INCREDULIDAD

v. Dudar
Mat 13:58 no hizo .. milagros, a causa de la i de
Mar 6:6 estaba asombrado de la i de ellos
Mar 9:24 padre .. clamó y dijo: Creo; ayuda mi i
Mar 16:14 les reprochó su i y dureza de corazón
Rom 3:3 su i habrá hecho nula la fidelidad de Dios?
Rom 4:20 tampoco dudó, por i, de la promesa de
Rom 11:20 por su i fueron desgajadas, pero tú por
1Ti 1:13 porque lo hice por ignorancia, en i
Heb 3:12 no haya en ninguno .. corazón malo de i


Incredulidad (gr. apistí­a y ápistos, “falta de fe”, “no creyente”). Término que aparece en 2Co 6:14, 15 y 1 Tit 5:8 con la connotación de negación de la fe y del evangelio de Cristo. Incrédulo. Véase Incredulidad.

Fuente: Diccionario Bíblico Evangélico

Quien no cree en Jesucristo, no sólo no tiene la vida eterna, sino que la cólera de Dios está sobre él, ¡aquí­, en la tierra!, Jua 3:36.

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

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Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

Falta de fe. Es no decir †œamén† a todo lo que Dios dice. No existe un término equivalente en el AT. En el NT la palabra es apistia. La buena palabra de Dios para con los israelitas cuando estaban en el desierto †œno les aprovechó† porque no la oyeron †œacompañada de fe† (Heb 4:2). Por eso †œvemos que no pudieron entrar† a la Tierra Prometida †œa causa de i.† (Heb 3:19). A veces la i. impide la plena manifestación del poder de Dios (†œY no hizo allí­ muchos milagros, a causa de la i. de ellos† [Mat 13:58]). El Señor Jesús se asombró †œde la i.† de sus coterráneos (Mar 6:5). Después de su resurrección, reprochó la †œi. y dureza de corazón† de sus discí­pulos (Mar 16:14). Se exhorta a los cristianos a evitar la i. (†œMirad, hermanos, que no haya en ninguno de vosotros corazón malo de i. para apartarse del Dios vivo† [Heb 3:19]). El mundo será juzgado a causa de su i. (†œ… por cuanto no creen en mí­† [Jua 16:9]).

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

vet, (DUDA). Después de la caí­da, la humanidad constituye una “generación incrédula y perversa” (Mt. 17:17), que pone en tela de juicio la palabra de Dios, y aún su misma existencia (Sal. 53:1-4). No se trata que el hombre sea ignorante o incapaz de creer: Dios le habla mediante la triple revelación de la naturaleza (Ro. 1:18-21), de la conciencia (Ro. 2:14, 15), y de las Escrituras (Ro. 2:17-20; 2 Ti. 3:16-17). El que, a pesar de todo ello, se aleja del Señor, es por ello inexcusable (Ro. 1:20; 2:1; 3:19); en realidad lo hace porque “ama más las tinieblas que la luz”, porque “todo aquel que hace lo malo, aborrece la luz” (Jn. 3:19-20). La incredulidad no proviene en absoluto de la imposibilidad de resolver una multitud de problemas intelectuales. Su origen es moral y espiritual: en su soberbia, el hombre elige deliberadamente permanecer independiente con respecto a Dios. No quiere abandonar su pecado, o su propia justicia, y sobre todo rehúsa abdicar de su rebelde voluntad. Después de haber dado a los judí­os todas las pruebas que se pudieran desear de su divinidad y de su amor, Jesús les tuvo que decir: “No queréis venir a mí­ para que tengáis vida” (Jn. 5:40). “¡Jerusalén, Jerusalén…! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos… y no quisiste!” (Mt. 23:37). Los invitados a las bodas del rey no quieren venir, ni se molestan lo más mí­nimo en atender la invitación, sino que incluso los hay que dan muerte a los mensajeros reales (Mt. 22:3-6). La incredulidad es algo tan inveterado en nuestra naturaleza caí­da que en principio se halla en todos (Jn. 3:11, 32); “el hombre no regenerado no percibe las cosas que son del Espí­ritu de Dios, porque para él son locura” (1 Co. 2:14). Jesús vino a los suyos, y los suyos no le recibieron (Jn. 1:11); no recibió honor en su patria (Mt. 13:57- 58), los prí­ncipes de su pueblo lo rechazaron (Jn. 7:48), y ni aun sus hermanos creí­an en El (Jn. 7:5). Incluso sus discí­pulos se mostraron frecuentemente incrédulos (Jn. 6:60, 66; 20:24-29; Mt. 17:17). La primera manifestación de la incredulidad es de naturaleza negativa: al no aceptar la palabra de Dios, uno se aleja de El (Jn. 1:5; 5:43; 6:66); a continuación vienen varios pecados relacionados con ella (Lc. 15:12-13; Ro. 1:20-25); Posteriormente se manifiesta la persecución que, después de los insultos y de los malos tratos, llega hasta la muerte (véase esta progresión en Jn. 7:7, 13, 20; 8:6, 47, 59; 9:22, 34, 41; 10:31; 11:53, etc.). El juicio que espera a los que persisten en la incredulidad es terrible. En efecto, Cristo fue en la cruz la propiciación por los pecados de todo el mundo, y en base a ello ofrece el perdón a todos los que se arrepientan (Jn. 1:29; 1 Jn. 2:1-2); pero ¿qué se puede dar al que rehúsa creer y rechaza la gracia? “El que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha creí­do en el nombre del unigénito Hijo de Dios… la ira está sobre él” (Jn. 3:18, 36). Toda una generación de israelitas pereció en el desierto, por cuanto habí­an rehusado entrar en Canaán “a causa de incredulidad” (He. 3:17-19). Los cobardes (que nunca llegan a decidirse) y los incrédulos son los primeros que van al infierno (Ap. 21:8). ¡Qué desventurados son aquellos a los que el dios de este siglo les ha cegado la inteligencia! (2 Co. 4:4). Pero hay remedio para la incredulidad. Dios conoce la debilidad e incapacidad de nuestra naturaleza, y desea ardientemente ayudar a aquellos que se presentan a El con todas sus dudas y falta de fe. A Pedro, al hundirse en el agua y clamar por su ayuda, el Señor le tendió la mano diciendo: “Hombre de poca fe, ¿Por qué dudaste?” (Mt. 14:30-31). Al Tomás que exclama: “Si no viere… no creeré”, el Señor responde: “No seas incrédulo, sino creyente”, al mismo tiempo que lo convence de la realidad de su resurrección (Jn. 20:25, 27). Llega hasta aquel que clama: “Creo, ayuda mi incredulidad” (Mr. 9:24). Por su Espí­ritu, mediante la obra de la regeneración, engendra a los creyentes a una esperanza viva (Jn. 3:5; 1 P. 1:3).

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

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Actitud negativa ante la posibilidad o necesidad de prestar fe a alguien o a algo. Se denominan incrédulos los que se niegan más o menos voluntariamente a asumir la fe y viven sin creencias.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

DJN
 
El término í­a (incredulidad) aparece once veces en el Nuevo Testamento (Mt 13, 58; Mc 6, 6; 9, 24;. 16, 14; Rm 3, 6; 4, 20; 11, 20; 1 Tim 1, 13; Hb 3, 12. 19). Esta palabra está relacionada a su vez con el verbo (ser incrédulo, ser infiel) que se repite ocho veces en los escritos neotestamentarios, mientras que el adjetivo apistós (incrédulo, infiel) recurre veintitrés veces.

En la lengua hebrea no encontramos términos equivalentes de estas formas privativas. No analizamos el verbo ni el adjetivo ós. Nos atenemos estrictamente a la palabra “incredulidad”.

El término í­a tiene dos significados e incredulidad en los escritos del Nuevo Testamento.

Con el significado de aparece en la Carta a los Romanos a través de una contraposición realizada por San Pablo entre la de Dios y la de los judí­os (Rm 3, 3).

Con el significado designa en un sentido técnico el rechazo de los judí­os al mensaje de salvación, manifestado en el evangelio (Rm 11, 20), aunque pueden ser incorporados si no rechazan el evangelio (Rm 11, 23). El apóstol San Pablo era perseguidor de la Iglesia de Cristo, cuando era incrédulo (1 Tim 1, 13). El mismo apóstol de los gentiles describe en un pasaje de la Carta a los Romanos el ejemplo del patriarca Abrahám que no cede a la duda con la incredulidad, sino con la fe en Dios (Rm 4, 20).

El evangelista San Marcos subraya la en tres pasajes del evangelio. El primero subraya la desconfianza de los nazaretanos, ante la visita de Jesús porque se niegan a reconocerlo profeta y se escandalizaban de él, de ahí­ que Jesús no hizo allí­ ningún milagro (Mc 6, 3-6). San Mateo difiere de San Marcos y afirma que por su incredulidad hizo allí­ unos pocos milagros (Mt 13, 58).

El segundo pasaje de San Marcos pone en evidencia la fe como una tarea, es decir, la aventura fascinante de hacerla vida, precisamente ante la misma experiencia existencial, cuando surgen las dificultades y las dudas. Es la pregunta ante la fe misma (Mc 9, 24).

El tercer lugar marcano narra la reprensión de Jesús a los once discí­pulos ante la incredulidad que habí­an mostrado, sobre todo la dureza de su corazón, obstinados por no creer a los que le habí­an visto resucitado (Mc 16, 14).

El autor de la Carta a los Hebreos muestra un detalle que debe subrayarse: el predicador sugiere a la asamblea una actitud comunitaria. No se dirige a cada uno particularmente, sino que pide a todos los miembros de la comunidad de ayudar a cada uno a guardarse de la falta de fe (Hb 3, 12). -> .

E. M. N.

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

1. I. es la negativa voluntaria a la -> fe. Se presupone aquí­ que para el hombre capaz de una decisión la fe y la i. no son dos posibilidades entre otras, sino que cada uno es o creyente o incrédulo, sin que se dé una posibilidad de evitar esa alternativa tajante. Esbozado así­ el concepto, surge enseguida la cuestión de si (en el hombre llegado al uso de razón y de la libertad) no puede existir una i. que no constituya una negativa libre frente a la fe, sino que se conciba sin más como una serena actitud arreligiosa, y no precisamente antirreligiosa. No cabe ninguna duda de que la general i. de nuestros dí­as (-> ateí­smo), tanto en los paí­ses “socialistas” como en los “occidentales”, intenta entenderse así­ como una i. neutral y arreligiosa la cual por principio se presenta también en la opinión pública de la sociedad como una conducta espontánea y normal del hombre de hoy. Se dice que “intenta”, significando con ello que tal i. tanto psicológica (existencial) como socialmente cree poder eliminar la fe como su antí­tesis real. Con otras palabras: ya al principio se plantea la cuestión de si la i. tiene su origen último en la fe, o si es un fenómeno comprensible en sí­, que sólo secundaria y negativamente viene calificado como incredulidad desde una postura de fe. Pero así­ precisamente aparece el problema fundamental: la fe y la incredulidad consideran su respectiva posición como general y obligatoria para todos, frente a la cual no hay ninguna otra legí­tima (si bien por motivos distintos: la fe, porque cree en la palabra de Dios; la i. porque cree estar ya en la meta a la que infaliblemente han de llegar todos los hombres en la evolución de la humanidad). Y ambas, dentro de sus sistemas “inconmensurables”, han de solucionar el hecho de que existen creyentes e incrédulos, quienes no pueden acusarse a priori de necedad o malicia, y han de solucionar el problema de por qué a pesar del carácter “absoluto” de su posición pueden sostener entre sí­ un “diálogo” y mantener una coexistencia (no sólo en el plano biológico y económico).

2. A diferencia de la – herejí­a (cf. CIC 1325), que representa la negación de algunas verdades cristianas reveladas, aunque considerándose fundamentalmente cristiana (nomen christianum retentum), la i. es (como status) la falta habitual de fe. Esta i., como infidelidad (infidelitas), se divide en infidelidad negativa (falta no culpable de fe, cf. 1 Tim 1, 13), infidelidad privativa (falta culpable de fe, radicando la culpa en la indiferencia frente al problema religioso), e infidelidad positiva (repulsa directa, consciente y culpable a la fe). Como en el pecado, se podrí­a distinguir entre incredulidad material y formal, según que se dé con culpa o sin culpa. Es verdad que tales distinciones presuponen un concepto de fe orientado por la objetivación conceptual y refleja del objeto de la misma. A este respecto puede darse ciertamente una incredulidad que sea total (- ateí­smo) y sí­n embargo inculpable(cf. Vaticano u, Lumen gentium, n.0 16; Gaudium et spes, n.° 2lss). Pero si se entiende por fe la gracia y la concomitante ilustración temática, aunque no necesariamente objetivada (-> fe, -> revelación), que en virtud de la universal -> voluntad salví­fica de Dios (en -> salvación) se ofrece a todo hombre, y que en los “adultos”, es decir, en quienes disponen libremente de sí­ mismos, sólo puede darse a modo de libre aceptación o de repulsa; entonces la i. frente a esta fe sólo puede concebirse como culpable. Mas en tal caso cabe decir a la inversa que también puede poseer esta fe alguien que, “sin culpa, no ha llegado al conocimiento expreso de Dios (o sea que es incrédulo en el sentido habitual); pero que, no sin la ayuda de la gracia, procura llevar una vida justa” (Lumen gentium, n° 16). Dicho de otro modo, en la raí­z más profunda de la existencia, y bajo la oferta permanente de la gracia divina, (-> existencial II), no hay i. La i. hasta el ateí­smo en la dimensión de la objetivación conceptual y refleja (aun tratándose de un acto libre) no es necesariamente ni siempre manifestación de una i. (en el hondón último de la existencia) que sea la pérdida culpable de la gracia de la fe, exactamente igual que un aferrarse libremente a los principios de la fe en el terreno de los conceptos y de la confesión pública no es ningún argumento seguro en favor de la fe como decisión, movida por la gracia, de la libertad originaria hacia Dios en el centro de la existencia, sino que esta “obra” de la fe sigue siendo ambivalente.

Supuesto este concepto de fe y de i., podrí­a distinguirse entre incredulidad existencial (siempre culpable) y teórica (culpable o inculpable). Las usuales distinciones escolásticas se referirí­an sobre todo a la i. teórica. Evidentemente tales distinciones no significan que nosotros podamos clasificar claramente a un hombre concreto en su relación con Dios. Por cuanto toda la gracia de la fe es gracia de Cristo y el hombre que obra en apariencia de forma meramente humana tiene una relación positiva aunque inconsciente con Cristo (cf. p. ej., Mt 25), esta relación con Cristo no significa cualquier simple objeto de fe, sino que se refiere a la dimensión encarnacionista de la fe (sin perjuicio de Heb 11, 6 y de toda la discusión teológica sobre qué “objetos de fe” son necesarios con necesidad de medio para salvarse); la fe única y la i. (otra vez con la misma diferencia de planos) pueden verse simplemente tanto en relación con Dios como con Jesucristo, cual ocurre ante todo en el lenguaje de Juan (p. ej., 11, 6).

3. Por lo que acabamos de decir ya se ve que en realidad no existe todaví­a una teologí­a de la i. perfectamente desarrollada. Pues los planteamientos más simples de lo que es la i. llevaron a aporí­as y teorí­as que en modo alguno han sido abordadas a fondo en la teologí­a. La i. es vista sólo como un caso, especialmente grave, de pecado; o sea, no se ve claramente como oposición a la fe, la cual es raí­z y fundamento de la adecuada relación con Dios (Dz 801). Así­, la i. viene descrita de manera meramente negativa y la fe es entendida directamente en su forma de conceptos articulados, como suma de verdades de fe, las cuales, son negadas en la i. Con lo que no se llega a una afirmación clara del carácter especí­fico de la i. existencial como decisión de toda la persona. En cuanto acto originario y existencial de libertad, con que el hombre dispone de todo su ser, la i. es necesariamente o bien el proyecto de una existencia humana que dispone de sí­ misma sin ninguna clase de misterios, o bien un encerramiento radical y desesperado, el cual no permite que el futuro del hombre sea, en esperanza, mayor de lo que él mismo puede crear, aun viendo lo insuficiente de la propia creación. Ambas formas de i. pueden estar ocultas y reprimidas por una sobriedad escéptica y valiente (o valiente en apariencia) que quiere solucionar silenciosamente lo incomprensible de la existencia. Pero esta postura firme ante lo cotidiano también puede ser en su ambivalencia la manifestación de la fe esperanzada. Y lo que eso es en realidad nadie puede decirlo por sí­ mismo con seguridad en el tribunal de la reflexión (cf. Dz 805 822ss).

Una teologí­a de la i. deberí­a poner en claro dónde está para el creyente el topos existencial y teórico para su inteligencia de la i., topos que no puede (como si fuera absolutamente extraño e incomprendido), afectar a la fe desde fuera, si ésta ha de ser la comprensión total de la existencia humana y del mundo, comprensión en la que todo es juzgado (1 Cor 2, 15). Una teologí­a de la i. deberí­a ilustrarla no sólo como un suceso de la historia privada de salvación y perdiciónde cada uno, sino también como fenómeno de la historia colectiva de salvación y del “mundo”. Así­ como hay un “pecado del mundo” (Jn 1, 19, etc.; ->pecado original), hay también una “i. del mundo”, que a su vez tiene una forma de historia, en la cual aquélla se hace cada vez más radical e intenta presentarse siempre como algo evidente e incuestionable. La i. no sólo niega ateamente a Dios, sino que quiere también configurar los horizontes mentales, de modo que ya no pueda plantearse el problema de Dios. La cuestión histórico-teológica de la i. atea, como vasto fenómeno social, debe orientarse ante todo hacia el hecho de que el ateí­smo secularizante es la falsa forma de reacción ante la justificada, y en el fondo cristiana, eliminación del carácter divino del mundo, la cual pone en claro que Dios es Dios en su misterio inaccesible y no una parte del mundo.

4. La fe misma suscita la posibilidad de la i.; a su condición peregrinante pertenece esencialmente la posibilidad de que el hombre sea tentado por la i. Y eso no sólo porque la fe es esencialmente libre y gracia indisponible de Dios, y por lo mismo debe existir en el espacio de una auténtica posibilidad de su contrario, sino también porque la objetivación concreta de la fe originaria y existencial en las fórmulas creyentes, a causa de su carácter análogo, a causa de la imposibilidad de afirmar en cada formulación su referencia al misterio, de expresar en palabras esa misma referencia originaria, suscita la tentación de descargarse del peso de tales formulaciones con un escepticismo o con la huida a una énoxí­ intelectual. Finalmente en su -> concupiscencia, que es una situación no sólo moral sino también intelectual, interna y externa, pluralista, no integrada con sus elementos en la decisión de fe y no integrable totalmente, también el hombre creyente encuentra siempre objetivaciones que proceden de la i. y tienden a ella (cf. Dz 792) y que hacen insoluble para la existencia individual la cuestión de si es ella o son las -> “obras” de la fe la manifestación de la decisión que arranca del centro de la existencia (cf. 1 Cor 4, 4s). Si el hombre debe repetir un . y otra vez las palabras de Mc 9, 24, ahí­ no se trata de un caso particular de la fe que no deberí­a darse, sino que eso es expresión de la situación normal del creyente, el cual así­ como puede ser simul iustus et peccator, puede ser también simul fidelis et infidelis.

5. En este perí­odo de transición desde la Iglesia del pueblo a la Iglesia de los creyentes personales, el cristiano deberí­a ver claramente que la situación en la cual la fe podí­a identificarse con la opinión pública de la sociedad no es la situación auténtica de la fe; su situación es aquella en que una convención social no le quita el peso de la decisión. El predicador no se puede abandonar en su tarea a esta convención; debe saber que hoy el mensaje del Evangelio debe orientarse en una forma distinta de la de antes; es decir, desde y hacia el mundo secularizado, debe orientarse teniendo en cuenta y expresando la i. latente en los cristianos tradicionales. Quien predica cual si hablase a los i. de hoy, predica correctamente a los cristianos. Por ello debe hablarse también desde una teologí­a que responda a la mentalidad del hombre de hoy. En esta predicación no puede pasarse por alto la distinción entre la fe originaria que late en lo profundo de la existencia y su articulación conceptual; aunque ésta última ya por el mero hecho de la historicidad de los sucesos de la salvación creí­dos y proclamados, tampoco puede menospreciarse. Pero la predicación y la fe articulada conceptualmente deben ser de tal manera que resulte clara su relación retrospectiva con las decisiones supremas y existenciales (sostenidas por la gracia) que de un modo o de otro se le exigen al hombre en su ineludible situación. Al faltar a menudo esta vinculación, pudo producirse la impresión de que bastaba con olvidar de un modo radical la fe explí­cita para escapar así­ incluso a la decisión entre fe e incredulidad.

BIBLIOGRAFíA: Rahner III 415-443 271-294, VIII 187-212; H. de Lubac, tr. cast.: Por los caminos de dios (Lohle B Aires); A. Rich, Glaube und Unglaube in unserer Zeit: Ev Th 19 (1959) 52-65; A. Ráper, Die anonymen Christen (Mz 1963); F. Jean-son, La foi d’un incroyant (P 1963); J. B. Metz, La incredulidad como problema teológico: Concilium n.o 6 (1965) 63-83; H. R. Schlette, Cristianos y no cristianos. Coloquio de salvación (Herder Ba 1969); G. Szczesny, Die Zukunft des Unglaubens (Mn 1965); E. Leppin, Glaubt ihr nicht, so bleibt ihr nicht. Eine Antwort auf Gerhard Szczesnys Buch “Die Zukunft des Unglaubens” (T 1966); O. Haendler, Zwischen Glaube und Unglaube (G& 1966); J. B. Metz, Kirche fiir die Unglaubigen?: Umkehr und Erneuerung (Mz 1966) 312-329; B. Hüring, Unglaube und Naturrecht: Theologie im Wandel (homenaje a la facultad católica de
teologí­a de Tubinga) (Mn – Fr 1967) 211-227; G. Waldmann, Christlicher Glauben und chrisliche Glaubenslosigkeit (T 1968); H. Holstein y otros, La incredulidad y sus problemas (Herder Ba 1968).

Karl Rahner

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

La incredulidad concierne al pueblo de Dios, a diferencia de la *idolatrí­a, que caracteriza a las *naciones paganas y requiere una *conversión a la *fe en Dios. La existencia de incrédulos en su seno ha sido siempre un *escándalo para todos los hombres de fe; la incredulidad de Israel frente a Jesucristo debe causar al corazón de todo cristiano un “dolor incesante” (Rom 9,2).

La incredulidad no consiste meramente en negar la existencia de Dios o en rechazar la divinidad de Jesucristo, sino en desconocer los signos y los testigos de la *palabra divina, en no *obedecerle. No creer, según la etimologí­a de la palabra hebrea “creer”, es no decir “amén” a Dios; es rechazar la relación que quiere Dios establecer y mantener con el hombre. Esta negativa se expresa diversamente: el *impí­o pone en tela de juicio la existencia de Dios (Sal 14,1); el escéptico, su presencia activa a lo largo de la historia (Is 5,19); el pusilánime, su *amor y su omnipotencia; el rebelde, la soberaní­a de su *voluntad, etc. A diferencia de la idolatrí­a, la incredulidad admite grados y puede coexistir con cierta fe : la lí­nea de demarcación entre fe e incredulidad pasa menos entre diversos hombres que por el corazón de cada hombre (Mc 9,24).

I. LA INCREDULIDAD EN ISRAEL. Para no tener que referir toda la historia de la *fe, cuyo reverso tenebroso es la incredulidad, bastará con poner delante dos situaciones mayores del pueblo elegido, que caracterizan una doble manera de ser incrédulo: en el *desierto porque no se tienen, en la *tierra prometida porque se tienen ya en figura los bienes de la fe.

1. Las murmuraciones de los hebreos. Para designar la incredulidad del pueblo en el desierto utilizan los historiadores diversas expresiones: “rebeldes” (Núm 20,10; Dt 9,24) que se resisten y son recalcitrantes (Núm 14,9; Dt 32,15), “hombres de dura cerviz” (Ex 32,9; 33,3; Dtt..9,13; cf. Jer 7,26; Is 48,4), y sobre todo la murmuración; Juan reasumirá esta última expresión para caracterizar a los judí­os y discí­pulos que se niegan a creer en Jesús (Jn 6,41.43, 61). Dos pasajes hablan principalmente de ella: Ex 15-17 y Núm 14-17. El pueblo piensa que en aquel desierto inhospitalario va a morir de *hambre (Ex 16,2; Núm 11,4s) y de sed (Ex 15,24; 17,3; Núm 20,2s) y echa de menos las buenas ollas de carne consumidas en Egipto; o bien siente hastí­o del *maná y pierde la paciencia (Núm 21,4s); o también tiene miedo de los enemigos que le obstruyen la entrada en la tierra prometida (Núm 14,1; cf. Ex 14,11); olvida los signos prodigiosos de que habí­a sido testigo (Sal 78; 106). Murmura contra Moisés y Aarón, pero en realidad contra Dios en persona (Ex 16,7s; Núm 14,27; 16,11), cuya bondad y poder pone en duda (cf. Dt 8,2). La incredulidad, uno de los rostros del miedo, consiste en exigir a Dios que realice inmediatamente lo que ha prometido, en practicar una especie de chantaje con el que ha hecho alianza: es “despreciar a Yahveh”, “no creer”,en él (Núm 14,11), “no obedecer a su voz” (14,22), “tentarle y levantarle querella” (Ex 17,7).

Otra forma de murmurar contra Yahveh consiste en hacerse una imagen de él con el “becerro de oro” (Ex 32; Dt 9,12-21): los hebreos esperaban así­ dominar al que no querí­a estar a su medida y a su merced. El mismo pecado de incredulidad caracterizará al reino del Norte, “el pecado de Jeroboán” (lRe 12,28ss; 16, 26.31). A un mismo deseo de poseer el misterio de Yahveh se refieren las prácticas de adivinación, magia, hechicerí­a, que duran hasta el exilio (lSa 18,3-25; 2Re 9,22; 17,17; cf. Ex 22,17; Is 2,6; Miq 3,7; Jer 27,9; Ez 12,24; Dt 18,10ss), así­ como el recurso a los falsos profetas (cf. Jer 4,10).

2. Israel de corazón dividido. En realidad, cuando el pueblo se estableció en Palestina, la incredulidad habí­a adoptado otra forma, no menos culpable : pactar con los dioses del paí­s o con las *naciones vecinas. Ahora bien, Yahveh no tolera componendas; es lo que proclama Elí­as: “¿Hasta cuándo cojearéis de las dos piernas? Si Yahveh es Dios, seguidle; si lo es Baal, seguidie” (IRe 18. 21). Igualmente, los profetas luchan contra el “corazón doble”, dividido (Os 10,2), que busca en las naciones un apoyo que sólo Yahveh puede otorgarle (Os 7,11s). La incredulidad es prostitución de la esposa consagrada (Os 2; Jer 2-4; Ez 16), que debiera tener un corazón perfectamente fiel (Dt 18,13; Sal 18,24), “enteramente” para Dios (IRe 8,23; 11,4), *siguiendo a Yahveh sin desfallecer (Dt 1,36; Núm 14,24; 32,11).

Este ideal se mantiene, aunque es imposible de realizar por las solas fuerzas del hombre. Isaí­as muestra claramente al pueblo que “si no creéis, no subsistiréis” (Is 7,9): la fe es la única existencia posible del pueblo elegido, y excluye cualquier otro recurso (28,14s; 30,15s). Para Jeremí­as consiste la incredulidad en “fiarse”, en “poner la confianza” en criaturas (Jer 5,17; 7,4; 8,14; 17,5; 46,25; 49,4). Ezequiel manifiesta la consecuencia de la incredulidad: “Sabréis que yo soy Yahveh cuando muráis” (Ez 6,7; 7,4; 11, 10). La incredulidad se convierte en el *endurecimiento que profetizaba Isaí­as (Is 6,9s): el pueblo, exilado, se ha hecho sordo y ciego (Is 42, 19; 43,8). Pero Yahveh debe suscitar un *siervo, al que “cada mañana le despierta el oí­do” (50,4s) ; por él se realizará la gran esperanza de los profetas: la incredulidad cesará el dí­a en que “todos serán enseñados por Yahveh” (Jer 31,33s; Is 54,13; Jn 6,45): entonces todos reconocerán que Yahveh es el único Dios (Is 43,10).

II. LA INCREDULIDAD FRENTE A JESUCRISTO. Sin embargo, Jesús debí­a antes realizar por su cuenta la profecí­a relativa al siervo: “¿Quién ha creí­do en lo que se ha anunciado?” (Js 53,1; cf. Jn 12,38; Rom 10,16). La incredulidad parece triunfar, rechazar la encarnación del Hijo de Dios y su obra redentora.

1. Delante de Jesús de Nazaret. En otro tiempo los *profetas hablaban en nombre de Yahteh y se les debí­a creer; Jesús, en cambio, pone su propia *palabra en el mismo plano que la palabri de Dios; no ponerla en práctica es edificar sobre arena, carecer de todo apoyo (Mt 7,24-27). Semejante pretensión parece exorbitante: “Bienaventurado aquel para quien no sea yo ocasión de escándalo” (Mt 11,6). En realidad, a su predicación y a sus milagros no responden sino la *hipocresí­a de los *fariseos (15,7; 23,13…) y la incredulidad por parte de las ciudades de las orillas del lago (11,20-24), de Jerusalén (23,37s), de la masa de los judí­os (8,10ss). El poder de Jesús está incluso ligado por esta incredulidad (13,58) hasta tal punto que Jesús se asombra de su falta de fe (Mc 6,6). Pero esta falta de fe puede ser vencida por el Padre, que es la fuente de la fe: tiene oculto a los ojos de los sabios el misterio de Jesús (Mt 11,25s), pero lo comunica a los muy pequeños que hacen su voluntad y constituyen el *resto de Israel, la familia de Jesús (12,46-50).

Pero también entre los creyentes se insinúa la incredulidad, en diferentes grados: algunos se muestran “de poca fe”. Así­ cuando los discí­pulos tienen miedo de la tempestad (8,26) o sobre las olas agitadas (14,31); cuando ellos no pueden hacer un milagro, a pesar de haber recibido tal poder (17,17.20; cf. 10,8); cuando se preocupan (*cuidado) por el pan que les falta (16,8; cf. 6,24). La oración puede remediar estas flaquezas (Mc 9,24), y Jesús garantiza así­ la fe de Pedro (Le 22,32).

2. En presencia del misterio pascual. La incredulidad llega a su colmo cuando el espí­ritu debe ceder ante la sabidurí­a divina, que escoge la *cruz como camino para la gloria (ICor 1,21-24). Al anuncio de la suerte de Jesús, Pedro cesa de *seguir a su maestro para convertirse en un “*escándalo” delante de Jesús (Mt 16,23); y cuando llega la hora, lo reniega escandalizado, como lo habí­a anunciado Jesús (26.31-35.69-75). Sin embargo, el discí­pulo debe llevar esta misma cruz (16,24) si quiere dar *testimonio de Jesús ante los tribunales (10,32s). Su testimonio versa, en efecto, sobre la resurrección, cosa apenas creí­ble (Act 26,8), que los mismos discí­pulos no llegaban a creer: hasta tal punto está arraigada la incredulidad en el corazón del hombre (Lc 24,25.37.41; Mt 28,17; Mc 16,11. 13.14).

III. LA INCREDULIDAD DE ISRAEL. Jesús habí­a anunciado que los constructores habí­an de desechar la *piedra angular (Mt 21,42); la Iglesia naciente lo recuerda con energí­a (Act 4,33; lPe 2,4.7), atribuyendo la repulsa de Israel unas veces a ignorancia (Act 3,17; 13,27s), otras a culpabilidad (2,23; 3,13; 10,39). Pero comprueba rápidamente que su predicación, lejos de convertir a Israel, no es acogida por la masa de los judí­os. Esta situación nueva es misteriosa, y los teólogos Pablo y Juan van a intentar justificarla.

1. San Pablo y el pueblo incrédulo. Al comienzo de su predicación, Pablo, heredero del fogoso Esteban (Act 7,51s), entrega a la *ira divina a los judí­os incrédulos y perseguidores (1Tes 2,16) considerando que no son ya del *resto fiel. Posteriormente, cuando se apacigua el conflicto, cuando los gentiles entran en masa en la fe, examina Pablo el misterio de la incredulidad de su pueblo. Sufre de ella profundamente (Rom 9, 2; 11,13s). Sobre todo, esta negativa global del pueblo elegido parece poner en contingencia a Dios y sus *promesas (3,3) y poner en peligro la fe; resuelve el problema en Rom 8-11, no ya en un plano humano, sino ahondando en el misterio de la sabidurí­a divina. Dios no ha desechado a su pueblo y se mantiene fiel a sus promesas (9,6-29); Dios no ha cesado de “tender las manos a este pueblo rebelde” (10,21) bajo la forma de la *predicación apostólica; son los judí­os los que se han negado, a fin de hallar la *justicia a partir de la *ley (9,30-10,21). Pero Dios es quien dirá la última palabra, pues un dí­a cesará el *endurecimiento de Israel; así­ la desobediencia habrá manifestado a todos la infinita *misericordia de Dios (11,1-32).

2. San Juan y el judí­o incrédulo. Pablo y la Iglesia entera no habí­an tardado en llamar “incrédulos” o “infieles” no sólo a los paganos, sino probablemente también a los judí­os que no compartí­an la fe en Jesús (1Cor 6,6; 7,12s; 10,27; 14,22s), a los que el dios de este *mundo habí­a cegado (2Cor 4,4), con los cuales no hay trato posible (6,14s). Existí­an, sin embargo, testigos vivos de lo que podí­a llegar a ser un cristiano si renegaba su fe: “peor que un infiel” (ITim 5,8). Al paso que Pablo mostraba en Israel incrédulo un testigo de la severidad de Dios (Rom 11, 21s) y de la elección primera (11,16), Juan presentará en el *judí­o que rechazó a Jesús el tipo del incrédulo, el precursor del *mundo malo. El pecado de incredulidad consiste en no *confesar que Jesús es el Cristo (1Jn 2,22s; 4,2s; 5,1-5), en sacar a Dios *mentiroso (5,10). El cuarto evangelio centra la incredulidad en el hecho de negarse a acoger en Jesús de Nazaret la palabra encarnada (Jn 1,11; 6,36) y al redentor de los hombres (6,53); no creer es estar juzgado (3, 18), entregarse a la mentira y al homicidio (8,44), estar abocado a la muerte (8,24). El incrédulo, huyendo así­ de la *luz porque’ sus *obras son malas (3,20), se sume en las tinieblas, se entrega a Satán : una especie de determinismo lleva al endurecimiento, “no puede ya escuchar [la] palabra” de Jesús, es de la raza del maligno (8.43s). Por otra parte Jesús, compensando esta aparente fatalidad de la incredulidad, revela el misterio del atractivo ejercido por el Padre (6,44), el cual se ejercerá con éxito por aquél que, “elevado de la tierra, atraerá a todos los hombres a [s1il” (12,32). Como para Pablo, también para Juan debe ser dominada un dí­a la incredulidad: “Si nosotros somos infieles, [Dios] es fiel” (2Tim 2,13); la existencia cristiana es un descubrimiento renovado cada dí­a, del misterio de Jesús resucitado: “No seas incrédulo, sino creyente” (Jn 20,27).

-> Confianza – Endurecimiento – Fidelidad – Fe – Hipocresí­a – í­dolos – Escándalo – Ver.

LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teologí­a Bí­blica, Herder, Barcelona, 2001

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas

Aunque en el AT hay muchas referencias al fenómeno de la incredulidad (Nm. 20:10; Is. 30:9s.), no se emplea ninguna palabra en particular. Por otra parte, en el NT los escritores usan apeizeia y apistia, ambas implican cierta obstinación y resistencia a la verdad (Ro. 11:20, 23; Ef. 2:2; 5:6; 1 Ti. 1:13; Heb. 3:12). La verdad que el incrédulo rehúsa aceptar nunca es una posición filosófica o una idea abstracta, sino que es la revelación misma de Dios (a) en la naturaleza y (b) en la redención. Es por eso que la incredulidad es fundamentalmente un rechazo a la oferta del evangelio de la gracia de Dios (Mt. 13:58; Mr. 16:16; Hch. 7:51s.; 14:2; Ro. 2:8; 11:30s.). Éste es el motivo básico del pecado (Ro. 14:23; 1 Jn. 5:10), causando la desobediencia del hombre a la ley de Dios. De modo que es la incredulidad la que trae sobre él, a menos que haya un mediador, la ira y el juicio de Dios (Ro. 11:20–24; Ef. 2:2; 5:6).

La incredulidad en el sentido cristiano no es causada ni por meras dudas intelectuales, ni por oposición emocional a la verdad. Encuentra su origen en lo que la Biblia llama «el corazón», y es la consecuencia de una característica básica de la corrupción de la personalidad del hombre, el deseo humano de autonomía contra la soberanía de Dios. Esto se revela claramente en la narración de la caída, contenida en Gn. 3, y en la exposición de Pablo de este tema en Ro. 1:20–25. (cf. además Sal. 14:1; Is. 6:9–12; Jer. 17:9). La incredulidad domina, por lo tanto, al hombre por completo, de modo que éste necesita nacer de nuevo espiritualmente por la gracia de Dios (Jn. 3:3–13; 1 Co. 1:22–24; 2:12–16).

Existen, por supuesto, casos de incredulidad de parte de cristianos, como en el caso de los discípulos, particularmente Tomás, después de la resurrección de Cristo (Mr. 16:11; Lc. 24:41; Jn. 20:27). Fue la misma incredulidad, pero temporal. No obstante, la incredulidad del no-cristiano, desde el punto de vista tradicional cristiano, es su total rechazo a la revelación misma de Dios. La duda del cristiano es un resultado de un debilitamiento temporal de su fe, mientras que la del no-cristiano es mucho más profunda y más fundamental, como lo demuestra la diferencia final entre Pedro y Judas (Lc. 22:32; Mt. 27:3, 5; Hch. 1:16s.).

  1. Stanford Reid

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (314). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología

Se expresa mediante dos palabras gr. en el NT, apistia y apeitheia. Según MM la palabra apeitheia, junto con apeitheō y apeithēs, “connota invariablemente desobediencia, rebelión, contumacia”. De modo que Pablo dice que los gentiles han obtenido misericordia por la rebelión de los judíos (Ro. 11.30). Véase también Ro. 11.32; He. 4.6, 11. Esta desobediencia surge de la apistia, ‘falta de fe y confianza’. apistia es un estado mental, y apeitheia la expresión de ese estado. Cristo afirmó que la incredulidad es el principal pecado acerca del cual el Espíritu redargüiría al mundo (Jn. 16.9). La incredulidad en todas sus formas es una afrenta directa a la veracidad divina (cf. 1 Jn. 5.10), y esa es la razón por la cual constituye un pecado tremendo. Los hijos de Israel no entraron en el descanso de Dios por dos razones. No tenían la fe (apistia, He. 3.19) necesaria y desobedecieron (apeitheia, He. 4.6). “La incredulidad encuentra su manifestación práctica en la desobediencia” (Westcott sobre He. 3.12).

Bibliografía. O. Becker, “Fe”, °DTNT, t(t). II, pp. 170–175; P. Blaser, “Incredulidad”, °EBDM, t(t). IV, cols. 138–141.

O. Becker, O. Michel, en NIDNTT 1, pp. 587–606.

D.O.S.

Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico