeños conjuntos sociales: los particulares en cuanto tales (sobre todo los hijos y las mujeres) se valoran en su relación con el orden familiar, de manera que no tienen verdadera autonomí­a, en un contexto donde domina el padre* (patriarcalismo). Otros estratos de la literatura israelita (como Ez 18,17-20 o el libro de la Sabidurí­a), y especialmente el evangelio de Jesús, han matizado esa visión “orgánica” del ser humano, introduciendo en ella dos correctivos básicos: cada ser humano vale por sí­ mismo y no sólo por su vinculación familiar, de manera que los huérfanos-viudas-extranjeros, que no tienen familia, han de ser privilegiados ante Dios; la comunidad de los creyentes ha de abrirse de un modo especial a los que carecen de familia establecida (están fuera del campo de protección de las leyes sociales). Desde ahí­ queremos trazar algunos rasgos básicos de la visión de la familia, desde la perspectiva bí­blica, en lí­nea judí­a y cristiana.

(1) Punto de partida. La familia judí­a. El judaismo es religión de familia y por eso los representantes principales de la tradición sagrada no son los sacerdotes y obispos (como en el cristianismo tradicional), sino los padres y especialmente el padre que dirige el rito de la circuncisión (cf. Gn 17,24; 21,4), preside la fiesta de pascua y transmiten su identidad nacional a los hijos (cf. Dt 6,20-25). Los representantes de la religión cristiana no son los padres sino los obispos y presbí­teros, que presiden y dirigen los ritos (bautismo, eucaristí­a, penitencia). Por el contrario, la primera institución judí­a es la familia, de manera que el judaismo es una reunión de buenas familias que mantienen y cultivan la tradición de los antepasados. El judaismo sanciona el re cuerdo de los padres-patriarcas, que no son divinos (como en otros pueblos), pero sí­ muy importantes, pues garantizan la elección y las promesas: ellos (Abrahán, Isaac, Jacob y los Doce) definen el surgimiento del pueblo. Estos padres de familia formaban el consejo de ancianos (zeqnenim), que fueron la autoridad definitiva (y casi única) en la federación de tribus: eran los representantes de familias y clanes, que forman la asamblea permanente (legislativa, ejecutiva, judicial) del pueblo (Ex 3,16; Nm 11,16; Dt 5,23). Más que recuerdo del pasado, ellos son institución viviente. Cada familia repite y encarna el modelo patriarcal, con el padre varón como garante de Dios y transmisor de las promesas, en lí­nea genealógica. En esta lí­nea se mantiene la tradición judí­a, que en tiempos de Jesús ha puesto de relieve la autoridad de los presbí­teros, entendidos como los padres de las familias importantes, que representan la continuidad del pueblo y son el poder establecido de forma engendradora (masculina) de tipo genealógico.

(2) La familia propia no es un valor absoluto. Los mismos judí­os sabí­an que la familia no tiene un valor absoluto, pues en ciertos momentos resulta necesario superarla, por fidelidad a Dios y a su ley: “Si tu hermano, hijo de tu madre, tu hijo o tu hija, o la mujer que reposa en tu seno, o el amigo tuyo que es como tú mismo, te incita diciendo… ¡vamos y sirvamos a otros dioses!…, no accederás ni le escucharás, ni se apiadará de él tu vista, ni le compadecerás ni encubrirás, sino que le denunciarás sin falta; tu mano será la primera que descargue sobre él para hacerle morir” (Dt 13,7-11). La fe en Dios y la unidad nacional se elevan sobre la familia, como recuerda Filón de Alejandrí­a: “Porque sólo un lazo de parentesco debemos tener, un solo sí­mbolo de amistad: el complacer a Dios, el decir y hacer todo movidos por la piedad. Los llamados lazos de paren tesco por consanguineidad de nuestros antepasados, y aquellas vinculaciones resultantes de los matrimonios y de otras causas similares, deben ser dejados de lado, a no ser que conduzcan firmemente a esa misma meta, es decir, a la honra de Dios, la cual es el indisoluble lazo de toda afección capaz de unir. Los que tal cosa hicieren lograrán a cambio un parentesco más augusto y santo” (Spec. Legis 1,317318). Desde esa base han surgido en Israel grupos especiales de solidaridad religiosa como los esenios y terapeutas, que formaban comunidades intensas en lí­nea de contemplación y pureza, rompiendo (o dejando en segundo plano) otros aspectos de la vida de familia. Eso significa que dentro del mismo judaismo podí­an darse fenómenos de ruptura y desarraigo, en plano religioso y social.

(3) El movimiento de Jesús puede inscribirse en el fondo anterior, pero con una diferencia: esenios y terapeutas sólo acogen en su comunidad a los puros, como harán los fariseos; por el contrario, Jesús y sus amigos siguen abriendo su casa a los marginados del entorno (publí­canos, prostitutas, pobres, impuros). Habí­a en aquel tiempo varios tipos de familia: la familia extensa, con casa propiamente dicha, con hacienda, parientes y criados, podí­a vivir con más fidelidad las normas de pureza israelita; la familia pequeña y más pobre, formada por esposos con dos o tres hijos, solí­a tener un sentido distinto de propiedad, de honor-vergüenza, y además resultaba para ella más difí­cil vivir según las normas exigentes de pureza que estaban introduciendo los fariseos; habí­a, finalmente, un fuerte desarraigo: muchos no tení­an casa o compañí­a honrosa, tanto en el contexto rural como en el urbano, de manera que abundaban los pobres, leprosos, enfermos y expulsados de la sociedad, personas sin familia. Precisamente a estos últimos, que no podí­an formar parte de los grupos de pureza ni de las buenas familias, se dirigió el mensaje de Jesús. Jesús ha buscado su familia o grupo entre los expulsados de la casa de pureza israelita: no ha venido a buscar a los sanos, sino a los enfermos (cf. Mc 2,17 par), y de un modo especial a los pecadores, con quienes ha compartido la mesa (cf. Mc 2,16). La tradición le presenta como amigo de publicanos y pecadores (cf. Mt 11,19). Con ellos y para ellos ha querido fundar una familia de reino. En ese contexto puede situarse el principio de la parábola del sembrador, que siembra semilla de Dios en todas las tierras y no sólo en aquellas que parece que están bien preparadas (cf. Mc 4,4-8). De esa forma, desde los marginados del judaismo nacional y de otros sistemas de sacralidad excluyente, ha querido suscitar una familia nueva, en la que son primeros los más pequeños, los niños y los pobres, los excluidos y expulsados de todos los sistemas de poder del mundo (cf. Mt 18,1-15 par).

(4) Miembros de la familia mesiánica. Entre los miembros primeros de la familia mesiánica de Jesús podemos citar éstos: (a) Los pobres en sentido material, hambrientos y enfermos, aquellos que no pueden disponer de bienes de este mundo, conforme a la primera bienaventuranza (cf. Lc 6,20-21). (b) Los que lloran, tristes y afligidos, que no pueden alcanzar consuelo en este mundo, los que viven en el margen del llanto y la locura, conforme a la segunda bienaventuranza (cf. Lc 6,21). (c) Los oprimidos bajo el poderí­o de los grandes, humillados de la tierra, marginados de la cultura, expulsados del sistema social de dignidades, como supone el Canto de Marí­a (Lc 1,52) y Mt 25,3146. (d) Los pecadores, expulsados del espacio legal israelita, aquellos que no pueden ni siquiera recibir el consuelo de pensarse significativos, dueños de su vida y su futuro sobre el mundo (cf. Mc 2,13-22). (e) Los niños y todos aquellos que aparecen como menos importantes, porque no pueden mandar, ni dirigir, ni imponerse sobre nadie, pues se encuentran en manos de los otros (Mc 9,33-37; 10,13-16). (f) Aquellos que no cuentan, al menos dentro de un contexto social de pureza patriarcalista, centrado en los valores nacionales de Israel; entre ellos se han citado a veces mujeres y soldados (cf. Mt 8,5-13; Mt 14,21 par). A favor de éstos ha empezado Jesús a edificar su Reino. No ha buscado a los grandes, que podrí­an ayudarle con armas, polí­tica o dinero, sino que ha salido por plazas y calles (cf. Lc 14,15-24), llamando a caí­dos y arrojados (cf. Mt 9,35-38), enfermos e incapaces. Significativamente ha dejado fuera de esa familia de Reino a los celotas, fuertes y expertos militares, a los sacerdotes de familias leví­ticas puras, defensoras del orden legal establecido, a los fariseos, separados del mundo corrompido, y a los apocalí­pticos que congregaban un resto bueno para el juicio. Como profeta de los pobres, que se abre a todos los hombres, ha proclamado su mensaje, escogiendo como portadores y destinatarios de su Reino a los últimos y pobres.

(5) Discí­pulos de Jesús, creadores de familia. No ha buscado a unos discí­pulos para que se salven sólo ellos (pues ha ofrecido salvación a los pobres, pecadores y perdidos de la tierra), sino para que le acompañen en la tarea de anunciar y ofrecer el Reino a todos. Por eso, sus discí­pulos no pueden formar un sistema sacral separado, que excluye a los de fuera (como cierto judaismo e iglesia posterior), sino que ellos han de ser portadores y signo de una llamada universal, mensajeros de una salvación que les sobrepasa (cf. Mc 3,32-35; 6,7-13). Los enviados de Jesús, itinerantes del Reino, han de ponerse al servicio de todos, empezando por los excluidos de los sistemas del mundo, pues precisamente ellos, marginados y pecadores, son portadores de la gracia de Dios, abierta a la boda y banquete del Reino, (a) El Reino es familia de pobres, que celebran la boda de amor, banquete al que todos están convocados. Por eso ha de extenderse de forma excéntrica, abierta a los excluidos, y en ella encuentran lugar buenos y malos, pobres y aquellos que ayudan a los pobres, cojos-mancos-ciegos de todos los caminos y plazas de la tierra (cf. Lc 14,15-24; Mt 22,1-10; 25,3146). (b) Al servicio de esa familia y banquete están los compañeros y amigos de Jesús, a quienes él mismo ha convocado (cf. Mc 1,16-20; 2,15; 3,1319; 6,7-12; Lc 8,2-3; etc.), para que formen con gentes que vienen de todas las márgenes del mundo (publí­canos y prostitutas, hambrientos y enfermos), una comunidad o cí­rculo de escucha y palabra (cf. Mc 3,35) que ha de abrirse a todos los hombres. En ella se incluyen las doce tribus de Israel (cf. Mt 19,28) y aquellos que vienen de oriente y occidente para el gran banquete (cf. Mt 8,11), en el que se incluyen los pobres y aquellos que sirven a los pobres (cf. Mt 10,5-14 par; 25,31-46).

(6) Elementos de la familia mesiánica. El judaismo nacional (sinagogas*) se ha constituido como religión de buenas familias (lí­nea genealógica*), cumplidoras de un tipo de Ley*, definida por los escribas*, que mantienen unidos a los miembros del pueblo elegido, (a) Hermanos, hermanas y madres de Jesús. En una lí­nea convergente puede entenderse, según Mc 3,20-35, el intento de algunos parientes de Jesús (Santiago*), vinculados de algún modo a los escribas: “Y sus parientes, al enterarse, salieron para llevarle a la fuerza, pues decí­an: ¡Está fuera de sí­!… Y llegaron su madre y sus hermanos y, quedándose fuera, le mandaron llamar. La gente estaba sentada a su alrededor, y le dijeron: ¡Mira! Tu madre y tus hermanos están fuera y te buscan. Respondiendo les dijo: ¿Quiénes son mi madre y mis hermanos? Y mirando en torno a los que estaban sentados a su alrededor, en corro, añadió: ¡He aquí­ mi madre y mis hermanos. Pues quien cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mc 3,21.31-35). El texto comienza diciendo que los parientes habí­an querido llevar a Jesús porque: ¡está loco! (Mc 3,21). Después sigue la escena de la disputa de Jesús con los escribas (3,22-30), que le acusan de estar endemoniado, porque rompe la unidad sagrada del grupo de Israel. En esa misma lí­nea se sitúan, según Marcos, los parientes. Los escribas han dictado su sentencia negativa, expulsando a Jesús del pueblo israelita (Mc 3,22-30). Los familiares, en cambio, parece que desean ayudarle, separándole de la mala compañí­a de gentes que le rodean (publí­canos, pecadores), para llevarle al lugar de pureza, a la buena casa familiar (judeocristiana) donde su mensaje puede ser asumido y aceptado en Israel (incluso por los escribas). Pues bien, Jesús responde con un doble gesto, (a) Condena a los escribas, diciendo que pecan contra el Espí­ritu Santo, pues no quieren recibir a los posesos y a los locos, sino seguir separados, en su situación de superioridad, amparados por una ley que ellos manejan, (b) No acepta el control de sus familiares, pero no les condena de forma absoluta. Ciertamente, rechaza la autoridad que ellos pretenden tener sobre él, pero acepta, con un sentido distinto, la función y nombre de sus hermanos/as y madres en un camino de Reino abierto para todos. De esa forma ofrece las bases de la nueva familia rnesiánica, formada por aquellos que escuchan a Dios y se convierten con Jesús en hermanos, hermanas y madres. Podemos suponer que Jesús está en la “casa” de la iglesia, con la multitud que le busca, escucha y rodea, formando su nueva comunidad, mientras que sus familiares antiguos vienen y quieren llevarle. Ellos no entran, ni se sientan en corro en torno a Jesús, ni quieren formar parte de la compañí­a que le rodea, sino que le exigen que salga, que vuelva a la “buena” familia de los limpios israelitas, sin mezclarse con los impuros.

(7) Palabra de Jesús, palabra creadora de familia. Pues bien, Jesús no escucha a sus familiares, sino que responde “¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?”, mostrando así­ que quiere ser fiel a una familia más extensa y profunda de hermanos y madres, como indica su gesto y palabra deí­ctica, razonada, preformativa. (a) Deí­ctica. Jesús mira a su entorno y descubre a la gente que le busca, le escucha y rodea. Permanecen sentados a su lado, en gesto de comunión. Iban y vení­an, como transeúntes de la vida, enfermos, impuros, marginados, pero han encontrado un lugar a su vera y se han sentado en su casa, de forma sedentaria, en corro de igualdad. No están unos sobre otros, unos imponiendo, otros sufriendo, sino todos sentados, mirándose y conversando. Jesús les señala con el dedo y dice: ¡Estos son mi madre y mis hermanos! (Mc 3,35). Por ahora no hace nada, se limita a constatar. No está solo, necesitado de madre y hermanos que le cuiden. Tiene otra familia, está a gusto con ella, (b) Razonada. Jesús desvela los principios de la nueva fraternidad: “¡Pues quien cumple la voluntad de Dios…!” (3,35). Esta no es una familia de buena genealogí­a, de nobleza de raza o dinero, de cultura superior o de nobleza de costumbres. Al contrario, en ella caben todos, por amor y gracia. Esta es la familia de los que “cumplen” la voluntad de Dios, es decir, de los que se dejan amar. Los escribas de Jerusalén y los familiares de Jesús según la carne pensarán que está rompiendo las señas de identidad de los judí­os (o judeocristianos). Pero Jesús mantiene su gesto y recibe en su familia a los posesos, leprosos, expulsados, buscando con ellos una fraternidad universal, desde la voluntad de Dios. (c) Perfonnativa (3,35). Jesús no se limita a mostrar (éstos son…) y a razonar (pues quien…), sino que él mismo crea lo que dice: “¡Estos son mi hermano, mi hermana y mi madre!”.

(8) Iglesia, familia de Jesús. De esa manera suscita la familia de aquellos que se encuentran a su lado. No ha venido a confirmar lo que ya existe, sino a proclamar y realizar lo nuevo (reino de Dios) sobre la tierra (Mc 1,14-15), construyendo la familia rnesiánica. Jesús no está solo; a su lado hay hombres y mujeres que le buscan, le escuchan y acompañan, realizando su camino, de manera que son sus madres, hermanos y hermanas, (a) En la Iglesia hay lugar para las madres, personas mayores que le van acompañando (ayudando) en el camino de la vida, expandiendo de esa forma una experiencia vinculada quizá a su madre original, Marí­a (cf. Mc 6,3). Esta es una iglesia sin padres (que tampoco aparecen en ella). En la familia de Jesús hay hermanos, hermanas y madres… pero no padres en el viejo sentido patriarcal judí­o de jefes de familia, presbí­teros que imponen las viejas tradiciones (cf. Mc 7,3; cf. también Mc 10,28-30, donde faltan los padres), (b) La Iglesia es lugar de hermanos y hermanas, sin distinción o jerarquí­a de sexos, es lugar donde caben por igual varones y mujeres, en cí­rculo que impide la imposición jerárquica de unos sobre otros. En ella no hay sacerdotes y escribas que dictan su ley desde arriba, sino hermanos, hermanas y madres. (c) El principio que vincula a esa familia de Jesús es la voluntad del Dios (Mc 3,35). Pensaban los escribas que esa voluntad se expresa por la ley. Los familiares querí­an vincularla a su derecho genealógico judí­o. Pues bien, la voluntad de Dios actúa para Mc allí­ donde Jesús ofrece a los humanos un espacio familiar concreto (en corro) y extenso (abierto a todos los que no tienen casa en el mundo).

Cf. S. C. BARTON, Discipleship and fainily ties in Mark and Matthew, SNTS Mon. Ser 80, Cambrige University Press 1994; N. GOTTWALD, The Tribes of Yahweh. A Sociology of the Religión of Liberated Israel 1250-1050 B.C.E., Orbis, Maryknoll 1979; S. GUIJARRO, Fidelidades en conflicto. La ruptura con la familia por causa del discipulado y de la misión en la tradición sinóptica, Universidad Pontificia, Salamanca 1998; M. HENGEL, Seguimiento y carisma. La radicalidad de la llamada de Jesi’is, Sal Terrae, Santander 1981; M. NAVA RRO, Marcos, Verbo Divino, Estella 2006; X. PIKAZA, Sistema, libertad, iglesia. Las instituciones del Nuevo Testamento, Trotta, Madrid 2001; G. THEISSEN, Sociologí­a del movimiento de Jesi’is, Sal Terrae, Santander 1979.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

¿Qué significa “hacerse prójimo” en una familia? Es algo que no se refiere inmediatamente al “hacer”, sino al “ser”, es decir, penetra en ese profundo misterio de la proximidad que es el sentido y el fundamento de toda la existencia familiar, y de donde nace justamente el compromiso de “hacer”. La primera misión de la familia cristiana —custodia de la proximidad de Dios— es la de ofrecer a todos los hermanos de fe y al mundo en general —aunque éste no lo entienda— el testimonio de Dios como don, como alguien que se ha expropiado para poder habitar en el hombre, que ha querido tener al hombre en una comunión indisoluble consigo mismo. Esta no parece ser tarea fácil. En los tiempos actuales, y a partir de las más variadas provocaciones, se inventan y se proponen formas de vida familiar que se parecen demasiado a una convivencia provisional, a un contrato de trabajo, a una comunión de vida que podemos iniciar e interrumpir a nuestro arbitrio. El testimonio limpio, fuerte, valiente de lo que es una familia según el proyecto de Dios, se convierte no tanto en nuestro modo de hacernos prójimo” como en el único, exclusivo, insustituible esfuerzo por mantener viva una proxi midad que nos ha sido dada y de la que somos testigos. Evidentemente todo esto se tiene que traducir en obras: “Brille de tal modo vuestra luz delante de los hombres que, al ver vuestras buenas obras, den gloria a vuestro Padre que está en los cielos”. “Hacerse prójimo” quiere decir todo esto, pero todo ha de depender de “ser prójimo”. Y, tanto la custodia del “ser prójimo” en virtud de la proximidad de Dios, como la iniciativa de “hacerse prójimo” para el servicio de los hermanos, dependen de ese momento misterioso —quizá difí­cil de encontrar en medio de los agotadores ritmos de la jornada, pero a la vez precioso e insustituible— de la oración familiar.

Carlo Marí­a Martini, Diccionario Espiritual, PPC, Madrid, 1997

Fuente: Diccionario Espiritual

La familia es la primera comunidad humana, basada en el “ví­nculo de la sangre”, es decir, caracterizada por una homogeneidad fundamental de orden biológico, psicológico, afectivo y cultural. Es la célula primaria y fundamental de la sociedad y está compuesta de esposos, hijos y, eventualmente, los ascendientes y colaterales que cohabitan.

El análisis histórico y sociológico revela que la institución familiar ha asumido configuraciones distintas en las diversas culturas y épocas de la historia. Cada cultura conoce sus propios modelos de familia, que casi siempre resultan coherentes con el universo de valores que sirven de apoyo y – de trama a esa cultura.

Los profundos cambios sociales y culturales de la sociedad en los últimos siglos han dado origen a importantes transformaciones en las estructuras y en la vida, provocando el paso de la llamada familia ” patriarcal’ a la familia “nuclear’. La familia “patriarcal “, tí­pica de la cultura agrí­cola, era normalmente una familia amplia, constituida por el conjunto estrechamente coordinado de varios núcleos familiares que conviví­an bajo un mismo techo, en torno a un mismo patrimonio y bajo la autoridad común del cabeza- de familia. Era más bien una unión de familias que una unión de personas; tení­a su propia suficiencia cultural, educativa y hasta económica.

El fenómeno de la industrialización y de la urbanización que se ha verificado en los tiempos modernos ha llevado a unidades familiares más pequeñas. Ha surgido así­ la familia “nuclear”, compuesta normalmente de los esposos y de uno-dos-tres hijos. De este modo la familia ha perdido sus funciones sociales, educativas y económicas, que le aseguraban estabilidad, pero ha descubierto, a costa de una mayor fragilidad y habilidad, su función más auténtica y una nueva manera de ser como lugar de relaciones interpersonales.

basadas en el amor y en la libertad de opción. Naturalmente, también la familia ” nuclear” tiene sus innegables y desventajas: la soledad de peligros, los esposos a merced de sus problemas afectivos y educativos, la exclusión de los ancianos de funciones familiares reconocidas y significativas, etc.

Desde el punto de vista cristiano, hay que decir que la Palabra de Dios relativiza todo modelo familiar. no impone su propio modelo, que sea paradigmático para cualquier otro. Como ocurre con otros sectores de la vida social, indica un conjunto de valores en orden a los cuales puede y tiene que ser juzgado todo modelo familiar. La intuición axiológica fundamental que sugiere la fe es que también la vida familiar tiene que constituir una experiencia de caridad, que representa, según la fe, la realidad más í­ntima del hombre salvado y el valor más importante de su existencia moral.

En esta perspectiva es necesario captar en su justo significado las indicaciones de ética familiar que andan dispersas por la Biblia. Tratándose de un sistema de normas fuertemente situado en su propio tiempo, es necesario captar algunos valores de fondo, todaví­a actuales, más bien que dar unas cuantas normas especí­ficas de comportamiento especí­ficas, y muchas veces caducas. Las orientaciones fundamentales que pueden sacarse de la Biblia -en particular del Nuevo Testamento- en el tema de moral familiar pueden reducirse a tres grandes áreas temáticas: ej Ante todo, la relalivización radical de la familia. Jesús afirma la primací­a del Reino: “El que ama a su padre o a su madre más que a mí­, no es digno de mí­: y el que ama a su hijo o a su hija más que a mí­, no es digno de mí­” (Mt 10,37 y par.). Los ví­nculos familiares tienen que pasar a segundo plano frente a la llamada de Dios y no pueden ser un obstáculo para la propia santificación. También por esta ví­a se irá afirmando progresivamente el principio de la libre opción de la pareja y la afirmación de los derechos del individuo respecto a los intereses del grupo familiar (por ejemplo, en orden a la elección del estado de vida religioso).
b) La segunda indicación es la paridad estructural entre el hombre y la mujer (Gál 3,28). De manera progresiva, aunque fatigosamente y no sin contradicciones, se va asumiendo esta igualdad radical como criterio regulador de las relaciones entre el marido y la mujer dentro de la familia.

c) Un tercer grupo de orientaciones es el que representan las reglas de comportamiento a las que tienen que someterse respectivamente los padres y los hijos. Son los criterios que se re(lucen al amor recí­proco (Col 3,18s); a la sumisión (Ef 5,21; 1 Pe 3,9), aunque no absoluta, sino entendida siempre según la lógica del Reino; al cumplimiento fiel de los mutuos derechos y deberes de los diversos componentes de la comunidad familiar.. Juan Pablo II ha sintetizado de esta manera, en la Familiaris consortio (1981), las tareas en que encuentra su actuación concreta la misión de la familia cristiana en nuestros dí­as:
a) La formación de una comunidad de personas. La familia, definida por el Vaticano II como “í­ntima comunidad de vida y de amor” (GD 48), tiene la misión de hacerse cada vez más lo que es, es decir, comunidad de vida y amor (cf. FC 17).

b) El servicio a la vida. Esta función se cumple tanto en la transmisión de la vida como en la obra educativa y en un servicio múltiple a la vida (adopción y acogimiento; asistencia a los ancianos, enfermos, minusválidos, etc.).

c) La participación en el desarrollo a la sociedad. La familia, en cuanto “célula primera y – vital de la sociedad ” (AA 11), está llamada a ser escuela de socialidad, lugar e instrumento de humanización y de responsabilización de la sociedad (cf. FC 43).

d) La participación en la vida y misión de la Iglesia. La familia, lo mismo que es célula de la sociedad, es también célula de la comunidad cristiana, hasta el punto de poder llamarse “iglesia doméstica” (LG 1 1). Y esto no sólo porque forma cristianos, sino también porque ofrece su propia aportación pastoral especí­fica para difundir capilarmente los valores cristianos en la sociedad (cf. FC 69).

G. Cappelli

Bibl.: G. Pastor, Sociologí­a de la familia, Sigueme. Salamanca 1988; M. Vidal, Familia. en DET 253-258; Conferencia episcopal española, Matrimonio y familia hoy, PPC, Madrid 1979; B. Forcaño, La familia en la Sociedad de hoy. Problemas y perspectivas CEP, Valencia 1975; La familia, en Concilium 260 (1995).

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: I. Espiritualidad familiar y sacramento del matrimonio – II. El matrimonio cristiano entre “modelo sociológico” y “lugar teológico” – III. El camino de la espiritualidad familiar – IV. La tipicidad de la espiritualidad familiar: 1. Espiritualidad de pareja; 2. Espiritualidad laical; 3. Espiritualidad encarnada; 4. Espiritualidad eclesial – V. El alimento de la espiritualidad conyugal: 1. Palabra; 2. Penitencia; 3. Eucaristí­a – VI. Las bienaventuranzas y la vida de familia – VII. La espiritualidad familiar al servicio del mundo: el “ministerio” conyugal.

I. Espiritualidad familiar y sacramento del matrimonio
En relación con la espiritualidad familiar y conyugal son posibles diversas aproximaciones y, consiguientemente, diversas definiciones de la misma. La perspectiva que adoptamos quiere ser esencialmente fenomenológica y existencial, por lo cual, más que a analizar en abstracto las caracterí­sticas y las peculiaridades de tal espiritualidad, tiende a “describir” lo que es o deberí­a ser el modo de vivir como cristianos el matrimonio y la familia. Es sobre todo a nivel de existencia cristiana donde más fácilmente emergen las afinidades y, al par, las divergencias de las diversas espiritualidades; las afinidades, porque todo estado de vida es.-tr “seguimiento” e “imitación” de Cristo; y también las divergencias, porque la forma de “seguimiento” y de “imitación” exigida a los esposos cristianos se sitúa en un nivel diferente y se expresa en formas peculiares. Basta pensar en la diversa relación que se establece en lo concerniente a la sexualidad; tanto los casados como los consagrados están llamados a vivir su sexualidad en Cristo; pero los primeros, por así­ decir, a través de ella; los otros, por encima de ella (si bien jamás contra ella, pues llegarí­an a la desintegración de su misma vida afectiva). También la dimensión comunitaria de la vida cristiana asume una tonalidad particular en la vida de familia, así­ como la invitación a vivir las bienaventuranzas evangélicas se encuadra en un contexto diverso y en una diversa situación existencial. Especificidad, pues, de la espiritualidad familiar, si bien en el contexto de un llamamiento universal a la santidad, que se dirige a todos los cristianos independientemente de su estado de vida.

A la luz de estas premisas, la espiritualidad familiar podrí­a definirse como el camino por el que el hombre y la mujer unidos en el matrimonio-sacramento crecen juntos en la fe, en la esperanza y en la caridad y testimonian a los otros, a los hijos y al mundo, el amor de Cristo que salva.

Este proceso de crecimiento caracteriza la espiritualidad del matrimonio y de la vida de familia, la cual se sitúa sobre todo a nivel de experiencia, mientras que el fundamento teológico de esta espiritualidad ha de buscarse en la reflexión sobre el sentido del matrimonio en el ámbito general de la teologí­a de los sacramentos.

En esta existencia cristiana dentro del matrimonio globalmente considerada pueden contemplarse dos ámbitos relativamente distintos, aunque habitualmente conexos entre sí­: la espiritualidad conyugal o de pareja, que se realiza en la relación entre hombre y mujer en el matrimonio y que está caracterizada y marcada por el sentimiento amoroso y, en consecuencia, por la dimensión afectiva y por la recí­proca integración en el plano de la sexualidad y de la vida común, mas sobre todo por el sacramento; la espiritualidad de la familia, que enlaza con la primera, pero que se extiende, a través de la paternidad y de la maternidad, a la relación entre padres e hijos, definida por la dimensión afectiva parental y filial y en consonancia con las diversas edades.

Una espiritualidad familiar entendida en sentido lato comienza ya con la espiritualidad del noviazgo, contemplada como itinerario de fe hacia el sacramento y la vida cristiana de pareja; y comprende también la espiritualidad de la viudez [>.muerte-resurrección V. 3], o, incluso, la de la soledad (cuando uno de los cónyuges se ve abandonado por el otro o se queda de hecho solo), puesto que también estas condiciones de vida -en algún modo marcadas, por anticipación o por prolongación, por el sacramento del matrimonio- son urgidas a realizarse en términos de espiritualidad, o sea de crecimiento en la fe y en el amor. Elemento constante de estos diversos modos de situarse ante el matrimonio es la capacidad de tender a la plenitud de la existencia cristiana hic et nunc, esto es, en la concreción de una determinada situación histórica, en la capacidad de leer lo que ocurre no simplemente como “suceso”, sino como “acontecimiento”; no como tiempo cronológico, sino como kairós, es decir, como tiempo de gracia y de salvación.

Tal existencia cristiana dentro del matrimonio se basa en la fe, radica en la palabra de Dios, se coloca en una lí­nea de continuidad con los otros sacramentos. De la oscura e implí­cita intuición de que amor, sexualidad y procreación dicen de algún modo relación a la esfera de lo sacro, se pasa, en el matrimonio cristiano, a la explí­cita conciencia de la estructura constitucionalmente religiosa de la relación entre hombre y mujer y, por ende, a la comprensión de su carácter especí­ficamente sacramental, en virtud del cual los cónyuges cristianos no son sólo testimonio de un amor humano total y fiel, sino que también “significan el misterio de unidad y amor fecundo entre Cristo y la Iglesia” (Ef 5,32; LG 11) y participan del mismo, a tal punto que la ordenación de toda la vida conyugal a la santidad (LG 11) se presenta como el natural coronamiento de este nuevo modo de ser “como pareja” en la Iglesia. Modo “nuevo” no porque se dé un salto del amor del hombre al amor de Dios, sino porque es el mismo amor humano, en todas sus auténticas manifestaciones, el cual “es asumido en el amor divino y se rige y enriquece por la virtud redentorade Cristo y la acción salví­fica de la Igle sia” (GS 48) hasta hacer del pacto nupcial un “sacramento” y de la vida conyugal una especie de “consagración”
En esta perspectiva, la espiritualidad conyugal y familiar se presenta como el camino por el que la vocación a la santidad, común a todos los fieles (LG 39ss), se realiza en la especí­fica condición vital del matrimonio y de la familia; no por encima de ella, ni tampoco sólo través de ella, sino pura y simplemente en ella. La vida conyugal, el “aquí­” y “ahora” constituido por el cónyuge, los hijos, la profesión, la casa, el barrio (en una palabra, todo el complejo de realidades humanas que constituyen la sustancia de la vida de familia), son el “lugar”, mucho más teológico que sociológico, en el que Dios expresa su llamada a la santidad y se propone como “imangen” que la familia cristiana está de algún modo destinada a expresar y traducir en su ámbito especí­fico (GS 4$). Precisamente por estar hechos ad imaginem Dei vivi, los cónyuges cristianos han de vivir “unidos” y están llamados a una santidad (GS 52) que es, al mismo tiempo, don de Dios y respuesta del hombre, tendencia escatológica y compromiso mundano, “fraternidad de caridad” (LG 41) dentro de la familia y servicio a los hermanos en la sociedad yen la Iglesia. El matrimonio supera de este modo su dimensión exclusivamente institucional, jurí­dica y social, para recuperar por entero toda su densidad teológica y sacramental.

II. El matrimonio cristiano,
entre “modelo sociológico” y “lugar teológico”
En la perspectiva existencial y dinámica que se acaba de exponer, la espiritualidad conyugal y familiar se constituye no sólo la relación a la objetividad del dato sacramental, sino también en relación a la historicidad de las situaciones. La “identidad cristiana” del matrimonio no puede, por consiguiente. buscarse sólo a nivel teológico, sino también en perspectiva histórica. Aquí­ se da, entre creyentes y no creyentes, el “salto cualitativo” dentro de la aparente identidad de situaciones. Es innegable que los cristianos “se casan como los otros, y como los otros tienen hijos” (Carta a Diogneto, V. 1-2); pero de lo que precisamente se trata es de captar en toda su intensidad el significado de este como. La vocación del cristiano, desde este punto de vista, es la de ser al mismo tiempo igual y diverso; mas precisamente por eso las modificaciones que afectan, por ejemplo, al ordenamiento jurí­dico y social de la familia, no le dejan indiferente, sobre todo cuando se trata de introducir en las estructuras normativas algunos valores fundamentales que tienen su origen e inspiración profundos en el mensaje cristiano, como es el caso del mismo reconocimiento jurí­dico de la fundamental igualdad en el ámbito de la familia entre hombre y mujer (Gál 3,28) o de la instauración entre padres e hijos de relaciones que se plantean en términos no de dominio, sino de servicio (Mt 20, 25ss), deparando así­ un punto esencial de referencia al necesario e ineludible ejercicio de la autoridad. La misma estructura jurí­dica de la familia no es. bajo este aspecto, indiferente, ya que puede favorecer u obstaculizar esa “cualidad humana” de la relación entre hombre y mujer y entre padres e hijos, que representa el contexto en que está llamada a realizarse también la espiritualidad familiar.

Toda la historia teológica del matrimonio puede explicarse a la luz de un tipo de doble ley, la de la alternancia de los modelos de la familia y la de la permanencia de una vocación sustancialmente única a la santidad. Flan sido las diversas generaciones cristianas, más que la teologí­a (y, desde luego, no la palabra de Dios), las que a veces no han resistido a la tentación de “sacralizar” y, por ende, de hacer permanentes los modelos sociológicos de matrimonio, cargándoles de un significado teológico que no tení­an ni podí­an tener. La espiritualidad familiar cristiana no está llamada a asumir como definitivo modelo alguno, sino a asumirlos y, al par, juzgarlos a todos. Así­ se establecen a lo largo de la historia diversas formas de existencia cristiana en el matrimonio, pero siempre en el ámbito de la misma “novedad” cristiana. Novedad que se sitúa no tanto ni sobre todo en el plano ético (valores como la unidad, la fidelidad y la fecundidad pueden ser, al menos en parte, acogidos e incluso vividos por el no cristiano), cuanto en el plano teológico. Comprender el valor de la fidelidad, de la unidad, de la fecundidad y del servicio a los demás, no es lo que caracteriza de suyo al matrimonio, sino la conciencia de que todo esto no es una conquista del hombre y de su razón, sea religiosa o laica, sino don de Dios y, por ende, gracia. Luego no se trata tanto de contraponer otros valores a los viejos, como si espiritualidad familiar cristiana quisiera decir en sustancia algo diverso al amor humano vivido en toda su plenitud y riqueza, cuanto de tomar conciencia de que lo antiguo del matrimonio, su milenario devenir, se hace nuevo en Cristo y con Cristo.

La absoluta novedad del mensaje cristiano del matrimonio, así­ como el hecho de que esté, por así­ decir, situada y fechada (comienza con la muerte y resurrección de Cristo), marca al par su absolutez e historicidad: absolutez, porque no hay ni habrá jamás otra “novedad” que no sea la de Cristo; historicidad, porque esta novedad está, de hecho, situada existencialmente y es percibida de manera distinta por cada pareja en las diversas épocas o en el curso de su existencia. De ahí­ el carácter definitivo y a la vez transitorio de toda forma de vida cristiana en el matrimonio, perenne en algunos sentidos, pasajera bajo otros aspectos. Constante de toda auténtica espiritualidad familiar cristiana -independientemente del condicionamiento ejercido sobre ella por el variar de los “modelos” sociológicos de familia patriarcal ayer, nuclear hoy, tal vez comunitaria mañana-, constantemente mantiene una radical relación con Cristo y se constituye en lugar de salvación, de gracia y de servicio, en la convicción de que este “constituirse” no es nunca sólo empeño y capacidad del hombre, sino ante todo y sobre todo don de Dios.

Cuando la familia cristiana adopta esta perspectiva, su espiritualidad supera la tentación del sociologismo, escapa al peligro de dar en algún modo un revestimiento teológico a una realidad sociológica y efectúa el paso decisivo de la categorí­a humana de “modelo” a la teologí­a de imagen. Aquí­ está el sentido del “giro teológico” al que la espiritualidad cristiana se siente incitada frente a la realidad antropológica en la que se halla inmersa, tomando cada vez más clara conciencia de que el amor humano corre constantemente el riesgo de partir del hombre y acabar en el hombre, de encontrar siempre y sólo al hombre, cuando su destino es partir del hombre para encontrar la “imagen” de Dios en la existencia cristiana de la pareja. Vivir como cristianos el matrimonio termina entonces coincidiendo con la capacidad de vivir la experiencia de la vida de familia en el doble y a la vez único horizonte de la historia y de la fe.

III. El camino de la espiritualidad familiar
La búsqueda de la santidad en el matrimonio no constituye ciertamente una novedad en la vida de la Iglesia, sino que es una constante suya, porque en cada época histórica y en cada ambiente cultural y social ha habido cónyuges cristianos que han experimentado su existencia como dimensión de fe, de amor, de servicio a Dios. Lo que sí­ parece relativamente nuevo es la reflexión crí­tica que la teologí­a y la espiritualidad han ido elaborando sobre esta experiencia, hasta el punto de inducir a afirmar que la “espiritualidad familiar” no como praxis, sino como elaboración sistemática, es una realidad bastante reciente, que coincide casi con las vicisitudes del último medio siglo’. Esto no ha de ser motivo de estupor, porque el fallido desarrollo de la espiritualidad familiar, después de las primeras intuiciones de la edad patrí­stica, no es otra cosa que un aspecto de la insuficiente profundización del tema de la existencia cristiana bajo el perfil de la espiritualidad de los laicos, en general y en particular (espiritualidad del trabajo, de la profesión, de la vida social). Junto a estas razones de orden general pueden apreciarse algunas especí­ficas, vinculables a condicionamientos que no han cesado de influir negativamente en la vida de la comunidad eclesial y que explican en parte el dificil camino de la espiritualidad familiar, incluso en nuestros dí­as.

La primera y fundamental razón de tal retraso ha de buscarse en la acentuación de la dimensión monástica y clerical, en sentido lato, que se efectuó sobre todo a partir del medioevo. De resultas ha tenido lugar un tipo de transferencia de modelos de la espiritualidad monacal a la laical en general, y a la familiar en particular. En lugar de profundizar las lí­neas generales comunes a cada forma de existencia cristiana (tanto en la virginidad como en el matrimonio), se ha considerado la vida consagrada como una especie de modelo con el cual debí­a confrontarse y en base al cual debí­a juzgarse la vida conyugal, a la que se tení­a por válida en la medida en que era capaz de adecuarse a la virginidad y en algún modo de reproducirla. De ahí­ la inevitable infravaloración de la dimensión especí­ficamente nupcial de la vida laical; si el modelo de la vida cristiana no es el amor, sino la continencia, una espiritualidad que excluye, más aún, que debe necesariamente excluir de manera permanente la forma virginal de la castidad, es por fuerza una forma de vida marginal, perteneciente incluso a un nivel inferior. Análogamente, si el modelo de vida cristiana no es la ordenación de los bienes materiales a Dios, sino la pobreza entendida como renuncia, la vida familiar, que no puede prescindir del uso de los bienes, se convierte por necesidad en el pálido reflejo de un ideal de perfección que sólo puede buscarse en otra parte. El hecho, nada infrecuente, de que en los siglos pasados esposos y esposas, y sobre todo viudos (las listas de la santidad canónica están llenas de ejemplos), se refugiasen en el convento, es í­ndice de esta irreflexiva identificación entre vida conventual y “estado de perfección”, como si la vida laical fuera necesariamente una forma subalterna de existencia cristiana. En el mismo contexto debe subrayarse el hecho de que hasta época relativamente reciente, sobre todo en el mundo católico, los maestros y los escritores de espiritualidad, y ante todo los teólogos, vivieran como norma su existencia fuera de la condición conyugal, de modo que con mucha frecuencia tení­an una imagen sustancialmente desenfocada (cuando no incluso deformada por ese punto de escucha de la patologí­a conyugal, y no de su fisiologí­a. que ha sido y sigue siendo en muchos aspectos el confesonario). Es preciso saltar casi desde los primeros siglos a la edad contemporánea para encontrar una espiritualidad familiar no sólo vivida, sino crí­ticamente analizada, en una palabra, consciente.

La segunda razón del retraso de la reflexión sobre la espiritualidad conyugal es su insuficiente elaboración teológica a nivel de eclesiologí­a y de teologí­a de los sacramentos. En una eclesiologí­a que antes del Vaticano II miraba como categorí­a fundamental la de la jerarquí­a y como estructura sustentadora la obediencia, debí­a quedar poco margen para una espiritualidad que tiene que ser de participación, de condivisión, de comunión (mientras que en el pasado los esposos cristianos, como el resto de los laicos, parecí­an ser en la comunidad cristiana esencialmente mero lugar de escucha, y no un pueblo de Dios que sabe a la vez hablar y escuchar). Y en una teologí­a del matrimonio proclive a desarrollar, sobre todo, las categorí­as jurí­dicas de la contractualidad, de la indisolubilidad, de la obligatoriedad (más que las bí­blicas de pacto, de amor y de alegrí­a), era natural que prevaleciese una consideración abstracta sobre la “esencia” y sobre los “fines” del matrimonio, o sobre las condiciones en que se instaura o deja de existir, más bien que sobre aquello que lo constituye como cristiano en la perspectiva de la salvación. De ahí­ una atención privilegiada prestada a la relación entre sacramento y sociedad civil, especialmente en lo relativo a la disputa sobre el control de la institución, más bien que a la relación entre sacramento y comunidad eclesial. Este es el defecto de muchas, por otra parte ricas, construcciones teológicas, mientras que algunas intuiciones de pensadores como A. Rosmini y M. J. Scheeben no serí­an reconsideradas hasta un siglo después, en la lí­nea de una nueva comprensión del matrimonio como sacramento y de la Iglesia en cuanto comunión.

No es, pues, aventurado fechar el movimiento de espiritualidad conyugal a partir de la Casti connubii, de Pí­o XI (1930), con la cual empieza una nueva fase de la reflexión del magisterio. Este es, en efecto, el punto de partida de un vasto movimiento de espiritualidad familiar, que se extiende bien pronto a todo el mundo católico y que se afirma en conexión con una serie de fenómenos internos y externos a la Iglesia, desde la laicización del matrimonio como institución a la secularización de la vida; desde la difusión de las prácticas neomaltusianas hasta el cambio de actitud frente a la sexualidad; desde el establecimiento de regí­menes totalitarios que pretenden sustituir a la familia en su función educativa hasta la agudización de la tensión entre las generaciones. En este contexto, la Iglesia se somete a sí­ misma a un amplio proceso de revisión crí­tica, que hallará en la doctrina sobre el matrimonio del Vat. II un punto de referencia fundamental y en las diversas asociaciones y movimientos de espiritualidad conyugal el lugar natural en que el tema de la espiritualidad conyugal se convierte de andamiaje teológico, a veces abstracto, en concreta praxis de vida.

Todo esto sucede debido a los rápidos cambios sociales y culturales, que obligan a recuperar sin demora la originalidad cristiana del matrimonio, y ello, más que en antí­tesis, en dialéctica con una imagen sociológica de matrimonio hoy ya en crisis en el ámbito de Occidente. En el momento en que antiguas estructuras caen o están para caer, la comunidad cristiana parece redescubrir el matrimonio y la familia, no tanto como última trinchera que defender cuanto como pequeño grupo capaz de reestructurar sobre bases nuevas todo el tejido eclesial y de ayudar al laico a vivir como cristiano la realidad secular en que está inserto. De ahí­ el vasto proceso de revisión crí­tica a que se someten las estructuras pastorales, a instancias precisamente del redescubrimiento de los valores de la espiritualidad cristiana, para ver si siguen o no siendo aptas para formar cristianos adultos, capaces de vivir fielmente su vocación, asumida no como realidad sociológica condicionante, sino como apremiante realidad de gracia. A una comunidad polarizada únicamente en torno al carisma de la virginidad consagrada, le sucede una comunidad que va redescubriendo la pluralidad de vocaciones, carismas y ministerios eclesiales en el cuadro de la llamada única y fundamental de los cristianos a la santidad.

No debe olvidarse, por fin, la aportación de los hermanos separados a esta renovada reflexión sobre el matrimonio, de acuerdo con el progreso del movimiento ecuménico y la renovada toma de contacto con la espiritualidad protestante y oriental’.

IV. La tipicldad de la espiritualidad familiar
Algunas caracterí­sticas fundamentales definen la espiritualidad de la familia y evidencian su originalidad y novedad.

1. ESPIRITUALIDAD DE PAREJA – Ante todo, es una espiritualidad de pareja; no ya en el sentido de que excluya de su horizonte a los otros miembros de la familia, cuando los hay (en particular, los hijos), sino porque, entre los bautizados que constituyen esa comunidad que es la familia cristiana, sólo los esposos hacen el pacto sacramental que los convierte en una entidad nueva. Por eso la espiritualidad conyugal se define sobre todo como tendencia hacia la unidad, entendida como elemento al par constitutivo y dinámico del sacramento del matrimonio y como llamamiento a una plenitud que obtendrá su perfección sólo en el horizonte de las últimas realidades. A esta luz, el matrimonio no es un evento que se realiza de una vez por todas, sino el instrumento de una vocación a ser cada más “los dos una sola carne” (Gén 2,24). Aquí­ se descubre el sentido profundo de la “descripción” que Pablo hace del matrimonio como “misterio grande en orden a Cristo y a la Iglesia” (Ef 5,32); el matrimonio de los cristianos es compromiso de testimoniar existencialmente entre los hombres el ví­nculo, de otro modo indescifrable, mediante el cual Cristo e Iglesia son asimismo “dos en uno”. Caminar hacia una unidad cada vez más profunda, en la certeza de que Cristo es el autor y la plenitud de esta unidad, constituye el itinerario fundamental de la espiritualidad conyugal.

En este camino emergen algunos valores que son al par humanos y cristianos:

†¢ la fidelidad.. fidelidad al otro significa también fidelidad al proyecto de Dios sobre ambos;
†¢ la solidaridad, entendida como un “sobrellevar mutuamente las cargas” (Gál 6,2), incluso en el plano espiritual, cuando el cónyuge inocente “se hace” pecador con el cónyuge pecador y el cónyuge arrepentido ofrece al otro la oportunidad de participar con él en la alegrí­a de la conversión;
†¢ la originalidad, en el sentido de que, en la común vocación a la unidad y al crecimiento en Cristo propios de todos los esposos bautizados, cada pareja es llamada a un itinerario propio de crecimiento, a través de los acontecimientos, las opciones cotidianas y cualquier otro medio del que el Espí­ritu se sirva para indicar el camino.

2. ESPIRITUALIDAD LAICAL – La espiritualidad familiar es. por otra parte, tí­picamente laical, en el sentido de que se expresa en las realidades mundanas y seculares (LG 31), las cuales son, por un lado, los instrumentos a través de los cuales el Espí­ritu llama incesantemente a los esposos a caminar juntos hacia el Amor, y, por otro, la “materia” de un ofertorio cotidiano, de una “liturgia de la vida” que asume y rescata en la persona de Cristo la “mundanidad” de los eventos y de los sentimientos humanos. Estas realidades son, por un lado, el amor, la sexualidad y la fecundidad, y, por otro, la casa, que es el lugar donde se viven estas dimensiones; el trabajo, entendido no sólo como derecho personal y servicio que se presta en general a la sociedad, sino como esfuerzo y servicio de amor a los familiares; la polí­tica, entendida como el contexto en que la familia es llamada a colaborar por la sociedad. Lo es igualmente la alegrí­a, que, en la plenitud del amor, en la dulzura de la comprensión recí­proca, en el estupor de la vida que se renueva, es instrumento de participación común en el gozo pascual de Cristo, ocasión de agradecimiento y de alabanza; y también el dolor, componente ineludible de la experiencia humana, que se traduce en adhesión de la familia al misterio de la cruz; no sólo los grandes dolores, efemérides de la existencia, sino también los menores e incluso los más pequeños de la vida diaria, las molestias, la fatiga del vivir juntos, la experiencia del lí­mite en el corazón del amor, son hechos constructivos de una unidad espiritual dirigida hacia los horizontes de una caridad que “no tendrá fin” (1 Cor 13,8).

3. ESPIRITUALIDAD ENCARNADA – Entre las realidades en que se expresa la espiritualidad familiar y conyugal, ocupan un puesto singular el amor y la sexualidad, puesto que definen la esencia humana del matrimonio y, precisamente por ello, son también el instrumento de su misma sustancia sacramental.

Comprender que la participación en el misterio pascual de Cristo, el crecimiento común en la fe, en la esperanza y en la caridad, la común respuesta al Espí­ritu, que incesantemente hace resonar su llamamiento en el corazón de los esposos, pasan también a través de las dimensiones tan humildes y terrenas del amor conyugal y del don sexual no es siempre fácil, especialmente a nivel de experiencia, por la misma pobreza de los signos, que, pese a la densidad de su significado, parecen inadecuados en comparación con el “gran misterio” que deben expresar y representar. Tal inadecuación, perceptible también, y quizá más, en los momentos del abandono amoroso humanamente total y perfecto, descubre en cierto modo el “vací­o” que debe ser colmado por la fe; la fe exige que la pobreza humana sea rescatada por la riqueza de Cristo, quela aspiración a la plenitud del amor sea asumida por el Espí­ritu, que invita a elevarse; que la rigidez de los limites psicológicos y fisiológicos, a veces insuperables, sea rota por la esperanza de la unidad perfecta en la caridad, que encontrará cumplimiento en el reino del Padre.

Y, sin embargo, el don sexual en el amor es. también para los esposos cristianos, factor de alegrí­a, momento determinante y constructivo de la realidad de pareja a que asimismo el sacramento los llama (GS 49), elemento fundamental, si bien no único y quizá caduco a la larga de su comunión de vida. Por eso es de suma importancia, para la existencia cristiana de la pareja, caminar con claridad y paciencia incluso en el plano de la experiencia sexual: con claridad, para no supervalorar, ni tampoco subvalorar, este ámbito de la vida conyugal; con paciencia, porque la castidad conyugal es también una larga conquista, como cualquier otra dimensión moral de la existencia entre dos, que pasa por altibajos, retrocesos y magní­ficas recuperaciones. Lo que importa es que en este camino la pareja no confí­e sobre todo en sí­ misma, sino que tenga la lúcida conciencia de que Cristo llama y sostiene, y de que a la oscuridad de la crucifixión sigue la alegrí­a de la resurrección. Este llamamiento a la paciencia y esta promesa de plenitud están, por lo demás, contenidos de modo transparente en el desemboque normal de la intimidad sexual, que es el hijo. La fecundidad constituye, sin duda, un valor en el plano humano; es intrí­nsecamente un gesto constructivo, un acto de fe en el hombre, una mirada más al fondo y por encima del sufrimiento y de los errores del pasado y del presente, un puente tendido hacia el futuro. En la perspectiva de la espiritualidad conyugal, la fecundidad es también llamada del Padre a salir del mundo a dos de la pareja para hacerse don común al mundo. Esta “vocación” está claramente ya presente en el don sexual, en cuanto instrumento de la procreación; por eso es una vocación que concierne a todas las parejas cristianas, incluso a las que no tienen hijos. En efecto, no puede darse esterilidad en el matrimonio cristiano, llamado a hacerse servicio de amor a todos los pequeños, los pobres y los marginados; destinado a convertir en “padre” y “madre” a los esposos, tengan o no hijos, a través de las opciones de generosa disponibilidad que ellos pueden efectuar en la Iglesia y en la sociedad (AA 11).

4. ESPIRITUALIDAD ECLESIAL – La orientación a la fecundidad funda así­ la cuarta y fundamental caracterí­stica de la espiritualidad conyugal: su eclesialidad. Es relativamente reciente, como la historia de la espiritualidad conyugal lo evidencia, la intuición de que a la espiritualidad de la pareja le hace falta un respiro eclesial, so pena de perder, a la larga. fuerza y vitalidad, cuando no de llegar incluso a la esterilidad. Tal conciencia forma parte del camino recorrido por la comunidad cristiana con la ayuda tanto de la reflexión teológica como de la experiencia concreta de la vida de las parejas cristianas. Se trata de la toma de conciencia de que la espiritualidad familiar no afecta sólo a la pareja y a la familia, sino que es una realidad eclesial; no separa, sino que inserta cada vez más profundamente en el contexto de las relaciones eclesiales a los cristianos que viven el matrimonio y la familia. No podrí­a ser de otro modo. si el matrimonio es “signo” de Iglesia (Ef 5,32) y la familia “experiencia de Iglesia” (LG 11; AA 11). En el signo de la eclesialidad se verifica continuamente el paso y la interacción entre espiritualidad conyugal y familiar. La familia es iglesia en cuanto comunidad de bautizados; lugar abierto a la acogida y a la escucha de todas las personas y de todos los carismas; “pequeña iglesia” (tamquam domesticum sanctuarium Ecclesiae: AA 11) que, no obstante, se abre al mundo y que, pese a estar fí­sicamente circunscrita por los muros domésticos (velut Ecclesia domestica; LG 11), no por ello está menos disponible a las necesidades de todo el pueblo de Dios, precisamente porque se siente partí­cipe del mismo y de alguna manera responsable.

De aquí­ nace una espiritualidad eclesial, y más propiamente de comunión, que puede hallar en la espiritualidad tí­pica de la vida de familia (común, si bien en formas diversas, al niño y al muchacho, al joven y al anciano, al hombre y a la mujer) su momento de actualización y verificación.

En la lí­nea de esta reflexión se puede intentar poner en marcha un tratado sobre la espiritualidad de las comunidades interfamiliares, que a menudo comprenden sea núcleos familiares, sea personas particulares o jóvenes no casados. Se trata de experiencias iniciales que aún están buscando una fisonomí­a precisa, pero que, cuando nacen por opción meditada, con espí­ritu de servicio a los otros y como estí­mulo para la superación de estructuras consideradas ya vací­as de contenido cristiano, son ricas de generosidad y de fe. El ideal de “iglesia doméstica” puede asumir, en estas tentativas comunitarias, un peso de gran importancia, si la inteligencia pastoral de quien tiene la responsabilidad en las iglesias locales se empeña en que experiencias nacientes y en búsqueda no sean aisladas y separadas del contexto eclesial y se preocupa por crear instrumentos y ocasiones que ayuden a que florezca una espiritualidad original (familiar, pero también conyugal; comunitaria, pero no conventual), que podrá dar frutos impensados de fe y de caridad para todo el pueblo de Dios.

Los grupos de espiritualidad conyugal y familiar constituyen también una experiencia de iglesia muy válida para las parejas de esposos. El grupo, en efecto, puede ser un espacio ideal para los esposos en la comunidad eclesial, en el cual concienciarse y madurar sus especí­ficos valores conyugales. El método del encuentro fraterno, del intercambio generoso de los dones de cada uno, de la recí­proca disponibilidad, determina una experiencia de comunión que induce al grupo y a quien en él se alimenta a abrirse a la comunidad local, más amplia, y a hacerse cargo de sus problemas.

V. El alimento de la espiritualidad conyugal
La espiritualidad conyugal nace de la fe, vive en la esperanza y se expresa en la caridad. Fundamento de toda espiritualidad cristiana, la fe, la esperanza y la caridad son acogidas como don del Espí­ritu y vividas en modo peculiar en el ámbito de la vida de familia. La fe se torna confianza y fidelidad a Dios y al otro; la esperanza, empeño por la construcción del reino y por la realización de la justicia a través del testimonio y de la presencia de la familia; la caridad, don recibido y aceptado del Espí­ritu y difundido entre los hermanos y en la comunidad. La palabra de Dios alimenta la fe; la conversión y el arrepentimiento sostienen la esperanza; la experiencia del amor restituye su sentido profundo a la eucaristí­a y la convierte realmente en acción de gracias.

1. PALABRA – La palabra es, pues, alimento de la fe. En la palabra de Dios, la familia cristiana adquiere claridad, confronta con ella su vida y opciones, por ella se convierte y reemprende el camino cotidiano. Existe, por consiguiente, en la vida de las familias y de los esposos cristianos un “momento de la palabra”, que es factor constructivo de la “pequeña iglesia” doméstica. Tal momento puede asumir diversa extensión; puede consistir simplemente en el empeño por escuchar atenta y reflexiva-mente la palabra proclamada en las liturgias dominicales (empeño a cumplir-se fiel y responsablemente); o puede desplegarse en formas más amplias, en las cuales, aun atribuyendo un valor fundamental a la palabra proclamada, se practica también una lectura doméstica de la palabra, lectura sugerida por hechos ocasionales, como los tiempos litúrgicos o aniversarios familiares particulares. La reflexión sobre la palabra, leí­da o escuchada, lleva a la familia a una actitud común de agradecimiento, de oración, de humildad ante Dios, a una espera confiada del perdón.

2. PENITENCIA – La palabra mueve a la familia a la penitencia cristiana, a reconocerse pecadores, a poner su confianza en el amor del Padre y, en este amor, a recomenzar la tarea y la alegrí­a de vivir. En particular, en el plano de la espiritualidad conyugal, la penitencia puede recobrar su significado comunitario pleno, por encima de ese proceso reductivo de privatización que lo habí­a oscurecido en no pequeña medida. En las celebraciones penitenciales comunitarias los esposos entran con su identidad de pareja: portadores, como todos, de sus pecados personales y sociales, pero también de faltas que les afectan especí­ficamente en cuanto pareja y comunidad familiar; mas al mismo tiempo disponibles para saborear juntos la alegrí­a del perdón y del retorno a la casa del Padre. Convencidos de que las culpas personales se reflejan en su realidad conyugal como y más que en todo el cuerpo de la Iglesia, los cónyuges cristianos piden perdón también a los otros y, en primer lugar, al “otro” por excelencia, el esposo o la esposa. A esta luz asume un significado particular el intercambio de la paz en la celebración eucarí­stica, en la cual los esposos,al participar juntos, son signo de la reconciliación alcanzada y, al mismo tiempo, interpelación a una constante conversión.

3. EUCARISTíA – En la espiritualidad conyugal, como en cualquier otra forma de espiritualidad, la eucaristí­a constituye el momento central y constructivo; la eucaristí­a edifica el matrimonio cristiano en su dimensión histórica, concreta, dinámica. Recibiendo el cuerpo de Cristo, que se reparte, y su sangre, derramada por todos, los esposos se hacen el uno al otro el don irrevocable de si mismos y, al par, el don común a todos los hermanos; y confirman asimismo en Cristo el don total de su ser conyugal, de su conyugalidad. A través de la eucaristí­a se recapitulan en Cristo (Col 1,19) todos esos valores sagrados y seculares que forman el tejido de la vida de la pareja; es Cristo, en efecto, no la buena voluntad de los esposos, el que redime continuamente las realidades humanas y las hace capaces de convertirse en instrumento de crecimiento sobrenatural. El es, en la eucaristí­a, el “Dios con nosotros” (Mt 1,23) continuamente entregado por la salvación del mundo; es también el Dios que llama mediante el Espí­ritu; por eso en la eucaristí­a la pareja recoge el llamamiento a caminar hacia una dimensión conyugal que sea una participación cada vez más plena y signo cada vez más transparente del amor CristoIglesia. En este sentido, la condición conyugal se convierte también, de algún modo, en una eucaristí­a, en un memorial perenne y viviente del amor fiel y sacrificial de Cristo por el hombre (1 Cor 11,25ss). Pero la eucaristí­a edifica también, al par que la comunión conyugal, la comunión familiar: fundamenta en la Iglesia la iglesia doméstica. Los diversos momentos de la vida doméstica, las ocasiones de vivir juntos pueden convertirse entonces en una prolongación y un anuncio, a nivel humano y educativo, de la fiesta, de la cena, del encuentro con los hermanos, a quienes el Señor llama a su eucaristí­a. Esta densidad evocativa y significativa de los gestos habituales de la vida en familia resulta más evidente en la inminencia de la “preparación” a los sacramentos de la iniciación cristiana’, que no podrí­a, si es verdaderamente tal, dejar de implicar a toda la familia. En el ámbito de la fecunda relación entre eucaristí­a y espiritualidad familiar, se sitúa asimismo la experiencia de las “misas domésticas”, destinadas, por cierto, no a separar a las familias del cuerpo eclesial, sino más bien a hacerles experimentar el sentido y el valor de su entidad de pequeñas comunidades de iglesia.

Palabra, penitencia, eucaristí­a forman el tejido de la plegaria conyugal y familiar que, precisamente en cuanto comunitaria, no puede dejar de arraigar profundamente en estas realidades. En momentos especí­ficos y más reposados (retiros, ejercicios espirituales, encuentros de reflexión y de revisión de vida), la plegaria conyugal adquiere vigor y frescura; mientras que en las ocasiones recurrentes en la vida cotidiana (las comidas, el domingo, las grandes fiestas litúrgicas, los dolores, las alegrí­as, los acontecimientos del mundo) recibe el estí­mulo para hacer presente en la comunidad familiar a Cristo, que escucha, ama y perdona.

VI. Las bienaventuranzas y la vida de familia
Palabra, penitencia y eucaristí­a acompañan a la familia cristiana en su caminar peculiar a través de las realidades mundanas hacia la santidad, y la llevan a comprender el sentido profundo de las bienaventuranzas evangélicas (Mt 5,3ss; Lc 6,20ss), las cuales tienen que ser vividas por los esposos en clave conyugal y por la familia entera en la dimensión laical especí­fica de la espiritualidad familiar.

†¢ La paz es aspiración constante de la vida conyugal y familiar: una paz entendida no tanto como ausencia de contrastes (éstos son inevitables en el plano humano), sino como conciliación de las diversidades personales en la comunión profunda, que es don del Espí­ritu. Esta paz es también misericordia, por ser fruto de una actitud interior de humildad, que hace que cada uno se reconozca limitado, pecador, necesitado del perdón de Dios y de los hermanos. En virtud de esta actitud, se perdonan las ofensas del prójimo, en la seguridad de que, a quien perdona y en la medida en que perdona, Dios le perdona.

†¢ La justicia, ideal al que tan sensible es el hombre contemporáneo, encuentra en el ámbito conyugal y familiar una singular posibilidad de que sea vivida en el plano de la espiritualidad. La justicia consiste, ante todo, en una actitud de respeto, profundo y convencido, a la diversidad de las personas; un respeto que tiene su raí­z en la conciencia de que Dios es la fuente y la riqueza de toda diversidad. El reconocimiento de la personalidad de la mujer en el ámbito familiar se basa en la justicia; de aquí­ deriva el empeño concreto por una equitativa división de las tareas y de los deberes, en una variedad y elasticidad de servicios y de roles, de suerte que en el ámbito de la pareja conyugal no se registren jamás formas de opresión del uno sobre el otro ni continuas confrontaciones polémicas, sino que se arreglen las diferencias en dinámica armoní­a, que nace del respeto y halla su plenitud en el amor. La justicia es guí­a indispensable de la vida familiar y punto de referencia de un amor parental. que el instinto y las limitaciones humanas podrí­an hacer posesivo, oprimente, contrastante con las reales exigencias de crecimiento de las personas.

†¢ Las persecuciones y el sufrimiento tampoco son extrañas al horizonte de la familia. Existe un tipo de “persecución” que todos los cristianos experimentan en diversa medida: el de la incomprensión y a veces el desprecio o la calumnia. La pareja cristiana, precisamente por los valores que trata de destacar con sus opciones y su vida, es a menudo blanco de esta sutil persecución, que va en los casos concretos desde la marginación social de hecho de las familias numerosas hasta las insinuaciones infamantes por la resistencia a faltar a los propios principios en el plano de la moral sexual y de la fidelidad. Estas y otras actitudes abierta o sutilmente persecutorias son el banco de prueba de la fortaleza y de la fe de las parejas cristianas y el “lugar” en el que experimentan el llamamiento universal a las bienaventuranzas.

VII. La espiritualidad familiar
al servicio del mundo: el “ministerio” conyugal
El camino de la familia cristiana por la ví­a de la profundización de la propia espiritualidad, como seguimiento del Señor en su especí­fico estado de vida, sólo es posible si la pareja conyugal, gozne de la familia, no se aí­sla, sino que con una clara y viva conciencia eclesial, como se ha visto, se arraiga vitalmente en la Iglesia, en la cual se basa y sobre la cual constantemente reconstruye su identidad cristiana. En esta perspectiva, la espiritualidad conyugal alcanza cumplidamente su dimensión de “carisma”, de “servicio”, de “ministerio”, en la lí­nea doctrinal indicada por el Vaticano II y recogida por el magisterio episcopal s. Se trata de un “ministerio” tí­picamente laical, no propia o técnicamente “ordenado”, que siempre es fecundo y que nace como respuesta a la llamada que Dios continuamente dirige a la pareja para que crezca en la gracia y se dé generosamente.

Ministerio del signo: los esposos son signo de amor, de unidad, de tensión escatológica, de fidelidad a la alianza, en relación con todos los grandes temas bí­blicos del amor y del matrimonio.

Ministerio de la vida, fí­sica (procreación) y espiritual (educación, adopción, hospitalidad, servicio). Si la transmisión de la vida entra en el ámbito de la “naturalidad” del matrimonio como institución, el anuncio del evangelio en la familia supera ese ámbito y asume un significado auténticamente eclesial.

Ministerio del servicio al mundo: en la comunidad civil (escuela, barrio, asociaciones de padres) lo mismo que en la comunidad eclesial (ayuda a los casados, catequesis a los niños y muchachos, compromiso con los otros cónyuges y especialmente con las parejas que pasan momentos difí­ciles).

Sobre todo debe recuperarse el sentido profundo del “ministerio educativo” de la familia cristiana, dirigido al crecimiento global de las personas, a promoverlas, a ofrecer el ambiente y los instrumentos idóneos para guiarlas a la madurez en la autonomí­a, en la capacidad crí­tica y en la libertad de los hijos de Dios. La pareja cristiana es instada a ser la estructura sustentadora de una familia capaz de hallar en su interior esa libertad radical, esa novedad de relaciones no dictadas por la carne ni la sangre, sino por la “vida nueva” (In 3,5) que Cristo da mediante el bautismo. Por esta ví­a, mediante el esfuerzo cotidiano y tenaz por reducir el propio egoí­smo para que crezca la caridad, don del Espí­ritu, la familia se realiza velut Ecclesia domestica. En tal perspectiva, el servicio educativo ya no es sólo el que prestan los padres a los hijos en el perí­odo de la edad evolutiva, sino que es el empeño reciproco y global de la familia, en un continuo intercambio de dones y de relaciones, para que todos y cada uno alcancen la “medida de la plenitud de Cristo” (Ef 4,13). Este es también el significado y el valor del servicio que pueden prestar a la comunidad eclesial las parejas de esposos conscientes de su original carisma de casados, que las hace idóneas para el ejercicio de un ministerio especifico, que sólo parcial e imperfectamente podrí­an cumplir quienes en la Iglesia son portadores de otros dones y de otros carismas.

A través de la comprensión de su rol en la comunidad cristiana, la familia, explicitando al máximo las caracterí­sticas de su espiritualidad, redescubre su vocación misionera. La pareja se hace consciente de estar en el mundo, mejor, de ser mundo, para orientarlo a Dios. Toda la espiritualidad conyugal y familiar adquiere así­ sentido a la luz de una categorí­a esencial, auténticamente evangélica, que resume todo el sentido de la misión de Cristo: el “ser para los otros”. La pareja cristiana no es para sí­, sino para los otros; no sólo los otros más directos y cercanos (el cónyuge y los hijos), sino todos los hombres. Precisamente por ser consciente de que Dios la ama)( la enriquece con el don precioso del matrimonio-sacramento, la pareja cristiana es instada a hacerse testigo y anunciadora en el mundo del amor de Dios en la forma particular que ella lo vive y experimenta, la del amor nupcial y parental. En este sentido, la familia es el lugar en que el amor de Dios, encarnado y, por así­ decir, verificado en el amor entre el hombre y la mujer, es no sólo acogido en uno mismo, sino dado a los otros, a través del testimonio de vida, la entrega a la evangelización y el compromiso apostólico (AA 11). Precisamente por ser capaces de vivir su existencia dentro del horizonte de la fe, los cónyuges cristianos están llamados no sólo a ser dignos de su vocación, sino a ser testigos ante el mundo de la perenne validez del mensaje evangélico, como fuerza capaz de fermentar desde dentro todas las realidades temporales y realizarlas en su doble dimensión histórica y escatológica.

En la vida de la familia cristiana, la categorí­a de misión asume así­ un rol de decisiva importancia. El “ir”, el “anunciar”, el “bautizar”, el “testimoniar” (Mi 28,19) no son sólo cometido de la Iglesia jerárquica, sino tarea de todos los cristianos. Una espiritualidad familiar adulta y madura no puede dejar de redescubrir esta su í­ntima orientación misionera, y no solamente en el ámbito de los muros domésticos. La dimensión misionera de la existencia se convierte así­ en el constante punto de referencia de una vida familiar vivida en toda su plenitud y riqueza, en la obediencia al Padre, en el seguimiento del Hijo y en la fidelidad del Espí­ritu, que la anima y sostiene. Por esta ví­a, la familia cristiana elude el riesgo de una lectura intimista de la propia espiritualidad y se hace compromiso en la historia, lugar donde la Iglesia se hace mundo para asumirlo y para hacerlo “nueva criatura” en Cristo (2 Cor 5,17).

Gianna y Giorgio Campanini
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S. de Fiores – T. Goffi – Augusto Guerra, Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Ediciones Paulinas, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Espiritualidad

SUMARIO: Introducción – I. Aspectos de la tradición: 1. Influencias judí­as; 2. La primitiva tradición cristiana; 3. La edad patrí­stica (ss. tv-v) – II. Nuevas perspectivas teológicas y litúrgicas: 1. Perspectivas teológicas; 2. La reforma litúrgica y la familia – III. Propuestas pastorales. Conclusión.

Introducción
La familia, en estos últimos años, ocupa el centro de la reflexión, del compromiso pastoral y de la misma experiencia de la iglesia. El Sí­nodo de los Obispos de 1980 trató de las “tareas de la familia cristiana en’ el mundo de hoy”: de él brotó la exhortación apostólica Familiaris consortio (= FC), de Juan Pablo II (1981), que corona toda una serie de intervenciones significativas del más reciente magisterio de los papas y la investigación pastoral de las iglesias locales
Pero más allá del magisterio oficial y de los programas pastorales de las iglesias, o quizá como primer fruto de ellos, en el contexto de perplejidad y de esperanzas que rodean a la familia en nuestra sociedad, se está delineando un hecho nuevo, que asume proporciones notables: los cristianos de hoy redescubren cada vez más la familia, no sólo para comprometerse concretamente en la solución de sus muchos problemas, sino para vivirsu vida familiar como una experiencia de iglesia.

A partir de esta renovada conciencia eclesial y del compromiso de muchas familias cristianas de vivir como iglesias domésticas se plantea en términos nuevos y más existenciales el problema de la relación entre familia y liturgia, bien en el sentido de una participación de la familia como tal en las celebraciones litúrgicas de la iglesia (tal vez celebradas en su misma casa), bien en el sentido de una preparación y de una prolongación en el ambiente doméstico del culto de la iglesia.

El tema de esta contribución nuestra se abre a varias perspectivas, en parte nuevas: comenzaremos preguntando a la más antigua tradición de la iglesia, a la luz de la tradición judí­a, para después afrontar la posibilidad pastoral que se abre hoy a la vida religiosa de las familias cristianas, llamadas, también en este aspecto, a interpretar y presentar nuevos modelos de experiencia cristiana, adaptados y crelbles para el mundo de hoy.

I. Aspectos de la tradición
El redescubrimiento de muchos aspectos de la tradición más antigua ha estado en la base de la reciente -> reforma litúrgica, pero todaví­a son insuficientes y parciales las investigaciones sobre la liturgia y la oración familiar en el pasado: poco se sabe de la antigüedad cristiana, casi nada del medievo y de la experiencia de la reforma protestante, mientras que se ha prestado escasa atención a la tradición oriental. Estamos muy lejos de poder componer en una sola imagen los datos parciales recogidos. No se trata de volver la mirada al pasado para traspasar nuestras preocupaciones a las generaciones más antiguas, ni de interpretar fragmentos destacados de la experiencia cristiana con nuestra mentalidad actual. Nuestro interés por los primeros siglos está determinado por la convicción de que son ,decisivos para asistir al nacimiento de una oración y de una liturgia en el seno de la comunidad y de la familia cristiana y, por tanto, para captar en su sentido originario algunos modelos dignos de ser recuperados y conservados.

En los orí­genes del cristianismo es con frecuencia un hogar doméstico el origen y punto de partida de la evangelización y de la formación de una comunidad eclesial, por lo que la iglesia nace como una gran familia. Por tanto, no resulta extraño que pueda haber “simetrí­a y mimetismo entre la vida espiritual de la comunidad familiar y de la comunidad eclesial, entre la liturgia de una y otra asamblea”‘. Pero para comprender los aspectos familiares del culto cristiano de los orí­genes, nos parece indispensable detenernos, al menos brevemente, sobre el ambiente religioso en que se desarrolló inicialmente el cristianismo.

1. INFLUENCIAS JUDíAS. Aludimos solamente a la existencia de un culto familiar en la antigua civilización religiosa grecorromana, sobre todo en su forma originaria, cuando cada familia tení­a sus dioses, su culto de los muertos, sus ritos, sus fiestas, sus fórmulas de oración, con el pater familias como sacerdote único y árbitro de la vida religiosa de la familia. Esta tradición, en absoluto uní­voca en el área mediterránea antigua, ha tenido dos tipos de influjos, que representan solamente un aspecto de la relación más general entre las formas religiosas paganas y la liturgia cristiana: una cierta continuidad religiosa, aunque profundamente repensada; y la formación de una praxis cristiana alternativa.

Mayor importancia ha tenido para la liturgia cristiana la tradición judí­a, en la que el culto familiar ha conservado siempre una importancia fundamental, a través de lo que se llama las sucesivas formas de aparición del pueblo de Dios
El ámbito familiar es, en el perí­odo del nomadismo, el único lugar de culto: estrechamente unidos a la familia están el sacrificio, la alianza, la circuncisión, las bendiciones divinas, la misma concepción del “Dios de Abrahán, de Isaac, de Jacob”. En el sucesivo desarrollo religioso de este pueblo se imponen otros dos lugares de culto (el templo y, después, la sinagoga), pero la familia y el clan siguen siendo el centro de la vida religiosa. “Estas células sociológicas primitivas… -escribe N. Füglister- en todos los estadios de la historia de Israel han sido las unidades primarias más o menos claramente visibles, según las ocasiones. Esto puede apreciarse, entre otras, en la fiesta de la pascua. Aunque ella celebre el recuerdo de la liberación, que constituye el ser y el devenir del pueblo de Dios, también su ambiente vital propio y originario es la familia. Análogamente, en el NT, la iglesia se concreta en las diversas comunidades familiares, y no es el último motivo de esto el hecho de que se celebre en las casas particulares el rito de la eucaristí­a, concebida en analogí­a con la pascua.

En el judaí­smo del tiempo de Jesús este carácter familiar es tí­pico de las principales manifestaciones del culto judí­o: la celebración de la pascua está unida al templo de Jerusalén, pero tiene lugar en el ámbito familiar y según modalidades familiares (cf funciones del cabeza de familia; preguntas del niño y haggadáh; versí­culos alternados, etc.); las comidas (sobre todo la del sábado), cuyo constante carácter religioso se explicita del mejor modo en las bendiciones, que reconocen los alimentos y las bebidas como un don de Dios, creador de todas las cosas; las bendiciones: ocupan un lugar importante no sólo en las comidas, sino en toda la vida del judí­o piadoso, que reconoce y agradece a Dios origen de todo, actuando como sacerdote de la creación; la oración, elemento constante del culto familiar judí­o, sobre todo el shemá por la mañana y por la tarde, la profesión de fe del pueblo de Dios: Dan 6:11 y Sal 55:18 nos dan testimonio de la oración tres veces al dí­a; Tob 8:5-7 nos presenta el ejemplo de la oración de dos esposos la noche del dí­a de su matrimonio; es significativa, a partir del exilio, la costumbre de orar vueltos hacia el templo de Jerusalén y la unión de la oración de Israel con el triple sacrificio del templo, que encubre una concepción de la oración como sacrificio espiritual; los ritos domésticos: desde el gesto materno de encender la lámpara de la tarde al mezuzá (estuche del shemá sobre los dinteles), a las costumbres familiares unidas a las fiestas de Israel (tabernáculos, expiación, año nuevo, dedicación, purim, semanas).

Igualmente en el judaí­smo contemporáneo llama la atención la importancia que conservan la familia y la casa como lugares de culto, pero también el continuo entrelazarse del culto oficial con la vida familiar en sus varios momentos,
2. LA PRIMERA TRADICIí“N CRISTIANA. Jesús vivió en todos sus aspectos la vida familiar cultual judí­a, así­ como participó en las fiestas y peregrinaciones de su pueblo.

Jesús acoge y reconoce la familia humana, pero la supera y perfecciona en una comunidad donde los hombres son hijos de Dios y donde los lazos del Espí­ritu Santo cuentan más que los de la sangre (cf Lev 2:49; Lev 8:21; Lev 11:28). La comunidad de los discí­pulos gravita al principio en torno al cenáculo (Heb 1:13s; Heb 2:1; Heb 12:12); la fracción del pan se celebra en las casas (Heb 2:46), y “todos los dí­as no cesaban de enseñar y anunciar la buena nueva de Cristo Jesús en el templo y en las casas” (Heb 5:42).

La expresión “iglesia doméstica” se remonta a san Pablo, unida a un método apostólico centrado en la familia: “las comunidades del primer cristianismo se organizaron en familias, en grupos familiares emparentados y en casas: la casa era a la vez núcleo comunitario y lugar de encuentro”.

Por otra parte, como ha señalado A. Hamman, de las cartas de Pablo y de los Hechos de los Apóstoles brota la “estructura eucarí­stica del hogar cristiano”: Pablo pone los fundamentos para comprender la relación entre eucaristí­a y matrimonio (cf EF 5,25); los Hechos enlazan las comidas de los cristianos con la alabanza a Dios (Heb 2:47); la actitud eucarí­stica, así­ como el compromiso de la comunión y la esperanza cristiana, en el recuerdo y la espera del Señor, impregnaban toda la vida de la familia y se expresaban con mayor fuerza en la fracción del pan y, en general, en toda experiencia convival cristiana: “Aun separada del banquete, la eucaristí­a conserva la cualidad del banquete, y el banquete cristiano, cualidad eucarí­stica…, éste es el fundamento de la vida espiritual del hogar, y se expresa a través de diferentes gestos litúrgicos.

Cuando las comunidades crecen y se encuentran lugares estables de culto, la celebración doméstica de la eucaristí­a subsiste en circunstancias particulares, quizá unidas a una comida (cf Cipriano, Efe 57:3; Efe 63:15), mientras se desarrolla la praxis de llevar a casa el pan consagrado (cf, por ejemplo, Tertuliano, De or. 19). El agape, pronto separado de la eucaristí­a mayor, es experiencia de caridad y de comunión: el uso de textos de bendición subraya su unión con la eucaristí­a, a veces con el lucernario (cf Trad. ap. 25).

Ya entre los judí­os el banquete tení­a siempre un cierto carácter sagrado; pero para los primeros cristianos todo banquete familiar estaba transido del recuerdo de los banquetes de Jesús con los suyos; casi como una prolongación de la eucaristí­a, asumí­a valor de signo de comunión eclesial y de esperanza cristiana.

No faltan textos de oración cristiana antes, durante y después de las comidas, donde se perciben los ecos de las oraciones de la Didajé
Fuera de la sinaxis eucarí­stica y de su resonancia convival, algunos testimonios esporádicos dejan transparentar una experiencia de oración familiar, en casas frecuentemente señaladas con inscripciones que pedí­an la presencia del Señor e invocaban su bendición, y marcadas en el muro oriental con una cruz, signo bautismal y escatológico, que determinaba también un lugar y una orientación para los orantes. Los cristianos de los orí­genes concebí­an la oración como una condición, un estado ininterrumpido; pero expresaron también muy pronto la convicción, continuando con la tradición judí­a, de que determinados tiempos fuertes podí­an representar una realización cualificada del mandato del Señor de orar siempre “. En la oración cristiana, además de la orientación ternaria de la tradición judí­a (tercia, sexta, nona), aparece pronto la revalorización e interpretación cristiana de la mañana y de la tarde (las legitimae orationes de Tertuliano), en relación con Cristo, “sol y dí­a” (Cipriano), mientras la oración nocturna, atestiguada por la Trad. ap. y Tertuliano, asume un tí­pico carácter conyugal. Entre los contenidos de esta oración, junto con la lectura de la palabra, identificamos ante todo el padrenuestro (Didajé), que Tertuliano llama breviarium totius evangelii; después los salmos, pero también creaciones nuevas cristianas (himnos y cánticos espirituales), como sabemos ya por san Pablo (cf, por ejemplo, Col 3:12-17).

La oración de la tarde se debió unir muy pronto al rito de encender la lámpara (cf el antiquí­simo himno Fós hilarón, atestiguado por Basilio), mientras la Trad. ap. (c. 36) testimonia la existencia de una reunión litúrgica por la mañana, en la que podí­an participar los fieles.

Podemos sacar algunas indicaciones significativas de los tres primeros siglos: la centralidad de la eucaristí­a y su irradiación en la convivalidad y en toda la vida familiar; la tendencia a situar el dí­a cristiano, no santificado todaví­a normalmente por la eucaristí­a, bajo el mismo signo de la eucaristí­a dominical, como todo el año bajo el signo de la pascua; entre el culto público de la iglesia y la oración familiar y privada los confines se difuminan y las influencias son recí­procas: “No existe todaví­a la dolorosa ruptura que caracteriza la oración familiar del medievo, obligada, ante una liturgia clericalizada e incomprendida, a construirse otro mundo de oración, más comprensible, más simple y significativo”.

3. LA EDAD PATRíSTICA (SS. IV-V). En los siglos siguientes, cuando la liturgia de la iglesia se institucionaliza y se celebra establemente en edificios de culto [-> Lugares de celebración], tenemos testimonios de tres formas religiosas que conservan un carácter familiar: la oración de la mesa; una cierta simbiosis entre la realización pública y familiar de la oración de la mañana y de la tarde; reuniones de oración kerigmática, inspiradas en la lectura de la palabra de Dios.

Es sobre todo precioso el testimonio de san Juan Crisóstomo sobre la experiencia religiosa de la familia cristiana como “pequeña iglesia”. Citamos los textos más significativos:
a) Será obligación constante de los padres crear en su casa un clima profundamente religioso: “El marido… no busque otra cosa, en las acciones y palabras, que el modo de llevar su propia familia a una mayor piedad; también la madre custodiará la casa, pero tendrá una preocupación mayor que ésta: que toda su familia haga lo que se refiere al reino de los cielos”
b) Particularmente exhorta san Juan Crisóstomo a hacer de la propia casa una iglesia mediante la lectura y meditación de la palabra y la transmisión a los familiares de loque se escuche en la iglesia: “Vuelto a casa, prepara una doble mesa, una de alimentos, otra de la sagrada lectura. Que el marido repita lo que se ha dicho, y la mujer acoja la enseñanza. Haz de este modo de tu casa una iglesia…” “. Esta transmisión de la palabra de Dios se ilustra con imágenes delicadas y eficaces: el hombre, que lleva a casa las flores más bellas de su paseo; la golondrina, que alimenta a sus pequeños… Todos, hasta los más pequeños, deben sentirse activamente comprometidos a recibir la palabra de Dios para vivirla juntos.

c) La casa es iglesia cuando se hace lugar de encuentro para la oración: “Haz de tu pequeña casa una iglesia. En efecto, donde están el salmo, la oración, los cánticos de los profetas, no fallará quien quiera llamar iglesia a tal reunión”. “Cristo mismo se hará presente en una mesa familiar que sea momento de oración… Así­ también este lugar se transformará en una iglesia”. El santo vuelve con frecuencia a la oración de las comidas, exhortando a dar gracias al Señor: “Una mesa donde nos sentamos y de donde nos levantamos rezando nunca carecerá de nada y será para nosotros fuente inagotable de todo tipo de bienes… Así­ pues, es necesario dar gracias a Dios al principio y al final”.
d) Menores, pero significativos, son los testimonios de san Juan Crisóstomo sobre la oración de la mañana y de la tarde: “Antes de dormir y al despertaron, dad gracias a Dios””. “Los iniciados saben que cada dí­a se recitan oraciones, por la mañana y por la tarde, por el mundo entero…””. Incluso habla él de la oración nocturna, hecha en casa por el hombre y la mujer, y en la que son también invitados a participar los hijos: “He aquí­ lo que tengo que decir a los hombres y a las mujeres: doblad las rodillas, gemid, pedid al Señor que os sea propicio. El se deja convencer con más facilidad por estas oraciones nocturnas, cuando transformáis el tiempo dedicado al reposo en tiempo de lágrimas… Hacedlo también vosotros, los hombres, y no sólo las mujeres… Si tenéis hijos, despertadlos y que vuestra casa se haga realmente una iglesia durante la noche” 22.

Si hubiésemos de resumir los datos más significativos, deberí­amos hacer resaltar la unión de la oración familiar con la eucaristí­a; el año litúrgico y la liturgia de las Horas; una interacción profunda entre oración/liturgia y vida.

Esta relación vital y este equilibrio, que siguieron siendo tí­picos de la tradición oriental, no se han conservado en Occidente.

Los desarrollos de la tradición en el medievo y en las épocas recientes han sido poco estudiados. Pensamos que serí­a interesante investigar estos sectores: la oración por la mañana y por la tarde; la oración en las comidas; los ejercicios piadosos y, en particular, el rosario y el angelus; las resonancias familiares del año litúrgico; los aspectos domésticos de la celebración de los sacramentos y de las exequias; las diversas formas de bendición familiar; las experiencias de lectura y oración bí­blica en familia, especialmente en los ambientes de la reforma protestante.

La ->I secularización y los cambios sociológicos que han atacado a la familia en los paí­ses occidentales han puesto en peligro numerosas formas de oración tradicional, pero otras se están difundiendo por efecto de una nueva concepción eclesial de la familia cristiana y de una pastoral renovada.

II. Nuevas perspectivas teológicas y litúrgicas
En la renovación general de ideas y posturas pastorales, que han sido causa y efecto del Vat. II, en las últimas décadas han podido madurar nuevas perspectivas teológicas y litúrgicas sobre los principales valores en torno a la oración y a la liturgia familiar.

1. PERSPECTIVAS TEOLí“GICAS. El primer aspecto indicado es una de las señales más notables que se puede captar en el pueblo de Dios: un número cada vez mayor de familias cristianas tienden a comprenderse y experimentarse como iglesias domésticas. Ya lo subrayaba Pablo VI: “Nos alegramos de que este sentimiento eclesial de la familia cristiana se vaya despertando y difundiendo en la comunidad cristiana doméstica, frecuentemente de manera ejemplar y edificante”‘,. Es un gran descubrimiento, que ha ido hallando cada vez nuevas expresiones significativas en el magisterio de los más recientes pontí­fices.

La primera raí­z de una comprensión eclesial de la familia nace del descubrimiento de los grandes valores bí­blicos del pueblo de Dios (elección, alianza, consagración, promesa, etc.) en la especí­fica actuación familiar, y se desarrolla en la consideración de la familia como imagen de la Trinidad, célula del cuerpo mí­stico de Cristo, lugar de carismas y servicios recí­procos, pequeña iglesia doméstica, expresión original, aunque incompleta, de la gran iglesia.

El segundo aspecto es el concepto de liturgia del Vat. II como “ejercicio del sacerdocio de Jesucristo”, en el que “asocia siempre consigo a su amadí­sima esposa la iglesia, que invoca a su Señor y por él tributa culto al Padre eterno” (SC 7).

Un tercer aspecto es la profundización del sacerdocio universal de los fieles, ejercitado por todo el pueblo cristiano en la vida cotidiana y en la participación en la liturgia, que encuentra una actuación especí­fica en el sacramento del matrimonio, del que nace la familia cristiana. “Este es -subraya Juan Pablo II el cometido sacerdotal que la familia cristiana puede y debe ejercer en í­ntima comunión con toda la iglesia, a través de las realidades cotidianas de la vida conyugal y familiar. De esta manera la familia cristiana es llamada a santificarse y a santificar a la comunidad eclesial y al mundo” (FC 55).

Aun teniendo presente que la familia es una realización incompleta de la iglesia y que no posee ministerios ordenados, la comprensión de la familia como iglesia doméstica y de la liturgia como culto de la iglesia (y por tanto ejercicio del sacerdocio cristiano) ya ha contribuido a poner nuevas bases para el discurso acerca de una liturgia familiar, que puede abrirse todaví­a a perspectivas más amplias.

2. LA REFORMA LITÚRGICA Y LA FAMILIA. Ciertamente se puede afirmar que la reciente reforma litúrgica ha tenido una consideración de la familia demasiado reductiva como sujeto de la liturgia de la iglesia o, en cualquier caso, como comunidad que toma parte en las celebraciones de la iglesia. A este respecto es muy interesante lo que afirma Juan Pablo II: “Una finalidad importante de la plegaria de la iglesia doméstica es la de constituir para los hijos la introducción natural a la oración litúrgica propia de toda la iglesia; en el sentido de preparar a ella y de extenderla al ámbito de la vida personal, familiar y social. De aquí­ deriva la necesidad de una progresiva participación de todos los miembros de la familia cristiana en la eucaristí­a, sobre todo los domingos y dí­as festivos, y en los otros sacramentos, de modo particular en los de la iniciación cristiana de los hijos. Las directrices conciliares han abierto una nueva posibilidad a la familia cristiana, que ha sido colocada entre los grupos a los que se recomienda la celebración comunitaria del oficio divino. Pondrán asimismo cuidado las familias cristianas en celebrar, incluso en casa y de manera adecuada a sus miembros, los tiempos y festividades del año litúrgico” (FC 61).

Vamos a pasar revista a los rituales renovados, para señalar los aspectos familiares de la celebración y de la participación litúrgica.

En el Ritual de la iniciación cristiana de adultos se atribuye una importancia particular a los familiares en la introducción de los catecúmenos (Observaciones generales 7), y en particular al padrino, que es como una “extensión espiritual de la misma familia” y “ayudará a los padres para que el niño llegue a profesar la fe y a expresarla en su vida” (ib, 8).

En el Ritual del bautismo de niños, mientras se excluye, salvo en peligro de muerte, la celebración del sacramento en casas privadas, se ponen de manifiesto continuamente las responsabilidades de los padres al pedir el bautismo y prepararse para él, la necesidad de una participación consciente, las tareas que se les confí­an, el compromiso de guiar a los niños a la maduración de la fe y a la futura participación de la confirmación y la eucaristí­a.

También el Ritual de la confirmación repite que “… a los padres cristianos corresponde ordinariamente mostrarse solí­citos por la iniciación de los niños a la vida sacramental” y que ellos manifiesten también esta conciencia “por medio de su activa participación en la celebración de los sacramentos” (n. 3). Es sobre todo la familia la que representa al pueblo de Dios (cf n. 4).

La constitución SC ha llamado la atención sobre la especial relación existente entre la eucaristí­a y el matrimonio, pidiendo que éste se celebre “habitualmente… dentro de la misa” (n. 78). “La eucaristí­a -reafirma Juan Pablo II- es la fuente misma del matrimonio cristiano… Y en el don eucarí­stico de la caridad, la familia cristiana halla el fundamento…” (FC 57).

El Directorio para las misas con niños reafirma que la formación litúrgica de los niños “a la familia cristiana corresponde principalmente” (n. 10). “Si después los mismos niños, al participar en la misa, tienen junto a ellos a sus padres y otros miembros de la familia, quedará fuertemente consolidada la espiritualidad familiar” (n. 16).

La Instrucción de la misa para grupos particulares (1969) considera la posibilidad de la eucaristí­a celebrada en casa, con las adaptaciones establecidas en el documento, también para los “grupos familiares reunidos en torno a personas enfermas o ancianas, impedidas para salir de casa” (A. Pardo, o.c., 200), o para los “grupos familiares reunidos para velar a un difunto o por alguna otra circunstancia religiosa excepcional” (ib).

“El espí­ritu cristiano de las familias se desarrolla poderosamente si los niños participan en estas misas en compañí­a de sus padres y de otros miembros de la familia” (n. 16) (A. Pardo, Liturgia de la eucaristí­a, col. Libros de la comunidad, Ed. Paulinas, etc., Madrid 1979, 229).

En el Misal de Pablo VI hallamos referencias explí­citas a la familia en la fiesta de la sagrada Familia y en un formulario ponla familia en las misas por diversas circunstancias. De la fiesta de la sagrada Familia, ahora más significativamente relacionada con el misterio de navidad (domingo en la octava de navidad), y del conjunto de las lecturas y oraciones surgen tres ideas fundamentales: Dios, autor y fundamento de la vida familiar, y, por tanto, la familia en la historia de la salvación; la asunción, en el misterio de la encarnación, de la misma experiencia familiar, a la que se propone como modelo la familia de Nazaret; la constante orientación de la liturgia a no considerar la familia cristiana en sí­ misma, sino siempre en el más amplio contexto de la familia Dei.
El ritual del Sacramento del matrimonio, sacramento que fundamenta y expresa el pacto nupcial entre los esposos haciéndolo “sí­mbolo de la unión de Cristo con la iglesia”, invoca sobre la pareja la bendición dada por Dios a la “primera comunidad humana, la familia” (n. 35), y se refiere repetidamente en la oración, en perspectiva de futuro, a la familia que nace, a su comunión de vida, a su misión en la iglesia y en el mundo.

En el ritual para la Ordenación del obispo, de los presbí­teros y de los diáconos se prevé que los ordenados administren la comunión bajo las dos especies a los fieles.

La dimensión comunitaria del pecado y de la reconciliación, resaltada en el nuevo Ritual de la penitencia (n. 5), tiene una gran relevancia familiar, como aparece en los mismos esquemas de examen de conciencia propuestos en el apéndice. Esta importante perspectiva vuelve a recobrarla Juan Pablo II: “La celebración de este sacramento adquiere un significado particular para la vida familiar. En efecto, mientras mediante la fe descubren cómo el pecado contradice no sólo la alianza con Dios, sino también la alianza de los cónyuges y la comunión de la familia, los esposos y todos los miembros de la familia son alentados al encuentro con Dios, `rico en misericordia’, el cual, infundiendo su amor más fuerte que el pecado, reconstruye y perfecciona la alianza conyugal y la comunión familiar” (FC 58).

Por su parte, el Ritual de la unción y de la pastoral de los enfermos subraya que en el servicio de caridad prestado a los enfermos, “…tanto en la lucha contra la enfermedad y en el amor a los que sufren como en la celebración de los sacramentos de los enfermos… la familia de los enfermos tiene una parte primordial” (nn. 33-34). Por otra parte, tanto el rito de la unción como el de la comunión de los enfermos y del viático se celebran normalmente en casa, con la participación amorosa y consciente de los familiares.

El Ritual de exequias prevé una “vigilia en casa de los difuntos”, en la que se ora varias veces por los familiares que sufren, mientras que el inicio del verdadero y propio rito fúnebre puede comenzar en la casa del difunto, con una atención afectuosa a los familiares. En los Praenotanda, en efecto, se establece que, “al preparar la celebración de las exequias, los sacerdotes considerarán… también el dolor de los familiares y las necesidades de su vida cristiana” (n. 18) (A. Pardo, o. c., 267).

Es significativa la afirmación de la Ordenación general de la liturgia de las Horas: “Conviene, finalmente, que la familia, que es como un santuario doméstico dentro de la iglesia, no sólo ore en común, sinoque además lo haga recitando algunas partes de la liturgia de las Horas cuando resulte oportuno, con lo que se sentirá más insertada en la iglesia” (n. 27) (A. Pardo, o.c., 309). Y Pablo VI, en la exhortación apostólica Marialis cultus (= MC), de 1974, tras citar este texto, añade: “No debe quedar sin intentar nada para que esta clara indicación halle en las familias cristianas una creciente y gozosa aplicación” (n. 53). Por otra parte, en las preces de laudes y ví­speras, en las que se capta de forma tan inmediata el pulso de nuestro tiempo, la temática familiar aflora con bastante frecuencia.

No podemos olvidar el tema de las -> bendiciones, acciones de la iglesia en las que se alaba a Dios por sus beneficios y se invoca su salvación sobre los hombres. Algunas están reservadas a los ministros ordenados, pero otras son confiadas también a los laicos, y muchas de éstas -en forma tradicional o nueva- son de carácter familiar: piénsese en las bendiciones de la mesa, en las bendiciones dadas a los hijos antes de irse a descansar o en la de año nuevo. La iglesia romana ha introducido en su praxis litúrgica renovada el libro titulado De Benedictionibus (= El Bendicional), que dedica su primera parte, capí­tulo primero, a las bendiciones en la vida de familia. Al introducir este tipo de bendiciones en un libro litúrgico oficial, “entra en la liturgia de la iglesia un fragmento de las costumbres familiares””.

En la celebración anual de los misterios de Cristo siempre ha tenido una gran función pedagógica y espiritual la preparación y la resonancia que los diversos momentos del -> año litúrgico tienen en la vida familiar. Es necesario admitir que la reforma litúrgica se preocupó poco de este sector; por eso nos parece también de gran actualidad la ya citada orientación de Juan Pablo II: “Pondrán asimismo cuidado las familias cristianas en celebrar, incluso en casa, de manera adecuada a sus miembros, los tiempos y festividades del año litúrgico” (FC 61).

La reforma litúrgica ha dado también principios generales para un replanteamiento de los ejercicios piadosos en armoní­a con la sagrada liturgia (cf SC 13). Algunos de ellos forman tradicionalmente parte de la vida religiosa de la familia. Pablo VI, por ejemplo, ha recomendado a las familias particularmente el rosario, “vástago germinado sobre el tronco secular de la liturgia cristiana”, notando que “no es difí­cil comprender cómo el rosario es un piadoso ejercicio inspirado en la liturgia y que, si es practicado según la inspiración originaria, conduce naturalmente a ella sin traspasar su umbral” (MC 48).

Más en general, la profundización de la concepción de la iglesia y de la oración misma han puesto en claro la exigencia de que se difunda, renovando la praxis tradicional, una auténtica experiencia de oración familiar, “zona intermedia entre la oración comunitaria del culto público y la oración privada” 28. Ya el Vat. II habí­a presentado la oración común como un momento irrenunciable de la vida de una familia que se autoconsidera iglesia: “La familia ha recibido directamente de Dios la misión de ser la célula primera y vital de la sociedad. Cumplirá esta misión si, por la mutua piedad de sus miembros y la oración en común dirigida a Dios, se ofrece como santuario doméstico de la iglesia” (AA 11). Y Pablo VI insiste: “… porque si fallase este elemento, faltarí­a el carácter mismo de la familia como iglesia doméstica. Por eso, debe esforzarsepara instaurar en la vida familiar la oración en común” (MC 52).

Este análisis de los nuevos rituales y de las más recientes directivas del magisterio, a la luz de la recuperación de los valores fundamentales de los que hemos tratado, permite articular el tema familia/ liturgia a diferentes niveles.

a) La familia como sujeto de la liturgia, en un triple sentido: cuando celebra sola una acción litúrgica (como en el caso de la liturgia de las Horas o de ciertas bendiciones); cuando participa como tal en una acción litúrgica, celebrada quizá en su misma casa (eucaristí­a, penitencia, unción de los enfermos, ritos fúnebres, etc.); cuando la familia prepara, prolonga o revive en su propio ámbito la liturgia de la iglesia (año litúrgico, sacramentos, etcétera).

b) La familia como objeto de la liturgia: en el sentido de que a ella se refiera algún rito litúrgico o se efectúe para ella, se ore por ella o se trate de ella, sobre todo en la t eucologí­a, proponiendo una interpretación, una imagen o un modelo de familia cristiana.

c) Finalmente, el discurso se refiere también a algunas formas de -> religiosidad popular de carácter familiar, animadas por el espí­ritu de la liturgia, especialmente en relación con el año litúrgico; y, en general, a las diversas expresiones de la oración familiar, inspirada por la lectura de la palabra de Dios.

III. Propuestas pastorales
El desarrollo de una relación más profunda entre familia y liturgia puede madurar solamente a partir de una auténtica espiritualidad familiar que sepa ser cada vez más consciente y creativa 29. Nace de la palabra de Dios y tiene su expresión más fuerte en la participación litúrgica y en la oración común, y pretende realizar en la vida concreta el espí­ritu de .las bienaventuranzas. Está animada por la convicción de los padres y los hijos de ser llamados, con una única vocación, a vivir juntos la alianza, el pacto de amor de Dios con su pueblo y a ser testigos del evangelio en la propia situación concreta, comprendida como un momento de la historia de salvación. Sintiéndose iglesia doméstica, se comprometen a ser “un solo corazón y una sola alma”, creciendo juntos en la fe, en la esperanza y en la caridad, ayudándose y edificándose unos a otros.

Pero si la familia cristiana tiende con intensidad particular a hacer suyo el ideal de la comunión eclesial, no se sentirá menos llamada a participar de la misión de la iglesia, haciéndose cada vez más protagonista de la pastoral y de la vida de comunidad cristiana parroquial con su palabra, su acción y su mismo testimonio.

La profundización y difusión de una experiencia familiar cristiana más marcadamente eclesial podrá hacer surgir con mayor intensidad la familia en el movimiento litúrgico, dando vida a una fase más tí­picamente familiar en la renovación litúrgica. Dentro de ciertos lí­mites, compartimos lo que escribe P. Dufresne: “Las familias en particular, una vez convencidas de la necesidad de tener una expresión propia, deben dar vida a una liturgia asimismo propia. Les toca a ellas tomar la iniciativa, intentar experiencias, redescubrir sí­mbolos que sean realmente significativos para ellas en el mundo de hoy. En este trabajo de creación de una liturgia familiar toca a los pastoresla misión de abrir pistas, indicar posibilidades, dar orientaciones, establecer los puntos de partida, suscitar iniciativas y coordinar las experiencias, confrontándolas con las de los demás y con la herencia del pasado”
Pero esta postura, a nuestro parecer, no carece de ambigüedad: no nos parece que tenga en cuenta lo incompleto de la familia como realización de la iglesia, con los consiguientes lí­mites intrí­nsecos de cara a la concepción de una liturgia familiar. Más aún, precisamente en la participación en la liturgia es donde la familia se realiza en la más amplia dimensión eclesial. Esto, sin embargo, no es óbice para que se reconozcan espacios más amplios para toda la dimensión familiar de la vida litúrgica, que se expresa en los diferentes niveles mostrados por el análisis de los rituales, y que puede ciertamente hallar expresión más espontánea y rica.

En este sentido, los datos más significativos de la tradición pueden representar la base para futuros desarrollos. Trataremos de poner en claro algunas perspectivas:
a) Un redescubrimiento de la relación originaria entre eucaristí­a y comensalidad cristiana podrí­a llevar en algunas circunstancias a la recuperación del agape (carácter memorial, social, eclesial, escatológico); pero sobre todo podrí­a inspirar más profundamente la oración de las comidas, con una atención particular a su dimensión eucarí­stica. Esta oración de la mesa puede asumir diversas modalidades, experimentadas por muchas familias: fórmulas fijas o variadas, recitadas por el cabeza de familia o por otros miembros, como, por ejemplo, el hijo más pequeño; breves versí­culos dialogados, un momento de silencio cerrado por una oración; oraciones espontáneas por turno, un canto, etc.

b) La participación en la eucaristí­a, en que la familia se realiza más plenamente como iglesia doméstica, puede abrir posibilidades diversas a una liturgia familiar: ante todo, la eucaristí­a dominical en la parroquia, en la que toman parte juntos todos los componentes de la familia; en circunstancias particulares, como en las más hermosas fiestas familiares, también la eucaristí­a ferial; la misa doméstica, celebrada en casa de una familia que invita y acoge a otras familias, en circunstancias particulares o como momento fuerte en el camino de fe de un grupo de familias que se reúne en torno a la palabra de Dios. Tales celebraciones podrán asumir algunas modalidades familiares tí­picas: preparación del altar, participación de grandes y pequeños en la oración universal, colecta de ofrendas para alguna finalidad particular, presentación de motivos de agradecimiento y compromiso, canciones y oraciones de carácter familiar, etc. ”
c) La liturgia de las Horas ha sido presentada por Pablo VI como “cumbre a la que puede llegar la oración doméstica” (MC 54). Esta indicación merece ser comprendida y acogida mejor a la luz de ciertas consideraciones. La primera es ésta: la familia que se reúne para la celebración de la liturgia de las Horas se hace ella misma y por sí­ misma sujeto de una acción litúrgica de la iglesia; a pesar de las apariencias y prejuicios contrarios, esta forma de oración eclesial, además de ser muy significativa por su riqueza de inspiración y de contenido, se presta bien a una interpretación familiar, por su carácter dialógico y coral, por la posibilidad de participar con intervenciones diferentes, por su misma estructura abierta a la oración espontánea y a la meditación silenciosa. Pero, pese a estas constataciones verificadas por la experiencia, estamos de acuerdo con los que piden y buscan, para una valoración familiar de la liturgia de las Horas, un mayor espacio de adaptación recordando lo que prevé la Ordenación general: “Importa, sobre todo, que la celebración no resulte rí­gida ni complicada, ni preocupada tan sólo de cumplir con las normas meramente formales, sino que responda a la verdad de la cosa. Hay que esforzarse en primer lugar por que los espí­ritus estén movidos por el deseo de la genuina oración de la iglesia y resulte agradable celebrar las alabanzas divinas” (OGLH 279. Véase en A. Pardo, Liturgia de los nuevos rituales y del oficio divino, col. Libros de la comunidad, Ed. Paulinas, etc., Madrid 1980, 354).

d) También la participación en algunos sacramentos y sacramentales puede tener un carácter doméstico y familiar: pensemos ante todo en los ritos que se celebran en casa, como la unción de enfermos, la comunión de enfermos, la vigilia en casa del difunto o el primer momento del rito fúnebre; el. aspecto familiar del sacramento de la penitencia, que se puede expresar también en familia por una preparación y acción de gracias comunitarios; la resonancia familiar de los sacramentos de la iniciación cristiana, de la misa de primera comunión: momentos de la historia de una familia que ofrecen a todos sus componentes la posibilidad de asociarse a un camino de fe y vivir un sacramento como un acontecimiento de gracia para toda la familia, esforzándose por superar los problemas, condicionamientos y dificultades diversas que con frecuencia comprometen el significado más profundo de estas experiencias cristianas “.

e) La iglesia doméstica vive el año litúrgico en comunión con la gran iglesia, no sólo como un factor sumamente eficaz de formación permanente, sino como un itinerario de vida cristiana, en el que Cristo nos hace participar de sus misterios para asemejarnos cada vez más a él y para unirnos cada vez más a su iglesia. Todo esto se realiza por la participación en las celebraciones de la iglesia, pero con una irradiación en la vida familiar que inspira no solamente costumbres tradicionales y muchos aspectos del folclore, sino también encuentros de oración, ritos domésticos, celebraciones familiares centradas en la palabra de Dios: piénsese, por ejemplo, en el tiempo de navidad, en la “corona de adviento”, en la novena de navidad en familia, encuentros de oración para la inauguración del belén o del árbol de navidad, etc. En cambio, no nos parece oportuno, en las situaciones eclesiales normales, favorecer celebraciones alternativas a las de la iglesia, como cuando se habla de “vigilia pascual en familia”. Otra cosa muy diferente es una integración e interpretación familiar de la liturgia de la iglesia. Aquí­ se pueden valorar elementos tradicionales o dar espacio a una nueva -> creatividad que exprese la vitalidad religiosa y las particulares exigencias de la familia.

f) También pueden ser un desarrollo de la liturgia familiar las bendiciones, a través de las cuales, en particulares circunstancias de la vida doméstica, se alaba al Señor y se le da gracias por sus beneficios, implorando también para el futuro su protección paterna. La bendición no se agota necesariamente en una oración, sino que ésta podrá ser precedida por la palabra de Dios y acompañada por un pequeño rito (imposición de manos, signo de la cruz, aspersión con agua bendita): será un ejercicio del sacerdocio universal y del ministerio conyugal de los padres, que da significado a determinadas circunstancias de la vida familiar, las cuales se convierten en ocasión para volverse hacia Dios, dándole gracias y pidiendo su ayuda.

g) Más en general se puede aludir al problema de la oración familiar entendida como experiencia cotidiana de una familia cristiana. Es un problema, ante todo, de fe y de sentido eclesial; pero es también un problema práctico: de organización, de formas concretas, de ritmos justos, adecuados a las condiciones de vida de personas diferentes que viven juntas. Ya hemos aludido a la liturgia de las Horas, a la oración de la mesa y a la tradición del rosario en casa. Todaví­a podemos hacer referencia, entre las formas más comunes, a la oración de la mañana y de la tarde, y quizá más fácilmente a esta última: hay pocas fórmulas breves que sirvan de marco a un momento de oración más personal y espontánea, inspirada en la jornada transcurrida, introducida por una breve lectura bí­blica. Pero algunas familias prefieren dar a su oración común un ritmo menos frecuente; por ejemplo, una frecuencia semanal, a través de un encuentro en torno a la palabra de Dios que se hace reflexión, revisión de vida, intercambio de experiencias y de dones espirituales, y programación común de un compromiso cristiano, vivido en la multiplicidad de las experiencias cotidianas, pero con “un solo corazón y un alma sola”. “Sabemos muy bien -anota Pablo VI- que las nuevas condiciones de vida delos hombres no favorecen hoy momentos de reunión familiar y que, incluso cuando esto tiene lugar, no pocas circunstancias hacen difí­cil convertir el encuentro de familia en ocasión para orar. Difí­cil, sin duda. Pero es también una caracterí­stica del obrar cristiano no rendirse a los condicionamientos ambientales, sino superarlos; no sucumbir ante ellos, sino hacerles frente. Por eso, las familias que quieren vivir plenamente la vocación y la espiritualidad propia de la familia cristiana, deben desplegar toda clase de energí­as para marginar las fuerzas que obstaculizan el encuentro familiar y la oración en común” (MC 54).

Conclusión
Hemos presentado muchas posibilidades, sin proponer opciones y determinaciones concretas. En efecto, pensamos que se trata de recuperar e indicar modelos y fragmentos de experiencia que puedan entrar en una búsqueda que sólo las familias particulares pueden hacer, construyendo dí­a a dí­a su camino de fe y de vida eclesial.

Como es verdad que “la sagrada liturgia no agota toda la actividad de la iglesia” (SC 9), así­ es también evidente que la familia es iglesia doméstica sólo cuando celebra, ora y escucha la palabra; pero estos momentos cualificados de realización eclesial, buscados con amor y frecuentemente con verdadera imaginación creadora, cuentan entre las expresiones más significativas y prometedoras de un nuevo sensus ecclesiae, que ya muchas familias cristianas viven con una intensidad y conciencia que quizá las generaciones precedentes no han conocido.

[-> Grupos particulares; -> Niños; -> Jóvenes]
D. Sartore
BIBLIOGRAFíA: Iceta M., Hogares en oración, Ed. SM, Madrid 1979; Galdeano J.G., Calendario y liturgia familiar, Perpetuo Socorro, Madrid 1976; Ledogar R., Bendición de la mesa y eucaristí­a. Cuestiones planteadas desde las ciencias sociales, en “Concilium” 52 (1970) 272-285; Llabres P., La oración familiar. Orientación y valoración litúrgica, en “Phase” 48, 536-542; Pratt I., Oración en el hogar. Testimonio de una madre de familia, en “Concilium” 52 (1970) 253-258. VV.AA., Oraciones y cánticos en familia del hombre de nuestros dí­as, en “Concilium” 52 (1970) 286-302.

D. Sartore – A, M. Triacca (eds.), Nuevo Diccionario de Liturgia, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Liturgia

TEOLOGíA MORAL
SUMARIO: I. La familia entre teologí­a y antropologí­a. II. La ética familiar de la Biblia. III. Relaciones padres-hijos. IV. Relaciones entre familia y sociedad. V. Las virtudes de la vida de familia. VI. Entre Iglesia y mundo.

La “moral familiar” se puede considerar como el conjunto de valores y normas que regulan los comportamientos de los diversos componentes de la comunidad familiar. En esta definición bastante amplia se incluye también el ámbito de las relaciones de pareja (“ética conyugal’, para el que, sin embargo, se remite al artí­culo sobre l matrimonio; en él se afrontarán en particular los problemas de la /sexualidad conyugal y de la /procreación responsable; aquí­, en cambio, se analizan sobre todo las relaciones entre padres e hijos y entre familia y sociedad, aun a sabiendas de que éstos no cubren todo el arco de la “moral familiar” ampliamente entendida.

I. La familia entre teologí­a y antropologí­a
Cuando se quiere trazar un cuadro de ética familiar cristiana, el problema primero y fundamental que se plantea es el de establecer qué normas pueden definirse real y auténticamente “cristianas” y, como tales, considerarse originales y especificas
[l Especificidad (de la moral cristiana)]. Precisamente en este punto se aprecia una diferenciación significativa entre ética conyugal y ética familiar; mientras la primera, arraigada en el sacramento del matrimonio, se sitúa en la óptica nueva instaurada por Cristo, la segunda está menos directamente caracterizada en sentido sacramental y puede situarse dentro de la amplia esfera de los gestos y comportamientos inspirados en la l “nueva ley” del evangelio. La originalidad y, para ciertos aspectos, la unicidad de la ética cristiana tienen, por consiguiente, como objeto preferente la relación de pareja-sólo esta relación está marcada por “el misterio” sacramental-, y sólo indirectamente y de pasada por el ámbito de la vida familiar.

En esta perspectiva las normas que en un sentido amplio pertenecen al área de la “moral familiar” están sujetas a un evidente proceso de desarrollo histórico y, en ciertos aspectos, de relativización; proceso del que no quedan exentas, al menos en algunos de sus aspectos, las propias referencias bí­blicas, por estar vinculadas a la cultura de la época no menos que a valores permanentes. Fuertemente condicionadas como están por el contexto social, tales referencias bí­blicas presentan un estilo de relaciones entre hombre y mujer, padres e hijos y familia y sociedad estrechamente ligado a la cultura del área mediterránea de la época, pudiéndose por tanto volver a formular en culturas y contextos profundamente distintos sólo en términos generales y sin pretensión alguna de una nueva actualización, excepción hecha de ciertas grandes orientaciones de fondo que siempre deben inspirar la vida interna de la familia, la primera de las cuales es la exigencia de amor mutuo y de servicio recí­proco.

Debido a la estrecha relación existente en el ámbito de la moral familiar entre dato cultural y dato teológico, tarea y propósito fundamentales de la ética familiar cristiana no son el elaborar y crear un sistema de normas formalmente diferentes de las que regulan la vida de los no creyentes, sino el asumir y situar en un horizonte espiritual más amplio un sistema de normas basado en valores compatibles con el evangelio o, en otras palabras, el situar y entender esas normas en la perspectiva de la salvación. A este respecto puede servir de paradigma un texto clásico de la primitiva Iglesia: “Los cristianos… se acomodan a los usos locales en el vestir, en la alimentación, en el modo de comportarse. Y, sin embargo, en su manera de vivir manifiestan la maravillosa paradoja, reconocida por todos, de su sociedad espiritual… Se casan y tienen hijos como todos, pero no abandonan a los recién nacidos. Ponen a disposición mutua la mesa, pero no las mujeres” (Carta a Diogneto V, 1-7). Es decir, los cristianos desarrollan su vida familiar “como los demás”, pero se distinguen de los no creyentes en dos puntos decisivos: viven en /fidelidad y no abandonan a los recién nacidos (aman y respetan la vida). En ambos casos se trata de elementos permanentes de la ética familiar cristiana, al amparo de los cambios de estilo de vida por el paso de una cultura de base patriarcal a la que caracteriza a las modernas sociedades industriales.

Aun tratándose de elementos que caracterizan la existencia de la familia cristiana, la fidelidad conyugal, el amor y el respeto a la vida no constituyen por sí­ mismos valores propiamente cristianos y no son suficientes para fundamentar una moral familiar cristiana plena. Esta tiene que ser resultado de la sí­ntesis entre valores especí­ficos del cristiano y valores comunes, al menos por propensión, a todos los humanos. De aquí­ deriva la parcial relatividad de las normas orientadoras de la vida de la familia cristiana. Por otra parte, incluso la capacidad de encarnarse en la historia pone de manifiesto un aspecto caracterí­stico de la vocación de la familia cristiana, a saber: su actitud de respeto a la voluntad de Dios, tal como ésta se manifiesta en una gran variedad de situaciones, más allá de las cuales, sin embargo, es siempre posible realizar en sentido evangélico las opciones fundamentales de la propia vida de relación.

Unidos por la fe en determinados valores, creyentes y no creyentes se diferencian entre sí­ no tanto por la materialidad de los gestos y de las posturas que estructuran la vida de la familia, cuanto por el sentido último a atribuir a sentimientos y gestos formalmente idénticos para todos y que, para el no creyente, se sitúan en un horizonte mundano, mientras que para el creyente tienen un significado preciso en orden a la historia de la salvación. En última instancia, idénticos valores, compartidos por unos y por otros, relacionan, bien a los humanos entre sí­, bien a los humanos con Dios. Queda perfilada así­ la tarea fundamental de la ética familiar cristiana, consistente en hacer propios y en asumir en la medida de lo posible los valores positivos de la cultura de la propia época, así­ como en cuestionar los modelos y estilos de vida al uso cuando éstos se apartan de la ética evangélica, cosa que sucede a menudo en lo relativo a los valores de la fidelidad y de la apertura a la vida. No se trata, pues, de elaborar una ética familiar alternativa a la de la propia época (empresa, por otra parte, imposible), sino de aprovechar y valorar los aspectos positivos dejas distintas culturas para, en expresión reiterada de Pablo, asumirlos y recrearlos “en el Señor”. De esta manera, lo que podrí­a aparecer simplemente una “antropologí­a” se convierte propiamente en una “teologí­a”.

II. La ética familiar de la Biblia
Las precedentes reflexiones preliminares eran necesarias para captar en su justo significado las referencias a la ética familiar que aparecen en la Biblia, tanto en el AT como en el NT. A través de ellas el lector actual saca la impresión de encontrarse ante una ética familiar arcaica, patriarcal, “machista” a menudo. Ello es debido a que se trata de un sistema de normas muy arraigado en la propia época. De él hay que extraer valores de fondo que sean actuales, y no pautas de comportamiento especí­ficas y a menudo caducas. En este sentido las orientaciones fundamentalmente deducibles de la Biblia -yen particular del NT- en el tema de moral familiar se pueden compendiar en tres grandes áreas temáticas.

a) La referencia primera y fundamental apunta hacia la radical relativización de la familia. En un contexto en el que los deberes hacia el grupo familiar se presentaban a menudo como absolutamente prioritarios, Jesús proclama enérgicamente la primací­a del reino: “El que quiere a su padre o a su madre más que a mí­, no es digno de mí­” (Mat 10:37 y par.). Los ví­nculos familiares deben pasar a un segundo plano frente a la llamada de Dios y, si son un obstáculo a la propia santificación, deben anularse de la misma manera que se corta un miembro del propio cuerpo cuando se convierte en motivo de escándalo (Mat 18:8). En general, los intereses del grupo familiar no pueden llevar nunca al sacrificio de las legí­timas exigencias de la persona. Es también ésta la ví­a por la que se irá afianzando progresivamente en la legislación canónica y en la moral el principio de la libre elección del cónyuge, principio que representa históricamente el punto clave para el afianzamiento de la preeminencia de los derechos del individuo respecto a los intereses del grupo familiar (reflexiones análogas pueden hacerse en relación con la elección del estado de vida religioso más allá incluso de las expectativas del grupo familiar).

b) La segunda referencia apunta hacia la igualdad estructural entre hombre y mujer (Gál 3:28), igualdad aceptada progresivamente, aunque con esfuerzos y no sin contradicciones internas, como criterio regulador de las relaciones entre mando y mujer dentro de la familia. Persisten, es cierto, diferencias entre hombre y mujer. En este sentido, hay numerosos textos del AT y del mismo NT que podrí­an leerse en una óptica de subordinación de la mujer al hombre. Pero estas diferencias no son ya ni definitivas ni sustanciales; parecen ser más bien provisionales y accidentales, vinculadas a la cultura de las distintas épocas, con las que la propia ética cristiana debe contrastarse, y no a la naturaleza profunda de la humanidad en su bipolaridad masculina y femenina. La ética familiar cristiana se basa en esta igualdad radical, la cual, ya en la práctica de las comunidades cristianas primitivas, era también y ante todo igualdad ante Dios -incluso en las obligaciones relativas al ejercicio de la misión y de la propagación del evangelioe igualdad ante la ley moral, puesto que son iguales para el hombre y para la mujer las normas reguladoras de los aspectos fundamentales de la relación conyugal, el primero de los cuales es la relación de pareja. Resulta particularmente significativo el que, desde los comienzos, el deber de la fidelidad se haya propuesto como imperativo moral tanto para el hombre como para la mujer, así­ como el que la condena de la fornicación y de la impureza concierna por igual a ambos.

c) Un tercer grupo de orientaciones éticas apunta en general a las reglas de comportamiento a las que padres e hijos están respectivamente sometidos y que reflejan las prescripciones contenidas en diversos “códigos familiares” que el NT nos ha transmitido. Los criterios pueden resumirse en el amor mutuo ( Col 3:18s); la sumisión (Efe 5:21; 1Pe 3:9), aunque ésta nunca es absoluta, sino entendida siempre según la lógica del reino; el fiel cumplimiento, en general, de los derechos y deberes mutuos por parte de los distintos componentes de la familia, derechos y deberes formalmente análogos, si no idénticos, a los de los no creyentes, pero que el cristiano hace suyos bajo una óptica renovada.

III. Relaciones padres-hijos
Aunque los “códigos familiares” del NT señalan algunos grandes criterios inspiradores de las relaciones internas de familia, estas orientaciones deben, sin embargo, volverse continuamente a plantear y a actualizar teniendo en cuenta la especí­fica situación histórica en que vive la familia. No tiene nada de extraño que, en un contexto eminentemente patriarcal, los escritos del NT, y en particular las cartas de inspiración paulina, hagan hincapié sobre todo en el deber de sumisión que tienen los hijos (extensivo a la servidumbre y a los mismos esclavos, en cuanto miembros también ellos de la “casa” entendida como conjunto), retomando y parafraseando el mandamiento del decálogo “honra a tu padre y a tu madre”, que el mismo Jesús hizo reiteradamente suyo (Mat 15:4; Mat 19:19). En el ámbito, sin embargo, de las relaciones entre padres e hijos, el evangelio introduce la nueva categorí­a del “servicio”, que, aun sin excluir la de “autoridad”, en cierta manera la supera definitivamente (Mat 20:26), eliminando la tradicional relación de sumisión. Entender el ejercicio de la autoridad como el cumplimiento de un servicio implica que el que está arriba haga del que está abajo el centro de sus propias preocupaciones. En esta perspectiva queda minado de base cualquier culto familiar a la autoridad como situación permanente de superioridad, en la misma medida en que se invierte por completo la tradicional relación entre “pequeños” y “grandes”, ya que son los pequeños quienes tienen el puesto de honor en el reino y, consiguientemente, también esa parcial y limitada anticipación y prefiguración del reino que es la familia cristiana.

Una dedicación total y gratuita, basada en la lógica de la donación y entendida como centro de toda actitud educativa auténtica, sustituye a un cuidado de los hijos que en la familia patriarcal no era siempre desinteresado, pues de alguna manera estaba motivado por la espera de una contrapartida futura y, consiguientemente, basado en parte en la “lógica del intercambio”. Esto no significa, por parte de los hijos, excluir la obediencia y la sumisión cuando se soliciten y sean necesarias, sino más bien realizar en el Señor su relación de subordinación provisional, como paso de alguna manera obligado en el camino de la realización plena de sí­ mismos. En esta perspectiva la autoridad familiar se presenta como estructuralmente “ex-céntrica”, por cuanto su centro no se halla en sí­ misma, sino fuera de sí­ (en los hijos y no en los padres), y a la vez como estructuralmente provisional, es decir, destinada a durar sólo hasta que el proceso de desarrollo haya llegado a su término. Por su doble caracterí­stica de “servicio” desempeñado en el amor y de provisionalidad esencial, la autoridad familiar puede proponerse como tipo ideal de toda forma de autoridad ejercida en el espí­ritu del evangelio.

Las relaciones padres-hijos no pueden ser realmente “paritarias” en sus comienzos debido a la evidente divergencia existente en las posiciones de partida. Dentro de esas relaciones existe, sin embargo, un amplio espacio para la realización de justicia en todas sus formas: en la expresión del propio afecto, no privilegiando una de las partes en detrimento de la otra, ni por parte de los padres ni por parte de los hijos; en la gestión y reparto de los bienes materiales de los que la familia tiene necesidad para vivir y que tienden espontáneamente a transmitirse de padres a hijos bajo la forma de patrimonio familiar. A este respecto hay que evitar todo tipo de discriminación, así­ como un igualitarismo raso, para lo cual habrá que prestar atención a las situaciones concretas y no a las exigencias abstractas de una justicia entendida como nivelación pura y simple de posiciones, desatenta con las necesidades reales, actuales y previsibles en un futuro, de todos los componentes de la familia, necesidades que serán inevitablemente diversas. “Dar a cada uno lo suyo” significa, desde este punto de vista, tener en cuenta no sólo los derechos, iguales por tendencia, sino también las necesidades, desiguales por tendencia (GS 52).

Estas obligaciones de justicia tienen evidentemente las caracterí­sticas de la bilateralidad: corresponde a los padres criar y educar a los hijos, y corresponde a los hijos amar y respetar a los padres incluso haciéndose cargo del problema de la vejez de éstos. Más allá del contexto patriarcal en que han tenido origen, conservan permanente actualidad las referencias bí­blicas relativas a los deberes para con los ancianos (Si 3,ls). Las dificultades que la sociedad moderna interpone al ejercicio de los deberes de asistencia a los miembros ancianos de la familia no pueden inducir a dejar silenciado este aspecto de la vida de relación de la familia. Corresponderá siempre a la colectividad, a través de circunspectas intervenciones de polí­tica social, el crear las condiciones favorables para la integración de los ancianos en la sociedad y para el mantenimiento de ví­nculos lb más estrechos posibles entre las diversas generaciones.

El término natural del proceso educativo será el crecimiento de los hijos (y, en ciertos aspectos, de los mismos padres) a través del ejercicio humilde y desinteresado de la autoridad en la libertad; una libertad que debe ser garantizada frente a la tendencia instintiva de los padres a transferir a los hijos la propia personalidad y las propias expectativas, sobre todo en lo que respecta a la elección de estado de vida, la elección del futuro cónyuge y el ejercicio del trabajo y de la profesión.

En el plano de la educación en la fe corresponde a los padres la obligación de dar a conocer los valores evangélicos en su totalidad; ahora bien, estos valores los deberán testimoniar, vivir y proponer más que imponer, sabedores de que la generación fí­sica nunca es automáticamente generación espiritual; la fe es el resultado de un encuentro personal e irrepetible entre la llamada de Dios y la libre respuesta humana; un encuentro que los padres cristianos pueden favorecer, pero nunca predeterminar.

IV. Relaciones entre familia y sociedad
La moral familiar no tiene su ámbito exclusivo de ejercicio en el interior de las paredes domésticas, sino que se extiende también a la relación entre familia y sociedad. Es éste un aspecto poco tratado en el pasado por la ética tradicional, pero que ha vuelto a ser presentado en toda su importancia por el reciente magisterio de la Iglesia (JUAN PABLO II, Familiaris consortio, 42ss).

La familia tiene el preciso deber de concurrir a la humanización de la sociedad y a la promoción de las personas. Precisamente porque es estructuralmente un punto de encuentro entre “público” y “privado”, la familia no puede aislarse en su propia intimidad (la cual, entendida de una manera privada, se convertirí­a en una realidad falseada y deformada), sino que está reclamada para hacerse cargo de los problemas de la sociedad circundante. Ante todo, el restablecimiento de esta relación resulta condición casi indispensable para el correcto cumplimiento de la tarea educativa en las sociedades industriales avanzadas, caracterizadas por uña fuerte incidencia de la esfera pública en la vida familiar.

De ahí­ que, en una ética familiar cristiana atenta a las exigencias de los tiempos, deba introducirse necesariamente el deber de la 1 participación en los diversos niveles en los que ésta tiene expresión: concurriendo a la gestión del territorio en sus diversas formas, desde la organización de los poderes locales a la tutela del medio ambiente; colaborando en el buen funcionamiento de las instituciones escolares a través de la presencia en los órganos de cogestión; comprometiéndose apromocionar en la sociedad intervenciones de polí­tica familiar y social encaminadas a la superación o, al menos, a la contención de los fenómenos de marginación, exclusión y pobreza crónica. Si en épocas pasadas, caracterizadas por una neta distinción entre público y privado, la ética familiar se remití­a exclusivamente al área de lo privado, en el mundo moderno los lí­mites entre público y privado se han vuelto lábiles y escurridizos; y, consiguientemente, una ética familiar cristiana no puede evitar el hacerse también cargo de las relaciones entre familia y sociedad.

V. Las virtudes de la vida de familia
Expresión tí­pica de la ética familiar cristiana es el ejercicio de las virtudes propias de la vida de familia. La fe sostiene y robustece las opciones morales de la familia, impidiendo que éstas se diluyan en un legalismo formal; la esperanza favorece la capacidad de mirar hacia el futuro y de abrirse a la vida; la caridad alienta desde dentro de las relaciones entre los cónyuges, el servicio educativo y el compromiso en la sociedad civil.

En el contexto de la vida de familia encuentran también espacio las virtudes tradicionales de la vida religiosa, dentro de una perspectiva tí­picamente familiar y, consiguientemente, laica:
– la obediencia, entendida como entrega mutua en el amor de unos a los otros, del esposo a la esposa, de los hijos a los padres (y también viceversa en cierto sentido);
– la castidad, vista como realización de una relación de pareja que, sin renunciar a las legí­timas expresiones de la sexualidad, no convierta, sin embargo, el gesto sexual en un absoluto, sino que sea capaz de integrarlo armónicamente en la plenitud de la vida personal;
– la pobreza, vivida no como rechazo abstracto de los bienes materiales, de los que, por otra parte, necesita la familia para poder vivir y dar cumplimiento a sus propias tareas educativas, sino como relativización de la esfera económica, que fuera de la familia es frecuentemente vivenciada como omniabarcadora y que, en cambio, debe ser devuelta a su función instrumental.

Entre las paredes domésticas se cultivan así­ mismo las virtudes tí­picamente familiares de la sencillez, la capacidad de servicio, la hospitalidad, la actitud de acogida, sobre todo en lo que respecta a los “últimos” y a los marginados, para los que parece no haber ya sitio en una sociedad que ha erigido en absolutos al individualismo, la competencia la exasperada búsqueda del bienestar y del éxito y que también por esto parece estar estructuralmente condenada a generar siempre nuevas pobrezas, a las que no se podrá poner remedio sin las energí­as espirituales y morales que encuentran su alimento en una vida familiar vivida gozosamente en el Señor.

En el centro de este estilo de vida tejido con las virtudes cristianas tradicionales encarnadas en las formas y en los estilos caracterí­sticos de la vida de familia se encuentra la capacidad de la familia cristiana para realizarse como auténtica “comunidad de vida y de amor” (GS 48). De esta comunión profunda entre las personas deriva también la capacidad para efectuar una opción concreta de servicio.

VI. Entre Iglesia y mundo
La familia necesita insertarse en la comunidad cristiana con el fin de que adquiera conciencia de su misión eclesial y al mismo tiempo se abra a los problemas del mundo. En la comunidad eclesial –sobre todo en su expansión territorial más inmediata-
mente perceptible, es decir, en la parroquia) la familia encuentra el lugar en el que sus opciones morales pueden ser iluminadas, apoyadas, incluso contrastadas, al confrontarse con otras experiencias de servicio, como el celibato sacerdotal, la vida religiosa y las diversas formas de servicio al reino. En el marco de un proyecto de vida cristiana más abarcador, la familia puede individuar mejor el espacio ético que le es peculiar, en la perspectiva de mediación entre Iglesia y mundo, que es expresión caracterí­stica de su vocación.

Esta mediación ética se ejerce por la doble ví­a del testimonio y de la profecí­a: con el testimonio la familia cristiana verifica, en la humildad de los pequeños gestos cotidianos, la verdad profunda y la posibilidad de llevar a cabo en la práctica las exigencias éticas del evangelio, ciertamente duras; con la profecí­a la familia cristiana se inserta en la historia para hacer suyos los valores positivos (pero también para denuncias los aspectos negativos) de la cultura de la propia época. La familia cristiana debe hacer esta inserción sin ceder a la tentación de crear en torno a sí­ pequeños reductos alternativos que, tarde o temprano, correrí­an el riesgo de transformarse en guetos. En este difí­cil equilibrio entre testimonio de unos valores y denuncia valiente de cualquier ofensa hecha a las personas se juega la capacidad de la familia cristiana de ser portadora en la historia humana de una propuesta ética propia y original.

[/Divorcio civil; /Fidelidad e indisolubilidad; /Matrimonio].

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G. Campanini

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Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Moral

El término hebreo misch·pa·jáh (familia) no solo significa conjunto de ascendientes y descendientes de un mismo linaje, sino, por extensión, tribu, pueblo o nación. La palabra griega correspondiente, pa·tri·á, también tiene un sentido amplio. Jehová Dios es el originador de la familia. Es el Padre de su familia celestial y Aquel a quien †˜toda familia en la tierra debe su nombre†™. (Ef 3:14, 15.) Jehová formó la primera familia humana, y se propuso que con este medio se llenara la Tierra. Además, permitió que Adán, aunque habí­a pecado, tuviera una familia e hijos †œa su semejanza, a su imagen†. (Gé 5:3.) Desde entonces, ha mostrado con claridad en su Palabra que concede una gran importancia a las facultades de procreación que ha dado al hombre, y por medio de las cuales el ser humano puede perpetuar su nombre y linaje familiar en la Tierra. (Gé 38:8-10; Dt 25:5, 6, 11, 12.)

La estructura familiar y su conservación. La familia era la unidad básica en la sociedad hebrea antigua. Estaba configurada como un gobierno: el padre ejercí­a la jefatura y era responsable ante Dios, mientras que la madre hací­a las veces de subdirectora con autoridad sobre los hijos en el ámbito doméstico. (Hch 2:29; Heb 7:4.) La unidad familiar era un reflejo en pequeña escala de la gran familia de Dios. En la Biblia, se representa a Dios como esposo de la †œJerusalén de arriba†, de la que se dice que es madre de Sus hijos. (Gál 4:26; compárese con Isa 54:5.)
La familia de la época de los patriarcas pudiera compararse en algunos aspectos a una corporación moderna. Sus miembros poseí­an algunas cosas en exclusiva, pero por lo general las propiedades eran un bien común y el padre se encargaba de administrarlas. Si en el seno familiar alguien cometí­a un mal, se consideraba como una ofensa contra toda la familia y, en particular, contra el cabeza de la casa. El oprobio recaí­a sobre él y se le hací­a responsable de tomar las medidas necesarias para corregir el mal. (Gé 31:32, 34; Le 21:9; Dt 22:21; Jos 7:16-25.)
La norma original de Dios para la familia fue la monogamia. Aunque la poligamia llegó a ser una práctica común, siempre fue contraria a la norma dictada originalmente por Dios. Sin embargo, permitió que existiese hasta que llegase el momento de restablecer la norma original, lo que ocurrió con la llegada de la congregación cristiana. (1Ti 3:2; Ro 7:2, 3.) En el pacto de la Ley, Dios no solo reconoció la existencia de la poligamia, sino que la reguló, de modo que la unidad familiar permaneciera viva e intacta. No obstante, el propio Jehová habí­a dicho: †œPor eso el hombre dejará a su padre y a su madre, y tiene que adherirse a su esposa, y tienen que llegar a ser una sola carne†. Tiempo después, su Hijo citó estas mismas palabras y añadió: †œDe modo que ya no son dos, sino una sola carne. Por lo tanto, lo que Dios ha unido bajo un yugo, no lo separe ningún hombre†. (Gé 2:24; Mt 19:4-6.) La Biblia muestra que Adán solo tuvo una esposa, que vino a ser †˜la madre de todo el que ha vivido†™. (Gé 3:20.) Lo mismo puede decirse de los tres hijos de Noé, que dieron comienzo a la repoblación de la Tierra después del diluvio universal; eran hijos de padres monógamos y cada uno llevó consigo a través del Diluvio a una sola esposa. (Gé 8:18; 9:1; 1Pe 3:20.)

Bajo el pacto de la Ley. En los Diez Mandamientos que Dios dio a Israel se recalca la unidad familiar. El quinto mandamiento dice: †œHonra a tu padre y a tu madre†, que es el primer mandamiento con una promesa implí­cita. (Dt 5:16; Ef 6:2.) La rebeldí­a de un hijo en contra de sus padres constituí­a una rebelión tanto contra el sistema de gobierno establecido por Dios como contra Dios mismo. Si golpeaba a su padre o a su madre, los maldecí­a o llegaba a ser un rebelde incorregible, debí­a ser ejecutado. (Ex 21:15, 17; Le 20:9; Dt 21:18-21.) Los hijos debí­an mostrar el debido respeto a sus padres, y aquel que tratara a su padre o madre con desprecio serí­a maldito. (Le 19:3; Dt 27:16.)
El séptimo mandamiento —†œNo debes cometer adulterio†— prohibí­a cualquier unión sexual entre una persona casada y otra ajena al ví­nculo matrimonial. (Ex 20:14.) Se esperaba que todos los niños nacieran en el seno de una familia. Los hijos ilegí­timos no eran reconocidos como miembros de la congregación de Israel, y a sus descendientes no se les permití­a llegar a serlo hasta la décima generación. (Dt 23:2.)
En tanto que el séptimo mandamiento, que prohibí­a el adulterio, serví­a para salvaguardar la unidad familiar, el décimo, prohibí­a los malos deseos, protegí­a además la integridad de la familia propia, así­ como el hogar y la familia del semejante. Este mandamiento protegí­a lo más entrañable y vinculado a la vida de familia: esposa, casa, sirvientes, animales y demás posesiones. (Ex 20:17.)
Bajo el ordenamiento de la Ley, se guardó un minucioso registro genealógico. Además, la herencia de la tierra como patrimonio familiar reforzó mucho más la condición indivisible de la familia. El registro genealógico fue de particular importancia en el caso del linaje de Judá y, posteriormente, en el de su descendiente David. Como la promesa de la llegada del rey mesiánico a través de estas familias era conocida, se llevó un meticuloso registro del parentesco familiar de este linaje. Y aunque es cierto que la Ley no abolió la poligamia, protegió la integridad de la familia y conservó intacto el registro genealógico por medio de una rigurosa legislación que regulaba la poligamia. La Ley no dio amparo en ningún momento ni a la permisividad ni a la promiscuidad sexual. Los hijos que nací­an de relaciones polí­gamas o de concubinato se consideraban legí­timos, hijos de hecho y de derecho de su progenitor. (Véase CONCUBINA.)
La Ley prohibió explí­citamente alianzas matrimoniales con las siete naciones cananeas que serí­an expulsadas de la Tierra Prometida. (Dt 7:1-4.) Por no cumplir con este mandato, la nación de Israel cayó en el lazo del culto a dioses falsos y finalmente fue ví­ctima del cautiverio a manos de sus enemigos. Un ejemplo notorio de este grave pecado fue el de Salomón. (Ne 13:26.) Esdras y Nehemí­as pusieron en marcha un activo programa de reformas entre los israelitas repatriados, que habí­an contaminado sus familias y al propio Israel casándose con mujeres extranjeras. (Esd 9:1, 2; 10:11; Ne 13:23-27.)
Cuando Dios envió a su Hijo unigénito a la Tierra, hizo que naciera en el seno de una familia. Le procuró un padre adoptivo temeroso de Dios y una madre amorosa. Jesús se mantuvo sujeto a sus padres durante su infancia, respetándolos y obedeciéndolos. (Lu 2:40, 51.) Incluso mientras agonizaba en el madero de tormento mostró respeto e interés amoroso por su madre, probablemente viuda para entonces, cuando le dijo: †œÂ¡Mujer, ahí­ está tu hijo!†, y al discí­pulo que él amaba: †œÂ¡Ahí­ está tu madre!†. De este modo instruyó a su discí­pulo para que la llevara a su hogar y cuidara de ella. (Jn 19:26, 27.)

¿De qué manera realza la Biblia la importancia de la familia en la congregación cristiana?
En la congregación cristiana la familia es la unidad básica de la comunidad de cristianos verdaderos. En las Escrituras Griegas Cristianas puede hallarse mucha información sobre las relaciones familiares. Como en el Israel antiguo, al hombre se le dignifica con la jefatura de la familia; la mujer dirige la casa bajo la supervisión general de su esposo y en sujeción a él. (1Co 11:3; 1Ti 2:11-15; 5:14.) Después de comparar a Jesús con un esposo y cabeza de familia, cuya †˜esposa†™ es la congregación, Pablo aconseja a los esposos que ejerzan la jefatura con amor y a las esposas, que respeten y se sujeten a sus esposos. (Ef 5:21-33.) A los hijos se les manda que obedezcan a sus padres, y en particular al padre se le encomienda la responsabilidad de criar a sus hijos en la disciplina y regulación mental de Jehová. (Ef 6:1-4.)
El hombre casado que ocupa un puesto de superintendente en la congregación cristiana ha de apegarse a normas elevadas, como corresponde a un cabeza de familia. Debe presidir su casa apropiadamente y tener a sus hijos en sujeción, de modo que no sean ingobernables ni se les acuse de conducta disoluta, pues, como razona Pablo al asemejar la familia a la congregación, †œsi de veras no sabe algún hombre presidir su propia casa, ¿cómo cuidará de la congregación de Dios?†. (1Ti 3:2-5; Tit 1:6.) La esposa recibe la exhortación de amar a su esposo y a sus hijos, ser hacendosa y sujetarse a su esposo. (Tit 2:4, 5.)
Jesús predijo que la oposición a la verdad de Dios ocasionarí­a división en las familias. (Mt 10:32-37; Lu 12:51-53.) Pero el apóstol Pablo, teniendo presente el bienestar del cónyuge incrédulo y de los hijos, instó encarecidamente a los creyentes a no romper los lazos familiares. También recalcó el gran valor de la relación de familia cuando señaló que Dios considera †˜santos†™ a los hijos pequeños, aun cuando el cónyuge incrédulo no esté limpio de pecados sobre la base de fe en Cristo. De hecho, es posible que tenga las mismas prácticas que Pablo dijo que tení­an algunos cristianos antes de aceptar las buenas nuevas acerca del Cristo. (1Co 7:10-16; 6:9-11.) El consejo de Pablo a la pareja sobre el débito conyugal es otra salvaguarda de la unidad de la familia cristiana. (1Co 7:3-5.)
El fomentar la asociación cristiana en el seno familiar resultó ser una bendición para muchas familias, pues, como dijo Pablo, †œesposa, ¿cómo sabes que no salvarás a tu esposo? O, esposo, ¿cómo sabes que no salvarás a tu esposa?†. (1Co 7:16.) Este hecho se pone de manifiesto en algunos de los saludos que Pablo dirigió en sus cartas a determinadas familias. Hubo creyentes que tuvieron el privilegio de ofrecer sus casas para las reuniones de la congregación. (Ro 16:1-15.) El misionero cristiano Felipe, por ejemplo, fue un padre de familia, cuyas cuatro hijas fueron cristianas celosas, que tuvo la bendición de hospedar por algún tiempo en su casa de Cesarea al apóstol Pablo y a sus compañeros de viaje. (Hch 21:8-10.) A la propia congregación cristiana se la denomina †œcasa de Dios†, cuyo integrante principal y cabeza es Jesucristo. Esta †œcasa† le reconoce como la Simiente por medio de la cual se bendecirán todas las familias de la Tierra. (1Ti 3:15; Ef 2:19; Col 1:17, 18; Gé 22:18; 28:14.)
Las Escrituras inspiradas predijeron que se producirí­a un ataque frontal contra la institución familiar, que fuera de la congregación cristiana traerí­a como consecuencia el desmoronamiento de los principios morales y de la sociedad humana. Pablo, por su parte, dijo que †œen perí­odos posteriores† aparecerí­an doctrinas inspiradas por demonios, como la †˜prohibición de casarse†™, y que †œen los últimos dí­as† surgirí­a un estado de desobediencia a los padres, deslealtad y falta de †œcariño natural†, que llegarí­a a ser común aun entre personas que tendrí­an †œuna forma de devoción piadosa†. Luego advierte a los cristianos que se aparten de esa clase de personas. (1Ti 4:1-3; 2Ti 3:1-5.)
Babilonia la Grande, la enemiga de la †œmujer† de Dios (Gé 3:15; Gál 4:27) y de la †œnovia† de Cristo (Rev 21:9), identificada en la Biblia como una gran †œramera†, es una organización que comete fornicación con los reyes de la Tierra. Se dice que es †œmadre de las rameras y de las cosas repugnantes de la tierra† —lo que indica que engendra †œhijas† entregadas a la prostitución— y que promueve indiferencia a las instituciones de Dios y a Sus mandatos, como, por ejemplo, las normas que contribuyen a la integridad familiar. (Rev 17:1-6.) Ha procurado inducir a otros a prostituirse y lo ha conseguido, engendrando muchas †œrameras†, todo con el fin de evitar que la †œnovia† de Cristo conserve su pureza. No obstante, para regocijo y bendición de todo el universo, la †œnovia† ha salido victoriosa, manteniéndose limpia y casta, digna de ser parte de la †œfamilia† de Jehová como †œesposa† de Jesucristo. (2Co 11:2, 3; Rev 19:2, 6-8; véanse MATRIMONIO y otros parentescos familiares bajo sus nombres respectivos.)

Fuente: Diccionario de la Biblia

En la actual predicación sobre la f. hay que unir un realismo moderno con una profunda visión teológica. No pueden convencer ya unos rasgos demasiado románticos, patriarcales, sentimentales de la imagen de la f. La predicación tampoco debe proyectar una imagen de la f. abstracta y separada de los datos actuales, sino que debe penetrar con inteligencia en la peculiaridad, las dificultades y las posibilidades de la f. de hoy.

I. Aspectos naturales de la institución 1. Familia y matrimonio
La f. procede del -> matrimonio, el matrimonio está ordenado a la f. Si en los tiempos poco desarrollados, como en el Antiguo Testamento, se cargó el acento sobre la comunidad familiar con vistas a la descendencia y a la gran asociación (estirpe, tribu) y el matrimonio individual quedó casi absorbido por la f. (como en la antigua China), hoy dí­a, en cambio, el matrimonio va siendo considerado cada vez más como el núcleo decisivo de la f. De la relación personal entre los esposos, que más tarde es fundamento de la f., procede la descendencia. Este conocimiento, básico ya en Gén 2 y en Ef 5, determina asimismo las explicaciones del Vaticano u (Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo de hoy, n .o 47-52). Aquí­ se habla del amor matrimonial en lugar preeminente y de la manera más prolija; pero más tarde se subraya, evidentemente, con la misma intensidad que este amor se desarrolla en la descendencia y en la f. de acuerdo con el orden de la naturaleza. “Sin descuidar los restantes fines del matrimonio, hay que decir que la auténtica configuración del amor matrimonial y la manera toda de la vida familiar que resulta de ahí­ tienden a que los casados colaboren firmemente y con disposición con el amor del creador y redentor, quien mediante ellos multiplica y enriquece su familia de dí­a en dí­a. El matrimonio no sólo ha sido instituido para la procreación de los hijos, sino que la peculiaridad de la indisoluble comunidad personal y el bien de los hijos exigen que el mutuo amor de los esposos se manifieste de manera recta, que crezca y madure. Si por esto el hijo tantas veces deseado no llega, el matrimonio subsiste no obstante como indivisa comunidad de vida y conserva su valor así­ como su indisolubilidad” (IM, n .o 48-50).

2. Familia y nación
Esta f. (no el matrimonio) es la célula original de la vida nacional. Ella une los sexos así­ como las generaciones, introduce la joven generación en la vida y en la nación. Realiza en el ámbito más pequeño una variedad magní­fica de relaciones, porque abarca completamente a las personas partí­cipes y las vincula en el amor. La sociologí­a de la familia ha de investigar esas múltiples relaciones y determinarlas en sus diferencias, teniendo en cuenta el sexo, la posición y la edad de los miembros de la f. Esto último insinúa el hecho de que dichas relaciones deben ser consideradas, no sólo desde el punto de vista de lo estático en la institución, sino también bajo el prisma de su evolución temporal.

Para desarrollar esta multiplicidad, se requiere un adecuado espacio vital (vivienda) y tiempo, pero, además de esto, una vigilancia sensible y afinada en todo. La pastoral debe ayudar a desarrollar esta riqueza y hacerla palpable, y no ha de limitarse unilateralmente a moralizar o sacralizar, pues, de lo contrario, las mismas leyes de la unidad e indisolubilidad del matrimonio, de la piedad entre padres e hijos no parecen dignas de crédito.

3. Familia como comunidad
a) La comunidad de sexo y sangre. Las relaciones í­ntimas entre varón y mujer marcan a ambos ya en el plano puramente fisiológico y biológico, especialmente a la mujer, por el intercambio de semen y hormonas, ya, además, en el plano de los sentimientos. Por otra parte, la doctrina de la herencia ha confirmado experimentalmente que ambos progenitores imprimen sus caracterí­sticas corporales y, con ello, transmiten sus disposiciones originales. Los -+ padres transmiten la vida, su vida, y ven así­ en los hijos el fruto y a la vez la continuación de ella.

La procedencia según la sangre desempeña en el Antiguo Testamento un papel decisivo desde el punto de vista histórico salví­fico (semen Abrahae). Incluso tratándose de Cristo, en el Nuevo Testamento se enumera dos veces el árbol genealógico. Es cierto que en el NT el parentesco de sangre ha perdido esa importancia veterotestamentaria, introduciéndose en su lugar otras formas de unidad (cf. Rom 4-5; 9). Pero, como estructura procedente de la creación, dicho parentesco no ha perdido aquí­ su importancia.

b) La comunidad material económica. Aquí­ tiene lugar un intenso intercambio de bienes y de servicios sobre una base determinada, no por el comercio, sino por el amor; se da un comunismo perfecto, de acuerdo con la fórmula clásica: todos dan según sus posibilidades, todos reciben según su necesidad. Un comunismo tan perfecto sólo aquí­ es posible, pues en ninguna otra parte fuera de aquí­ rigen unas relaciones personales tan profundas y completas. Pero este “comunismo de amor” es a la vez llamada e incitación a la generosidad, a la entrega, al espí­ritu de sacrificio, al propio vencimiento.

c) Comunidad de almas y de espí­ritus. En el trato diario, fundado en el amor, la confianza, el aprecio y el respeto, tiene lugar asimismo el intercambio de ideas, convicciones y sentimientos, se realiza una comunidad incomparable donde se comparten la alegrí­a y el dolor, los éxitos y las pruebas. Los misterios de la vida bien pronto hicieron de la familia un lugar común de culto (el sagrado fuego del hogar). Aun cuando el sacrificio esencial de la cristiandad no se ofrece en la familia, sino en un lugar oficial y especialmente consagrado de la comunidad, por proceder del unigénito hijo de Dios y no de los hombres, sin embargo, la familia sigue siendo un lugar sagrado, donde se guarda en común sentimientos y convicciones religiosas, los cuales son transmitidos a la siguiente generación y, sobre todo, traducidos a la realidad de la vida diaria. La f. es la que lleva al niño a bautizar y lo introduce por primera vez en las verdades y realidades de la fe.

d) Comunidad de educación. La moderna psicologí­a y pedagogí­a ha confirmado un conocimiento latente en la primitiva experiencia de la humanidad, a saber, el hecho de que el hombre queda sellado definitivamente en los primeros años de la vida, mucho antes de que su entendimiento pueda distinguir con sentido crí­tico, pues, por una parte, a esa edad él es sumamente susceptible y maleable, y, por otra parte, entonces los conocimientos y las percepciones le son ofrecidos con el amor más personal e intenso. Y lo que más profundamente penetra en el hombre es lo que entra a través del corazón. De ahí­ que para la pastoral revista una importancia decisiva el hecho de que la f. y la vida familiar estén. configuradas por una religiosidad sana, personal, madura y vital. La comunidad de educación puede tener un sentido inverso: “Los hijos – como miembros vivos de la f. contribuyen a su manera a la santificación de los padres” (IM, n .o 48d).

e) Comunidad de generaciones. En la f. se realiza la más original e intensa convivencia de generaciones por la descendencia y la comunidad de vida. Pero, de todos modos, en la -> sociedad dinámica presente ya no desempeña aquel papel fundamental de tiempos anteriores. Los conocimientos y las experiencias de generaciones pretéritas ya no se transmiten sola o principalmente en la f., sino, además, a través de escuelas y asociaciones, libros, bibliotecas y museos, a través de la prensa y la radio. Por su parte los ancianos se han hecho independientes en el aspecto material de la ayuda de la generación más joven. Los ahorros, los seguros de vejez, las instituciones públicas, los hospitales y asilos de ancianos han asumido los servicios antiguamente prestados por los hijos. A pesar de esto, la convivencia de generaciones mantiene su importancia, sobre todo en el ámbito espiritual moral.

4. La transformación de la vida familiar en la sociedad industrial
La sociedad industrial (-> industrialismo) ha transformado poderosamente el tipo de vida familiar. Ni siquiera la estructura í­ntima de la f. ha escapado a sus efectos. Los elementos esenciales se mantienen en pie, pero desde muchos puntos de vista reciben nueva forma y nuevas acentuaciones. Es muy importante para la predicación y la formación religiosa el percibir estas transformaciones y no abandonarse a prototipos ya superados. Se debe discernir cuidadosamente cuándo en estas transformaciones se trata de una descomposición, o de una modificación de una forma históricamente condicionada, o de algo que quizá constituye un progreso con relación a las exigencias auténticas cristianas.

a) Supresión de la autarquí­a económica de la antigua f . En la casa de campo se producí­a casi todo lo que se necesitaba. Lo producido iba destinado en su mayor parte al consumo personal. Esto creaba una cierta simplicidad y estrechez del cí­rculo de vida, pero también creaba una amplia independencia respecto al mercado, al comercio con otros hombres, a la coyuntura y las corrientes de la moda. Pero, sobre todo, esa casa significaba trabajo común y destino común. Y era a la vez una oferta de trabajo y una organización laboral, un hospital y un seguro de enfermedad, un seguro de vejez y un asilo de ancianos, un lugar de asesoramiento profesional (si es que esta cuestión se planteaba) y un lugar de enseñanza, un centro de asesoramiento matrimonial y una agencia matrimonial, etc.

Pero, junto con esto, habí­a también una gran necesidad de mano de obra propia de la f. Por eso, todo hijo significa ya en sus primeros años una ayuda económica, la abundancia de hijos implicaba riqueza económica (y social); de ahí­ que en todas las culturas agrí­colas del mundo, en China como en ífrica, en Rusia como en la tierra de Fuego, hubiera un gran número de hijos. Dicha abundancia se daba además a causa de la gran mortalidad infantil y porque era necesaria para el crecimiento de la humanidad. Se trataba menos de un problema moral que de una cuestión de tipo económico y social. La actual f, de la sociedad industrial ha sufrido una atrofia funcional muy fuerte desde el punto de vista económico y social; y en todo sigue una corriente contraria a la descrita. En lugar de esto se subrayan las funciones espirituales morales.

b) También desde el punto de vista espiritual la autarquí­a de la antigua f. era muy grande. En un tiempo en el que no habí­a escuelas, asociaciones, prensa, radio y televisión, los niños lo aprendí­an casi todo de sus padres. Allí­ era relativamente fácil el transmitir a los hijos como herencia las ideas y convicciones vitales de los padres. Actualmente hay innumerables influencias espirituales procedentes de fuera que actúan sobre los miembros de la f. y sobre la f. misma. Las invitaciones a la polémica espiritual, a la asimilación personal, a la propia convicción se han hecho incomparablemente mayores. La tradición ha perdido fuerza e importancia.

c) El número de los miembros de la f. era mayor en el mundo rural bajo dos aspectos. El número de los hijos y de los parientes que viví­an bajo un techo o por lo menos muy cerca era mayor. Igualmente la vinculación entre generaciones (padres, abuelos, bisabuelos e hijos) era considerada como algo natural y fortalecí­a la fuerza de la tradición. Por eso, el parentesco desempeñaba una función más importante desde el punto de vista social y polí­tico. Hoy dí­a el parentesco desempeña un papel muy inferior bajo estos dos aspectos: la presión social de la f. es considerablemente menor, y la libertad e independencia de los individuos se ha hecho mayor y más exigente.

d) Con la gran autarquí­a económico-social y espiritual de la f. se relacionaba asimismo la posición extraordinariamente fuerte del padre de f., tanto frente a la mujer como frente a los hijos. Se trataba de la época patriarcal, la cual estaba fundamentada, no tanto en convicciones morales y religiosas (el valor fundamentante de éstas era sólo secundario, derivado), cuanto en los hechos sociales y culturales. El padre era a la vez el que dirigí­a la explotación de la empresa familiar, el patrono de sus “allegados”, el maestro, administrador y señor de los bienes de la familia, etc. En la actualidad la autoridad paterna descansa menos en sus funciones económicas (las cuales están reguladas -incluso legalmente-, limitadas y sometidas a la coacción) que en sus cualidades personales y espirituales, en su carácter.

e) Para completar esto hemos de referirnos a la inmovilidad local, social y espiritual de la antigua f., en contraposición a la movilidad de la sociedad industrial. Ella debilita una vez más la tradición y la hace parcialmente imposible (en la ciudad no se puede llevar en absoluto la misma vida que en el campo, ni desde el punto de vista profesional y económico, ni desde el cultural y religioso).

f) En el ámbito espiritual hay que añadir a esto que actualmente, en parte como consecuencia de las transformaciones antes descritas, la conciencia de la individualidad y la necesidad de libertad se han fortalecido en el individuo y hacen valer sus derechos. Esto puede presionar nuevamente a la f. e incluso hacerla estallar, pues en todos los terrenos reina una tónica de “emancipación” y a la vez de exposición más intensa a toda clase de influencias de la gran sociedad. Pero esta situación puede conducir a una profundización espiritual del individuo y de las relaciones con los demás hombres.

5. Algunos rasgos fundamentales de la f. moderna
De todo esto se deduce con claridad que la antigua f. estaba asegurada mucho más intensamente por las funciones económicas, sociales, culturales y tradicionales y que, por el contrario, la f. de la sociedad moderna depende mucho más de sus fuerzas espirituales, sociales, morales y religiosas. Esto significa una mayor vulnerabilidad y labilidad, pero también una grarr oportunidad y un quehacer personal así­ como pastoral.

a) Tanto la cohesión de la f. como su ordenación ético-religiosa y autoritativa exigen un mayor compromiso personal. La cohesión de la f. no está asegurada suficientemente ni desde el punto de vista económico-social ni desde el jurí­dico (posibilidad del divorcio). Esa situación reclama un más intenso desarrollo de las fuerzas espirituales que contribuyen a la unión y cohesión de la f. La pastoral tiene que hacer hincapié, menos en los mandamientos y las prohibiciones y más en el desarrollo de las fuerzas internas de la entrega y de disponibilidad al sacrificio, de responsabilidad y fidelidad aceptada libremente.

b) Aquí­ corresponde a la mujer y a la formación de la mujer una importancia especial. Es don y tarea de la mujer sobre todo el contribuir al desarrollo de todo lo espiritual. Se plantea aquí­ justamente y con urgencia la cuestión de si nuestra formación de las jóvenes y su educación tiene suficientemente en cuenta esta tarea; de si, centrándose unilateralmente en la formación cientí­fica, profesional y deportiva, no se descuidan en exceso las fuerzas afectivas, el sentimiento y el amor. Hemos de aceptar con satisfacción una más amplia formación de la mujer, así­ como su mayor equiparación al hombre y a su mayor autonomí­a. Pero, más allá de esto, no se puede relegar excesivamente a segundo término, en oposición al orden primitivo de la sociedad patriarcal, la profesión original de la mujer, consistente en ser compañera del hombre y madre; junto a la igualdad no se puede eliminar o dejar a un lado de desigualdad (que no es lo mismo que inferioridad y menosprecio). Con esto quedarí­a falseada la peculiaridad y misión tí­pica de la mujer, en perjuicio propio.

c) La posición y misión del hombre, del esposo y padre presenta especí­ficas exigencias caracteriológicas y espirituales. Quizá la afirmación paulina según la cual el hombre es cabeza de la mujer deba interpretarse de manera nueva, a saber, en el sentido de que el hombre es la cabeza nata de la comunidad matrimonial y familiar. Aquí­ se hallarí­an contenidos la fundamentación, la limitación y el sentido de su posición. fastos no le confieren un puesto preeminente, sino una misión de servicio. El hombre tiene tanta potestad, cuanta autoridad y dirección necesiten el matrimonio y la familia, la mujer y los hijos. Esto variará según la peculiaridad y la edad de cada uno.

d) Gracias a la escuela, a las circunstancias sociales, a la legislación y al cuidado del Estado, los hijos han llegado a ser menos dependientes de los padres, más autónomos. Esto hace más difí­cil la educación, pero también más espiritual. Base de la educación no son tanto la autoridad y la obediencia cuanto la confianza y el servicio.

e) En la sociedad actual, las relaciones de parentesco se han debilitado y sobre todo se han hecho menos evidentes. Pero esas relaciones no deberí­an menospreciarse, sobre todo como protección contra el aislamiento y en orden al enriquecimiento vital de los niños, sino que deberí­an fomentarse sobre una nueva base y con mayor libertad e independencia.

f) Esto mismo puede decirse de la edad. Las personas de edad se han hecho más independientes, desde el punto de vista material, de sus hijos y parientes. Las familias jóvenes tienen derecho e incluso obligación de configurar su vida en forma más libre y autónoma. Una relación buena, cordial, entre las diversas generaciones con respeto de la libertad mutua, puede ser para ambas partes una gran adquisición espiritual. Hay que formular de manera nueva las obligaciones para con los ancianos.

6. La f. en la sociedad industrial
Como la sociedad industrial está amenazada por la masificación, la mecanización y la pérdida del alma por el anonimato y aislamiento, por la burocratización y omnipotencia del Estado, la f. en su nueva forma tiene una función especí­fica en orden a la protección de la personalidad, de la singularidad, de la libertad, de la moralidad, de la inmediata responsabilidad para con los otros y, no en último término, de la religión.

II. Teologí­a de la familia
Una teologí­a propia de la f. sigue siendo un desiderátum. Pero resulta posible apuntar algunos rasgos esenciales.

1. Como el matrimonio y la f. están claramente fundados en el orden de la creación gozan de una especial dignidad y consagración. Se relacionan de una manera mucho más inmediata con la naturaleza y la existencia del –>hombre que, p. ej., el Estado. Por esto están determinados y regulados de modo más inmediato por la naturaleza y su Creador.

2. Es insostenible desde el punto de vista bí­blico y teológico la unilateral acentuación del papel del padre con detrimento de ambos cónyuges. Tanto Gén 2 como Ef 5 lo atestiguan. El sacramento es un rito para consagrar, no a los padres, sino a los esposos; sirve en primer término e inmediatamente al matrimonio y al amor matrimonial, y sólo de manera derivada a la paternidad y maternidad. Como el matrimonio es un sacramento duradero y el amor matrimonial se desarrolla naturalmente en la paternidad, también ésta participa de la dignidad y gracia del sacramento. La fecundidad pertenece sin duda, desde el punto de vista bí­blico y teológico, a la función esencial del matrimonio.

3. Las tentativas teológicas de derivar la f. inmediatamente de la Trinidad divina deben considerarse fracasadas. Ciertamente la vida, el amor, la fecundidad y comunidad en su forma más general tienen su fuente original en la vida, el amor, la fecundidad y la tripersonalidad de Dios. Pero la detallada fundamentación de esto constituye una especulación teológica, que podrá ser muy espiritual y hasta sugestiva y valiosa, pero se aleja excesivamente de la base bí­blica para que merezca calificarse de demostración teológica.

4. El orden del matrimonio y de la familia. La exégesis ha ido descubriendo que algunas indicaciones de la sagrada Escritura sobre la autoridad y la obediencia, el orden y los fines del matrimonio, la posición de la mujer, etc., están condicionadas por el tiempo en que se hicieron. Como es lógico, se ha procurado extraer de tales formulaciones lo que esencialmente mantienen en plena vigencia. Algo de esto se ha dicho en i.

5. Lo mismo en el Decreto sobre los laicos (n .o 11) que en la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo (n° 47-52), el Vaticano II subraya la singular importancia y misión del matrimonio y de la f. tanto con relación a los individuos como con relación a la sociedad y la Iglesia. “La salvación de la persona así­ como de la sociedad humana y cristiana está í­ntimamente ligada con el bienestar de la comunidad matrimonial y familiar” (IM, n .o 47, 50-52). El Decreto sobre los laicos, n° 11, dice: “Como el creador de todas las cosas ha determinado la comunidad matrimonial como origen y fundamento de la sociedad humana y por medio de su gracia la ha convertido en un gran misterio en Cristo y en su Iglesia, el apostolado de los esposos y de la f. tiene una peculiar significación para la Iglesia así­ como para la sociedad civil… La f. ha recibido de Dios la misión de ser la célula fundamental y vital de la sociedad.” “Por esta razón la f. no debe cerrarse en sí­ misma de una forma egoí­sta o temerosa, sino que tiene que influir dentro de la Iglesia y de la sociedad” (ibid.). Los pastores de almas deben atender por su parte de manera muy especial a la f. (IM, n° 52; Decreto sobre los laicos, n° 11) y ayudarla en sus necesidades. “Los sacerdotes deben recibir una formación conveniente sobre la cuestión de la f., y, mediante una apropiada actividad pastoral, mediante la predicación de la palabra de Dios, por medio de la celebración de la liturgia y otros auxilios espirituales, deben fomentar la vocación de los consortes en su vida matrimonial y familiar, fortalecerlos humana y pacientemente en las dificultades, consolidarlos en el amor, para que surjan familias que influyan más allá de su propio ámbito.”
La pastoral ha caí­do muchas veces en dos extremos unilaterales. Algunas veces ha pagado su tributo al individualismo religioso y se ha dedicado aisladamente a los “estados de vida” individuales (niños, hombres, mujeres, jóvenes, señoritas), pero raras veces ha tomado en consideración la f. como comunidad; basta sólo con pensar en la ordenación del culto divino y de la administración de los sacramentos, en las asociaciones y sus repercusiones en la vida familiar, en la dificultad y tardí­a acogida de las visitas domiciliarias. Por otra parte, en lo relativo a la misma vida familiar, la pastoral se ha fijado demasiado unilateralmente en la moralidad (moral sexual y regulación de nacimientos), en la sacramentalidad y autoridad, y ha considerado demasiado poco la realidad total humana, especialmente el valor, la plenitud y lo polifacético del amor matrimonial. En este punto hay que llenar grandes lagunas en la predicación y la pastoral, apoyándose de manera decisiva en la citada Constitución.

6. Si en cierto sentido el hombre constituye un compendio de la multiplicidad de lo existente, la f. es de manera especial la sí­ntesis y la armoní­a viviente de la multipolaridad y de las tensiones. Materia y espí­ritu, inclinación y libertad, sexo y amor, personalidad y comunidad, pasado (en los antepasados) y futuro (en los hijos), tradición e individualidad, autoafirmación y entrega, naturaleza y gracia están entrelazadas en la f. de una forma única, personal y a la vez relacionada con la humanidad, constituyendo así­ una unidad fructí­fera que engendra y configura la vida. Los detalles aparentemente más irrelevantes, como signo y expresión del amor y de la fidelidad, alcanzan en ella la más elevada significación humana y toda una plenitud de gracia. La diversidad y las tensiones son aquí­ no tanto origen de conflictos, cuanto fuente de fecundidad. Como en el fundamento de la f. se encuentra la consagración sacramental del amor matrimonial y éste alcanza en ella su pleno desarrollo, toda la amplitud de la creación se convierte aquí­ de algún modo en gracia sacramental y en medio para la salvación.

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Jakob David

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

mishpajah (hj;P;v]]]mi , 4940), “familia; clan”. Una forma de este vocablo hebreo aparece en ugarí­tico y púnico, con el mismo significado de “familia” o “clan”. El término se ha encontrado en los rollos del Mar Muerto y está presente en el hebreo de la Mishnah y el hebreo moderno. Mishpajah aparece 300 veces en el Antiguo Testamento hebreo. El primer caso del vocablo se encuentra en Gen 8:19 “Todos los animales, y todo reptil y toda ave, todo lo que se mueve sobre la tierra según sus especies, salieron del arca” (rvr; “según sus familias” rvr, lba). El vocablo está relacionado con la raí­z verbal shipjah, modalidad verbal que no se encuentra en el Antiguo Testamento. Otra forma del nombre es pejah (“criada”), como en Gen 16:2 “Dijo, pues, Sarai a Abram †¦ ruégote que entres a mi sierva” (rv). El nombre mishpajah se usa casi siempre en el Pentateuco (hasta 154 veces en Números) y en los libros históricos, pero pocas veces en la literatura poética (5 veces) y en los libros proféticos. Todos los miembros de un grupo emparentados por sangre o que aún estaban conscientes de alguna consanguinidad pertenecí­an al “clan” o “familia extendida”. Saúl argumentó que debido a que procedí­a del menor de los “clanes” no le correspondí­a ser rey (1Sa 9:21). Este mismo significado define a los miembros de la familia extendida de Rahab a quienes se les perdonó la vida en Jericó: “Sacaron a toda su parentela, y los pusieron fuera del campamento de Israel” (Jos 6:23 rvr). Por tanto, el “clan” era una división importante dentro de la “tribu”. El libro de Números registra un censo de los lí­deres y miembros de las tribus de acuerdo a sus “familias” (Num_1-4; 26). Cuando se reclamaba venganza en casos de crimen capital, todo el clan podí­a involucrarse: “Y toda la familia se ha levantado contra tu sierva, diciendo: “Entrega al homicida para matarlo por la vida de su hermano a quien mató, y quitemos también al heredero”. Así­ apagarán la brasa que me ha quedado, y no dejarán a mi esposo nombre ni reliquia sobre la tierra” (2Sa 14:7 nrv). Otro derivado del significado de “división” o “clan” es el uso idiomático de “clase” o “grupo”, como por ejemplo las “familias” de los animales que salieron del arca (Gen 8:19) o las “familias” de las naciones (Psa 22:28; 96.7; cf. Gen 10:5). Aun la promesa de Dios a Abraham incluye a las naciones: “Bendeciré a los que te bendigan, y al que te maldiga, maldeciré. Y en ti serán benditas todas las familias de la tierra” (Gen 12:3 lba). El significado más restringido de mishpajah es semejante a nuestro uso de “familia” y también al del hebreo moderno. Abraham envió su siervo a sus parientes en Padam-aram para que procurase una esposa para Isaac (Gen 24:38). La “ley de redención” se aplicaba también a los parientes cercanos de una familia: “Podrá ser rescatado después de haberse vendido. Uno de sus hermanos lo podrá rescatar. O lo podrá rescatar su tí­o, o un hijo de su tí­o; o lo podrá rescatar un pariente cercano de su familia. Y si consigue lo suficiente, se podrá rescatar a sí­ mismo” (Lev 25:48-49 rva). En la Septuaginta, varias palabras se usan para traducir a mishpajah: demos (“pueblo; populacho; multitud”, pule (“tribu”; “nación”; “pueblo”) y patria (“familia”; “clan”). Las versiones en castellano lo traducen “familia, familiares”, “parientes, parentela”, “linajes”, “especies”, “grupos”, etc.

Fuente: Diccionario Vine Antiguo Testamento

A. NOMBRES 1. genos (gevno”, 1085), Véase CLASE, Nº 1. 2. oikia (oijkiva, 3614) se traduce “familia” en 1Co 6:15: Véanse CASA, A, Nº 2, MORADA. 3. patria (patriav, 3965), primariamente ascendencia, linaje. Significa en el NT, familia o tribu. En la LXX se usa de personas relacionadas, en un sentido más amplio que oikos (véase Nº 4), pero más restringido que fule, tribu (p.ej., Exo 12:3; Num 32:28). Se usa de la familia de David (Luk 2:4); en el sentido más amplio de nacionalidades, razas (Act 3:25); en Eph 3:15 la referencia es a todos aquellos que están espiritualmente relacionados con Dios el Padre, siendo El el autor de su relación espiritual con El como hijos suyos, quedando unidos entre sí­ en una comunión familiar (patria está relacionado con pater, padre): la RV traduce “parentela”. Cremer (p. 474) defiende la traducción de Lutero: “todos los que llevan el nombre de hijos”. La frase, sin embargo, es lit.: “cada familia”.¶ 4. oikos (oi”, 3624) significa: (a) morada, casa; relacionado con oikeo, morar; (b) una familia, y así­ traducido en Act 16:15; 1Co 1:16; 1Ti 5:4; véase también CASA, A, Nº l (b). Véase TEMPLO. 5. oikodespotes (oijkodespovth”, 3617), señor de una casa (oikos, casa; despotes, señor, amo). Se traduce “señor de la casa” en Mc 14.14 (RV, RVR); serí­a más adecuado traducir “señor de la casa” en Mat 10:25; Luk 13:25, y 14.21, donde el contexto muestra que se destaca la autoridad del cabeza de familia, en lugar de “padre de familia”; otros pasajes son Mat 13:27,52; 20.1,11; 21.33; 24.43; Luk 12:32; 22.11, en todos ellos traducido “padre de familia”. Véanse PADRE, SEí‘OR.¶ B. Adjetivo oikeios (oijkei`o”, 3609), relacionado con oikos (véase A, Nº 4). Significa principalmente de, o perteneciente, a una casa y, cuando se trata de personas, miembros de la familia (Gl 6.10: “de la familia de la fe”; Eph 2:19 “miembros de la familia de Dios”; en ambos pasajes, RV traduce “domésticos”; 1Ti 5:8 “los de su casa”). Véase CASA, C, Nº 1, etc.¶

Fuente: Diccionario Vine Nuevo testamento

Históricamente, la familia es el primer grupo social que emerge entre los hombres y que contiene en su forma primitiva los gérmenes tanto del estado como de la iglesia. Es tanto un bien en sí misma como un medio para promover el bien. Su propósito es (1) físico: engendrar hijos y (2) moral: educar a los individuos para disminuir su individualidad en aras de una unidad superior. Así «la educación no es principalmente tarea de la escuela, o incluso del estado, sino de la familia» (E. Brunner, The Divine Imperative, p. 512).

La palabra hebrea mišpāhāh», «una conexión familiar de individuos», llega a significar también clan, tribu o nación (Nm. 3:15; Jue. 13:2; Am. 3:1, 2). En Jue. 6:15 «familia» es elep, es decir, «mil» (como en 1 S. 10:19; Mi. 5:2). El equivalente más común del NT es patria (de patēr, «padre»), traducida ocasionalmente «linaje» (Lc. 2:4, que la RV60 traduce por «familia» al igual que en Hch. 3:25 en donde además aparece la idea de «parentesco», «congénere»). En Hch. 7:13 «linaje» (RV60) es genos.

En el antiguo Israel, la familia era una importante unidad social y administrativa. La ley y la adoración estaban en manos de los «ancianos», es decir las cabezas de familias, por mucho tiempo después del establecimiento en Canaán. Una mujer (véase) se miraba como la posesión más absoluta de su marido, de ahí el mōhar, «precio de compra», pagado a su padre (Ex. 22:17). Ella se valoraba principalmente por la crianza de los hijos; el fracaso conducía a la práctica de la poligamia y el divorcio. En la creación, aparece una noble concepción del matrimonio donde se dice que Eva «es la ayuda idónea» para él (Gn. 2:18). También la monogamia se deduce de Gn. 2:24 y en la insistencia profética (cf. Oseas) de que Israel es la esposa de Jehová con exclusión de todas las demás.

Parece que Cristo relega a la familia a un lugar secundario en Mt. 10:36s.; Lc. 14:26; pero también para él «fue una base de entrenamiento para grandes sentimientos y deberes» (E.F. Scott) y la tuvo como modelo para su nuevo orden como nos muestra el «Padre Nuestro». Toda la vida de la familia verdadera procede de Dios (Ef. 3:15).

Véase Matrimonio.

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Fuente: Diccionario de Teología

Término derivado del latín famulus, sirviente, y familia, sirvientes de la casa, o casa (cf. Oscan famel, sirviente). En el período romano clásico la familia raramente incluía a los padres o los hijos. Su derivado inglés se usó frecuentemente en tiempos antiguos para describir a todas las personas del círculo doméstico, padres, hijos y sirvientes. El uso actual, sin embargo, excluye a sirvientes, y restringe la palabra familia al grupo social fundamental formado por la unión, más o menos permanente, de un hombre con una mujer, o de uno o más hombres con una o más mujeres, y sus hijos. Si la cabeza del grupo comprende sólo a un hombre y una mujer tenemos la familia monógama, como distinción de aquellas sociedades domésticas que viven en condiciones de poligamia, poliandria o promiscuidad.

Ciertos escritores antropológicos de la última mitad del siglo XIX, como Bachofen (Das Mutterrecht, Stuttgart, 1861), Morgan (La sociedad antigua, Londres, 1877), Mc’Lennan (La teoría patriarcal, Londres, 1885), Lang (La costumbre y el mito, Londres, 1885), y Lubbock (El origen de la civilización y la primitiva condición del hombre, Londres, 1889), crearon y desarrollaron la teoría que el modo original de la familia era aquel en que todas las mujeres de un grupo, horda o tribu, pertenecían promiscuamente a todos los hombres de la comunidad. Siguiendo la primacía de Engels (El origen de la familia, la propiedad privada, y el Estado, tr del alemán, Chicago, 1902), muchos escritores socialistas adoptaron esta teoría realmente como la más armoniosa con su interpretación materialista de historia. Las principales consideraciones adelantadas en su favor son: la asunción de que en los tiempos primitivos toda la propiedad era común, y que esta condición llevó naturalmente a la comunidad de mujeres; ciertas declaraciones históricas de escritores antiguos como Estrabón, Herodoto y Plinio; la práctica de la promiscuidad, en una fecha comparativamente tardía, por algunos pueblos salvajes, como los indios de California y unas tribus aborígenes de India; el sistema de trazar la descendencia y el parentesco a través de la madre, que prevaleció entre algunos pueblos primitivos; y ciertas costumbres anormales de antiguas razas, como la prostitución religiosa, el llamado jus primæ noctis, la prestación de la esposa a los visitantes, la convivencia de los sexos antes del matrimonio, etc.

En ningún momento esta teoría ha obtenido la aceptación general, incluso entre escritores no cristianos, y es completamente rechazada por algunas de las mejores autoridades, por ejemplo Westermarck (La historia del matrimonio humano, Londres, 1901) y Letourneau (La evolución del matrimonio, tr. del francés, Nueva York, 1888). En respuesta a los argumentos antedichos, Westermarck y otros señalan que la hipótesis de un comunismo primitivo no ha sido demostrada por ningún medio, por lo menos en su formulación extrema; aquella propiedad en común de las cosas no lleva necesariamente a la comunidad de esposas, la familia y las relaciones políticas están sujetas a otros motivos más allá de los puramente económicos; que los testimonios de historiadores clásicos en la materia son inconclusos, vagos, y fragmentarios y se refieren sólo a unos pocos casos; que los modernos casos de promiscuidad son aislados y excepcionales, y pueden atribuirse a la degeneración en lugar de a supervivencias primitivas; que la práctica de seguir el parentesco a través de la madre encuentra amplia explicación en otros hechos además de la incertidumbre supuesta de la paternidad, y que nunca fue universal; que sobre las relaciones sexuales anormales citadas, es más obvia y satisfactoria su explicación por otras circunstancias, religiosas, políticas y sociales, que por la hipótesis de la primitiva promiscuidad; y, finalmente, esa evolución que vista superficialmente, parece apoyar esta hipótesis, está en la realidad contra ella, ya que las uniones entre el varón y la hembra de la mayor parte de las especies animales superiores muestran un grado de estabilidad y unicidad que tienen un gran parecido a la familia monógama.

La máxima concesión que Letourneau hará hacia la teoría en discusión es que “esa promiscuidad se puede haber adoptado por ciertos pequeños grupos, más probablemente por ciertas asociaciones o hermandades” (op. cit., pág. 44). Westermarck no vacila en decir: “La hipótesis de promiscuidad, en lugar de la pertenencia, como piensa el profesor Giraud-Teulon, es la clase de hipótesis que son científicamente permisibles sin tener ningún fundamento real, y es esencialmente no científica” (op. cit., pág. 133). La teoría de que el modo original de la familia era la poligamia o la poliandria incluso es menos digna de crédito o consideración. En lo fundamental, el veredicto de los escritores científicos está en armonía con la doctrina de la Escritura sobre el origen y el modo normal de la familia: “Por tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su esposa: y serán una sola carne” (Gen., 2, 24). “De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre.” (Mt. 19, 6). Desde el principio, por consiguiente, la familia supuso la unión de un hombre con una mujer.

Mientras la monogamia fue el modo prevaleciente de la familia antes de Cristo, estaba limitada de deferentes maneras por la práctica de la poligamia en muchos pueblos. Esta práctica era en general más común entre las razas semíticas que entre los arios. Era más frecuente entre los judíos, egipcios y medos, que entre las personas de India, los griegos o los romanos. Existió en mayor extensión entre las razas no civilizadas, aunque algunas de éstas estuvieron libres de ellas. Es más, incluso en esas naciones en que se practicaba la poligamia, civilizadas o primitivas, normalmente se restringió a una pequeña minoría de la población, como los reyes, los jefes, los nobles y los ricos. La poliandria era igualmente practicada, pero con considerablemente menor frecuencia. Según Westermarck, la monogamia era de lejos el modo más común de matrimonio “entre los pueblos primitivos de los que tenemos algún conocimiento directo” (op. cit., pág. 459). Por otro lado, el divorcio estaba en boga prácticamente entre todos los pueblos en una medida mucho mayor que la poligamia.

La facilidad con que el marido y esposa podían disolver su unión constituye uno de los más grandes borrones en la civilización de la Roma clásica. Generalmente hablando, la posición de la mujer era muy baja en todas las naciones, civilizadas y primitivas, antes de la venida de Cristo. Entre los bárbaros, se convertían frecuentemente en esposas a través de su captura o compra; incluso entre los pueblos más avanzados la esposa era generalmente propiedad de su marido, su objeto, su esclava. En ninguna parte el marido fue limitado por la misma ley de fidelidad matrimonial que la esposa, y en muy pocos casos fue compelido para conceder a ella iguales derechos en materia de divorcio. El infanticidio era práctica universal y la patria potestas del padre romano le entregaba el derecho de vida y muerte incluso sobre sus hijos adultos. En una palabra, los miembros más débiles de la familia eran por todas partes inadecuadamente protegidos contra el más fuerte.

La Familia Cristiana

Cristo no sólo restauró a la familia a su tipo original como algo santo, permanente, y monógamo, sino que elevó el contrato del que se origina a la dignidad de sacramento, y así puso a la propia familia en el plano de lo sobrenatural. La familia es santa ya que es cooperadora con Dios, procreando hijos, que son destinados a ser hijos adoptivos de Dios, e instruyéndolos para su reino. La unión entre el marido y la esposa es definitiva hasta la muerte (Mt 19, 6 ss.; Lc 16, 18; Mc 10, 11; I Cor 7, 10; ver MATRIMONIO, DIVORCIO). Que éste es el modo más alto de unión conyugal, y la mejor solución para el bienestar de la familia y de la sociedad, aparecerá ante cualquiera que compare desapasionadamente los efectos morales y materiales que surgen de ella con los de la práctica del divorcio.

Aunque el divorcio ha obtenido a un mayor o menor aceptación entre la mayoría de los pueblos desde el principio hasta ahora, “hay evidencia abundante que el matrimonio ha venido a ser más perdurable, sobretodo, a medida que la raza humana ha crecido a mayores niveles de cultura” (Westermarck, op. cit., pág. 535).

Aunque se han hecho esfuerzos para demostrar que el divorcio está en todo caso prohibido por la ley moral de la naturaleza, no han convencido por si mismos, sin mencionar nada de ciertos hechos de la historia del Antiguo Testamento, la indisolubilidad absoluta del matrimonio es no obstante el ideal a que la ley natural apunta y por consiguiente es lo que se espera en un orden que es sobrenatural. En la familia, recreada por Cristo, no existe nada semejante a la poligamia (vea las referencias dadas en este párrafo, y POLIGAMIA). Esta condición, también está de acuerdo con el ideal de la naturaleza. De hecho, la poligamia no se condena en ningún caso por la ley natural, pero es generalmente incoherente con el bienestar razonable de la esposa y los hijos y el desarrollo moral apropiado del marido. Debido a estas cualidades de durabilidad y unidad, la familia cristiana implica una real y definitiva igualdad entre marido y esposa. Tienen los mismos derechos en materia de la primaria relación conyugal, igual llamada a la fidelidad mutua e iguales obligaciones para hacer real esta fidelidad. Son igualmente culpables cuando violan estas obligaciones y merecen igual perdón cuando se arrepienten.

La esposa no es esclava ni propiedad de su marido, sino su consorte y compañera. La familia cristiana es sobrenatural ya que se origina en un sacramento. A través del sacramento del matrimonio, marido y esposa obtienen e incrementan la gracia santificante y el derecho a la gracia actual, necesaria para el apropiado cumplimiento de todos los deberes de la vida familiar, y la relació entre marido y esposa, padres e hijos, es sobrenaturalizada y santificada. El fin y el ideal de la familia cristiana son igualmente sobrenaturales, a saber, la salvación de padres e hijos, y la unión entre Cristo y su Iglesia. “Maridos, amad a vuestras esposas, como Cristo amó a su iglesia y se entregó por ella”, dice San Pablo (Ef 25). La intimidad de la unión matrimonial, la casi identificación de marido y esposa, se ve en la cita: “Así deben los hombres amar a sus esposas, como a sus propios cuerpos. Él que así ama a su esposa, se ama a sí mismo” (Ef. 28).

De estos hechos generales de la familia cristiana, pueden deducirse rápidamente las relaciones particulares que existen entre sus miembros. Partiendo de que el hombre y la mujer, por regla general, no están normalmente completos como individuos, sino que son más bien dos partes complementarias de un organismo social en el que sus necesidades materiales, morales y espirituales reciben mutua satisfacción, un requisito primario de su unión es el amor mutuo. Éste no incluye meramente el amor de los sentidos, que es esencialmente egoísta, ni necesariamente ese amor sentimental que los antropólogos llaman romántico, sino, sobretodo, un amor racional o afecto que procede del reconocimiento de unas cualidades de mente y corazón y que impele a cada uno a buscar el bienestar del otro. Así, la asociación íntima y prolongada de marido y esposa, necesariamente trae a la superficie sus cualidades menos nobles y amables y, como el criar de los hijos implica muchos sufrimientos, la necesidad de un amor desinteresado y la capacidad de sacrificarse, son evidentemente muy importantes.

Las obligaciones de mutua fidelidad han sido expuestas suficientemente arriba. Las funciones particulares de marido y esposa en la familia son determinadas por sus diferentes naturalezas y por su relación con el fin primario de la familia, es decir, con la procreación de los hijos. Siendo el proveedor de la familia y superior a la esposa, tanto en fuerza física como en las cualidades mentales y morales que son necesarias para el ejercicio de la autoridad, el marido es naturalmente la cabeza de la familia, incluso “la cabeza de la esposa”, en el lenguaje de San Pablo. Esto no significa que la esposa sea la esclava del marido, su sirviente o su súbdita. Ella es su igual, tanto como ser humano y como miembro de la sociedad conyugal, salvo que cuando existe una discordancia en asuntos que pertenecen al gobierno doméstico, ella, como norma, se somete. Exigir para ella una autoridad completamente igual a la del esposo es tratar a la mujer como igual al hombre en una materia en que la naturaleza los ha hecho desiguales. Por otro lado, el cuidado y dirección de los detalles de la casa pertenecen naturalmente a la esposa, porque ella está mejor capacitada para estas tareas que el marido.

Siendo que el fin primario de la familia es la procreación de los hijos, el marido o la esposa que esquivan este deber por cualquier motivo, sea espiritual o moral, reducen a la familia a un nivel antinatural y no cristiano. Esto es absolutamente cierto cuando la ausencia de descendencia se ha procurado por cualquiera de los métodos artificiales e inmorales tan en boga actualmente. Cuando la unión conyugal ha sido bendecida con los hijos, ambos padres adquieren, según sus respectivas funciones, el deber de sostener y educar a esos miembros inmaduros de la familia. Su formación moral y religiosa es, en su mayor parte, tarea de la madre, mientras que la tarea de atender sus necesidades físicas e intelectuales recae principalmente en el padre. Hasta qué punto las diferentes necesidades de los hijos serán cubiertas, variará según la habilidad y los recursos de los padres. Finalmente, los hijos deben, generalmente hablando, a los padres amor implícito, reverencia y obediencia, hasta que hayan alcanzado su mayoría y después, amor, reverencia y un grado razonable de ayuda y obediencia,.

Las relaciones externas más importantes de la familia son, naturalmente, aquellas que existen entre ella y el Estado. Según la concepción cristiana, la familia, en lugar del individuo, es la unidad social y la base de la sociedad civil. Decir que la familia es la unidad social no implica que es el fin para el que el individuo es un medio; el bienestar del individuo es un fin para ambos, la familia y el Estado, así como de cualquier otra organización social. Significa que el Estado está formalmente preocupado por la familia como tal y no meramente por el individuo. Esta distinción es de gran importancia práctica; allí donde el Estado ignora o descuida a la familia, con la vista puesta sólo en el bienestar del individuo, el resultado es una fuerte tendencia hacia la desintegración de éste. La familia es la base de sociedad civil, ya que la mayoría de las personas debe pasar prácticamente toda su vida en su círculo, sea como miembro o como cabeza. Solamente en la familia el individuo puede ser debidamente criado, educado y recibir la formación de su carácter que le hará un buen hombre y un buen ciudadano.

Ya que el hombre medio no empleará toda su energía productiva si nos es bajo el estímulo de sus responsabilidades, la familia es indispensable desde un punto de vista puramente económico. Luego la familia no puede desempeñar sus funciones debidamente a menos que los padres tengan el control total sobre la crianza y la educación de los hijos, sólo sujeta a la necesaria vigilancia estatal para prevenir un grave abandono de su bienestar. Consecuentemente, hablando generalmente y con la concesión debida para condiciones particulares, el estado excede su autoridad cuando provee las necesidades materiales del niño sustrayéndolo de la influencia paternal o especificando la escuela a la que debe asistir. La familia cristiana en la historia se ha demostrado inmensamente superior a la familia no cristiana, como consecuencia de estos conceptos e ideales. Ha mostrado la mayor fidelidad entre marido y esposa, mayor reverencia de los hijos hacia los padres, mayor protección de los miembros más débiles por los más fuertes y, en general, un reconocimiento más completo de la dignidad y derechos de todos dentro de su círculo. Su mayor gloria es indudablemente su efecto en la posición de mujer. A pesar de las dificultades –en su mayor parte con respecto a la propiedad, educación y una prácticamente reconocida doble norma moral– que la mujer cristiana ha sufrido, ha logrado un grado de dignidad, respeto y autoridad, que podríamos buscar en vano en la sociedad conyugal fuera de la Cristiandad. El factor principal en esta mejora han sido las enseñanzas cristianas sobre la castidad, la igualdad conyugal, la santidad de la maternidad y el fin sobrenatural de la familia, junto con el modelo cristiano e ideal de la vida familiar, la Sagrada Familia de Nazaret.

La pretensión de algunos escritores de que, aquello que la Iglesia enseña y practica sobre la virginidad y celibato, constituye una degradación y deterioro de la familia, no sólo nace de una visión falsa y perversa de estas prácticas, sino que contradice los hechos históricos. Aunque siempre ha tenido la virginidad en un honor más alto que el matrimonio, la Iglesia nunca ha confirmado la extrema visión, atribuida a algunos escritores ascéticos, de que el matrimonio es solo una concesión a la carne, una clase de indulgencia carnal tolerada. A sus ojos el rito matrimonial ha sido siempre un sacramento, el estado de casado un estado santo, la familia una institución Divina y la vida familiar la condición normal para la gran mayoría de humanidad. De hecho, su enseñanza sobre la virginidad y la manifestación de miles de sus hijos e hijas que ejemplifican esa enseñanza, ha constituido en toda época una exaltación más eficaz de la castidad en general y, por consiguiente, de la castidad interior tanto como sin la familia. La enseñanza y el ejemplo se han combinado para convencer a los casados, no menos que a los solteros, que la pureza y la continencia son deseables y posibles en la práctica. Hoy, como siempre, precisamente es en esas comunidades dónde se honra la virginidad en las que el ideal de la familia es más alto y sus relaciones son más puras.

Peligros para la Familia

Entre éstos está la exaltación del individuo por el estado a expensas de la familia, que ha venido desde la Reforma ((cf. the Rev. Dr. Thwing, in Bliss, “Enciclopedia de la Reforma Social”), y la moderna facilidad del divorcio (vease DIVORCIO) que puede remontarse a la misma fuente. El mayor culpable en este último aspecto son los Estados Unidos, pero la tendencia parece ser la de facilitarlo en la mayoría de los países en los que se permite el divorcio. La autorización legal y la aprobación popular de la disolución del lazo matrimonial, no sólo rompe las familias existentes, sino que anima a matrimonios precipitados y produce una visión laxa de la obligación de fidelidad conyugal. Otro peligro es la limitación deliberada del número de hijos en la familia. Esta práctica tienta a los padres a pasar por alto el fin principal de la familia y a considerar su unión solamente como un medios de satisfacción mutua. Además, lleva a una disminución de la capacidad de auto-sacrificio en todos los miembros de la familia. Estrechamente conectada con estos dos males del divorcio y la restricción artificial de nacimientos, está la general laxitud de opinión con respecto a la inmoralidad sexual. Entre sus causas está la disminución de la influencia de la religión, la ausencia de instrucción religiosa y moral en las escuelas y el énfasis aparentemente más débil puesto sobre el grave pecado contra la castidad por aquéllos cuya instrucción moral no ha estado bajo los auspicios católicos. Sus efectos principales son la aversión a casarse, la infidelidad matrimonial, y la contracción de enfermedades que producen la infelicidad doméstica y familias estériles.

La vida ociosa y frívola de las mujeres, esposas e hijas, en muchas familias adineradas es también una amenaza. Por las posiciones que defienden, el modo de vida que llevan y los ideales que acarician, muchas de estas mujeres nos recuerdan un poco el hetæræ de la Atenas clásica . Para ello gozan de gran libertad, y ejercen gran influencia sobre sus maridos y padres, y su principal función parece ser entretenerlos, mejorar su prestigio social, atender a su vanidad, vestir bien y reinar como reinas sociales. Se han liberado de cualquier auto-sacrificio serio en beneficio del marido o de la familia, mientras el marido ha declarado igualmente su independencia de cualquier interpretación estricta del deber de fidelidad conyugal. La unión entre ellos no es suficientemente moral y espiritual, es excesivamente sensual, social y estética. Y el mal ejemplo de esta concepción de la vida familiar se extiende más allá de aquéllos que pueden ponerla en practica. Todavía otro peligro es el declive de la autoridad familiar en todas las clases, la desobediencia y falta de respeto impuesta y exhibida por los hijos. Sus consecuencias son la imperfecta disciplina en la familia, el defectuoso carácter moral de los hijos y la infelicidad multiplicada de todos.

Finalmente, está el peligro, físico y moral, que amenaza la familia debido al firme incremento de la presencia creciente de mujeres en la industria. En 1900, el número de mujeres por encima de los dieciséis años empleadas en los Estados Unidos era de 4.833.630, más del doble del número de ocupadas en 1880 y qué constituían el 20 por ciento del número total de mujeres mayores de dieciséis años en el país, considerando que el número de trabajadores en 1880 formaba sólo el 16 por ciento de la misma franja de la población femenina. En las ciudades de América dos mujeres de cada siete son las que mantiene la familia (ver Informe Especial del Censo americano, “Mujeres en el Trabajo”). Esta condición implica un aumento de la proporción de mujeres casadas en el trabajo como asalariadas, un aumento de la proporción de mujeres que son físicamente menos capaces de llevar a cabo las tareas de la vida familiar, una proporción más pequeña de matrimonios, un aumento en la proporción de mujeres que, debido a una idea engañosa de independencia, están poco dispuestas a casarse, y un debilitamiento de los lazos familiares y de la autoridad doméstica. “En 1890, 1 mujer casada entre 22 era la sustentadora; en 1900, 1 de 18” (ibid.). Quizás la peor consecuencia y la más llamativa del trabajo de las mujeres casadas en la industria es el aumento de la proporción de muerte entre los niños. Entre los niños menores de un año la proporción en 1900, en todos los Estados Unidos, era del 165 por 1000, pero era del 305 en Fall River, dónde la proporción de mujeres casadas empleadas era mayor. Como causa suprema de todos estos peligros para la familia están el decaimiento de la religión y el crecimiento de una visión materialista de la vida, así el futuro de la familia dependerá del punto en que estas fuerzas puedan controlarse. Y la experiencia parece demostrar que no puede haber término medio entre el ideal materialista del divorcio, tan sencillo como que la unión matrimonial se termina por el deseo de las partes, y el ideal católico de matrimonio completamente indisoluble.

Además de las autoridades citadas en el texto, merecen una mención particular los siguientes: DEVAS, Estudios de la Vida Familiar (Londres, 1886); RICHE, La Familia, tr. SADLIER (Nueva York, 1896); COULANGES, La antigua ciudad, tr. SMALL (Boston, 1901); BOSANQUET, La Familia (Londres, 1906); THWING, La Familia (Boston, 1887); BLISS, Enciclopedia de la Reforma Social (Nueva York, 1907); ST CKL In Kirchenlexikon; La grande encyclopedia; PERRONE, De Matrimonio Christiano (Li, ge 1862); el trabajo de Westermarck contiene una bibliografía muy amplia en aspectos antropológicos y sociológicos del tema. HOWARD, Historia de las Instituciones Matrimoniales (Chicago, 1904).

Nota del traductor: Ciertamente la relación mujer-trabajo ha sufrido, sin menoscabo de lo mencionado en el artículo, grandes transformaciones. También han aparecido nuevos y graves peligros, en especial en todo lo relacionado con la fecundación artificial y temas anexos, el gran incremento de las prácticas abortivas, la “legalización” de extraños modos de familia y, como consecuencia ya anunciada en el artículo, un grave deterioro de la moral sexual y familiar Sobre la actuales enseñanzas de la Iglesia, en relación con el tema, se pueden consultar, entre otros, los siguientes documentos:

De S.S Juan Pablo II
Mulieris Dignitatem (15 de agosto de 1988) Juan Pablo II
Familiaris Consortio (22 de noviembre de 1981) Juan Pablo II

Del Pontificio Consejo para la Familia
Carta de los Derechos de la Familia (22 de octubre de 1983)
Vademecum para los confesores sobre algunos temas de moral conyugal (1997)
Sexualidad Humana: Verdad y Significado (1995)
Preparación al Sacramento del Matrimonio (1996)
Declaración sobre la disminución de la fecundidad en el mundo (27 de febrero de 1998)
Declaración del Pontificio Consejo para la Familia acerca de la Resolución del Parlamento Europeo del 16/3/2000 sobre equiparación entre familia y ‘uniones de hecho’.

Existen otro muchos documentos, especialmente con motivo de los Encuentros Mundiales de las Familias.

JOHN A. RYAN
Trascrito por Bobie Jo M. Bilz
Traducido por Quique Sancho. En agradecimiento al Señor por mi esposa Mª José y nuestros hijos: Miguel, Daniel, Miriam. Irene, Elías, Ángela, Mª de Loreto, Ester Mª, Samuel Mª, Cristina Mª, Mª de la Paloma y Juan Mª

Fuente: Enciclopedia Católica