JUDAISMO

Gal 1:13 de mi conducta en otro tiempo en el j, que
Gal 1:14 en el j aventajaba a muchos de mis


El sistema religioso mantenido por los judí­os. Sus enseñanzas provení­an del AT, especialmente de la ley de Moisés que se encuentra del cap. 20 de éxodo hasta el fin de Deuteronomio; pero también incluí­a las tradiciones de los ancianos (Mar 7:3-13), algunas de las cuales nuestro Señor condenó. Los elementos principales del judaí­smo incluyen la circuncisión, un monoteí­smo estricto, un aborrecimiento a la idolatrí­a y el guardar el dí­a sábado.

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

Religión monoteí­sta. Una de las grandes religiones de la historia. Conjunto de instituciones religiosas de Israel. Se trata de la raza, la fe, la cultura y la historia del pueblo judí­o.
El término judaí­smo se deriva del nombre de una de las doce tribus de Israel, la de Judá. El judaí­smo de la Biblia se extiende hasta el año 70 d.C. El rabí­nico se inicia a partir de ese año y la destrucción de Jerusalén por los romanos. En este perí­odo surgen las academias y los maestros como Gamaliel II de Yabné. La reflexión sobre la Torá o Ley, es decir, el Pentateuco, se convierte en centro de la vida religiosa al ser destruido el templo y desaparecer definitivamente el sacerdocio. Se codifica el Talmud y surge la literatura interpretativa como la “midrash” y la “mishná”.
El judaí­smo medieval heredó al babilónico y florece en varias disciplinas académicas instigado por el avance musulmán. El judaí­smo moderno, es decir, el de los últimos cinco siglos, culmina con el regreso a Israel.
La doctrina judí­a es monoteí­sta y antitrinitaria. Su énfasis principal en el judaí­smo normativo descansa en la Torá. El judaí­smo estuvo dividido desde antes de la venida de Cristo. Entre esas divisiones estuvieron los fariseos, los saduceos y los ® ESENIOS. Un sector nacionalista llevaba el nombre de celotes. En la Edad Media no pudieron absorber a los ® CARAíTAS, pero en fechas más recientes surgieron grupos liberales, conservadores y reformados que hacen concesiones al medio y los cambios históricos.
Los ortodoxos se mantienen lo más cerca posible del judaí­smo de épocas anteriores. Estos últimos disfrutan de grandes privilegios en Israel. Además de la observancia de la Ley y de la práctica de la circuncisión, los judí­os mantienen su esperanza mesiánica, es decir, que Dios establecerá su gobierno perfecto sobre la tierra por medio del Mesí­as.
En el proceso del desarrollo de su pensamiento, un enorme sector judí­o se ha identificado con el liberalismo e incluso con el secularismo más rampante. Un alto número de judí­os contrae matrimonio con gentiles. En realidad, solo una minorí­a practica su religión. Los lugares de culto son llamados sinagogas, generalmente dirigidas por rabinos, maestros de religión.

Fuente: Diccionario de Religiones Denominaciones y Sectas

Sistema religioso sostenido por los judí­os. Sus ensenanzas provienen del Antiguo Testamento, Gal 1:1314, Ro. caps. 9 al 11.

– Jesús era Judí­o, como su Madre, y los 12 Apóstoles. ¡y Pablo!.

– Hoy dí­a hay 14 millones de Judí­os en el mundo. En USA. hay 3.9 millones, con 3.470 sinagogas.

– Lo esencial del Judaí­smo en tiempos de Abraham, Isaac, Jacob, Moisés. era un altar, con un sacerdote, y un sacrificio con derramamiento de sangre: (Ex.caps.25 a 40, Lev. caps.l a 6 y 23 a 25, Gen 3:18, Gen 26:25, Gen 33:20).

– Hoy dí­a, el Judaí­smo no tiene ni altar, ni sacrificio, ni sacerdote, ¡sólo “maestro”, “rabí­”!. y esto fue profetizado, por Isaí­as y Daniel, que después de la venida del Mesí­as, desaparecerí­a el “sacrificio perpetuo” de los judí­os, y serí­a sustituido por el sacrificio del Cordero de Dios que quita los pecados del mundo: (Ma12Cr 1:10, Isa 50:11, Isa 50:53, Dan 8:11, Dan 9:27, Dan 11:31, Dan 12:11).

(Ver “Templo”).

Judí­o:
Originariamente eran los de la Tribu de Judá, y los habitantes del Reino del Sur, después de la separación del Reino del Norte: (Israel), a la muerte de Salomón.

Hoy dí­a, se llama “Judí­o” a todo “Hebreo”, descendiente de Abraham, y practicante del Judaí­smo; o, aunque no lo practique, a los descendientes de Judí­os, aunque no vivan en Israel. También se conocen como Israelitas: (2Re 16:16, 2Re 25:25, Jer 32:14).

En los Evangelios sólo aparece la palabra “judí­o” en la frase “rey de los judí­os”: (Mat 2:2, Mat 27:11, Mat 27:29, Mat 27:37), en boca de los no-judí­os; mientras que los judios dicen “rey de Israel”: (Mat 27:42, Mar 15:32, Luc 23:35).

En los Hechos se usa la palabra “judí­os” varias veces: (Luc 18:14, Luc 22:30, Luc 23:27). San Pablo dedica 3 capí­tulos a los Judí­os, de lo más entranable, en Ro. 9 al 11, y otro en Ga.4.

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

http://biblia.com/diccionario/

Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

La religión de los judí­os. No debe confundirse con la religión del AT, puesto que es más bien un desarrollo de ésta. No se conoce este designación en el AT, sino en el NT. Pero la palabra surgió en tiempos intertestamentarios, como puede verse en un texto en el libro apócrifo de 2Ma 2:21. El apóstol Pablo, escribiendo a los Gálatas, dice: †œPorque ya habéis oí­do acerca de mi conducta en otro tiempo en el j., que perseguí­a a la iglesia de Dios … y en el j. aventajaba a muchos de mis contemporáneos…† (Gal 1:13-14). El mismo Pablo usó el verbo †œjudaizar† (†œ… ¿por qué obligas a los gentiles a judaizar?† [Gal 2:14]). El término hace referencia, no sólo a la religión judí­a sino a sus costumbres y formas de vida. Los judí­os mismos prefieren llamar a su religión †œTorᆝ (Enseñanza, Doctrina), porque j. les parece que hace énfasis en los aspectos culturales, mientras que Torá habla de revelación. Pero generalmente se usan una u otra palabra. No hay duda de que Pablo aplicaba el vocablo tanto a la religión como a las costumbres judí­as.

El j. surgió mayormente en el exilio, cuando no habí­a †¢templo, ni sacrificios, ni sacerdocio. Los judí­os enfrentaron esa nueva situación aferrándose a las tradiciones de sus padres. El nuevo centro religioso fue la sinagoga, la cual permanece como institución religiosa después del retorno a Jerusalén y la reconstrucción del †¢templo. La ley de Moisés era estudiada para asegurar que aun en el exilio o en su tierra los israelitas cumplirí­an con sus preceptos. A la lectura de la ley de Moisés, la tradición fue haciendo comentarios que pasaron oralmente de generación a generación, especialmente desde el año 20 d.C. hasta el 200 d.C. Un famoso rabí­ llamado Judá ha-Nasi las recopiló en forma escrita a principios del siglo III d.C. A esa colección se le llama †œla Misnᆝ. Como resultado de los estudios hechos por los eruditos judí­os a la Misná se fueron añadiendo a ésta, entre los siglos III y VI d.C. muchos apuntes y comentarios que se le hací­an. El †¢Talmud es el conjunto de la Misná con esas adiciones. Como ve, el j. es algo que fue evolucionando después de la destrucción de Jerusalén por Nabucodonosor y la †¢diáspora y que viene a cristalizarse en su forma actual alrededor del año 500 d.C.. En nuestro caso, nos interesa saber en cuál etapa de ese desarrollo se encontraba cuando se escribió el NT, es decir, en el primer siglo de la era cristiana, sabiendo que todos los libros del NT, menos Apocalipsis, fueron escritos antes de la destrucción del †¢templo por los romanos en el año 70 d.C. A continuación algunas de las ideas básicas que conformaban el j.:

Dios. Antes que nada, el j. se preciaba de su monoteí­smo. La existencia de un solo Dios verdadero era esencial para un judí­o del NT, puesto que se contraponí­a a la idolatrí­a generalizada. La invocación de la unidad de Dios harí­a que la doctrina cristiana de la †¢Trinidad viniera a ser abominación para el j.

La †¢Torá. Ese Dios se habí­a revelado a sí­ mismo por medio de la Torá, los cinco libros de Moisés. Los judí­os del NT no hací­an las diferencias que hoy se señalan entre †œley moral†, †œley civil† y †œley ceremonial†. Los libros de Moisés son todos †œla Torᆝ, la ley. Los judí­os la aceptaban como la revelación de Dios. Habí­a diferencia, sin embargo, en cuanto al tratamiento que se daba a los profetas. Los †¢saduceos no los aceptaban como autoridad, aunque reconocí­an que tení­an cierto valor. Los †¢fariseos, en cambio, veí­an como autoritativo todo el AT. Habí­a otra secta, los †¢esenios, que aceptaban también la Torá y creí­an que los profetas podí­an adquirir autoridad dependiendo de que fueran interpretados por un buen maestro. Estas diferencias de actitudes frente a la Torá implicaban, como es natural, diferentes énfasis doctrinales de conformidad con la interpretación de cada una de estas sectas.

La elección de Israel. Los judí­os del NT creí­an que Dios, en su revelación, habí­a escogido a Israel para un futuro glorioso. Los israelitas de nacimiento, entonces, eran el pueblo de Dios. Un gentil podí­a pasar a ser judí­o por medio de la conversión.

El †¢Mesí­as. La esperanza de Israel era el Mesí­as, un libertador humano que les librarí­a de la opresión e inaugurarí­a la etapa gloriosa de su historia. La idea era de un lí­der polí­tico y militar que realizarí­a grandes portentos y maravillas. La idea de un Mesí­as sufriente, aunque claramente indicada en el AT, no aparecí­a como fijada en la mente de los israelitas.

La †¢resurrección. La idea de una vida después de la muerte era algo enseñado por los fariseos. Los saduceos lo negaban. Los judí­os del NT, en su mayorí­a, hablaban de †œeste presente siglo† y del †œsiglo venidero†, cuando Dios premiarí­a a los justos y castigarí­a a los impí­os.

Ritos y fiestas. El j. de tiempos del NT, como se ha dicho, no hací­a separación entre ley moral, leyes rituales y leyes civiles. El judí­o decí­a †œla Torᆝ, refiriéndose a los cinco libros de Moisés que incluí­a todo ello. Por lo tanto, el cumplimiento del ritual del AT y la celebración de los dí­as especiales eran cosa obligatoria, formando parte, en su pensar, de la esencia misma de su religión. Tanto guardar el †¢sábado como la †¢circuncisión eran considerados como mandamientos con igual peso. Así­ también la celebración de la †¢Pascua o la fiesta de los Tabernáculos u otras.

El hombre. Los judí­os del NT reconocí­an que el hombre habí­a nacido con cierta inclinación hacia el mal, pero que también era capaz de hacer el bien. El cumplimiento de la Torá acercaba al ser humano al ideal de justicia que le harí­a agradable ante Dios. En el Talmud, que pertenece al j. más desarrollado de tiempos posteriores al NT, se conserva una tradición según la cual Dios dio a Moisés seiscientos trece preceptos. Más tarde, sin embargo, los videntes y profetas los fueron reduciendo a varios principios básicos. David los redujo a once, que se encuentran en el Sal. 15. Isaí­as a seis, según Isa 33:15 y luego a dos, según Isa 56:1. Finalmente, Habacuc los redujo a uno (†œEl justo por su fe vivirᆝ [Hab 2:4]). Los efectos del pecado, salvo la muerte, podí­an ser evitados mediante los sacrificios y las buenas obras. Es famosa la anécdota de un gentil que pidió al rabino Hillel que le enseñara toda la Torá mientras él la aprendí­a haciendo equilibrio sobre una sola pierna. Hillel aceptó y le dijo: †œNo hagas a tu prójimo aquello que odiarí­as que lo hicieran a ti mismo. Esa es la totalidad de la Torá. El resto no son sino comentarios. Ve y estudia†.

Los rabinos. Cualquier persona que se dedicara al estudio de la Torá y fuera capaz de enseñar podí­a ser rabino. No se trata de una clase sacerdotal, ni de una casta. Tampoco era un linaje, aunque se apreciaba que un hijo de rabino llegara a serlo también. No se permití­a a la mujer ser rabino, porque ésta estaba bajo la autoridad de su marido.

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

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En catequesis interesa el judaí­smo en cuanto es la plataforma religiosa en la que surge el cristianismo. Descubrir y conocer datos judaicos sirve para entender mejor los Escritos del Nuevo Testamento y la Biblia en general.

También es conveniente diferenciar lo que es judaí­smo como religión y lo que es como cultura, aunque ambos conceptos se hallan estrechamente unidos. Incluso, lo que es el judaí­smo de las noticias periodí­sticas que hablan del Estado de Israel establecido en Palestina, la tierra de Jesús, desde el año 1948, puede servir para entender lo que significa el mensaje de Jesús aceptado por los cristianos, sus seguidores y para sorprenderse, porque los judí­os todaví­a siguen esperando la llegada del “Mesí­as salvador”.

Estrictamente el judaí­smo nació en el siglo VII antes de Cristo, cuando el reino de Israel fue destruido por los asirios (722 a C.) y sólo quedó el Reino de Judá. Luego culmimó la destrucción de las tribus con la caí­da de Jerusalén en 587 ante los babilonios. El Edito de Ciro (538) permitió a los israelitas regresar a Judea y reconstruir el Templo y la Ciudad santa. La tribu de Judá y los restos de Benjamí­n, los desplazados de Babilonia, se agruparon en el llamado reino de Judá. Surgió el judaí­smo como reino teocrático y sus dirigentes se declararon herederos de los Profetas y de la Alianza de Yaweh. Las otras tribus de Israel no regresaron de “su cautividad”. Engrosaron aquella “Diáspora” de oriente que tanta importancia histórica tendrí­a para los judí­os, pero que poco reflejada se halla en la Biblia.

En tiempos de Cristo, en el siglo I a. C. y el I de la era cristiana, fueron más los judí­os (los israelitas) dispersos por el mundo que los residente en Palestina, el Reino de Herodes y de sus sucesores. En el Mediterráneo y en Mesopotamia podí­an contarse hasta cuatro millones de “israelitas”. En Galilea y en Judea no llegaban al millón los que poblaban la tierra que recorrió Jesús.

Después de Cristo, se conocieron dos tremendas destrucciones de los judí­os de Palestina. Una fue la de los años 66-70, en que los romanos de Vespasiano y Tito arrasaron Judea y destruyeron el templo que Jesús conoció, ante la rebelión que provocaron los más extremistas del pueblo. Y la otra sucedió en los años 132-135, que terminaron por arruinar el resto del Israel antiguo.

Desde entonces, la dispersión de los judí­os por todo el mundo, romano primero y de los pueblos cristianos después, se incrementó enormemente. Los judí­os fueron perseguidos con frecuencia, desde las grandes matanzas de los persas o de los mahometanos, hasta las enormes persecuciones de los tiempos medievales en Europa, de las expulsiones en la España de los Reyes Católicos o de Felipe III o de las matanzas en la Alemania nazi del siglo XX.

Sin embargo los judí­os han sobrevivido, como raza más que como pueblo, en medio de una interminable peregrinación por el mundo. Hay algo misterioso que mantiene la identidad de este singular grupo humano: un espí­ritu, un recuerdo, un sentido de solidaridad, una Ley, una esperanza mesiánica. El término “judaí­smo” se conserva desde entonces entre connotaciones complejas y en referencias siempre bí­blicas y religiosas.

Judaí­smo, cristianismo e islamismo, las tres grandes religiones monoteí­stas han estado en la historia entremezcladas de alguna forma. Los que interpretan esos ví­nculos de forma más integrista, las hacen antagónicas y radicalmente adversarias. Tratan de justificar las luchas (moros contra cristianos, pérfidos judí­os, etc.) Los más ecumenistas las identifican como las tres religiones que adoran al mismo y único Dios supremo, llamado Yaweh, Alá o Padre del Señor Jesús y pronostican que tienen que entenderse, armonizarse, respetarse y amarse.

Es normal que haya multitud de coincidencias. Desde sus inicios las comunidades judí­as, en muchas ocasiones como resultado de migraciones voluntarias y de exilios o expulsiones forzadas, han vivido en casi todo el mundo, pero su historia ha discurrido durante dos milenios entre cristianos y mahometanos.

1. Valores del judaí­smo
Jesús era judí­o y sus seguidores primeros también lo eran. El cristianismo surgió en Palestina y creció dentro de la comunidad judí­a durante el siglo I d. C. Siempre tuvieron los cristianos gran veneración por la Historia del Israel bí­blico y veneraron sus libros como inspirados por Dios y como testimonios de la salvación que Dios quiso para todos los hombres. Por eso el judaí­smo sigue siendo una obligada referencia para los cristianos.

Los elementos básicos del judaí­smo deben ser admirados, respetados y estudiados por los cristianos y presentados con el debido respeto y amor en una catequesis verdaderamente católica. Entre estos elementos hay que resaltar algunos especiales.

1.1. Yaweh.

La idea y el misterio del Dios único es el más admirable. El judaí­smo vive de un riguroso monoteí­smo, es decir, a la creencia que un solo Dios trascendente creador del Universo.

1.2. Revelación.

El Dios que creó el mundo se reveló a los israelitas. A los Patriarcas primero: Abrahán, Isaac, Jacob y luego en el monte Sinaí­ a Moisés. Fue incrementando su comunicación a los hombres por medio de los Profetas. Y se fue configurando una “Historia de la salvación”, en forma de leyendas al principio y de acontecimientos históricos después, que recogerá la Biblia y se identificará con la historia del pueblo elegido. Ajustar la vida a la revelación (“mitsvot” que dicen los judí­os) es esencial para los miembros del pueblo elegido.

1.3. Alianza.

Es el otro gran concepto del judaí­smo (“berit”, llaman ellos). Es el pacto entre Dios y los judí­os. Comenzó con Abraham, siguió con el Sinaí­, se renovó en cada acontecimiento del pueblo. Supuso la cercaní­a divina. A veces se manifestó en la misericordia. En ocasiones se mostró en el castigo. Pero nunca el Pueblo elegido fue abandonado a su suerte.

Toda la humanidad se benefició de la alianza divina, pues el fin de ella era rescatar, restaurar la elección primero, idea básica que pasará al cristianismo. Los judí­os tienen cierto sentido de su mediación universal. Israel se halla entre Dios y la humanidad. Los acontecimientos históricos, y los naturales que afectan a Israel, son vistos como procedentes de Dios.

1.4. La Torá.

Es el idea fuerza del judaí­smo como religión. Es el conjunto de leyes que Dios reveló a Israel y que los creyentes tienen que asumir y cumplir.

Determinan el modo de vivir (es la Halaká) o camino que se debe seguir en la vida. Muchos judí­os los entienden como un sistema o una cultura integral, que abarca la existencia individual y la comunitaria.

Los fieles a ella viven en la santidad, que es la voluntad divina que une mundo y ley, amor divino y fidelidad de los hombres, santidad y legalidad.

1.5. La justicia.

Es el resultado de la fidelidad a la Ley. La historia del pueblo ha sido sufrimiento. Pero es el modo que Dios tiene para mantenerlo unido y consciente de su destino de triunfo final. Por eso tiene tanta importancia en el judaí­smo la “esperanza”, que los cristianos revestirán de un sentido escatológico, pero los judí­os llenarán de contenidos terrenos los triunfos en el mundo.

1.6. La esperanza mesiánica.

Esa idea del triunfo mesiánico será la más controvertida entre las diversas corrientes judaicas, desde las integristas y fanáticas hasta las racionales y liberales. Del triunfo en este mundo, expresado en cada triunfo particular, se saltará al gran triunfo final.

El protagonista será un Mesí­as (masiah, ungido con óleo real), un vástago de la casa real de David, que salvará al Pueblo. Para uno, la salvación será material, polí­tica, fí­sica y real. Para otro tendrá un sentido más espiritual, moral y “religioso”.

El mesianismo ha constituido una base significativa en el pensamiento judí­o.

1.7. La Tanak.

El judaí­smo ha estado siempre alentado por animadores: profetas en tiempos antiguos, hasta que se formó la Tanak, (sí­ntesis entre la idea y la palabra de “Torá, Pentateuco, de “Nebi`im”, los Profetas, y de “Kethubim”, los escritos piadosos).

Los Libros santos, la Biblia que llamamos los cristianos, son decisivos pues mantienen vivo el recuerdo de las misericordias divinas y por eso se leen con veneración, se interpretan con respeto, se transmiten con fidelidad.

2. Otros elementos
Durante los tiempos antiguos existieron los sacerdotes, porque se tení­a el Templo en el que se ofrecí­an sacrificios latréuticos, eucarí­sticos, propiciatorios o expiatorios e impetratorios.

Pero, desde que el Pueblo camina disperso (diáspora), el templo se sustituye en el culto por la sinagoga y los sacerdotes fueron reemplazados por los Rabinos o Maestros (en arameo y hebreo, “Rabbí­”, “mi maestro”). Ellos son los mediadores e intérpretes religiosos. Son sabios en las Escrituras y en las tradiciones. Para ellos tiene mucho valor la Torá oral, resumida en “la Misná” (aquello que se “aprende de memoria”).

Constituye el documento más antiguo de la literatura rabí­nica.

El estudio rabí­nico y los comentarios de la Misná en Palestina y en Babilonia generó dos “Talmudes” (en arameo “Guemará”). El Talmud babilónico fue escrito hacia el siglo VI. Siguieron los comentarios o “midrasim” y los escritos o “targumim”.

2.1. Culto judí­o actual
El centro de referencia religiosa y del culto es entre los judí­os “la sinagoga” o reunión de la comunidad en un lugar. Ella reemplazó desde la destrucción del Templo para los de Palestina el culto del templo destruido en la Guerra del 66-70. Con todo, ya desde la Cautividad de Babilonia, los judí­os de la Mesopotamia y Persia practicaron “los encuentros” para orar, para mantener viva la esperanza y para formarse en la Ley.

2.1.1. La plegaria
La base del culto judaico ha sido desde entonces la oración y no ya el sacrificio. Toda la vida es adoración divina. “Tener a Dios siempre delante de mí­” (Sal. 16. 8), es el verso escrito en las sinagogas.

Por tradición, los judí­os rezan tres veces al dí­a: por la mañana (“saharit”), por la tarde (“mishná”) y al anochecer (“maarib”). Son los tres momentos del sacrificio antiguo. Pero es necesaria la oración en común y la lectura de la Palabra divina y su explicación (“minyán”) que debe tener al menos un grupo, o varios, de diez hombres.

Las formas de oración han variado según tiempos y lugares. Pero existe un común denominador interesante: Se practican las llamadas bendiciones (“Tefillá” o rezos; el “Amidá”, o rezo de pie; el “Semoné Esré”, o dieciocho bendiciones)

Durante los sábados (“sabbat” significa descanso) y en las festividades, estas peticiones se reemplazan por rezos especí­ficos de cada fiesta. Todos los encuentros de oración concluyen con dos invocaciones mesiánicas: el primero se llama “Alenu”; el segundo es una doxologí­a aramea llamada “Qaddis”.

Los más devotos llevan en los encuentros religiosos un pequeño manto con flecos, llamado “tallit” y filacterias (tefillí­n). Y, por respeto a la presencia de Dios en todas partes, se cubren la cabeza para rezar, ya sea con un sombrero, ya con un casquete (“kippá”).

La meditación y oración están centradas en la Ley. Se ha de leer entera a lo largo del año, durante los sábados. El ciclo anual se inicia cada otoño, con una celebración, la “Simhat Torá” (alegrí­a de la Torá) Se cierra con la fiesta del “Sukkot”.

Se deben leer también los profetas (“Haftará”, como conclusión).

2.1.2. Tradiciones Existen otras muchas, cuyo cumplimiento y defensa depende ya mucho de la piedad de cada adepto. Las normas sobre los alimentos, para evitar impurezas, fueron muy respetadas en otros tiempos y en mucho siguen vigentes. Sólo se puede comer la carne de los animales puros (Dt. 14. 3-21). Para que sea tal, deben ser sacrificados de forma pura (“kaser”, pura). Se debe sacar la sangre y no se puede comer a la vez carne y leche.

2.1.3. Sabbat y fiestas
Es dí­a sin trabajo cada siete dí­as. Se reclama la limosna como forma de devolver los bienes recibidos del dueño del mundo, Dios.

En el sabbat, lo único que se hace es rezar, estudiar, reposar y estar en familia. Las otras fiestas son el desarrollo del sabbat. Son cinco principales y dos de menor importancia.

– La fiesta de la primavera es la mayor: la “Pésaj” (Pascua), que conmememora la salida de Egipto.

– Cincuenta dí­as después, el “Sabuot” (‘semanas’ o Pentecostés).

– Se celebra luego el “Sukkot” (‘tabernáculo’), precedida de diez dí­as de purificación de toda la comunidad.

– Se inicia con la celebración del año nuevo, el “Rosh ha Shaná”, y termina con el “Yom Kippur”, dí­a de la Expiación. El dí­a de año nuevo se hace sonar un cuerno de carnero (shofar) para invitar al arrepentimiento. El dí­a de la Expiación es el dí­a más sagrado dentro del calendario judí­o. Se reza, se ayuna y se confiesan las culpas. Su liturgia comienza con el canto del “Kol Nidr”.

Fiestas secundarias son el “Hanukká” y los “Purim”. La “Hanukká” (dedicación) recuerda el triunfo de los Macabeos sobre Antí­oco IV en el 165 a. C. y la consiguiente reconstrucción del segundo templo.

La fiesta de “Purim” (porciones o suertes) recuerda la salvación de los judí­os persas por Ester y por Mardoqueo.

El año litúrgico termina con cuatro dí­as de ayuno en memoria de la destrucción de los dos templos, en los años 586 a. C. y 70 d. C. De estos; el más importante es el de “Tishabé Ab”. Es el noveno dí­a del mes Ab, dí­a en el que los dos templos fueron destruidos.

2.1.4. Otras prácticas
Las prácticas judí­as han sido diversamente observadas.

– A los ocho dí­as, los niños varones son circuncidados, signo de Alianza.

– Los niños llegan a la madurez legal a los trece años y entonces se comprometen a cumplir los mandamientos (“Bar Mitsvá”) y por primera vez leen la Torá en la sinagoga.

– Las niñas alcanzan la madurez a los doce años y, en las sinagogas más liberales, también leen la Torá.

– En el matrimonio (“kiddusí­n”, santificación) se recitan siete bendiciones del matrimonio junto a plegarias por la reconstrucción de Jerusalén y por el regreso de los judí­os a Sión.

– En los entierros, la petición por la resurrección del muerto está incluida dentro de una plegaria por la redención de todo el pueblo judí­o.

3. Las circunstancias
En general, los musulmanes fueron generosos en el trato con los judí­os, más que los cristianos. El triunfo musulmán en todo Oriente facilitó el judaí­smo rabí­nico. Los califas Abasí­es, en Bagdad, fomentaron las principales academias rabí­nicas de Babilonia (dirigidas por los “geonim”; plural de gaón, ‘excelencia’). Ellos hicieron esfuerzos para unificar las leyes y liturgias judí­as.

Ayudó en esa buena relación la filosofí­a griega, fue lenguaje común entre judí­os y mahometanos al principio, y con los cristianos después. Con eso fue posible asumir la racionalidad de su fe y de sus leyes reveladas.

3.1. Las figuras
Algunas figuras ayudaron a dar al judaí­smo un carácter más liberal e inteligente.

Notables fueron en el siglo IX Saadia ben Josef y en el siglo XII Judá HaLevi y Mosés ben Maimón (Maimónides).

El judaí­smo medieval de Occidente se extendió por toda Europa. Pero hubo dos culturas o zonas predominantes: la sefardí­e (centrada en la España medieval: Sefarad es España) y la askenazí­ (situada en Europa central).

Las actividades de los sefardí­es fueron sobre todo de filosofí­a y legislación. Los askenazí­es se dedicaron al intenso estudio del Talmud babilónico, sobre todo por Salomón ben Isaac (Rashí­) de Troyes en el siglo XI.

El judaí­smo se sintió a veces convulsionado y en ocasiones renovado por movimientos mí­sticos, éticos y piadosos. Dentro de estos grupos, el más importante fue el de los “hasidim” (piadosos”), alemanes del siglo XII. Y fueron relativamente influyentes los creadores de “la Cábala”, en la España del siglo XIII, con obras como el “Séfer hazohar” (El Libro del Esplendor), escrito por Moisés de León. La Cábala es una actitud esotérica que mezcla gnosticismo y neoplatonismo; describe la divinidad como fuerza del mundo y ofrece interpretación preferentemente simbólica de la Torá o Ley.

Comenzó con minorí­as estudiosas y luego se popularizo. Cuando fueron expulsados los judí­os de España en 1492, se divulgó por el Norte de Africa a donde fueron los sobrevivientes. Se intensificó con la influencia de Isaac Luria de Safed.

3.2. Mesianismo

Existieron corrientes de mesianismo iluminista, como la representada por Sabbtai Zeví­, que influyó en los judí­os del siglo XVII. Otra interpretación influyente fue la del judí­o polaco Israel Baal Shem Tov, que resaltó la compasión por los pobres.

Nuevas corrientes judaicas surgieron en el siglo XIX y primera parte del XX, al extenderse las comunidades judaicas en América del Sur y, sobre todo, en la América del Norte. Nació una corriente entre polí­tica, económica y social que dio origen al judaí­smo moderno, que se ha solido denominar como “sionismo”. Las depuraciones y atropellos del nazismo alemán, que asesinó a unos tres millones de judí­os, fomentó al máximo esta corriente y fue una causa decisiva en la creación del moderno Estado de Israel en 1948.

A finales del siglo XX la población total de judí­os en el mundo ascendí­a a unos 30 millones de miembros, de los cuales casi 7 viví­an en América del Norte, 2 en los paí­ses Europa Oriental y Rusia, 2 millones en Europa Occidental y unos 3 y medio en el Estado de Israel. Bueno es diferenciar lo que en el judaí­smo existe de movimiento polí­tico, social y económico y lo que hay de religión y creencia.

4. Catolicismo y judaí­smo
En la catequesis, conviene hablar con respeto y ecumenismo del judaí­smo como religión. Y es bueno recordar que el pueblo de los judí­os es heredero y sucesos de los recuerdos que aparecen en la Biblia: en el Antiguo Testamento y en el Nuevo. Pero es conveniente saber diferenciar esos planteamientos de cualquier otra actitud cultural, polí­tica, económica o social.

Entre los judí­os hay muchos creyentes y muchos ateos, hay integristas fanáticos y hay liberales inteligentes. Al igual que entre los cristianos y los mahometanos, los hay tolerantes y los hay intransigentes.

El catequista debe presentar el judaí­smo como religión.

Y en ningún caso se puede conservar cierta “tradicional antipatí­a religiosa” contra los judí­os, como si ellos hubieran sido los responsables de la muerte de Cristo o promotores de diversas persecuciones del cristianismo, como a veces aparece en la literatura, en el arte o en las tradiciones.

El Concilio Vaticano II (Declaración Nostra Aetate, Nº 4 y 5) marcó las pautas para una revisión histórica y para la promoción de una actitud fraterna y ecuménica que se pueden centrar en esta triple dirección:
– Es repudiable la animadversión religiosa popular contra los judí­os, a los cuales se les recrimina ser pueblo deicida por haber crucificado a Jesús. Jesús murió por voluntad propia por los pecados del mundo y bajo Poncio Pilatos. No fue crucificado por los judí­os y carece de todo sentido hablar de pueblo “deicida” o sospechar que los judí­os, por el hecho de serlo representan peligros o fuerzas del mal y, como tales, se hallan entre los adversarios del mensaje de Cristo.

Se olvidaba en el mundo cristiano de otros tiempos los planteamientos teológicos sobre la realidad del pecado y la inexactitud histórica que representaba tal postura antijudí­a.

– La muerte de Jesús teológicamente es ajena a una raza o a un pueblo y es responsabilidad de la humanidad entera con sus pecados. El judaí­smo, para el cristiano, se presenta como una actitud religiosa y una doctrina digna de todo respeto, en cuanto opción de las personas que, en conciencia, se adhieren a ella. Se contempla en el mundo católico con especial simpatí­a y solidaridad.

– Se recuerda, con simpatí­a y agradecimiento, que el cristianismo surgió en la cuna judaica y sus primeros balbuceos históricos tuvieron lugar en las sinagogas de la Diáspora.

5. Catequesis y judaí­smo

Por este triple motivo, en la catequesis hay que resaltar el sentido y el valor del judaí­smo. Jesús, los Apóstoles, Marí­a Stma. Eran judí­os de raza y fueron la fuente de la Iglesia cristiana.

Nada hay en el judaí­smo como religión que se oponga al cristianismo, salvo la negativa a asumir que el judí­o Jesús de Nazareth fue el hombre predilecto en el que se encarnó el Verbo divino. Sin embargo, siempre el judí­o amo a Dios.

También es bueno recordar que el establecimiento del Estado de Israel en las antiguas tierras de los judí­os palestinos no tiene nada que ver con los hechos religiosos, ni con las palabras de Pablo (Rom. 13. 4-5) sobre la conversión judaica al final de los tiempos.

Es un hecho histórico y polí­tico, uno más de los avatares históricos del pueblo que Dios escogió para el nacimiento de su Hijo encarnado. Como tal hay que presentarlo.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

(v. hebraí­smo)

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

1. Historia e identidad (-> templo, helenismo, macabeos, federación ele sinagogas). En sentido estricto, el judaismo normativo o nacional sólo ha nacido tras la crisis del año 70 d.C., con la destrucción del templo de Jerusalén y la fijación de la Misná. Pero estaba preparado desde atrás, por una serie de acontecimientos y reformas que siguieron al exilio (587-539 a.C.). Antes no se puede hablar de judaismo, sino de reino de Israel y/o de Judá.

(1) De Israel al judaismo. Surgimiento. Estos son los momentos principales de la nueva etapa israelita, (a) Restauración de Esdras*-Nehemí­as (450 al 400 a.C.). La comunidad nacional se constituye en Jerusalén, con un estatuto polí­tico-religioso especial. Empieza a surgir el judaismo como unidad distinta, centrada en un templo y regulada por una Ley, cuyas normas se aplican tanto en la metrópoli (Judea) como en la diáspora oriental (Babilonia) y luego occidental (sobre todo en Egipto), (b) Crisis macabea (del 170 al 160 a.C.). Una parte considerable de la comunidad judí­a de Jerusalén intentó vincularse al helenismo*, buscando una simbiosis entre las tradiciones de separación (Ley de comidas, culto exclusivo) y la cultura universal de fondo griego. Reaccionaron los macabeos*, hubo una especie de guerra santa y surgieron los diversos grupos (esenios*, fariseos*, celotas*) que decidirán después la identidad del judaismo (c) Fin del segundo Templo (70 d.C.). Sólo tras las convulsiones que siguen a la guerra judí­a (67-70 d.C.) comienza el judaismo estrictamente dicho. Pasan a segundo plano o desaparecen otros rasgos sacrales, apocalí­pticos y teológicos del tiempo anterior. Sin templo y tierra propia, los que permanecen fieles a la idea nacional de Israel (dejando fuera a cristianos, samaritanos, gnósticos y algunos otros grupos) se centran cada vez más en el cultivo de la Ley (escrita u oral) y en el desarrollo de su propia identidad como pueblo espiritualmente unificado, aunque geográficamente disperso entre diversas naciones de la tierra. En los momentos anteriores (desde la restauración de Esdras/Nehemí­as hasta la caí­da del segundo Templo) no habí­a todaví­a un judaismo normativo ni unitario, sino tendencias y caminos que sólo más tarde se decantaron en la lí­nea del judaismo estricto o del cristianismo.

(2) El surgimiento del judaismo nacional. Los creadores del judaismo fueron los rabinos*, quienes, tras la destrucción del templo que antes les uní­a, sin posible independencia polí­tica (tras el fracaso del celotismo), deciden vincularse como pueblo bajo el yugo de la ley (Misná, Abot 3,5). Ciertamente, los rabinos sabí­an que el yugo de la ley es suave y ligero (cf. Mt 11,29-30); pero, conforme a la sentencia de R. Janina, ellos habrí­an añadido que sin el temor (= moma’) de Dios los hombres se destruí­an mutuamente (Abot 3,3). Eso es la Ley para ellos: yugo que sujeta y estimula, yugo de hijos, llamados a guardar la Torah nacional en pequeños grupos o sinagogas dispersas por el mundo, en las nuevas condiciones culturales y sociales. Esta es la tarea que asumen sus inspiradores y maestros como Hillel y Samay, Yohanan ben Zakay, Gamaliel II o Jehudá-haNasí­, a lo largo de los dos o tres siglos principales de la formación del judaismo formativo (I-III d.C.). De esa forma se distinguen de otros grupos judí­os, que desaparecen o toman otros caminos: la opción radical de los esenios de Qumrán no era viable para el conjunto del pueblo; también habí­a fracasado la lí­nea de los apocalí­pticos consecuentes; por su parte, los cristianos abandonan muchos elementos de la Ley (circuncisión, ritos de pureza) que para los rabinos resultan esenciales; los gnósticos perdí­an su identidad social. Ellos, los rabinos de la Misná, asumieron la tarea de recrear de forma nacional el Israel eterno (que los cristianos interpretan de forma mesiánica).

(3) Etapas del judaismo posbí­blico. Distinguimos cuatro principales, (a) Iniciación (siglos I al X d.C.). Los judí­os se constituyen en forma de comunidades sinagogales, con su lengua sagrada (hebreo) o con el arameo-sirio de las comunidades orientales de Palestina o de la diáspora de Babilonia (cf. rabinisrno*). Ellos empiezan fijando sus tradiciones en los libros, que amplí­an o comentan los temas bí­blicos, sea en forma de traducciones (targumes árameos), compilaciones legales (Halaká: Misna, Talmud) o comentarios narrativos (Hagadá: Midrás). Mu chos de ellos siguen viviendo como exiliados en el imperio romano y en las zonas periféricas de Palestina (Galilea), pero el grupo más fuerte se mantiene en las tierras del imperio persa, en torno a Babilonia, (b) Consolidación: Sefarad (siglos XI al XVI d.C.). A partir del siglo XI el centro del judaismo se traslada de oriente (Babilonia) a occidente, en una lí­nea que va de Alemania al sur de Francia y a Sefarad (actual España), donde, en contacto con musulmanes y cristianos, crearon una gran cultura filosófica y religiosa. Su filósofo más importante es Maimónides de Córdoba, su nuevo libro más significativo el Zohar, texto básico de Cábala*, escrito en Castilla, entre el 1290 y el 1300, por el Rabino Moisés de León, en arameo. Esta etapa se cortó con la expulsión, decretada por los Reyes Católicos (1492), aunque los descendientes de los judí­os sefarditas o españoles siguieron influyendo en los lugares donde les acogieron, como en los Paí­ses Bajos y, sobre todo, en el imperio turco, (c) Expansión y crisis de los asquenazí­es (del siglo XVII al XX). A partir del siglo XVII el centro de la vida judí­a pasó a zonas que estaban, de algún modo, bajo influjo alemán, desde Alemania y Austria, hasta Polonia, Lituania, Rusia o Ucrania, etc. Esos judí­os hablaban yiddish, alemán antiguo con algo de hebreo y cultivaron sus tradiciones bí­blicas, sobre todo en lí­nea hasí­dica. A partir del siglo XVIII, muchos de ellos se “secularizaron”, aceptando la forma de vida ilustrada de Europa. A pesar de eso (o quizá por eso) muchos de ellos fueron asesinados bajo los nazis, entre el 1933 y el 1945. (d) Situación actual. Desde finales del siglo XIX muchos judí­os de tradición asquenazí­ emigraron a Estados Unidos, donde han formado una minorí­a muy significativa. Algunos han aceptado la forma de vivir occidental. Otros, en gran parte los supervivientes del gran Holocausto nazi, crearon el Estado de Israel (1947). Todos ellos, y en especial los llamados “ortodoxos”, quieren ser una presencia y continuación de la historia bí­blica, una especie de comentario y aplicación de la Escritura sagrada.

(4) Identidad del judaismo. La Biblia. El judaismo es una de las religiones que nace de la Biblia, como una reinterpretación nacional de la experiencia israelita, codificada en el libro santo. Estas son sus notas principales. El judaismo es un pueblo del Libro sagrado, que ellos conservan y quieren mantener vivo a lo largo de las generaciones del mundo, (a) Los judí­os reinterpretan la experiencia bí­blica de forma nacional. Ciertamente, saben que hay otras lecturas de la Biblia, pues musulmanes y cristianos se dicen herederos de ella. Pero sólo ellos, los judí­os, como nación elegida, pretenden ser los portadores legí­timos de la tradición del Libro. En ese aspecto, ellos se sienten ante todo un pueblo distinto, con la misión de custodiar la revelación bí­blica hasta el fin de los tiempos, (b) Los judí­os reinterpretan el monoteí­smo bí­blico en lí­nea trascendente y nacional. Por un lado sostienen (con los musulmanes) la diferencia de Dios, a quien conciben como radicalmente distinto, de manera que todo intento de fijarle en algo (en idea, o sí­mbolo) parece ante sus ojos horrible idolatrí­a. Así­ se han mantenido, como testigos de la diferencia de Dios, criticando a los cristianos de un larvado paganismo. Pero, al mismo tiempo, ellos sostienen que ese Dios trascendente se ha vinculado sólo con ellos de una forma duradera (revelándoles su Ley), y así­ se presentan a sí­ mismos como pueblo teofánico, elegido de Dios, (c) Los judí­os se toman como intérpretes de la Biblia. La Ley bí­blica es trascendente, existí­a en Dios desde el principio de los tiempos, como signo de su sabidurí­a y providencia. Pero esa Ley, expresada en la Escritura y en la Tradición de los sabios, está como encarnada en Israel, el pueblo de la alianza de Dios. Eso significa que los judí­os se atribuyen una capacidad bí­blica especial: una penetración religiosa que les capacita para descubrir en su propia vida el misterio de Dios, apareciendo como portadores y testigos de la Palabra de Dios.

(5) El judaismo, religión nacional. La experiencia bí­blica se encuentra expresada para los judí­os en el mismo pueblo, entendido como pueblo de lectores y portadores de la Biblia, (a) Los judí­os cultivan un mesianismo nacional. Los cristianos han personalizado su experiencia de Dios en Jesús, a quien ven como Hijo de Dios, para salvación de todos los hombres. Los judí­os, en cambio, han nacionalizado la esperanza. Los más secularizados esperan de algún modo en la reconciliación final de la humanidad; los más religiosos hablan de una venida o manifestación salvadora de Dios. Pero todos, de un modo o de otro, destacan la importancia de la mediación judí­a: ellos mismos, como pueblo distinto y elegido, son transmisores de esperanza, garantes de la reconciliación final entre los hombres, (b) El judaismo se atribuye una misión testimonial. Estrictamente hablando, los judí­os no pretenden convertir por ahora a los restantes pueblos de la tierra; pero deben mantener su identidad para ofrecer de esa manera un ejemplo de vida y una semilla de futuro para todos hombres. En esta perspectiva, algunos, los llamados sionistas, creen que es preciso defender el Estado de Israel, para que actúe como signo de esperanza y reconciliación en todo el mundo; otros, los no sionistas, afirman que sólo el Mesí­as podrá establecer el verdadero reino de Israel, abierto a todas las naciones.

(6) Judaismo, una historia abierta. El judaismo constituye para los cristianos una historia abierta, tal como lo ha formulado san Pablo en la carta a los Romanos, pues el Evangelio sólo habrá cumplido su función rnesiánica cuando “todo Israel alcance la salvación” (Rom 11,26). No podemos fijar la manera de la salvación de Israel, su forma de posible vinculación con el mensaje de Jesús. Pero las relaciones del cristianismo con el judaismo son un elemento esencial de la historia bí­blica, al menos para los cristianos. Desde ahí­ podemos trazar algunas reflexiones, (a) El antijiulaí­smo cristiano. El antijudaí­smo de muchos cristianos antiguos constituye un elemento de su lectura bí­blica, deformada a partir de una visión polí­tica del cristianismo, como religión triunfadora. Desde la perspectiva judí­a, ese antisemitismo culminó en la expulsión de los judí­os de Sefarad (finales del siglo XV). Tras la expulsión (o asimilación cristiana) de los judí­os sefarditas, el centro del judaismo se fue trasladando al este (zonas bajo dominio turco) y hacia el norte (zonas bajo influjo cultural germano, desde Alemania hasta Rusia). (b) El holocausto o shoa (término hebreo que significa devastación), con la destrucción de millones de judí­os bajo la dictadura nazi (1939-1945), forma un capí­tulo esencial de la historia cristiana y judí­a: los cristianos han descubierto que en el fondo de su cristianis mo externo anida un radical anticristianismo; los judí­os han vuelto a descubrir la fragilidad de su vida en un mundo dominado por otros poderes polí­ticos y sociales, (c) El Estado de Israel. Durante casi veinticinco siglos, los judí­os habí­an sido un ejemplo polí­tico y social único, porque existí­an como pueblo (nación religiosa y culturalmente importante) sin necesidad de acudir a los aparatos de imposición o violencia propios del Estado. Pero esa situación terminó a mediados del siglo XX: para superar marginaciones anteriores y evitar nuevos holocaustos, una parte del judaismo ha proclamado (1947) y mantiene un Estado nacional y religioso en Palestina; lo ha hecho (y lo sigue haciendo) con espí­ritu bí­blico (muchos interpretan el Estado de Israel desde categorí­as bí­blicas), pero también con gran violencia, expulsando de sus territorios tradicionales a cientos de miles de palestinos árabes, en su mayorí­a musulmanes. De esa forma, muchos judí­os se han vuelto portadores de una dura injusticia. Pues bien, en este contexto se sitúa y debe entenderse su recurso a la Biblia: el Estado de Israel no tiene una Constitución civil de tipo liberal (como la mayorí­a de los Estados modernos, que han brotado de la Ilustración), sino que su Ley básica sigue siendo la Torah. De esa manera, junto a las lecturas tradicionales de la Biblia hebrea (rabinismo*, Cábala*), surge esta nueva interpretación polí­tica: para una parte de los judí­os sionistas del Estado de Israel, la Biblia actúa como justificación de su polí­tica de conquista de la tierra de las promesas (Palestina). De esa forma, la misma Biblia puede convertirse y se convierte en libro no sólo discutido, sino incluso opresor. El texto del rollo de Isaí­as*, procedente de Qumrán*, extendido en el centro del Museo del Libro, en la ciudad de Jerusalén, puede entenderse así­ como justificación religiosa del dominio polí­tico de los judí­os sionistas en Palestina. Ciertamente, muchos piensan que ésa es una justificación poco acorde con gran parte del libro de Isaí­as, donde se encuentran algunas de las profecí­as de la paz más impresionantes de la historia humana (cf. Is 11,1-9); pero, en su conjunto, el Estado de Israel corre el riesgo de convertirse en un tipo de interpretación opresora de la Biblia israelita. (7) Judaismo y cristianismo, una historia compartida. Muchos cristianos han negado su cristianismo (su mesianismo israelita) al perseguir a los judí­os. Muchos judí­os pueden negar su historia mesiánica al construir un Estado violento en Palestina. La respuesta bí­blica, para unos y otros, no puede ser otra que la búsqueda compartida de la paz, partiendo de aquellos textos donde Jerusalén aparece como ciudad de concordia (cf. Is 2,2-5; Zac 9,9-10; Sal 122,6) y del Sermón de la Montaña de Jesús de Nazaret, un judí­o universal. Desde esa base, en perspectiva religiosa (no polí­tica), por fidelidad a su estatuto milenario, muchos piensan que los judí­os deberí­an renunciar y abandonar su Estado nacional (religioso) en Palestina, no para que allí­ venga a crearse otro Estado nacional y religioso (de carácter islámico o cristiano), sino para contribuir al surgimiento de nuevos modelos de convivencia supranacional (supraétnica, suprarreligiosa), siguiendo la memoria y esperanza de la Biblia, que sigue siendo libro de inspiración y promesa del Israel eterno. Pero esa interpretación pacifista de la Biblia hebrea sólo es posible si los cristianos desarrollan una interpretación igualmente pacifista del mensaje y vida de Jesús, superando de raí­z todo antisemitismo y toda justificación bí­blica de la violencia. A través de Jesús, los cristianos pueden y deben considerarse israelitas, hermanos de los judí­os, no para convertirles al cristianismo, sino para hacer con ellos un camino mesiánico que aún no ha llegado a su última etapa.

Cf. M. BUBER, Israel und Palcistina. Zur Gecsliiclite einer Idee, DTV, Múnich 1968; Sionismo y universalidad, Paidós, Buenos Aires 1978; í‘. R. M. DE LANGE, El judaismo, Riopiedras, Madrid 1996; E. L. FACKENHEIM, La presencia de Dios en la historia, Sí­gueme, Salamanca 2002; H. KÜNG, El judaismo: pasado, presente y futuro, Trotta, Madrid 1993; K. J. KUSCHEL, Discordia en la casa de Abrahán. Lo que separa y lo que une a judí­os, cristianos y musidmanes, Verbo Divino, Estella 1996; í. PELíEZ DEL ROSAL (ed.), De Abrahán a Maimónides I. Los orí­genes del pueblo hebreo. II. Para entender a los judí­os, El Almendro, Córdoba 1984-1987; X. PIKAZA, Dios judí­o, Dios cristiano. Verbo Divino, Estella 1997; Monoteí­smo y globalización. Moisés, Jesús, Muhammad, Verbo Divino, Estella 2002; J. A. RODRíGUEZ, La religión judí­a. Historia y teologí­a, BAC, Madrid 2001; E. SANTONI, El judaismo, Acento, Madrid 1994.

JUDAíSMO
2. Tema cristiano

-> Iglesia, sinagoga, Jesús, rabinismo). En torno al año 70 d.C. se aceleraron los cambios dentro de la matriz israelita. Estaban en crisis y se destruí­an los grandes valores naturales del Israel histórico: el templo y la función de los sacerdotes, la tierra de Israel y la vida de los creyentes dentro de ella, las esperanzas mesiánicas y las utopí­as apocalí­pticas, el sentido de la ley nacional y la apertura al helenismo… Históricamente, lo normal hubiera sido que el viejo Israel hubiera muerto. Pues bien, en contra de eso, surgió de la raí­z o tocón de Israel o de Jesé, que parecí­a seco, no un tronco nuevo (cf. Is 6,13; 11,1), sino dos tronos igualmente poderosos, uno que parece más grande (tronco cristiano), otro que parece más pequeño (tronco judí­o), pero los dos bien arraigados en la raí­z israelita (cf. Rom 11,16-18). Este fue el mayor milagro cultural y religioso de Occidente en los siglos I al III d.C.: la consolidación del judaismo nacional, el surgimiento del judaismo mesiánico o cristiano, los dos como interpretaciones y desarrollos de la raí­z israelita. Estos son algunos de los momentos de esa separación creadora, que ha marcado la historia posterior de Occidente y que aquí­ evocamos desde la perspectiva del cristianismo.

(1) Grandes cambios en la matriz israelita. (a) Desaparecen o quedan marginados varios grupos judí­os, activos antes del 70, como los celotas militarizados (como partido), los esenios al estilo de Qumrán y los saduceos vinculados a las grandes familias sacerdotales, (b) Pierden importancia los grupos de renovación escatológica, al estilo del Bautista, y decaen progresivamente las sinagogas helenistas, ejemplo de simbiosis entre cultura/religión judí­a y griega, dejando tras sí­ testimonios como los LXX y las obras de Filón (conservadas por cristianos), (c) Se mantienen por un tiempo algunos grupos apocalí­pticos (cf. 4 Esd y 2 Bar, escritos entre el 90-100 d.C.), pero tienden a desaparecer, (d) Se afianzan (triunfan) los judí­os rabí­nicos, organizándose a partir del 70 de forma nacional en torno a la Ley, con el beneplácito de Roma. Se sienten y son grupo amenazado, pero se mantienen dentro de la legalidad romana, a modo de comunidad separada, en plano sacral y cultu ral, codificando minuciosamente sus normas de vida (Misná), en esfuerzo de vuelta al hebreo y/o arameo (sus propias lenguas), como nación aceptada (tolerada) dentro del imperio, con su propia comida y matrimonio. Es evidente que al identificarse de esa forma ellos expulsan de su seno nacional (comida, mesa y seguridad jurí­dica) a los grupos que no aceptan su ortodoxia práctica, entre ellos a los cristianos.

(2) Despliegue e identificación de los cristianos. Al principio se mantienen como un grupo más en el entramado social y religioso del judaismo. Pero su propia dinámica misionera y la concentración mesiánica en Jesús, a quien proclaman, cada vez más claramente como Hijo de Dios y Salvador definitivo de los hombres, les hace romper con otros grupos judí­os, llevándoles a un tipo de interpretación universal, no nacional, del judaismo. Dentro de ese camino, a veces traumático, de separación de judí­os nacionales y cristianos, se han dado durí­simas polémicas entre los grupos de un lado y del otro. Conservamos, sobre todo, las referencias del grupo innovador, del cristianismo, que acusa a los judí­os de intransigentes, legalistas y violentos. Los judí­os, nacionales, en cambio tienden a desentenderse de la interpretación cristiana del patrimonio común israelita, como si fuera algo ajeno a su historia. Las indicaciones del enfrentamiento se encuentran por doquier, en todos los documentos cristianos, especialmente en el evangelio de Mateo (sobre todo en Mt 23) y en el de Jn (que se refiere de manera negativa a los judí­os). Se trata, en gran parte, de una disputa intrajudí­a, pues tanto los cristianos como los que permanecen vinculados a la trama nacional de la Ley son israelitas y pueden llamarse judí­os. Bastantes acusaciones de los cristianos en contra de los judí­os son exageradas, polémicas, retóricas, hirientes e injustas. No pueden tomarse por aislado, separándolas de su contexto. Son disputas de hermanos, que entienden de manera distinta la herencia* de Israel (cf. Mc 12,1-11). Por eso es necesario situarlas en su circunstancia y rehacer los caminos de la separación con claridad, sin acusaciones ni odios, con reconocimiento de los errores.

(3) El testimonio del Apocalipsis. Queremos evocar, de un modo especial, el testimonio del Apocalipsis, por la radicalidad de su planteamiento. Por un lado, prácticamente toda la simbologí­a y la argumentación del Apocalipsis es judí­a (es decir, israelita), de tal forma que, con pequeños cambios, se podrí­a tomar como un libro judí­o. Y sin embargo contiene duras acusaciones contra los judí­os “sinagogales”, acusaciones que son semejantes a las que otros grupos judí­os se dirigen entre sí­, pero con una novedad: el camino de separación que se inicia en el Apocalipsis terminará siendo irreversible. Es evidente que los cristianos del Apocalipsis pueden acusar a otros judí­os, diciendo que no les aceptan, que les expulsan de su seno. Pero también es claro que los judí­os rabí­nicos pueden acusar a los cristianos diciendo que son traidores a su propia identidad nacional. Tanto judí­os-rabí­nicos (nacionales) como judí­os-mesiánicos (cristianos, internacionales) se sienten vinculados a la misma raí­z israelita. El profeta Juan* es un judí­o culto y apasionado, que conoce bien la tradición legal, profética y apocalí­ptica de Israel. No tiene que presentarse como judí­o, lo es. Pero es judí­o mesiánico, que reinterpreta desde Jesús, en clave universal, los principios sacrales de Israel. Juan mira a Jesús como verdad del judaismo. A su juicio, la historia y vida de Israel no culmina en la sinagoga nacional de los “falsos judí­os” (Ap 2,9; 3,9), sino en el pueblo nuevo de creyentes, reunidos en torno a Jesús, desde toda raza, tribu, lengua y nación (cf. Ap 5,9; 7,9; 11,9; 13,7; 14,6). Por eso choca con el judaismo nacional, pero no lo hace a través de un conflicto externo (no ataca a los judí­os desde fuera), sino en conflicto interno, como en una disputa de hermanos separados, que siguen siendo hermanos. Así­ se entienden sus duras palabras “antijudí­as”: Juan habla contra la blasfemia de quienes se dicen judí­os y no son lo son, sino sinagoga de Satanás (Ap 2,9; 3,9.

Cf. Mc 1,21-28: la sinagoga es lugar donde habita un espí­ritu impuro), (a) Los judí­os de Esmirna parecen servidores de Satán, pues blasfeman (al parecer) contra Jesús, como hará la Bestia (cf. 13,1-6 y 17,3), dejando a los cristianos sin protección ante Roma, en riesgo de persecución y cárcel (2,9-10). (b) Los judí­os de Filadelfia mienten, pero el mismo Jesús hará que algunos vengan y se postren ante la Iglesia, descubriendo en ella la verdad judí­a (3,9); la Iglesia mantiene, según eso, una puerta abierta (3,8) y tiende la mano al judaismo, en su controversia con Roma. Juan piensa que el judaismo culmina y se cumple en Cristo; por eso (en contra de los falsos de Esmirna y Filadelfia), los auténticos judí­os deben entrar por la puerta cristiana, descubriendo la verdad de Jesús. Juan no conoce dos iglesias (una judí­a, otra gentil), sino el mesianismo judí­o de Jesús, abierto a todos los pueblos de la tierra. Desde esa base se puede entender la novedad del Apocalipsis dentro de los grupos judí­os de su tiempo.

(4) Israel dentro del cristianismo. Jesús dentro del judaismo. Otros libros judí­os, como 4 Esd y 2 Bar, parten de presupuestos cercanos al Apocalipsis. Pero los entienden de modo nacionalista: la crisis se centra en la caí­da histórica de Jerusalén (guerra del 67-70); la restauración implica el triunfo israelita (abierto sólo posteriormente a los pueblos). Ambos libros están cerca del rabinismo nacional: ha caí­do el templo, queda la ley; hemos perdido la ciudad, permanece la nación. Pero ambos han sido asumidos y conservados por cristianos, lo mismo que sucede con otros muchos libros de la apocalí­ptica y piedad escatológica judí­a: los libros de Henoc* y los Testamentos de los Doce Patriarcas, los Oráculos Sibilinos y la historia de José* y Asenet, igual que las obras de Filón* y Flavio Josefo, por no citar la más grande de todas, la traducción bí­blica de los LXX. Una parte considerable del judaismo ambiental (de la herencia de Israel) pasó al cristianismo y se conserva dentro de la Iglesia cristiana. Por otra parte, Jesús nació, vivió y murió como judí­o, lo mismo que vivieron y murieron como judí­os los grandes lí­deres de la primera generación cristiana: Pedro, Pablo, Santiago. Ninguno de ellos pensó que la separación del cristianismo y judaismo serí­a irreversible. Judí­os y cristianos tienen algo en común, lo más grande, que es Dios y la esperanza mesiánica. El diálogo entre las dos ramas o troncos de la raí­z israelita resulta inevitable y necesario.

Cf. D. FLUSSER, Jndaism and the origins of Christianity, Magnes Press, Jerusalén 1988; L. W. HURTADO, One God, One Lord: Early Christian Devotion and Ancient Jewish Monotlieism, SCM, Londres 1988; G. JOSSA, Giudei o cristiani? I seguaci di Gesii in cerca de una propia identitd, Paideia Editrice, Brescia 2004; R. LOHFINK, La alianza nunca derogada. Reflexiones exegeticas para el diálogo entre judí­os y cristianos, Herder, Barcelona 1992; F. MUSSNER, Tratado sobre los judí­os. Para el diálogo judeocristiano, Sí­gueme, Salamanca 1983; J. NEUSNER, Fonnative Jndaism; Religious, historical and literary studies, Scholars Press, Chico CA 1984; Jndaism in the Matrix of Christianity, Fortress, Filadelfia 1986.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

SUMARIO: I. Idea de Dios en el Judaí­smo: 1. En Qumrán; 2. En la Apocalí­ptica; 3. En Filón; 4. En la literatura targúmica; 5. En la época de los tannaí­tas: a. En la Mishná, b. En los Midrashim, c. En el Talmud; 6. El Judaí­smo medieval y moderno.-II. La diferencia fundamental en cuanto a la idea de Dios entre judaí­smo y cristianismo.

En el presente artí­culo no pretendemos hacer una presentación global del tema “Judaí­smo”. Únicamente nos centramos en los aspectos relacionados con la afirmación monoteí­sta.

I. Idea de Dios en el Judaí­smo
En el judaí­smo del tiempo de Jesús la unicidad de Dios es firmemente afirmada con la profesión del Shema’ Israel. También la oración Shemoné Esré insiste en las cualidades de Dios como Creador y como Redentor de Israel.

1. EN QUMRíN. Los sectarios de Qumrán se mantienen fieles a la profesión monoteí­sta. El dualismo de luz y tinieblas o, lo que es equivalente, la división entre los hijos de Dios y los hijos de las tinieblas (o de Belial) no sobrepasa el dualismo bí­blico (Dios y Satán) aunque a veces el énfasis en el espí­ritu de mentira pueda sugerir otra cosa. Una mención especial merece el relieve que los escritos sectarios conceden al “Espí­ritu de Verdad” por el que Dios purifica el corazón de los seguidores de la Alianza.

2. EN LA LITERATURA APOCALíPTICA. Dentro del judaí­smo intertestamentario ocupa un lugar importante la apocalí­ptica cuyas obras más representativas pueden ser los libros de Henoc y el 4° de Esdras y el 2° de Baruc. El Dios de los apocalí­pticos es fundamentalmente el Dios del AT pero acentuándose algunos rasgos. Dios mora en lo más alto de los cielos. Aunque espacios intermedios entre el cielo y la tierra (sean siete cielos o tres según las diversas perspectivas) le separan de la humanidad, El oye y escucha la plegaria y dirige todos los acontecimientos. La angelologí­a se desarrolla poderosamente. Dios se comunica por medio de los ángeles. El sucederse de la historia está fijado en las tablas celestes. Los elegidos son pocos y la mayor parte va a la condenación. No obstante en algunos textos se recurre a la infinita misericordia de Dios. La restauración paradisí­aca al final de la historia (con la Nueva Jerusalén) y la resurrección en el eon futuro parece ya una novedad en relación con las promesas proféticas, aunque ya el libro de Daniel hablaba de la resurrección.

3. EN FILí“N. Dentro del judaí­smo intertestamentario ‘Filón ocupa un lugar fundamental. Aunque la unicidad de Dios se mantiene, Filón ha desarrollado ampliamente una serie de concepciones que apuntan a la riqueza de la vida divina en una dimensión cuasi trinitaria. En primer lugar está su concepción del Logos como potencia divina creadora y gobernadora del universo. Esta concepción del Logos como “deuteros theos” es una de las doctrinas más llamativas del teólogo y filósofo alejandrino. En otros lugares Filón habla de la doble potencia divina “creadora” y “judicial”. Estas doctrinas hacen de Filón uno de los autores judí­os que más parentesco tienen con el Dios trinitario de los cristianos.

4. EN LA LITERATURA TARGÚMICA. Dentro del judaí­smo intertestamentario merece también mencionarse la literatura targúmica. Aunque es difí­cil de condensar en unas lí­neas el pensamiento de una producción literaria que va desde el siglo II a. C. al siglo VIII de la era cristiana, es importante destacar en primer lugar que la profesión monoteí­sta se acentúa por medio de la transformación de muchedumbre de lugares del AT que podí­an tener alguna connotación politeí­sta. Así­ las menciones de hijos de Dios, de asamblea de los dioses, etc. son sustituí­das bien por los ángeles (como en los IzXX) bien por los demonios (en caso de los dioses falsos).

De otra parte se desarrolla también una preocupación antiantropomórfica que se ve reflejada en la forma de traducir los lugares en que se habla de la boca, nariz, brazo, manos u ojos de Dios. Ello tiene lugar especialmente cuando se trata de describir las apariciones divinas y en general la actuación de Dios en el mundo. En este sentido los targumim nos presentan dos sustituciones interesantes y que, sin llegar a ser hipóstasis, funcionan como entidades sustitutivas con una cierta consistencia. La primera es la Palabra de Yahweh (Memrá de YY) que es presentada en los contextos de creación, revelación y salvación. La relación con el Logos joánico es compleja pero la sustitución sinagogal ha sido sin duda uno de los ingredientes del término joánico. Otra sustitución es Gloria de la Shekiná (en el Targum palestinense) o los componentes separados “Gloria” y “Shekiná” (en el Targum de Onqelos). Esta sustitución se emplea en las apariciones divinas y en los contextos en que se habla de la morada de Dios en medio de los hombres, especialmente en el Tabernáculo-Propiciatorio. También el Espí­ritu de santidad o Espí­ritu de amor aparece en la literatura targúmica, aunque, como veremos, este empleo es mayor en la literatura midrásica.

5. EN LA EPOCA DE LOS TANNAíTAS. La idea de Dios en la época de los tannaí­tas podemos sólamente deducirla a partir de la producción literaria que conocemos como los Midrashim, la Mishná y el Talmud. Hoy se pone en discusión (Neusner) la originalidad de las atribuciones de los testimonios a los rabinos tannaí­tas pero para nuestro propósito será suficiente que esbocemos los principales rasgos de la idea de Dios.

Comenzando por las denominaciones encontramos las siguientes: El lugar; El Santo, bendito sea; El que habló y fue hecho el mundo; El Misericordioso; El Nombre; La Shekiná (La Presencia) etc. Todas estas denominaciones tienen como finalidad evitar la pronunciación del Nombre divino pero no pueden considerarse como indicios de una teologí­a en que el Dios transcendente ha roto el puente con su pueblo. Más bien, muchas de ellas como “El Misericordioso” o “La Shekiná” son formas de sentir al Dios cercano.

En cuanto al Espí­ritu Santo la literatura tannaí­ta lo concibe como un don de revelación y fuente de inspiración a veces presentándolo con rasgos que podrí­an sugerir una cierta hipostatización como las expresiones “El Espí­ritu Santo proclamaba y decí­a”; pero podemos estar ciertos de que tales expresiones eran figuras literarias. El rí­gido monoteí­smo del judaí­smo tannaí­ta no deja lugar a verdaderas hipóstasis. Otro tanto digamos de la Shekiná que se convierte en la denominación más frecuente en los Midrashim (en la Mishná está ausente, salvo en dos ocasiones y éstas en el tratado Abot que es un caso especial). La Shekiná es un sustitutivo divino y en consecuencia es infundado cualquier intento de considerarlo en esta época como hipóstasis con entidad propia.

En cuanto a las caracterí­sticas particulares de las principales obras de la literatura rabí­nica podemos apuntar las siguientes:
a. La Mishná es una obra eminentemente legislativa. Solamente el tratado Berakhot (Oraciones) nos indica algunas formas de designar a Dios que en general usan los apelativos que hemos enumerado más arriba (menos Shekiná).

b. Los Midrashim tannaí­ticos (Mekhilta, Sifrá al Leví­tico y Sifré a Números y Deuteronomio) y el Midrash Rabbá a Génesis se mantienen en la idea del Dios bí­blico. El sustitutivo Shekiná es el más usado. También se menciona el Espí­ritu Santo, pero, como hemos dicho, sin alcance hipostático.

c. El Talmud en su doble forma de Talmud palestinense y Talmud babilónico es una obra enciclopédica en forma de comentario a la Mishná. En cuanto a la idea de Dios se mantiene prácticamente en la misma lí­nea de los Midrashim y de la Mishná.

6. EL JUDAíSMO MEDIEVAL Y MODERNO. El judaí­smo medieval para nuestro propósito presenta dos grandes corrientes. Una es la corriente académica representada por Maimónides en que se sistematiza la doctrina judí­a y concretamente la idea de Dios. La mentalidad filosófica aristotélica introducida por la cultura árabe marca la sistematización pero lo esencial está en la profesión monoteí­sta y en la idea bí­blica de Dios depurada de antropomorfismos.

La otra corriente es la mí­stica, representada principalmente por el “Zohar” (Esplendor). En esta obra encontramos una serie de especulaciones sobre Dios, sobre su trono y sobre los diversos atributos, que sin duda quieren expresar la riqueza de la vida divina, como el misterio trinitario entre los cristianos. Esta mí­stica que se prosigue en la Cábala con un complejo simbolismo (ver G. Scholem) constituye uno de los movimientos más interesantes en relación con la idea de Dios en la época moderna del judaí­smo.

II. La diferencia fundamental en cuanto a la idea de Dios entre judaí­smo y cristianismo.

Como acabamos de ver, la diferencia básica entre la idea de Dios en el judaí­smo y en el cristianismo se encuentra en la cuestión trinitaria. Las disputas de Barcelona (1263) y de Tortosa (1413-1414) lo dejan ver con gran claridad y lo mismo toda la polémica judeo-cristiana reflejada en obras como el Pugio Fidei de Raimundo Martí­. La cuestión crucial de la venida del Mesí­as se hace polémica para el judaí­smo porque el Mesí­as cristiano es confesado como Hijo de Dios, como Verbo encarnado.

Para el judaí­smo la Palabra de Dios es una fuerza activa de Dios, no una hipóstasis divina. Y otro tanto digamos del Espí­ritu Santo. Es cierto que en la misma Biblia encontramos algunas formas de hablar de la Sabidurí­a (Prov 8; Eclo 24) que dan la impresión de una entidad hipostática. También en Filón encontramos especulaciones sobre el Logos que se mueven en la lí­nea de hipóstasis. Así­mismo las complicadas representaciones de la Cábala (Zohar) con su clasificación de los atributos divinos pueden hacer pensar que estamos ante hipóstasis pero en todos los casos nos encontramos con la muralla que separa al judaí­smo y cristianismo y que podemos designar con los términos de monoteí­smo unipersonal y monoteí­smo trinitario. El cristianismo, partiendo de la confesión de la divinidad de Jesucristo y de la explicación neotestamentaria de Cristo Sabiduria de Dios y Logos encarnado, ha visto la revelación de una vida divina con la riqueza de la relación Padre-Hijo eterno. Igualmente en la revelación del Espí­ritu Santo, con una acción personal en el NT, el cristianismo ha descubierto una nueva dimensión de esa vida divina en que el Amor, como ví­nculo divino entre Padre e Hijo, tiene una consistencia personal (hipostática).

La diferencia crucial entre atributos e hipóstasis marca la división entre judaí­smo y cristianismo. Para el primero ese paso compromete la unidad y unicidad divinas que es la esencia de la revelación bí­blica (entendiendo aquí­ por Biblia el Antiguo Testamento). Para el cristianismo la Trinidad es la revelación fundamental del NT pero las formas de hablar de la Palabra o Sabidurí­a de Dios y del Espí­ritu divino en el AT preparaban ya el camino para esa gran revelación.

[ -> Amor; Angelologí­a; Apocalí­ptica; Atributos; Biblia; Creación; Dualismo; Espí­ritu Santo; Hijo; Hipóstasis; Historia; Jesucristo; Logos; Monoteí­smo; Oración; Politeí­smo; Revelación ; Salvación; Trinidad; Unidad.]
Domingo Muñoz León

PIKAZA, Xabier – SILANES, Nereo, Diccionario Teológico. El Dios Cristiano, Ed. Secretariado Trinitario, Salamanca 1992

Fuente: Diccionario Teológico El Dios Cristiano

1. Término.- Con la palabra “judaí­smo” se suele indicar, en diversas lenguas europeas, el conjunto de tradiciones religiosas y culturales que distinguen a los judí­os del resto de la humanidad. El término se deriva del nombre “Judá” (hebreo, Yehudah), el cuarto hijo del patriarca Jacob y de Lí­a, que se convirtió también en el nombre de “la tierra de Judá” y de la tribu que allí­ se estableció, El nombre Yehudí­ indicaba inicialmente a un habitante de aquella región, especialmente en la época en que el pueblo hebreo se dividió en dos regiones: la de Judá y la de Israel (930-721). Después de la destrucción del reino de Israel, el nombre Yehudí­ pasó a ser común a todo el pueblo, especialmente después del retorno del destierro de Babilonia en el 538 a.C. En algunas lenguas europeas modernas se prefiere no usar este nombre, debido al recuerdo de Judas Iscariote. Por ejemplo, en Italia se prefiere usar el término “hebraí­smo”, mientras que la comunidad de los judí­os se autodefine como “comunidad israelita”‘.

2. El judaí­smo en la historia de las religiones.- La fe judí­a se refiere de buen grado a la llamada divina percibida por Abrahán, a la fe con que él acogió esta llamada y a las promesas de descendencia y de tierra dadas al patriarca. En medio de las diversas religiones politeí­stas del Asia occidental, los que se tení­an por descendientes suyos supieron conservar una fe monoteí­sta (quizás, inicialmente, con ciertas caracterí­sticas henoteí­stas). Esta fe se convirtió en el signo distintivo del pueblo liberado de la esclavitud de Egipto, que precisamente en esa liberación fue constituido como pueblo. La revelación de la Ley dada a Moisés definió ulteriormente la estructura socio-religiosa de este pueblo, basado en la fe/obediencia como respuesta a la iniciativa divina de establecer una alianza con el pueblo.

Aunque muchos de los elementos de la estructura socio-religiosa del judaí­smo, como prescripciones cultuales, creencias sobre el origen y el fin del mundo, normas éticas, etc., se encuentran en otras religiones del Asia occidental antigua, el judaí­smo ha sido la única que ha continuado su observancia hasta la era presente, y esto con una combinación tí­pica de tres principios fundamentales. El primer principio es la fe en el Dios único. Un Dios trascendente, pero al mismo tiempo irrevocablemente comprometido con la historia de su pueblo mediante sus alianzas. La declaración de fe más importante: “Escucha, Israel…” (Dt 6,4ss) afirma la unidad y la unicidad de Dios. Por eso, el pecado más grave consiste en la idolatrí­a. En segundo lugar, es esencial para el judaí­smo ser pueblo. Este pueblo no encuentra su identidad únicamente en una pertenencia étnica, ni expresa su existencia necesariamente en estructuras jurí­dicas y polí­ticas, sino que consiste ante todo en la conciencia participada de una historia común. Es una historia particular, pero con un significado universal para todos los pueblos de la tierra. El tercer principio fundamental del judaí­smo es la Torá (literalmente, “doctrina”), refirí­éndose a la revelación recibida de Moisés y en particular al Pentateuco (la palabra “Ley” indica solamente un aspecto parcial de esta doctrina). Aunque en las generaciones sucesivas y por parte de algunos judí­os particulares se han interpretado de manera distinta estos tres elementos, desde el punto de vista histórico parece dificil que pueda hablarse de “judaí­smo” sin estas caracterí­sticas principales.

Para la historia de las religiones, el judaí­smo ha tenido también el papel importante de ser el ambiente en donde nació el cristianismo y quizás de forma menos determinante, el islam.

3. El judaí­smo contemporáneo.- Para comprender de algún modo el fenómeno complejo del judaí­smo contemporáneo hay tres hechos históricos importantes: e1 primero es el hecho de la diáspora, que comenzó va con las deportaciones a Mesopotamia en el 722 a.C. y continuó con el “destierro de Babilonia”‘ (a partir del 586 a.C.). El segundo hecho va í­ntimamente unido al anterior: la transposición del centro de culto del templo a la sinagoga, y del papel de los rabinos como dirigentes religiosos en lugar de los sacerdotes. En adelante, será en torno al estudio de la Torá donde se expresará la identidad judí­a, y no en el culto en el templo. El tercer hecho consiste en la concatenación de los movimientos sionistas, la Shoah (“(destrucción”, palabra hebrea para recordar el holocausto) y la fundación del Estado de Israel (1948).

La diáspora por diversas partes del mundo ha producido dos corrientes en el judaí­smo: el judaí­smo sefardita (de tradición española y difundido en el mundo árabe) y el judaí­smo ashkenazi (que se desarrolló en la Europa central y en la oriental). En el judaí­smo ashkenazi se desarrolló también el hasidismo, que comprende varios movimientos de piedad popular de diversos tipos, vinculados a las dinastí­as de los rabinos. Los grupos citados constituyen el judaí­smo ortodoxo, que se distingue del judaí­smo reformado por la fidelidad a la observancia de la ley (halakha), especialmente como codificada en el Sulhan Arukh de Joseph Caro (1488-1575). El judaí­smo reformado comenzó en el siglo XIX con movimientos en varios paí­ses, especialmente en Alemania y luego en Estados Unidos.

Es importante para el “Refonn Movement”‘ en Estados Unidos el llamado “Pittsburgh Platform” de 1855, y modificado en 1937 El judaí­smo histórico, nacido también en el siglo XIX del europeo, constituye una corriente más tradicional y ha tomado el nombre de Conservative Judaism en los Estados Unidos, donde cuenta con casi el 40°Z0 de los judí­os que se declaran afiliados a una sinagoga. De esta última corriente se ha desarrollado una pequeña rama en los Estados Unidos, el Reconstructionism.

La fundación del Estado de Israel constituye un nuevo hecho para la identidad judí­a. Para casi todos los judí­os del mundo, el Estado de Israel es el centro espiritual del mundo judí­o.

Entre los judí­os de Israel, casi la mitad se consideran como ” seculares”. su identidad judí­a coincide por tanto con la ciudadaní­a israelita. Entre los “religiosos”, la mayor parte está formada por los ortodoxos, que ven en el establecimiento del Estado un acontecimiento religioso que requiere una sí­ntesis de nación, sinagoga y vida según la Torá. Pero para un grupo importante, los Haredim, el nuevo Estado no constituye un hecho religioso; esto sólo podrá tener lugar después de la llegada del Mesí­as. Para el grupo mesiánico de los Gush Emonim, el Estado de Israel es ya el comienzo de un proceso salví­fico que culminará en la llegada del Mesí­as.

A. Roest Crollius

Bibl.: J. Maier – P Schafer, Diccionario de judaí­smo, Verbo divino, Estella 1996; L. Moraldi, Judaí­smo, en NDTM, 938-969. C. Tassin, El judaí­smo. Verbo Divino, Estella 1989, W Keller, Historia del pueblo judí­o, Desde la destrucción del templo hasta el nuevo estado de lsrael, Omega, Barcelona 1969; H. KUng, El judaí­smo. Pasado, presente, futuro, Trotta, Madrid 1993; H. Mechoulan, Los judí­os de España, Trotta, Madrid 1993, J Caro Baroja, Los judí­os en la España moderna y contemporánea, siglos XVI-XX. 3 vols., . Madrid 1978, Istmo.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: Premisa. I. El perí­odo del destierro: 1. En Palestina; 2. En Babilonia; 3. La idea del destierro; 4. Importancia del destierro; 5. Obras literarias: a) Ezequiel, b) Escuela sacerdotal, c) Escuela deuteronomista, d) El Déutero-Isaí­as. II. Después del destierro: 1. Obras literarias: a) Qohélet, b) Sirácida, c) Sabidurí­a; 2. Diáspora; 3. Escatologí­a: a) Profetas anteriores, b)Déutero-Isaí­as, c) Zacarí­as 1-8, d) Apocalipsis de Isaí­as, e) Zacarí­as 9-14 y Malaquí­as, f) En los umbrales del NT; 4. Mesianismo; 5. La ley: a) Los doctores de la ley, b) “Targum”, “Misnah”, “Gemara'”, “Talmud”; 6. Templo y comunidad: a) El culto en el templo, b) Veneración del templo, c) La comunidad en la restauración, d) La nueva era; 7. Sinagoga y fiestas: a) La sinagoga, b) Fiestas; 8. Los partidos: a) Asideos, b) Fariseos, c) Saduceos, d) Esenios, e) Zelotes, f) Los partidos y Jesús; 9. Judeocristianos.

PREMISA. Ordinariamente los historiadores designan con el término “judaí­smo” la forma que asumió la religión del pueblo hebreo después de la destrucción del primer templo por obra de Nabucodonosor (año 586 a.C.) y del destierro en Babilonia, mientras que para el perí­odo anterior se suele hablar de “religión hebrea”. El uso de estas denominaciones no debe hacernos perder de vista la continuidad, por encima de las rupturas y de las etapas, de una gran evolución; pero tampoco hay que disimular las diferencias, a veces muy profundas, que distinguen estos dos perí­odos.

Para señalar los rasgos destacados de la historia del hebraí­smo que desemboca en el judaí­smo serí­a preciso tener una amplia documentación con material seleccionado y dispuesto de forma cronológica. Pero se trata de un trabajo imposible. La documentación de que disponemos es muy amplia, pero tan sólo en casos rarí­simos podemos responder a las exigencias cronológicas. Un examen que quisiera seguir el método exclusivamente cronológico sólo conducirí­a a dudas y nebulosidades. En la imposibilidad de fijar la sucesión cronológica de los sucesos, la presente exposición juzga oportuno considerar conjuntamente ante todo el perí­odo del destierro y luego el posterior al destierro, y tratar dentro del ámbito de cada una de las dos partes la documentación apropiada. Es importante tener presente que los libros de la Biblia, aparentemente unitarios y aparentemente fechados en un determinado perí­odo anterior al destierro, se expondrán con un método crí­tico en conformidad con la mayor parte de los autores de nuestros dí­as.

I. EL PERíODO DEL DESTIERRO. La importancia de la época que comenzó con el hebraí­smo y desembocó en el judaí­smo y luego en el cristianismo es amplia y compleja; son muchas las incertidumbres históricas y sociales tanto a propósito de los desterrados como a propósito de los que se quedaron en Palestina: la manera y los motivos que dieron origen a las transformaciones que aportaron cambios tan notables en los unos yen los otros y el modo con que se realizaron son datos a los que sólo es posible llegar a través de un cúmulo de observaciones.

1. EN PALESTINA. Los hechos que precedieron y que siguieron al asedio y a la caí­da de Jerusalén desde el año 598 hasta los años 582-581 marcan la llamada tercera deportación de los hebreos a Babilonia (Jer 52:30) y abren un resquicio sobre la historia hebrea en el que podemos constatar cuán profundas eran las divisiones que desgarraban al pueblo y cómo las deportaciones tuvieron un carácter selectivo, es decir, se limitaron a las personas “importantes”, mientras que la gran masa del pueblo se quedó en el paí­s para formar lo que más tarde, después del destierro, se llamarí­a “el pueblo de la tierra”.

Jerusalén, que habí­a quedado abandonada en un primer tiempo, volvió de alguna manera a ser el centro hacia el cual tendí­a el ánimo de todos. De una breve noticia de la época de Godolí­as podemos deducir que desde Samarí­a unos ochenta hombres se dirigieron al “templo de Yhwh”, entonces destruido, “con la barba rapada, los vestidos rasgados y el cuerpo lleno de cortaduras” (es decir, en plan de luto), llevando incienso y ofrendas (Jer 41:4ss). Es probable que viajes por el estilo, a la ciudad y al templo en ruinas, no fueran un caso aislado y que siguieran haciéndose durante todo el perí­odo del destierro por parte de los que se habí­an quedado en el paí­s. Pero la verdad es que la desolación era completa. En este perí­odo y entre esta población que se habí­a quedado puede encuadrarse con toda probabilidad la redacción de algunos salmos del género de “lamentaciones individuales” y “colectivas”. Así­, por ejemplo, el añadido final al Sal 51: “Tú no quieres ofrendas y holocaustos; si te los ofreciera, no los aceptarí­as. El sacrificio que Dios quiere es un espí­ritu contrito y humillado; tú, oh Dios, no lo desprecias. Sé propicio a Sión en tu benevolencia, reconstruye las murallas de Jerusalén…” (Jer 51:18-20); y también el Sal 40, donde el salmista reconoce que ha sido sacado “de la fosa mortal, del fango cenagoso”, que ha comprendido que-a Dios no le agradan los sacrificios ni las ofrendas, sino que exige que se haga su voluntad.

Fue probablemente en este perí­odo cuando un desconocido literato compuso alguna de las cinco “Lamentaciones” que en nuestra Biblia encontramos unidas al libro del profeta Jeremí­as: quizá los capí­tulos 1, 3 y 5; pero se trata solamente de hipótesis, aunque bastante probables.

2. EN BABILONIA. La gente “importante” desde el punto de vista administrativo, polí­tico, social, intelectual y religioso habí­a sido deportada a Mesopotamia, como lo atestiguan las fuentes de que disponemos. Se trata, sin embargo, de una visión que podemos llamar “clásica”, que refleja las condiciones de los que volvieron del destierro y el planteamiento que éstos le dieron a la restauración, pero bastante menos las condiciones reales. Entre los deportados y los que se quedaron se habí­an creado realmente unas diferencias profundas, que se fueron ahondando cada vez más. Mientras que los deportados se encontraban en un centro muy vivo de dinamismo exuberante -en donde podí­an desarrollar su identidad y profundizar las lí­neas de su historia antigua y reciente, enriqueciéndola tanto en el aspecto religioso como en el aspecto social-, los otros se quedaron en gran medida aislados en un paí­s sumido en la tristeza y el inmovilismo, con esa especie de sincretismo religioso que caracterizó los últimos años de los dos reinos hebreos (el reino del norte, o Israel, y el reino del sur, o Judá), privados del dinamismo intelectual y religioso de los profetas, que tan vivo estaba, por el contrario, entre los deportados. La idea que los desterrados tení­an sobre los que se quedaron se expresa con toda claridad en el siguiente texto: “Esto dice el Señor todopoderoso a los hermanos vuestros que no fueron deportados como vosotros: `Yo voy a mandar contra ellos la espada, el hambre y la peste; los convertiré en higos malos…, los perseguiré…, los dejaré hechos un horror para todos los reinos de la tierra, maldición, espanto, escarnio y oprobio de todas las naciones”‘ (Jer 29:16-19). Palabras que denuncian en términos claros la valoración religiosa de este destierro, como se verá a continuación.

3. LA IDEA DEL DESTIERRO. El destierro es un hecho histórico, aun cuando la fecha precisa de cada acontecimiento sea difí­cil de señalar. Como hecho histórico de la experiencia histórica de Israel, ejerció inevitablemente un enorme influjo en su pensamiento religioso. El estudio del perí­odo del destierro y del posexilio no es tanto un problema de reconstrucción histórica como de comprensión de la variedad de actitudes que se tomaron frente a un hecho histórico. En dos textos el profeta Jeremí­as propone la profesión común de fe e indica una nueva: “Vienen dí­as -dice el Señor- en que no se dirá ya: `Vive Dios, que sacó a los israelitas de Egipto’, sino: `¡Vive Dios, que sacó y trajo a la estirpe de la casa de Israel del paí­s del norte y de todos los lugares donde los habí­a dispersado para que habiten de nuevo en su propia tierra!'” (23,7-8). La primera parte de la “confesión” apunta hacia el acontecimiento decisivo del éxodo; pero en la segunda la referencia al éxodo desaparece por completo, a diferencia de lo que se verá más tarde en el Déutero-Isaí­as. Como constatamos en otros textos que se refieren sin duda al destierro, la liberación no se presenta como un nuevo acto comparable con el éxodo: “Entonces los entregaste en manos de los pueblos del paí­s. Pero en tu inmensa bondad no los aniquilaste ni abandonaste, porque eres un Dios clemente y misericordioso” ( Neh 9:30-31); y también: “Pero cuando se apartaron del camino que Dios les habí­a trazado, gran número pereció en numerosas batallas y fueron desterrados a tierras extrañas, el templo de Dios fue destruido y sus ciudades tomadas por los enemigos” (Jdt 5:18-19).

El destierro y la restauración se presentaron en términos de una continua gracia y favor de Dios, el cual actúa a despecho de la realidad, que en términos de justicia habrí­a exigido la destrucción del pueblo y del paí­s. Y habí­a una razón perfectamente lógica para ello. La permanencia en Egipto no se habí­a presentado nunca como resultado de los pecados del pueblo; pero el destierro no podí­a presentarse de la misma manera. La reflexiones no son siempre iguales y su concentración más intensa se describe en el sentido de castigo, en el reconocimiento de la rectitud divina y, por otra parte, en la convicción de la culpabilidad del pueblo. Tampoco la restauración tras el destierro fue considerada como una “liberación” de la opresión de las naciones enemigas (aun cuando esto no falta en algunas ocasiones), sino como un acto de bondad realizado libremente por Dios, que querí­a ver de nuevo a su pueblo viviendo en su tierra “por amor a su nombre” (Age 2:7-9; Zac 2,lss).

Con esta exposición no hay que perder de vista la de las Crónicas: el cronista, profundamente consciente de la providencial solicitud divina, intenta también una comprensión más precisa del destierro escudriñando su sentido profundo. El acto final de la destrucción de Jerusalén va acompañado de los motivos del desastre: “El Señor, Dios de sus padres, les envió continuos mensajeros, porque querí­a salvar a su pueblo y a su templo. Pero ellos hací­an escarnio de los enviados de Dios, despreciaban sus palabras, se burlaban de sus profetas, hasta el punto que la ira del Señor contra su pueblo se hizo irremediable. El Señor mandó contra ellos al rey de los caldeos, que pasó a espada a sus jóvenes en el santuario mismo, sin perdonar a nadie, ni joven ni virgen, ni anciano ni hombre encanecido… Llevó al destierro de Babilonia a todos los que habí­an escapado de la espada, los cuales pasaron a ser esclavos… Así­ se cumplí­a la palabra del Señor pronunciada por Jeremí­as: `Hasta que la tierra disfrute de su descanso, descansará durante todos los dí­as de la desolación, hasta que se cumplan setenta años”‘ (2Cr 36:15-21). Y en otro lugar: “He disipado como una nube tus delitos y como nublado tus pecados; vuélvete a mí­, pues yo te he redimido” (Isa 44:22); “Con tus pecados me has oprimido, me has agobiado con tus iniquidades…; por eso he entregado a Jacob al exterminio y a Israel a los ultrajes” (Isa 43:24-28).

Así­ pues, el destierro era la consecuencia del pecado: “¡Oh, si hubieras obedecido a mis mandamientos! Tu paz serí­a como un rí­o y tu justicia como las olas del mar… Yo soy el Señor, tu Dios, el que te indica el camino que debes seguir…”(Isa 48:17-18). El destierro fue visto también como castigo. Pero el que castigaba velaba por el castigado, y a su debido tiempo le dirá: Se acabó el tiempo de tu esclavitud, tu iniquidad se ha borrado, de la mano del Señor has recibido “el doble de castigo por todos tus pecados” (Isa 40:2). Por tanto, será Dios el que les anuncie la buena noticia del retorno: “¡Salid de Babilonia!” (Isa 48:20).

En el texto antes mencionado del cronista, la referencia al profeta Jeremí­as se limitaba a los “setenta años” (Jer 25:11 y 29,10). El Leví­tico señala otra motivación para el destierro: “Cuando ellos hayan abandonado la tierra, ésta se rehará de sus sábados durante el tiempo de su desolación; ellos sufrirán su castigo por haber despreciado mis mandamientos…” (Lev 26:43). En relación con este pensamiento, el cronista ve en el destierro la consecuencia de la desobediencia del pueblo, pero también de una falta más concreta: la falta de observancia del sábado. El perí­odo del destierro hace que se descuenten los sábados o años sabáticos no observados; por eso en la restauración tendrá que ser escrupulosa la obervancia del sábado; y el énfasis se pone en el castigo y en la expiación. El verbo hebreo utilizado para “descontar” y para “rehacerse”, respectivamente, en las Crónicas y en el Leví­tico, es el mismo y puede tomarse en el sentido tanto de “descontar” como de “disfrutar-rehacerse”; en este caso el destierro no se presenta solamente como castigo, sino también como perí­odo de recuperación necesario para una nueva vida después de él. Las palabras de Daniel: “Setenta semanas están fijadas sobre tu pueblo y tu ciudad santa…” (Dan 9:24), superan abundantemente el perí­odo del destierro en Babilonia en sentido estricto, y con ellas la consagración del templo en el perí­odo de Judas Macabeo (en el año 167), bajo Antí­oco Epí­fanes, señala definitivamente el final del destierro y el comienzo del posdestierro. Si esto es así­, aquellas palabras nos dan una interpretación del destierro que subraya su extraordinaria importancia, en cuanto que divide los tiempos antiguos de los presentes y lo propone como un perí­odo que era necesario atravesar.

4. IMPORTANCIA DEL DESTIERRO. Sólo quienes lo habí­an experimentado histórica o espiritualmente pertenecí­an de verdad al pueblo. La reedificación del templo fue llevada a cabo por los “repatriados” y por “todos aquellos que se habí­an separado de la impureza dd los paganos del paí­s y se habí­an unido a ellos para buscar al Señor” (Esd 6:21). El destierro se convirtió así­ en un elemento concreto de encuentro para reunir a la comunidad que habí­a conocido aquella experiencia (elemento que tení­a que demostrarse por medio de genealogí­as verdaderas o ficticias: Esd 2:3ss; Esd 8:2ss; Neh 7:6ss; 10,lss; 12,Iss). Esta lí­nea de pensamiento que denuncia la necesidad del destierro aparece tanto en el cronista como en el deuteronomista, según hemos visto.

El Déutero-Isaí­as es el único autor que describe el regreso del destierro como un éxodo ideal y triunfante: “Preparad en el desierto para el Señor un camino… Sobre cumbres peladas haré brotar rí­os, y fuentes en medio de los valles. Transformaré el desierto en un estanque… No han padecido sed los que él ha guiado através del desierto; agua de la roca ha hecho brotar para ellos…” (Isa 40:3; Isa 41:18; Isa 43:19; Isa 48:21; etc.). Pero incluso en medio de este entusiasmo el profeta nos presenta un rasgo de vida real entre los deportados: hay algunos que se desaniman, que se han olvidado de Jerusalén; personas que se sienten esclavas y no quieren sacudirse el polvo de encima; no hay nadie que se ponga al frente de los demás, para guiarlos y darles ánimo (Isa 46:12; Isa 51:17-20; Isa 52:1-2): “Tus hijos yacen extenuados por todas las esquinas de las calles” (Isa 51:20). Frente a esta situación, el profeta contrapone la bajada voluntaria del pueblo a Egipto al destierro en Babilonia, efecto -según el Déutero-Isaí­as de una deportación inmotivada: “Lo oprimió Asiria violentamente… Mi pueblo ha sido hecho esclavo sin motivo” (Isa 52:4-5).

Basándose en esta valoración se llegó a considerar el perí­odo del destierro como el paso para una nueva comprensión del “dí­a de Yhwh”. Hasta el destierro, cada vez que se veí­a en apuros, Israel esperaba la intervención punitiva de Dios contra sus enemigos; pero los profetas le amenazaban a él con el castigo divino por sus pecados y se serví­an de la expresión “el dí­a de Yhwh” de forma que llegó a constituir una amenaza precisamente contra Israel. A partir del destierro esta expresión no fue ya un sinónimo de la cólera divina contra Israel, sino contra sus enemigos, contra las naciones; por tanto, un dí­a esperado por Israel como el dí­a de la restauración, del renacimiento (cf Jl 3-4); para Israel habí­a sido una vez dí­a de juicio y de castigo, pero desde el destierro se convirtió en dí­a de promesa, de liberación.

Podemos descubrir además una nueva meditación de Israel sobre sí­ mismo en la elaborada alegorí­a del libro de t Jonás, viendo a Israel en elprofeta y a Babilonia en el pez. A primera vista parece como si se violentase la simplicidad del mensaje de este relato. Sin embargo, es difí­cil librarse de la impresión de que el responsable de esta singular presentación es, en parte, la situación del pueblo en el destierro; reflexiona sobre la parte que le ha correspondido en el designio divino respecto a los demás pueblos. La experiencia del destierro lo llevó a reflexionar sobre su verdadera misión. El libro expresa entonces bastante bien las consideraciones, realmente pluriformes, que ocupaban la reflexión de los deportados. Una profunda intuición práctica del monoteí­smo, y por tanto del valor universal del hombre, por un lado; pero también una repulsa natural frente a la conversión de Ní­nive (destruida ya en el 613, y aquí­ tipo de Babilonia), por otro, y, finalmente, una indebida comprensión de la elección, muy de moda por entonces; por eso el libro termina con el disgusto del protagonista.

Serí­a interesante poder colocar en este perí­odo el gracioso librito de Rut; serí­a una voz de protesta que, con propias motivaciones, se sumarí­a al libro de Jonás.

Durante el destierro creció la fe en un renacimiento y se afincó la convicción de la diversidad de Israel respecto a los demás pueblos: dos temas corrientes, en parte ya aludidos, que encontramos, por ejemplo, en los profetas Joel y Zacarí­as: “Entonces sabréis que yo soy el Señor, vuestro Dios, que habito en Sión, mi monte santo. Jerusalén será un lugar santo; no pasarán más por allí­ los extranjeros” (Joe 4:17). Y también: “Pero ahora ten ánimo, Zorobabel, dice el Señor; ten ánimo, Josué…; ten ánimo, pueblo todo de la tierra…, porque yo estoy con vosotros” (Age 2:4). “Siento ardientes celos por Jerusalén y por Sión, y estoy muy indignado contra lasgentes que viven despreocupadamente; yo estaba un poco indignado, pero ellos han aumentado su maldad… Me compadezco de nuevo de Jerusalén; mi casa será edificada en ella… De nuevo abundarán en bienes mis ciudades; el Señor se compadecerá nuevamente de Sión y elegirá a Jerusalén” (Zac 1:14-17). La reconstrucción del templo es presentada por el profeta Zacarí­as con las siguientes expresiones: “Antes de estos dí­as no habí­a salario para el hombre…, no habí­a seguridad para nadie de cara al agresor… Pero ahora no seré como antes para con el resto de este pueblo… Pues yo sembraré la paz; la viña dará su fruto, la tierra dará sus productos” (Zac 8:9-11). En los términos “repatriados” y “resto” se descubre la insistencia en la necesidad de pasar a través del destierro, considerado como un momento divisorio de dos épocas, caracterizadas de diversa manera.

5. OBRAS LITERARIAS. a) Ezequiel. Entre los deportados, y particularmente en los ambientes cultos, ejerció una notable influencia el profeta Ezequiel. Después de insistir inicialmente en el carácter irremediable de la ruina, una vez realizada ésta empezó a infundir confianza en los desterrados: la comunidad seguirá en pie y regresará a su tierra. El profeta cooperó de forma decisiva en la tarea de suscitar e ilustrar la conciencia del destierro como un castigo merecido; pero también de robustecer la esperanza de que en el futuro la vida no será ya como antes, no será la reanudación de la vida anterior al destierro, sino que nacerá una nueva comunidad religiosa en una nueva sociedad. Algunos temas presentados por primera vez en su libro hacen de Ezequiel el fundador del judaí­smo; la mención de algunos de estos temas es importante por el eco y el desarrollo que obtuvieron en el futuro. Así­, por ejemplo, el carro divino con los cuatro animales (Ez 1; 9-10), el libro dulce como la miel al paladar, pero duro de digerir (,3), el signo tau (Zac 9:6), la visión de la gloria que después de la destrucción del templo y la deportación se traslada entre los deportados porque los considera como el verdadero santuario (c. 11), la responsabilidad individual presentada en sustitución de la colectiva que dominaba hasta entonces (c. 18), las perspectivas para el futuro presentadas de forma escultural en los capí­tulos 36-37, las imágenes apocalí­pticas de la victoria definitiva del bien sobre el mal en los paí­ses mí­ticos de Gog y de Magog (cc. 38-39) y, finalmente, la reforma radical del culto, del sacerdocio y de las estructuras del templo futuro (cc. 40-48).

b) Escuela sacerdotal. La llamada escuela sacerdotal recogió en el destierro las antiguas tradiciones y las proyectó en el futuro con una dosis inevitable de idealismo profético y también con espí­ritu práctico; es éste el perí­odo en que se asientan las bases concretas de la sistematización de tradiciones y documentos en una sola obra, tejida sobre la filigrana del código sacerdotal. Pensemos, por ejemplo, en la “ley de santidad” (Lev 17-26), que en su forma arcaizante es un programa y un proyecto de planificación de una nueva vida para el pueblo, no basada ya en el espí­ritu profético; sino en la ley y en la organización. La vida fuera de Palestina, ¿no era acaso como la de la generación que vivió en el desierto en la época de Moisés con la perspectiva de una nueva tierra? A partir de esta intuición la ley fue considerada como un don de Dios en el monte Sinaí­ por medio de Moisés. Es elocuente en este sentido el Rollo del templo descubierto entre los manuscritos esenios de Qumrán; en él está contenida la ley bajo la formulación de discursos pronunciados personalmente por Dios.

c) Escuela deuteronomista. También la escuela deuteronomista redactó sus tradiciones procurando aclarar a los deportados que la condición en que se encontraban era la consecuencia natural de su conducta anterior y de la voluntad divina, que se habí­a manifestado antes con apremios y amenazas. Para el deuteronomista el único medio de liberación del destierro era el retorno a la alianza, retorno presentado literariamente por tres discursos puestos en labios de Moisés, pero acomodados a la sociedad de fuera del desierto y necesitada de recuerdos del pasado, de estí­mulos, de amenazas y de confrontaciones con el ambiente que le rodeaba (Deu 1:1-4, 40; Deu 9:7-10, 11; 29-30). Con expresiones autorizadas, persuasivas y decididas, el deuteronomista supo presentar a los desterrados un camino ejemplar del retorno y de la vida nueva, que marcará durante siglos las aspiraciones y la conducta de Israel; creó además, entre otras cosas, el género literario del “testamento”, que tendrí­a tanto éxito a continuación. “Guarda sus leyes y mandamientos, que yo te prescribo hoy, para que seas feliz tú y tus hijos después de ti” (Deu 4:40); “Cuando se hayan cumplido en ti todas estas palabras, la bendición y la maldición que he puesto delante de ti, y las hayas meditado en tu corazón…, si de nuevo te vuelves hacia él y le obedeces…, aunque tus desterrados estuvieran en el confí­n del cielo, de allí­ irí­a a buscarte para llevarte de nuevo a la tierra que poseyeron tus padres…” (30,1-4). En ningún otro sitio como en el Dt se subraya tanto la elección de Israel, sus obligaciones morales y religiosas; en ningún otro libro de la Biblia se manifiesta tan bien el replanteamien945
to del destierro dentro del contexto de la historia desde el éxodo hasta la cautividad.

El replanteamiento experimentado durante los dí­as del destierro, y que se prolongó a continuación, afectó también a la figura del profeta Jeremí­as. Los poemas llenos de lirismo de los capí­tulos 50-51, que celebran la caí­da de Babilonia (en el 539) por obra de Ciro, insertos en la obra de Jeremí­as, que en su época fue juzgado como “colaboracionista” de los caldeos y de los neobabilonios, demuestran cómo el destierro ayudó a hacer comprender su mensaje bajo una luz más justa. A esta luz hay que entender probablemente las reflexiones del libro de Baruc y la carta de Jeremí­as a los desterrados de Babilonia, así­ como las palabras que le harán eco durante siglos en la historia judí­a, especialmente entre los hebreos de la diáspora: “Edificad casas y habitadlas, plantad huertos y comed su fruto, casaos y engendrad hijos e hijas, tomad mujer para vuestros hijos, casad a vuestras hijas para que tengan hijos e hijas, multiplicaos ahí­, no disminuya vuestro número” (Jer 29:5-6).

d) El Déutero-Isaí­as. Hacia el último perí­odo del destierro nos encontramos con la fuerte personalidad del Déutero-Isaí­as (Is 40-55). Teórico del monoteí­smo, es el primero que niega expresamente la existencia de otros dioses: “Yo formo la luz y creo las tinieblas; doy la dicha y produzco la desgracia; soy yo, el Señor, quien hace todo esto… ¡Ay del que litiga con su creador!… Soy yo quien ha hecho la tierra y en ella he creado al hombre; yo mismo con mis manos he extendido los cielos…” (Jer 45:7-12); “Yo soy el primero y el último, no hay otro dios fuera de mí­” (Jer 44:6). Este mensaje no sólo hace callar las voces y las dudas de los que pensaban establecer una comparación entre Yhwh, Dios de los derrotados, y Marduc, dios de los vencedores, sino que reivindica para el Dios de los vencidos el dominio sobre el presente y sobre el futuro, pues es él el que ha creado a la humanidad, el que ha establecido el destino y el que vendrá al final de todo. El Déutero-Isaí­as es además el partidario de un claro y abierto universalismo, haciendo observar que, si Dios concede favores a Israel, éstos le imponen la obligación de darlo a conocer a los demás pueblos. Más allá de la confianza y de la esperanza que infunde a los deportados, el profeta les indica también un deber que podrí­amos llamar “misionero”; es ésta una reflexión que se desarrollará ulteriormente en la historia del judaí­smo. En varias ocasiones traza la misteriosa figura del siervo de Yhwh; sea cual fuere la interpretación que se le quiera dar, lo cierto es que se trata de una personalidad, individual o colectiva, con una influencia notable, quizá incluso entre los mismos deportados: el triunfo a través del sufrimiento soportado injustamente. ¡Es algo que nunca habí­a dicho hasta entonces un texto del AT! En él los primeros cristianos vieron, después de pascua y de pentecostés, la misión de Jesús (Heb 8:27-34).

Ya hemos dicho que las tradiciones histórico-legales antiguas fueron recogidas, releí­das y coordinadas entre sí­ durante el destierro en las magistrales recopilaciones de la escuela sacerdotal y de la escuela deuteronomista, a las que se remonta, con una buena aproximación, la forma literaria definitiva que ha llegado hasta nosotros. Pero también otros escritos antiguos fueron releí­dos, retocados y repensados en la atmósfera del destierro. Algunos salmos antiguos, de cuyo remoto origen no es posible dudar razonablemente, fueron reinterpretados de tal forma que las referencias a las calamidades pasadas se veí­an a la luz de este último y más profundo desastre. He aquí­ algunos ejemplos: “Despierta ya. ¿Por qué duermes, Señor? Levántate, no nos rechaces para siempre. ¿Por qué ocultas tu rostro y olvidas nuestra desgracia y opresión?” (Sal 44); “Tus enemigos han rugido en el mismo lugar de la asamblea…, prendieron fuego a tu santuario, asolaron y profanaron la morada de tu nombre” (Sal 74:5-7); “Oh Dios, los paganos han invadido tu heredad, han profanado tu sagrado templo, han hecho de Jerusalén un montón de ruinas… Derrama tu furor sobre las gentes que te ignoran, sobre los reinos que no invocan tu nombre, porque ellos devoraron a Jacob y devastaron su morada” (Sal 79:1-7). Otros salmos, en la forma presente, aluden a la vuelta del destierro: “Hizo que sus conquistadores los trataran con benevolencia… Reúnenos de en medio de las gentes para que alabemos tu santo nombre y cantemos con alegrí­a tus alabanzas” (Sal 106:46-47); “Cuando el Señor repatrió a los prisioneros de Sión, nos pareció que estábamos soñando… Los que siembran con lágrimas, consecharán entre cantares; van, sí­, llorando van al llevar la semilla; mas volverán, cantando volverán trayendo sus gavillas…” (Sal 126:1.5-6).

II. DESPUES DEL DESTIERRO. Entre el destierro y el posdestierro no hay ruptura: por un lado se intentó llevar a la práctica todo lo que habí­a sido objeto de meditación fuera de la patria, y por otro aplicar a la situación nueva y en evolución ideas que habí­an madurado. Portadoras de estas ideas ya maduras eran las grandes composiciones y escuelas anteriormente mencionadas y que constituí­an el alma del judaí­smo. Los animadores en el camino de la renovación fueron los profetas Ageo, Zacarí­as, el Trito-Isaí­as (autor de la tercera parte del libro de Isaí­as, cc. 56-66) y Malaquí­as, junto con los representantes de la literatura sapiencial. La riqueza de las reacciones a los acontecimientos y la forma distinta de comprender la restauración tras el destierro demuestran la profunda conciencia que de ella tení­a la comunidad y hasta qué punto habí­a sido fértil la mente de los repatriados en la interpretación del desastre nacional y de las formas que habí­a de asumir la nueva vida en la tierra prometida. Al no tratarse solamente de un juicio, el perí­odo del destierro y de la restauración fue visto también como un momento de reflexión para ulteriores profundizaciones a partir de la expresión de Ezequiel: “Entonces sabrán que yo soy el Señor, que yo he hablado…” (Eze 5:13; cf 6,10; 17,21; etcétera).

1. OBRAS LITERARIAS. a) Qohélet. Un nuevo ejemplo de la riqueza y variedad del pensamiento hebreo después del destierro puede verse en la literatura sapiencial. Qohélet se distingue inmediatamente de los profetas por el despego que muestra respecto a su comunidad y por aquella vena de pesimismo que lo acerca a Marco Aurelio. No se refiere nunca a la historia de Israel; no usa nunca el nombre divino Yhwh, sino que prefiere ‘Elohim, con el artí­culo (es decir, sin entenderlo como nombre propio), desnacionalizando así­ al Dios de Israel y subrayando el universalismo de sus reflexiones; ve en el mundo un enigma indescifrable; la naturaleza y la historia le parecen un cí­rculo vicioso sin sentido. No obstante, a pesar de las apariencias, su “sabidurí­a” está radicalmente anclada en el AT.

b) Sirácida. Una posición bastante distinta es la que encontramos en Ben Sirá (Eclesiástico), con sus frases tradicionales y sus himnos didácticos (1,1-10; 4,11-19; 14,20-15,8; 24,1-34; 51,13-21). La adhesión a la historia de su pueblo es bien patente en su “alabanza de los padres” (44,1-49,16). Sus intereses polí­ticos en el sentido del nacionalismo judí­o culminan en la esperanza de la salvación totalmente terrena (al parecer) del pueblo. Protesta contra la arrogancia de los aristócratas, pero aconseja silencio y prudencia ante los poderosos: “Ante el jefe baja la cabeza” (4,7). Presenta con vivos colores los rasgos salientes de las transformaciones en marcha en la sociedad judí­a y las influencias del helenismo, haciendo al mismo tiempo una obra apologética y polémica. Ben Sirá es un autorizado exponente del conservadurismo nacionalista, que él veí­a personificado en los asmoneos; anterior a las diferenciaciones que habrí­an de explotar muy pronto, presenta en su escrito las primeras alusiones a los desarrollos ulteriores. Su actitud revela de dónde le llegó al judaí­smo la fuerza para superar la aguda crisis del choque con el helenismo: “No desprecies los discursos de los sabios y vuelve con frecuencia a sus máximas, porque de ellos aprenderás la instrucción… No desprecies la tradición de los ancianos, pues la aprendieron de sus padres; porque de ellos aprenderás prudencia…” (8,8-9). Es Ben Sirá el que por primera vez presenta con toda claridad la identificación de la sabidurí­a con la ley; la sabidurí­a, que en su origen era universal, “puso su tienda en Jacob” y se hizo propiedad de un pueblo pequeño: “Todo esto es el libro de la alianza del Dios altí­simo, la ley que nos dio Moisés en heredad a la casa de Jacob. Inunda de sabidurí­a…, hace desbordar la inteligencia…, rebosa instrucción… Sus pensamientos son más profundos que el mar, sus designios como el gran abismo” (24,8-27). Los comienzos de la integración entre la ley y la sabidurí­a se encuentran ya en el Dt: la ley os presenta mandamientos que “os harán sabios y sensatos ante los pueblos…” (4,6), y en los Sal 1 y 119. Más tarde, un dicho atribuido a Simón le da a la ley un significado cósmico: “Simón el Justo… solí­a decir: `El mundo subsiste por tres cosas; por la ley, por el culto (del templo) y por la misericordia”‘ (‘Abóth 1,2).

c) Sabidurí­a. Descrita con la mirada puesta en los egipcios está la exposición triunfalista de la historia en el libro de la Sabidurí­a de Salomón, que, hacia el final, revela abiertamente los sentimientos del autor (perteneciente a la diáspora hebrea de Egipto) contra los otros pueblos (idólatras): “Tu pueblo esperaba la salvación de los justos y la perdición de los enemigos” (Sab 18:7). A esta manera de ver la historia se asocian otros escritores judí­os de la época que escriben también en lengua griega, como Demetrio, Eupolemo, Artapano, el Seudo-Eupolemo y Aristóbulo (todos ellos de la misma época que nuestro libro, siglos 11-1 a.C.); todos ellos están de acuerdo en presentar la historia pasada a la luz de la presente, exaltando su antigüedad respecto a los demás pueblos y viendo a sus propios antepasados como otros tantos heraldos de la civilización, no de conquistas territoriales.

2. DIíSPORA. Como se ve, no es posible obtener solamente de Palestina la imagen del judaí­smo. A partir del destierro en Babilonia se desarrolló una fuerte corriente migratoria, a veces espontánea y a veces forzada, que se concretó en la constitución de importantes colonias judí­as en toda la cuenca mediterránea, hasta las fronteras orientales del imperio, en Mesopotamia y en Persia.

A comienzos de la era cristiana la mayor parte de los judí­os residí­a en la diáspora y tení­a sus principales puntos de apoyo en las grandes metrópolis: Antioquí­a, Alejandrí­a, Cartago, Roma. En todas partes gozaban de libertad para practicar su religión, tení­an su propia organización religiosa, centrada en las sinagogas, y su propia administración civil. Los judí­os de la diáspora se sentí­an solidarios de los de Palestina; Jerusalén era para ellos la capital del pueblo judí­o y la ciudad santa. Escribe Filón de Alejandrí­a: “Jerusalén no es sólo la metrópoli de la región de Judea, sino de muchí­simas otras debido a las colonias que ella fundó” (Legat. ad Caium 36). Pagaban al templo un impuesto cultual, reconocí­an la autoridad del sanedrí­n y, más tarde, la del patriarca [I infra, II, 5b); los que, con ocasión de las fiestas litúrgicas, podí­an hacerlo, acudí­an en peregrinación a la ciudad santa.

La mentalidad de estos judí­os de la diáspora no era precisamente idéntica a la de los residentes en Palestina: el mesianismo y el nacionalismo no estaban tan agudizados y los sentimientos hacia los paganos eran mucho más benévolos. Pero no faltaron violentos conatos revolucionarios de fondo mesiánico en Egipto, en Cirenaica y en Chipre, fomentados por elementos llegados de Palestina. En su conjunto, la diáspora no se asoció ni a la evolución del 66-70 ni a la del 132-135. También en la lengua estaban más cerca de los conciudadanos no judí­os: generalmente ignoraban el hebreo y el arameo, y hablaban griego y latí­n. En este ambiente tuvo su origen la versión griega de la Biblia llamada de los Setenta, en Egipto; según algunos autores, hubo también una versión parcial latina y la versión sirí­aca.

A comienzos de la era cristiana, el judaí­smo realizaba una vasta campaña de propaganda, que tení­a como centro la diáspora, y en Palestina era sostenida por los fariseos (cf Mat 23:15). El proselitismo se proponí­a introducir dentro de las barreras levantadas en torno a Israel por la ley al mayor número posible de paganos, para acelerar así­ la llegada del reino, en el que habrí­a sitio para todos los justos. Una frase atribuida al gran rabbi Hillel recomienda: “Ama a todas las criaturas y condúcelas a la ley”. En la tradición rabí­nica surgieron luego dos tendencias: una favorable al proselitismo, y la otra contraria; fue ésta la que prevaleció.

3. ESCATOLOGíA. En las primeras décadas del destierro el pensamiento teológico de Ezequiel trazó las que más tarde llegarí­an a ser las primeras lí­neas de la escatologí­a (cf Ez 38-39) y encontraron en el Déutero-Isaí­as su plena formulación, de manera que a partir de él la escatologí­a tuvo un papel decisivo para la profecí­a y dio un nuevo impulso a la futura fisonomí­a de la religión judí­a. Desde sus primeras palabras, el Déutero-Isaí­as propone un esquema: el final del pasado (tiempo de culpa) y el comienzo del futuro (tiempo de la liberación y de la salvación). Este esquema se manifiesta con mayor claridad cuando el profeta contrapone al pasado (tiempo de la ira, de la “copa del vértigo”: Isa 51:17-23) el presente (tiempo de gracia, dí­a de salvación: Isa 43:18-19; Isa 49:8) y se ve a sí­ mismo y a su generación al final de una época y en los umbrales de otra: “¡No os acordéis de antaño, de lo pasado no os cuidéis! Mirad, yo voy a hacer una cosa nueva: ya despunta, ¿no lo notáis? Sí­, en el desierto abriré un camino, y rí­os en la tierra seca” (Isa 43:18-19; cf 49,8; 51,17-23).

a) Profetas anteriores. Para los profetas anteriores, la salvación dependí­a del cambio del hombre por obra del retorno a Dios (de la conversión) o también gracias a la liberación realizada por Dios; estos profetas no hablaban de dos tiempos, sino de un aut-aut: o salvación o destrucción. La escatologí­a, por el contrario, presenta unilateralmente el valor salví­fico de Dios: el Dios único, que ha creado el mundo y ha establecido su destino, será el que venga al comienzo de una nueva época. Por eso el profeta habla de salvación “para siempre” (45,17; 51,6.8), de “dicha eterna” (51,11), de “eterna bondad” (54,8), de “pacto eterno” (55,3), de “señal eterna e imborrable” (55,13). La elección divina no es considerada ya como una posible amenaza, sino como la realización de un hecho cuyo curso final es únicamente la salvación.

b) Déutero-Isaí­as. Vale la pena mencionar los actos del drama escatológico que propone el Déutero-Isaí­as, ya que suelen salir igualmente a relucir en los escritos posteriores: 1) victoria de Yhwh sobre el poder de Babilonia por medio de Ciro (43,14-15; 41,24; etc.); 2) liberación de Israel y éxodo o fuga de Israel a través del desierto (49,25-26; 55,12-13; etc.), reunión de los dispersos de todo el mundo en Jerusalén (40,9-11; 41,8, etc.); 3) retorno de Yhwh a Sión, reconstrucción, bendiciones paradisí­acas, crecimiento de la comunidad (44,1-5; 44,26; 51,3; etc.); 4) todos los hombres reconocen la vacuidad de los dioses y se convierten a Yhwh (51,4; etc.).

Sobre estas dos épocas, la inicial y la futura, vuelve con claridad el profeta Ageo, que tomando como punto de división y de transición la colocación de los fundamentos del segundo templo (o templo posexí­lico) y mirando hacia el futuro, escribe: “Antes… A partir de hoy yo os doy la bendición” (Age 2:15-19). El cambio esperado deberí­a comenzar con una convulsión del cielo, de la tierra, del mar y de todos los pueblos, con la aniquilación de las potencias enemigas, con la afluencia a Jerusalén de todas las riquezas y con la exaltación de Zorobabel como soberano mesiánico: “Te tomaré a ti, Zorobabel, hijo de Sealtiel, mi siervo…, y haré de ti como un anillo de sellar…” (2,6.23).

c) Zacarí­as 1-8. También la primera parte de la profecí­a de Zacarí­as (cc. 1-8) presenta en primer lugar la destrucción de las naciones culpables de las calamidades de Judá (Zac 2:4): “Yo estaba un poco indignado, pero ellas han aumentado su maldad” (Zac 1:15), por lo cual también ellas habrán de ser presa de Israel (Zac 2:13). Siguen las condiciones maravillosas en que se encontrarán los judí­os: “De nuevo abundarán en bienes mis ciudades; el Señor se compadecerá nuevamente de Sión y elegirá a Jerusalén”(Zac 1:17; Zac 2:5-9; Zac 8:4-5.12); habrá cambios en la vida social y el retorno de los dispersos de las diversas diásporas (Zac 5:1-4; Zac 5:5-12; Zac 6:1-8; Zac 8:7-8); finalmente, se realizará el reino mesiánico y muchos pueblos acudirán a Jerusalén: “Vendrán pueblos y habitantes de ciudades populosas… a buscar al Señor todopoderoso… a Jerusalén” (Zac 8:20-22).
d) Apocalipsis de Isaí­as. Poco más o menos por el mismo perí­odo se asocia también a estas perspectivas el Apocalipsis de Isaí­as (Is 24-27) con la presentación de cuatro cuadros: un juicio universal de la tierra y de sus habitantes y la derrota de todos los enemigos (Zac 24:1-20); un banquete de Yhwh en el monte Sión, con el que comenzará la teocracia (Zac 25:6.8.12); finalmente, la lucha final en la que Israel se verá defendido y protegido, mientras que de todos los lugares volverán sus hijos dispersos: “Vosotros seréis recogidos uno a uno, hijos de Israel. Aquel dí­a se tocará la gran trompeta y vendrán los perdidos… y los dispersos… a adorar al Señor en el monte santo” (Zac 27:13).
e) Zacarí­as 9-14 y Malaquí­as. Prescindiendo de algunos pasajes poco claros, en la segunda parte del libro de Zacarí­as encontramos las mismas expectativas: libertad, riqueza, abundancia, retorno de los dispersos, salvación, triunfo de Israel sobre todos los pueblos; pero también Jerusalén será “castigada” y se salvarán “los restos” de Israel, mientras que “los restos” de las naciones subirán a Jerusalén para celebrar la fiesta de las chozas (14,1-21). En esta misma lí­nea se mueve el profeta Joel. El último apéndice de Zacarí­as, esto es, el escrito de Malaquí­as, representa la última voz de los profetas y está marcado por el mismo tono escatológico: invitaciones y reproches a los sacerdotes, denuncia de los matrimonios mixtos, de la avaricia en las ofrendas del templo, apelaciones a una mayor justicia, mezclado todo ello con promesas y amenazas, que subrayan cómo la salvación es solamente para los justos y no para todo Israel: “Entonces vosotros volveréis a ver la diferencia que hay entre el justo y el injusto… Todos los soberbios y los que cometen injusticias serán como la paja; el dí­a que viene los consumirá hasta no dejar de ellos ni raí­z ni ramaje” (Mal 3:18-19).

f) En los umbrales del NT. Esta escatologí­a, que habí­a comenzado con promesas y visiones triunfalistas, prosigue en tonos más modestos: no es que se hayan eliminado las promesas, pero cada vez se le da mayor espacio a la conducta social e individual. En los umbrales del NT la escatologí­a estaba en la epidermis de todo judí­o piadoso. Ordinariamente la salvación se veí­a con ojos particularistas; pero no faltan los textos que, en conformidad con la teologí­a de los grandes profetas, plantean una visión universalista (Sof 3:9-10; Isa 51:4-6; Isa 52:13-53, 12); más a menudo encontramos la visión universalista, así­ como la particularista, teniendo siempre a Jerusalén como centro nacional-religioso (Zac 8:20; Zac 14:16-17; Isa 2:2-4; Isa 25:6ss; Isa 56:7).

Normalmente la escatologí­a de los profetas no implica el fin del mundo, sino que ve su realización en el contexto geográfico-polí­tico presente, así­ como la participación de la naturaleza en esta renovación (y esto precisamente debido a la fe judí­a sobre la creación). Al final del mundo antiguo corresponde la creación de un mundo nuevo que no tendrá ya ocaso (Zac 14:6; Isa 65:17-18; Isa 66:22) y en el que Yhwh será la luz eterna (Isa 60:19-20). A veces la salvación se presenta como un retorno a los tiempos pasados o como una renovación de los antiguos: visión singularmente clara en el Trito-Isaí­as (Isa 60:1-2; Isa 62:1-12). Las descripciones eran tan bonitas y tan evidentemente contrarias a la realidad presente, que Zacarí­as pudo escribir: “Si alguno vuelve a profetizar, su propio padre y su propia madre le dirán: `Tú no debes vivir, porque has dicho mentira en nombre del Señor'” (Zac 13:3). La escatologí­a surgida del Déutero-Isaí­as encontró seguidores en el perí­odo tras el destierro, hasta que se dieron cuenta del error introducido en la expectativa cercana; sin embargo, se mantuvo viva hasta más tarde en el interior de pequeños grupos, en los que tuvo siempre defensores.

4. MESIANISMO. En el clima escatológico surgió y se desarrolló el / mesianismo. Para algunos escritores, la época de la salvación se caracteriza por la intervención directa de Yhwh (Isa 24:23; Isa 33:22; Isa 43:15; Isa 44:6; Zac 9:1-8); para otros Yhwh habrí­a designado un rey terreno como representante o sustituto suyo (generalmente, un descendiente de David). Ageo y Zacarí­as ven al mesí­as en el comisario (daví­dico) Zorobabel (Age 2:20-22; Zac 6:9-15). Zacarí­as es el primero en dividir en dos partes la misión del mesí­as: atribuye una parte a un mesí­as polí­tico y otra a un mesí­as religioso: al primero lo ve en el comisario Zorobabel, al segundo en el sumo sacerdote Josué; se dirige a ellos como a dos olivos, dos ramas hijas del olivo; define a Zorobabel como un “germen” (término que en las versiones griega y latina se traducirá como “Oriente”): Zac 3:8; Zac 6:12; cf también Jer 23:5 y Luc 1:78; esta división será seguida muy pronto por los esenios y por algunas ramas de la tradición mesiánica judí­a. El mesianismo se alimentó en un ambiente que pensaba de forma escatológica y que querí­a ser fiel a la descendencia regia de David. El judaí­smo prosiguió la lí­nea veterotestamentaria que miraba hacia un mesí­as nacional, polí­tico, terreno, portador de salvación solamente para los judí­os. Sin embargo, habí­a algunos que miraban hacia un mesí­as supramundano, universal: el Hijo del hombre, en el que pensaba ya el libro de Daniel [/ Da-niel VII]. Raras veces se intentó fundir entre sí­ a los dos (véase, p.ej., los Apocalipsis apócrifos de Esdras y de Baruc). Por una extraña convergencia, el escatologismo y el mesianismo -en su atención respectiva- no tomaban en cuenta un cambio sustancial de la vida y de la conducta cotidiana del hombre, sino que soñaban con una época en la que la vida se desarrollarí­a en un mundo nuevo y distinto del actual: Dios no cambiará al hombre y, por medio de él, al mundo, sino que cambiará al mundo, y, con él, a los hombres. Después de que la escatologí­a fallara la mira al pensar que estaba próximo el final (a pesar de las perspectivas de los profetas, las situaciones seguí­an siendo las mismas) y de que el mesianismo no lograra encontrar su propia fisonomí­a, sólo quedó en los ánimos un conjunto de matices de uno y de otro, a menudo bastante más en el fondo que en la superficie, precisamente de bido a las desilusiones sufridas y a las que se temí­an al señalar tiempos y personas. Siempre permaneció viva la escatologí­a como expresión de un anhelo que ayudaba a vivir y daba sentido al presente.

Bajo el impulso de la literatura sapiencial y de las imágenes nuevas relacionadas con el dualismo cósmico y ético de origen iranio, surgió y se desarrolló la / apocalí­ptica. Querí­a descubrir los secretos del fin, tendí­a a revelar el futuro y el pasado de la edad del mundo, para llegar a la determinación del momento final de toda la historia y del presente. De esta manera se juntaron el futuro juicio final y el comienzo del reino de Dios. La concepción dualista de la divinidad y del mundo se unió con las imágenes de la eliminación del mundo presente y de una nueva creación, con el ideal del establecimiento de la teocracia, a la que pertenecerí­an desde ahora todos los que viví­an las esperanzas escatológicas, o bien después de su resurrección. El antiguo profetismo quedó arrinconado por una nueva fe y por un nuevo pensamiento, que intentaba comprender el término último de la historia y juntamente el momento presente en que viví­a.

El movimiento apocalí­ptico quedó al margen de los pensamientos y de las esperanzas de muchos debido a su fisonomí­a no bien integrada, aun cuando su larga prehistoria se remonte a Ezequiel, al Déutero-Isaí­as y más plenamente a Daniel y a las partes más antiguas del texto etí­ope del Libro de Henoc.

5. LA LEY. Basándose en su clara visión de Dios, del mundo, de la historia de Israel y del hombre, la tradición sacerdotal constataba la realidad inatacable de su doctrina sobre las cuatro manifestaciones de Dios que caracterizaban a otros tantos deberes del israelita y del hombre en general: la primera etapa se inicia con la creación del hombre y con su participación en el dominio divino del gobierno del mundo, con los deberes propios de una vida vegetariana y la observancia del sábado; la segunda etapa data del diluvio, con los preceptos dados a Noé y el arco iris como signo de Dios al hombre; la tercera etapa está marcada por Abrahán, con el precepto y el signo de la circuncisión; la cuarta y última es la revelación del Sinaí­, con el pacto (o t alianza) y la / ley, siendo el uno y la otra válidos para todos los tiempos. En la lí­nea de todo lo anterior se pueden releer las frases con que termina el AT según el canon cristiano: “Recordad la ley de Moisés, mi siervo, a quien yo di en el Horeb mandamientos y normas para todo Israel. Yo os enviaré al profeta Elí­as antes de que llegue el dí­a grande y terrible del Señor. El hará volver el corazón de los padres a los hijos y el corazón de los hijos a los padres, para que cuando yo venga no tenga que exterminar la tierra” (Mal 3:22-24).

Como Ezequiel en el perí­odo del destierro, así­ Esdras y Nehemí­as fueron pilastras del judaí­smo en la época de su comienzo concreto, es decir, inmediatamente después del destierro. Su acción es difí­cil coordinarla desde el punto de vista cronológico, pero tiene muchas convergencias desde el punto de vista social y religioso: nada de matrimonios mixtos entre judí­os y no judí­os; los que ya existen tienen que disolverse; hay que reedificar Jerusalén cuanto antes y rodearla de una muralla, que tiene un valor doblemente defensivo, a saber, contra los enemigos y como signo de las rí­gidas limitaciones que han de regular a los residentes judí­os en medio de los no judí­os.

En cuanto a la religión, se hizo oficial el empleo del Pentateuco, que entonces no era como el nuestro, aunque sustancialmente era igual: fue aceptado como “la ley” perenne. Desde entonces se mirará el Pentateuco como miran el evangelio los cristianos. En el vértice de la comunidad, después de los primeros tanteos, se establece la jerarquí­a sacerdotal. La reforma religiosa de Esdras encauzó la corriente central de la religión yahvista por un camino que se apartaba de los valores más considerados hasta entonces, sobre todo del pensamiento de los profetas; más que de una nueva formulación religiosa, se trataba del camino hacia una nueva religión. Cuanto más dominaba en ella la prescripción legal, tanto más se debilitaba la fe de los profetas. La ley tení­a que abarcar en concreto todas las circunstancias particulares de la vida, hasta las más minuciosas. Así­ crecieron las prescripciones, se impusieron tradiciones libres hasta entonces o, más frecuentemente, se crearon otras; y así­, poco a poco, se impuso la obligación de sacar prescripciones concretas de cada una de las normas de la ley.

a) Los doctores de la ley. Así­ se inició el afianzamiento de la autoridad de los doctores de la ley, de los juristas y rabinos, que adquirieron cada vez mayor crédito; no cabe duda alguna de su escrupuloso conocimiento y estudio de la ley. Creció -adquirió cada vez más importancia- la creencia en una tradición que se habrí­a desarrollado a partir de la enseñanza oral de Moisés, conservada y continuada ahora por varias escuelas. Sobre la base de esta dinámica, según la cual tanto el culto como la vida social y la expresión religiosa tení­an que corresponder en cada momento a las prescripciones de la ley, creció su número mediante especificaciones minuciosas: se contaban 365 prohibiciones y 245 mandatos positivos, y la transgresión de una prescripción se valoraba como infracción de toda la ley.

El retrato del doctor de la ley fue transmitido y celebrado por el Sirácida de esta manera: “Distinto es el que se aplica a meditar la ley del Altí­simo. Estudia la sabidurí­a de todos los antiguos y consagra sus ocios al estudio de los profetas. Conserva los discursos de los hombres famosos y penetra en las sutilezas de las palabras. Investiga el sentido oculto de los proverbios e intenta descifrar los enigmas de las parábolas. Ejerce su servicio entre los grandes” (Sir 39:1ss).

b) “Targum” “Misnah”, “Gemara”, “Talmud” Según una tradición muy difundida, pero quizá legendaria, rabbi Yohanan ben Zakkai, al escapar del asedio de Jerusalén (año 70 d.C.), fundó en la ciudad de Yabne (Yamnia) el primer centro importante de estudios rabí­nicos, que fue un nuevo sanedrí­n compuesto únicamente de doctores de la ley; su autoridad se extendió por toda la diáspora; el presidente de esta asamblea de doctos cualificados se llamaba “patriarca”, y la autoridad romana lo consideró como representante cualificado del pueblo judí­o. Fue este nuevo sanedrí­n el que, poco después de su constitución, hizo poner por escrito las enseñanzas de las antiguas tradiciones orales; se produjo así­ una gran obra colectiva, en la que trabajaron varias generaciones de doctores y se desarrolló en varias grandes colecciones fundamentales para el judaí­smo de todos los tiempos.

En primer lugar el targum (plural, targumim), traducciones parafrásticas arameas, libro por libro, del texto del Pentateuco. Fruto de la liturgia sinagogal, no sólo demuestran que entonces el pueblo no comprendí­a ya el hebreo -lengua en la que se leí­a siempre el texto de la Biblia-, sino que atestiguaban sobre todo las explicaciones que solí­an darse después de cada lectura y los diversos matices que subyacen a la versión o paráfrasis aramea.

La Misnah (o “repetición”) es una obra que consta de 63 breves tratados, que son la recopilación clásica de las tradiciones orales judí­as, redactadas por el gran rabbi Yuda ha-Nasi (135-217). La Misnah está escrita en lengua hebrea, y los rabinos cuya opinión se recoge son llamados “tannaí­tas”; la obra, fruto del trabajo de muchos maestros a lo largo de muchos años, fue acogida por todo el judaí­smo, siendo objeto de explicaciones y comentarios, como la Biblia. Estos comentarios, puestos por escrito, son llamados Gemara’ (“complemento”), y constituyen la obra de los rabinos llamados “amoraim”: la Misnah hebrea y la Gemara’ aramea forman el Talmud (hay un Talmud babilonio y otro palestino, mucho más breve). Las partes normativas de todos los escritos rabí­nicos forman la halakah, “camino” sobre los senderos de Dios; las narrativas, homiléticas, edificantes, constituyen la haggadah (narración, relato). El Talmud representa el triunfo de un legalismo sin compromisos y el repliegue de Israel sobre sí­ mismo. Protegido por la observancia de la ley, observancia reforzada por estas dos obras, el judaí­smo se estabilizó como religión del pueblo judí­o y, gracias también a ellas, sobrevivió durante siglos a través de una historia muchas veces trágica. Se trata de obras redactadas posteriormente a la época que nos interesa; pero su contenido ya habí­a sido formulado mucho antes, en particular alguno de los targumim y algún que otro tratado de la Misnah.

Fue en este amplio contexto de revisión y codificación de las tradiciones antiguas donde el judaí­smo palestino estableció “su”canon bí­blico después de un examen muy detenido bajo la influencia de recientes movimientos populares que habí­an resultado catastróficos (lo cual llevó a la eliminación, p.ej., de textos claramente mesiánicos y apocalí­pticos), de un sentimiento muy estrecho de la propia identidad (como atestigua también la eliminación de textos escritos en lengua griega) y de una toma de posesión frente al dinamismo del cristianismo naciente, incluso para remediar fáciles confusiones religiosas que tení­an prácticamente consecuencias sociales y polí­ticas [/ Lectura judí­a de la Biblia].

6. TEMPLO Y COMUNIDAD. Jeremí­as (c. 7) y Ezequiel habí­an criticado duramente la visión materialista y casi mágica del templo; luego Ezequiel prometió a los desterrados que la gloria que se habí­a alejado del templo (cc. 9-10; 11,22-24) habrí­a sido su santuario -“Yo mismo he sido un santuario para ellos durante el breve tiempo en que están desterrados en estos paí­ses” (11,16)- y vislumbró además que la gloria volverí­a con los repatriados (43,1-5). Después del destierro, el Déutero-Isaí­as introdujo un alto grado de espiritualización del templo. Sin embargo, en Ageo, Zacarí­as y Joel se tiene la impresión de que su insistencia en la reconstrucción del templo está más cerca de la denuncia de Jeremí­as que de la espiritualización del Déutero-Isaí­as. Se trata de una impresión. Estos profetas veí­an en la erección del templo la concreción de la presencia de Dios y la mediación del poder divino; por eso el templo era fuente de gozo y de amor, como atestiguan no sólo los dos libros de las Crónicas, sino también un gran número de salmos (p.ej., los salmos de las “ascensiones” o ma’alót, 120-134, y los llamados “cánticos de Sión”, 46; 48; 76; 87).

a) El culto en el templo. Por principio, en el culto del templo participa toda la población; pero prácticamente ésta estaba representada por las 24 clases de sacerdotes instituidas por el rey David, según el libro de las Crónicas. Todas las ceremonias dependí­an de la casta sacerdotal descendiente de Aarón; los sacerdotes estaban asistidos por los levitas, descendientes de Leví­ y de su tribu. Algunos autores piensan que todo el Salterio es la colección litúrgica oficial del segundo templo.

Aunque el oficio de sumo sacerdote pasó a través de muchas peripecias, en los últimos siglos -antes de la destrucción del templo- gozaba del mayor prestigio. Solamente el sumo sacerdote podí­a entrar en la parte más sagrada para interceder en favor del pueblo una vez al año en el “dí­a de la expiación”; era además el presidente del sanedrí­n y representaba a toda la nación ante los extranjeros.

En los últimos años antes de que surgiera el cristianismo la alta aristocracia sacerdotal estaba un tanto en declive; tanto en Palestina como en la diáspora iba ganando prestigio la autoridad de los doctores de la ley; y este bipolarismo se reflejaba en las instituciones: por una parte el templo, por otra la sinagoga.

En el templo el culto era singularmente fastuoso y solemne, tanto por el misterio de ciertos ritos (los del “dí­a de la expiación”) como por la música y los cantos en que participaban los sacerdotes, los levitas y el pueblo, este último respondiendo “amén”, “aleluya” y con otras expresiones de los salmos antifonales. De estas fastuosas funciones hablan, por ejemplo, lCrón 15,16ss; 29,20; 2Cr 5:12ss; 2Cr 20:21ss; 2Cr 23:15ss; 2Cr 29:27; etc. El elogio del sumo sacerdote Simón II (220-195 a.C.) es una demostración de la admiración con que se seguí­an las funciones en el templo ( Sir 50:1-21).

b) Veneración del templo. La veneración del templo adquirió a veces tonos supersticiosos, como lo atestiguan los evangelios y los Hechos (Sir 7:48); pero ésta no era una actitud caracterí­stica, como lo demuestra indirectamente el hecho de que, después de su destrucción en el 70 d.C., el judaí­smo sobrevivió bien al desastre y no perdió nada del ideal del templo.

El pensamiento de la habitación de Dios en el templo llevó a la idea de la ciudad santa y de la / tierra santa, así­ como al centralismo d e l .Jerusalén, considerada no sólo como centro del judaí­smo, sino de todo el mundo, según se lee ya en los últimos capí­tulos del profeta Zacarí­as (Sir 14:20-21), que hablan de una muchedumbre de devotos que se dirigen a la ciudad desde todos los rincones del mundo para celebrar la fiesta de las chozas. Otro aspecto de esta relación tan estrecha entre el templo y Jerusalén se encuentra en la visión de la “nueva Jerusalén” y de la “Jerusalén celestial”, como demuestran las denominaciones con que fue llamada mirando hacia su soñado futuro: “Yhwh está ahí­”, “ciudad de la justicia, ciudad fiel” (Isa 1:26), “ciudad del Señor, Sión del santo de Israel” (Isa 60:14), “mi complacencia” (Isa 62:4), “ciudad fiel-montaña del Señor omnipotente, montaña santa” (Zac 8:3). Los abundantes desarrollos rabí­nicos y cristianos tienen sus raí­ces en estos pasajes y otros similares (Isa 54:10-13; 60-62; Age 2:1-9; Zac 1:12-13.16; Zac 2:15): se trata de textos que se refieren a la Jerusalén terrena, pero de los que surgió el ideal de la ciudad celestial. La comunidad esenia de Qumrán habí­a asumido y profundizado esta ideologí­a del templo y se le consideraba como el “santuario humano” de Dios, apelando a los pasajes tan atrevidos, ya citados, de Ezequiel a propósito de la gloria divina entre los desterrados. También los cristianos recurrirán a esta misma ideologí­a del templo, viendo su realización bien en Jesús, bien en la comunidad y en sus fieles (Jua 1:14; Jua 4:20-21; Efe 2:20-21; lPe 2,4-8; lCor 6,19 [1 Iglesia II, 3]).

c) La comunidad en la restauración. Los colores rosados con que los profetas del destierro y del posdestierro y la restauración describieron esta época suscitaron esperanzas polí­ticas, sociales y materiales que obtuvieron siempre una amplia acogida entre el pueblo; esperanzas que sirvieron también para alimentar la esperanza del retorno de una especial presencia divina. Todo ello cooperó a la formación de un aspecto del pensamiento judí­o que tuvo siempre ulteriores desarrollos, atestiguados tanto por los escritos apocalí­pticos canónicos como en la literatura apócrifa y en las reinterpretaciones de textos antiguos, sacados especialmente de los salmos y de los profetas.

Se trata de un fenómeno importante para comprender más plenamente algunas situaciones del NT, como lo subrayan los manuscritos esenios de Qumrán. La comprensión de que la nueva era tení­a un valor cósmico en la realización de las promesas divinas a Israel suponí­a una renovación total de la vida aquí­ abajo; y esto se expresa con la inversión de la condición presente de la vida (Isa 55:12-13; Isa 65:25; Isa 11:6-9), inversión que quiere verse incluso cuando el contexto de un pasaje bí­blico determinado es, al menos a primera vista, contrario a lo que se le quiere hacer decir: en realidad, un texto siempre puede decir más de lo que pretendí­a el autor. Un ejemplo singularmente claro es el de los primeros capí­tulos del Génesis, a los que en la actual forma definitiva -por cierto, bastante reciente- se le asignan significados de especial importancia, como la expresión de la bondad del Dios creador, las repetidas afirmaciones de la grandeza del hombre, pero también sus fallos y las promesas divinas, las consecuencias de la caí­da primordial incluso en la naturaleza (cf Gén 6:1-4.5-7; Gén 11:1-9, y Rom 8:12-22) y, por encima de todo, la centralidad del Dios de Israel, centralidad que es también una promesa universal para toda la humanidad.

La importancia de la lí­nea real daví­dica en la nueva era fue expresada de varias maneras por Ezequiel, por el Déutero-Isaí­as, por Ageo y por Zacarí­as. Estos textos fueron leí­dos en un horizonte más amplio sobre la base de otros pasajes de posible inspiración real. El énfasis sobre este tema varí­a: difí­cil de descubrir en la historia deuteronomista, el código sacerdotal la sustituye por el sacerdocio de la lí­nea de Aarón, mientras que las Crónicas buscan una lí­nea de compromiso: a pesar de sus realizaciones, David no existe ya, y su lí­nea monárquica carece de esperanzas razonables de volver a revivir; la esencia de sus realizaciones para la vida de la comunidad tras el destierro está constituida por el templo y por el culto; y las Crónicas atienden más al significado teológico de estas realizaciones que a las realidades históricas. Otras lí­neas de pensamiento, por el contrario, culminan en esperanzas daví­dicas de tipo polí­tico y de cuño nacionalista; en parte, este pensamiento tomó cuerpo en la dualidad de los mesí­as proyectada por los profetas posexí­licos Ageo y Zacarí­as, de los que se habló anteriormente.

d) La nueva era. Un tercer elemento interesante es la dilación de la nueva era que fue preconizada por pensadores del destierro y del posdestierro, pero no se realizó. No parece que esta dilación produjera solamente un nuevo alejamiento en el futuro; es más bien probable que, con el paso del tiempo, se incorporaran a la primera concepción otros aspectos, quizá más profundos y hasta realizables; por ejemplo, el reconocimiento de todo lo que se habí­a ido realizando respecto a las condiciones del destierro y, luego, del inmediato posdestierro. Los profetas de la restauración eran idealistas, pero se mostraron también capaces de ver en las realidades de una situación poco estimulante la prenda de todo lo que anhelaban para la nueva era, en la que la gloria divina volverí­a a estar en el centro de la vida de la comunidad. Como por otra parte, posteriormente, el hecho de que la nueva era cristiana no hubiera llegado a su plenitud tampoco modificó la esperanza y permitió vivir, con la fe, ya en el contexto de la nueva era. Y hablamos de “parusí­a”.

El problema con que se enfrentaron los pensadores del destierro, y sobre todo del posdestierro, fue el de encontrar los medios que llevasen al pueblo a una vida cotidiana adecuada lo más posible a la voluntad divina. Puesto que lo que tiene la prioridad es la acción divina y la ley que la incorpora, se escogieron tres medios para obtener ese género de vida: el énfasis en la importancia del templo, la fiel obervancia del culto y la perseverancia en la oración. Estas fuerzas y tendencias coaligadas entre sí­ crearon una mayor profundización, tanto individual como comunitaria, de la vida interior. La observancia escrupulosa de la ley con todos los preceptos particulares que la acompañaban llegaba a cubrir todos los aspectos de la pureza del pueblo y suponí­a un desarrollo inevitable de la casuí­stica; y, como toda casuí­stica en el terreno religioso, acabó pronto ignorando la realidad de la única prerrogativa divina con la cual cotejarse.

También la literatura sapiencial posterior al destierro formaba parte del mecanismo que tendí­a a ordenar rectamente la vida, y los consejos de los sabios se yuxtaponí­an a la ley y a los profetas, aunque con tonalidades distintas.

7. SINAGOGA Y FIESTAS. Desde el destierro -en donde probablemente comenzó- y durante todo el perí­odo posterior, la sinagoga tuvo una parte cada vez más importante en la vida religiosa. No se trataba de sustituir con ella al templo, que siguió siendo un unicum, sin igual y sin rivales.

a) La sinagoga. Al principio, la sinagoga era una reunión al aire libre para la lectura comunitaria de la ley y sus explicaciones: “El pueblo entero se congregó como un solo hombre en la plaza de la puerta del Agua y dijo al escriba Esdras que trajese el libro de la ley de Moisés… Esdras presentó la ley ante la comunidad… La estuvo leyendo…” (Neh 8:1-3). La lectura de la ley se hací­a en hebreo e iba acompañada de la versión aramea; todo esto poco a poco fue tomando un tono ritual; al final habí­a un sermón, inicialmente bastante corto (cf Neh 8). Los testimonios más célebres de esta parte didáctica nos han llegado en los targumim.

A los edificios sinagogales se añadió la escuela. El judaí­smo se define como “la religión del libro”, es decir, de la Biblia, porque este libro constituye su razón de ser, su corazón, y la sinagoga representa su expresión más completa; la sinagoga es al mismo tiempo “el lugar”, el santuario y la escuela en donde el libro es leí­do, meditado y comentado. Aquí­ no hay sacerdotes, sino que en lugar suyo están los sabios, los rabinos (maestros) versados en el conocimiento del libro; ni hay tampoco sacrificios, sino un culto espiritual en el que alternan las oraciones, las lecturas, los cantos de salmos y los comentarios. En sus lí­neas generales, la liturgia sinagogal se fue haciendo poco a poco lo que es en la actualidad. La sinagoga no surgió, ciertamente, como contraposición al templo, sino como sustitutiva y complementaria; sin embargo, a medida que iba creciendo la rivalidad entre los fariseos y los saduceos, a éstos se les dejó el predominio del templo y a aquéllos la exclusividad de la sinagoga.

El rezo cotidiano del Sema` (compuesto de los textos del Deu 6:4-8; Deu 11:13-21, y Núm 15:37-41) es muy antiguo y está atestiguado por los manuscritos esenios de Qumrán; a este rezo se añadí­an otras plegarias. El calendario no era uniforme para todos, sino que se distinguí­a según los grupos; el ejemplo más atestiguado y completo nos lo ofrece el calendario del templo (que era en cierto sentido “oficial”), de tipo lunar, mientras que el calendario de los esenios era solar: aquí­ el año de tresientos sesenta y cuatro dí­as, con doce meses de treinta dí­as, más un dí­a intercalado cada tres meses.

b) Fiestas. Entre las fiestas y solemnidades que se obervaban puntualmente están el sábado, la pascua y los ácimos (pesah y massót), celebrados con una solemnidad incomparable; la fiesta de las semanas (sabuót), llamada luego pentecostés por celebrarse cincuenta dí­as después de pascua; la fiesta de las chozas o de los tabernáculos (sukkót) (cf Jua 7:2); después del destierro se les añadió la fiesta del año nuevo (ro’s hasanah); otra gran fiesta en la que se tocaba el cuerno caracterí­stico era el dí­a de la expiación (yóm ha-kippurim). Otras fiestas son posteriores: la dedicación (banukkah), para recordar la reconsagración del templo después de la profanación de los seléucidas (lMac 4,36-59); la fiesta de los purim (las suertes), introducida por el libro de Ester (3,7; 9,7-23 y 10,3s; cf también 2Ma 15:36-37); el dí­a de Nicanor, en recuerdo de la victoria de Judas Macabeo sobre el general seléucida Nicanor (1Ma 7:43-49). La observancia del año sabático y del jubileo no está atestiguada con seguridad.

Habí­a también algunas prácticas que poco a poco se fueron haciendo comunes. He aquí­ las principales: los tefillim o filacterias, que eran, tanto antes como ahora, trozos de pergaminos en los que están escritos breves pasajes de la ley, que formaban parte del atuendo ordinario (que habí­a que quitarse en ciertas circunstancias); los pasajes bí­blicos que los justificaban son: Exo 13:1-10.16; Deu 6:4-9; Deu 11:13-21; entre los manuscritos esenios de Qumrán se encontró un pequeño rollo completo y fragmentos de otros. Está también la tefillah, u oración que se reza tres veces al dí­a; formada por una serie de bendiciones, en la época cristiana se fijó en una serie de 18 bendiciones (s`emoneh esreh), entre las que habí­a al menos una contra los cristianos (o judeocristianos, los minim = apóstatas). La mezuzah es un pequeño rollo de piel puesto en un pequeño nicho a la entrada de la puerta de la casa, en la parte derecha, que contiene normalmente los textos de Deu 6:4-9 y 11,12-21; esta práctica se debió al consejo que se da en Deu 6:9 y 11,20: “Escrí­belas en los postes de tu casa y en tus puertas”. La sisit son las franjas que cuelgan en los cuatro extremos del chal de lana o de lino que se ponen sobre la túnica, franjas colocadas de manera que representen ocho flecos.

8. Los PARTIDOS. La llegada de los seléucidas (197 a.C.) de Siria abrió muy pronto una profunda herida en el judaí­smo con la persecución religiosa y la helenización forzada: se prohibió tener en las casas rollos de la ley, se prohibió la observancia de la circuncisión, del sábado, de las fiestas, etc.; el sumo sacerdote y su clero dejaron de ofrecer sacrificios, el altar fue profanado con carnes de cerdo y el templo se dedicó a Zeus Olí­mpico.

a) Asideos. Esta situación dio origen a la reacción judí­a, dentro de la cual se formaron varias corrientes de pensamiento, que llevaban bastante tiempo incubándose, pero que estaban aún sin organizar. La reacción se manifestó en tres direcciones distintas. Una minorí­a se adaptó a las nuevas medidas y renegó de su fe; esta minorí­a contaba con seguidores entre la gente común, pero sobre todo entre las personas distinguidas, social y económicamente importantes. Otros opusieron una resistencia pasiva y -al menos al principio- de forma secreta, en sus casas, siguieron observando sus prácticas religiosas o se retiraron a lugares desiertos donde pudieran vivir su propia fe; pero preferí­an morir antes de faltar a la ley: “Entonces muchos amantes de la justicia y del derecho se fueron al desierto, donde se establecieron con sus hijos, mujeres y ganados, pues los males habí­an llegado al colmo” (1Ma 2:29); y cuando les intimaban para que faltasen al sábado, respondí­an: “No cumpliremos la orden del rey de profanar el sábado”, y decidieron: “Moriremos, pero el cielo y la tierra serán testigos de nuestra muerte injusta” (lMac 2,34-38). A este tipo de resistencia pasiva se refiere la actitud de los tres jóvenes frente a la orden de “Nabucodonosor”, es decir, de Antí­oco IV Epí­fanes: “Si nuestro Dios quiere liberarnos del ardiente horno de fuego y de tus manos, oh rey, nos librará. Pero si no nos librase, has de saber, oh rey, que no serviremos a tu Dios” (Dan 3:17-18). Los representantes de la resistencia pasiva se llamaban hasidim, es decir, “piadosos”. Su conducta se basaba en una ilimitada confianza en Dios y muchos de ellos fueron martirizados, como los siete jóvenes y su madre (2Mac 7; Dan 14:6; lMac 2,42; 7,13-14).

La tercera reacción fue la de los que escogieron la lucha armada. Al comienzo no tuvieron más remedio que huir al desierto, hasta que se organizó el movimiento y se buscó un jefe adecuado para la lucha. La chispa saltó ante el espectáculo de los mártires que suscitó la reacción de Matatí­as y su reflexión: “Si hacemos todos así­ y no luchamos contra los paganos, defendiendo nuestras vidas y nuestras tradiciones, pronto nos borrarán de la tierra… Lucharemos contra todo el que nos presente batalla…, para no morir como nuestros hermanos en sus escondrijos”(lMac 2,40-41). De este modo comenzó el movimiento de los hermanos l Macabeos. Aunque distintos por la diversidad de su actitud, todos los que escaparon del desastre inicial se unieron a los Macabeos: “Entonces se unió a ellos el grupo de asideos, israelitas valientes y defensores entusiastas de la ley” (lMac 2,42).

En torno a la época de los Macabeos empezamos a conocer la fisonomí­a de corrientes religioso-polí­ticas organizadas, que comúnmente llamamos “sectas”. Aplicado a la realidad judí­a, el término “secta” es aproximativo e impropio. Una secta cristiana es una agrupación disidente de la gran Iglesia; en el judaí­smo, a pesar de las diferenciaciones seculares, sólo excepcionalmente puede hablarse de cismas y de sectas. En efecto, el judaí­smo tiene un contenido doctrinal bastante pequeño y carece de una autoridad que pueda imponerse a todos y determinar autoritativamente las interpretaciones legí­timas en los puntos fundamentales de la fe.

Flavio Josefo en De Bello Judaico (escrito entre el 75 y el 79 d.C.) afirma: “Entre los judí­os se cultiva la filosofí­a bajo tres formas: los seguidores de la primera forma se llaman fariseos, los de la segunda saduceos y los de la tercera esenios, que son judí­os de nacimiento, ligados por el amor mutuo más estrechamente que los demás” (II,119); y en las Antiquitates Judaicae (XVIII, 16) añade que fue introducida una “cuarta escuela filosófica” por Judas el Galileo y por Sadoc, o sea, la de los zelotes. En la época que aquí­ nos interesa, los saduceos y los fariseos representaban el judaí­smo oficial.

b) Fariseos. Los predecesores de los fariseos, probablemente, estuvieron algún tiempo en las filas de los asideos en la época de la insurrección macabea. Al principio eran un grupo minoritario, pero poco a poco extendieron su influencia sobre toda la vida religiosa tanto en Palestina como en la diáspora. Después de la catástrofe del año 70 d.C. las otras tendencias quedaron prácticamente eliminadas por los mismos sucesos, mientras que el fariseí­smo se fue identificando cada vez más con el judaí­smo.

El judaí­smo debe su supervivencia sobre todo a los fariseos. Los evangelios los presentan como hipócritas, maní­acos del formalismo y de una casuí­stica estéril, incapaces de distinguir entre lo accesorio y lo esencial, atados a la letra y no atentos al espí­ritu. Esta imagen no es ciertamente falsa, pero es incompleta: al destacar solamente los aspectos más superficiales y llamativos, soslaya los elementos positivos. Los estudios modernos han rehabilitado en gran medida a los fariseos.

La vida religiosa de los fariseos se centraba en la meditación y en la práctica de la ley. Se preocupaban de las situaciones particulares no previstas por la ley para determinar cuándo y cómo habí­a que actuar en conformidad con las normas de la tradición. Por eso la casuí­stica se convirtió en un elemento esencial de su enseñanza, y en el esfuerzo por precisar las normas de la ley llegaron a veces más allá del texto; de aquí­ la importancia que concedí­an a la tradición como complemento necesario de la ley. Tradición que se transmite oralmente, se enriquece continuamente con las enseñanzas de los rabinos y es objeto de incesantes discusiones que llevan a una pluralidad de tendencias, más rigurosas las unas y más condescendientes las otras. Estas tradiciones acabaron más tarde por ser codificadas en escritos que siguen teniendo un alto valor en el judaí­smo, como la Misnah y el Talmud (/ supra, II, 5b).

Frente al inmovilismo de la aristocracia, la tradición farisea era en muchos aspectos un factor de desarrollo. En el plano práctico esto se traducí­a en una multiplicación de observancias y en una severidad extendida a toda la práctica de la ley, consideradas las unas y la otra como destinadas a acentuar la separación del pueblo elegido de los “impuros paganos” y como testimonio altí­simo de las bendiciones divinas.

Profesaban además ideas que tení­an un apoyo estructural muy tenue, negado a veces por los demás. Creí­an, en particular, en la resurrección de todos los hombres, o sólo de los justos; seguí­an una angelologí­a muy precisa y desarrollada: de la insistencia en la unicidad y trascendencia de Dios llegaron a la fe en un mundo intermedio que cubrí­a el vací­o entre Dios y el hombre, una corte celestial compuesta de ángeles, a los que añadieron más tarde los espí­ritus malos. El aislacionismo ritual de los fariseos y su carácter abierto en las posiciones doctrinales no son contradictorios; el primero los protegí­a del sincretismo, el segundo los obligaba a encontrar un apoyo en los textos bí­blicos. Y es quizá de su aislacionismo singular de donde se deriva su nombre: perusim = fariseos = “separados” de los demás. Tuvo ciertamente un gran influjo popular el heroí­smo con que varias veces los fariseos se vieron obligados a demostrar con el martirio su fidelidad a la ley. Baste un ejemplo. En tiempos de Alejandro Janneo, sumo sacerdote, hubo choques bastante fuertes entre sus partidarios y los antagonistas capitaneados por los fariseos; en una ocasión, los soldados de Janneo realizaron una matanza; otra vez (en el año 88 a.C.) el sumo sacerdote hizo apresar a 800 fariseos y los crucificó luego ante los ojos de sus mujeres e hijos, mientras él celebraba su muerte con un banquete (Flavio Josefo, Antiq. Jud. XIII, 13-14; De Bel. Jud. I, 4).

c) Saduceos. Representaban casi exclusivamente a la aristocracia sacerdotal. Su nombre está vinculado al sumo sacerdote Sadoc, de la época de Salomón. Después de la destrucción del segundo templo (70 d.C.) desaparecieron de la escena. No es verdad que los saduceos fueran todos ellos sacerdotes, todos ellos aristócratas y todos residentes en Jerusalén. Aunque los testimonios que han llegado a nosotros no lo digan expresamente, se cree que tení­an seguidores y simpatizantes entre otras clases y grupos sociales.

Preocupados de mantener el orden público mientras ocupaban el poder los seléucidas y luego los romanos, no parece que se preocupasen mucho de las corrientes religiosas, a no ser para reprimirlas; así­ ocurrió, por ejemplo, con los movimientos mesiánicos y fariseos. Eran conservadores no sólo en polí­tica, sino también en religión, en donde se atení­an a una interpretación literal de la ley, hecho éste que se debí­a ampliamente a sus orí­genes. Era un movimiento que, al parecer, continuaba antiguas tradiciones y se oponí­a, tanto en materia de fe como en cuestión de ritos, a todas las novedades.

Con la aparición de nuevos movimientos vieron reducirse cada vez más su importancia y aumentar su aislamiento del pueblo, mientras que emprendí­an cada vez más incursiones en el campo de la polí­tica. A la muerte de Alejandro Janneo, el poder cayó en manos de su viuda, Alejandra (76-67 a.C.), que se inclinó por los fariseos. Cuando ella murió estalló una guerra civil entre saduceos y fariseos que preparó prácticamente la llegada de los romanos.

Parece ser que lo que fue más tarde el “canon” bí­blico (establecido en el siglo n d.C.) era entre los saduceos más limitado que entre los fariseos. Flavio Josefo no esconde su antipatí­a por los saduceos, y en los pasajes en que habla de ellos no es muy claro (Antiq. Jud.XIII, 173; 297-298; XVIII, 16-17; XX, 199; De Bel. Jud. II, 164-166). Dice, de todas formas, que no creí­an en el destino y que afirmaban la libertad humana; pensaban que al morir desaparecerí­a el alma, y no aceptaban la retribución en otra vida; aceptaban exclusivamente las leyes escritas y rechazaban las tradiciones orales. Josefo afirma además que a menudo se veí­an obligados a plegarse a la voluntad de los fariseos y que en los tribunales eran muy severos.

En el siglo I de la era cristiana los saduceos tení­an gran poder en Jerusalén gracias al templo y a la persona del sumo sacerdote, cabeza de la nación y presidente del sanedrí­n, en donde gozaban de gran prestigio.

Si Jesús criticó a los fariseos debido a sus tradiciones, no fue ciertamente porque influyeran en su ánimo las ideas saduceas. Cabe pensar que, si se hubiera quedado en Galilea, probablemente no lo habrí­an eliminado de forma tan brutal. Su conciencia mesiánica lo impulsó a subir a Jerusalén y allí­, en su fortaleza, tuvo lugar el choque con los saduceos. Habí­a echado a los mercaderes del templo; habí­a sido acogido por la multitud con aclamaciones mesiánicas; los saduceos vieron en peligro la seguridad de la nación judí­a bajo el control romano. En toda la historia de la pasión no se habla de los fariseos ni se sabe qué actitud tomaron en el sanedrí­n. Aparentemente al menos, todo se desarrolló en un ambiente saduceo.

d) Esenios. La forma más original del judaí­smo en la época que nos interesa es el esenismo. Los esenios, conocidos antes casi exclusivamente por los testimonios de Filón de Alejandrí­a y de Flavio Josefo, han saltado a primer plano desde 1947, cuando comenzaron los descubrimientos de sus manuscritos en la región desértica de Qumrán en la orilla noroccidental del mar Muerto. Los manuscritos encontrados -a juicio de la mayorí­a de los autores- son todos ellos anteriores al 68 d.C. y nos ofrecen informes y testimonios de todo tipo. Nuestro interés se centra aquí­ en la Regla de la Comunidad (= 1QS), en la Regla de la Guerra (= 1QM) y en los Himnos (= 1QH). Lo que impresionaba a los escritores antiguos y a los lectores modernos es el género de vida, singularmente elevado y distinto, por lo que sabemos, de las demás corrientes judí­as de la época. No se sabe de dónde se deriva su nombre: Filón, que escribí­a en griego, los llama essaioi, y Flavio Josefo essénoí­; es probable que estos términos se deriven de hesén-hasaya, “santo-venerable”; ellos se designaban con el nombre de “hijos del nuevo pacto”.

Era muy estricta la observancia de las leyes mosaicas. Del último documento publicado (Rollo del Templo) se deduce que ellos reescribieron la parte legal del Pentateuco uniendo más estrechamente las diversas leyes, ampliando algunas y poniéndolas todas ellas en labios de Dios, es decir, eliminando la intervención de Moisés. No viví­an en medio de la sociedad, sino separados de ella en pequeñas comunidades y en lugares solitarios. En la comunidad de Qumrán habí­a probablemente una comunidad más numerosa que las demás, con las personas que estaban al frente del movimiento, es decir, la dirección y la administración general. Los miembros se dividí­an en tres clases: sacerdotes, levitas y laicos. La comunidad más pequeña estaba constituida por 10 miembros presididos por un sacerdote. En las reuniones comunitarias cada uno ocupaba su puesto y tomaba parte en el consejo siguiendo un orden establecido. Las cuestiones generales de la comunidad eran tratadas por un consejo de 12 miembros y tres sacerdotes. Toda la comunidad estaba dirigida por los sacerdotes, a los que correspondí­a siempre la precedencia. En la comunidad habí­a un inspector (paqid), un superintendente (mebaqqer) y un sabio (maskil).

La admisión en la comunidad era muy compleja. El postulante era examinado por el inspector, que decidí­a de su admisión o de su exclusión: “Si es capaz de disciplina, lo introducirá en el pacto…” (1QS VI, 14). Pero la admisión no suponí­a la introducción en la vida de la comunidad: el candidato tení­a por delante un primer perí­odo de prueba por un año. Al final eran “los muchos” (o sea, la asamblea) los que decidí­an de su continuación o de su expulsión; si continuaba, era admitido en el primer grado de la vida comunitaria por otro año (ibid, VI, 16-17). Después del segundo año era examinado de nuevo para constatar si habí­a adquirido una debida comprensión de la ley y si su vida se habí­a mostrado conforme con las reglas de la comunidad (ibid, VI, 18-19); si el juicio era positivo, era introducido parcialmente en la comunidad, a la que pasaban desde entonces sus bienes y su trabajo, pero sin que se pusieran todaví­a en “el tesoro de la comunidad”, y no le estaba permitido todaví­a sentarse en la mesa para comer con los miembros de la comunidad. Sólo al cabo del tercer año se integraba verdaderamente en la comunidad, a la que se destinaban todas sus posesiones, todo su trabajo y todo su saber (ibid, I, 1112). Se le asignaba un puesto al nuevo miembro, que ingresaba en el “nuevo pacto” con una ceremonia singular, en la que era bendecido por los sacerdotes y prestaba un solemne juramento.

La jornada, que empezaba al amanecer con una oración al sol naciente, se dividí­a entre el trabajo manual y las actividades espirituales. La tarde era ocupada en oraciones, lecturas y comentarios de la ley y de otros textos que se consideraban sagrados; la tercera parte de la noche se pasaba en una vigilia común de oración y estudio. Tení­an la obligación de comer juntos, de orar juntos y de deliberar juntos. Su comunidad estaba regida por una rí­gida disciplina y organizada de forma piramidal. No se divulgaban sus doctrinas, sino que se mantení­an en secreto; ningún extraño podí­a unirse a ellos en la oración, en la mesa, en los baños rituales ni en el trabajo.

Los esenios de Qumrán no son exactamente iguales a los que nos describen Flavio Josefo y Filón; es evidente que los dos escritores judí­os quisieron hacer de ellos una descripción un tanto idealizada.

He aquí­ algunas caracterí­sticas de estos esenios de Qumrán. Llevaban hasta el lí­mite máximo la pureza legal: no sólo era contaminante el contacto con los paganos, sino incluso con los judí­os que no pertenecí­an a la comunidad o con personas de clase inferior. A su juicio, pretendí­an ser fieles al judaí­smo tradicional, renovándolo de la decadencia sufrida para vivirlo en toda su pureza, con un exasperado nacionalismo, con un antipaganismo activo y en franca oposición con la clase judí­a entonces dominante, a la que juzgaban tan corrompida que el último remedio era vivir en el retiro del desierto, esperando una intervención extraordinaria de Dios; para ellos era indispensable un retorno riguroso a la ley y a los ideales de pureza. El dualismo y el predestinacionismo dominan todo el curso de la vida de los individuos y de la historia: lucha entre Dios y Belial dentro del hombre y del universo. Al tono de pesimismo y de fatalismo que caracteriza su pensamiento sobre la humanidad se añade una ilimitada confianza en Dios, pero solamente en favor de ellos -los hijos de la luz-, mientras que los demás -los hijos de las tinieblas- están destinados al exterminio.

Tení­an un sentido profundo de los misterios divinos y estaban convencidos de que habí­an sido revelados a su comunidad por medio de luces especiales, gracias al estudio asiduo de las Sagradas Escrituras y de las interpretaciones espirituales y actualizantes de su maestro de justicia, personalidad ésta que dio ciertamente un colorido singular a la comunidad, caracterizando quizá al perí­odo de su mayor esplendor, pero de la que ignoramos el nombre. Se trató desde luego de un espí­ritu profundo y excepcional tanto en la espiritualidad como en el influjo que tuvo en el movimiento esenio. No es probable que con esta expresión los esenios designasen al “fundador”.

Su actitud problemática frente al culto oficial del templo fue durante algún tiempo tema de discusión entre los qumranistas; hoy ha dejado de serlo. Según el juicio de los esenios, en las condiciones en que se encontraba, el templo no debí­a ser ya frecuentado; este juicio acentuó y profundizó los aspectos religiosos de la comunidad, considerada como templo-hombre. La santidad y la verdad eran consideradas como las auténticas purificadoras del pecado. “El tributo de los labios tiene el agradable aroma de la justicia, y la vida perfecta es como una ofrenda espontánea” (1QS X, 3-5). Separados adrede del templo, se sentí­an más cerca de los ángeles y desarrollaron mucho la angelologí­a: “Sobre el polvo derramaste tu espí­ritu de santidad para que estemos en comunión con los hijos del cielo” (1QH, fragm. 2,9-10); “Purificaste a un espí­ritu perverso para que estuviera en servicio… con el ejército de los santos y entrase en comunión con la asamblea de los hijos del cielo” (1QH III, 21-22). Eran realmente febriles las esperanzas escatológicas de los esenios; estaban convencidos de la proximidad del fin y de que estaban viviendo las últimas fases que anteceden a la lucha final, tras la cual esperaban una felicidad paradisí­aca en este mundo. Al parecer no tení­an la creencia en una inmortalidad feliz para los justos; al menos no se expresa nunca con claridad esta creencia en los manuscritos que tenemos. En este contexto se inserta su mesianismo, acentuado sobre todo en los últimos perí­odos. Serí­a singularmente interesante saber más de ese esperado banquete de los miembros de la comunidad, “cuando Dios haya hecho nacer al mesí­as en medio de ellos” (1QSb I, 11-12), banquete durante el cual el “mesí­as de Aarón” bendecirá el pan y el vino; como se dijo anteriormente, parece ser que los esenios esperaban dos mesí­as, uno laico (o de Israel) y el otro sacerdotal. Los esenios poseí­an también colecciones de textos bí­blicos, que interpretaban de acuerdo con sus esperanzas mesiánicas, colecciones que anticipaban a las que, después de ellos, están atestiguadas entre los cristianos y que llamamos “testimonia”. También su metodologí­a exegética de los textos bí­blicos anticipa en varios aspectos la que vemos en el NT.

De una atenta lectura de la Regla de la Comunidad se deduce que el movimiento esenio tuvo su propio desarrollo interior, reflejado en otros manuscritos, aun cuando las etapas sugeridas por algún autor son más bien subjetivas. Algunos textos dan pie a la opinión de que los esenios eran célibes, mientras que otros hablan de familias; unos subrayan la exigencia de la comunión de bienes, mientras que otros hablan de su libre disponibilidad.

El descubrimiento de los manuscritos esenios de Qumrán ofrece nuevos e inesperados instrumentos para la lectura de los evangelios y para el estudio de los comienzos y de los primeros desarrollos del cristianismo. A pesar de diversos intentos, está aún por explicar el hecho de que los esenios no aparezcan nunca mencionados expresamente en los evangelios. La figura del maestro de justicia ofrece algunos rasgos parecidos a los de Jesús; pero las contraposiciones son muchas, por lo que la superposición de los dos personajes (que algún tiempo intentaron hacer algunos estudiosos) es ciertamente arbitraria. El esenismo es un capí­tulo nuevo, que completa la fisonomí­a del judaí­smo y la historia de los comienzos del cristianismo. Su encuadramiento histórico se puede resumir como sigue: 1) división del movimiento de los asideos, retiro al desierto de Qumrán, formación de un movimiento autónomo: del 168 a.C. al 134 más o menos; 2) desarrollo intenso en los años del 134 al 31 a.C.; 3) parcialmente interrumpido por un terremoto y por un incendio, el movimiento recobra vida, y en tiempos de Herodes el Grande goza de una grande y libre actividad: del 31 al 4 a.C.; 4) desde la muerte de Herodes hasta la destrucción de los edificios de Qumrán (el año 68 d.C.), adquiere nuevos adeptos y simpatizantes, presenta una fisonomí­a hí­brida, acentúa las esperanzas escatológicas y nacionalistas: parece ser que una parte del mismo tomó una actividad beligerante antirromana y que se adhirió a los movimientos extremistas de los zelotes y sicarios.

Una presentación de los esenios, escrita por un escritor no judí­o, demuestra la admiración de que eran objeto y ofrece los rasgos esenciales geográficos y morales del movimiento: “Al oeste (del mar Muerto) los esenios ocupan algunos lugares de la costa, a pesar de que son nocivos. Es un pueblo único en su género y digno de admiración en el mundo entero por encima de todos los demás: no tienen mujeres, han renunciado enteramente al amor, no tienen dinero, son amigos de las palmeras. Cada dí­a crecen en igual número, gracias a la multitud de recién llegados. En efecto, acuden en gran número aquellos a los que, cansados de las vicisitudes de la fortuna, orientan la vida adaptándola a sus costumbres. Y así­, durante miles de siglos, aunque parezca increí­ble, hay un pueblo eterno en el que no nace nadie” (Plinio el Viejo, Natur.hist. V,15,73).

e) Zelotes. A diferencia de las otras provincias de Oriente, Judea no quiso resignarse nunca al dominio romano ni se prestó a verse integrada en el sistema del imperio. Desde el principio de la conquista romana, su historia se desarrolló en una continua tensión, acompañada de revueltas contra los romanos, desde los tiempos de Pompeyo (63 a.C.) hasta los de Bar Kosba’ (135 d.C.). Las principales causas del conflicto son de carácter religioso e ideológico: la convicción de los judí­os de su elección (“el pueblo elegido”y, por tanto, único) y la amarga realidad de la sumisión a las leyes de un imperio idólatra, que concedí­a honores divinos a sus emperadores, eran incompatibles. De todo ello se derivó una situación de completa antí­tesis a las concepciones judí­as. La tensión encontró como canalización natural el reforzamiento en la fe mesiánico-escatológica, en el centro de la cual estaba la esperanza de un renacimiento de la gloria de Israel y el ocaso del “reino de la arrogancia”. La intensidad de este sentimiento fue creciendo con el tiempo y maduró, ocasionando un deterioro cada vez peor de las relaciones con la administración romana.

Según las noticias de Flavio Josefo, que es nuestro testigo más antiguo, el movimiento de los zelotes tuvo su origen en la constitución del censo ordenado por el legado de Siria Quirino (el 6-7 d.C.). El censo constituí­a el primer acto de la organización de Judea como provincia romana. Bajo la dirección de Judas el Galileo (de Gamala) y de Sadoc el fariseo se reclutaron fuerzas para la sedición armada, ya que a sus ojos la adhesión representaba una esclavitud insoportable; mientras tanto se aseguraba que Dios llegarí­a en su ayuda y salvarí­a sus vidas. Esta insurrección armada logró muchos prosélitos; el número de sus seguidores aumentó hasta afectar a toda la polí­tica judí­a y echar las semillas de la catástrofe que comenzó con la rebelión del 66 d.C. para acabar el año 70. Los zelotes (nombre que se deriva en último análisis del hebreo kennaim, “celosos”) pronto se convirtieron en gente levantisca y agresiva, se negaban con todos los medios a pagar los impuestos y a censarse, afirmaban el derecho a matar a cualquiera que pasase de los lí­mites del patio del templo reservados a los no judí­os.

Resumiendo sus doctrinas, Flavio Josefo escribe: “Es verdad que Judas y Sadoc comenzaron entre nosotros una intrusa cuarta secta filosófica… Esta escuela está de acuerdo con todas las opiniones de los fariseos, a excepción de su pasión invencible por la libertad, ya que están convencidos de que sólo Dios puede ser su guí­a y su soberano” (Antiq. Jud. XVIII, 9 y 23). Estaban dispuestos a soportar las más terribles torturas y hasta la muerte, y hasta a ver torturados a sus parientes y amigos antes que someterse al dominio romano. Más que de una forma de anarquismo, los zelotes eran defensores absolutos de una teocracia, cuya instauración presuponí­a la eliminación de todo poder en mano de los paganos. Se sentí­an en la obligación de promover con la fuerza la llegada de esta teocracia; predicaban el odio a los extranjeros y fomentaban la violencia contra ellos. De violencia en violencia, de agitación en agitación, contribuyeron a suscitar la incomprensión brutal de algunos gobernadores romanos, y así­ se llegó a la insurrección del 66 (Flavio Josefo, o.c., XVIII, 23-25).

Las condiciones económicas y sociales tuvieron ciertamente mucho que ver con el origen de esta agitación fundamental de los zelotes, reclutados especialmente entre las capas más miserables del proletariado palestino. En ellos destacaba ciertamente la fe religiosa y el patriotismo; la fe fomentaba este patriotismo, pero su fanatismo fue realmente funesto. Apenas se sintieron bastante fuertes, sembraron el terror en Palestina, y sobre todo en Jerusalén, para obligar a los ricos a combatir contra Roma y a deponer al sumo sacerdote. Uno de sus jefes, Menahem, hijo de Judas de Damala, parece ser que se arrogó igualmente unos poderes mesiánicos y que se presentó en el templo para ser coronado rey, pero fue matado por uno de sus rivales (Flavio Josefo, De Bel. Jud. II, 3-10).

Los zelotes exportaron además a la diáspora, especialmente a Egipto y a Cirenaica, su ideologí­a; pero la parte más radical se refugió finalmente en la fortaleza de Massada, en donde más tarde (el año 73) se suicidaron antes de rendirse a los romanos (Flavio Josefo, o.c., VII, 320-340). Es importante observar que no hay duda alguna sobre las relaciones de un sector bastante importante de los esenios con el movimiento zelote, como lo demuestran las excavaciones arqueológicas de Massada (cf también Flavio Josefo, o.c. II, 4; III, 1-2). También los fariseos, en lo más hondo de sus pensamientos, odiaban a los romanos que ocupaban Palestina y anhelaban con confianza la liberación, aunque no creí­an que fuera posible acelerar su relación más que con la oración y la piedad, acompañada de una esperanza ardiente.

La punta de lanza de los zelotes eran los sicarios (de sica, puñal), extremistas de la ideologí­a zelote. Su nombre, impuesto probablemente por los romanos y utilizado corrientemente por Flavio Josefo, se debe al hecho de que bajo su ropa escondí­an siempre un puñal con el que hacer justicia. Según dice Flavio Josefo, representaban un fenómeno que habí­a aparecido en el perí­odo en que era procurador Félix; también los Hechos de los Apóstoles los mencionan en este perí­odo (Heb 21:38). La novedad consistí­a en la técnica empleada para eliminar a sus enemigos. Escribe Flavio Josefo: “Los sicarios tramaron una conjura contra los que querí­an aceptar la sumisión a los romanos y lucharon contra ellos de todas formas como enemigos, saqueando sus posesiones y sus ganados y pegando fuego a sus casas” (o.c., VII, 254). Para sus acciones asesinas escogí­an preferentemente las asambleas festivas, ya que se mezclaban con la gente, mataban a la ví­ctima escogida y huí­an sin posibilidad de ser identificados. Su primera ví­ctima fue un tal Jonatán ben Anán, que habí­a sido sumo sacerdote (Flavio Josefo, Antiq. Jud. XX, 162-166; De Bel. Jud. II, 254-257).

También un discí­pulo de Jesús habí­a formado parte de este grupo de celosos guardianes de la ley y de la independencia polí­tica: Simón, llamado también “cananeo” (Luc 6:15; Heb 1:13), que en hebreo y en arameo equivale precisamente a zelote (Mat 10:4; Mar 3:18).

f) Los partidos y Jesús. En estas condiciones históricas efervescentes no improvisadas, sino resultado de una secular preparación de conjunto, no estaba muy de acuerdo con las enseñanzas cotidianas contraponer la conducta de un sacerdote o de un levita a la de un samaritano y proponer a este último como ejemplo de amor al prójimo (Luc 10:25-27). Y cuando Jesús dijo: “Sabéis que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial…” (Mat 5:43-45), los oyentes comprendí­an perfectamente que no era ésta una norma abstracta: el “enemigo” lo tení­an todos a la vista; eran los romanos.

La aparición de Jesús en la sociedad judí­a dio lugar a un acontecimiento singular. La conciencia de ser el Hijo del hombre le conferí­a una autoridad sin precedentes; sin embargo, no se comportó como si no tuviera precedentes. Su posición no fue la de una nomolatrí­a o culto a la ley, pero tampoco la de un antinomismo u oposición a la ley: “No penséis que he venido a derogar la ley y los profetas; no he venido a derogarla, sino a perfeccionarla” (Mat 5:17). Sea cual sea la interpretación que se haga de este pasaje tan discutido, está claro que esta declaración tan solemne indica que para Jesús la ley seguí­a siendo una norma fundamental de conducta. Sin embargo, él da su interpretación a veces en sentido revolucionario o escandaloso para sus oyentes: unas veces la atenúa y otras la exaspera. A veces la atenúa hasta llegar a abrogar ciertas observancias rituales (Mar 2:23-28; Mar 3:1-6; Mar 7:1-23); a veces acentúa el rigor de las prescripciones morales (cf Mt 5-7). Establece entre los mandamientos una estricta jerarquí­a y -en la lí­nea de los profetas- interioriza y espiritualiza la ética judí­a; más allá de las acciones, escruta las intenciones, y tiene más en cuenta la rectitud de la mente que la corrección exterior de un legalismo formal. Ante su público y también ante sus discí­pulos, Jesús se ve continuamente expuesto a la fiebre mesiánica y a la tentación zelote, siempre atento a trazarse una lí­nea de demarcación cuidadosa y sutil entre lo religioso y lo polí­tico y a subrayar que el poder romano habí­a sido establecido por Dios y que era preciso servirle con lealtad (Mar 12:17). Su enseñanza, muy cerca en bastantes aspectos de la de los rabinos, contiene además visiones claramente desalentadoras, incluso para los que se mostraban sensibles a sus palabras y a su comportamiento. Descubrir que alguna que otra de las frases del evangelio guarda cierto parecido con algún dicho rabí­nico no significa nada: se trata de expresiones cronológicamente inciertas y atribuidas no a la misma personalidad, sino sacadas del recuerdo de muchas personas; otras veces esas frases se encuentran en un contexto que cambia su significado, por lo que la semejanza es sólo aparente; el tono mismo de las palabras de Jesús es muy distinto. Su comportamiento está perfectamente encuadrado en las condiciones históricas y sociales de entonces, y precisamente por eso podemos medir, al menos en parte, las dificultades que encontraba su auditorio y las incomprensiones que a veces se originaban. Si se tienen presentes las condiciones polí­ticas, sociales y religiosas del judaí­smo, no es de extrañar la negativa a aceptar a Jesús y se comprenden muy bien ciertas actitudes suyas y de sus apóstoles.

Dejando aparte toda consideración teológica, de la que de todas formas no podemos prescindir, Jesús nació y tuvo que actuar en un perí­odo difí­cil. Consciente de todo lo que le esperaba, se dirigió a Jerusalén, donde fue acogido triunfalmente como mesí­as y se declaró oficialmente Hijo del hombre, ofreciendo de este modo a los saducegs un doble motivo para que lo condenaran a muerte, atestiguando su fidelidad a Roma y su devoción al Dios único. Entre sus discí­pulos y la predicación de los mismos está su resurrección y pentecostés, y con ellas la revelación de la divinidad del maestro. Pero todo esto no suponí­a en lo más mí­nimo la necesidad de alejarse de la sinagoga, es decir, del judaí­smo. El alejamiento fue lento y penoso para el cristianismo naciente, que se vio obligado a dar un paso que felizmente no dio nunca con los dos pies, dando muy pronto con dolor (pero sin vacilación) el testimonio -que debí­a valer necesariamente- de sus raí­ces hebreas al defender valientemente una parte de sí­ mismo en el AT, a pesar de ser consciente de que esas raí­ces iban a constituir un problema permanente. La Iglesia sentí­a que el judaí­smo era un vestido que resultaba cada vez más estrecho; pero de vez en cuando a lo largo de la historia tuvo que pagar su demasiada cercaní­a o su excesiva lejaní­a del mismo [7 Jesucristo III].

9. JUDEO-CRISTIANOS. No resulta fácil definir lo que es el judeo-cristianismo. No tiene sentido representarlo como una amalgama más o menos afortunada de judaí­smo y de cristianismo. Por este camino toda forma de cristianismo es judeo-cristiana, ya que reivindica para sí­ el patrimonio espiritual de Israel, y en particular el AT. En este sentido toda la gran Iglesia es judeo-cristiana; pero se trata de una conclusión demasiado fácil.

En nuestros dí­as algunos autores han investigado para llegar a una definición más adecuada, pero con resultados que manifiestan la dificultad del camino recorrido hasta ahora; las motivaciones son sustancialmente dos: el término hebreo (judí­o), ¿debe tomarse en sentido étnico o en sentido religioso? ¿Qué observancias legales distinguen a los judeo-cristianos? Al margen de algún aspecto particular, el judaí­smo y el cristianismo marcan el encuentro de dos civilizaciones; baste la comparación entre la forma asumida por el cristianismo en el Oriente semita (muy marcado por sus orí­genes palestinos) y la forma asumida en los paí­ses de cultura greco-latina; la misma historia de la Iglesia de Jerusalén, tan confusa para nosotros por las escasas noticias que se han podido recoger, es una nueva prueba de ello. El cristianismo del Oriente semita (o siro-palestino) de la gran Iglesia se distingue, por ejemplo, del de la Iglesia greco-latina por una valoración bastante menor de los conceptos fundamentales del paulinismo y por una adhesión a criterios disciplinares y litúrgicos y a esquemas del pensamiento judí­o y rabí­nico.

Desde los primeros años, el cristianismo chocó con el problema de la clausura y de la apertura a todos los pueblos, problema que aparece con suficiente claridad en una lectura de los evangelios y de los Hechos de los Apóstoles. Para Jesús, la elección de Israel constituye un hecho indiscutible; él limitó su acción en este mundo a “las ovejas perdidas de la casa de Israel” (Mat 15:24), dirigiéndose a los paganos sólo excepcionalmente (cf Mar 7:24-30; Mat 8:5-13). A los doce les dio también la consigna: “No vayáis por tierra de paganos…” (Mat 10:5). Pero hacia los paganos y con los samaritanos él no sólo no demuestra jamás desprecio y odio, sino que de buena gana los propone a veces como personas ejemplares a sus oyentes judí­os, previendo incluso su rechazo oficial: “Muchos del oriente y del occidente vendrán y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de Dios, pero los hijos del reino serán echados a las tinieblas de fuera; allí­ será el llanto y el crujir de dientes” (Mat 8:11-12). Toda la confrontación misteriosa judaí­smo-cristianismo la expresa, en términos válidos todaví­a, san Pablo en la carta a los Romanos (cc. 9-11).

BIBL.: AA.VV. (edit., M. Avi-Yonah y Z. Baras), Society and Religion in the Second Temple Period, Massada, Jerusalén 1977; AA.VV. (edit., S. Safari y M. Stern en cooperación con D. Flusser y W.C. van Unnik), The Jewish People in the First Century. Historical Geography, Political History, Social, Cultural and Religious Lije and Institutions, 2 vols., Assen-Amsterdam 1974-1976; ACKROYO P.R., Exile and Restoration. A Study of Hebrew Thought of the Sixth Century B.C., SCM, Londres 1968; ACKROYD P. R., Israel under Babylon and Persia, Oxford UP, Oxford 1970; ALON G., The Jews in their Land in the Talmudic Age, Magnes Press, Jerusalén 1980; ALON G., Jews and Judaism and the Classical World. Studies in Jewish History in the Times of the Second Temple and Talmud, Magnes Press, Jerusalén 1977; BONSIRVEN J., Textes rabbiniques des deux premiers siécles chrétiens, Pont. Ist. Bib., Roma 1954; BRANDON S.G.F., Jesus and the Zelots. A Study of the political factor in Primitive Christianity, Univ. Press, Manchester 1967; FOHRER G., Geschichte der israelitischen Religion, W. de Gruyter, Berlí­n 1969; HAYES J.H.-MAXWELL MILLER J., Israelite and Judean History, SCM, Londres 1977; HENGEL M., Die Zeloten. Untersuchungen zur Jüdischen Freiheitbewegung in der Zeit von Herodes Ibis 70 n. Chr., E.J. Brill, Leiden 1969; ID, Judaism and Hellenism, 2 vols., SCM, Londres 1974; JAUBERT A., La notion d’Alliance dans le Judaisme aux abords de l ére chrétienne, Seuil, Parí­s 1963; JIMENEZ M.-BONHOMME F., Los documentos de Qumrán, Cristiandad, Madrid 1976; LE MOYNE J., Les Sadducéens, Gabalda, Parí­s 1972; MAIER J., Geschichte der jüdischen Religion von der Zeit Alexander des Grosses…, W. de Gruyter, Berlí­n 1972; MEYER E., Die Entstehung des Judentums, Halle 1896, Hildesheim 1965; MORALDI L., I manoscritti di Qumran, UTET, Turí­n 19862; OPPENHEIMER A., The ‘Am ha-Aretz. A Study in the Social History of the Jewish People in the Hellenistic-Roman Period, E.J. Nrill, Leiden 1977; SACCHI P., Storia del mondo giudaico, SEI, Turí­n 1976; SCHCRER E., Historia del pueblo judí­o en tiempos de Jesús, 2 vols., Cristiandad, Madrid 1985; Simón M., El judaí­smo y el cristianismo antiguo, Labor, Madrid 1972; ID, Verus Israel, Boccard, Parí­s 1964; SMALLWOOD, The Jews under Rome Rule. From Pompey to Diocletian, E.J. Brill, Leiden 1976; STOLL H.A., Las cuevas del mar Muerto, Plaza y Janés, Barcelona 1967; TASSIN C., El judaí­smo, Verbo Divino, Estella 1987.

L. Moraldi

P Rossano – G. Ravasi – A, Girlanda, Nuevo Diccionario de Teologí­a Bí­blica, San Pablo, Madrid 1990

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Bíblica

I. El espí­ritu del judaí­smo
II. La vida judí­a

I. El espí­ritu del judaí­smo
Independientemente del lugar geográfico, los judí­os se han sentido más o menos como si estuvieran viviendo en Tierra Santa; algunos, más que menos, como Judá Halevi, el poeta español, cuyos grandes poemas de amor a Sión han sido una constante fuente de inspiración para judí­os desde que se publicaron por primera vez.

I. LA ALIANZA PATRIARCAL O ANCESTRAL: BERIT ABOT. El comienzo de esta í­ntima vinculación con la tierra es muy anterior a los tiempos medievales. Los judí­os siempre se han comprendido a sí­ mismos como formando parte de una alianza entre su pueblo y Dios, que viene desde Abrahán, Isaac y Jacob. Desde el principio esta relación incluí­a la tierra de Israel como un constituyente indispensable de la realidad de la alianza. Su Dios, que llama a Abrahán de su tierra natal, era “Elohei Ha-aretz”, el Dios de la tierra. Cuando Abrahán llega a la tierra se establece la alianza: “Yo establezco mi pacto contigo y con tu descendencia después de ti de generación en generación. Un pacto perpetuo. Yo seré tu Dios y el de tu descendencia después de ti. Yo te daré a ti y a tu descendencia después de ti en posesión perpetua la tierra en la que habitas ahora como extranjero, toda la tierra de Canaán. Yo seré vuestro Dios” (Gén 17,7-8). La denominación y la santificación del pueblo son inseparables de la santidad de la tierra.

La promesa a Abrahán fue confirmada a los patriarcas siguientes, Isaac y Jacob. Más tarde, cuando Moisés es enviado a Egipto a liberar al pueblo de la esclavitud, obra en el nombre de la alianza patriarcal. Sólo hay un posible destino después del éxodo: la tierra de Israel.

A1 entrar en la tierra bajo la guí­a de Josué, se le encarga: “Sé fuerte y ten ánimo, porque tú deberás dar a este pueblo la posesión de la tierra que a sus padres juré dar” (Jos 1,6).

Después de tomar posesión de la tierra, el agricultor israelita tení­a que ir con su diezmo al santuario. Como parte de la confesión del diezmo tení­a que hacer la siguiente oración: “Mira desde tu santa morada, desde los cielos, y bendice a tu pueblo y a la tierra que nos has dado, como habí­as jurado a nuestros padres, tierra que mana leche y miel” (Dt 26,15).

Las referencias son demasiado numerosas para referirlas. Lo que señalan todas es un lazo inseparable entre el pueblo y la tierra, entre el pueblo santo y la tierra santa. Los destinos de este pueblo y de esta tierra están ligados, unidos por la promesa de Dios. Lo mismo en la tierra que en el exilio, sigue siendo parte de su identidad y conciencia.

2. LA ALIANZA DEL SINAí: BERIT SINAí. Hay una segunda alianza importante para nuestro propósito. A esta alianza se ha hecho alusión ya en el ciclo de los relatos de Abrahán. Sin embargo, no se hace plenamente consciente hasta el monte Sinaí­. Leemos lo siguiente en el Génesis, en el preludio de la destrucción de Sodoma: “¿Ocultaré yo a Abrahán lo que voy a hacer, cuando ha de convertirse en un pueblo grande y fuerte y cuando en él serán bendecidas todas las naciones de la tierra? No; le pondré al corriente para que ordene a sus hijos y a su casa, después de él, que observen la ley del Señor, practicando la justicia y el derecho, de modo que el Señor cumpla en Abrahán cuanto ha prometido acerca de él” (18,17-19). Más tarde, en el monte Sinaí­, esta intimación a guardar el camino del Señor se convierte en la Torah, el sistema de 613 mandamientos que van a guiar la vida de los descendientes de Abrahán, el nuevamente liberado pueblo de Israel. Los pensadores judí­os han entendido normalmente que estas dos alianzas siguen vigentes, sin que la segunda suplante a la primera. Así­, el pueblo de Israel tiene una doble santidad: la alianza ancestral con su promesa de la tierra y la alianza del Sinaí­ con sus mandamientos. Desde el punto de vista de la primera, Israel fuera de casa, fuera de su tierra, está incompleto. No está cumpliendo su deber de ocupar la tierra y habitar en ella como pueblo de Dios; su santidad está disminuida. Sin embargo, la alianza del Sinaí­ no depende de la tierra. La Torah es portátil y su santidad acompaña al pueblo a todos los lugares que habita. Muchos de los mandamientos no pueden cumplirse fuera de la tierra, porque están relacionados con el asentamiento y cultivo de la tierra y la celebración en el templo de Jerusalén. No obstante, la santidad de la Torah del Sinaí­ prevalece en todas partes.

3. EL CONTENIDO DE LAS ALIANZAS. El rabino Joseph B. Soloveitchik discutí­a estas dos alianzas en un discurso ya famoso a los sionistas religiosos de América, los Mizrachi, en los años sesenta. Resaltaba que el contenido de la alianza del Sinaí­ es claro para nosotros. “Se expresa a sí­ misma en estatutos y juicios, en la promesa de observar 613 mandamientos”. Esto da al pueblo judí­o su carácter y propósito, distintivos: su yiud. Preguntaba después: “Pero ¿cuál es el contenido de la alianza patriarcal? Aparte de la circuncisión, Dios no dio mitzvoth a los patriarcas… Me parece que el contenido de la alianza patriarcal se manifiesta asimismo en el sentido de separación del judí­o; en su aislamiento existencial; en el hecho de que debe luchar contra filosofí­as y fuerzas polí­ticas seculares que el no judí­o culto ignora; en el hecho de que la seguridad de la sociedad generalmente no ofrece ipso facto seguridad al judí­o. En otras palabras, el judaí­smo de la alianza patriarcal se expresa en nuestra identificación con Abrahán el hebreo: `Todo el mundo por una parte, y él por otra’. (Esta última cita es un comentario midrásico sobre la palabra hebrea ibri. La raí­z eber puede significar `por otra partes”.

“La alianza patriarcal se realiza dentro de la conciencia judí­a porque otros señalan y dicen: `¡Es judí­o!’ En una palabra, la alianza patriarcal halla expresión en el sentido de unidad con klal Yisrael (el colectivo entero de Israel), en la participación de uno en el conjunto de todos los judí­os, y en la conciencia del hecho de que ser judí­o es algo singular y único. El que carece de esta mentalidad y no se siente a sí­ mismo ligado al extraño y paradójico destino judí­o, carece de la santidad de la alianza patriarcal. Uno puede observar la Torah y los mandamientos y estar plenamente dentro de la alianza del Sinaí­, pero al mismo tiempo estar profanando la santidad patriarcal”. En otras palabras esta alianza es una alianza de sino, de su destino: goral.

Así­ pues, podemos decir que los judí­os hacen derivar de la alianza ancestral o patriarcal su fuerte sentido de pertenecer a una familia: sorteos los hijos de los padres y madres de Israel. Como miembros de la misma familia cuidamos unos de otros, nos alegramos de los éxitos de los demás y lloramos cuando cualquier porción de la familia afronta la tragedia. La alianza del Sinaí­ es una alianza de aprendizaje: especí­ficamente, hacer aquello que se nos ha mandado. La figura central de esta manera es Moisés, que es conocido en la tradición judí­a como “nuestro maestro”.

4. IMPLICACIONES MESIíNICO-REDENTORAS. Cada una de las alianzas tiene su propio dinamismo redentor. Para la Berit Abot, el drama de la redención se centra en la tierra. Fuera de la tierra, Israel está incompleto, en el exilio; la alianza sigue sin estar cumplida. La vuelta a la tierra, por tanto, tiene un significado mesiánico. La alianza se actualiza: una vez más el Dios de la tierra es su Dios. La posesión de la tierra y la soberaní­a sobre ella es el signo del retorno al favor redentor, posiblemente el comienzo de una era mesiánica.

La conciencia de la alianza del Sinaí­ se preocupa por la actualización de su programa de los mandamientos de la Torah como fuerza directriz de cada fase de la vida del pueblo. Se centra en la cuestión de los judí­os que tienen poder para crear las circunstancias en las que poner por obra los términos de la alianza. El retorno a la tierra puede ser un signo de perdón de cualquiera de los pecados que fueron la causa de que el pueblo fuera al exilio y tiene la finalidad de ofrecer una nueva oportunidad para mejorar la actuación pasada. Esperando que se siga la sociedad más perfecta inspirada en la Torah.

Para entender el significado religioso de Israel para los judí­os deben tenerse en cuenta ambas alianzas. Actúan conjuntamente, dando lugar a diferentes acentos. Existen bajo formas religiosas y secularizadas. Así­, en la evolución del sionismo hallamos judí­os religiosos lo mismo que sionistas seculares preocupados por la supervivencia del pueblo judí­o. Temí­an que la emancipación y sus consecuencias condujeran a la completa asimilación o a la aniquilación antisemita. Sus prevenciones desafortunadamente se cumplieron y se confirmaron en el holocausto, así­ como la asimilación general que invade a las comunidades de la diáspora. Encontramos también judí­os religiosos que están motivados por las preocupaciones del Sinaí­, la oportunidad de realizar más las responsabilidades de la alianza en la tierra que fuera de ella, que incluye el mandato de ocupar la tierra y hacerla florecer. Los sionistas seculares también tienen una versión de la conciencia del Sinaí­: desean construir una sociedad enraizada en los valores judí­os de la justicia.

La empresa sionista está así­ motivada por ambas formas de conciencia de alianza. La emancipación condujo a la pérdida de soberaní­a sobre la vida comunitaria judí­a, un alto precio por la integración dentro del moderno Estado. Ahora los judí­os quedarí­an integrados en su lugar de residencia como plenos ciudadanos. Esta adhesión, se temí­a, serí­a un desafí­o insuperable para la identificación con la nación judí­a. La Berit Abot estaba en peligro. Pronto la Berit Sinaí­ estarí­a amenazada también por el proceso de indigenización seguido. Los intentos de conservar un fuerte sentido de vida comunitaria se encontraron con el desarrollo del moderno antisemitismo polí­tico y racial. La soberaní­a judí­a sobre la antigua patria judí­a era una necesidad para la supervivencia de ambos impulsos de las alianzas. Un Estadonación fuerte serí­a el garante de la supervivencia fí­sica y de la renovación espiritual del pueblo judí­o en todas partes.

5. EL ESTADO DE ISRAEL. El cumplimiento de la aspiración sionista y del viejo sueño de nuestro pueblo tuvo lugar con la creación del Estado de Israel en 1948 mediante una resolución de la Asamblea General de las Naciones Unidas. Desde ese momento el Estado se ha transformado de modo progresivo en un elemento significativo de la vida religiosa, espiritual y moral de los judí­os de cualquier parte. Esto ha sido verdad especialmente a partir de junio de 1967, cuando Jerusalén pasó a estar bajo control israelí­ durante la guerra de los seis dí­as.

La guerra habí­a estado precedida por semanas de terror que se apoderó de los judí­os cuando oyeron las amenazas y vieron los preparativos para arrojar al mar a todos los judí­os israelles. La rápida, dramática, decisiva y totalmente inesperada escapada del desastre y la vuelta a Jerusalén supuso un cambio decisivo para la mayorí­a de los judí­os. Ahora se identificaron con Israel y su patrimonio espiritual renacido, como una aventura totalmente fresca y nueva para la vida judí­a moderna. Se percataron de que el renacimiento de Israel representa un compromiso de supervivencia para la nación judí­a, la determinación de reconstruirse a sí­ misma después del violento ataque del holocausto. Después de dos mil años de relativa impotencia para defenderse a sí­ mismos, los judí­os tendrí­an ahora el poder para autoprotegerse y, lo que es más significativo, para trazar su destino como un pueblo moderno con raí­ces antiguas.

Aprender a usar este poder para crear un nuevo Estado ha sido una fuente de constantes desafí­os. Incluyen éstos la aglutinación de numerosos grupos de refugiados de Europa y los paí­ses árabes, construir una sociedad moderna y justa y el intento de crear un centro espiritual para los judí­os del mundo mientras procura defenderse a sí­ mismo y encontrar un modo de vida pací­fico con sus vecinos.

Los judí­os están muy orgullosos de los logros del Estado, aunque tienen clara conciencia de los muchos problemas que Israel afronta. De hecho, judí­os de todo el mundo tratan de actuar como socios responsables en el desarrollo de la vida israelí­. Son muy sensibles a los temas que se relacionan con la seguridad, estabilidad y la moral de sus ciudadanos. Muchas actividades comunitarias judí­as en la diáspora se relacionan con Israel: conferencias a cargo de prominentes eruditos o lí­deres israelí­es, la creación de fondos con fines educativos y humanitarios, fomento de la inversión económica. Las visitas a Israel son frecuentes, y muchos jóvenes siguen parte de su educación allí­. Estas actividades dan a los judí­os individuales y a las comunidades judí­as un significativo sentido de participación con los judí­os israelí­es en la construcción de la nación.

Todo esto ha conducido a un sentimiento vital de identidad comunal y nacional judí­a -el cumplimiento de la alianza patriarcal-, que incluye esfuerzos por mantener bien asistidas a las comunidades de la diáspora, prestando mucha atención a la ayuda a los judí­os que están en circunstancias angustiosas, como en Rusia, Siria y Etiopí­a.

Así­ pues, el renacimiento del Estado de Israel en su tierra de la alianza ancestral ha marcado un renovado compromiso con la población judí­a, que ha sido siempre la esencia de la conciencia de la alianza patriarcal. En esta perspectiva, la supervivencia del pueblo a lo largo de la historia es ella misma, un fenómeno sagrado, que anima a muchos judí­os en la actualidad judí­os comprometidos y otros algo alejados de la tradicióna fortalecer sus lazos judí­os e incluso a profundizar su modo de entender las enseñanzas religiosas, espirituales y morales que constituyen su herencia y se derivan de la alianza del Sinaí­.

6. PODER: BENDICIONES Y DILEMAS. Así­, el poder es necesario para sobrevivir como pueblo independiente. El poder es necesario también para la realización de la visión del Sinaí­. Este desafí­o exige que el judaí­smo haga frente al mundo real y a los asuntos de la vida moderna. Los que no tienen poder pueden sentarse en las orillas y moralizar. Es infinitamente más difí­cil erradicar la pobreza, crear puestos de trabajo y combatir el terrorismo y las guerras con dignidad. Hay que elegir, y a menudo se cometen errores. A veces incluso las mejores opciones tienen algunas consecuencias desafortunadas e imprevistas.

El poder del Estado significa una oportunidad para hacer que el judaí­smo sea algo vivo, para poner los mandamientos de Dios en práctica como guí­a de una sociedad moderna. ¿Puede lo sagrado entrar en el mundo y transformarlo, o debe lo sagrado quedar enclaustrado en la sinagoga o los centros de estudio, lejos de las tensiones de la vida real? ¿Pueden los judí­os crear una sociedad que sea fiel a los valores de la bondad y la justicia? ¿O son éstas apropiadas sólo para los sueños y no para la realidad?

Puesto que los judí­os consideran la lucha mediante el poder y sus implicaciones como un tema crí­tico actualmente, debemos meditar sobre este asunto y ampliar la dialéctica. En nuestro tiempo, hemos llegado a darnos cuenta de que las palabras ásperas y actitudes tácitas podí­an terminar en una forma de articulación particularmente peligrosa. Los judí­os están con frecuencia preocupados de que no recordemos las lecciones del poder. A lo largo de nuestra historia hemos tenido poder suficiente para negociar nuestra existencia, manteniéndonos como una entidad fí­sica y espiritual distinta. Cada cierto tiempo el equilibrio se ha inclinado contra nosotros. Carecí­amos del poder para protegernos, y sufrimos por ello. El caso más extremo de lo último ha tenido lugar en nuestro mismo tiempo. Durante el holocausto sufrimos una impotencia extrema. No pudimos hacer casi nada para salvar a seis millones de judí­os, que fueron destruidos, y a las numerosas comunidades que experimentaron desplazamientos. Este acontecimiento fatal está todaví­a fresco en nuestras mentes y evoca pesadillas en muchos de aquellos que sobrevivieron. Sin embargo, nuestra generación ha experimentado también un milagro. El nacimiento y desarrollo del Estado de Israel, a pesar de sus muchos problemas, es nada menos que un milagro moderno. Esperamos y pedimos que sea “reshit zemihat geulatenu”, el primer florecimiento de la gran redención prometida. Israel se considera hoy entre las grandes potencias mundiales en cuanto a capacidad militar. En toda nuestra historia no hemos sido tan poderosos absoluta o relativamente como lo somos hoy. Hasta donde la memoria alcanza, hemos pasado de una extrema impotencia a un poderí­o extremo. Pero este poder no es sólo una ventaja; es un desafí­o. Una nación puede emborracharse con su propio poder, como le sucedió al antiguo Egipto de los faraones. ¿Vamos a ignorar la lección del profeta Zacarí­as: “No por el poder de las armas ni por la violencia, sino por mi espí­ritu, palabra del Señor todopoderoso”? Leemos estos versos en la Hanukah, trayendo a la memoria la victoria y poderí­o de los Macabeos. Son un desafí­o permanente para quienes ostentan poder.

¿Qué es este espí­ritu de Dios al que se refiere Zacarí­as? Con toda seguridad, es parte de la conciencia del Sinaí­. Antes que Zacarí­as, habí­a sido ya bellamente descrito por Isaí­as con respecto al lí­der mesiánico: “Sobre él reposará el espí­ritu del Señor: espí­ritu de sabidurí­a y de inteligencia, espí­ritu de consejo y de fuerza, espí­ritu de conocimiento y de temor del Señor”. El sentido de la verdad, la justicia y la bondad caracterizará sus acciones. Repara en el resultado. “El lobo habitará con el cordero, el leopardo se acostará junto al cabrito; ternero y leoncillo pacerán juntos, un chiquillo los podrá cuidar. La vaca y la osa pastarán en compañí­a, juntos reposarán sus cachorros, y el león como un buey comerá hierba”. El espí­ritu de Dios queda patente cuando el poderoso no abusa de los débiles, sino que aprende a vivir con ellos en el mismo mundo. Además, es un deber del rico y del poderoso iniciar este proceso. Ellos deben asumir la responsabilidad, utilizando su riqueza -la fuerza y riqueza que Dios les ha confiado- para ayudar a otros. Esta es nuestra visión del futuro.

La arrogancia del poder consiste en el empeño de imponer a otros mi voluntad de modo total y completo. En efecto, las necesidades de otros deben ser ignoradas, su dignidad y derechos tenidos en nada. La tentación del poder está en soñar que puedes alcanzar todo lo que deseas, forzando una decisión si es necesario con tu poder. Más que pensar en un éxito modesto, crees que puedes tenerlo todo. Los humildes saben que en el mundo imperfecto en el que vivimos la voluntad inadecuada normalmente tiene que ser adecuada. La arrogancia de quererlo todo puede llevar a no tener nada. En el lenguaje de Pirke Abot: “Tafasta merubah, lo tefasta; si intentas tomar o arrebatar demasiado, acabas por no tener nada”. Es una verdad que es aplicable a muchí­simas áreas de la vida.

Palabras pronunciadas dentro de la comunidad como meras palabras pueden finalmente mover y justificar hechos criminales que estaban lejos de la intención original de quienes las dijeron. Me estoy refiriendo, por supuesto, de nuevo a nuestra experiencia del siglo xx del holocausto, que nos ha enseñado que creencias y actitudes hostiles afectan en última instancia a nuestra conducta respecto a los otros. Los hechos pueden ponerse en marcha con palabras, y finalmente el proceso de deshumanización puede conducir a la destrucción. Tras siglos de deshumanizar a los judí­os los hechos siguieron las palabras, y hubimos de enfrentarnos con nuestra conocida tragedia. En el acelerado ritmo de vida actual, el proceso es más rápido. Encerrar a árabes inocentes en una choza y quemarlos hasta morir es un ejemplo de ese fenómeno. Aquellos que detentan poder y autoridad deben ser incluso más cuidadosos con sus palabras, porque incluso sus palabras tienen poder. “Hakhamim, heezaharu bedibreykhem: Sabios, tened cuidado con vuestras palabras”, se nos aconseja en Pirke Abat. Sabio consejo, ciertamente.

7. ALIANZAS EN CONFLICTO. Los dos tipos de conciencia de la alianza pueden estar en conflicto. Porque el modo de pensar del Sinaí­ el cumplimiento de las normas de la Torah de paz, justicia y compasión, deben ser equilibradas con los otros mandamientos de asentamiento y cultivo de la tierra y con el deber de crear una existencia segura paró los judí­os. Quienes toman decisiones deben concertar cómo equilibrar las normas concurrentes y sopesar cada componente de la situación. No todos los elementos pueden ser satisfechos de forma total o absoluta en el intento de alcanzar una solución equilibrada.

Sin embargo, la conciencia de la alianza ancestral tiene solamente un punto en el orden del dí­a: la posesión de la tierra, soberaní­a y poder con que proteger la supervivencia judí­a según su visión de la alianza. Otras consideraciones son irrelevantes.

La realidad actual de Israel refleja a menudo el conflicto de estos modos de pensar. Tradicionalmente, en los judí­os ha predominado la conciencia del Sinaí­, y han intentado aplicar los mandamientos a la realidad diaria. La disposición de ánimo de los judí­os de la pos-emancipación y del posholocausto parece estar más preocupada por la pura supervivencia. Ha habido un decidido cambio hacia la conciencia de la alianza ancestral incluso en muchos de los defensores de
la tradición aprendida del Sinaí­. La vida y el pensamiento judí­os deberí­an reflejar estas dos antiguas alianzas fundacionales que configuraron a nuestro pueblo a lo largo de los siglos. Queda por ver cómo elegirán los judí­os afrontar sus responsabilidádes.

J. Howard

II. La vida judí­a
I. LAS ESCRITURAS HEBREAS Y LA COMPRENSIí“N CRISTIANA. LO más básico de las Escrituras judí­as es denominado por el pueblo judí­o el Tanakh, o la Biblia hebrea. Es lo que los cristianos llaman el “Antiguo Testamento”; pero esta denominación impone una interpretación sobre la función y propósito de estas Escrituras. Sugiere que, en contraste con el “Antiguo” Testamento, el “Nuevo” es mejor, y que debe preferirse por ser la realización del “Antiguo”; éste es considerado incompleto.

Los judí­os no consideran las Escrituras hebreas, y particularmente los cinco primeros libros (el Pentateuco, o libros de Moisés) como algo completo en sí­ o de por sí­. Tienen en cuenta un texto escrito; pero también una interpretación oral que completa la Biblia hebrea. Esta interpretación que completa el texto y hace su mensaje aplicable a la vida diana comienza al mismo tiempo que el mensaje escrito. Las interpretaciones orales son tan válidas como el material escrito, y el texto y la interpretación deben entenderse juntos. En efecto, las tradiciones oral y escrita son una. Los cristianos son conscientes del texto escrito, pero ignoran en gran medida la tradición oral.

El complejo de texto e interpretación puede dividirse en dos grandes áreas: el material legal y las instrucciones morales. Todo esto junto es denominado Torah. El mismo término Torah es muy comúnmente entendido de tres maneras: a) los cinco primeros libros de Moisés, del Génesis al Deuteronomio (el Pentateuco); b) el conjunto de la Biblia hebrea, con la escritura distinta del Pentateuco, que aporta un modo de entender el Pentateuco; y c) el conjunto de la Biblia hebrea más su interpretación orientada a la práctica. Un judí­o religioso optarí­a por la última descripción. Los judios que viven una vida basada en el texto solo se considera que son herejes. Los fariseos, a pesar de la publicidad a menudo tendenciosa y negativa del NT, abogaban por la idea de una relación creciente y viva entre texto e interpretación, entre la tradición escrita y Dios, su autor, y el individuo. Hicieron posible que todos, ricos y pobres, trabajadores y prí­ncipes o sacerdotes, formaran plenamente parte de la tradición. Con ese espí­ritu, la tradición judí­a ha buscado siempre hacer posible a todos una relación con Dios en toda época y bajo cualquier circunstancia, en casa o entre gentiles, en tiempos de tolerancia o de persecución.

á) La Biblia hebrea. La Biblia hebrea presenta tres grandes divisiones: los libro! de Moisés o Pentateuco, los Profetas y los Escritos. Los libros de Moisés son Génesis, Exodo, Leví­tico, Números y Deuteronomio. La división llamada de los “Profetas” está a su vez dividida en dos unidades principales, profetas anteriores y profetas posteriores. Los profetas anteriores incluyen los libros de Josué, Jueces, 1-2Samuel y 1-2Reyes. Estos libros prosiguen la historia de la alianza de la antigua comunidad judí­a, comenzada en el Pentateuco. Los profetas posteriores incluyen los diversos libros de profecí­a de la Biblia hebrea. Estos son presentados no en sentido cronológico, sino más bien en función de su extensión, siguiendo el estilo de colección textual en el mundo antiguo. Estos libros son: Isaí­as, Jeremí­as y Ezequiel; y el “libro de los doce profetas”: Oseas, Joel, Amós, Abdí­as, Jonás, Miqueas, Nahún, Habacuc, Sofoní­as, Ageo, Zacarí­as y Malaquí­as.

Los Escritos consisten en una colección de materiales de diversos tipos. Los Salmos son poemas de oración, escritos al estilo de la poesí­a religiosa del Próximo Oriente antiguo. Abordan todos los aspectos de la preocupación humana. Los Proverbios son sentencias que tratan de la condición humana: el libro de Job es una larga reflexión sobre la cuestión de la justicia divina en nuestro mundo. Siguiendo a estas tres obras más largas hay cinco “rollos”: el Cantar de los Cantares es un poema de amor que se entiende diversamente: como descripción de un apasionado amor humano o amor de Dios a Israel; Rut es un cuento sobre la amistad humana, situado en la época de los Jueces; Lamentaciones es un lamento por la caí­da del reino de Jerusalén en manos de los babilonios en el 587 a.C.; Qohélet es otra reflexión sobre la condición humana, y Ester es un cuento de corte, que describe las peligrosas circunstancias en las que la comunidad judí­a se encontraba en tierras extranjeras después de la derrota del reino a manos de los babilonios. Después viene el libro de Daniel, una narración de tipo profético situada también en el perí­odo posterior al 586 a.C.; luego los libros de Esdras Nehemí­as y 1-2Crónicas, obras que detallan la historia del pueblo judí­o durante el exilio babilónico y en el perí­odo de la restauración de la comunidad en su patria ancestral bajo los persas, hasta cerca del año 400 a. C.

b) Historia y alianza. Como vimos antes, la historia del pueblo judí­o en tiempos antiguos está contenida en el Pentateuco y profetas anteriores, prolongada después en Esdras, Nehemí­as y Crónicas. Es una historia de promesa y cumplimiento. Comienza con la creación, sigue reflexionando sobre la sociedad humana en conjunto y luego sobre la especial relación de Dios con los descendientes de Abrahán, Isaac y Jacob, el pueblo de Israel. Toda la historia está basada en la noción de alianza, un acuerdo contractual entre Dios y la humanidad. La alianza hace que la seguridad sea accesible a los creyentes, pero al mismo tiempo exige responsabilidad. Elementos clave en cualquier relación de este tipo son la consistencia y la fidelidad. Un sello de todo viejo acuerdo contractual, libremente contraí­do, es el amor paciente: Dios despliega esa constancia y amor en esta relación con el pueblo elegido, al que Dios ha escogido para ser un modelo de santidad y piadosa conducta. Dios acepta la naturaleza humana, y tras cada extraví­o del pacto de la alianza, está siempre dispuesto a reconciliarse con las criaturas y con el pueblo que Dios ha creado y al que ama.

Los profetas fueron suscitados por Dios para recordar al pueblo las obligaciones nacidas de la alianza. Sus llamadas a la bondad, la justicia y la rectitud están ordenadas por Dios, que no quiere castigar sin avisar. Incluso en su castigo hay una oferta de seguridad y restauración abierta para el penitente, y aun en la condenación más severa existe esperanza.

Incluso después del exilio babilónico, que los profetas ven como el resultado de numerosas violaciones de la alianza en los reinos de la moral y de la ética, así­ como en los dominios del rito, Dios restaura al pueblo en su patria, y el antiguo templo de Jerusalén es finalmente reconstruido. El profeta Ezequiel describe a Dios marchando al exilio junto al pueblo.

Como se ve por lo dicho antes, el orden de los libros de las Escrituras hebreas difiere del de las Escrituras cristianas en que la Biblia hebrea concluye con los Escritos, y las versiones cristianas de las mismas Escrituras colocan a los profetas posteriores después de los Escritos e inmediatamente antes de los evangelios. Las Escrituras de la Biblia hebrea están ordenadas de modo que enseñan un modo de vida en el contexto de la historia (Génesis-2Reyes), después ponen la atención en el funcionamiento de la relación de la alianza (profetas posteriores). La Biblia hebrea se cierra con los Escritos, textos de diversos tipos, no necesariamente limitados a aspectos especí­ficos de la historia o temas de profecí­a, sino que encarnan aspectos de la relación del creyente con Dios y de la experiencia de él. Se dirí­a que el propósito del orden cristiano es subrayar la relación directa de “promesa” en los profetas con “cumplimiento” en los evangelios.

c) El individuo y la comunidad en la relación de la alianza. En nuestra sociedad apreciamos al individuo, y los derechos individuales están cuidadosamente equilibrados frente a los derechos de la sociedad. A1 menos en teorí­a, los individuos se mantienen o caen de acuerdo con sus propias acciones. Mientras que nuestras leyes y mandatos morales se ordenan al individuo y sólo después a la comunidad como un todo, la Biblia hebrea se dirige a la nación en primer lugar, y sólo secundariamente a los individuos que la componen. Moisés habla al pueblo. De cada generación y época de la historia del antiguo Israel, pocos individuos están identificados; y aunque sean escogidos por buenos o por malos, el pueblo entero toma parte en su destino. Hasta el exilio babilónico, la alianza opera dentro de un sistema de responsabilidad comunitaria (o corporativa); cuando un profeta condena a un rey perverso, la condenación afecta al pueblo en su conjunto. Todo el pueblo participa en el destino del reino, con independencia de su acción o inacción particular en cualquier asunto.

El “individuo” comienza a emerger del pueblo en la época del exilio babilónico, cuando sin duda muchí­simas personas no podí­an aceptar un triste destino provocado por las acciones de un rey pecador o de lí­deres engañosos. El individuo sólo aparece plenamente en el perí­odo helení­stico, unos trescientos años más tarde. En esa época, los fariseos están promoviendo la causa de la Torah haciéndola accesible a toda persona.

d) El propósito de la historia y de las leyes. La Torah es un anteproyecto de vida. Su propósito es orientar las acciones de la gente de modo que puedan llevar una vida piadosa. Esta dirección se lleva a cabo a través de la historia y por medio de la legislación o mandamientos. Como hemos dicho, la Torah se,.propone ser accesible a todos, y su evolución y crecimiento está en manos humanas. Su meta es crear un mundo piadoso.

e) Pecado, arrepentimiento y el mesí­as. Una gran diferencia entré las visiones judí­a y cristiana de la humanidad es que en el judaí­smo falta totalmente cualquier noción de la caí­da o de un pecado original que se pasa de una generación a la siguiente. El cristianismo ve los efectos del pecado de Adán y Eva transmitidos a través de las generaciones. Es un desperfecto en el hombre, una distorsión de la imagen divina, a cuya semejanza el hombre fue creado. Por eso la noción de mesí­as es diferente para cristianos y judí­os. Para los judí­os, nadie puede reparar los pecados del individuo; la restauración. de una relación apropiada con Dios está en manos del individuo solo. El culto del templo, y más tarde la oración, facilitan la restauración o reconciliación; pero ningún intermediario puede intervenir entre Dios y el hombre, ningún intermediario (sacerdote) es necesario para el perdón. Dios escucha al penitente y examina las acciones de la persona en cuanto signos de sinceridad o doblez. Hay siempre perdón para el penitente sincero. La verdadera prueba reside en la conducta posterior del individuo. Por este modo de entender se puede apreciar por qué para el judaí­smo la Torah está “completa”. La Iglesia primitiva desarrolló un sentido diferente del problema del perdón último del individuo mediante el renacimiento a una nueva vida de jústicia por medio de Jesús; así­, para los cristianos, el “Nuevo Testamento” es considerado como el cumplimiento del “Antiguo”, una nueva alianza de por vida, que desplaza (aunque no niega) la alianza más antigua. El NT comienza con el nacimiento del mesí­as y $u revelación después del bautismo de Juan (Mt 3,13-17), con Juan identificado como Elí­as (Lc 1,17). Este es el cumplimiento de la promesa de la profecí­a de Malaquí­as (Mal 4,5), que para los cristianos pone fin al AT.

Los judí­os de hoy, como también los de épocas antiguas, discrepan en su interpretación de la idea mesiánica: Algunos judí­os actualmente contemplan al mesí­as como un rey de la estirpe de David, plenamente humano y amado de Dios, que actuarí­a como un protector para todos los judí­os, .ayudándoles a llevar una vida piadosa. Existe en el judaí­smo un intento consciente de minimizar la importancia de la persona del mesí­as. En el pasado, cuando las comunidades judí­as reconocieron a algunas figuras como el mesí­as, se produjo tragedia, derramamiento de sangre y frustración de esperanzas. Un virulento antisemitismo siguió a menudo a una pretensión mesiánica. Las ideas judí­as concernientes al mecí­as tienden a ser de este mundo y concretas; por eso los judí­os se preguntan: “Si Jesús es el mecí­as, ¿cómo es que no ha cambiado nada?” Para algunos judí­os, el mecí­as puede que no sea tanto una persona cuanto un modo de existir, un tiempo de paz mundial y libertad, como en la visión del profeta Isaí­as del león y el cordero:
Tanto entre los cristianos como entre los judí­os, algunos son fundamentalistas, y afirman una visión muy clara de la persona y papel del mesí­as. En general, aunque la idea mesiánica está presente en el judaí­smo actual, son las acciones piadosas las que se enfatizan. Quizá los cristianos tienen una actitud similar respecto a la segunda venida. El tiempo no es conocido; sólo cabe la especulación. Sin embargo, ofrece esperanza. El punto clave es que, hasta la segunda venida, los cristianos tienen una misión, y se les desafí­a también a vivir el sermón del monte. Además, los cristianos han descubierto que los grupos que esperan un retorno inminente han causado un gran daño. Muchos han hallado una relación directa entre un mesianismo cristiano demasiado vivo y concreto y el antisemitismo. A este respecto, algunos de los lí­deres judí­os más sabios han aconsejado gran cautela.

f) Disputa y diálogo. Los distintos sentidos de cómo se podrí­a alcanzar la meta de la piedad condujo a judí­os y cristianos a diferentes interpretaciones de las Escrituras hebreas en su conjunto, y de pasajes especí­ficos en particular. En las épocas antigua y medieval tuvieron lugar disputas entre judí­os y cristianos respecto a interpretaciones de la Escritura, habiendo los cristianos reclamado las Escrituras hebreas como propias y considerándolas plenamente relacionadas con las Escrituras del NT. Ciertamente, desde el principio el cristianismo intentó subrayar sus profundas conexiones con el judaí­smo, incluso al trazar el linaje judí­o de Jesús. Demostrando referencias cristianas en el AT, el cristianismo no sólo avanzó la apropiación de las Escrituras hebreas, sino que dio al cristianismo la antigüedad que toda tradición religiosa de reciente desarrollo busca para apoyar sus pretensiones de legitimidad. Por su parte, el pueblo judí­o continuó viviendo de la Torah, convalidando con sus acciones su pretensión de integridad. Algunos se enzarzaron en disputas relativas a los modos de entender la Escritura, no tanto para negar al cristianismo su base como fiara enfatizar su absoluta separación del judaí­smo en varias cuestiones clave de creencia. Además, intentaron desbaratar la idea, a menudo proclamada por los cristianos, de que el exilio y la impotencia judí­as eran prueba del abandono por parte de Dios. Como era de esperar, la venida del mecí­as, o la ausencia de ella, era el mayor centro de atención del debate.

Siguen varias fases que están en el corazón de algunas famosas disputas “mesiánicas”:
En relación con la doctrina de la Trinidad; que sufrió el ataque por parte de los judí­os y de miembros de otras religiones también, los cristianos respondieron señalando la afirmación de Dios (Gen 1,26): “Hagamos al hombre a nuestra imagen”, y vieron aquí­, en virtud del uso del plural, una implicación de que el Dios que habla tení­a colaboradores en la creación. Incluso el credo judí­o: “Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor” (Dt 6,4), se entendí­a que se referí­a a “tres que son uno” (Señor/nuestro Dios/Señor =uno). La interpretación judí­a de estas mismas Escrituras no veí­a en absoIuto referencias a la pluralidad de Dios. El Shema (Dt 6,4) deja clara la absoluta unidad de Dios, mientras Elohim, como uno de los nombres de Dios, significa “todopoderoso”, y en el uso plural en Gén 1,26 es el “nos mayestático”.

Varios pasajes que se consideraba que contení­an un núcleo mesiánico y que se referí­an a Jesús son dignos de tenerse en cuenta por el debate a que han dado lugar. Uno es Gén 49,10 (Jacob está bendiciendo a sus hijos antes de morir): “El cetro no será arrebatado de Judá, ni el bastón de mando de entre sus pies hasta que venga aquél a quien pertenece (o hasta que Siló venga; o hasta que venga a Siló) y a quien los pueblos obedecerán”. Tanto estudiosos judí­os como cristianos veí­an en este versí­culo una referencia mesiánica; pero donde los judí­os veí­an una referencia al rey David, ungido de Dios (mesí­as), o a un rey del linaje de David futuro mesí­as desconocido de la estirpe de David, los cristianos veí­an aquí­ una clara referencia a Jesús, cuyo linaje se hace remontar hasta David al comienzo del evangelio según Mateo. En esta misma lí­nea, la profecí­a de Isaí­as en el capí­tulo 11 ha sido entendida por los cristianos como referida a la aparición de Jesús, mientras que en el judaí­smo este capí­tulo es un capí­tulo de esperanza de una futura era mesiánica, sin “fecha fija”, y al mismo tiempo una esperanza, expresada en términos de hipérbole profética, de la aparición en un futuro próximo de un rey bueno que conducirí­a al pueblo de nuevo a la observancia de la alianza.

El famoso pasaje de Is 7,9, que describe la “señal del Enmanuel”, es también un foco de las interpretaciones judí­a y cristiana radicalmente divergentes. El centro particular es Is 7,10-25, y especialmente el versí­culo 14. En la interpretación tradicional cristiana, el versí­culo se traduce: “El Señor mismo os dará una señal. Mirad: la virgen encinta da a luz un hijo, a quien ella pondrá el nombre de Enmanuel” (esto es, Dios está con nosotros). El evangelista, en Mt 1, ve cumplida la predicción de este versí­culo en el nacimiento de Jesús, Mt 1,18-23. Is 9,7-6 se entiende, de modo similar, que se refiere a Jesús.

La tradición judí­a entiende esta profecí­a como una más de un grupo de profecí­as de Isaí­as denominadas simbólicas (cf 8,1), que, aunque tienen un contenido “mesiánico”, no formulan reivindicaciones especí­ficas de individuos “mesiánicos”, excepto que la persona sea del linaje del rey David, de acuerdo con la alianza de Dios con David (2Sam 7). El término que en Mateo se traduce “virgen” (parthenos en griego), en hebreo es almah, que significa “joven” (tal como lo traduce la versión estándar revisada). Enmanuel significa “Dios está con nosotros”, y esto es lo que el profeta quiere que su generación entienda: incluso en la ruptura de la alianza, Dios está con el pueblo y desea su fidelidad arrepentida. La referencia a un niño en Is 9,6-7 es otra profecí­a más, cargada de esperanza, que anticipa o una futura “era mesiánica” o, en hipérbole profética, una gran restauración de la comunidad en el futuro próximo, sólo con que el pueblo preste atención a los avisos de Dios, pronunciados por el profeta y evidenciados por esta opresión a manos de los asirlos, que son “la vara de mi cólera” (Is 10,5).

Al examinar las variadas interpretaciones de los versí­culos antes citados, llegamos a apreciar la esencia de la disputa. Nos ha costado casi dos mil años de pensamiento y numerosas acusaciones y opresiones, incluso la proyectada aniquilación de los judí­os y del judaí­smo, pasar, como grupo, de la disputa al diálogo. Por medio del diálogo buscamos una mejor apreciación de las interpretaciones recí­procas de la Escritura, y aspiramos a respetar la interpretación judí­a de la Escritura por derecho propio. Hemos llegado a comprender que los cristianos y las Escrituras cristianas han sido “injertadas” en la tradición de la Escritura judí­a. El Consejo mundial de las Iglesias habla de una “asimetrí­a” en lo que se refiere a estas Escrituras: mientras que los cristianos necesitan el AT, el AT, en cambio, no necesita el NT. No sólo esto, sino que el pueblo judí­o, cuya Escritura es el AT, al que nos hemos referido como la Biblia hebrea, ha desarrollado una fructí­fera vida ética y religiosa sin el NT. Representa un especial desafí­o para los cristianos, y también para los judí­os, comprender lo que cada uno aprecia en su propia tradición de la Escritura y ver que, aunque lo que constituye la Escritura para cada grupo no difiere, cada uno está completo por derecho propio; y aunque el método pueda diferir, se comparte una meta común de bondad y piedad para un mundo atribulado.

En diálogo, escuchando judí­os y cristianos la recí­proca interpretación de la Escritura, pueden ambas partes enriquecerse y empezar a comprender al otro. Este diálogo significa cambio en los participantes y esperanzadoramente cada uno comienza a ver al otro no como un enemigo que necesita ser conquistado, sino como un amigo que aporta nueva intuición del Dios que se revela en la Escritura.

2. JESÚS Y LA PRIMITIVA COMUNIDAD CRISTIANA..a) Jesús de Nazaret: ¿Quién era? ¿Has pensado alguna vez quién era realmente este Jesús de Nazaret? Todos parecemos asumir que conocemos la respuesta a esta pregunta, y que es sencilla. Desde luego es alguien de quien leemos en el NT y cuya imagen, de una u otra forma, nos la encontramos cada vez que vamos a la iglesia o recordamos las pelí­culas de la catequesis. Es todo bastante vago, quizá confuso, y puede que no muchos de nosotros estemos interesados en averiguar quién fue en realidad; básicamente pensamos que lo sabemos y no tenemos que investigar nada más.

Lo que sigue es un intento de desafiarnos a pensar otra vez y a leer al menos algunas partes del NT de nuevo en el supuesto de que hay todaví­a más que ver y aprender sobre él. Como forma parte de una serie de estudios sobre lo que ha llegado a conocerse como “el holocausto” y puesto que muchas de las tensiones y dificultades entre cristianos y judí­os ahora y en el pasado tienen su origen hasta cierto punto en el NT, se pondrá especial atención en la relación de Jesús con los judí­os, de los que, desde luego, él era uno. Una de nuestras tareas actualmente es redescubrir su condición de judí­o, que, por cierto, fue vigorosa y violentamente negada por la ideologí­a nazi.

No basta quedarse en la afirmación del credo de que Jesús se hizo hombre. El no se hizo hombre en general, o un hombre neutro o un hombre sin color, sin ningún tipo de rasgos raciales, si es que puede existir algún hombre así­; se hizo un ser humano concreto como judí­o y de ninguna otra manera. Nació judí­o, educado para ir a la sinagoga y al templo piadosamente y como la cosa más natural. Vivió como judí­o y como judí­o murió. Podrí­amos meditar de nuevo.sobre el significado de los versí­culos indicados y lo que dicen en nuestro contexto (Jn 1,46; Lc 2,42.51; 4,16; Jn 2,13; Mc 15 34; Sal 22,1). Era conocido como el hijo de un carpintero (Lc 4,22; Mc 6,2-3; Jn 6,42); tení­a cuatro “hermanos” y al menos dos “hermanas” (Mc 6,2-3); era tenido como hombre instruido y por ello se le daba el tí­tulo de maestro (Jn 1,38; 3,2; Mc 10,17; Mt 19,16; Lc 18,18); recibió y aceptó invitaciones para comer en casas de ciudadanos importantes (Le 7,36). A menudo actuó como exorcista y persona que cura (Me 1,32-34; Jn 5,2-8); más frecuentemente todaví­a como maestro dentro de la tradición profética (Me 1,1415; Mt 5,1-2; Le 4,43-44), como uno de los fariseos. Nada fuera de lo ordinario, parece haber sucedido en torno a él, aunque de vez en cuando Jesús tropezó con la oposición y la crí­tica (Le 4,28; 5,21). A menudo no eran más que disputas sobre puntos exegéticos a los que los teólogos en general, y los fariseos en particular, eran muy dados (Me 7,1-23). Lo que es seguro, sin embargo, es que una cierta preocupación no convencional de Jesús por los perdidos y marginados con frecuencia fue causa de protesta y provocó conflictos (Le 15; Mt 18;12-14).

La situación cambió radicalmente a peor una vez que Jesús habí­a llegado a Jerusalén en la que iba a ser su última peregrinación allí­ (Me 11,1ss; Mt 21,1ss; Le 19,28ss; Jn 2,12ss). Su popularidad por todo el paí­s le granjeó una ruidosa bienvenida. El conflicto empezó en el momento en que entró en los recintos del templo y comenzó a arrojar a lbs cambistas y mercaderes que la costumbre habí­a colocado allí­ desde hací­a tiempo (Me 11,15-18; Jn 2,13-16). Una vez que comenzó a hacer observaciones crí­ticas sobre el propio templo (Me 13,12; Le 21,5-6; Jn 2,18-22), la jerarquí­a encargada del templo, de sus servicios y administración empezó a cuestionar su autoridad (Me 11,27-33; Mt 21,23; Le 20,1-2; Jn 2,18). La secuencia de acontecimientos que conducen a la crucifixión está registrada por los escritores de los cuatro evangelios. Parece claro que la jerarquí­a llevó a cabo una gran obra preparatoria, pero que al final no fue cómplice de ella. De hecho no podí­an serlo, puesto que la pena capital mediante crucifixión no estaba estipulada en su ley. La crucifixión era una tradicional forma romana de ejecutar a los rebeldes que habí­an puesto en peligro la seguridad del Estado. Es difí­cil estar seguros de hasta qué punto las autoridades judí­as estuvieron implicadas, pero se pueden aislar algunos puntos:
b) La crucifixión: ¿quién fue el responsable? 1) No es probable que el conjunto del sanedrí­n (como sugiere Marcos) se reuniera en asamblea en la residencia oficial del sumo sacerdote (Me 14,53), en vez de hacerlo en la sala del juicio o tribunal oficial de justicia. Mateo, Lucas y Juan hablan de una reunión más pequeña, quizá algo parecido a un comité ejecutivo.

2) Es digno de notar que los fariseos, con los que de vez en cuando Jesús habí­a estado en desacuerdo en discusiones (pero recuérdese también el intento de los fariseos de salvar la vida de Jesús, Le 13,31), no aparecen en absoluto en la historia de la pasión y crucifixión. No eran responsables del templo y sus ceremonias, y el método y contenido de su enseñanza o de su status social no sufrí­a el más mí­nimo peligro por parte del rabí­ de Nazaret. En muchos aspectos la enseñanza deJesús parecí­a correr paralela a la suya y muy a menudo podrí­a haber parecido que era uno de ellos.

3) La mayorí­a del pueblo parecí­a haber estado de parte de Jesús. Habí­a que deshacerse de él con rapidez para que no creyeran todos en él (Jn 11,48); el pueblo escuchaba atentamente sus palabras (Le 19,48), y se esperaba un motí­n en favor de Jesús (Me 14,2). La multitud que se describe como presente fuera del palacio del gobernador (Me 15,11; Mt 27,20; Le 23,13; Jn 18,38) era con toda probabilidad no más que una chusma contratada por el ejecutivo para apoyar su causa.

4) El versí­culo que se ha empleado muy a menudo en la historia como evidencia de la culpa judí­a en la muerte de Cristo y para justificar su castigo (Mt 27,25) deberí­a leerse en este contexto también. La nación judí­a no estaba presente, aunque el lenguaje utilizado por Mateo parece referirse a ello, mientras que en los versí­culos precedentes (15, 20, 24) habí­a claramente indicado la presencia de sólo el populacho reunido y organizado. ¡Es una lástima que nuestras traducciones no logren, desgraciadamente, aclarar esta vital diferencia! Deberí­a también señalarse que lavarse las manos como signo de inocencia es un gesto judí­o (Dt 21,1-9) más que romano, y que es improbable que Pilato lo hiciera. Una cierta inclinación teológica, más que los hechos históricos, subyace detrás de estos dos versí­culos, ¡y de qué increí­bles miserias han sido responsables!
Para resumir brevemente: de ninguna manera puede decirse que todos “los judí­os” de la generación del NT fueron responsables de la crucifixión y muerte de Jesús de Nazaret. Ni existe, por supuesto, la más ligera justificación para hacer responsables a los judí­os de todas las épocas.

c) El evangelio de Juan. Una actitud más hostil hacia los judí­os parece adoptarse en el evangelio según Juan. En varios lugares del evangelio los adversarios de Jesús son llamados sencillamente “los judí­os”. Deberí­amos ser conscientes del hecho de que este evangelio fue muy probIblemente escrito en una fecha relativamente tardí­a, cuando se habí­a abierto la brecha entre la comunidad cristiana y la sinagoga, a lo que se hace referencia en Jn 9,22. Interesaba a la comunidad cristiana marcar las diferencias entre ella y la “iglesia madre”, la sinagoga. Acontecimientos externos ayudaron a acentuar la división, por ejemplo la destrucción del templo por el ejército de Tito en el año 70, ampliamente considerado por los cristianos como un signo externo y visible de que Dios habí­a retirado su favor de los judí­os. Echarla culpa de la crucifixión a la comunidad judí­a fue una consecuencia de esta teologí­a de “desplazamiento”.

Considerando que de ninguna manera todo el pueblo estuvo activamente implicado en los acontecimientos que conducen a la crucifixión, no hay necesidad de considerar que el lenguaje de Juan intente corregir los informes de los tres primeros evangelios. Quizá, en vez de “los judí­os”, en el sentido inclusivo, podrí­amos intentar leer “los otros judí­os” o “los adversarios de Jesús” o “las autoridades judí­as”. A veces el término significa simplemente la gente de la provincia de Judea. No deberí­amos tampoco pasar por alto el acento que se pone en este problema en el “Libro de servicios alternativos” y su sugerencia de que el término “los judí­os” en el evangelio de san Juan se aplica a individuos particulares y no a todo el pueblo judí­o. En tanto que nosotros mismos nos volvemos contra Cristo, sigue diciendo la nota, somos responsables de su muerte (liturgia del viernes santo).

En la conversación que Jesús tiene con la samaritana (Jn 4,22) hace él la afirmación de que “la salvación viene de los judí­os”. La discusión entre él, un judí­o (Jn 4,9) y la samaritana versa sobre el lugar de culto, el monte Gar’izim o Jerusalén, y Jesús puntualiza que el culto debe tener lugar en espí­ritu y en verdad sin hacer caso del lugar (Jn 4,24). Jesús indica que el lugar judí­o de culto es mejor o, quizá, más apropiado. Los judí­os saben que la salvación viene de ellos; la permanente prerrogativa de -Israel, de quien viene el mesí­as, es así­ indicada por Jesús. La permanencia de Israel después de Jesús es proclamada; y esto ¡en un evangelio supuestamente antijudí­o!
d) El lugar de Israel en la historia de salvación. El debate sobre el destino espiritual o religioso de “los judí­os” debe haber comenzado pronto en la comunidad cristiana; de hecho, poco después de la crucifixión y desde luego antes de que cualquiera de los evangelios hubiera sido escrito. “Los judí­os”, en cuanto representados por sus autoridades, fueron considerados responsables de la crucifixión de Jesús de Nazaret, que habí­a sido ampliamente tenido y aclamado como el mesí­as (Mc 8,29; 11,9-10) y reconocido por el Padre por su resurrección de los muertos. Surgí­a ahora la cuestión: ¿Qué pensar sobre el futuro de los judí­os, de Israel? ¿Están perdidos y condenados para siempre? ¿Fue un deicidio matar a Jesús? ¿No eran ellos el pueblo elegido (Os 11,1) que habí­a esperado y deseado al mesí­as? Ahora ellos han perdido su sitio en los planes de Dios al no reconocer que Jesús era el mesí­as, y el lugar vacante está ocupado por aquellos que creen en Jesús. No debe olvidarse que al principio, al menos, fue éste un debate interjudí­o, entre quienes aceptaban a Jesús como mesí­as y quienes no lo aceptaban. No era todaví­a una disputa gentil judí­a o cristiano judí­a, al modo como podrí­amos entenderla hoy.

e) San Pablo y los judí­os. San Pablo asume la discusión. ¡De ninguna manera han perdido los judí­os su posición en la historia de salvación de Dios! Yo que fui fariseo (He 23,6), bien educado en la ley y religión judí­as (He 22,3), que soy ahora discí­pulo y mensajero de Jesús de Nazaret (He 9,15), quisiera que recordarais algunos hechos, escribe en su carta a la comunidad romana. De los judí­os (yo soy uno de ellos, ¡no lo olvidéis!) “es la alianza, la ley, el culto y las promesas” (Rom 9,4s). El Padre, que les ha elegido sencillamente porque les amó (Dt 7,7-8), lo sigue haciendo así­, “porque los dones y el llamamiento de Dios son irrevocables” (Rom 11,29). Temporalmente -y deberí­amos recordar que la primera generación de cristianos esperaba el inminente retorno de Cristo Jesús y el final de toda la historiaalgunos judí­os no creen en el mesí­as Jesús, pero todos ellos lo harán (Rom 11,25s). Otros creen, como Pablo (Rom 11 l), todos los discí­pulos, las mujeres de la historia de la pasión y muchos más. Es importante recordar este punto: que la brecha original no fue entre gentil y judí­o o entre cristiano y judí­o, sino entre judí­o y judí­o, judí­o cristiano y judí­o judí­o.

Desde el principio del siglo ii aquellos judí­os que aceptaron a Jesús como Mesí­as fueron llamados apóstatas por la comunidad judí­a, la sinagoga. A sus propios ojos, sin embargo, los seguidores de Jesús eran los verdaderos judí­os, mientras que, por el momento, a los corazones de los otros se les consideraba endurecidos (Rom 11,25) por causa de su rechazo a reconocer el acontecimiento mesiánico de la muerte y resurrección de Jesús. Los judí­os cristianos eran, según su propio modo de comprenderse, ciudadanos con doble nacionalidad, miembros del pueblo judí­o, así­ como de la comunidad de Jesucristo.

Aunque Pablo, como uno de ellos, está profundamente preocupado por el presente y futuro de Israel, su principal interés tiene que ver con los paganos y gentiles (Gal 2,7-9). Los cristianos gentiles no tienen que observar la Torah (He 15,10.19; 10,3435.44ss): su única obligación projudí­a es recordar a los pobres de la comunidad de Jerusalén (Gál 2,10). Los cristianos judí­os, por otra parte, continuaron asistiendo al culto del templo (He 2,46) y estaban todaví­a ligados a la Torah, la ley. Ambos grupos, desde luego, tení­an que vivir vidas morales y no se les permití­a comer alimentos ritualmente impuros (He 15,20).

a. Así­, no se consideraba que Cristo y la Torah se anularan mutuamente. Jesús no es el final histórico de la ley, como parecen sugerir las palabras de Pablo (Rom 10,4). $1 mismo habí­a reinterpretado, pero no abrogado, la ley (Mt 5,17-20.21.48); y ahora sus “discí­pulos y seguidores deberí­an seguir gozosamente siendo guiados por ella en el espí­ritu de su maestro (Rom 12 1). La voluntad de Dios santa, justa y buena continúa guiando y dirigiendo a los discí­pulos del Señor al culto y al servicio (Rom 13,8ss). La venida de Jesús no es el fin de los judí­os (y de la Torah) en el plan de Dios. Es más bien la apertura de puertas para permitir a la multitud de los gentiles que entren. El drama prosigue, los actores son los mismos; solamente su número crece.

3. LA AMPLIACIí“N DE LA BRECHA. a) La ruptura entre la Iglesia y la comunidad judí­a. Serí­a injusto y también inexacto mantener que las raí­ces del holocausto residen exclusivamente en el NT o en gente y movimientos internos de la Iglesia cristiana. No se puede negar, sin embargo, que partes del NT parecen ser marcadamente antijudí­as;que algunos padres de la Iglesia y personas, como Martí­n Lutero, estaban llenas del prejuicio antijudí­o, que su lenguaje era prácticamente antisemita y las acciones de muchos concilios de la Iglesia censurables. Al enumerar las causas del holocausto debe hacerse mención también de otras, distintas de las estrictamente religiosas. Se han dirigido decisiones y acciones polí­ticas contra los judí­os; se han elaborado discursos contra ellos; se han organizado reuniones, se han escrito panfletos y libros denunciando su supuesto peligro cultural, polí­tico y económico para la civilización cristiana u occidental.

Algunas veces se tomaron medidas en la Iglesia por orden de las autoridades civiles. Otras veces la Iglesia inspiró, si no estimuló activamente, la publicación de algún libro u otro tipo de escritos, una tendencia de pensamiento o incluso acciones violentas. En muchos casos no resultarí­a fácil determinar la causa original de un acontecimiento o de una serie de ellos, pero sí­ se puede suponer alguna intervención. Teniendo en cuenta la finalidad de este artí­culo, hay que cargar el acento en los desarrollos dentro de la Iglesia y de la teologí­a cristiana que contribuyeron al holocausto, aunque debe subrayarse que han existido otras influencias también.

La destrucción del templo de Jerusalén por el ejército romano al mando de Tito en el año 70 tuvo varias consecuencias. Acabó con el gobierno marioneta judí­o del régimen saduceo. Durante casi dos mil años, hasta que se fundó el Estado de Israel, los judí­os como pueblo estuvieron sin un Estado o responsabilidad polí­tica sobre un territorio. A los ojos cristianos, la presencia de Dios habí­a huido de este pueblo y el favor divino habí­a cambiado respecto a ellos. Se creyó que la antigua alianza habí­a pasado, y se escribió una carta, atribuida a Bernabé, no mucho después del año 70, dirigida a la Iglesia como el verdadero Israel. El hecho de que de ahora en adelante las sedes de las dos comunidades estuvieran en diferentes sitios no ayudó a cimentar una vecindad amistosa. Los cristianos se trasladaron a Pella, al este del Jordán, y los judí­os a Jabne-Jamnia y luego a Babilonia, que habí­a sido el segundo centro judí­o desde el 556 a.C. Hasta entonces los cristianos judí­os continuaron asistiendo al culto en la sinagoga. En esta época se les declaró secta herética y, para imposibilitar a los cristianos el adorar allí­ en adelante, se insertó una maldición contra ellos en las doce bendiciones diarias (“Birkath-ham-minim”). La época fue utilizada también por los judí­os para completar su estructura organizativa, estableciendo sólidamente el sistema sinagogal elaborado por los fariseos, cerrando el canon de la Escritura judí­a y el calendario y haciendo al rabino de facto lí­der de la comunidad; que debí­a desempeñar un papel múltiple como maestro, exegeta, juez y árbitro.

Aunque la ruptura tuvo lugar a nivel de las autoridades de ambas comunidades, existen numerosos casos relatados de buenas relaciones entre la gente llana. Sin embargo, la brecha llegó a ser completa, e incluso más oficial, después del año 135 d. C., cuando un perí­odo de conflictividad general acabó con la revuelta y muerte de Bar Kochba. En conflicto con el emperador Adriano, que pretendí­a reconstruir la ciudad y el templo de Jerusalén de acuerdo con lí­neas grecorromanas, Bar Kochba se habí­a declarado a sí­ mismo mesí­as y habí­a recibido amplio apoyo. Obviamente, no podí­a haber dos mesí­as, y cada uno de los dos grupos, cristiano y judí­o, al seguir al suyo propio no podí­a por menos de ser hostil al otro.

La hostilidad creció. El patriarca judí­o de Palestina envió cartas e instrucciones a todos los judí­os de fuera de Palestina, no sólo para pedir dinero como sustitución de la tasa del antiguo templo sino también para condenar y maldecir a aquellos que no guardaban la ley y habí­an aceptado a Jesús como mesí­as. La enseñanza de Jesús y su resurrección fueron formalmente condenadas. Por otra parte, los cristianos no podí­an actuar de modo pleno sin la protección judí­a. El judaí­smo era todaví­a reconocido como una religio licita, como una religión oficialmente reconocida y permitida en el imperio romano, y hasta aquí­ los cristianos habí­an vivido simplemente como miembros de una de las sectas de esa religión. Ser oficialmente condenados por la sinagoga y excluidos de ella, significaba que los cristianos ahora tení­an que justificar su propia existencia.

Comenzaron a reinterpretar las Escrituras hebreas, declarando que eran su AT. Los judí­os fueron así­ desheredados de sus libros sagrados. Todo lo que era promesa y estí­mulo en la Biblia hebrea se decí­a que habí­a pasado a los cristianos. La ley y las promesas conducí­an a Jesús como el mesí­as. Los judí­os, al rechazarle, habí­an perdido su participación en ellas. La historia de Israel llegó a interpretarse como una historia de decadencia y defección, acabando finalmente su movimiento en declive con la muerte de Dios, con su asesinato. Se decí­a que el sufrimiento judí­o era un castigo por su infidelidad.

Esta puede haber sido la teologí­a oficial de las relaciones cristiano-judí­as, pero la práctica era a menudo bastante diferente. Sabemos de amistades personales y profesionales entre teólogos cristianos y judí­os, de paciente discusión entre ellos; de cristianos que reciben lecciones de hebreo (¡cómo podí­an esperar refutar o reinterpretar las Escrituras judí­as si no conocí­an la lengua correctamente!), de contacto diario entre la gente corriente (¡viviendo todos en un entorno pagano!), de pascua judí­a y pascua cristiana que se celebran juntas (prohibido sólo en el siglo iv), de muchos cristianos influidos por la enseñanza y las prácticas de la sinagoga y que se convierten (prohibido en el siglo iv). Ni era la vida judí­a tan diferente entonces de la vida de los cristianos como llegó a ser más tarde en el gueto.

A pesar de tantas relaciones de amistad, las consecuencias polí­ticas de la brecha religiosa fueron inevitables; de ahora en adelante el cristianismo tení­a que hacer su propia paz con Roma. No podí­a y no querí­a ser considerado ya como una subdivisión del judaí­smo.

b) La solución constantiniana. El siguiente paso en el alejamiento entre las comunidades cristiana y judí­a se dio en el siglo iv como, consecuencia de la denominada solución constantiniana. Resultó decisiva para futuros desarrollos y actitudes, ya se considere como la adopción del cristianismo por el emperador y su incorporación al Estado o simplemente el reconocimiento oficial como la religión más importante. Las consecuencias para otras comunidades religiosas fueron siniestras. Lo fueron especialmente así­ para el judaí­smo, la fuente y en muchos aspectos el pariente más próximo del cristianismo. La buena fortuna de los cristianos se convirtió pronto en el infortunio de los judí­os. A la actitud del emperador le hizo el juego el imperialismo de la Iglesia, configurando la legislación de uno la vida de la otra. Las leyes de la Iglesia y las leyes del Estado resultaban indistinguibles. La jerarquí­a cristiana hizo todo lo que estaba en su poder para extender suposición y reducir la de la comunidad judí­a. Por esta época la mayorí­a de los cristianos eran conversos gentiles de varias religiones. Cuando se les requerí­a aceptar el cristianismo, lo más frecuente era que se convirtieran en adeptos nominales y que sus valores éticos siguieran siendo laxos.

Tal cómo es considerado por la mayorí­a de escritores y predicadores del siglo tv, el judí­o no es en absoluto un ser humano coetáneo, sino más bien una abstracción teológica o una caricatura, basada en sus fracasos relatados en el AT. Si los judí­os contemporáneos parecen y se comportan como un ser humano normal, se creí­a que ¡debí­an haberse disfrazado para engañar a sus vecinos! Los judí­os rara vez fueron acusados de crí­menes humanos ordinarios; sólo religiosos, de pecado. La ideologí­a reemplazó a la realidad; las generalizaciones se pusieron a la orden del dí­a. Los padres de la Iglesia nunca consideraron o se preguntaron por el lugar especial de Israel en el plan de salvación de Dios. Todas las maldiciones del AT se aplicaban a un grupo, los judí­os; todas las bendiciones, a los cristianos, sus herederos y sucesores. Esta lectura de la historia judí­a guió el pensamiento oficial y popular cristiano durante los siglos venideros, en buena parte hasta el momento presente.

Los sermones en esos dí­as cumplí­an finalidades eclesiásticas y polí­ticas al mismo tiempo. Se hací­an para guiar e instruir a los fieles, pero también eran un medio de dar publicidad a leyes y ordenanzas recientes o en preparación. Eran asimismo instrumentos para elaborar polí­ticas que la Iglesia o el Estado pretendí­an introducir. Así­, Ambrosio, obispo de Milán, habló contra las sinagogas como “templos de impiedad”, hogares de demonios e idólatras. Eran peor que los circos de los paganos, y entrar en ellas era un acto de blasfemia. Si se asistí­a a la pascua judí­a con vecinos o amigos, se estaba insultando a Cristo. Era obvio que Dios abominaba a los judí­os y se esperaba de los demás. lo mismo.

El más violento predicador antijudí­o fue Juan Crisóstomo, obispo de Constantinopla. En sus “Ocho sermones contra los judí­os” predicó contra las sinagogas, la pascua judí­a, la ausencia de un ministerio judí­o legí­timo, el fracaso judí­o para entender las Escrituras de modo apropiado, las fiestas judí­as y contra los cristianos que tuvieran cualquier simpatí­a por los judí­os o amistad con ellos. Los concilios de la Iglesia prohibieron los matrimonios entre judí­os y cristianos; en realidad, todas las relaciones sexuales. El intercambio de regalos estaba prohibido, como lo estaba aceptar la hospitalidad ofrecida por judí­os. A los judí­os se les prohibí­a tener esclavos: así­ no podí­an ya poseer y trabajar la tierra o trabajar en la industria. No se podí­an construir nuevas sinagogas, y fueron prohibidas las actividades misioneras de cualquier tipo. Los judí­os estaban excluidos de la vida militar, no podí­an ejercer de abogados en tribunales o llegar a ser funcionarios del Estado. ¿Habrí­a sido necesario prohibir todo esto si no hubiera formado parte y parcela de la vida y relaciones sociales ordinarias?

A pesar de la multitud de medidas restrictivas contra ellos, hacia el siglo viii los judí­os se habí­an extendido por todo el mundo mediterráneo: por España; después por el territorio franco y teutónico y por los valles del Rin y del Mosela. En Occidente podí­an todaví­a dedicarse a la agricultura y al comercio, y en la pení­nsula Ibérica serví­an a menudo como intermediarios entre cristianos y musulmanes, ya que eran de fiar para ambas partes. La dos comunidades, cristiana y judí­a, viví­an de modo relativamente pací­fico una junto a otra; la judí­a a veces incluso bajo estrecha supervisión, si no bajo la protección, del obispo. Hubo, desde luego, dificultades locales de vez en cuando, como la expulsión de los judí­os de Mainz por orden del emperador Enrique II en el año 1012; pero en conjunto la vida era pací­fica y el futuro parecí­a prometedor.

c) Las cruzadas. Las cosas cambiaron con la llamada del papa Urbano II a la primera cruzada el 26 de noviembre de 1095, abriendo un perí­odo de persecución como jamás antes habí­an experimentado los judí­os. Las hordas de cruzados, en su mayor parte indisciplinadas, azuzadas por agitadores a un frenesí­ religioso, comenzaron a pensar: “¿Por qué tendrí­amos que ir a Tierra Santa a liberar Jerusalén de los musulmanes enemigos de Cristo mientras tenemos a sus enemigos judí­os aquí­, en medio de nosotros? Deshagámonos de ellos primero”. Y lo intentaron, con sangrientas consecuencias, especialmente a lo largo del valle del Rin y en Francia. Apostasí­a o muerte eran las opciones ofrecidas a los judí­os, quienes, deberí­a decirse una vez más, fueron a menudo protegidos por el obispo del lugar o incluso por el rey.

Desde el momento en que a los judí­os no se les necesitaba como comerciantes o intermediarios y sus granjas fueran destruidas, se vieron forzados a convertirse en prestamistas, prenderos y usureros. Fueron acusados de conspirar contra los cristianos, de envenenar pozos y de asesinato ritual de niños. Obligados a llevar distintivos especiales (concilio de Narbona, 1227) y vestido especial (gobierno de Castilla, 1412), se les forzó a vivir en distritos especiales, y en la época de la reforma fueron obligatorios los guetos. Eran éstos distritos o calles aislados, que se cerraban por la noche. Sus libros fueron públicamente quemados en Parí­s en el año 1242 y en el 1248. El papa Inocencio III, en el siglo XIII, declaró oficialmente a los judí­os culpables de la crucifixión, y por su perpetua culpabilidad condenados como Caí­n a ser errantes y fugitivos para siempre. La Inquisición, establecida en el año 1233 contra los herejes cristianos, fue utilizada en España en el siglo xv para eliminar a los judí­os que se habí­an convertido en cristianos de nombre, pero todaví­a practicaban su religión en secreto.

En 1290 los judí­os fueron expulsados de Inglaterra a Francia, y un siglo más tarde de Francia a España, sólo para ser de nuevo arrojados después de otros cien años. Por otra parte, tuvo lugar una emigración voluntaria hacia el Este, a Lituania y Polonia, que llegó a tener el mayor número de judí­os en Europa.

d) La influencia de Lutero. El siguiente momento bajo en la vergonzosa y embarazosa historia de las relaciones cristiano judí­as tuvo lugar en los dí­as de Martí­n Lutero (14831546). Después de 1517, Lutero habí­a llegado a ser inmensamente popular. Era tenido no sólo como reformador de la Iglesia, sino también como héroe nacional en Alemania. Mucha de la gente normal y de sus lí­deres, incluyendo a numerosos prí­ncipes regionales y electores, habí­an empezado a seguirle. Si bien se consideraban a sí­ mismos leales, aunque protestantes, hijos e hijas de la Iglesia, aceptaban con gozo las reformas en el culto que el monje y profesor desde Wittenberg introducí­a. La misa y otros actos de culto se tení­an en alemán, la Biblia podí­a leerse en esta lengua o bien se traducí­an himnos a ella o eran escritos en ella por Lutero y otros.

Lutero habí­a recibido lecciones de hebreo de un famoso erudito humanista que era también miembro de la orden dominicana (fundada originalmente para combatir a los enemigos de la Iglesia, herejes y judí­os incluidos), Johannes Reuchlin. Reuchlin habla llegado hací­a poco para el rescate de judí­os en Frankfurt y Colonia, donde se habí­an quemado públicamente copias del Talmud por obra de Pfefferkorn, un converso del judaí­smo violentamente antijudí­o, también dominico. Lutero siguió muy gustoso el consejo de Reuchlin de estudiar los libros judí­os en vez de quemarlos. Sus clases sobre el libro del Génesis son prueba de esto. En esta época veí­a él en los judí­os algo parecido a los primeros protestantes contra la Iglesia cristiana y estaba deseoso de ayudarles de cualquier modo a su alcance. A cambio, parecí­a haber esperado una conversión masiva al nuevo movimiento protestante. En un panfleto “Jesús nació judí­o” declaraba que Jesús pertenecí­a más a los judí­os que a los gentiles germanos, y que por tanto debí­an ser tratados con amabilidad y con amor cristiano más que con la “ley del Papa”. Escribió acerca del vergonzoso modo en que los judí­os habí­an sido tratados por los cristianos a lo largo de la historia, “como si fueran perros y no seres humanos”.

Sin embargo, con el paso del tiempo Lutero se vio forzado a reconocer que su expectativa de la conversión de los judí­os no se iba a cumplir. Parecí­an estar tan poco interesados en su interpretación del evangelio como lo habí­an estado en la predicada por la Iglesia durante los mil quinientos años anteriores. Estaba amargamente decepcionado, y tres años antes de su muerte en 1546 escribió un panfleto, “De los judí­os y sus mentiras”, cuyo tono era tan vil, que a duras penas ha sido superado desde entonces, ni siquiera por la prensa nazi antisemita. De hecho, mucho de lo que en ella puede encontrarse fue tomado directamente de Lutero. Debemos saber que una gran parte del antisemitismo que se hallaba en tantas Iglesias luteranas tení­a su origen en este panfleto del reformador. Se ha de señalar, sin embargo, que las Iglesias luteranas han repudiado después el antisemitismo.

e) Consecuencias de la ilustración. La ilustración, o la edad de la razón como también se la llama, comenzó como una tendencia de pensamiento después de la revolución inglesa de 1688. El racionalismo de Descartes, el descubrimiento de Newton de un orden fundamental universal y el empirismo de Francis Bacon fueron influencias que condujeron a ella. Su meta puede decirse que fue la aplicación del pensamiento racional y cientí­fico a los temas sociales, polí­ticos, económicos y religiosos. Habí­a que acabar con actitudes medievales (incluyendo, desde luego, la reforma) de intolerancia y oscurantismo religioso, pero también con las restricciones sobre el comercio y empresas comerciales. Libertad, razón y humanitarismo llegaron a ser los eslóganes por los que se debí­a vivir. Los derechos del hombre -hoy podrí­amos decir derechos humanos- fueron proclamados no sólo por filósofos y ensayistas en Inglaterra, Francia y Alemania, sino también por los “déspotas ilustrados”, tal como querí­an ser conocidos, en Rusia y Prusia, en Austria e incluso en España.

Fueron los judí­os, como sección más despreciada de la sociedad, quienes más se iban a beneficiar de la ilustración. No debe olvidarse, sin embargo, que los derechos humanos no son necesariamente lo mismo que los derechos civiles, y les costó años a los judí­os adquirir sus plenos derechos como ciudadanos. Francia en 1791 fue el primer paí­s, se guidó por Holanda y Prusia en 1796 y 1812, respectivamente. Aunque parezca mentira, Inglaterra oficialmente siguió mucho más tarde; pero para entonces la integración social de los judí­os se habí­a llevado a efecto desde hací­a tiempo.

Bien pudo parecerles a los judí­os que sus desgracias habí­an casi desaparecido y que la persecución que habí­an estado sufriendo durante cientos de años estaba a punto de llegar a su fin. Por desgracia, no iba a ser así­; continuaron las objeciones a su liberación civil desde los cí­rculos que más tení­an que temer por su propiedad y sus privilegios: terratenientes, las clases medias, que estaban en proceso de llegar a ser más acaudaladas a causa de la revolución industrial, y el ejército.

Las victorias de Napelón y sus consecuencias también influyeron en el pensamiento de las clases cultas y en el de la población en general. Este enemigo exterior, que fue derrotado con la ayuda de otras naciones en un perí­odo de tiempo relativamente corto, dejó una huella duradera en los responsables del desarrollo y educación mental de sus compañeros ciudadanos: profesores de las universidades alemanas, escritores y periodistas. Buscaban y hallaban, pensaban. ellos, una lección de valor permanente. Las guerras napoleónicas demostraron que los Estados vení­an y se iban, sus fronteras podí­an cambiarse y evitarse. Se necesitaba algo más permanente para proporcionar un fundamento sólido ala vida, tanto personal como polí­tica. La idea de la nación, o “Volk”, natural en el sentido de, ser dada por Dios; no creada por el hombre, y por tanto mutable, habí­a nacido. El esbozo de la filosofí­a del hombre de Johann Gottfried Herder fue fundamental para pensadores posteriores como Hegel y Fichte, Schleiermacher, E.M. Arndt y H. von Goerres. Fueron seguidos una generación más o menos después por Marx, Eugen Duhring, Richard Wagner, H. von Treeitschke, Adolf Stoecker y Paul de Lagarde.

Antes que nada, estaba la nación. Era pura y santa y debí­a ser preservada en su pureza a toda costa. Los extranjeros no podí­an ser miembros de ella, pero se les hospedaba y miraba por encima del hombro. Los judí­os, dispersos entre las naciones, eran considerados como inclinados a destruir la unidad de la nación, y por lo tanto eran mal recibidos. Su influencia debí­a mantenerse a raya, si no podí­a ser destruida. La propaganda antisemita en la prensa diaria fue apenas superada por los periódicos en la época de los nazis. Motines populares en ciudades como Hamburgo y Frankfurt y en pueblos y aldeas de Baden y Baviera forzaron a las autoridades a llamar al ejército para suprimirlas. Aunque las vidas de los judí­os individuales podí­an haber estado razonablemente seguras, su existencia como grupo identificable lo estaba bastante menos. Los judí­os siguieron siendo pintados como enemigos de Cristo, y los sermones antijudí­os y pronunciamientos de la Iglesia eran comunes. Una buena parte de la ideologí­a antijudí­a nazi nació de la forma de pensar de la Alemania culta del siglo xix.

En toda la historia cristiana, el conflicto entre cristianos y judí­os habí­a sido un conflicto religioso, una lucha entre dos credos religiosos diferentes. A mediados del siglo XIX la perspectiva cambió. El antijudaí­smo, como habí­a sido hasta entonces, se transformó en antisemitismo (término que originalmente pertenece a la ciencia de las lenguas) y la lucha se trasladó al campo de la raza. El judaí­smo en cuanto a religión llegó a ser algo insignificante, el judaí­smo en cuanto raza se convirtió en el enemigo. La raza se consideraba como algo fijo e inmutable, cómo algo que nunca podí­a cambiar y jamás podí­a ser cambiado. A causa de la raza, el judí­o era considerado malo e incambiable; el bautismo no realizarí­a ningún cambio. El ensayo de Joseph Arthur Comte de Gobineau sobre la Desigualdad de las razas humanas, que apareció en 1855, proporcionó el fundamento cientí­fico a las teorí­as raciales subsiguientes. Estas fueron seguidas en Alemania por los escritos del filósofo antirreligioso Eugen Duhring y por Houston Steward Chamberlain; el yerno inglés de Richard Wagner. Su obra Fundamentos del siglo XIX, escrita originalmente en alemán (1899), se convirtió en libro de texto para los ideólogos nazis con su glorificación de los logros teutónicos y puntos de vista violentamente antisemitas.

Otros dos acontecimientos, importantes por su influencia sobre futuros desarrollos, deben mencionarse. El caso Dreyfuss tuvo lugar en Francia en 1894, cuando un capitán judí­o del ejército fue acusado y después convicto de alta traición por vender secretos militares a Alemania. El libro de Emilio Zola Jáccuse, junto a las voces de muchos franceses, incluyendo la del presidente de Francia, contribuyó a hacerle volver a Parí­s, después de cuatro años, cuando fue rehabilitado. Sin embargo, el daño se habí­a hecho; el antisemitismo dividió a la población francesa y contribuyó a aumentar el número de socialistas. También alimentó el auge del movimiento sionista entre los judí­os de la Europa occidental.

Ha de hacerse mención también de la obra Los protocolos de los ancianos de Sión, publicada primero en Francia con ayuda financiera de la policí­a secreta imperial rusa. Pretendí­an ser las actas de reuniones secretas de un alto mando judí­o internacional cuya intención era conquistar y gobernar el mundo. El panfleto apareció primero en Rusia, y fue ampliamente utilizado después de 1917 por los monárquicos contra la revolución de octubre, en la que, por supuesto los judí­os estaban implicados. Desde entonces ha sido traducido a todas las lenguas de la Europa oriental y occidental, así­ como al árabe. Hitler lo conocí­a bien e hizo uso de él en su libro Mein Kampf. Lo mismo hicieron Goebbels y Alfred Rosenberg (El mito del siglo XX). Los Protocolos difí­cilmente habrí­an tenido tal éxito en Rusia y en Polonia si no hubieran existido allí­ una y otra vez persecuciones judí­as (especialmente en la década de los años 1880), aunque éstas no fueran jamás de la magnitud del holocausto.

El marco ideológico para los acontecimientos del perí­odo del holocausto habí­a sido firmemente preparado a lo largo de la historia europea, y de manera no menos importante en el siglo xtx. Sólo se necesitaba una chispa para que la estructura entrara en llamas. La primera guerra mundial y sus consecuencias la proporcionaron.

No deberí­a olvidarse que, siguiendo la ilustración, innumerables individuos y familias judí­as abandonaron todo lo judí­o y se unieron a la mayorí­a en Alemania, Inglaterra y otros paí­ses occidentales. Su influencia sobre los desarrollos culturales, económicos y polí­ticos fue grande: ocuparon cátedras en las universidades, se convirtieron en escritores y publicistas, médicos y abogados. Se sentí­an alemanes, británicos, etc. Consecuentemente, cuando estalló la guerra en 1914, muchos de ellos lucharon por su paí­s junto a sus conciudadanos.

4. LOS Aí‘OS DEL HOLOCAUSTO: 1933-1945. a) Preludio del exterminio. Si existen dí­as en la historia humana de los que nada podrí­a venir excepto mal, el 30 de enero de 1933 debe seguramente ser contado entre ellos. Este fue el dí­a en que Adolf Hitler, el lí­der del partido nacionalsocialista alemán de los trabajadores, fue nombrado canciller de Alemania de modo totalmente legal y democrático, aunque no sin emplear resortes entre bastidores y de negociar entre los partidos de la derecha polí­tica. Para clarificar esa situación se tuvieron elecciones el 5 de marzo, que dieron al partido una abrumadora victoria.

Desafortunadamente, mucha gente de la clase media estaba mal preparada para los acontecimientos del 30 de enero y para lo que iba a seguir. Hubiera ofendido su dignidad trabar conocimiento con aquel estrepitoso y turbulento ex cabo austriaco, pintor de brocha gorda, luchador callejero y orador en las bodegas de cerveza. Habí­a escrito incluso un libro, publicado en 1925 Mein Kampf (Mi lucha); pero ¿por qué iba a tomársele en serio? Estaba lleno de exageraciones y de lenguaje hiperbólico acerca de cosas que jamás podí­an suceder en Alemania, como: “Ciudadano sólo puede serlo quien es miembro de la nación; miembro de la nación sólo puede ser quien tiene sangre alemana sin hacer caso de la confesión religiosa; ningún judí­o, por tanto, puede ser miembro de la nación”. ¿Por qué deberí­a uno preocuparse por tales cosas? En primer lugar, ¿no habí­a muchos judí­os por todas partes y no habí­a declarado el párrafo 24 del programa de 1923 del partido que “el partido defendí­a el cristianismo positivo sin atarse él mismo en materia de credo a ninguna confesión particular”? Eso era suficiente como garantí­a de conducta cristiana civilizada, aun cuando la siguiente afirmación del programa habí­a establecido que “el partido combate el espí­ritu judí­o del materialismo dentro y fuera”. No deberí­a olvidarse tampoco que, como consecuencia de la derrota de Alemania en la primera guerra mundial, las condiciones económicas, polí­ticas y sociales a lo largo de los años veinte pedí­an a gritos un lí­der fuerte que pudiera poner orden en el caos existente y condujera a la gente y al paí­s hacia un futuro de paz y seguridad. Otra razón para desear un salvador polí­tico era el “peligro bolchevique’ , el miedo a que el comunismo ruso pudiera extenderse a Alemania y a Occidente mientras las condiciones fueran tan inestables.

Los acontecimientos se desarrollaron rápidamente y de acuerdo con la ideologí­a nazi. El 1 de abril de 1933 se declaró en todo el paí­s un boicot a las tiendas propiedad de los judí­os; a los que querí­an entrar en ellas se les impedí­a por la fuerza el hacerlo por parte de los camisas negras nazis apostados en el exterior, o eran anotados sus nombres. Unos dí­as después, el 7 de abril, se aprobó la primera ley antijudí­a; era una “ley para la restitución de la burocracia oficial profesional”, excluyendo a todos los judí­os (excepto a quienes habí­an servido en la primera guerra mundial). El ejercicio de los abogados judí­os fue severamente restringido, como lo fue el de los médicos; se negó el ingreso en escuelas y universidades a los niños y jóvenes de extracción judí­a o semijudí­a (dos abuelos judí­os), incluyendo a aquellos que fueran cristianos por haber sido bautizados. Todo esto era perfectamente legal, con leyes y reglamentos aprobados al modo parlamentario usual.

Los incidentes locales de naturaleza antisemita fueron abundantes; la prensa nazi publicaba artí­culos y comentarios contra los judí­os todos los dí­as, y el Der Stuermer (El soldado de la sección de asalto), del lí­der de distrito Streicher, no pudo caer más bajo en sus viles y deliberadamente sucios artí­culos y caricaturas antijudí­os. En 1933 viví­an en Alemania unos 500.000 judí­os. En los años sucesivos muchos de los que tuvieron la oportunidad abandonaron el paí­s, trasladándose a veces sólo a un Estado vecino, donde, después de estallar la guerra, los nazis los cogieron. De los que se quedaron, un buen número creyó que su situación no podrí­a ser peor.

El siguiente hito en las medidas antijudí­as se alcanzó en 1935. Durante el congreso anual del partido en Nuremberg se proclamaron las más duras leyes antijudí­as. A partir de entonces sólo los miembros de la nación, es decir, los llamados arios, eran ciudadanos de pleno derecho y con privilegios; los judí­os sólo podí­an ser ciudadanos del Estado con deberes que cumplir, pero sin ningún derecho. No se permití­an ya matrimonios entre judí­os y arios; los matrimonios entre arios y semijudí­os necesitaban de un permiso especial, que se tardaba en conceder meses e incluso años (a no ser que se pudiera y se quisiera hacer una contribución financiera muy sustancial al tesoro del partido). A los solicitantes se les decí­a que sus hijos serí­an mestizos, y que por tanto no se les permitirí­a casarse. Las relaciones sexuales entre judí­os y arios eran punibles, y a ninguna mujer aria por debajo de los cuarenta y cinco se le permití­a realizar tareas domésticas en una casa judí­a.

Poco después, a todos los ciudadanos judí­os se les retiró el derecho a participar en elecciones parlamentarias; pero durante los juegos olí­mpicos del verano de 1936, los signos, carteles y otros indicios de antisemitismo oficial fueron cuidadosamente retirados para causar una buena impresión en los extranjeros visitantes y para decirles que lo que ellos habí­an leí­do en la prensa de su paí­s no era cierto o era al menos enormemente exagerado. En noviembre de 1937 se suprimió el privilegio de obtener pasaportes para viajar al extranjero, excepto en casos especiales, como la emigración. En julio del año siguiente se canceló el derecho a ciertos empleos y se promulgó la orden de que, a partir del 1 de enero próximo, tení­an que llevar tarjetas de identidad especiales. Desde julio de 1938 los médicos judí­os podí­an actuar sólo como “acompañantes médicos”, y en agosto de ese año a todos los judí­os se les exigió añadir a sus nombres bien el de Israel o el de Sara, si no eran reconocibles ya como nombres judí­os. A1 comenzar ese octubre los pasaportes judí­os debí­an imprimirse con una “J” mayúscula.

En octubre de 1938 comenzó la deportación de judí­os a gran escala. Quince mil judí­os, que habí­an sido declarados apátridas, fueron enviados a Polonia, que estaba muy poco dispuesta a recibirles. Tuvieron que pasar meses en la región entre los dos paí­ses, en tierra de nadie, hambrientos y sufriendo espantosas condiciones fí­sicas y sanitarias. Entre ellos se encontraban los padres de un joven judí­o que viví­a en esa época en Parí­s. En su desesperación intentó asesinar a un consejero de la embajada alemana, que murió dos dí­as después del atentado. Promovido por Goebbels, ministro de propaganda nazi, siguieron varios dí­as de amotinamiento antijudí­o, que culminaron en la “noche de los cristales” (8 de noviembre de 1938), durante la cual calles, plazas públicas y patios traseros se llenaron de cristales de las ventanas de las sinagogas, tiendas y casas judí­as privadas.

Como “reparación” por el asesinato de Parí­s se exigió de toda la comunidad judí­a mil millones de marcos y se condenó a los judí­os a reparar todos los desperfectos de la noche de los cristales a sus propias expensas. Como consecuencia posterior, los judí­os no podrí­an ya poseer negocios, y se les prohibió asistir a conciertos, teatros u otros acontecimientos culturales. Poco más tarde los nazis cerraron definitivamente todos los establecimientos comerciales judí­os y se los apropiaron. Algunos distritos fueron cerrados a los judí­os durante ciertas horas del dí­a, y a las áutoridades locales se les autorizó a excluir a los judí­os de las calles en las fiestas y conmemoraciones nazis. Se les prohibió el acceso a las universidades hacia finales de 1938. Los bienes raí­ces, tí­tulos y joyas tení­an que ser entregados a las autoridades. Hacia la primavera de 1939 el número de judí­os en Alemania se habí­a reducido a 215.000.

b) Los años de la guerra. Al comienzo de la guerra, en septiembre, se instituyó un toque de queda, y los judí­os tení­an que apagar sus radios. Inmediatamente comenzaron las atrocidades contra los judí­os en Polonia, llevadas a cabo por el ejército alemán invasor y por destacamentos especiales de las fuerzas de seguridad nazis. Los judí­os de Austria comenzaron a ser deportados a Polonia, donde todos los judí­os eran obligados a llevar una estrella de David amarilla.

Con la invasión de Rusia en junio de 1941 comenzó la última fase de lo que se refiere a la “cuestión judí­a”. Un decreto de ese mismo mes obligaba a todos los judí­os a declararse a sí­ mismos “no creyentes”: los judí­os en Alemania, en lo sucesivo, también tení­an que llevar la estrella de David y no podí­an abandonar ya sus lugares de residencia sin el permiso de la policí­a. Los judí­os no iban a tener ya ningún contacto social con los alemanes, ni se les iba a permitir utilizar los teléfonos públicos. En octubre comenzaron las deportaciones de judí­os a gran escala a los campos de concentración. Hacia enero de 1942 su número en Alemania habí­a descendido a 130.000.

El 20 de enero de 1942 se celebró un congreso en Wannsee, unos pocos kilómetros a las afueras de Berlí­n, para proponer planes para la “solución final” de la cuestión judí­a tanto en Alemania como en toda la Europa ocupada. Todas las medidas secretamente planeadas, que Hitler y sus ayudantes habí­an siempre tramado, se pusieron en práctica. Sólo después de la guerra llegaron los alemanes y el mundo en generala conocer todo el alcance de este genocidio organizado. Más de seis millones de judí­os, gitanos, polacos y otros “indeseables” en Alemania y en la Europa ocupada, que eran un estorbo en el camino de la raza nórdica pura que los nazis, y otros antes que ellos, habí­an estado soñando, fueron brutal e inhumanamente asesinados. A1 congreso habí­an asistido altos funcionarios de varios ministerios alemanes, del partido y de los servicios especiales de seguridad, y fue dominado por Heydrich, que habí­a sido señalado por el mariscal del, Reich Goering como el hombre para ejecutar todos los planes. La emigración y los campos de concentración no habí­an sido suficientes; por eso habí­a que encontrar una nueva solución: la evacuación de los judí­os de toda Europa para internarlos en campos en la Europa del Este. Pocos meses antes, en el otoño de 1941, habí­a tenido lugar la muerte experimental de presos en cámaras de gas en los campos cerca de Posen y en Auschwitz. Ahora se exigí­a un máximo esfuerzo. El esfuerzo requerido para construir los campos de exterminio podí­a ser aportado por aquellos judí­os que estuvieran fí­sicamente fuertes. Trabajarí­an hasta que se desplomaran y murieran de agotamiento o se les diera un tiro. A todos los transportados al Este se les decí­a que tení­an que trabajar para contribuir al esfuerzo de la guerra. La razón última de su viaje serí­a mantenida en secreto para ellos y para la población alemana. Europa fue sistemáticamente registrada con minuciosidad buscando judí­os.

En total se construyeron seis campos de exterminio. Eran diferentes de los campos de concentración ordinarios, que al principio del perí­odo nazi al menos eran anunciados como “campos de protección”, en los que los prisioneros iban a ser protegidos por su propio bien de la furia de la población. Eran también denominados “campos de reeducación”.

Muchas de las medidas tomadas por Hitler contra los judí­os habí­an sido utilizadas antes en la historia: guetos, vestido especial, la estrella amarilla, toque de queda, restricciones en el viajar, supervisión por parte de la policí­a y de los vecinos. Lo nuevo era la escala masiva y la aplicación sistemática y cientí­fica de modernas tecnologí­as, técnicas de control y refinamiento burocrático. La marcha de la guerra era menos importante que la destrucción de los judí­os en Alemania y en toda la Europa ocupada. Se desviaron trenes, se tendieron nuevas lí­neas de ferrocarril y se las proveyó de personal; se requisaron miles de vagones de mercancí­as, en los que fueron hacinados hombres, mujeres y niños judí­os. Unidades de las fuerzas armadas y guardias de seguridad nazis fueron enviadas a Polonia y otros distritos donde habí­a campos de exterminio. Se apartó a ingenieros, quí­micos y fí­sicos del esfuerzo de la guerra para que trabajaran en aquellos campos en inventar y después supervisar los diabólicos medios de destrucción de millones de personas. ¡La ideologí­a tení­a que vencer a toda costa! Algo parecido a un fanatismo religioso dictaba la polí­tica. Para crear el anhelado cielo sobre la tierra, que iba a durar al menos mil años, habí­a que crear primero el caótico infierno del que vendrí­a el asesinato de seis millones de judí­os.

Difí­cilmente podemos imaginarnos las reacciones de los primeros que entraron en los campos en la primavera de 1945. Debió parecerles increí­ble, inhumano, impí­o. ¿Por qué nadie hizo nada por ellos y ayudó a salvar al menos algunas de las ví­ctimas de esta brutalidad masiva? Los gobiernos de Moscú, Londres, Parí­s y Washington eran bien conscientes de ello, pero por razones polí­ticas, militares y estratégicas fueron incapaces o se mostraron poco dispuestos a hacer algo. ¿Y la gente de Alemania? El pleno alcance del genocidio puede que fuera desconocido para la mayorí­a; pero la gente sabí­a al menos vagamente lo que se estaba haciendo, cómo la persecución de judí­os y “no arios” se habí­a hecho más fuerte, más abierta y “legal”. La gente tení­a parientes que volví­an a casa del frente del Este, soldados y personal de las SS directamente implicados en las atrocidades. Deben haber hablado a sus mujeres, sus médicos, quizá a sus pastores; pero les habí­an dicho también: “Mantened la boca cerrada sobre esto, no lo mencionéis, o vosotros y yo tendremos que pagar por ello con nuestras vidas o ser enviados a un campo de reeducación”. En la atmósfera general de terror y falta de libertad en la que la gente viví­a, funcionaba. Muchos guardaron silencio.

Desde luego hubo otros muchos, aunque por la naturaleza del caso las estadí­sticas se han perdido. Hubo gente que protegió a judí­os, fueran amigos, vecinos o simplemente judí­os, escondiéndolos o pasándolos de contrabando por las fronteras a paí­ses neutrales como Suiza o Suecia. Hubo gente que habló alto: los nombres de los cardenales arzobispos de Munich y Müüster, Faulhaber y von Galen, no deben ser olvidados; ni el de Bernhard Lichtenberg, el valeroso deán romano católico de Berlí­n, que protestó frecuentemente en su revista parroquial y que murió mientras era deportado a un campo de concentración. Ni el del pastor Dietrich Bonhdffer, que en los primeros dí­as del régimen escribió contra la persecución de los judí­os, ayudó a no pocos a salir del paí­s y que, desesperado por el tratamiento nazi de los judí­os, se vio envuelto en el movimiento clandestino de las fuerzas armadas, por lo que fue ahorcado una semana antes de que acabara la guerra oficialmente. La actitud de la Iglesia hacia la cuestión judí­a, escribió, determinará si todaví­a es cristiana o no. La expulsión de los judí­os de Occidente traerí­a necesariamente con ella la expulsión de Cristo, porque Cristo era judí­o; “y el pueblo de Israel seguirá siendo para siempre el pueblo de Dios; el único pueblo que no pasará, porque Dios se ha convertido en su Señor, Dios ha puesto su residencia en él y ha construido su casa”.

Hubo otros dos hombres, ambos pastores luteranos, cuyos nombres fueron frecuentemente mencionados por ayudar a judí­os y cristianos no arios lo mismo a esconderse en Alemania que a emigrar: Grueber en Berlí­n y Maas en Heilderberg. Y no deberí­amos olvidar a personas como Maximiliano Kolbe, el sacerdote católico romano que eligió morir en el campo de Auschwitz con la esperanza de que de ese modo se pudiera salvar la vida de otro preso. Todo esto puede que parezca, y de hecho lo fue, más que gritar en el desierto; pero incluso un pequeño grito es mejor que no gritar nada.

Todos los nombres mencionados hasta aquí­ lo eran de personas muchas de ellas en posiciones prominentes, pero que hablaron o actuaron no como representantes de sus organizaciones sino con su capacidad individual. Las Iglesias, tanto protestantes como católico-romana, prefirieron permanecer en silencio. No estaban interesadas en el destino de los judí­os como tal. La antigua historia de los judí­os que han perdido su posición ante Dios no habí­a sido todaví­a olvidada; la teorí­a de la sustitución todaví­a se tení­a por buena. Habí­a relativamente pocos judí­os bautizados entre sus miembros y todaví­a menos entre el clero. Existí­a la tendencia a no interferir en lo que se consideraba dominio del Estado, y existí­a la tendencia totalmente humana de guardar silencio cuando hablar puede costar caro. No se prestó atención al mandato de Prov 31,8.9, que tanta importancia tuvo en los cí­rculos de Bonhtiffer: “Abre tu boca en favor del mudo…, por el desventurado y el pobre”. Considerando que la mayorí­a de la gente que trabajaba en los campos de exterminio habí­a sido probablemente bautizada, o al menos afirmaba creer en lo que Hitler llamaba “cristianismo positivo”, y considerando el silencio de ambas Iglesias y de la población en general, seguramente no es una exageración por parte de Franklin H. Littell hablar y escribir de “apostasí­a general” y de la “a postasí­a de los millones que colaboraron”.

Desafortunadamente, esos millones no estaban sólo en Alemania y en los paí­ses ocupados por Alemania o aliados con ella. La colaboración indirecta vino después por parte de aquellos que simplemente no hicieron nada o rehusaron hacer más. El asesinato en masa de judí­os tuvo un paralelo en la apostasí­a en masa de cristianos fuera de Alemania que rehusaron alzar sus voces en favor de los perseguidos y forzar a sus gobiernos a abrir sus fronteras y dejarles entrar. Estados Unidos no quiso cambiar su sistema de cuota de inmigración en favor de los judí­os perseguidos. Gran Bretaña al comienzo de la guerra dio cobijo sólo a 70.000 “refugiados de la opresión nazi”. No serí­a justo a este respecto olvidar a un hombre de Inglaterra que no se cansó nunca de mencionar la situación de los judí­os, y que empleó muchí­simo tiempo y energí­a en ayudar a aquellos que habí­an sido capaces de emigrar de Alemania a Gran Bretaña, George K.A. Bell, obispo de Chichester. Australia admitió sólo a unos miles, Sudáfrica permitió la entrada en su territorio a 26.000, Argentina y Brasil admitieron cada una a unos 64.000. Canadá, por consejo del director de la Sección de inmigración, Fredericlc Charles Blair, obró de acuerdo con el principio de que “ninguno son demasiados”, con la excepción de varios cientos que llegaron por equivocación, porque habí­an sido tomados como prisioneros de guerra y como tales embarcados rumbo a Canadá. Deberí­a hacerse, sin embargo, mención aquí­ de una “Resolución respecto a la persecución de los judí­os” aprobada por el Sí­nodo General de la Iglesia de Inglaterra en Canadá (como se llamaba todaví­a entonces), reunido en Montreal del 12 al 21 de septiembre de 1934. El único paí­s deseoso de recibir judí­os en gran número era Palestina, y se le prohibí­a hacerlo por parte de la potencia mandataria, Gran Bretaña. En un libro rojo de 1939 el número de gente que se podí­a admitir por año fue fijado en 15.000, y por temor a la reacción árabe esa cifra no podí­a modificarse bajo ninguna circunstancia.

Hay muchas preguntas surgidas del holocausto que todaví­a hoy se hacen quienes se sienten afectados por aquella cruel tragedia y los que están interesados en la historia de nuestro siglo. ¿Cómo fue posible que los nazis desviaran de la guerra tan gran parte de su esfuerzo para perseguir, contra todas las consideraciones estratégicas, el intento de borrar del mundo a los judí­os? ¿Por qué no intervinieron los aliados, e incluso guardaron completo silencio? ¿Por qué precisamente en Alemania y por obra de alemanes:, cuando el antisemitismo habí­a sido mucho más fuerte en el pasado en Francia y Rusia? ¿Por qué no existió allí­ resistencia activa a las leyes antisemitas y a la deportación de los judí­os de Alemania y de lbs paí­ses ocupados por Alemania?

c) Reflexiones judí­as. Está también, por supuesto, la cuestión de cómo reaccionó la comunidad judí­a. Tras el primer silencio de pasmo, aparecieron varias reacciones. En la extrema derecha hasí­dica europea -lo que quedaba de ella- se oyeron algunas voces en términos de la ley del Deuteronomio (Dt 30,15ss) de pecado y castigo. Aunque uno no puede menos de quedar impresionado por semejante visión fundamentalista, bí­blicamente ortodoxa, incluso al afrontar un mal tan increí­ble como el holocausto, no deberí­a olvidarse que la mayorí­a de los pensadores europeos estaban más cercanos en su apreciación a lo que se pensaba en Norteamérica. En los Estados Unidos, Richard Rubistein, en su libro After Auschwitz, sostení­a, en efecto, que Dios habí­a muerto; sólo asumiendo esto podí­a entenderse Auschwitz. Emil Fackenheim responde: ¡No! Asumir que Dios ha muerto equivale a conceder a Hitler una victoria póstuma destruyendo el alma judí­a después de haber gaseado los cuerpos en los campos de exterminio. Consideraba que la ley judí­a 614 no podí­a admitir eso. Elie Wiesel guardó silencio durante mucho tiempo. Como superviviente no podí­a ni querí­a hablar, especialmente cuando Dios mismo habí­a permanecido en silencio de una manera tan patente. ¿Por qué? ¿No nos cuida y no nos cuidaba Dios? ¿Es Dios indiferente al sufrimiento del pueblo de Dios? ¿Está loco Dios? ¿Puede alguien razonar y discutir con un Dios así­? En general, se está de acuerdo en que ser capaz de entender Auschwitz serí­a peor que no entenderlo en absoluto. Significarí­a el fin de la Visión religiosa del mundo de uno. El rabino hacia el final del libro de Wiesel The Gates of the Forest dice: “¿Cómo puedes creer en Dios después de lo que ha pasado?” Los judí­os después de Auschwitz se sienten, por supuesto, justificados para mantener que el mesí­as todaví­a no ha llegado, y después de la miseria y el mal de Auschwitz están obligados a preguntarse con más urgencia que antes: ¿Cuándo vendrá? Los cristianos, por otra parte, que sostienen que ha venido, están también avocados a la pregunta: ¿Por qué existe todaví­a tanto mal en el mundo?

Esta pregunta acerca del mesí­as es algo que, más que separarles, une a cristianos y judí­os. Es algo que debe figurar en el orden del dí­a de cualquier diálogo, presente o futuro, entre las dos comunidades de fe.

5. EL JUDAíSMO: UNA CELEBRACIí“N DE LA VIDA. El judaí­smo es una celebración de la vida, y la vida es especialmente una celebración de una comunidad de personas. A pesar de los extremados infortunios afrontados por los judí­os a lo largo de los últimos trescientos años y a pesar de la catástrofe del holocausto, acontecimiento inmensamente doloroso y que destruyó una de cada tres comunidades judí­as del mundo de entonces, la tradición ha mantenido una aproximación positiva a la vida y una visión positiva del individuo humano, defendiendo una inversión en la experiencia de este mundo de la persona corriente en cualquier momento de la existencia.

a) Conceptos. Un sinnúmero de conceptos interactúan en la experiencia de una persona judí­a y configuran la experiencia vital.

Un concepto clave en la tradición es Dios. Como Creador, Dios es singular y único. Dios es eterno y no está atado a ningún lugar. El antiguo nombre bí­blico de Dios Yhwh, o “Ehyeh Asher Ehyeh” es decir, “Yo soy el que soy”, o “Seré lo que seré”, sugiere existencia eterna; el nombre bí­blico Elohim sugiere fuerza para ser aplicada en un sentido constructivo, y la apelación Adonai indica el señorí­o que deriva del ser creador de Dios. En el judaí­smo de la época greco-romana se hicieron corrientes otras apelaciones: hasem, “el nombre”, sugiere el especial poder creador de Dios, que hace ser, que imparte identidad especí­fica a objetos animados e inanimados por medio de su palabra (p.ej., Haya luz…), mientras Hamaqom, “el Lugar”, sugiere omnipresencia. Dios es el lugar para existir.

El compendio de la creación de Dios es el ser humano.

El judaí­smo considera la referencia al ser de la humanidad creada a imagen de Dios más como un desafí­o que como una simple afirmación de hecho. La gente del Próximo Oriente antiguo adoraba í­dolos-formas. La teorí­a que subyací­a al uso de la forma era que debí­a ser colocada en medio de la comunidad humana, en una casa especial (templo) diseñada para su comodidad. Si la forma era una correspondencia perfecta, el dios habitarí­a en ella, la in-formarí­a, y por eso habitarí­a en medio de la comunidad humana, que se beneficiarí­a de la presencia del dios.

El judaí­smo considera el individuo humano, creado a imagen de Dios, como la forma que debe ser informada por Dios. Todos nosotros recibimos el desafí­o de actuar a la manera divina. El judaí­smo pone un gran énfasis en el valor del individuo corriente. Vivimos como colaboradores de Dios en la creación en curso del mundo.

En el incidente del jardí­n del Edén, el judaí­smo ve no “la pérdida de la gracia”, sino más bien un paso hacia el cumplimiento del plan de Dios al crearnos. El conocimiento adquirido del árbol de la ciencia es conocimiento que nace de un acto de libre albedrí­o humano, yen sí­ mismo es liberador. Es entendido de diversas maneras: como conocimiento sexual, clave de la procreación; como el conocimiento de la certeza de la muerte, que debe ser un estí­mulo mayor para una actividad productiva en todo momento; como el conocimiento general que nos permite, en cuanto criaturas que probamos, examinamos y creamos, a nosotros criaturas creativas, aplicar los frutos de nuestro examen e investigar con vistas a la mejora de nuestro entorno humano, es decir, el mundo en el que Dios nos ha colocado.

A pesar de todo su deleite, el jardí­n de Génesis 3 es un lugar excesivamente limitado para la expresión humana. Este mundo -nuestro mundo- es nuestro jardí­n. Gozamos de su fruto a causa de nuestra dedicación a su producción. La mujer de Génesis 3 es “maldecida” con dolores de parto. El dolor es ciertamente grande; pero el gozo es grande también, como lo es el aprecio del gran potencial que cada nueva vida humana conlleva. La misma experiencia del nacimiento -la enérgica expulsión del nuevo ser humano del vientresupone para el nuevo ser humano una descarga que anima a tomar conciencia de la vida. Esta conciencia se desarrollará, crecerá y hará posibles grandes hechos. La expulsión del Edén puede entenderse de modo parecido. Es el estí­mulo necesario para colocar a la humanidad en el proceso deseado por Dios.

La relación entre el ser humano y Dios, entre una persona y otra, y el complejo de la experiencia personal y “sentimientos” del individuo como respuesta a su entorno total se describe en su forma más esencial mediante la idea de la alianza, que es la esencia de la Torah.

La noción de alianza -un convenio, acuerdo o tratado para describir las complejas relaciones mencionadas antes- es una noción modelada a partir de alianzas que existí­an en el mundo polí­tico del Próximo Oriente antiguo. En su revolucionaria apropiación de esta idea del reino de lo polí­tico al reino de las relaciones humano-divinas, el judaí­smo liberó al mundo de la experiencia en última instancia limitadora del mundo antiguo, con sus muchos dioses caprichosas con intereses en conflicto, exigiendo cada uno lealtad humana. En la Torah se revela la voluntad de Dios y se establece lo que Dios espera de la humanidad. Somos liberados de la ineficacia de la adivinación. El gran estudioso Abraham Joshua Heschel describe a nuestro Dios como un “Dios a la búsqueda del hombre”. La primera pregunta de. Dios al ser humano (Gén 3) es: “¿Dónde estás?” Dios está preguntando: “¿Dónde estás en tu relación conmigo, dadas las acciones que has cometido?” La acción humana es significativa a los ojos de Dios, y la responsabilidad es un aspecto clave de la existencia humana. Dios ama a la humanidad, creada a su propia imagen, y a través de la historia bí­blica Dios demuestra prontitud para acomodarse a la criatura humana.

Las alianzas de promesa con Noé (que el mundo jamás volverí­a a sufrir una destrucción global) y con David (que el linaje daví­dico será siempre la fuente del liderazgo humano definitivo) proporcionan una medida de seguridad y confianza ala comunidad humana. La alianza del Sinaí­, en la que se describe el plan de Dios de una comunidad humana productiva y en progreso, es la base para el definitivo desafí­o humano de hacer de nuestro mundo un lugar divino, en el que toda la humanidad y todo el mundo natural pudiera experimentar el placer y gozo completos. Las expectativas rituales y éticas de la alianza son complementarias, y todo sirve al propósito de una celebración de la vida.

La Torah es revelada al pueblo judí­o; es el anteproyecto de una comunidad modelo. La Torah no es en modo alguno estática, sino que evoluciona acorde con la cambiante experiencia humana. Está destinada al uso cotidiano, a cualquier persona. El Deuteronomio dice: “No está en el cielo”: no está distante o inalcanzable. Es un plan realista, y propone desafí­os realistas. En particular, percibe que los logros humanos más importantes tendrán lugar cuando los humanos trabajen juntos, en comunidad, para hacer de nuestro mundo un lugar más hermoso. La expresión productiva de cualquier comunidad contemporánea es la expresión acumulada de decisiones creativas de la comunidad histórica: todos los judí­os que nos han precedido. Existe un profundo sentido en el judaí­smo de unión simultáneamente de un judí­o con todos los demás judí­os contemporáneos y con todos los judí­os que han existido. Todos los judí­os se identifican con los gozos y el dolor de la existencia judí­a a lo largo de los siglos.

Aunque el judaí­smo no se ocupa de modo predominante de consideraciones de espacio o lugar, siendo Dios el espacio esencial (Hamaqom, como dijimos antes), la tierra de Israel es un lugar del todo especial, porque es allí­ donde la comunidad modelo descrita por la Torah encuentra su primera expresión. A través de su ocupación por la comunidad modelo, la tierra ha de ser una tierra modelo. Su variada topografí­a y su situación central en el mundo antiguo sugieren que sea la respuesta o reflejo en el mundo real del jardí­n de Génesis 3. La tierra es el jardí­n en el que, por medio de nuestro conocimiento, guiados por la alianza y articulados en una acción comunal, somos capaces de alcanzar grandeza para ser compartida y gozada por toda la humanidad. El fin, en 1948, de la larga separación de la mayorí­a de judí­os de su tierra especial es considerado por muchos judí­os como el comienzo de un proceso que conducirá a la expresión más productiva de todos los ideales encarnados en este complejo de conceptos que hemos discutido. En expresión contemporánea judí­a, el dí­a de la independencia de Israel (1948; en el calendario hebreo, el dí­a quinto del mes de Iyyar) y el aniversario de la liberación y reunificación de Jerusalén (1967; en el calendario hebreo, el vigésimo octavo dí­a de Iyyar) están señalados en la vida ritual y social de la comunidad judí­a porque tienen una significación muy especial. Se trata de un nuevo y especial desafí­o para los judí­os, particularmente para aquellos que viven fuera del Estado de Israel, de considerar el Estado de Israel como casa, y al mismo tiempo gozar, apreciar y contribuir a la experiencia de otra casa (Canadá o cualquier otro sitio en el que los judí­os puedan vivir), a menudo más familiar y, en muchos aspectos, más confortable.

b) La articulación de los conceptos de la vida. Mientras los conceptos que hemos descrito -Dios, el individuo, Torah y comunidad, la tierrainteractúan y, en su interacción, informan toda la existencia judí­a, la mayorí­a de los judí­os aprecian estos conceptos de un modo indirecto. La vida judí­a consiste en vivir hasta. el fin de la interacción de estos conceptos a menudo inconscientes. -La tradición judí­a, aunque ciertamente aprecia el significado de la contemplación, está principalmente enfocada a la acción. El vasto complejo de interacciones humanas, de unas con otras, dentro del yo y con el cosmos, son dirigidas por la Torah y, especí­ficamente, por los mandamientos o instrucciones (mitzvot) basados en las antiguas Escrituras judí­as y ampliados en cada generación y en cada lugar donde los judí­os viven. La elaboración es parte y parcela de la tradición misma. Responde a los nuevos desafí­os de tiempo y lugar para beneficio de la experiencia acumulada de la comunidad judí­a mundial, y también de la comunidad mundial de todos los pueblos, pues los judí­os han vivido entre muchos pueblos y se han beneficiado de sus intuiciones también.

El complejo de los rüitzvot es, en su totalidad, expresión religiosa judí­a. Para un judí­o vivir una vida judí­a es vivir una vida de servicio a Dios. En algún sentido, cada acto es litúrgico, cada acción un acto de oración o de alabanza. A1 mismo tiempo, varios mitzvot, particularmente en el área del ritual, son especí­ficos en cuanto al tiempo -la hora del dí­a para las oraciones diarias o la estación del año para las fiestas estacionales- o lugar -la sinagoga para la oración o el estudio comunitarios, aunque cualquier lugar donde se reúna un grupo de diez es idóneo, o la casa para los muchos rituales basados en la casa-. Cuando cumplimos los mitzvot, cuando actuamos en los términos de nuestra alianza con Dios, aceptamos el desafí­o de nuestro ser creado a imagen de Dios. Completamos esa imagen a través de nuestras acciones. A1 hacerlo así­, servimos a la meta del tikkun olam, esbozando la unidad y totalidad de nuestro mundo.

La tradición judí­a identifica tres tipos de mandamientos o mitzvot, que cubren el campo de la experiencia humana. No todos los judí­os, en su vida, en el contacto con los demás o con el entorno natural, son conscientes de en qué mitzvot especí­ficos están implicados. Aunque la tradición aprecia la relevancia de la conciencia del lugar especial en el complejo de lá, existencia que cada interacción cubre, laque es importante en última instancia es la acción, no la conciencia de su ajuste en el sistema.

Los tres tipos de mitzvot son identificados como: 1) ben adam Lammaqom, es decir, entre un ser humano y Dios; 2) ben adam lehavero, es decir, entre el ser humano y otros seres humanos; y 3) ben adam 1’atzmo, es decir, entre un ser humano y el yo (dentro del propio yo).

La categorí­a ben, adam Lammaqom abarca el vasto conjunto de la ley ritual, incluyendo la indicación de dí­as especiales (fiestas, Sabbath), las reglas de la dieta y reglas de armoní­a con los ciclos de la naturaleza. Esta categorí­a aborda partes de la vida que tienen aspectos cósmicos, así­ como comunitarios.

Un judí­o experimenta la historia judí­a como un equilibrio de gozo y dolor, de aceptación y rechazo por parte de los otros. El holocausto aparece en gran medida como ejemplo catastróficamente horripilante, y en última instancia triste, de ese rechazo. Es horripilante en su dolor y en su destrucción de un modo de vida. Es triste en cuanto que trastornó, y para muchos judí­os sigue trastornando, la inquebrantable fe en la bondad esencial de los demás. Es un hecho que las Iglesias permanecieron esencialmente silenciosas durante los años de la destrucción de uno de cada tres judí­os, y que los nazis señalaron con orgullo a los dos milenios de historia cristiana como precedente al articular decretos cada vez más hostiles. Es profundamente triste que en una época de tan gran necesidad, tan pocas manos que habí­an tomadó-la comunión se tendieran para ofrecer vida. No es fácil recobrarse de tantas cicatrices fí­sicas y emocionales como el holocausto infligió. En muchos aspectos no existe recuperación posible. El gran desafí­o consiste en que esas cicatrices no nos incapaciten.

Como tradición que ama la vida, ama a todo el mundo y aspira al mejoramiento dé nuestro mundo, la vida cotidiana es un equilibrio entre tradición y cambio, y el mismo cambio es resultado de una dinámica interna y también, significativamente, interacción con toda la gente y todo el mundo natural. Para el judaí­smo; los desafí­os y los excitantes potenciales de la existencia son lo esencial de la vida, y el sendero hacia esos desafí­os positivos o la lealtad a la tradición es una obligación social que es preciso transmitir. El Deuteronomio grita: “Por tanto, elige la vida”. ¡Nosotros elegimos la vida! Y nuestro compromiso con la vida, como individuos y en comunidad, es motivo de celebración.

6. – HACIA UN FUTURO DISTINTO DEL PASADO. Comencemos con un pasaje de la novela de André Schwarz-Bart El final del Justo, ambientada en el Parí­s ocupado por los nazis. Los dos personajes aquí­ aludidos son jóvenes judí­os:
“]El (Jesús) fue realmente un buen judí­o o sea, un hombre compasivo y amable. Los cristianos dicen que lo aman, pero yo creo que lo odian sin saberlo. Y así­ cogen la cruz por el extremo opuesto y hacen de ella una espada y nos atacan con ella. Ya comprendes, Golda…, toman la cruz y la cambian completamente, la cambian completamente, ¡Dios mí­o!… Pobre Jesús; si volviera a la tierra y viera que los paganos han hecho de ella una espada y la utilizan contra sus hermanas y hermanos, se pondrí­a triste. Estarí­a afligido para siempre. ¡Y quizá realmente lo vea!”
Así­ resume el novelista de modo patético lo que desafortunadamente ha sido una pauta común en las actitudes y conducta del mundo cristiano hacia los judí­os y el judaí­smo durante casi veinte siglos. ¿Qué hay del futuro de la relación cristiano judí­a? A la luz del pasado verdaderamente terrible, ¿existe alguna esperanza real de un futuro radicalmente distinto de ese pasado?-Si existe, ¿sobre qué base debe construirse ese futuro; y existe a la vez el conocimiento y la voluntad de hacerlo, particularmente por parte de aquellos de nosotros que están comprometidos con la fe cristiana? Si estamos preparados para hacerlo, ¿tenemos el coraje y la honestidad indispensables para perseguir lo que creemos que Dios y la humanidad exigen de nosotros?

Estas preguntas están inspiradas tanto en la pasada historia de la relación cristiano judí­a como en el conocimiento accesible en la actualidad, que, si es tomado en serio por nosotros los cristianos, debe conducir a un replanteamiento radical de nuestra propia manera de autoentendernos como seguidores del judí­o fiel, Jesús, al que reconocemos como nuestro salvador y Señor. Entre los muchos factores interrelacionados que han llevado a prominentes pensadores cristianos, así­ como a laicos corrientes, a comprometerse en esta tarea, pocos pueden haber sido tan significativos como el horror que nos es conocido con el término de “holocausto”, así­ como el fenómeno único conocido para nosotros como el nacimiento del moderno Estado de Israel. A estos dos acontecimientos deberí­amos añadir el descubrimiento de los documentos de Qumrán y el respectivo desarrollo de la investigación bí­blica, con sus metodologí­as cada vez más sofisticadas, tanto en la rama romano católica como en las ramas del cristianismo no romano católico.

Debemos, desde el principio, tener firmemente en la mente dos puntos. Primero, el antisemitismo en cuanto fenómeno histórico es anterior a la entrada del cristianismo en la escena del mundo. En segundo lugar, el antisemitismo cristiano se ha mostrado mucho más duradero y pernicioso que cualquier otro conocido por nosotros por la historia “pagana” (especialmente grecorromana). Esto último apenas sorprende, cuando se considera el potencial de un prejuicio basado en la teologí­a; porque ¿qué podí­a ser peor que apoyar una propensión humana a temer (y de ahí­ a odiar) “al otro” con una sanción supuestamente divina? Los ejemplos proporcionados por las denominadas “guerras religiosas” -como las cruzadas, la guerra de los treinta años y conflictos más recientes en lugares como Irlanda del Norte, la India y el Oriente Medió- son bien conocidos. Por eso la mezcla de competitividad humana y racionalización teológica patente en la relación de la Iglesia con los judí­os fue claramente desastrosa para los últimos en consecuencias históricas.

a) Racionalizaciones teológicas. Los apartados precedentes de este artí­culo han descrito esas consecuencias históricas. Si queremos asegurarnos de que esas actitudes y conducta trágicas jamás vuelvan a producirse, los cristianos debemos en primer lugar ser conscientes, y desentendernos de determinadas racionalizaciones teológicas distorsionadas inherentes a nuestra tradición; sólo entonces estaremos en condiciones de construir un modelo positivo de futuras relaciones con nuestros hermanos y hermanas judí­os. Resumamos, pues, las racionalizaciones teológicas más significativas de nuestro pasado cristiano, y para hacerlo sigamos la exposición de “Impresiones antijudí­as generadas por primitivos escritos cristianos”, preparada por el doctor Michael Cooke:
1) Existe el cargo -quizá el más pernicioso de todos desde un punto de vista histórico- de que el pueblo judí­o, tanto de la época de Jesús como de toda la posteridad, fue colectivamente culpable de su muerte; y como Jesús es, en la creencia cristiana ortodoxa, la encarnación de Dios, el cargo se convirtió no en el de mero homicidio, sino en el de “deicidio”. Además de ser la acusación antisemita más potente, este cargo es -desde una perspectiva estrictamente histórica- absurdo y sin base. La mayorí­a de los judí­os de la época de Jesús en Palestina, así­ como la inmensa mayorí­a de judí­os dispersos por el mundo grecorromano, no supieron nada de Jesús. La afirmación de culpa colectiva es insostenible a la luz de la ética desarrollada tanto a partir de las Escrituras hebreas como del mismo NT.

2) Se ha alegado también que los infortunios históricos del pueblo judí­o -particularmente su dispersión por todo el mundo- fueron el justo castigo por el acto del “deicidio”. Este cargo es igualmente, desde una perspectiva histórica, infundado. La diáspora judí­a es muy anterior al advenimiento del cristianismo y tuvo lugar, de modo principal, aproximadamente quinientos años antes del nacimiento de Jesús. Como la mayorí­a de judí­os residí­an ya fuera de Palestina durante el ministerio de Jesús, es difí­cil ver cómo puede ponerse honestamente esto en la lista para apoyar una teorí­a teológica en quiebra.

3) Otra arma del arsenal polémico cristiano ha sido el cargo de “desplazamiento” o “sustitución”, según el cual la alianza de Dios con el pueblo de Israel habí­a sido abrogada en vista del rechazo de los judí­os de Jesús como Mesí­as (=el término griego, “Cristo’, instituyéndose una “nueva alianza” con los cristianos, que ahora desplazan o sustituyen a los judí­os como pueblo de Dios. Es esta forma de pensar la que produjo la expresión “Antiguo Testamento” como una descripción intrí­nsecamente peyorativa de las Escrituras hebreas. La nulidad bí­blica de la “teorí­a del desplazamiento” será mencionada más adelante.

Además de estos tres cargos, debemos señalar otros dos nuevos, que tendí­an a reforzar los anteriores y a aumentar su aceptación entre los fieles cristianos.

4) Llegó a ser práctica cristiana común -evidenciada ya en el NTdarse a una metodologí­a interpretativa particularmente maliciosa e inconsiderada, por la cual -particularmente en el caso de la literatura profética de la Biblia- las crí­ticas negativas realizadas por los profetas de sus hermanos judí­os sobre el amor y la preocupación por la fidelidad religiosa se las apropiaron los cristianos -la mayorí­a de los cuales eran, en última instancia, gentiles de origen- como armas polémicas con las que golpeara los judí­os. Encontraste con este procedimiento, los pasajes positivos de la literatura profética que tratan de las promesas de esperanza y redención fueron aplicados por los cristianos, no a los judí­os, a quienes los profetas habí­an dirigido estas palabras, sino a la Iglesia, que habí­a ahora reemplazado al “antiguo Israel” convirtiéndose en el “nuevo Israel”. Como muy bien ha dicho la estudiosa católica romana Rosemary Radford Ruether:
“En la exégesis cristiana del AT, la historia judí­a se parte por la mitad. La dialéctica de juicio y promesa se vuelve esquizofrénica, aplicándola no a un pueblo elegido, sino a dos pueblos: el pueblo réprobo, los judí­os, y el futuro pueblo elegido de la promesa, la Iglesia… El rechazo y asesinato del mesí­as es el punto culminante lógico de la historia de mal del pueblo judí­o. Es la Iglesia la que es la verdadera heredera de la promesa hecha a Abrahán.

Podemos también señalar que este mismo método de una hermenéutica selectiva se puede ver en el uso posterior de la Iglesia de las crí­ticas hechas por Jesús sobre algunos de los hombres religiosos de su tiempo. Estas crí­ticas, motivadas también por una auténtica preocupación y amor a su pueblo, se convirtieron más tarde en un recurso polémico, por el cual una autocrí­tica puramente interna (judí­a) se hizo externa y fue utilizada como medio de “desjudaizar” al mismo Jesús.

5) Se ha alegado también que el judaí­smo de los tiempos de Jesús se habí­a vuelto corrupto y sin vida, sin poder de autorregeneración, y que su rasgo más notable era un estéril y cruel “legalismo”desprovisto de contenido o motivación espiritual. Este cargo llegó a cristalizar en la presentación notoria y casi uniformemente negativa del partido religioso conocido por nosotros como los fariseos. Este cargo, como los precedentes, afortunadamente ha sucumbido igualmente a los hechos históricamente demostrables, a la cordura teológica y al puro sentido común. Ahora se sabe que el judaí­smo de los tiempos de Jesús era de hecho una mezcla rica y viva de diversas escuelas de pensamiento, como queda demostrado por lo que sigue: a) la variada literatura canónica y extracanónica desde c. 200 a.C. hasta la época de Jesús; b) los documentos de Qumrán, descubiertos a finales de la década de 1940 y popularmente conocidos como los Rollos del mar Muerto, y e) el cuadro inmensamente mejorado que ahora poseemos de los mismos fariseos. La “rehabilitación” de éstos en los últimos decenios ha sido extraordinaria, como lo ha sido el efecto de los descubrimientos de Qumrán en revolucionar nuestro conocimiento de la historia tanto del judaí­smo precristiano como del mismo cristianismo primitivo.

Debe subrayarse una vez más que la polémica antijudaica que acabamos de perfilar se puede encontrar no sólo en un cuerpo especí­fico de literatura patrí­stica, sino también, en un grado significativo, en el fundamento primordial del mismo NT. Este último hecho, aunque reconocido por muchos teólogos cristianos competentes y respetados de nuestros dí­as, es sin embargo desconocido o eludido por gran número de cristianos, que tienen que adaptarse aún a sus implicaciones para la Iglesia y el mundo. Ciertamente, incluso ciertos pasajes del NT que, cuando son comprendidos históricamente, pueden ser menos peyorativos hacia los judí­os de lo que pudiera parecer a primera vista, son a menudo leí­dos sin una exégesis correcta y, en consecuencia, mal entendidos y mal aplicados; en cambio, ciertos pasajes de un valor potencialmente grande para restaurar un respeto cristiano apropiado hacia los judí­os y el judaí­smo han recibido hasta hace relativamente poco atención inadecuada por parte de los investigadores cristianos de la Biblia, por no decir nada del laico medio.

b) Corregir los errores del pasado. ¿Qué se está haciendo, entonces, para que vayan quedando anticuados, para corregir los errores del pasado, y qué queda por hacer? Si se vieran obligados a elegir un acontecimiento de particular importancia para albergar alguna esperanza de una futura relación cristiano judí­a radicalmente distinta de la del pasado, muchos citarí­an sin vacilar la declaración del concilio Vaticano II sobre las “relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas”, usualmente llamada (por las palabras latinas con las que comienza) Nostra aetate, sección 4; esta última sección trata de modo especí­fico de la relación de la Iglesia con los judí­os y el judaí­smo, y fue oficialmente promulgada el 28 de octubre de 1965. Detrás de este pasaje relativamente breve hay, desde luego, una historia muy larga y, en algunos puntos, controvertida; pero el hecho de que fuera promulgada finalmente se debe, en gran parte, a los esfuerzos singularmente persistentes y pacientes del investigador judí­o francés Jules Isaac, cuyas investigaciones sobre la pasada historia de la “doctrina de desprecio” del cristianismo respecto a los judí­os y el judaí­smo tuvo un significativo impacto en la resolución del papa Juan XXIII de ver esta declaración aprobada por el concilio. Quizá sus afirmaciones más importantes tratan de dos de los cargos más perniciosos resumidos antes, a saber: el cargo de “deicidio” y la “teorí­a del desplazamiento”.

Nostra aetate afirma: “Según el apóstol (Pablo), los judí­os son todaví­a muy amados de Dios a causa de sus padres, porque Dios no se arrepiente de sus dones y de su vocación” (cf Rom 11,28-29).

Estas palabras, si se toman en todo su significado, eliminan cualquier fundamento de una teorí­a de “desplazamiento” o “de sustitución” del judaí­smo en relación con el cristianismo; implican de hecho un replanteamiento muy significativo por parte de los cristianos del lugar y el papel de los judí­os y del judaí­smo en la redención del mundo, en el contexto de una alianza que sigue en vigor, válida, entre Dios y el pueblo de Israel.

Igualmente significativo es el siguiente rechazo explí­cito del cargo de “deicidio”:
“Lo que en su pasión (de Jesús) se hizo no puede ser imputado ni indistintamente a todos los judí­os que entonces viví­an ni a los judí­os de hoy…; no se ha de señalar a los judí­os como réprobos de Dios y malditos, como si esto se dedujera de las Sagradas Escrituras” (NA 4).

Es también digno de notar que esta sección de Nostra aetate reconoce la gran importancia de la predicación correcta y de la exégesis bí­blica como una saludable base para la instrucción religiosa. Es precisamente esa exégesis cuidadosa y erudita la que ha proporcionado los medios para demoler de una vez por todas el mito difundido de una diáspora como castigo, así­ como de una interpretación histórica de las Escrituras hebreas, consideradas como una mera “preparación” para el evangelio cristiano. Y tales investigaciones eruditas pueden acabar también con el mito de un estado del judaí­smo supuestamente degenerado en la época de Jesús. Igualmente importante es el hecho de que las lineas orientativas emitidas posteriormente tanto por el Vaticano como por los obispos católico romanos-de USA, relativas a la puesta en práctica de la declaración Nostra aetate, hayan hecho incluso más explí­cita y precisa la aplicación de este documento fundamental a la liturgia, la predicación y la catequesis.

Debido a la magnitud y lugar histórico de la Iglesia católica romana dentro de la cristiandad todos estos pasos hacia la mejora de la trágica relación pretérita entre cristianos y judí­os deben ser de profundo significado para todos los cristianos: a este respecto, se deberí­a ser también consciente de que muchas de las principales Iglesias protestantes y anglicanas han hecho de modo similar afirmaciones explí­citas sobre las raí­ces teológicas del antisemitismo cristiano histórico (incluyendo su formulación teológica como antijudaí­smo).

El papel del predicador es también crucial; él puede prestar quizá el mayor servicio, no “hablando” constantemente de los peligros del antisemitismo, sino más bien estando suficientemente sensibilizado e informado para expresar con claridad, donde proceda, los valores positivos de la herencia judí­a en la que los cristianos deben inspirarse. La catequesis exige igualmente estar basada en materiales desprovistos a cualquier nivel de los elementos antijudí­os del pasado y que refleje nuestro corriente modo de entender el valor y validez de la matriz judí­a de donde nosotros, los cristianos, hemos venido. Con relación a lo último debe acentuarse el desarrollo y continua vitalidad del judaí­smo posbí­blico, tanto en cuanto disuasivo contra todos los restos persistentes de los mitos del “desplazamiento” y de la “degeneración” como en cuanto rica fuente de penetración espiritual y esperanza en nuestro continuo peregrinar como descendientes espirituales de Abrahán, nuestro común padre en la fe.

Estas nuevas valoraciones de nuestra liturgia, predicación y catequesis implican una necesidad continua, a nivel de investigación, de una teologí­a del judaí­smo desarrollada y positiva, y un replanteamiento de la cristologí­a, de modo que la Iglesia y el pueblo de Israel puedan ser vistos, no uno frente a otro, sino al lado uno de otro, ya que cada uno intenta ser fiel a su alianza con el único Dios, a quien ambos reconocemos e intentamos servir.

c) Mejorando el mundo. Este último punto nos recuerda que todaví­a quedan muchas áreas en las que, como cristianos y judí­os comprometidos, podemos aunar nuestros esfuerzos honradamente y sin compromiso en la persecución de la noble meta del “tikkun olam” (mejorar el mundo). Es aquí­ donde nuestros valores éticos comunes pueden expresarse, puesto que procuramos solidariamente esforzarnos en resolver los serios problemas de justicia social tan manifiestos en nuestro mundo.

Aunque cristianos y judí­os difieren entre sí­ en cuanto a la identidad y advenimiento del mesí­as, debemos, sin embargo, confesar que nuestro mundo, en su estado actual, está todaví­a muy lejos de esa redención total que es nuestra común esperanza para la humanidad. Es esta esperanza y valerosa visión lo que debe mantenernos juntos en los años venideros.

Existe todaví­a una última área que debemos tener en cuenta los cristianos si verdaderamente deseamos comprender y respetar a nuestros hermanos y hermanas judí­os, a saber: el extraordinario significado del moderno Estado de Israel para el pueblo judí­o en su conjunto. Desde el renacimiento de Israel en 1948, la valoración del mundo cristiano de la importancia de este acontecimiento ha sido muy ambivalente. Sin duda las razones de tal ambivalencia son complejas; pero, a la luz del pasado, no parece en absoluto inverosí­mil sugerir que parte de esta ambivalencia es debida, incluso a nivel inconsciente, a la persistencia entre muchos cristianos de las ideas de “deicidio” y de una “diáspora de castigo”. Un serio replanteamiento de estos supuestos teológicos insostenibles, junto con una comprensión mucho mayor del papel de la nacionalidad entre los judí­os, contribuirá grandemente a que los cristianos miren de forma más justa y positiva el hecho del moderno Israel. Como cristianos, podemos no estar de acuerdo con determinadas polí­ticas de un concreto gobierno israelí­. Esa diversidad de perspectivas se encontrará en la comunidad judí­a también. Como cristianos, nos preocupará naturalmente que se dé una atención adecuada a los diversos grupos cristianos (y a otras minorí­as) dentro de Israel. En cualquier caso, no debemos abandonarnos a un “tipo de crí­tica que utilizara el fracaso de Israel en vivir de acuerdo a los más altos niveles morales de vida como excusa para negar su derecho á existir”. Lo que debemos afirmar es nuestra inequí­voca aceptación del derecho de Israel a vivir en paz y justicia con sus vecinos; la falta de tal aceptación harí­a sencillamente imposible el diálogo y amistad efectivos entre cristianos y judí­os.

Nuestro diálogo debe estar basado en la mutua aceptación y respeto como iguales. Este respeto supondrá buena- voluntad para permitir que cada comunidad se defina a sí­ misma en sus propios términos, libres de los preconcebidos estereotipos del pasado. El diálogo nunca debe ser utilizado como un intento encubierto de proselitismo, sino que más bien será la base sobre la cual desarrollar y mantener esa confianza que es tan necesaria para llevar adelante nuestra común tarea del “tikkun olam”. Por eso este diálogo debe hacerse realidad a nivel local y comunitario, si han de producirse cambios dé actitud y de conducta duraderos en nuestras relaciones ligadas de modo inextricable.

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LATOURELLE – FISICHELLA, Diccionario de Teologí­a Fundamental, Paulinas, Madrid, 1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Fundamental

Religión que profesan los judí­os. (Gál 1:13, 14.) En el siglo I E.C., las diversas formas del judaí­smo no se basaban por entero en las Escrituras Hebreas. Una de las divisiones más importantes del judaí­smo, los saduceos, rechazaba la enseñanza bí­blica de la resurrección y negaba la existencia de los ángeles. (Mr 12:18-27; Hch 23:8.) Aunque los fariseos —otra rama importante del judaí­smo— disentí­an de los saduceos en estas cuestiones (Hch 23:6-9), eran culpables de haber invalidado la Palabra de Dios a causa de sus numerosas tradiciones sin fundamento bí­blico. (Mt 15:1-11.) Fueron estas tradiciones, no la Ley —que en realidad era un tutor que conducí­a a Cristo (Gál 3:24)—, las que hicieron que a muchas personas les resultara difí­cil aceptar a Cristo. La Ley era de por sí­ santa y buena (Ro 7:12), pero las tradiciones humanas esclavizaron a los judí­os. (Col 2:8.) El celo ardiente de Saulo (Pablo) por †˜las tradiciones de sus padres†™ lo impulsó a perseguir con violencia a los cristianos. (Gál 1:13, 14, 23; véanse FARISEOS; SADUCEOS.)

Fuente: Diccionario de la Biblia

Sumario: Premisa. 1. Elperiodo del destierro: 1. En Palestina; 2. En Babilonia; 3. La idea del destierro; 4. Importancia del destierro; 5. Obras literarias: a) Ezequiel, b) Escuela sacerdotal, c) Escuela deuteronomí­sta, d) El Déutero-lsaí­as.
II. Después del destierro: 1. Obras literarias: a) Qohélet, b) Sirácida, c) Sabidurí­a; 2. Diás-pora; 3. Escatologí­a: a) Profetas anteriores, b) Déutero-lsaí­as, c) Zacarí­as 1-8, d) Apocalipsis de Isaí­as, e) Zacarí­as 9-14 y Malaquí­as, f) En los umbrales del NT; 4. Mesianismo; 5. La ley: a) Los doctores de la ley, b) †œTargum†, †œMisnah†, †œGemara†, †œTalmud†; 6. Templo y comunidad: a) El culto en el templo, b) Veneración del templo, c) La comunidad en la restauración, d) La nueva era; 7. Sinagoga y fiestas: a) La sinagoga, b) Fiestas; 8. Los partidos: a) Asideos, b) Fariseos, c) Saduceos, d) Esenios, e) Zelotes, 19 Los partidos y Jesús; 9. Judeo-cristianos.
Premisa.
Ordinariamente los historiadores designan con el término †œjudaismo† la forma que asumió la religión del pueblo hebreo después de la destrucción del primer templo por obra de Nabucodonosor (año 586 a.C.) y del destierro en Babilonia, mientras que para el perí­odo anterior se suele hablar de †œreligión hebrea†. El uso de estas denominaciones no debe hacernos perder de vista la continuidad, por encima de las rupturas y de las etapas, de una gran evolución; pero tampoco hay que disimular las diferencias, a veces muy profundas, que distinguen estos dos perí­odos.
Para señalar los rasgos destacados de la historia del hebraí­smo que desemboca en el judaismo serí­aApreciso tener una amplia documentación con material seleccionado y dispuesto de forma cronológica. Pero se trata de un trabajo imposible. La documentación de que disponemos es muy amplia, pero tan sólo en casos rarí­simos podemos responder a las exigencias cronológicas. Un examen que quisiera seguir el método exclusivamente cronológico sólo conducirí­a a dudas y nebulosidades. En la imposibilidad de fijar la sucesión cronológica de los sucesos, la presente exposición juzga oportuno considerar conjuntamente ante todo el perí­odo del destierro y luego el posterior al destierro, y tratar dentro del ámbito de cada una de las dos partes la documentación apropiada. Es importante tener presente que los libros de la Biblia, aparentemente unitarios y aparentemente fechados en un determinado perí­odo anterior al destierro, se expondrán con un método crí­tico en conformidad con la mayor parte de los autores de nuestros dí­as.
1585
1. EL PERIODO DEL DESTIERRO.
La importancia de la época que comenzó con el hebraí­smo y desembocó en el judaismo y luego en el cristianismo es amplia y compleja; son muchas las í­ncertidumbres históricas y sociales tanto a propósito de los desterrados como a propósito de los que se quedaron en Palestina: la manera y los motivos que dieron origen a las transformaciones que aportaron cambios tan notables en los unos y en los otros y el modo con que se realizaron son datos a los que sólo es posible llegar a través de un cúmulo de observaciones.
1586
1. En Palestina.
Los hechos que precedieron y que siguieron al asedio y a la caí­da de Jerusalén desde el año 598 hasta los años 582-581 marcan la llamada tercera deportación de los hebreos a Babilonia (Jr 52,30) y abren un resquicio sobre la historia hebrea en el que podemos constatar cuan profundas eran las divisiones que desgarraban al pueblo y cómo las deportaciones tuvieron un carácter selectivo, es decir, se limitaron a las personas †œimportantes†, mientras que la gran masa del pueblo se quedó en el paí­s para formar lo que más tarde, después del destierro, se llamarí­a †œel pueblo de la tierra†.
Jerusalén, que habí­a quedado abandonada en un primer tiempo, volvió de alguna manera a ser el centro hacia el cual tendí­a el ánimo de todos. De una breve noticia de la época de Godolí­as podemos deducir que desde Samarí­a unos ochenta hombres se dirigieron al †œtemplo de Yhwh†, entonces destruido, †œcon la barba rapada, los vestidos rasgados y el cuerpo lleno de cortaduras† (es decir, en plan de luto), llevando incienso y ofrendas (Jer 41,4ss). Es probable que viajes por el estilo, a la ciudad y al templo en ruinas, no fueran un caso aislado y que siguieran haciéndose durante todo el perí­odo del destierro por parte de los que se habí­an quedado en el paí­s. Pero la verdad es que la desolación era completa. En este perí­odo y entre esta población que se habí­a quedado puede encuadrarse con toda probabilidad la redacción de algunos salmos del género de †œlamentaciones individuales†™ y †œcolectivas†™. Así­, por ejemplo, el añadido final al Ps 51: †œTú no quieres ofrendas y holocaustos; si te los ofreciera, no los aceptarí­as. El sacrificio que Dios quiere es un espí­ritu contrito y humillado; tú, oh Dios, no lo desprecias. Sé propicio a Sión en tu benevolencia, reconstruye las murallas de Jerusalén… (51,18-20); y también el Ps 40, donde el salmista reconoce que ha sido sacado †œde la fosa mortal, del fango cenagoso, que ha comprendido que-a-Dios no le agradan los sacrificios ni las ofrendas, sino que exige que se haga su voluntad.
Fue probablemente en este perí­odo cuando un desconocido literato compuso alguna de las cinco †œLamentaciones† que en nuestra Biblia encontramos unidas al libro del profeta Jeremí­as: quizá los capí­tulos 1, 3 y 5; pero se trata solamente de hipótesis, aunque bastante probables.
1587
2. En Babilonia.
La gente †œimportante†™ desde el punto de vista administrativo, polí­tico, social, intelectual y religioso habí­a sido deportada a Mesopotamia, como lo atestiguan las fuentes de que disponemos. Se trata, sin embargo, de una visión que podemos llamar †œclásica, que refleja las condiciones de los que volvieron del destierro y el planteamiento que éstos le dieron a la restauración, pero bastante menos las condiciones reales. Entre los deportados y los que se quedaron se habí­an creado realmente unas diferencias profundas, que se fueron ahondando cada vez más. Mientras que los deportados se encontraban en un centro muy vivo de dinamismo exuberante -en donde podí­an desarrollar sü identidad y profundizar las lí­neas de su historia antigua y reciente, enriqueciéndola tanto en el aspecto religioso como en el aspecto social-, los otros se quedaron en gran medida aislados en un paí­s sumido en la tristeza y el inmo-vilismo, con esa especie de sincretismo religioso que caracterizó los últimos años de los dos reinos hebreos (el reino del norte, o Israel, y el reino del sur, o Judá), privados del dinamismo intelectual y religioso de los profetas, que tan vivo estaba, por el contrario, entre los deportados. La idea que los desterrados tení­an sobre los que se quedaron se expresa con toda claridad en el siguiente texto: †œEsto dice el Señor todopoderoso a los hermanos vuestros que no fueron deportados como vosotros: Yo voy a mandar contra ellos la espada, el hambre y la peste; los convertiré en higos malos…, los perseguiré…, los dejaré hechos un horror para todos los reinos de la tierra, maldición, espanto, escarnio y oprobio de todas las naciones† (Jr29,16-19). Palabras que denuncian en términos claros la valoración religiosa de este destierro, como se verá a continuación.
1588
3. La idea del destierro.
El destierro es un hecho histórico, aun cuando la fecha precisa de cada acontecimiento sea difí­cil de señalar. Como hecho histórico de la experiencia histórica de Israel, ejerció inevitablemente un enorme influjo en su pensamiento religioso. El estudio del perí­odo del destierro y del posexilio no es tanto un problema de reconstrucción histórica como de comprensión de la variedad de actitudes que se tomaron frente a un hecho histórico. En dos textos el profeta Jeremí­as propone la profesión común de fe e indica una nueva: †œVienen dí­as -dice el Señor- en que no se dirá ya: Vive Dios, que sacó a los israelitas de Egipto, sino: Vive Dios, que sacó y trajo a la estirpe de la casa de Israel del paí­s del norte y de todos los lugares donde los habí­a dispersado para que habiten de nuevo en su propia tierra!†™† (23,7-8). La primera parte de la †œconfesión† apunta hacia el acontecimiento decisivo del éxodo; pero en la segunda la referencia al éxodo desaparece por completo, a diferencia de lo que se verá más tarde en el DéuteroIsaí­as. Como constatamos en otros textos que se refieren sin duda al destierro, la liberación no se presenta como un nuevo acto comparable con el éxodo: †œEntonces los entregaste en manos de los pueblos del paí­s. Pero en tu inmensa bondad no los aniquilaste ni abandonaste, porque eres un Dios clemente y misericordioso† (Ne 9,30-31); y también: †œPero cuando se apartaron del camino que Dios les habí­a trazado, gran número pereció en numerosas batallas y fueron desterrados a tierras extrañas, el templo de Dios fue destruido y sus ciudades tomadas por los enemigos† (Jdt 5, 18-19).
El destierro y la restauración se presentaron en términos de una continua gracia y favor de Dios, el cual actúa a despecho de la realidad, que en términos de justicia habrí­a exigido la destrucción del pueblo y del paí­s. Y habí­a una razón perfectamente lógica para ello. La permanencia en Egipto no se habí­a presentado nunca como resultado de los pecados del pueblo; pero el destierro no podí­a presentarse de la misma manera. La reflexiones no son siempre iguales y su concentración más intensa se describe en el sentido de castigo, en el reconocimiento de la rectitud divina y, por otra parte, en la convicción de la culpabilidad del pueblo. Tampoco la restauración tras el destierro fue considerada como una †œliberación† de la opresión de las naciones enemigas (aun cuando esto no falta en algunas ocasiones), sino como un acto de bondad realizado libremente por Dios, que querí­a ver de nuevo a su pueblo viviendo en su tierra †œpor amor a sü nombre† (Ag 2,7-9 Za 2-155).
Con esta exposición no hay que perder de vista la de las Crónicas: el cronista, profundamente consciente de la providencial solicitud divina, intental también una comprensión más precisa del destierro escudriñando su sentido profundo. El acto final de la destrucción de Jerusalén va acompañado de los motivos del desastre: †œEl Señor, Dios de sus padres, les envió continuos mensajeros, porque querí­a salvar a su pueblo y a su templo. Pero ellos hací­an escarnio de los enviados de Dios, despreciaban sus palabras, se burlaban de sus profetas, hasta el punto que la ira del Señor contra su pueblo se hizo irremediable. El Señor mandó contra ellos al rey de los caldeos, que pasó a espada a sus jóvenes en el santuario mismo, sin perdonar a nadie, ni joven ni virgen, ni anciano ni hombre encanecido… Llevó al destierro de Babilonia a todos los que habí­an escapado de la espada, los cuales pasaron a ser esclavos… Así­ se cumplí­a la palabra del Señor pronunciada por Jeremí­as: †˜Hasta que la tierra disfrute de su descanso, descansará durante todos los dí­as de la desolación, hasta que se cumplan setenta años† (2Cr 36,15-21). Y en otro lugar: †œAc disipado como una nube tus delitos y como nublado tus pecados; vuélvete a mí­, pues yo te he redimido† (Is 44,22); †œCon tus pecados me has oprimido, me has agobiado con tus iniquidades…; por eso he entregado a Jacob al exterminio y a Israel a los ultrajes† (Is 43,24-28). . Así­ pues, el destierro era la consecuencia del pecado: †œiOh, si hubieras obedecido a mis mandamientos! Tu paz serí­a como un rí­o y tu justicia como las DIAS del mar… Yo soy el Señor, tu Dios, el que te indica el camino que debes seguir…†( Is 48,17-1; Is 48,8). El destierro fue visto también como castigo. Pero el que castigaba velaba por el castigado, y a su debido tiempo le dirá: Se acabó el tiempo de tu esclavitud, tu iniquidad se ha borrado, de la mano del Señor has recibido †œel doble de castigo por todos tus pecados†(Is 40,2).. Por tanto, será Dios el que les anuncie la buena noticia del retorno: †œiSalid de Babilonia!† (Is 48,20).
En el texto antes mencionado del cronista, la referencia al profeta Jeremí­as se limitaba a los †œsetenta años†(Jer25,1l y 29,10). ElLeví­tico señala otra motivación para el destierro: †œCuando ellos hayan abandonado la tierra, ésta se rehará de sus sábados durante el tiempo de su desolación; ellos sufrirán su castigo por haber despreciado mis mandamientos…† (Lv 26,43). En relación con este pensamiento, el cronista ve en el destierro la consecuencia de la desobediencia del pueblo, pero también de una falta más concreta: la falta de observancia del sábado. El perí­odo del destierro hace que se descuenten los sábados o años sabáticos no observados; por eso en la restauración tendrá que ser escrupulosa la ober-vancia del sábado; y el énfasis se pone en el castigo y en la expiación. El verbo hebreo utilizado para †œdescontar† y para †œrehacerse†, respectivamente, en las Crónicas y en el Leví­-tico, es el mismo y puede tomarse en el sentido tanto de †œdescontar†como de †œdisfrutar-rehacerse†; en este caso el destierro no se presenta solamente como castigo, sino también como perí­odo de recuperación necesario para una nueva vida después de él. Las palabras de Daniel: †œSetenta sema-nasestán fijadas sobre tu pueblo y tu ciudad santa…† (Dn 9,24), superan abundantemente el perí­odo del destierro en Babilonia en sentido estricto, y con ellas la consagración del templo en el perí­odo de Judas Maca-beo (en el año 167), bajo Antí­oco Epí­fanes, señala definitivamente el final del destierro y el comienzo del posdestierro. Si esto es así­, aquellas palabras nos dan una interpretación del destierro que subraya su extraordinaria importancia, en cuanto que divide los tiempos antiguos de los presentes y lo propone como un perí­odo que era necesario atravesar.
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4. Importancia del destierro.
Sólo quienes lo habí­an experimentado histórica o espiritualmente pertenecí­an de verdad al pueblo. La reedificación del templo fue llevada a cabo por los †œrepatriados† y por †œtodos aquellos queAse habí­an separado de la impureza ? los paganos del paí­s y se habí­an unido a ellos para buscar al Señor† (Esd 6,21 ). El destierro se convirtió así­ en un elemento concreto de encuentro para reunir a la comunidad que habí­a conocido aquella experiencia (elemento que tení­a que demostrarse por medio de genealogí­as verdaderas o ficticias: Esd 2,3ss; 8,2ss; Neh 7,6ss; 10,lss; 12,lss). Esta lí­nea de pensamiento que denuncia la necesidad del destierro aparece tanto en el cronista como en el deuteronomista, según hemos visto.
El Déutero-lsaí­as es el único autor que describe el regreso del destierro como un éxodo ideal y triunfante:
†œPreparad en el desierto para el Señor un camino… Sobre cumbres peladas haré brotar rí­os, y fuentes en medio de los valles. Transformaré el desierto en un estanque… No han padecido sed los que él ha guiado a través del desierto; agua de la roca ha hecho brotar para ellos…† (Is 40,3; Is 41,18; Is 43,19; Is 48,21 etc. ). Pero incluso en medio de este entusiasmo el profeta nos presenta un rasgo de vida real entre los deportados: hay algunos que se desaniman, que se han olvidado de Jerusalén; personas que se sienten esclavas y no quieren sacudirse el polvo de encima; no hay nadie que se ponga al frente de los demás, para guiarlos y darles ánimo (46,12; 51,17-20; 52,1-2): †œTus hijos yacen extenuados por todas las esquinas de las calles †œ(51,20). Frente a esta situación, el profeta contrapone la bajada voluntaria del pueblo a Egipto al destierro en Babilonia, efecto -según el Déutero-lsaí­as- de una deportación inmotivada: †œLo oprimió Asma violentamente… Mi pueblo ha sido hecho esclavo sin motivo† (Is 52,4-5).
Basándose en esta valoración se llegó a considerar el perí­odo del destierro como el paso para una nueva comprensión del †œdí­a de Yhwh†. Hasta el destierro, cada vez que se veí­a en apuros, Israel esperaba la intervención punitiva de Dios contra sus enemigos; pero los profetas le amenazaban a él con el castigo divino por sus pecados y se serví­an de la expresión †œel dí­a de Yhwh† de forma que llegó a constituir una amenaza precisamente contra Israel. A partir del destierro esta expresión no fue ya un sinónimo de la cólera divina contra Israel, sino contra sus enemigos, contra las naciones; por tanto, un dí­a esperado por Israel como el dí­a de la restauración, del renacimiento (J13-4); para Israel habí­a sido una vez dí­a de juicio y de castigo, pero desde el destierro se convirtió en dí­a de promesa, de liberación.
Podemos descubrir además una nueva meditación de Israel sobre sí­ mismo en la elaborada alegorí­a del libro de / Joñas, viendo a Israel en el profeta y a Babilonia en el pez. A primera vista parece como si se violentase la simplicidad del mensaje de este relato. Sin embargo, es difí­cil librarse de la impresión de que el responsable de esta singular presentación es, en parte, la situación del pueblo en el destierro; reflexiona sobre la parte que le ha correspondido en el designio divino respecto a los demás pueblos. La experiencia del destierro lo llevó a reflexionar sobre su verdadera misión.. El libro expresa entonces bastante bien las consideraciones, realmente plurifor-mes, que ocupaban la reflexión de los deportados. Una profunda intuición práctica del monoteí­smo, y por tanto del valor universal del hombre, por un lado; pero también una repulsa natural frente a la conversión de Ní­nive (destruida ya en el 613, y aquí­ tipo de Babilonia), por otro, y, finalmente, una indebida comprensión de la elección, muy de moda por entonces; por eso el libro termina con el disgusto del protagonista.
Serí­a interesante poder colocar en este perí­odo el gracioso librito de Rt; serí­a una voz de protesta que, con propias motivaciones, se sumarí­a al libro de Jonás.
Durante el destierro creció la fe en un renacimiento y se afincó la convicción de la diversidad de Israel respecto a los demás pueblos: dos temas corrientes; en parte ya aludidos,†™que encontramos, por ejemplo, en los profetas Joel y Zacarí­as: †œEntonces sabréis que yo soy el Señor, vuestro Dios, que habito en Sión, mi monte santo. Jerusalén será un lugar santo; no pasarán más por allí­ los extranjeros† (JI 4; JI 17). Y también: †œPero ahora ten ánimo, Zorobabel, dice el Señor; ten ánimo, Josué…; ten ánimo, pueblo todo de la tierra…, porque yo estoy con vosotros† (Ag 2,4). †œSiento ardientes celos por Jerusalén y por Sión, y estoy muy indignado contra las gentes que viven despreocupadamente; yo estaba un poco indignado, pero ellos han aumentado su maldad… Me compadezco de nuevo de Jerusalén; mi casa será edificada en ella… De nuevo abundarán en bienes mis ciudades; el Señor se compadecerá nuevamente de Sión y elegirá a Jerusalén† (Za 1,14-17). La reconstrucción del templo es presentada por el profeta Zacarí­as con las siguientes expresiones: †œAntes de estos dí­as no habí­a salario para el hombre…, no habí­a seguridad para nadie de cara al agresor… Pero ahora no seré como antes para con el resto de este pueblo… Pues yo sembraré la paz; la viña dará su fruto, la tierra dará sus productos† (Za 8,9-11). En los términos †œrepatriados† y †œresto† se descubre la insistencia en la necesidad de pasar a través del destierro, considerado como un momento divisorio de dos épocas, caracterizadas de diversa manera.
1590
5. Obras literarias,
1591
a) Ezequiel.
Entre los deportados, y particularmente en los ambientes cultos, ejerció una notable influencia el profeta Ezequiel. Después de insistir inicialmente en el carácter irremediable de la ruina, una vez realizada ésta empezó a infundir confianza en los desterrados: la comunidad seguirá en pie y regresará a su tierra. El profeta cooperó de forma decisiva en la tarea de suscitar e ilustrar la conciencia del destierro como un castigo merecido; pero también de robustecer la esperanza de que en el futuro la vida no será ya como antes, no será la reanudación de la vida anterior al destierro, sino que nacerá una nueva comunidad religiosa en una nueva sociedad. Algunos temas presentados por primera vez en su libro hacen de Ezequiel el fundador del judaismo; la mención de algunos de estos temas es importante por el eco y el desarrollo que obtuvieron en el futuro. Así­, por ejemplo, el carro divino con los cuatro animales (Ez 1; Ez 9-10), el libro dulce como la miel al paladar, pero duro de digerir (2,8-3,3), el signo tau (9,6), la visión de la gloria que después de la destrucción del templo y la deportación se traslada entre los deportados porque los considera como el verdadero santuario (c. 11), la responsabilidad individual presentada en sustitución de la colectiva que dominaba hasta entonces (c. 18), las perspectivas para el futuro presentadas de forma escultural en los capí­tulos 36-37, las imágenes apocalí­pticas de la victoria definitiva del bien sobre el mal en los paí­ses mí­ticos de Gog y de Magog (cc. 38-39) y, finalmente, la reforma radical del culto, del sacerdocio y de las estructuras del templo futuro (cc. 40-48).
1592
b) Escuela sacerdotal.
La llamada escuela sacerdotal recogió en el destierro las antiguas tradiciones y las proyectó en el futuro con una dosis inevitable de idealismo proféti-co y también con espí­ritu práctico; es éste el perí­odo en que se asientan las bases concretas de la sistematización de tradiciones y documentos en una sola obra, tejida sobre la filigrana del código sacerdotal. Pensemos, por ejemplo, en la †œley de santidad† (Lv 17-26), que en su forma arcaizante es un programa y un proyecto de planificación de una nueva vida para el pueblo, no basada ya en el espí­ritu profétieoí­ sino en la ley y en la organización. La vida fuera de Palestina, ¿no era acaso como la de la generación que vivió en el desierto en la época de Moisés con la perspectiva de una nueva tierra? A partir de esta intuición la ley fue considerada como un don de Dios en el monte Sinaí­ por medio de Moisés. Es elocuente en este sentido el Rollo del templo descubierto entre los manuscritos esenios de Qumrán; en él está contenida la ley bajo la formulación de discursos pronunciados personalmente por Dios.
1593
c) Escuela deuteronomista.
También la escuela deuteronomista redactó sus tradiciones procurando aclarar a los deportados que la condición en que se encontraban era la consecuencia natural de su conducta anterior y de la voluntad divina, que se habí­a manifestado antes con apremios y amenazas. Para el deuteronomista el único medio de liberación del destierro era el retorno a la alianza, retorno presentado literariamente por tres discursos puestos en labios de Moisés, pero acomodados a la sociedad de fuera del desierto y necesitada de recuerdos del pasado, de estí­mulos, de amenazas y de confrontaciones con el ambiente que le rodeaba (Dt 1,1-4,40; 9,7-10,11; 29-30). Con expresiones autorizadas, persuasivas y decididas, el deuteronomista supo presentar a los desterrados un camino ejemplar del retorno y de la vida nueva, que marcará durante siglos las aspiraciones y la conducta de Israel; creó además, entre otras cosas, el género literario del †œtestamento†, que tendrí­a tanto éxito a continuación. †œGuarda sus leyes y mandamientos, que yo te prescribo hoy, para que seas feliz tú y tus hijos después de ti† (4,40); †œCuando se hayan cumplido en ti todas estas palabras, la bendición y la maldición que he puesto delante de ti, y las hayas meditado en tu corazón…, si de nuevo te vuelves hacia él y le obedeces…, aunque tus desterrados estuvieran en el confí­n del cielo, de allí­ irí­a a buscarte para llevarte de nuevo a la tierra que poseyeron tus padres…† (30,1-4). En ningún otro sitio como en el Dt se subraya tanto la elección de Israel, sus obligaciones morales y religiosas; en ningún otro libro de la Biblia se manifiesta tan bien el replanteamiento del destierro dentro del contexto de la historia desde el éxodo hasta la cautividad.
El replanteamiento experimentado durante los dí­as del destierro, y que se prolongó a continuación, afectó también a la figura del profeta Jeremí­as. Los poemas llenos de lirismo de los capí­tulos 50-51, que celebran la caí­da de Babilonia (en el 539) por obra de Ciro, insertos en la obra de Jeremí­as, que en su época fue juzgado como †œcolaboracionista† de los caldeos y de los neobabilonios, demuestran cómo el destierro ayudó a hacer comprender su mensaje bajo una luz más justa. A esta luz hay que entender probablemente las reflexiones del libro de Baruc y la carta de Jeremí­as a los desterrados de Babilonia, así­ como las palabras que le harán eco durante siglos en la historia judí­a, especialmente entre los hebreos de la diáspora: †œEdificad casas y habitadlas, plantad huertos y comed su fruto, casaos y engendrad hijos e hijas, tomad mujer para vuestros hijos, casad a vuestras hijas para que tengan hijos e hijas, multiplicaos ahí­, no disminuya vuestro número† (Jr29,5-6).
1594
d) El Déutero -Isaí­as.
Hacia el último perí­odo del destierro nos encontramos con la fuerte personalidad del Déutero-lsaí­as Is 40-55). Teórico del monoteí­smo, es el primero que niega expresamente la existencia de otros dioses:
†œYo formo la luz y creo las tinieblas; doy la dicha y produzco la desgracia; soy yo, el Señor, quien hace todo esto… iAy del que litiga con su creador!… Soy yo quien ha hecho la tierra y en ella he creado al hombre; yo mismo con mis manos he extendido los cielos…† (45,7-1 2); †œYo soy el primero y el último, no hay otro dios fuera de mí­† (44,6). Este mensaje no sólo hace callar las voces y las dudas de los que pensaban establecer una comparación entre Yhwh, Dios de los derrotados, y Marduc, dios de los vencedores, sino que reivindica para el Dios de los vencidos el dominio sobre el presente y sobre el futuro, pues es él el que ha creado a la humanidad, el que ha establecido el destino y el que vendrá al final de todo. El Déutero-lsaí­as es además el partidario de un claro y abierto universalismo, haciendo observar que, si Dios concede favores a Israel, éstos le imponen la obligación de darlo a conocer a los demás pueblos. Más allá de la confianza y de la esperanza que infunde a los deportados, el profeta les indica también un deber que podrí­amos llamar †œmisionero†™; es ésta una reflexión que se desarrollará ulteriormente en la historia del judaismo. En varias ocasiones traza la misteriosa figura del siervo de Yhwh; sea cual fuere la interpretación que se le quiera dar, lo cierto es que se trata de una personalidad, individual o colectiva, con una influencia notable, quizá incluso entre los mismos deportados: el triunfo a través del sufrimiento soportado injustamente. ¡Es algo que nunca habí­a dicho hasta entonces un texto del AT! En él los primeros cristianos vieron, después de pascua y de Pentecostés, la misión de Jesús Hch 8,27-34).
Ya hemos dicho que las tradiciones histórico-legales antiguas fueron recogidas, releí­das y coordinadas entre sí­ durante el destierro en las magistrales recopilaciones de la escuela sacerdotal y de la escuela deuterono-mista, a las que se remonta, con una buena aproximación, la forma literaria definitiva que ha llegado hasta nosotros. Pero también otros escritos antiguos fueron releí­dos, retocados y repensados en la atmósfera del destierro. Algunos salmos antiguos, de cuyo remoto origen no es posible dudar razonablemente, fueron reinter-pretados de tal forma que las referencias a las calamidades pasadas se veí­an a la luz de este último y más profundo desastre. Ac aquí­ algunos ejemplos: †œDespierta ya. ¿Por qué duermes, Señor? Levántate, no nos rechaces para siempre. ¿Por qué ocultas tu rostro y olvidas nuestra desgracia y opresión?† (SaI 44); †œTus enemigos han rugido en el mismo lugar de la asamblea…, prendieron fuego a tu santuario, asolaron y profanaron la morada de tu nombre† (SaI 74,5-7); †œOh Dios, los paganos han invadido tu heredad, han profanado tu sagrado templo, han hecho de Jerusalén un montón de Tuinas… Derrama tu furor sobre las gentes que te ignoran, sobre los reinos que no invocan tu nombre, porque ellos devoraron a Jacob y devastaron su morada† (SaI 79,1-7). Otros salmos, en la forma presente, aluden a la vuelta del destierro: †œHizo que sus conquistadores los trataran con benevolencia.. Reúnenos de en medio de las gentes para que alabemos tu santo nombre y cantemos con alegrí­a tus alabanzas† SaI 106,46-47); †œCuando el Señor repatrió a los prisioneros de Sión, nos pareció que estábamos soñando… Los que siembran con lágrimas, consecharán entre cantares; van, sí­, llorando van al llevar la semilla; mas volverán, cantando volverán trayendo sus gavillas…† (SaI 126,1; SaI 126,5-6).
1595
II. DESPUES DEL DESTIERRO.
Entre el destierro y el posdestierro no hay ruptura: por un lado se intentó llevar a la práctica todo lo que habí­a sido objeto de meditación fuera de la patria, y por otro aplicar a la situación nueva y en evolución ideas que habí­an madurado. Portadoras de estas ideas ya maduras eran las grandes composiciones y escuelas anteriormente mencionadas y que constituí­an el alma del judaismo. Los animadores en el camino de la renovación fueron los profetas Ageo, Zacarí­as, el Trito-lsaí­as (autor de la tercera parte del libro de Isaí­as, ce. 56-66) y Malaquí­as, junto con los representantes de la literatura sapiencial. La riqueza de las reacciones a los acontecimientos y la forma distinta de comprender la restauración tras el destierro demuestran la profunda conciencia que de ella tení­a la comunidad y hasta qué punto habí­a sido fértil la mente de los repatriados en la interpretación del desastre nacional y de las formas que habí­a de asumir la nueva vida en la tierra prometida. Al no tratarse solamente de un juicio, el perí­odo del destierro y de la restauración fue visto también como un momento de reflexión para ulteriores profundizaciones a partir de la expresión de Ezequiel: †œEntonces sabrán que yo soy el Señor, que yo he hablado…† (Ez 5,13 cf Ez 6,10; Ez 17,21 etcétera).
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1. Obras literarias,
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a) Qohélet.
Un nuevo ejemplo de la riqueza y variedad del pensamiento hebreo después del destierro puede verse en la literatura sapiencial. Qohélet se distingue inmediatamente de los profetas por el despego que muestra respecto a su comunidad y por aquella vena de pesimismo que lo acerca a Marco Aurelio. No se refiere nunca a la historia de Israel; no usa nunca el nombre divino Yhwh, sino que prefiere †˜Elohim, con el artí­culo (es decir, sin entenderlo como nombre propio), desnacionalizando así­ al Dios de Israel y subrayando el universalismo de sus reflexiones; ve en el mundo un enigma indescifrable; la naturaleza y la historia le parecen un cí­rculo vicioso sin sentido. No obstante, a pesar de las apariencias, su †œsabidurí­a† está radicalmente anclada en el AT.
1598
b) Sirácida.
Una posición bastante distinta es la que encontramos en Ben Sirá (Eclesiástico), con sus frases tradicionales y sus himnos didácticos (1,1-10; 4,11-19; 14,20-15,8; 24,1-34; 51,13-21). La adhesión a la historia de su pueblo es bien patente en su †œalabanza de los padres†™ (44,1-49,16). Sus intereses polí­ticos en el sentido del nacionalismo judí­o culminan en la esperanza de la salvación totalmente terrena (al parecer) del pueblo. Protesta contra la arrogancia de los aristócratas, pero aconseja silencio y prudencia ante los poderosos: †œAnte el jefe baja la cabeza†™ (4,7). Presenta con vivos colores los rasgos salientes de las transformaciones en marcha en la sociedad judí­a y las influencias del helenismo, haciendo al mismo tiempo una obra apologética y polémica. Ben Sirá es un autorizado exponente del conservadurismo nacionalista, que él veí­a personificado en los asmoneos; anterior a las diferenciaciones que habrí­an de explotar muy pronto, presenta en su escrito las primeras alusiones a los desarrollos ulteriores. Su actitud revela de dónde le llegó al judaismo la fuerza para superar la aguda crisis del choque con el helenismo:
†œNo desprecies los discursos de los sabios y vuelve con frecuencia a sus máximas, porque de ellos aprenderás la instrucción… No desprecies la tradición de los ancianos, pues la aprendieron de sus padres; porque de ellos aprenderás prudencia…† (8,8-9). Es Ben Sirá eLque por primera vez presenta con toda claridad la identificación de la sabidurí­a con la ley; la sabidurí­a, que en su origen era universal, †œpuso su tienda en Jacob† y se hizo propiedad de un pueblo pequeño: †œTodo esto es el libro de la alianza del Dios altí­simo, la ley que nos dio Moisés en heredad a la casa de Jacob. Inunda de sabidurí­a…, hace desbordar la inteligencia…, rebosa instrucción… Sus pensamientos son más profundos que el mar, sus designios como el gran abismo†™ (24,8-27). Los comienzos de la integración entre la ley y la sabidurí­a se encuentran ya en el-Dt: la ley os presenta mandamientos que †œos harán sabios y sensatos ante los pueblos.. .†˜ (4,6), y en los Ps 1 y 119. Más tarde, un dicho atribuido a Simón le da a la ley un significado cósmico: †œSimón el Justo… solí­a decir: †˜El mundo subsiste por tres cosas; por la ley, por el culto (del templo) y por la misericordia† (†˜Abóth 1,2).
1599
c) Sabidurí­a.
Descrita con la mirada puesta en los egipcios está la exposición triunfalista de la historia en el libro de la Sabidurí­a de Salomón, que, hacia el final, revela abiertamente los sentimientos del autor (perteneciente a la diáspora hebrea de Egipto) contra los otros pueblos (idólatras): †˜Tu pueblo esperaba la salvación de los justos y la perdición de los enemigos† (Sb 18,7). A esta manerade ver la historia se asocian otros escritores judí­os de la época que escriben también en lengua griega, como Demetrio, Eupolemo, Artapano, el Seudo-Eupolemo y Aris-tóbulo (todos ellos de la misma época que nuestro libro, siglos ii-i a.C); todos ellos están de acuerdo en presentar la historia pasada a la luz de la presente, exaltando su antigüedad respecto a los demás pueblos y viendo a sus propios antepasados como otros tantos heraldos de la civilización, no de conquistas territoriales.
1600
2. Diáspora.
Como se ve, no es posible obtener solamente de Palestina la imagen del judaismo. A partir del destierro en Babilonia se desarrolló una fuerte corriente migratoria, a veces espontánea y a veces forzada, que se concretó en la constitución de importantes colonias judí­as en toda la cuenca mediterránea, hasta las fronteras orientales del imperio, en Mesopotamia y en Persia.
A comienzos de la era cristiana la mayor parte de los judí­os residí­a en la diáspora y tení­a sus principales puntos de apoyo en las grandes metrópolis: Antioquí­a, Alejandrí­a, Car-tago, Roma. En todas partes gozaban de libertad para practicar su religión, tení­an su propia organización religiosa, centrada en las sinagogas, y su propia administración civil. Los judí­os de la diáspora se sentí­an solidarios de los de Palestina; Jerusalén era para ellos la capital del pueblo judí­o y la ciudad santa. Escribe Filón de Alejandrí­a: †œJerusalén no es sólo la metrópoli de la región de Judea, sino de muchí­simas otras debido a las colonias que ella fundó† (Legat. ad Caium 36). Pagaban al templo un impuesto cultual, reconocí­an la autoridad del sanedrí­n y, más tarde, la del patriarca [1 mfra, II, 5b); los que, con ocasión de las fiestas litúrgicas, podí­an hacerlo, acudí­an en peregrinación a la ciudad santa.
La mentalidad de estos judí­os de la diáspora no era precisamente idéntica a la de los residentes en Palestina: el mesianismo y el nacionalismo no estaban tan agudizados y los sentimientos hacia los paganos eran mucho más benévolos. Pero no faltaron violentos conatos revolucionarios de fondo mesiánico en Egipto, en Cire-naica y en Chipre, fomentados por elementos llegados de Palestina. En su conjunto, la diáspora no se asoció ni a la evolución del 66-70 ni a la del 132-1 35. También en la lengua estaban más cerca de los conciudadanos no judí­os: generalmente ignoraban el hebreo y el arameo, y hablaban griego y latí­n. En este ambiente tuvo su origen la versión griega de la Biblia llamada de los Setenta, en Egipto; según algunos autores, hubo también una versión parcial latina y la versión sirí­aca.
A comienzos de la era cristiana, el judaismo realizaba una vasta campaña de propaganda, que tení­a como centro la diáspora, y en Palestina era sostenida por los fariseos (Mt 23,15). El profelitismo se proponí­a introducir dentro de las barreras levantadas en torno a Israel por la ley al mayor número posible de paganos, para acelerar así­ la llegada del reino, en el que habrí­a sitio para todos los justos. Una frase atribuida al gran rabbi Hillel recomienda: †œAma a todas las criaturas y condúcelas a la ley†. En la tradición rabí­nica surgieron luego dos tendencias: una favorable al proselitismo, y la otra contraria; fue ésta la que prevaleció.
1601
3. EsCATOLOGíA.
En las primeras décadas del destierro el pensamiento teológico de Ezequiel trazó las que más tarde llegarí­an a ser las primeras lí­neas de la escatologí­a (Ez 38-39) y encontraron en el Déutero-lsaí­as su plena formulación, de manera que a partir de él la escatologí­a tuvo un papel decisivo para la profecí­a y dio un nuevo impulso a la futura fisonomí­a de la religión judí­a. Desde sus primeras palabras, el Déutero-lsaí­as propone un esquema: el final del pasado (tiempo de culpa) y el comienzo del futuro (tiempo de la liberación y de la salvación). Este esquema se manifiesta con mayor claridad cuando el profeta contrapone al pasado (tiempo de la ira, de la †œcopa del vértigo†: Is 51,17-23) el presente (tiempo de gracia, dí­a de salvación: Is 43,18-19; Is 49,8) y se ve a sí­ mismo y a su generación al final de una época y en los umbrales de otra: †œiNo os acordéis de antaño, de lo pasado no os cuidéis! Mirad, yo voy a hacer una cosa nueva: ya despunta, ¿no lo notáis? Sí­, en el desierto abriré un camino, y rí­os en la tierra seca† (43,18-19; cf 49,8; 51,17-23).
1602
a) Profetas anteriores.
Para los profetas anteriores, la salvación dependí­a del cambio del hombre por obra del retorno a Dios (de la conversión) o también gracias a la li-beraciórí­ realizada por Dios; estos profetas no hablaban de dos tiempos, sino de un aut-aut: o salvación o destrucción. La escatologí­a, por el contrario, presenta unilateralmente el valor salví­fico de Dios: el Dios único, que ha creado él mundo y ha establecido su destino, será el que venga al comienzo de una nueva época. Por eso el profeta habla de salvación †œpara siempre† (45,17; 51,6.8), de †œdicha eterna† (51,11), de †œeterna bondad† (54,8), de †œpacto eterno† (55,3), de †œseñal eterna e imborrable† (55,13). La elección divina no es considerada ya como una posible amenaza, sino como la realización de un hecho cuyo curso final es únicamente la salvación.
1603
b) Déutero -Isaí­as.
Vale la pena mencionar los actos del drama esca-tológico que propone el Déutero-lsaí­as, ya que suelen salir igualmente a relucir en los escritos posteriores: 1) victoria de Yhwh sobre el poder de Babilonia por medio de Ciro (43,14-15; 41,24; etc.); 2) liberación de Israel y éxodo o fuga de Israel a través del desierto (49,25-26; 55,12-13; etc.), reunión de los dispersos de todo el mundo en Jerusalén (40,9-11; 41,8, etc.); 3) retorno de Yhwh a Sión, reconstrucción, bendiciones paradisí­acas, crecimiento de la comunidad (44,1-5; 44,26; 51,3; etc.); 4) todos los hombres reconocen la vacuidad de los dioses y se convierten a Yhwh (51 4; etc.).
Sobre estas dos épocas, la inicial y la futura, vuelve con claridad el profeta Ageo, que tomando como punto de división y de transición la colocación de los fundamentos del segundo templo (o templo posexí­lico) y mirando hacia el futuro, escribe: †œAntes… A partir de hoy yo os doy la bendición† (Ag 2,15-19 ). El cambio esperado deberí­a comenzar con una convulsión del cielo, de la tierra, del mar y de todos los pueblos, con la aniquilación de las potencias enemigas, con la afluencia a Jerusalén de todas las riquezas y con la exaltación de Zorobabel como soberano mesiá-nico: †œTe tomaré a ti, Zorobabel, hijo de Sealtiel, mi siervo…, y haré de ti como un anillo de sellar…† (2,6.23).

1604
c) Zacarí­as 1-8.
También la primera parte de la profecí­a de Zacarí­as (cc. 1-8) presenta en primer lugar la destrucción de las naciones culpables de las calamidades de Judá (Za 2,4): †œYo estaba un poco indignado, pero ellas han aumentado su maldad† (Za 1,15), por lo cual también ellas habrán de ser presa de Israel (2,13). Siguen las condiciones maravillosas en que se encontrarán los judí­os: †œDe nuevo abundarán en bienes mis ciudades; el Señor se compadecerá nuevamente de Sión y elegirá a Jerusa-lén†(Za 1,17; Za 2,5-9; Za 8,4-5; Za 8,12); habrá cambios en la vida social y el retorno de los dispersos de las diversas diás-poras (5,1-4; 5,5-12; 6,1-8; 8,7-8); finalmente, se realizará el reino mesiá-nico y muchos pueblos acudirán a Jerusalén: †œVendrán pueblos y habitantes de ciudades populosas.., a buscar al Señor todopoderoso… a Jerusalén† (8,20-22).
1605
d) Apocalipsis de Isaí­as.
Poco más o menos por el mismo perí­odo se asocia también a estas perspectivas el Apocalipsis de Isaí­as Is 24-27) con la presentación de cuatro cuadros: un juicio universal de la tierra y de sus habitantes y la derrota de todos los enemigos (24,1-20); un banquete de Yhwh en el monte Sión, con el que comenzará la teocracia (25,6.8.12); finalmente, la lucha final en la que Israel se verá defendido y protegido, mientras que de todos los lugares volverán sus hijos dispersos: †œVosotros seréis recogidos uno a uno, hijos de Israel. Aquel dí­a se tocará la gran trompeta y vendrán los perdidos… y los dispersos… a adorar al Señor en el monte santo† (27,13).
1606
e) Zacarí­as 9-14 y Malaquí­as.
Prescindiendo de algunos pasajes poco claros, en la segunda parte del libro de Zacarí­as encontramos las mismas expectativas: libertad, riqueza, abundancia, retorno de los dispersos, salvación, triunfo de Israel sobre todos los pueblos; pero también Jerusalén será †œcastigada† y se salvarán †œlos restos† de Israel, mientras que †œlos restos† de las naciones subirán a Jerusalén para celebrar la fiesta de las chozas (14,1- 21). En esta misma lí­nea se mueve el profeta Joel. El último apéndice de Zacarí­as, esto es, el escrito de Malaquí­as, representa la última voz de los profetas y está marcado por el mismo tono escato-lógico:
invitaciones y reproches a los sacerdotes, denuncia de los matrimonios mixtos, de la avaricia en las ofrendas del templo, apelaciones a una mayor justicia, mezclado todo ello con promesas y amenazas, que subrayan cómo la salvación es solamente para los justos y no para todo Israel: †œEntonces vosotros volveréis a ver la diferencia que hay entre el justo y el injusto… Todos los soberbios y los que cometen injusticias serán como la paja; el dí­a que viene los consumirá hasta no dejar de ellos ni raí­z ni ramaje†
MI 3,18-19).
1607
f) En los umbrales del NT.
Esta escatologí­a, que habí­a comenzado con promesas y visiones triunfalistas, prosigue en tonos más modestos: no es que se hayan eliminado las promesas, pero cada vez se le da mayor espacio a la conducta social e individual. En los umbrales del NT la escatologí­a estaba en la epidermis de todojudí­o piadoso. Ordinariamente la salvación se veí­a con ojos particularistas; pero no faltan los textos que, en conformidad con la teologí­a de los grandes profetas, plantean una visión universalista (So 3,9-10; Is 51,4-6 52,13-53,12); más a menudo encontramos la visión universalista, así­ como la particularista, teniendo siempre a Jerusalén como centro na-cionalrreligioso (Za 8,20; Za 14,16-1 7; 1s2,2-4 25,6ss; 1s56,7).
Normalmente la escatologí­a de los profetas no implica el fin del mundo, sino que ve su realización en el contexto geográfico-polí­tico presente, así­ como la participación de la naturaleza en ésta renovación (y esto precisamente debido a la fe judí­a sobre la creación). Al final del mundo antiguo corresponde la creación de un mundo nuevo que no tendrá ya ocaso (Za 14,6; Is 65,17-18; Is 66,22) y en el que Yhwh será la luz eterna (Is 60,19-20). A veces la salvación se presenta como un retorno a los tiempos pasados o como una renovación de los antiguos: visión singularmente clara en el Trito-lsaí­as (Is 60,1-2; Is 62,1-12). Las descripciones eran tan bonitas y tan evidentemente contrarias a la realidad presente, que Zacarí­as pudo escribir: †œSi alguno vuelve a profetizar, su propio padre y su propia madre le dirán: †˜Tú no debes vivir, porque has dicho mentira en nombre del Señor†™† (Za 13,3). La escatologí­a surgida del Déutero-lsaí­as encontró seguidores en el perí­odo tras el destierro, hasta que se dieron cuenta del error introducido en la expectativa cercana; sin embargo, se mantuvo viva hasta más tarde en el interior de pequeños grupos, en los que tuvo siempre defensores.
1608
4. Mesianismo.
En el clima escatológico surgió y se desarrolló el ¡mesianismo. Para algunos escritores, la época de la salvación se caracteriza por la intervención directa de Yhwh (Is 24,23; Is 33,22; Is 43,15; Is 44,6; Za 9,1-8 ); para otros Yhwh habrí­a designado un rey terreno como representante o sustituto suyo (generalmente, un descendiente de David). Ageo y Zacarí­as ven al mesí­as en el comisario (daví­dico) Zorobabel (Ag 2,20-22; Za 6,9-15). Zacarí­as es el primero en dividir en dos partes la misión del mesí­as: atribuye una parte a un mesí­as polí­tico y otra a un mesí­as religioso: al primero lo ve en el comisario Zorobabel, ál segundo en el sumo sacerdote Josué; se dirige a ellos como a dos olivos, dos ramas hijas del olivo; define a Zorobabel como un †œgermen† (término que en las versiones griega y latina se traducirá como †œOriente†): Za 3,8; 6,12; cf también Jer 23,5 y Lc 1,78; esta división será seguida muy pronto por los esenios y por algunas ramas de la tradición mesiánica judí­a. El mesia-nismo se alimentó en un ambiente que pensaba de forma escatológica y que querí­a ser fiel a la descendencia regia de David. El judaismo prosiguió la lí­nea veterotestamentaria que miraba hacia un mesí­as nacional, polí­tico, terreno, portador de salvación solamente para los judí­os. Sin embargo, habí­a algunos que miraban hacia un mesí­as supramundano, universal: el Hijo del hombre, en el que pensaba ya el libro de Daniel [1 Daniel VII]. Raras veces se intentó fundir entre sí­ a los dos (véase, p.ej., los Apocalipsis apócrifos de Esdras y de Baruc). Por una extraña convergencia, el escatologismo y el mesianismo -en su atención respectiva- no tomaban en cuenta un cambio sustancial de la vida y de la conducta cotidiana del hombre, sino que soñaban con una época en la que la vida se desarrollarí­a en un mundo nuevo y distinto del actual: Dios no cambiará al hombre y, por medio de él, al mundo, sino que cambiará al mundo, y, con él, a los hombres. Después de que la escatologí­a fallara la mira al pensar que estaba próximo el final (a pesar de las perspectivas de los profetas, las situaciones seguí­an siendo las mismas) y de que el mesianismo no lograra encontrar su propia fisonomí­a, sólo quedó en los ánimos un conjunto de matices de uno y de otro, a menudo bastante más en el fondo que en la superficie, precisamente debido a las desilusiones sufridas y a las que se temí­an al señalar tiempos y personas. Siempre permaneció viva la escatologí­a como expresión de un anhelo que ayudaba a vivir y daba sentido al presente.
Bajo el impulso de la literatura sapiencial y de las imágenes nuevas relacionadas con el dualismo cósmico y ético de origen iranio, surgió y se desarrolló la ¡ apocalí­ptica. Querí­a descubrir los secretos del fin, tendí­a a revelar el futuro y el pasado de la edad del mundo, para llegar a la determinación del momento final de toda la historia y del presente. De esta manera se juntaron el futuro juicio final y el comienzo del reino de Dios. La concepción dualista de la divinidad y del mundo se unió con las imágenes de la eliminación del mundo presente y de una nueva creación, con el ideal del establecimiento de la teocracia, a la que pertenecerí­an desde ahora todos los que viví­an las esperanzas escatológicas, o bien después de su resurrección. El antiguo profetismo quedó arrinconado por una nueva fe y por un nuevo pensamiento, que intentaba comprender el término último de la historia y juntamente el momento presente en que viví­a.
El movimiento apocalí­ptico quedó al margen de los pensamientos y de las esperanzas de muchos debido
a su fisonomí­a no bien integrada, aun cuando su larga prehistoria se remonte a Ezequiel, al Déutero-lsaí­as
y más plenamente a Daniel y a las partes más antiguas del texto etí­ope del Libro de Henoc.
1609
5. La ley.
Basándose en su clara visión de Dios, del mundo, de la historia de Israel y del hombre, la tradición sacerdotal constataba la realidad inatacable de su doctrina sobre las cuatro manifestaciones de Dios que caracterizaban a otros tantos deberes del israelita y del hombre en general: la primera etapa se inicia con la creación del hombre y con su participación en el dominio divino del gobierno del mundo, con los deberes propios de una vida vegetariana y la observancia del sábado; la segunda etapa data del diluvio, con los preceptos dados a Noé y el arco iris como signo de Dios al hombre; la tercera etapa está marcada por Abra-han, con el precepto y el signo de la circuncisión; la cuarta y última es la revelación del Sinaí­, con el pacto (o ¡ alianza) y la ¡ ley, siendo el uno y la otra válidos para todos los tiempos. En la lí­nea de todo lo anterior se pueden releer las frases con que termina el AT según el canon cristiano: †œRecordad la ley de Moisés, mi siervo, a quien yo di en el Horeb mandamientos y normas para todo Israel. Yo os enviaré al profeta Elias antes de que llegue el dí­a grande y terrible del Señor. El hará volver el corazón de los padres a los hijos y el corazón de los hijos a los padres, para que cuando yo venga no tenga que exterminar la tierra† (Ml 3,22-24).
Como Ezequiel en el perí­odo del destierro, así­ Esdras y Nehemí­as fueron pilastras del judaismo en la época de su comienzo concreto, es decir, inmediatamente después del destierro. Su acción es difí­cil coordinarla desde el punto de vista cronológico, pero tiene muchas convergencias desde el punto de vista social y religioso: nada de matrimonios mixtos entre judí­os y no judí­os; los que ya existen tienen que disolverse; hay que reedificar Jerusalén cuanto antes y rodearla de una muralla, que tiene un valor doblemente defensivo, a saber, contra los enemigos y como signo de las rí­gidas limitaciones que han de regular a los residentes judí­os en medio de los no judí­os.
En cuanto a la religión, se hizo oficial el empleo del Pentateuco, que entonces no era como el nuestro, aunque sustancialmente era igual: fue aceptado como †œla ley† perenne. Desde entonces se mirará el Pentateuco como miran el evangelio los cristianos. En el vértice de la comunidad, después de los primeros tanteos, se establece la jerarquí­a sacerdotal. La reforma religiosa de Esdras encauzó la corriente central de la religión yah-vista por un camino que se apartaba de los valores más considerados hasta entonces, sobre todo del pensamiento de los profetas; más que de una nueva formulación religiosa, se trataba del camino hacia una nueva religión. Cuanto más dominaba en ella la prescripción legal, tanto más se debilitaba la fe de los profetas. La ley tení­a que abarcar en concreto todas las circunstancias particulares de la vida, hasta las más minuciosas. Así­ crecieron las prescripciones, se impusieron tradiciones libres hasta entonces o, más frecuentemente, se crearon otras; y así­, poco a poco, se impuso la obligación de sacar prescripciones concretas de cada una de las normas de la ley.
1610
a) Los doctores de la ley.
Así­ se inició el afianzamiento de la autoridad de los doctores de la ley, de los juristas y rabinos, que adquirieron cada vez mayor crédito; no cabe duda alguna de su escrupuloso conocimiento y estudio de la ley. Creció -adquirió cada vez más importancia- la creencia en una tradición que se habrí­a desarrollado a partir de la enseñanza oral de Moisés, conservada y continuada ahora por varias escuelas. Sobre la base de esta dinámica, según la cual tanto el culto como la vida social y la expresión religiosa tení­an que corresponderen cada momento a las prescripciones de la ley, creció su número mediante
especificaciones minuciosas: se contaban 365 prohibiciones y 245 mandatos positivos, y la transgresión de una prescripción se valoraba como infracción de toda la ley.
El retrato del doctor de la ley fue transmitido y celebrado por el Sirá-cida de esta manera: †œDistinto es el que se aplica a meditar la ley del Altí­simo. Estudia la sabidurí­a de todos los antiguos y consagra sus ocios al estudio de los profetas. Conserva los discursos de los hombres famosos y penetra en las sutilezas de las palabras. Investiga el sentido oculto de los proverbios e intenta descifrar los enigmas de las parábolas. Ejerce su servicio entre los grandes† (Si 39,lss).
1611
b) †œTargum†™ †œMisnah†™ †œGemara†, †œTalmud†.
Según una tradición muy difundida, pero quizá legendaria, rabbiYohanan ben Zakkai, al escapar del asedio de Jerusalén (año 70 d.C), fundó en la ciudad de Yabne (Yamnia) el primer centro importante de estudios rabí­nicos, que fue un nuevo sanedrí­n compuesto únicamente de doctores de la ley; su autoridad se extendió por toda la diáspora; el presidente de esta asamblea de doctos cualificados se llamaba †œpatriarca†, y la autoridad romana lo consideró como representante cualificado del pueblo judí­o. Fue este nuevo sanedrí­n el que, poco después de su constitución, hizo poner por escrito las enseñanzas de las antiguas tradiciones orales; se produjo así­ una gran obra colectiva, en la que trabajaron varias generaciones de doctores y se desarrollé en varias grandes colecciones fundamentales para el judaismo de todos los tiempos.
En primer lugar el targum (plural, targumí­m), traducciones parafrásticas arameas, libro por libro, del texto del Pentateuco. Fruto de la liturgia sinagogal, no sólo demuestran que entonces el pueblo no comprendí­a ya el hebreo -lengua en la que se leí­a siempre el texto de la Biblia-, sino que atestiguaban sobre todo las explicaciones que solí­an darse después de cada lectura y los diversos matices que subyacen a la versión o paráfrasis aramea.
La Misnah (o †œrepetición†) es una obra que consta de 63 breves tratados, que son la recopilación clásica de las tradiciones orales judí­as, redactadas por el gran rabbiYuda ha-Nasi (135-217). La Misnah está escrita en lengua hebrea, y los rabinos cuya opinión se recoge son llamados †œtannaí­tas†; la obra, fruto del trabajo de muchos maestros a lo largo de muchos años, fue acogida por todo el judaismo, siendo objeto de explicaciones y comentarios, como la Biblia. Estos comentarios, puestos por escrito, son llamados Gemara†™(†complemento†), y constituyen la obra de los rabinos llamados †œamoraim†: la Misnah hebrea y la Gemara†™ aramea forman el Talmud (hay un Talmud babilonio y otro palestino, mucho más breve). Las partes normativas de todos los escritos rabí­nicos forman la halakah, †œcamino†™ sobre los senderos de Dios; las narrativas, homi-léticas, edificantes, constituyen la hag-gadah (narración, relato). El Talmud representa el triunfo de un legalismo sin compromisos y el repliegue de Israel sobre sí­ mismo. Protegido por la observancia de la ley, observancia reforzada por estas dos obras, el judaismo se estabilizó como religión del pueblo judí­o y, gracias también a ellas, sobrevivió durante siglos a través de una historia muchas veces trágica. Se trata de obras redactadas posteriormente a la época que nos interesa; pero su contenido ya habí­a sido formulado mucho antes, en particular alguno de los targumim y algún que otro tratado de la Misnah.
Fue en este amplio contexto de revisión y codificación de las tradiciones antiguas donde el judaismo palestino estableció †œsu canon bí­blico después de un examen muy detenido bajo la influencia de recientes movimientos populares que habí­an resultado catastróficos (lo cual llevó a la eliminación, p.ej., de textos claramente mesiánicos y apocalí­pticos), de un sentimiento muy estrecho de la propia identidad (como atestigua también la eliminación de textos escritos en lengua griega) y de una toma de posesión frente al dinamismo del cristianismo naciente, incluso para remediar fáciles confusiones religiosas que tení­an prácticamente consecuencias sociales y polí­ticas [1 Lectura judí­a de la Biblia].
6, Templo y comunidad.
Jeremí­as (c. 7) y Ezequiel habí­an criticado duramente la visión materialista y casi mágica del templo; luego Ezequiel prometió a los desterrados que la gloria que se habí­a alejado del templo (cc. 9-10; 11,22- 24) habrí­a sido su santuario -†œYo mismo he sido un santuario para ellos durante el breve tiempo en que están desterrados en estos paí­ses† (11,16)- y vislumbró además que la gloria volverí­a con los repatriados (43,1-5). Después del destierro, el Déutero-lsaí­as introdujo un alto grado de espiritualización del templo. Sin embargo, en Ageo, Zacarí­as y Joel se tiene la impresión de que su insistencia en la reconstrucción del templo está más cerca de la denuncia de Jeremí­as que de la espiritualización del Déutero-lsaí­as. Se trata de una impresión. Estos profetas veí­an en la erección del templo la concreción de la presencia de Dios y la mediación del poder divino; por eso el. templo era fuente de gozo y de amor, como atestiguan no sólo los dos libros de las Crónicas, sino también un gran número de salmos (p.ej., los salmos de las †œascensiones†™ o ma†™alót, 120-134, ylos llamados †œcánticos de Sión†™, 46; 48; 76; 87).
1612
a) El culto en el templo.
Por principio, en el culto del templo participa toda la población; pero prácticamente ésta estaba representada por las 24 clases de sacerdotes instituidas por el rey David, según el libro de las Crónicas. Todas las ceremonias dependí­an de la casta sacerdotal descendiente de Aarón; los sacerdotes estaban asistidos por los levitas, descendientes de Leví­ y de su tribu. Algunos autores piensan que todo el Salterio es la colección litúrgica oficial del segundo templo.
Aunque el oficio de sumo sacerdote pasó a través de muchas peripecias, en los últimos siglos -antes de la destrucción del templo- gozaba del mayor prestigio. Solamente el sumo sacerdote podí­a entrar en la parte más sagrada para interceder en favor del pueblo una vez al año en el †œdí­a de la expiación†; era además el presidente del sanedrí­n y representaba a toda la nación ante los extranjeros.
En los últimos años antes de que surgiera el cristianismo la alta aristocracia sacerdotal estaba un tanto en declive; tanto en Palestina como en la diáspora iba ganando prestigio la autoridad de los doctores de la ley; y este bipolarismo se reflejaba en las instituciones: por una parte el templo, por otra la sinagoga.
En el templo el culto era singularmente fastuoso y solemne, tanto por el misterio de ciertos ritos (los del †œdí­a de la expiación†) como por la música y los cantos en que participaban los sacerdotes, los levitas y el pueblo, este último respondiendo †œamén†, †œaleluya† y con otras expresiones de los salmos antifonales. De estas fastuosas funciones hablan, por ejemplo, ICrón 15,l6ss; 29,20; 2Ch 5,l2ss; 20,21 Ss; 23,l5ss; 29,27; etc. El elogio del sumo sacerdote Simón 11(220-195 a.C.) es una demostración de la admiración con que se seguí­an las, funciones en el templo (Si 50,1-21);-
1613
b) Veneración del templo.

La veneración del templo adquirió a veces tonos supersticiosos, como lo atestiguan los evangelios y los Hechos (7,48); pero ésta no era una actitud caracterí­stica, como lo demuestra indirectamente el hecho de que, después de su destrucción en el 70 d.C, el judaismo sobrevivió bien al desastre y no perdió nada del ideal del templo.
El pensamiento de la habitación de Dios en el templo llevó a la idea de la ciudad santa y de la ¡tierra santa, así­ como al centralismo de ¡ Jerusalén, considerada no sólo como centro del judaismo, sino de todo el mundo, según se lee ya en los últimos capí­tulos del profeta Zacarí­as (14,20-21), que hablan de una muchedumbre de devotos que se dirigen a la ciudad desde todos los rincones del mundo para celebrar la fiesta de las chozas. Otro aspecto de esta relación tan estrecha entre el templo y Jerusa-lén se encuentra en la visión de la †œnueva Jerusalén† y de la †œJerusalén celestial†, como demuestran las denominaciones con que fue llamada mirando hacia su soñado futuro: †œYhwh está ahí­†, †œciudad de la justicia, ciudad fiel† Is 1,26), †œciudad del Señor, Sión del santo de Israel† (Is 60,14), †œmi complacencia† (Is 62,4), †œciudad fiel- montaña del Señor omnipotente, montaña santa† (Za 8,3). Los abundantes desarrollos ra-bí­nicos y cristianos tienen sus raí­ces en estos pasajes y otros similares (Is 54,10-13; Is 60-62; Ag 2,1-9; Za 1,12-13; Za 1,16; Za 2,15): se trata de textos que se refieren a la Jerusalén terrena, pero de los que surgió el ideal de la ciudad celestial. La comunidad esenia de Qumrán habí­a asumido y profundizado esta ideologí­a del templo y se le consideraba como el †œsantuario humano† de Dios, apelando a los pasajes tan atrevidos, ya citados, de Eze-quiel a propósito de la gloria divina entre los desterrados. También los Cristianos recurrirán a esta misma ideologí­a del templo, viendo su realización bien en Jesús, bien en la comunidad y en sus fieles (Jn 1,14;Jn 4,20-21;Ef 2,20-21; IP 2,4-8; ico 6,19 [/lglesia II, 3]).
1614
c) La comunidad en la restauración.
Los colores rosados con que los profetas del destierro y del posdestierro y la restauración describieron esta época suscitaron esperanzas polí­ticas, sociales y materiales que obtuvieron siempre una amplia acogida entre el pueblo; esperanzas que sirvieron también para alimentar la esperanza del retorno de una especial presencia divina. Todo ello cooperó a la formación de un aspecto del pensamiento judí­o que tuvo siempre ulteriores desarrollos, atestiguados tanto por los escritos apocalí­pticos canónicos como en la literatura apócrifa y en las reinterpretaciones de textos antiguos, sacados especialmente de los salmos y de los profetas.
Se trata de un fenómeno importante para comprender más plenamente algunas situaciones del NT, como lo subrayan los manuscritos esenios de Qumrán. La comprensión de que la nueva era tení­a un valor cósmico en la realización de las promesas divinas a Israel suponí­a una renovación total de la vida aquí­ abajo; y esto se expresa con la inversión de la condición presente de la vida (Is 55,12-13; Is 65,25; Is 11,6-9), inversión que quiere verse incluso cuando el contexto de un pasaje bí­blico determinado es, al menos a primera vista, contrario a lo que se le quiere hacer decir: en realidad, un texto siempre puede decir más de lo que pretendí­a el autor. Un ejemplo singularmente claro es el de los primeros capí­tulos del Génesis, a los que en la actual forma definitiva -por cierto, bastante reciente- se le asignan significado* de especial importancia, como la expresión de la bondad del Dios creador, las repetidas afirmaciones de la grandeza del hombre, pero también sus fallos y las promesas divinas, las consecuencias de la caí­da primordial incluso en la naturaleza (Gn 6,1-4; Gn 6,5-7 11,1-9, y Rm 8,12-22)y, por encima de todo, la centralizad del Dios de Israel, centralidad que es también una promesa universal para toda la humanidad.
La importancia déla lí­nea real da-ví­dica en la nueva era fue expresada de varias maneras por Ezequiel, por el Déutero-lsaí­as, por Ageo y por Zacarí­as. Estos textos fueron leí­dos en un horizonte más amplio sobre la base de otros pasajes de posible inspiración real. El énfasis sobre este tema varí­a: difí­cil de descubrir en la historia deuteronomista, el código sacerdotal la sustituye por el sacerdocio de la lí­nea de Aarón, mientras que las Crónicas buscan una lí­nea de compromiso: a pesar de sus realizaciones, David no existe ya, y su lí­nea monárquica carece de esperanzas razonables de volver a revivir; la esencia de sus realizaciones para la vida de la comunidad tras el destierro está constituida por el templo y por el culto; y las Crónicas atienden más al significado teológico de estas realizaciones que a las realidades históricas. Otras lí­neas de pensamiento, por el contrario, culminan en esperanzas daví­dicas de tipo polí­tico y de cuño nacionalista; en parte, este pensamiento tomó cuerpo en la dualidad de los mesí­as proyectada por los profetas posexí­licos Ageo y Zacarí­as, de los que se habló anteriormente.
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d) La nueva era.
Un tercer elemento interesante es la dilación de la nueva era que fue preconizada por pensadores del destierro y del posdestierro, pero no se realizó. No parece que esta dilación produjera solamente un nuevo alejamiento en el futuro; es más bien probable que, con el paso del tiempo, se incorporaran a la primera concepción otros aspectos, quizá más profundos y hasta realizables; por ejemplo, el reconocimiento de todo lo que se habí­a ido realizando respecto a las condiciones del destierro y, luego, del inmediato posdestierro. Los profetas de la restauración eran idealistas, pero se mostraron también capaces de ver en las realidades de una situación poco estimulante la prenda de todo lo que anhelaban para la nueva era, en la que la gloria divina volverí­a a estar en el centro de la vida de la comunidad. Como por otra parte, posteriormente, el hecho de que la nueva era cristiana no hubiera llegado a su plenitud tampoco modificó la esperanza y permitió vivir, con la fe, ya en el contexto de la nueva era. Y hablamos de †œparusí­a†™.
El problema con que se enfrentaron los pensadores del destierro, y sobre todo del posdestierro, fue el de encontrar los medios que llevasen al pueblo a una vida cotidiana adecuada lo más posible a la voluntad divi- . na. Puesto que lo que tiene la prioridad es la acción divina y la ley que la incorpora, se escogieron tres medios para obtener ese género de vida: el énfasis en la importancia del templo, la fiel obervancia del culto y la perseverancia en la oración. Estas fuerzas y tendencias coaligadas entre sí­. crearon una mayor profundización, tanto individual como comunitaria, de la vida interior. La observancia escrupulosa de la ley con todos los preceptos particulares que la acompañaban llegaba a cubrir todos los aspectos de la pureza del pueblo y suponí­a un desarrollo inevitable de la casuí­stica; y, como toda casuí­stica en el terreno religioso, acabó pronto ignorando la realidad de la única prerrogativa divina con la cual cotejarse.
También la literatura sapiencial posterior al destierro formaba parte del mecanismo que tendí­a a ordenar rectamente la vida, y los consejos de los sabios se yuxtaponí­an a la ley ya los profetas, aunque con tonalidades distintas.
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7. Sinagoga y fiestas.
Desde el destierro -en donde probablemente comenzó- y durante todo el perí­odo posterior, la sinagoga tuvo una parte cada vez más importante en la vida religiosa. No se trataba de sustituir con ella al templo, que siguió siendo un unicum, sin igual y sin rivales.
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a) La sinagoga.
Al principio, la sinagoga era una reunión al aire libre para la lectura comunitaria de la ley y sus explicaciones: †œEl pueblo entero se congregó como un solo hombre en la plaza de la puerta del Agua y dijo al escriba Esdras que trajese el libro de la ley de Moisés… Esdras presentó la ley ante la comunidad… La estuvo leyendo.. .†œ(Ne 8,1-3). La lectura de la ley se hací­a en hebreo e iba acompañada de la versión aramea; todo esto poco a poco fue tomando un tono ritual; al final habí­a un sermón, inicialmente bastante corto (Ne 8). Los testimonios más célebres de esta parte didáctica nos han llegado en los targumim.
A los edificios sinagogales se añadió la escuela. El judaismo se define como †œla religión del libro, es decir, de la Biblia, porque este libro constituye su razón de ser, su corazón, y la sinagoga representa su expresión más completa; la sinagoga es al mismo tiempo †œel lugar†™, el santuario y la escuela en donde el libro es leí­do, meditado y comentado. Aquí­ no hay sacerdotes, sino que en lugar suyo están los sabios, los rabinos (maestros) versados en el conocimiento del libro; ni hay tampoco sacrificios, sino un culto espiritual en el que alternan las oraciones, las lecturas, los cantos de salmos y los comentarios. En sus lí­neas generales, la liturgia sinagogal se fue haciendo poco a poco lo que es en la actualidad. La sinagoga no surgió, ciertamente, como contraposición al templo, sino como sustitutiva y complementaria; sin embargo, a medida que iba creciendo la rivalidad entre los fariseos y los saduceos, a éstos se les dejó el predominio del templo y a aquéllos la exclusividad de la sinagoga.
El rezo cotidiano del Serna†™ (compuesto de los textos del Dt 6,4-8 11,13-21, y Núm Dt 15,37-41) es muy antiguo y está atestiguado por los manuscritos esenios de Qumrán; a este rezo se añadí­an otras plegarias. El calendario no era uniforme para todos, sino que se distinguí­a según los grupos; el ejemplo más atestiguado y completo nos lo ofrece el calendario del templo (que era en cierto sentido †œoficial), de tipo lunar, mientras que el calendario de los esenios era solar: aquí­ el año de trecientos sesenta y cuatro dí­as, con doce meses de treinta dí­as, más un dí­a intercalado cada tres meses.
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b) Fiestas.

Entre las fiestas y solemnidades que se obervaban puntualmente están el sábado, la pascua y los ácimos (pesah y massót), celebrados con una solemnidad incomparable; la fiesta de las semanas (sa-buót), llamada luego pentecostés por celebrarse cincuenta dí­as después de pascua; la fiesta de las chozas o de los tabernáculos (sukkót)(ci Jn 7,2); después del destierro se les añadió la fiesta del año nuevo (ro †˜s hasanah); otra gran fiesta en la que se tocaba el cuerno caracterí­stico era el dí­a de la expiación (yóm hakippurim). Otras fiestas son posteriores: la dedicación (hanukkah), para recordar la reconsagración del templo después de la profanación de los seléucidas (IM 4,36-59); la fiesta de los purim (las suertes), introducida por el libro de Ester (3,7; 9,7-23 y 10,3s; cf también 2M 1 5,36t37); el dí­a de Nicanor, en recuerdo de la victoria de Judas Ma-cabeo sobre el general seléucida Nicanor (IM 7,43-49). La observancia del año sabático y del jubileo no está atestiguada con seguridad.
Habí­a también algunas prácticas que poco a poco se fueron haciendo comunes. Ac aquí­ las principales:
los teflhlí­m o filacterias, que eran, tanto antes como ahora, trozos de pergaminos en los que están escritos breves pasajes de la ley, que formaban parte del atuendo ordinario (que habí­a que quitarse en ciertas circunstancias); los pasajesbí­blicosquelosjustificaban son: Ex 13,1-10.16; Dt6,4-9; 11,13-21; entrelos manuscritos ese-nios de Qumrán se encontró un pequeño rollo completo y fragmentos de otros. Está también la teflhlah, u oración que se reza tres veces al dí­a; formada por una serie de bendiciones, en la época cristiana se fijó en una serie de 18 bendiciones (semoneh esreh), entre las que habí­a al menos una contra los cristianos (ojudeo-cristianos, los minim – apóstatas). La mezuzahes un pequeño rollo de piel puesto en un pequeño nicho a la entrada de la puerta de la casa, en la parte derecha, que contiene normalmente los textos de Dt 6,4-9 y 11,12-21; esta práctica se debió al consejo que se da en Dt 6,9 y 11,20: †œEscrí­belas en los postes de tu casa y en tus puertas. La $i$it son las franjas que cuelgan en los cuatro extremos del chai de lana o de lino que se ponen sobre la túnica, franjas colocadas de manera que representen ocho flecos.
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8. Los partidos. La llegada de los seléucidas (197 a.C.) de Siria abrió muy pronto una profunda herida en el judaismo con la persecución religiosa y la helenización forzada: se prohibió tener en las casas rollos de la ley, se prohibió la observancia de la circuncisión, del sábado, de las fiestas, etc.; el sumo sacerdote y su clero dejaron de ofrecer sacrificios, el altar fue profanado con carnes de cerdo y el templo se dedicó a Zeus Olí­mpico.
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a) Asideos. Esta situación dio origen a la reacción judí­a, dentro de la cual se formaron varias corrientes de pensamiento, que llevaban bastante tiempo incubándose, pero que estaban aún sin organizar. La reacción se manifestó en tres direcciones distintas. Una minorí­a se adaptó a las nuevas medidas y renegó de su fe; esta minorí­a contaba con seguidores entre la gente común, pero sobre todo entre las personas distinguidas, social y económicamente importantes. Otros opusieron una resistencia pasiva y -al menos al principio- de forma secreta, en sus casas, siguieron observando sus prácticas religiosas o se retiraron a lugares desiertos donde pudieran vivir su propia fe; pero preferí­an morir antes de faltar a la ley: †œEntonces muchos amantes de la justicia y del derecho se fueron al desierto, donde se establecieron con sus hijos, mujeres y ganados, pues los males habí­an llegado al colmo† (IM 2,29); y cuando les intimaban para que faltasen al sábado, respondí­an: †œNo cumpliremos la orden del rey de profanar el sábado†, y decidieron:
†œMoriremos, pero el cielo y la tierra serán testigos de nuestra muerte injusta† (IM 2,34-38). A este tipo de resistencia pasiva se refiere la actitud de los tres jóvenes frente a la orden de †œNabucodonosor†, es decir, de Antí­oco IV Epí­fanes: †œSi nuestro Dios quiere liberarnos del ardiente horno de fuego y de tus manos, oh rey, nos librará. Pero si no nos librase, has de saber, oh rey, que no serviremos a tu Dios† (Dn 3,17-18). Los representantes de la resistencia pasiva se llamaban hasidim, es decir, †œpiadosos†. Su conducta se basaba en una ilimitada confianza en Dios y muchos de ellos fueron martirizados, como los siete jóvenes y su madre (2M 7; 2M 14,6; IM 2,42; IM 7,13-14). La tercera reacción fue la de los que escogieron la lucha armada. Al comienzo no tuvieron más remedio que huir al desierto, hasta que se organizó el movimiento y se buscó un jefe adecuado para la lucha. La chispa saltó ante el espectáculo de los mártires que suscitó la reacción de Matatí­as y su reflexión: †œSi hacemos todos así­ y no luchamos contra los paganos, defendiendo nuestras vidas y nuestras tradiciones, pronto nos borrarán de la tierra… Lucharemos contra todo el que nos presente batalla†…, para no morir como nuestros hermanos en sus escondrijos† (1 Mac 2,40-41). De este modo comenzó el movimiento de los hermanos / Ma-cabeos. Aunque distintos por la diversidad de su actitud, todos los que escaparon del desastre inicial se unieron, a los Macabeos: †œEntonces se unió a ellos el grupo de asideos, israelitas valientes y defensores entusiastas de la ley†OMac 2,42). – En torno a la época de los Macabeos empezamos a conocer la fisonomí­a de corrientes religioso-polí­ticas organizadas, que comúnmente llamamos †œsectas†. Aplicado a la realidad judí­a, el término †œsecta† es apro-ximativo e impropio. Una secta cristiana es una agrupación disidente de la gran Iglesia; en el judaismo, a pesar de las diferenciaciones seculares, sólo excepcionalmente puede hablarse de cismas y de sectas. En efecto, el judaismo tiene un contenido doctrinal bastante pequeño y carece de una autoridad que pueda imponerse a todos y determinar autoritativamente las interpretaciones legí­timas en los puntos fundamentales de la fe. ?. Fia vio Josefo en De Bello Judaico (iescrito entre el 75 y el 79 d.C.) afirma; †œEntre los judí­os se cultiva la filosofí­a bajo tres formas: los seguidores de la primera forma se llaman fariseos, los de la segunda saduceos yi los de la tercera esenios, que son judí­os de nacimiento, ligados por el ¿mor.mutuo más estrechamente que los demás† (11,119); y en las Antiqui-talesJudaicae (XVIII, 16) añade que fue introducida una †œcuarta escuela filosófica† por Judas el Galileo y por Sadoc, o sea, la de los zelotes. En la época que aquí­ nos interesa, los saduceos y los fariseos representaban il judaismo oficial.
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b) Fariseos.
Los predecesores de los fariseos, probablemente, estuvieron algún tiempo en las filas de los asideos en la época de la insurrección macabea. Al principio eran un grupo minoritario, pero poco a poco extendieron su influencia sobre toda la vida religiosa tanto en Palestina como en la diáspora. Después de la catástrofe del año 70 d.C. las otras tendencias quedaron prácticamente eliminadas por los mismos sucesos, mientras que el fariseí­smo se fue identificando cada vez más con el judaismo.
El judaismo debe su supervivencia sobre todo a los fariseos. Los evangelios los presentan como hipócritas, maní­acos del formalismo y de una casuí­stica estéril, incapaces de distinguir entre lo accesorio y lo esencial, atados a la letra y no atentos al espí­ritu. Esta imagen no es ciertamente falsa, pero es incompleta: al destacar solamente los aspectos más superficiales y llamativos, soslaya los elementos positivos. Los estudios modernos han rehabilitado en gran medida a los fariseos.
La vida religiosa de los fariseos se centraba en la meditación y en la práctica de la ley. Se preocupaban de las situaciones particulares no previstas por la ley para determinar cuándo y cómo habí­a que actuar en conformidad con las normas de la tradición. Por eso la casuí­stica se convirtió en un elemento esencial de su enseñanza, y en el esfuerzo por precisar las normas de la ley llegaron a veces más allá del texto; de aquí­ la importancia que concedí­an a la tradición como complemento necesario de la ley. Tradición que se transmite oralmente, se enriquece continuamente con las enseñanzas de los rabinos y es objeto de incesantes discusiones que llevan a una pluralidad de tendencias, más rigurosas las unas y más condescendientes las otras. Estas tradiciones acabaron más tarde por ser codificadas en escritos que siguen teniendo un alto valor en el judaismo, como la MiSnah y el Talmud (1 su-pra, II, 5b).
Frente al inmovilismo de la aristocracia, la tradición farisea era en muchos aspectos un factor de desarrollo. En el plano práctico esto se traducí­a en una multiplicación de observancias y en una severidad extendida a toda la práctica de la ley, consideradas las unas y la otra como destinadas a acentuar la separación del pueblo elegido de los †œimpuros paganos† y como testimonio altí­simo de las bendiciones divinas.
Profesaban además ideas que tení­an un apoyo estructural muy tenue, negado a veces por los demás. Creí­an, en particular, en la resurrección de todos los hombres, o sólo de los justos; seguí­an una angeloiogí­a muy precisa y desarrollada: de la insistencia en la unicidad y trascendencia de Dios llegaron a la fe en un mundo intermedio que cubrí­a el vací­o entre Dios y el hombre, una corte celestial compuesta de ángeles, a los que añadieron más tarde los espí­ritus malos. El aislacionismo ritual de los fariseos y su carácter abierto en las posiciones doctrinales no son contradictorios: el primero los protegí­a del sincretismo, el segundo los obligaba a encontrar un apoyo en los textos bí­blicos. Y es quizá de su aislacionismo singular de donde se deriva su nombre: perusim – fa-riseos = †œseparados† de los demás. Tuvo ciertamente un gran influjo popular el heroí­smo con que varias veces los fariseos se vieron obligados a demostrar con el martirio su fidelidad a la ley. Baste un ejemplo. En tiempos de Alejandro Janneo, sumo sacerdote, hubo choques bastante fuertes entre sus partidarios y los antagonistas capitaneados por los fariseos; en una ocasión, los soldados de Janneo realizaron una matanza; otra vez (en el año 88 a.C.) el sumo sacerdote hizo apresar a 800 fariseos y los crucificó luego ante los ojos de sus mujeres e hijos, mientras él celebraba su muerte con un banquete (Flavio Josefo, Antiq. Jud. XIII, 13-14; De Bel. Jud. 1, 4).
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c) Saduceos.
Representaban casi exclusivamente a la aristocracia sacerdotal. Su nombre está vinculado al sumo sacerdote Sadoc, de la época de Salomón. Después de la destrucción del segundo templo (70 d.C.) desaparecieron de la escena. No es verdad que los saduceos fueran todos ellos sacerdotes, todos ellos aristócratas y todos residentes en Jerusa-lén. Aunque los testimonios que han llegado a nosotros no lo digan expresamente, se cree que tení­an seguidores y simpatizantes entre otras clases y grupos sociales.
Preocupados de mantener el orden público mientras ocupaban el poder los seléucidas y luego los romanos, no parece que se preocupasen mucho de las corrientes religiosas, a no ser para reprimirlas; así­ ocurrió, por ejemplo, con los movimientos mesiá-nicos y fariseos. Eran conservadores no sólo en polí­tica, sino también en religión, en donde se atení­an a una interpretación literal de la ley, hecho éste que se debí­a ampliamente a sus orí­genes. Era un movimiento que, al parecer, continuaba antiguas tradiciones y se oponí­a, tanto en materia de fe como en cuestión de ritos, a todas las novedades.
Con la aparición de nuevos movimientos vieron reducirse cada vez más su importancia y aumentar su aislamiento del pueblo, mientras que emprendí­an cada vez más incursiones en el campo de la polí­tica. A la muerte de Alejandro Janneo, el poder cayó en manos de su viuda, Alejandra (76-67 a.C), que se inclinó por los fariseos. Cuando ella murió estalló una guerra civil entre sadu-ceos y fariseos que preparó prácticamente la llegada de los romanos.
Parece ser que lo que fue más tarde el †œcanon†™ bí­blico (establecido en el siglo II d.C.) era entre los saduceos más limitado que entre los fariseos. Flavio Josefo no esconde su antipatí­a por los saduceos, y en los pasajes en que habla de ellos no es muy claro (Antiq. Jud.XUI, 173; 297-298; XVIII, 16-17; XX, 199; De Bel. Jud. II, 164-166). Dice, de todas formas, que no creí­an en el destino y que afirmaban la libertad humana; pensaban que al morir desaparecerí­a el alma, y no aceptaban la retribución en otra vida; aceptaban exclusivamente las leyes escritas y rechazaban las tradiciones orales. Josefo afirma además que a menudo se veí­an obligados a plegarse a la voluntad de los fariseos y que en los tribunales eran muy severos.
En el siglo 1 de la era cristiana los saduceos tení­an gran poder en Jeru-salén gracias al templo y a la persona del sumo sacerdote, cabeza de la nación y presidente del sanedrí­n, en donde gozaban de gran prestigio.
Si Jesús criticó a los fariseos debido a sus tradiciones, no fue ciertamente porque influyeran en su ánimo las ideas saduceas. Cabe pensar que, si se hubiera quedado en Galilea, probablemente no lo habrí­an eliminado de forma tan brutal. Su conciencia mesiánica lo impulsó a subir a Jeru-salén y allí­, en su fortaleza, tuvo lugar el choque con los saduceos. Habí­a echado a los mercaderes del templo; habí­a sido acogido por la multitud con aclamaciones mesiánicas; los saduceos vieron en peligro la seguridad de la nación judí­a bajo el control romano. En toda la historia de la pasión no se habla de los fariseos ni se sabe qué actitud tomaron en el sanedrí­n. Aparentemente al menos, todo se desarrolló en un ambiente sa-duceo.
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d) Esenios.
La forma más original del judaismo en la época que nos interesa es el esenismo. Los esenios, conocidos antes casi exclusivamente por los testimonios de Filón de Alejandrí­a y de Flavio Josefo, han saltado a primer plano desde 1947, cuando comenzaron los descubrimientos de sus manuscritos en la región desértica de Qumrán en la orilla noroccidental del mar Muerto. Los manuscritos encontrados -a juicio de la mayorí­a de los autores-son todos ellos anteriores al 68 d.C. y nos ofrecen informes y testimonios de todo tipo. Nuestro interés se centra aquí­ en la Regla de la Comunidad (= 1QS), en la Regla de la Guerra (= 1QM) y en los Himnos (= 1QH). Lo que impresionaba a los escritores antiguos y a los lectores modernos es el género de vida, singularmente elevado y distinto, por lo que sabemos, de las demás corrientes judí­as de la época. No se sabe de dónde se deriva su nombre: Filón, que escribí­a en griego, los llama essaioi, y Flavio Josefo essenoí­; es probable que estos términos se deriven de hesén-hasaya, †œsanto-venerable†; ellos se designaban con el nombre de †œhijos del nuevo pacto†™.
Era muy estricta la observancia de las leyes mosaicas. Del último documento publicado (Rollo del Templo) se deduce que ellos reescribieron la parte legal del Pentateuco uniendo más estrechamente las diversas leyes, ampliando algunas y poniéndDIAS todas ellas en labios de Dios, es decir, eliminando la intervención de Moisés. No viví­an en medio de la sociedad, sino separados de ella en pequeñas comunidades y en lugares solitarios. En la comunidad de Qumrán habí­a probablemente una comunidad más numerosa que las demás, con las personas que estaban al frente del movimiento, es decir, la dirección y la administración general. Los miembros se dividí­an en tres clases: sacerdotes, levitas y laicos. La comunidad más pequeña estaba constituida por 10 miembros presididos por un sacerdote. En las reuniones comunitarias cada uno ocupaba su puesto y tomaba parte en el consejo siguiendo un orden establecido. Las cuestiones generales de la comunidad eran tratadas por un consejo de 12 miembros y tres sacerdotes. Toda la comunidad estaba dirigida por los sacerdotes, a los que correspondí­a siempre la precedencia. En la comunidad habí­a un inspector (paqid), un superintendente (me-baqqer) y un sabio (maskil). La admisión en la comunidad era muy compleja. El postulante era examinado por el inspector, que decidí­a de su admisión o de su exclusión: †œSi es capaz de disciplina, lo introducirá en el pacto…† (1QS VI, 14). Pero la admisión no suponí­a la introducción en la vida de la comunidad: el candidato tení­a por delante un primer perí­odo de prueba por un año. Al final eran †œlos muchos† (o sea, la asamblea) los que decidí­an de su continuación o de su expulsión; si continuaba, era admitido en el primer grado de la vida comunitaria por otro año (ibid, VI, 16-17). Después del segundo año era examinado de nuevo para constatar si habí­a adquirido una debida comprensión de la ley y si su vida se habí­a mostrado conforme con las reglas de la comunidad (ibid, VI, 18-19); si el juicio era positivo, era introducido parcialmente en la comunidad, a la que pasaban desde entonces sus bienes y su trabajo, pero sin que se pusieran todaví­a en †œel tesoro de la comunidad†, y no le estaba permitido todaví­a sentarse en la mesa para comer con los miembros de la comunidad. Sólo al cabo del tercer año se integraba verdaderamente en la comunidad, a la que se destinaban todas sus posesiones, todo su trabajo y todo su saber (ibid, 1, 11-12). Se le asignaba un puesto al nuevo miembro, que ingresaba en el †œnuevo pacto† con una ceremonia singular, en la que era bendecido por los sacerdotes y prestaba un solemne juramento.
La jornada, que empezaba al amanecer con una oración al sol naciente, se dividí­a entre el trabajo manual y las actividades espirituales. La tarde era ocupada en oraciones, lecturas y comentarios de la ley y de otros textos que se consideraban sagrados; la tercera parte de la noche se pasaba en una vigilia común de oración y estudio. Tení­an la obligación de comer juntos, de orar juntos y de deliberar juntos. Su comunidad estaba regida por una rí­gida disciplina y organizada de forma piramidal. No se divulgaban sus doctrinas, sino que se mantení­an en secreto; ningún extraño podí­a unirse a ellos en la oración, en la mesa, en los baños rituales ni en el trabajo.
Los esenios de Qumrán no son exactamente iguales a los que nos describen Flaví­o Josefo y Filón; es evidente que los dos escritores judí­os quisieron hacer de ellos una descripción un tanto idealizada.
Ac aquí­ algunas caracterí­sticas de estos esenios de Qumrán. Llevaban hasta el lí­mite máximo la pureza legal: no sólo era contaminante el contacto con los paganos, sino incluso con los judí­os que no pertenecí­an a la comunidad o con personas de clase inferior. A su juicio, pretendí­an ser fieles al judaismo tradicional, renovándolo de la decadencia sufrida para vivirlo en toda su pureza, con un exasperado nacionalismo, con un antipaganismo activo y en franca oposición con la clase judí­a entonces dominante, a la que juzgaban tan corrompida que el último remedio era vivir en el retiro del desierto, esperando una intervención extraordinaria de Dios; para ellos era indispensable un retorno riguroso a la ley y a los ideales de pureza. El dualismo y el. predestinacionismo dominan todo el curso de la vida de los individuos y de la historia: lucha entre Dios y Belial dentro del hombre y del universo. Al tono de pesimismo y de fatalismo que caracteriza su pensamiento sobre la humanidad se añade una ilimitada confianza en Dios, pero solamente en favor de ellos -los hijos de la luz-, mientras que los demás -los hijos de las tinieblas- están destinados al exterminio.
Tení­an un sentido profundo de los misterios divinos y estaban convencidos de que habí­an sido revelados a su comunidad por medio de luces especiales, gracias al estudio asiduo de las Sagradas Escrituras y de las interpretaciones espirituales y actualizantes de su maestro de justicia, personalidad ésta que dio ciertamente un colorido singular a la comunidad, caracterizando quizá al perí­odo de su mayor esplendor, pero de la que ignoramos el nombre. Se trató desde luego de un espí­ritu profundo y excepcional tanto en la espiritualidad como en el influjo que tuvo en el movimiento esenio. No es probable que con esta expresión Jos esenios designasen al †œfundador†.
Su actitud problemática frente al culto oficial del templo fue durante algún tiempo tema de discusión entre los qumranistas; hoy ha dejado de serlo. Según el juicio de los esenios, en las condiciones en que se encontraba, el templo no debí­a ser ya frecuentado; este juicio acentuó y profundizó los aspectos religiosos de la comunidad, considerada como templo-hombre. La santidad y la verdad eran consideradas como las auténticas purificadoras del pecado. †œEl tributo de los labios tiene el agradable aroma de la justicia, y la vida perfecta es como una ofrenda espontánea† (1QS X, 3-5). Separados adrede del templo, se sentí­an más cerca de los ángeles y desarrollaron mucho la an-gelologí­a: †œSobre el polvo derramaste tu espí­ritu de santidad para que estemos en comunión con los hijos del cielo† (1QH, fragm. 2,9-10); †œPurificaste a un espí­ritu perverso para que estuviera en servicio.., con el ejército de los santos y entrase en comunión con la asamblea de los hijos del cielo† (1QH III, 21-22). Eran realmente febriles las esperanzas escato-lógicas de los esenios; estaban convencidos de la proximidad del fin y de que estaban viviendo las últimas fases que anteceden a la lucha final, tras la cual esperaban una felicidad paradisí­aca en este mundo. Al parecer no tení­an la creencia en una inmortalidad feliz para los justos; al menos no se expresa nunca con claridad esta creencia en los manuscritos que tenemos. En este contexto se inserta su mesianismo, acentuado sobre todo en los últimos perí­odos. Serí­a singularmente interesante saber más de ese esperado banquete de los miembros de la comunidad, †œcuando Dios haya hecho nacer al mesí­as en medio de ellos†(IQSb 1,11-12), banquete durante el cual el †œmesí­as de Aarón† bendecirá el pan yel vino; como se dijo anteriormente, parece ser que los esenios esperaban dos mesí­as, uno laico (o de Israel) y el otro sacerdotal. Los esenios poseí­an también colecciones de textos bí­blicos, que interpretaban de acuerdo con sus esperanzas mesiánicas, colecciones que anticipaban a las que, después de ellos, están atestiguadas entre los cristianos y que llamamos †œtestimonia†. También su metodologí­a exe-gética de los textos bí­blicos anticipa en varios aspectos la que vemos en el NT.
De una atenta lectura de la Regla de la Comunidad se deduce que el movimiento esenio tuvo su propio desarrollo interior, reflejado en otros manuscritos, aun cuando las etapas sugeridas por algún autor son más bien subjetivas. Algunos textos dan pie a la opinión de que los esenios eran célibes, mientras que otros hablan de familias; unos subrayan la exigencia de la comunión de bienes, mientras que otros hablan de su libre disponibilidad.
El descubrimiento de los manuscritos esenios de Qumrán ofrece nuevos e inesperados instrumentos para la lectura de los evangelios y para el estudio de los comienzos y de los primeros desarrollos del cristianismo. A pesar de diversos intentos, está aún por explicar el hecho de que los esenios no aparezcan nunca mencionados expresamente en los evangelios. La figura del maestro de justicia ofrece algunos rasgos parecidos a los de Jesús; pero las contraposiciones son muchas, por lo que la superposición de los dos personajes (que algún tiempo intentaron hacer algunos estudiosos) es ciertamente arbitraria. El esenismo es un capí­tulo nuevo, que completa la fisonomí­a del judaismo y la historia de los comienzos del cristianismo. Su encuadramiento histórico se puede resumir como sigue: 1) división del movimiento de los asi-deos, retiro al desierto de Qumrán, formación de un movimiento autónomo: del 168 a.C. al 134 más o menos; 2) desarrollo intenso en los años del 134 al 31 a.C; 3) parcialmente interrumpido por un terremoto y por un incendio, el movimiento recobra vida, y en tiempos de Herodes el Grande goza de una grande y libre actividad: del 31 al 4 a.C; 4) desde la muerte de Herodes hasta la destrucción de los edificios de Qumrán (el año 68 d.C.), adquiere nuevos adeptos y simpatizantes, presenta una fisonomí­a hí­brida, acentúa las esperanzas escatológicas y nacionalistas: parece ser que una parte del mismo tomó una actividad beligerante antirromana y que se adhirió a los movimientos extremistas de los zelotes y sicarios.
Una presentación de los esenios, escrita por un escritor no judí­o, demuestra la admiración de que eran objeto y ofrece los rasgos esenciales geográficos y morales del movimiento: †œAl oeste (del mar Muerto) los esenios ocupan algunos lugares de la costa, a pesar de que son nocivos. Es un pueblo único en su género y digno de admiración en el mundo entero por encima de todos los demás: no tienen mujeres, han renunciado enteramente al amor, no tienen dinero, son amigos de las palmeras. Cada dí­a crecen en igual número, gracias a la multitud de recién llegados. En efecto, acuden en gran número aquellos a los que, cansados de las vicisitudes de la fortuna, orientan la vida adaptándola a sus costumbres. Y así­, durante miles de siglos, aunque parezca increí­ble, hay un pueblo eterno en el que no nace nadie† (Plinio el Viejo, Natur.hist. V,1 5,73).
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e) Zelotes.
A diferencia de las otras provincias de Oriente, Judea no quiso resignarse nunca al dominio romano ni se prestó a verse integrada en el sistema del imperio. Desde el principio de la conquista romana, su historia se desarrolló en una continua tensión, acompañada de revueltas contra los romanos, desde los tiempos de Pompeyo (63 a.C.) hasta los de Bar Kosba†™(135 d.C). Las principales causas del conflicto son de carácter religioso e ideológico: la convicción de los judí­os de su elección (†œel pueblo elegido† y, por tanto, único) y la amarga realidad de la sumisión a las leyes de un imperio idólatra, que concedí­a honores divinos a sus emperadores, eran incompatibles. De todo ello se derivó una situación de completa antí­tesis a las concepciones judí­as. La tensión encontró como canalización natural el reforzamiento en la fe mesiánicoescato-lógica, en el centro de la cual estaba la esperanza de un renacimiento de la gloria de Israel y el ocaso del †œreino de la arrogancia†. La intensidad de este sentimiento fue creciendo con el tiempo y maduró, ocasionando un deterioro cada vez peor de las relaciones con la administración romana.
Según las noticias de Flavio Josefo, que es nuestro testigo más antiguo, el movimiento de los zelotes tuvo su origen en la constitución del censo ordenado por el legado de Siria Quirino (el 6-7 d.C.). El censo constituí­a el primer acto de la organización de Judea como provincia romana. Bajo la dirección de Judas el Ga-lileo (de Gamala) y de Sadoc el fariseo se reclutaron fuerzas para la sedición armada, ya que a sus ojos la adhesión representaba una esclavitud insoportable; mientras tanto se aseguraba que Dios llegarí­a en su ayuda y salvarí­a sus vidas. Esta insurrección armada logró muchos prosélitos; el número de sus seguidores aumentó hasta afectar a toda la polí­tica judí­a y echar las semillas de la catástrofe que comenzó con la rebelión del 66 d.C. para acabar el año 70. Los zelotes (nombre que se deriva en último análisis del hebreo kennaim, †œcelosos†) pronto se convirtieron en gente levantisca y agresiva, se negaban con todos los medios a pagar los impuestos y a censarse, afirmaban el derecho a matar a cualquiera que pasase de los lí­mites del patio del templo reservados a los no judí­os. :; Resumiendo sus doctrinas, Flavio Josefo escribe: †œEs verdad que Judas y Sadoc comenzaron entre nosotros una intrusa cuarta secta filosófica… Esta escuela está de acuerdo con todas las opiniones de los fariseos, a excepción de su pasión invencible por la libertad, ya que están convencidos de que sólo Dios puede ser su guí­a y su soberano† (Antiq. Jud. XVIII, 9 y 23). Estaban dispuestos a soportar las más terribles torturas y hasta la muerte, y hasta a ver torturados a sus parientes y amigos antes que someterse al dominio romano. Más que de una forma de anarquismo, los zelotes eran defensores absolutos de una teocracia, cuya instauración presuponí­a la eliminación de todo poder en mano de los paganos. Se sentí­an en la obligación de promover con la fuerza la llegada de esta teocracia; predicaban el odio a los extranjeros y fomentaban la violencia contra ellos. De violencia en violencia, de agitación en agitación, contribuyeron a suscitar la incomprensión brutal de algunos gobernadores romanos, y así­ se llegó a la insurrección del 66 (Flavio Josefo, o.c, XVIII, 23-25).
Las condiciones económicas y sociales tuvieron ciertamente mucho que ver con el origen de esta agitación fundamental de los zelotes, recluta-dos especialmente entre las capas más miserables del proletariado palestino. En ellos destacaba ciertamen-, te la fe religiosa y el patriotismo; la fe fomentaba este patriotismo, pero su fanatismo fue realmente funesto. Apenas se sintieron bastante fuertes, sembraron el terror en Palestina, y sobre todo en Jerusalén, para obligar a los ricos a combatir contra Roma y a deponer al sumo sacerdote. Uno de sus jefes, Menahem, hijo de Judas de Damala, parece ser que se arrogó igualmente unos poderes mesiánicos y que se presentó en el templo para ser coronado rey, pero fue matado por uno de sus rivales (Flavio Josefo, De Bel. Jud. II, 3-10).
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Los zelotes exportaron además a la diáspora, especialmente a Egipto y a Cirenaica, su ideologí­a; pero la parte más radical se refugió finalmente en la fortaleza de Massada, en donde más tarde (el año 73) se suicidaron antes de rendirse a los romanos (Flavio Josefo, o.c, VII, 320-340). Es importante observar que no hay duda alguna sobre las relaciones de un sector bastante importante de los ese-nios con el movimiento zelote, como lo demuestran las excavaciones arqueológicas de Massada (cf también Flavio Josefa, o.c. II, 4; III, 1-2). También los fariseos, en lo más hondo de sus pensamientos, odiaban a los romanos que ocupaban Palestina y anhelaban con confianza la liberación, aunque no creí­an que fuera posible acelerar su relación más que con la oración y la piedad, acompañada de una esperanza ardiente.
La punta de lanza de los zelotes eran los sicarios (de sica, puñal), extremistas de la ideologí­a zelote. Su nombre, impuesto probablemente por los romanos y utilizado corrientemente por Flavio Josefo, se debe al hecho de que bajo su ropa escondí­an siempre un puñal con el que hacer justicia. Según dice Flavio Josefo, representaban un fenómeno que habí­a aparecido en el perí­odo en que era procurador Félix; también los Hechos de los Apóstoles los mencionan en este perí­odo (Hch 21,38). La novedad consistí­a en la técnica empleada para eliminar a sus enemigos. Escribe Flavio Josefo: †œLos sicarios tramaron una conjura contra los que querí­an aceptar la sumisión a los romanos y lucharon contra ellos de todas formas como enemigos, saqueando sus posesiones y sus ganados y pegando fuego a sus casas† (o.c, VII, 254). Para sus acciones asesinas escogí­an preferentemente las asambleas festivas, ya que se mezclaban con la gente, mataban a la ví­ctima escogida y huí­an sin posibilidad de ser identificados. Su primera ví­ctima fue un tal Jonatán ben Anán, que habí­a sido sumo sacerdote (Flavio Josefo, Antiq. Jud. XX, 162-1 66; De Bel. Jud. II, 254-257).
También un discí­pulo de Jesús habí­a formado parte de este grupo de celosos guardianes de la ley y de la independencia polí­tica: Simón, llamado también †œcananeo† (Lc 6,15; Hch 1,13), que en hebreo y en arameo equivale precisamente a zelote (Mt 10,4; Mc 3,18).
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f) Los partidosy Jesús.
En estas condiciones históricas efervescentes no improvisadas, sino resultado de una secular preparación de conjunto, no estaba muy de acuerdo con las enseñanzas cotidianas contraponer la conducta de un sacerdote o de un levita a la de un samaritano y proponer a este último como ejemplo de amor al prójimo Lc 10,25-27). Y cuando Jesús dijo: †œSabéis qué se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial…† (Mt 5,43-45), los oyentes comprendí­an perfectamente que no era ésta una norma abstracta: el †œenemigo† lo tení­an todos a la vista; eran los romanos.
La aparición de Jesús en la sociedad judí­a dio lugar a un acontecimiento singular. La conciencia de ser el Hijo del hombre le conferí­a una autoridad sin precedentes; sin embargo, no se comportó como si no tuviera precedentes. Su posición no fue la de una nomolatrí­a o culto a la ley, pero tampoco la de un antinomismo u oposición a la ley: †œNo penséis que he venido a derogar la ley y los profetas; no he venido a derogarla, sino a perfeccionarla† (Mt 5,17). Sea cual sea la interpretación que se haga de este pasaje tan discutido, está claro que esta declaración tan solemne indica que para Jesús la ley seguí­a siendo una norma fundamental de conducta. Sin embargo, él da su interpretación a veces en sentido revolucionario o escandaloso para sus oyentes: unas veces la atenúa y otras la exaspera. A veces la atenúa hasta llegar a abrogar ciertas observancias rituales (Mc 2,23-28; Mc 3,1-6; Mc 7,1-23); a veces acentúa el rigor de las prescripciones morales (Mt 5-7). Establece entre los mandamientos una estricta jerarquí­a y -en la lí­nea de los profetas- interioriza y espiritualiza la ética judí­a; más allá de las acciones, escruta las intenciones, y tiene más en cuenta la rectitud de la mente que la corrección exterior de un legalismo formal. Ante su público y también ante sus discí­pulos, Jesús se ve continuamente expuesto a la fiebre me-siánica y a la tentación zelote, siempre atento a trazarse una lí­nea de demarcación cuidadosa y sutil entre lo religioso y lo polí­tico y a subrayar que el poder romano habí­a sido establecido por Dios y que era preciso servirle con lealtad (Mc 12,17). Su enseñanza, muy cerca en bastantes aspectos de la de los rabinos, contiene además visiones claramente desalentadoras, incluso para los que se mostraban sensibles a sus palabras y a su comportamiento. Descubrir que alguna que otra de las frases del evangelio guarda cierto parecido con algún dicho rabí­nico no significa nada: se trata de expresiones cronológicamente inciertas y atribuidas no a la misma personalidad, sino sacadas del recuerdo de muchas personas; otras veces esas frases se encuentran en un contexto que cambia su significado, por lo que la semejanza es sólo aparente; el tono mismo de las palabras de Jesús es muy distinto. Su comportamiento está perfectamente encuadrado en las condiciones históricas y sociales de entonces, y precisamente por eso podemos medir, al menos en parte, las dificultades que encontraba su auditorio y las incomprensiones que a veces se originaban. Si se tienen presentes las condiciones polí­ticas, sociales y religiosas del judaismo, no es de extrañar la negativa a aceptar a Jesús y se comprenden muy bien ciertas actitudes suyas y de sus apóstoles.
Dejando aparte toda consideración teológica, de la que de todas formas no podemos prescindir, Jesús nació y tuvo que actuar en un perí­odo difí­cil. Consciente de todo lo que le esperaba, se dirigió a Jerusalén, donde fue acogido triunfalmente como mesí­as y se declaró oficialmente Hijo del hombre, ofreciendo de este modo a los saduceos un doble motivo para que lo condenaran a muerte, atestiguando su fidelidad a Roma y su devoción al Dios único. Entre sus discí­pulos y la predicación de los mismos está su resurrección y pentecos-tés, y con ellas la revelación de la divinidad del maestro. Pero todo esto no suponí­a en lo más mí­nimo la necesidad de alejarse de la sinagoga, es decir, del judaismo. El alejamiento fue lento y penoso para el cristianismo naciente, que se vio obligado a dar un paso que felizmente no dio nunca con los dos pies, dando muy pronto con dolor (pero sin vacilación) el testimonio -que debí­a valer necesariamente- de sus raí­ces hebreas al defender valientemente una parte de sí­ mismo en el AT, a pesar de ser consciente de que esas raí­ces iban a constituir un problema permanente. La Iglesia sentí­a que el judaismo era un vestido que resultaba cada vez más estrecho; pero de vez en cuando a lo largo de la historia tuvo que pagar su demasiada cercaní­a o su excesiva lejaní­a del mismo [1 Jesucristo III].
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9. Judeo-cristianos.
No resulta fácil definir lo que es el judeo-cristia-nismo. No tiene sentido representarlo como una amalgama más o menos afortunada de judaismo y de cristianismo. Por este camino toda forma de cristianismo esjudeo-cristiana, ya que reivindica para sí­ el patrimonio espiritual de Israel, y en particular el AT. En este sentido toda la gran Iglesia es judeo-cristiana; pero se trata de una conclusión demasiado fácil.
En nuestros dí­as algunos autores han investigado para llegar a una definición más adecuada, pero con resultados que manifiestan la dificultad del camino recorrido hasta ahora; las motivaciones son sustancialmente dos: el término hebreo (judí­o), ¿debe tomarse en sentido étnico o en sentido religioso? ¿Qué observancias legales distinguen a los judeo-cristia-nos? Al margen de algún aspecto particular, el judaismo y el cristianismo marcan el encuentro de dos civilizaciones; baste la comparación entre la forma asumida por el cristianismo en el Oriente semita (muy marcado por sus orí­genes palestinos) y la forma asumida en los paí­ses de cultura greco-latina; la misma historia de la Iglesia de Jerusalén, tan confusa para nosotros por las escasas noticias que se han podido recoger, es una nueva prueba de ello. El cristianismo del Oriente semita (o siro-palestino) de la gran Iglesia se distingue, por ejemplo, del de la Iglesia greco-latina por una valoración bastante menor de los conceptos fundamentales del pau-linismo y por una adhesión a criterios disciplinares y litúrgicos y a esquemas del pensamiento judí­o y rabí­nico.
Desde los primeros años, el cristianismo chocó con el problema de la clausura y de la apertura a todos los pueblos, problema que aparece con suficiente claridad en una lectura de los evangelios y de los Hechos de los Apóstoles. Para Jesús, la elección de Israel constituye un hecho indiscutible; él limitó su acción en este mundo a †œlas ovejas perdidas de la casa de Israel† (Mt 15,24), dirigiéndose a los paganos sólo excepcionalmente (Mc 7,24-30; Mt 8,5-13). A los doce les dio también la consigna: †œNo vayáis por tierra de paganos… (Mt 10,5). Pero hacia los paganos y con los samaritanos él no sólo no demuestra jamás desprecio y odio, sino que de buena gana los propone a veces como personas ejemplares a sus oyentes judí­os, previendo incluso su rechazo oficial: †œMuchos del oriente y del occidente vendrán y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de Dios, pero los hijos del reino serán echados a las tinieblas de fuera; allí­ será el llanto y el crujir de dientes† (Mt 8,11-12). Toda la confrontación misteriosa judaismocristianismo la expresa, en términos válidos todaví­a, san Pablo en la carta a los Romanos (cc. 9-1 1).
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L. Moraldi

Fuente: Diccionario Católico de Teología Bíblica

A) Caracterí­sticas generales.

B) Judaí­smo tardí­o.

C) Religión judaica.

D) Filosofí­a judaica.

E) Judeo-cristianismo.

F) Judaí­smo y cristianismo.

G) Colaboración entre judí­os y cristianos.

A) CARACTERíSTICAS GENERALES

I. Presupuestos para un juicio correcto
El j. es un fenómeno muy complejo de naturaleza social, religiosa, polí­tica, étnica e histórica. La comprensión de su esencia especí­fica resulta difí­cil especialmente por tres razones. En primer lugar los elementos mencionados difí­cilmente pueden separarse del fenómeno general del j., de manera que amenaza siempre el grave peligro de una falsa denominación cuando sólo se trata, por ejemplo, de la religión o de las estructuras sociales del j. (cf. luego en B -> judaí­smo tardí­o). En segundo lugar, hay que tener en cuenta que en el transcurso de su historia el concepto de j. ha experimentado fuertes oscilaciones. Ni siquiera hoy existe un consentimiento universal sobre el modo de concebir y representar en detalle la naturaleza y significación del j. La mayor dificultad con que tropieza una exposición justa y válida del j. se debe, finalmente, a que desde sus comienzos en tiempos del Antiguo Testamento el j. se ha encontrado en el torbellino de una polémica violenta entablada entre los de dentro y los de fuera. Los escritos judí­os y extrajudí­os (pro y antijudí­os) son en gran parte la sedimentación de agresiones intelectuales y religiosas o polí­tico-militares contra el judaí­smo o contra alguno de sus grupos, así­ como de las correspondientes reacciones judí­as. La decisión previa más importante para una descripción justa y válida del j. depende por ello de una valoración adecuada de la polémica bí­blica (y también de la postbí­blica).

Para evitar tanto la actitud del ->antisemitismo como una glorificación irreflexiva de los judí­os, es necesario ante todo conocer las afirmaciones polémicas que aparecen en la Biblia, primero en su valor condicionado por el tiempo, y, por tanto relativo, y después en su formulación, es decir, en su carácter de género literario. Ya en el Antiguo Testamento los profetas llevan a cabo una dura polémica contra los judí­os, contra sus progenitores y parientes de raza. Expresiones como “casa de contradicción” (Ez 2, 5ss) y “pueblo de dura cerviz” (Ez 32, 9; 33, 3ss; Dt 9, 6) son expresiones caracterí­sticas y estereotipadas de la polémica de entonces. De todos modos la polémica veterotestamentaria todaví­a puede descifrarse de alguna manera, y cabe valorarla positivamente y ordenarla en su relatividad como expresión de una abierta y elevada autocrí­tica del pueblo de Dios en el Antiguo Testamento. Pero, además de eso, la lucha entre potencias paganas y el j. se ha ido recrudeciendo constantemente desde el siglo v a.J. hasta nuestros dí­as. Pero cuando la polémica judí­a y antijudí­a se ha desarrollado con mayor ardor ha sido siempre que algunos grupos se han separado del j. conservando en su postura de oposición la herencia de las pretensiones religiosas e intelectuales del mismo (comunidad de ->Qumrán, ->cristianismo).

Especialmente si un cristiano de hoy quiere juzgar al j. partiendo de la polémica antijudí­a del NT, ha de tener en cuenta el condicionamiento cronológico, la exaltación y las expresiones literarias de dicha polémica. Cuán decisiva es la referencia a la concreta situación histórica se echa de ver, por ejemplo, mediante una comparación entre Mt 23, 35-39 y Ez 22, 2.23-31. En ambos pasajes se habla en tono parecido de la ciudad de Jerusalén manchada de sangre, profanada, y de sus habitantes. En el caso de Ez se trata de una polémica puramente judí­a, mientras que en Mt la polémica parte del cristianismo, que ya se ha separado del judaí­smo.

II. Descripciones generales
El j. en sentido amplio se remonta a la constitución de la federación de las doce tribus al paso que éstas se iban estableciendo en suelo palestino. Para el desarrollo ulterior fue decisiva la historia de Judá, la tribu de David. No obstante, sólo a partir del s. vi a.C. se puede hablar de j. en un sentido estricto. La comunidad que volvió del destierro de Babilonia, formada principalmente por descendientes de la tribu de Judá (cf. Esd 1-2), se entendió a sí­ misma como el “resto de Israel” purificado; es decir, como la parte de la federación tribal que sobrevivió a la catástrofe de la deportación forzosa a Babilonia, soportándola como un juicio punitivo de Dios. De acuerdo con esta idea del j. se impuso entonces – dentro de la tradición mosaica de una nueva entrada en la tierra de Israel devastada por los gentiles – el establecimiento de un segundo comienzo para llevar a la práctica la fidelidad pactada al Dios de la alianza. Este concepto representativo, esta idea de “resto” del primer j. adquiere singular plasticidad en Esd 6, 13-18. Según ese texto en la consagración del templo reconstruido se sacrificaron, entre otros animales, “doce machos cabrí­os, número que indica cómo el sacrificio expiatorio se ofreció por todo Israel” (v. 17; cf. asimismo 2 Re 19, 31; Is 41-55; Jer 40, 11; 42, 15; 44, 12; Ez 9, 8; 11, 13, etc.).

Esta historia de los orí­genes del j. descubre ya su caracterí­stica más importante: a lo largo de su existencia y en todas sus vicisitudes el j. se vio como el pueblo de la alianza, que se sitúa ante el Dios aliado en una peculiar relación de servicio colectivo y de pactante. La suprema profesión de fe del pueblo de la alianza se puede expresar en esta fórmula: Yahveh es el Dios de Israel; Israel es el pueblo de Yahveh (cf. Ex 9, 4ss; Jos 24). Las promesas de numerosa descendencia a los patriarcas deben entenderse a partir de estas ideas de alianza (Gén 13, 16; 15, 5; 26, 4.24; 18, 14; 32, 13, etc.). El verse como pueblo de la alianza determina toda la acción histórica del j. en el mundo: como heredero legí­timo de Israel quiere ser una encarnación y un testigo de las doctrinas, los preceptos y los acontecimientos salví­ficos realizados por el Dios de Israel. De esta vinculación a Dios, marcadamente colectiva, debe brotar en el planopolí­tico, social, cultural y económico una solidaridad para con los socios judí­os que participan de una misma alianza, y la voluntad de penetrar todas las actividades profanas con la idea del reinado de Dios, que está presente en todo tiempo y se va realizando cada vez con más fuerza (->alianza).

Una segunda caracterí­stica general del j. es su relación con la tierra prometida a Israel por el Dios de la alianza. Aun cuando, en virtud de muchas transformaciones históricas, la tierra de Israel no es una región geográfica perfectamente definida, y aunque en todos los tiempos muchos judí­os han vivido voluntaria o forzosamente fuera de su tierra, nunca hasta el dí­a de hoy se ha abandonado la reclamación, fundada sobre motivos religiosos y populares, de la tierra prometida, celebrada siempre con acentos de entusiasmo (Dt 11, 10ss; Yehudá Halevi, etcétera).

Se puede establecer una tercera caracterí­stica del j., la cual consiste en su esfuerzo por soportar el presente, especialmente cuando éste resulta penoso y obscuro por la falta de fe y la confusión de ideas, refiriéndose a los perí­odos gloriosos del pasado de una tribu o del propio pueblo y al futuro que se espera rebosante de felicidad. Con ello el j. se mueve en un sistema de coordenadas, uno de cuyos ejes apunta hacia la restauración del pasado y del otro hacia la salvación del fin de los tiempos, que borrará todas las fronteras entre los hombres. En todo esto caben distintos matices por lo que respecta tanto a la vinculación con el pasado como a la esperanza del futuro (escatologí­a). Ora prevalece la visión nacionalista, ora la universal; ora la terrena, ora la supramundana. Como ilustración de estas ideas pueden servir especialmente las interpretaciones bí­blicas de los juramentos divinos de fidelidad a los patriarcas (Gén 24, 7; 50, 24; Ex 13, 5.11; Núm 14, 16; Dt 4, 31; 6, 23, etc.). Tí­picas son también las expresiones rabí­nicas “por los méritos de los padres” (bRosch haSchana 1la), etc., así­ como las discusiones rabí­nicas sobre los dí­as del Mesí­as y sobre el mundo futuro (bSanh 97a-b). Con esto se indica también que la esperanza mesiánica se encuentra enmarcada en la expectación escatológica general. Es cierto que en la historia judí­a las renovadas y entusiastas esperanzas mesiánicas desempeñaron un papel importante. Sobre todo en el perí­odo que va aproximadamente desde el 170 a.C. (aparición de los Macabeos) hasta el 70-73 d.C. (sofocación de la rebelión judí­a por los romanos). Otro tanto puede decirse del tiempo de la rebelión de Bar-Kochba (132-135 d.C.) y del tiempo del judí­o Sabatai Zewi, que pretendí­a ser el Mesí­as (1626-76). Pero en esos y otros turbulentos tiempos mesianistas nunca prevaleció en el j. una idea uniforme, fijada ideológicamente, acerca de las funciones concretas del Mesí­as en la era salví­fica de los últimos tiempos. Generalmente el Mesí­as desempeña la función de mero representante, de garante de la salvación que llega o ya ha llegado; apenas aparece como el redentor en el sentido cristiano.

Quizá podrí­amos señalar también como un rasgo constante la afinidad del j. con el lenguaje de la Biblia y del Talmud. Aun cuando muchos judí­os de todos los tiempos no llegasen a dominar los idiomas hebreo y arameo – sobre todo el primero -, siempre sintieron la grave obligación de aprenderlos, fundada en motivos de tipo nacional-religioso. Así­ lo expresa la consigna de comienzos de la edad moderna: “Yehudi daber iwrit! ( ¡judí­o, habla hebreo!).”
La ordenación esencial del j. a la alianza, a la tierra, al pasado y al futuro (y eventualmente la lengua) no implica, sin embargo, plena uniformidad, sino que es compatible con marcadas polaridades. La afirmación de Leo Baeck según la cual el j. ha sido bipolar en todos los tiempos – aludiendo sobre todo al j. de la diáspora como realidad contrapuesta al j. de la tierra de Israel -, vale también en muchos aspectos por lo que hace a la relación del j. con la alianza. El pueblo de la alianza, como portador de una elección y representante del Dios aliado, se encuentra por una parte en un estado permanente de tensión y enfrentamiento con las otras naciones. Por otra parte, dentro de su propio ámbito étnico y confesional el j. ha de contar con miembros infieles a la alianza. Por lo que atañe a la postura del j. frente al pasado y al futuro surgen momentos de tensión, a causa principalmente de las fuertes divergencias respecto al origen, presente y consumación futura de cada uno de los grupos judí­os. Los conflictos, por ejemplo, en el actual Estado de Israel, entre el rí­gido j. ortodoxo y ciertos grupos – sobre todo en los “Quibbusim” -, muestran que dentro del j. es posible sentirse judí­o sin la fe en Dios, sin el entronque con la tradición y sin la esperanza en el Mesí­as. Por el contrario, cabe aceptar todo lo que es genuinamente judí­o en el plano espiritual y religioso, y sin embargo sentirse vacilante en la concreta actualidad polí­tica del Estado judí­o.

Especialmente en las descripciones populares se atribuyen al j. propiedades y caracterí­sticas que no se le pueden aplicar o le corresponden en parte. Es inexacto, por ejemplo, afirmar que el j. constituye una raza uniforme o singular. Prescindiendo de que la investigación general sobre las razas afirma hoy que dentro de las tendencias raciales mogólicas, negroides y europeas sólo se dan formas mestizas y que sólo éstas son posibles, ni la Biblia ni el j. postbí­blico dan pie para afirmar la unidad racial judí­a, o una superioridad o inferioridad de la misma. Por lo demás en el j. laten fuertes tendencias a la singularidad étnica. Esa tendencia prevaleció, por ejemplo, en el s. v a.C. en la época de Esdras y Nehemí­as, así­ como en el perí­odo de la Mislná y del Talmud. Tampoco los ghettos judí­os han de interpretarse como resultado exclusivo de migraciones judí­as provocadas por los ataques antijudí­os. En parte se debieron a la necesidad auténticamente judí­a de una separación local para poder realizar mejor la propia misión especí­fica. Pero, frente a estas corrientes, prescindiendo aquí­ de los diversos orí­genes étnicos del j., siempre surgieron movimientos contrarios que presionaban hací­a la fusión y asimilación con elementos externos. Así­, por ejemplo, casi al mismo tiempo en que el grupo de Esdras y Nehemí­as se imponí­a en Jerusalén, apareció el librito de Rut, que alaba a una mujer extranjera (moabita) entre los progenitores del rey judí­o David. También en el libro de Jonás alientan similares motivos religiosos cosmopolitas. La misma Biblia se alza de modo claro y terminante contra la suposición de que la primací­a en la elección comporta también una superioridad en el plano humano. Insiste en que el pueblo de la alianza no fue elegido por méritos propios, sino a pesar de su rebeldí­a y obstinación; sólo en virtud del amor soberano de Dios (Dt 7, 6-9; 9, 4-9).

Hay que guardarse asimismo de imaginar una ideologí­a judí­a absolutamente singular y exclusiva. No se puede afirmar de forma categórica que el pensamiento judí­o sea concreto, dinámico, que carezca de capacidad especulativa, que sea nacionalmente introvertido, etc., mientras que el pensamiento griego (y con él también el cristiano) es abstracto, universalista, estático y especulativo. Y menos todaví­a cabe decir que no hay posibilidad alguna, o casi ninguna de entenderse entre las dos mentalidades. Ya para la época del Antiguo Testamento, la traducción de los Setenta, llevada a cabo por judí­os, y la armonización del pensamiento judí­o con el griego acerca de la sabidurí­a en el libro de Jesús Sirá, hablan contra semejante psicologismo nacional y religioso. Quizá resulte aún más elocuente contra tales formulaciones categóricas, la obra especulativa del filósofo judí­o Moisés Maimónides, con su contribución a la alta escolástica cristiana.

Finalmente podrí­amos describir el j. en general como una comunidad étnica de la alianza con el Dios de Israel, que tiene sus más importantes puntos fijos en la posesión de la tierra de Israel y de las lenguas israelí­ticas, así­ como en la actualización del propio pasado y de las esperanzas futuras. Estas caracterí­sticas pueden implicar ciertas propiedades nacionales, que se acostumbran a designar como tí­picamente judí­as. Mas no podemos pasar por alto que dentro del j. éstas no poseen sino un valor relativo y quedan a menudo desvirtuadas por hechos con una fuerte polaridad.

III. Caracterización general de los perí­odos principales de la historia del judaí­smo
1. El perí­odo del j. primitivo empezó con el destierro de Babilonia (587 a.C.) y terminó con la destrucción del templo de Jerusalén por los romanos (70 d.C.). La primitiva nación judaica, al comienzo del destierro de Babilonia y en el transcurso del tiempo postexí­lico, se convirtió en una comunidad racial de culto en sentido amplio (comunidad de oración, sacrificio y meditación, de asambleas y aprendizaje religiosos). Tres fueron las formas principales en que se realizó el j.: las tendencias hierocráticas de restauración, los movimientos escatológicos y la instrucción escriturí­stica. Los anhelos de restauración se vieron apoyados especialmente por los cí­rculos sacerdotales de Jerusalén y por la antigua nobleza judí­a. Habí­a que restablecer sobre todo la vigorosa situación cultual y polí­tica de los tiempos de David y de Salomón. Entre sacerdotes y laicos (especialmente entre la población marginada del paí­s) alentaron con fuerza las esperanzas escatológicas, en particular desde los siglos 111-u a.C. como consecuencia del movimiento apocalí­ptico.

Con el avance del tiempo tales esperanzas fueron expresándose de forma más apremiante. Entre los asideos (cf. 1 Mac 2, 42-48), los esenios del Qumrán y otros grupos, la idea de la salvación escatológica universal, que muy pronto iba a irrumpir, no presentaba tan marcado acento polí­tico y nacionalista como entre los macabeos, los hasmoneos y, en parte también, los insurrectos de la primera guerra judí­a contra Roma (66-70/ 73 d.C.). Los letrados judí­os de los primeros tiempos, ante el hecho de que habí­a cesado la profecí­a carismática (es decir, la que era reconocida por el pueblo de la alianza, bJoma 9b; bSanh 11a), ante la imposibilidad de restaurar adecuadamente el pasado y de penetrar el futuro, se consagraron a reunir el material de la tradición nacional y a explicar la ley (incluso apoyándose en especulaciones sapienciales) con vistas a la rutina concreta de cada dí­a. La instrucción escriturí­stica, que era ante todo conocimiento de la ley, se fue manifestando como la base más sólida para configurar la vida judí­a en el ámbito social y en el privado. A este respecto el partido religioso de los fariseos se mostró de forma cada vez más clara como la alternativa frente a los saduceos, estrechamente vinculados con el estado sacerdotal, el templo y la nobleza del dinero; frente a los grupos apocalí­pticos de actitud escatológica exacerbada ->apocalí­ptica); frente a los cí­rculos asimilacionistas (tobí­ades, herodianos); y frente a las capas sociales sin instrucción (am-ha -arez). No se puede juzgar al fariseí­smo exclusivamente desde el punto de vista polémico del NT. En el curso de su historia evidenció un cúmulo de esfuerzos por actualizar de acuerdo con el tiempo la ley del Antiguo Testamento, por establecer la paz y dar una formación escolar y devota a los judí­os. El j. actual descansa bajo el aspecto espiritual y religioso en los principios básicos del fariseí­smo.

2. El j. en el perí­odo de la Mifná y del Talmud. En la época sin templo (desde el año 70 d.C.) y polí­ticamente insegura del dominio directo de romanos y persas, floreció, especialmente en Galilea y Babilonia, una vida judí­a multiforme, sobre todo en las casas de enseñanza y de oración, que en parte fueron consideradas como una perfecta sustitución del templo (Dichos de los padres 5, 16; bMeg 29a; Mekiltá del rabbí­ YISMAEL, Tratado de la santidad 11, sobre Ex 20, 24; LAUTERBACH II 287). La dirección del j. estaba ahora en manos de los sabios rabinos, que convirtieron sus principios farisaicos en norma en todo el j. La asamblea de Yabné (aproximadamente el año 90 d.C.) pasó a ser la base del j., que ahora, sin templo y sin independencia ni seguridad religiosopolí­ticas, trataba de acreditarse entre las “naciones del mundo” y frente a la rivalidad de nuevos movimientos religiosos (especialmente el cristianismo y la ->gnosis). La Misná y el Talmud deben considerarse como los frutos más importantes del esfuerzo judí­o a finales de la edad antigua (cf. después en C, ->religión judaica). La sofocación de muchas rebeliones judí­as exigió un elevado tributo de sangre. El j. hubo de soportar golpes terriblemente duros antes, durante y después de las dos sublevaciones de inspiración mesianista contra Roma (años 66-70/73 y 132-135 d.C.). Como consecuencia llegaron severas persecuciones religiosas y polí­ticas, así­ como las deportaciones forzosas. Pero junto a esto, y especialmente desde fines del siglo ii, se dieron muchos intentos afortunados de llegar a un tolerable modus vivendi con el poder temporal opresor.

3. Parece lo más adecuado entender por edad media judí­a el tiempo que transcurre entre la conclusión del Talmud babilónico (s. vI-VII d.C.) y la ilustración judí­a del s. XVIII-xix, que no se impone simultáneamente en todas partes. Su modalidad en occidente fue la de una asimilación individual, y en Europa oriental la de un movimiento nacional ilustrado (Haskala). Otros proponen como momento inicial de la edad moderna judí­a la expulsión de los judí­os de España (1492). El j. medieval se manifestó, de un lado, como una agrupación marcada por el espí­ritu talmúdico y oprimida constantemente por diversos poderes. Y, de otro lado, en el plano espiritual-religioso actuó abriéndose paso hacia fuera en cuanto que,al enfrentarse con la cultura antigua, el islam y el cristianismo, desarrolló una elevada filosofí­a de la religión (especialmente Avicebrón y Maimónides). En gran parte estuvo a la sombra y bajo la presión del mundo cristiano-medieval (leyes especiales, ghettos, persecuciones, engaños). La baja edad media judí­a se caracterizó especialmente por la creciente importancia del j. europeo oriental (jasidismo y mitnagedismo) y por un exaltado resurgimiento mesianista a mediados del s. XVII (sabatianismo, frankismo), el cual coincidí­a con las posibilidades polí­ticas reales.

4. El j. moderno se basa sobre todo en cuatro realidades: a) sagrada Escritura y tradición talmúdica; b) ilustración y emancipación; c) sionismo; d) parcial recuperación y situación comprometida de la tierra de Israel. a) El j. religioso, marcadamente tradicional, se apoya principalmente en el ortodoxo y conservador. Sin embargo, la Escritura y el Talmud desempeñan una función decisiva para todos los judí­os, incluso para el j. reformado y para los cí­rculos judí­os de la extrema izquierda. b) La ilustración judí­a tuvo en Moisés Mendelssohn (1729-86) su representante más conspicuo (cf. asimismo Lessing, Nathan el Sabio). La ilustración nació de la fuerte necesidad de hacer más liberal la forma de vida judí­a, totalmente determinada por la tradición, y de una aclimatación más intensa (asimilación cultural) al ambiente extrajudí­o. Los judí­os (sobre todo en el centro y el este de Europa) debí­an liberarse de los elementos caducos de su tradición, para adueñarse sin trabas de la cultura de los pueblos con los que conviví­an. Como la emancipación judí­a, sobre todo en el ámbito de lengua germana, tropezó con la reacción antisemita, y como la haskala no alcanzó el éxito deseado en la Europa oriental, surgió el sionismo. c) El sionismo puede dividirse en tres corrientes principales, las cuales se interfieren: 1º., el movimiento Kibatsión, fundado por León Pinsker (1821-1891), que uní­a en una organización a cuantos deseaban retornar a la tierra de los padres; 2°, el sionismo polí­tico de Teodoro Herzl (1860-1904); 30, la Sionut Rukanit, un sionismo religioso, representado especialmente por J.M. Pines (1844-1914) y Akad Haam (1856-1921). d) Los judí­os hubieron de lograr el Estado independiente de Israel (1948) a través de increí­bles esfuerzos y persecuciones: ¡los 6 millones de ví­ctimas del nacionalsocialismo fueron un enorme tributo de sangre para comenzar a roturar el terreno! Dicho Estado ve además su legitimidad en la reclamación de la tierra de Israel que los judí­os jamás dejaron de formular en ninguna época histórica. El j. es consciente de que la plena legitimación del Estado de Israel ante el mundo exterior debe lograrse constantemente con la tolerancia hacia los habitantes no judí­os. Existe, por otra parte, la esperanza judí­a de que el Estado de Israel es el “comienzo de los resplandores de la redención”.

BIBLIOGRAFíA: Th. Reinach, Textes d’auteurs grecs et romains relatifs au Judaisme (P 1895, reimpresión Hildesheim 1963); Schürer; S. Dubnow, Weltgeschichte des jiidischen Volkes, 10 vols. (B 1925-29); EJud; N. N. Glatzer, Geschichte der talmudischen Zeit (B 1937); J. Klausner, Historia del segundo templo (Jerusalén 1951) (hebr.); S. Wittmayer Baron, A Social and Religious History of the Jews, 10 vols. (NY 21952-65); Schubert J; G. Alon, Estudios sobre la historia judí­a en tiempos del segundo templo de la Mischna y del Talmud, 2 vols. (Tel Aviv 1957-58) (hebr.); V. Rico, Historia de los Judí­os (Ba 21952); E. Weinfeld, Judaí­smo contemporáneo (Israel B Aires); J. Meinvielle, El judí­o en el misterio de la historia (Theorí­a B Aires4); B. Lewin, Los judí­os bajo la inquisición en Hispanoamérica (S. Veinte B Aires); J. Caro Baroja, Los judí­os en la España moderna y contemporánea, siglos XVI-XX. 3 vols. (Arión Ma).; E L. Ehrlich, Geschichte Israels von semen Anfldngen bis zur Zerstórung des Tempels (70 nC.) (B 1958); G. F. Moore, Judaism in the First Centuries of the Christian Era. The Age of the Tannaim (C 81958); M. Avi-Yonah, Geschichte der Juden im Zeitalter des Talmud (B 1962); J. Neusner, A Life of Rabban Johanan ben Zakkai (Lei 1962); C. Roth, The Pharisees in the Jewish Revolution of 66-73: JSS7 (1962) 63-80; G. Scholem, Judaica (F 1963); S. Grayzel, A History of the Jews. From the Babylonian Exile to the Establishment of Israel (Filadelfia 51964); J. Maier, Die messianischen Erwartungen im Judentum seit der talmudischen Zeit: Judaica 20 (1964) 23-58 90-120 156-183 213-236; J. Parkes, A History of the Jewish People (Harmondsworth 21964); K. Schubert (dir.), Vom Messias zum Christus (W 1964); A. Btihm – W. Dirks – H. Gottschalk, Judentum, Schicksal, Wesen und Gegenwart 1-II (Wie 1965); J. Neusner, A History of the Jews iñ Babylonia, I: The Parthian Period (Lei 1965).

Clemens Thoma
B) JUDAíSMO TARDíO
1. Uso y cambio del concepto
Desde la segunda mitad del siglo xix el concepto “j. tardí­o” se emplea con frecuencia en la exégesis del Antiguo y del Nuevo Testamento y en la historia bí­blica de la religión. La mayorí­a de los autores designan con ello el j. palestinense, egipcio y babilonio del perí­odo que se extiende aproximadamente entre el tiempo de la redacción del libro de Daniel y el final de la persecución del emperador Adriano contra los judí­os (sobre el año 160 a.C. hasta el 140 d.C.). Otros entienden bajo este concepto un perí­odo algo más largo de la historia de la religión judí­a: el tiempo entre la actividad de Esdras y Nehemí­as en Jerusalén y la conclusión del Talmud (desde el 450 a.C. hasta el 500 d.C.). Y hay quienes, finalmente, designan con este nombre el perí­odo de duración del segundo templo de Jerusalén (desde el 500 a.C. al 70 d.C.). A veces se señalan también la invasión de Palestina por Alejandro Magno y la destrucción del templo de Jerusalén como principio y fin respectivamente (del 300 a.C. al 70 d.C.). En todo caso el “j. tardí­o” es un perí­odo que, con su literatura, ofrece a los exegetas y a los historiadores de las religiones un material abundante, el cual sirve de punto de apoyo comparativo y valorativo en orden a la explicación del AT, del NT y del cristianismo primitivo. Y así­ es importante como movimiento posterior al AT, y como movimiento que se desarrolla antes y después del NT, junto a él y contra él.

Distintos autores no se limitan a ver en el “j. tardí­o” un determinado perí­odo, sino que lo enjuician desde la idea de que las comunidades neotestamentarias son las únicas herederas del AT. En el plano de la historia de la religión se deriva de ahí­ una injustificada valoración negativa del j. posterior a Esdras-Nehemí­as. Es sintomático que se hable de un j. tardí­o, cuando en realidad el j. se encontraba entonces en un estadio temprano de su desarrollo (cf. antes en A). Con excesiva frecuencia se habla del j. tardí­o en un sentido peyorativo, como anquilosamiento, petrificación, rigidez, legalismo, ritualismo, sutilezas, superficialidad y excrescencia de la ley veterotestamentaria, a causa de un tradicionalismo muerto y de influencias extrañas (Bousset Rel, G. Kittel, etc.). A este respecto se pronuncia un juicio especialmente negativo sobre los fariseos y sobre los apocalí­pticos judí­os. Con ello a menudo sólo se quiere destacar la singularidad y el carácter absoluto de las palabras y acciones de Jesús. En la época nacionalsocialista se encontró a partir de aquí­ motivo para postular un cristianismo “libre de lo judí­o”; es decir, purificado de las influencias negativas del j. tardí­o.

La corrección de estas concepciones abarca los siguientes puntos: a) modificación de la expresión: en vez de j. tardí­o hay que emplear la expresión “j. temprano”. Lo mejor es entender por tal el j. que va desde finales del AT hasta la edad media judí­a. Con ello el j. temprano abarca aproximadamente del 500 a.C. al 500 d.C. Se divide en dos perí­odos principales: desde el 500 a.C. al 70 d.C. (perí­odo de duración del segundo templo jerosolimitano; j. temprano en sentido estricto), y desde el 70 d.C. al 500 (época de la Misná y del Talmud). b)Reelaboración de las mutuas conexiones historicorreligiosas entre el AT, el judaí­smo temprano y el NT. Referente al NT hay que tener en cuenta, por ejemplo, que de un lado es preciso entenderlo en buena parte desde el j. temprano y, de otro, que no cabe juzgar ese j. exclusivamente desde el NT (cf. luego en F, ->judaí­smo y cristianismo). c) Ha de advertirse cómo el contenido fundamental de las declaraciones neotestamentarias sobre el j. temprano es primariamente teológico (no psicológico, sociológico o puramente histórico).

2. Distintas corrientes en el judaí­smo temprano
En el j. temprano cabe distinguir: el j. oficial, que toma parte en la administración interna y la polí­tica religiosa de los judí­os; el no oficial, que se distancia del anterior; y el que combate polémicamente al primero (j. separatista y herético). Por lo demás, estos conceptos antes del año 70 d.C. tienen un sentido algo distinto del posterior, ya que la estructura jerárquica del j. temprano cambió a consecuencia de la destrucción del templo. Antes el sumo sacerdote, las más de las veces un saduceo, constituí­a la cumbre jerárquica del j.; después el jerarca supremo fue en forma distinta, el patriarca (en Palestina) y el “Res Galutá” (en Babilonia). Con anterioridad al año 70 d.C. ningún grupo judí­o consiguió dominar hasta el punto de poder imponer a los otros sus criterios como norma; después, el rabinismo de orientación farisaica forjó el j. temprano normativo.

a) El j. oficial estuvo representado antes del año 70 d.C. principalmente por los partidos politicocorreligiosos de los saduceos y de los fariseos, así­ como, temporal y parcialmente, por las familias dirigentes de los macabeos, los hasmoneos y los herodianos. Ambos partidos politicorreligiosos poseí­an en el sanedrí­n, que se encontraba en el ámbito del templo, su foro común. Sin embargo, el poderí­o espiritual y profano de los sanedritas (71 miembros) se vio fuertemente limitado una y otra vez por quienes ejercí­an el poder polí­tico. Fuera del sanedrí­n fariseos y saduceos tení­an pocas cosas en común. En lo relativo a la resurrección de los muertos, al juicio final, al mundo de los espí­ritus, a la afirmación simultánea de la predestinación divina y de la libertad humana, y a la Torá oral, los fariseos mantení­an una posición afirmativa, y los saduceos adoptaban una postura negativa (Act 23, 6-9; JosAnt XVIII 16-17). Puesto que después de la derrota frente a los romanos, el fariseí­smo, a causa de sus esfuerzos en pro de la paz y de su repulsa a las corrientes mesiánicas radicales, no estaba muy comprometido, y puesto que su fidelidad a la Torá y a la tradición, al igual que su piedad sinagogal, se presentaban como el único camino viable en la época en que no habí­a templo, el rabinismo de orientación farisaica pudo establecerse después del año 70 como autoridad normativa para todo el j. La redacción de la Misná y del Talmud (cf. luego en C, ->religión judaica) no sólo aportó luz sobre la aplicación concreta de las leyes veterotestamentarias, sino que también es un testimonio de las muchas y hábiles contiendas del j. rabí­nico con los problemas de la elección y del sufrimiento, con las irregularidades internas del j., y con las presiones paganas y las esperanzas escatológicas. En los primeros siglos cristianos, debido a la mala situación polí­tico-económica de Palestina, el centro capital de la sabidurí­a judí­a se desplazó cada vez más de Palestina a Babilonia.

b) El j. no oficial estaba formado por grupos que se mantuvieron alejados de la polí­tica religiosa oficial o que se fueron distanciando sin llegar a una separación completa. Comprendí­a principalmente a los amba-arez (propiamente: la población campesina), distintos conventí­culos apocalí­pticos y – anteriormente al 70 d.C. – los grupos de la sublevación militar contra Roma y los judeocristianos.

La literatura rabí­nica presenta a los am-ha-arez como los ritualmente impuros, los incultos, los que descuidan la Torá, como los “provincianos” que hay que evitar a toda costa (Milná, Demai 2, 3; bBerajot 47 b; bPesakim 94b; cf. también los comentarios a Mt 5, 3 y Jn 7, 49). Todo hace suponer que en la primera época judí­a los am-ha-arez no se identificaban con el populacho desconocedor de la ley; probablemente cayeron bajo la polémica del j. oficial por ser representantes de una interpretación discrepante de la ley.

En distintos cí­rculos apocalí­pticos del j. temprano florecieron especulaciones esotéricas y alentaron fuertes esperanzas en el eskhaton inminente. Las obras literarias más importantes de la apocalí­ptica judí­a fueron Henlet del siglo Ir-i a.C., 4 Esd y ApBar (sir) del siglo I-II d.C. Huellas de su in-fluencia se encuentran también en la literatura rabí­nica, principalmente en el Midraf eká rabbati y en la Pesiqtá rabbati. El rabinismo, que por su actitud fundamentalmente farisaica estaba en contra de una tensa expectación de algo inminente, no siempre consiguió, sobre todo en los siglos II y III d.C., mantenerse libre del pensamiento escatológico-apocalí­ptico, no militante al principio pero sí­ después. La sublevación de Bar-Kokba, por ejemplo, tuvo en este sentido una motivación mesiánica (bSanh 97b; pTaanit 4 [68d]).

Los grupos sublevados de la guerra judí­a, con unas tendencias escatológicas radicales, no pudieron ser excluidos del j. antes del año 70 d.C., no sólo porque no existí­a un j. normativo, sino también por su ideal teocrático fuertemente enraizado en el AT. Los representantes radicales de la sublevación no fueron impí­os tal como lqs presenta Flavio Josefo; querí­an más bien imponer rigurosamente la soberaní­a absoluta de Yahveh sobre Israel. Este ideal incluí­a necesariamente la resistencia contra Roma como un deber religioso. Pues Roma trataba a Judea como posesión de su emperador pagano. Después del 70 se diezmó de tal modo el número de los sublevados, que para el j. rabí­nico no quedaba más solución contra el peligro creado por ellos que dar una interpretación espiritual y pacifista a los pasajes veterotestamentarios esgrimidos por los belicistas (Mekiltá del rabbí­ YIi .xL, Tratado Skiratá 3, sobre Ex 15, 2; Tratado Amalek 3, sobre Ex 18, 1).

c) Por j. separatista entendemos los grupos que se escindieron del j. oficial por considerarlo corruptor, o los que fueron excluidos por éste mismo.

Ejemplo tí­pico de grupo que se separó por sí­ mismo es el movimiento de – Qumrán, dirigido por sacerdotes disidentes de mentalidad radicalmente escatológica. Este grupo se consideraba a sí­ mismo como el único heredero legí­timo de Israel (1QH Iv-VIII; 1QM I; 1QS I; vI-vIII, etc.), y por ello se puede designar como secta. Después del 70 distintos grupos y personalidades fueron excluidos del j. oficial normativo. Los excluidos recibieron con frecuencia en la literatura rabí­nica los nombres de herejes y saduceos. Con el primero fueron designados preponderantemente los samaritanos y el ->judeocristianismo (cf. después en E) o los gnósticos (Misná, Sanh 10, 2; bBerajot 28b; pTaanit 2, 1 [65b] ). Y los saduceos fueron censurados de herejes principalmente por negar la resurrección de los muertos y por su interpretación anquilosada de la ley (Migná, Makkot 1, 10; bYomá 19b).

El j. temprano se muestra en el conjunto de sus corrientes como un movimiento plural y rico en contrastes. Su desarrollo histórico independiente, es decir, ajeno en gran parte al acontecimiento del NT, ha de tenerse en cuenta en la investigación exegética y la ciencia de la religión en general.

BIBLIOGRAFíA: ->judaí­smo ->judaí­smo y cristianismo, ->religión judaica. – En lo concerniente a los aspectos negativos de la investigación del judaí­smo posterior, cf. espec; Bousset Rel; Forschungen zur Judenfrage, 8 vols. (H 1937-1943). – Una descripción positiva del judaí­smo posterior la ofrecen entre otros J. Leipoldt – W. Grundmann, Umwelt des Urchristentums, 3 vols. (B 1965-66).

Clemens Thoma
C) RELIGIí“N JUDAICA

I. Lugar de la religión judaica
A diferencia sobre todo del cristianismo, del islam y del budismo, a lo largo de toda su historia la religión judaica ha quedado casi exclusivamente ligada a un determinado pueblo, los judí­os. Esta concreta vinculación étnica y el número relativamente pequeño de los que la profesan (hoy aproximadamente 13 millones) no permiten designar sin más a la religión judaica como religión universal. Se puede decir, por ejemplo, que la religión judí­a es una religión universal sólo en parte y de modo indirecto, en cuanto que no sólo es una religión nacional, sino que posee marcados rasgos universales, y en cuanto que a través de sus “religiones hermanas” ( ->cristianismo e ->islam) ha alcanzado una extensión e importancia mundiales.

Ciertas expresiones del tiempo de la ilustración, como “religión mosaica” o “confesión mosaica”, sólo rozan la esencia de la religión judaica. Cierto que Moisés aparece en la tradición judaica como fundador religioso, conductor del pueblo, maestro y profeta. Pero en cuanto tal no hace más que apuntar al centro de la religión judí­a. El núcleo central de la religión judí­a no es ni una personalidad humana ni una doctrina divina o humana, sino la presencia, forjador de historia, del Dios de Israel en medio de su pueblo de la alianza (cf. p. ej., Is 45, 14). Tampoco se puede designar categóricamente la religión judaica como una monocracia absoluta y rí­gida. Sin duda que la ley (Torá) es de importancia esencial para la religión judaica; pero no lo es todo en esa religión, y en particular no se la puede aislar de otras dimensiones a las que hace referencia. Junto a la piedad y la exégesis legalistas, también la esperanza mesiánica y las corrientes mí­sticas (p. ej., podrí­an citarse la cábala y el jasidismo) desempeñan una función importante. La religión judaica, definida como “religión de la razón” (Hermann Cohen; antes de él especialmente Moisés Maimónides), a causa de la importancia extraordinaria de la ley, está integrada además en el misterio del pueblo de Israel (Yehudá Halevi). Por tal motivo podemos considerar la religión judaica como absolutamente opuesta a toda religión de estructura mí­tica o gnóstica, pero no como incondicionalmente contrapuesta a las religiones que apelan a los misterios (p. ej., el cristianismo). Podemos designar con toda justicia como religión de la ley a la religión judaica en cuanto que es foro de numerosas discusiones acerca de la ley veterotestamentaria y tle las posibilidades de su observancia; discusiones que afectan a todos los terrenos de la vida y que con frecuencia resultan sutiles y sin solución. Pero no cabe la menor duda de que según la convicción judí­a tras la ley se encuentra el Dios de Israel que elige y exige. ¡Por encima de la nomocracia está la teocracia!
Finalmente, hay que advertir también que el problema de Jesucristo no pertenece, según la opinión de los judí­os, al ámbito interno de su religión. Quien desde el lado cristiano atribuye a Jesucristo – p. ej., como “piedra angular”, o como permanente reproche – una función en la religión judaica, no conoce la literatura judí­a ni tiene en cuenta que la persona de Jesús no es rechazada universalmente por el j. y que una valoración positiva de Jesús no implica un alejamiento del judaí­smo.

La religión judaica es un monoteí­smo ético vinculado a los destinos históricos de los judí­os. Los múltiples rasgos particulares de este monoteí­smo ético llegan a expresarse de manera impresionante en la historia religiosa del j. (cf. antes A iii). Véase también ->Antiguo Testamento (A), ->ética bí­blica i, historia bí­blica en ->Biblia, (E), ->alianza, ->ley i, libros históricos del ->Antiguo Testamento (B ->Mesí­as (expectación del), ->monoteí­smo, ->pentateuco, ->profetas, Sagrada ->Escritura t.

II. Fuentes
El j. apela a la Torá revelada por Dios (“dictada por el Espí­ritu Santo”) para legitimar su profesión de fe y su existencia. La Torá ha sido transmitida por escrito y oralmente. La Torá escrita es idéntica al Tanaj (AT), que de acuerdo con la enumeración judí­a (canon restringido) consta de 24 libros. La Torá oral tiene por su origen divino la misma categorí­a que la escrita (blab 31a; bNed 35b – 37b). Ha hallado su expresión en la literatura rabí­nica, y de modo muy particular en la Misná (redactada por R. Yehudá Hanasi hacia 220) y en el Talmud babilónico (concluido en el s. v-vi d.C.). La Misná (literalmente: tradición, repetición) es la exposición oficial de las leyes y tradiciones veterotestamentarias (694 mandamientos y prohibiciones) hecha por los tannaí­tas (transmisores: 5 generaciones desde 70-220 d.C.); tiene un matiz predominantemente jurí­dico. Pero, como la Misná deja sin solucionar muchas cuestiones concretas, pronto se sintió la necesidad de reunir las disputas rabí­nicas sobre la misma. Las discusiones de los sabios babilonios (amoritas: los que hablan) acerca de la Misná constituyen el Talmud babilónico, última consignación oficial de la Torá oral. Los sabios rabí­nicos concibieron su labor interpretativa de la ley y conservadora de la tradición – tarea de la que también formaba parte la fijación de las variantes del texto bí­blico – como una revitalización de lo revelado por Dios en el Sinaí­. Todo esto ya habí­a sido revelado a Moisés en el Sinaí­” (bNed 37b).

También la restante literatura rabí­nica ha venido ejerciendo hasta la actualidad una influencia permanente en el judaí­smo. Esto puede decirse sobre todo del Talmud jerosolimitano (o palestinense: la colección de las disputas sobre la Misná llevada a cabo en Palestina y concluida en los s. iv-v d.C.), de los midralim y de las oraciones del culto sinagogal. Los midrasim son reflexiones haggádicas (homiléticas) o haláquicas (jurí­dicas) sobre uno o varios textos bí­blicos, para hallar su sentido oculto, reinterpretarlo de acuerdo con cada situación histórica y sacar sus consecuencias prácticas; el proceso y el resultado se compendian en el concepto de midrás (investigación). El midrás haláquico, que interpreta la parte normativa de la Torá, es mucho más importante para la vida de los judí­os que el midrás haggádico, las más de las veces legendario. Entre las plegarias del tiempo del rabinismo primitivo la oración semoné-Esré (dieciocho oraciones) ocupa el primer lugar. Se redactó a fines del s. i d.C. y contiene las alabanzas, súplicas y esperanzas de la oprimida comunidad judí­a; los judí­os piadosos la recitan tres veces al dí­a vueltos hacia Jerusalén. La posesión de la Torá escrita y de la oral es, según la concepción judí­a, una “nota” por la cual la religión judaica se distingue de cualquier otra religión. También el Tanaj hace referencia a la función, querida por Dios, de la Torá oral (Dt 17, 8-11; Ag 2, 11-14 y otros) y con ello a la Misná, al Talmud y a otras importantes tradiciones judí­as.

III. Concepción religiosa de la vida
En la religión judaica las doctrinas no tienen el mismo sentido que los dogmas en el cristianismo. Son normas y estí­mulos para la conducta práctica de los judí­os. Desde este punto de vista la religión judaica es un sistema de comportamientos que afectan inmediatamente al pueblo judí­o como encarnación de aquél: “Nuestro pueblo no es un pueblo más que en su doctrina” (Saadja Gaon: 882-942 d.C.). Las exposiciones sistemáticas de la doctrina religiosa judí­a, al ser entendidas en forma dogmática, generalmente provocan confusiones en los lectores cristianos. Por ejemplo, sólo puede decirse que la doctrina judí­a acerca de Dios sea idéntica con el tratado eclesiástico De Deo uno teniendo en cuenta que en el j. no se buscan fórmulas uniformes (fuera de las dadas ya en la Biblia), y que más bien se tiende exclusivamente a la concreta Qiddus ha-Sem (santificación del nombre divino) partiendo de la ley. Una divergencia, incluso de contenido, respecto de las ideas cristianas se da en el campo antropológico: el j. no conoce concepción alguna – plenamente equivalente a la doctrina cristiana – acerca del pecado original; pero en su lugar está la doctrina sobre el instinto bueno y el malo en el hombre. Este último puede ser vencido con el esfuerzo y con la ayuda de Dios (doctrina que se basa especialmente en Sal 8; Zac 1, 3; Mal 3, 7). A esa postura positiva frente a las posibilidades de la acción humana corresponde una fuerte acentuación de este mundo en general; en la temática religiosa el más allá se menciona mucho menos que en el cristianismo. Lo cual, por lo demás, se debe en parte a las amargas experiencias del j. con los exaltados cí­rculos mesianistas y escatológicos y con los especuladores esotéricos acerca del más allá.

Por consiguiente, el judí­o religioso es un hombre que se sabe obligado en su acción y comportamiento al Dios de Israel, con sus mandamientos y promesas, y al pueblo de Israel, con sus privilegios y esperanzas (cf. Dt. 6: mandato misionero del AT). Un sí­mbolo visible de esta vida con marcado sello divino, tradicional y comunitario es en los hombres y jóvenes judí­os la circuncisión (cf. Gén 17; Dt 10, 16; 30, 6; Jer 4, 4; Ez 44, 7ss). Para la totalidad de los judí­os la observancia del sábado y de los dí­as festivos, la práctica de la oración, el cumplimiento de las leyes de pureza, el aprecio de las antiguas tradiciones judí­as, la esperanza de la salvación escatológica, etc., equivalen a llevar el yugo de Dios por amor al reino de los cielos, es decir, al cumplimiento permanente de las obligaciones que dimanan de la alianza.

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Clemens Thoma
D) FILOSOFíA JUDAICA
No hay una filosofí­a judaica en cuanto tal; tan sólo existen filosofí­as judí­as. El pensamiento judí­o ha asumido las corrientes principales y las secundarias de la filosofí­a occidental: la filosofí­a griega (->aristotelismo, ->platonismo, ->neoplatonismo, ->estoicismo), el helenismo (->helenismo y cristianismo), la ->escolástica cristiana, el racionalismo y el escepticismo árabes (->islam), el ->idealismo alemán y el ->existencialismo de nuestro tiempo.

El pueblo judí­o no empezó a filosofar por un irresistible impulso interno. En la historia de la filosofí­a judí­a se refleja más bien el interés de las generaciones de pensadores judí­os por conciliar la propia inteligencia de sí­ mismos con los motivos y ataques de ideas y tradiciones extrañas, por comprender los métodos y principios de las respectivas filosofí­as coetáneas, por valorar su importancia para el j., acomodando a ellos en el campo de lo posible las categorí­as del pensamiento judí­o tradicionalmente heredadas mediante una nueva elaboración mental y transformación de las mismas. El j. ha sido extraordinariamente receptivo y abierto en su reacción frente a las filosofí­as extrañas, sobre todo porque a partir del año 135 no adoptó ninguna posición apologética o misionera ante el mundo no judí­o, pues tení­a que afirmarse en un ambiente adverso en gran parte. Mientras que Filón de Alejandrí­a y Flavio Josefo estaban dispuestos a utilizar las ideas de la filosofí­a y cultura helenista, para institucionalizar el j. como una religión en la que razón y Espí­ritu Santo no constituyeran ninguna oposición; en cambio, terminado ya el perí­odo de los ataques del paganismo, las especulaciones de los rabinos en la época talmúdica versaron más sobre el desarrollo de una teologí­a práctica de la vida judí­a, sobre la fijación de lí­mites y barreras en la práctica, sobre la elaboración de las diferencias que debí­an asegurar la vida judí­a en un mundo polí­tica, espiritual y religiosamente adverso. Conforme el j. iba renunciando a sus pretensiones religiosas sobre el mundo pagano, disminuyó la necesidad de una fundamentación filosófica de la apologética misionera.

Sólo después, cuando el j. estuvo nuevamente expuesto a duros ataques por parte de la secta apóstata del karaí­smo (que reconocí­an únicamente el AT, pero no el Talmud y la tradición rabí­nica), y en relación con la polémica de la Mutakallimún contra la ortodoxia del islam, revivió nuevamente la reflexión filosófica.

I. Los orí­genes bí­blicos de la filosofí­a judí­a
Hay una pluralidad de filosofí­as judaicas, mientras que sólo existe una revelación de Dios, cuya testificación a los judí­os y transmisión está confiada a los judí­os según la persuasión de éstos. Por eso está al principio del j. y de la filosofí­a judaica la aceptación del Absoluto bí­blico, la convicción de que Dios como persona se vincula a Israel, le revela su camino y le enseña a convertirse en una comunidad santa (->alianza). Todos los intentos y sistemas por los que el pensamiento judí­o posterior quiere interpretar la realidad bí­blica, hacerla comprensible para la razón y acomodarla a las tradiciones no judí­as, han de tener en cuenta la posición preeminente de la revelación. Cabe incluso concluir que la variedad de auténticos estilos de pensamiento y de acentos en la filosofí­a judí­a, o sea, la ausencia de toda filosofí­a o escuela filosófica normativa, se debe precisamente a que la Biblia, según la concepción judí­a, de ningún modo exige una toma de posición teórica.

El Dios de los patriarcas, de Moisés, de los profetas y de la literatura sapiencial se revela a través de la naturaleza, de la sociedad y de la historia. La Biblia es un documento que atestigua esta experiencia y que exige el testimonio acerca de él. En su revelación es siempre un ocultar, pues en ella Dios está revelado como el oculto y está oculto como el revelado. Por tanto la Biblia puede designarse justamente como un documento en sumo grado antropomórfico, pues el hombre siempre ve en Dios lo que ya ha recibido de él; y también puede leerse como un documento teomórfico, pues Dios ofrece siempre al hombre lo que éste ha esperado ya de aquél. Semejante ->antropomorfismo (o antropopatismo [Abraham Yosuha Heschel]) muestra la imagen de Dios como una traslación de su misterio al ámbito asequible de las pasiones y de la acción humanas. Lo decisivo no es la traducción bí­blica de la automanifestación de Dios a las representaciones de una humanidad divinizada; la Biblia es más bien, como advierte Heschel, una antropologí­a de Dios: Dios comprende al hombre en fórmulas divinas, exactamente de la misma manera que el hombre comprende a Dios con sus propios conceptos.

Lo decisivo en el relato bí­blico sobre las relaciones entre Dios y el hombre, entre Dios y el mundo, y sobre todo entre Dios e Israel, ha de verse en que la relación de Dios con su pueblo está caracterizada por una continua tensión dialéctica entre el Santo y el no redimido. De hecho una formulación de la concepción esencial de Israel sobre la naturaleza de Dios aparece como una teologí­a de lo santo. Todas las demás virtudes y realidades teológicas dependen de nuestra inteligencia de la naturaleza de lo ->santo.

El j. rabí­nico (135 a.C. al 1035 d.C.) se funda en la acentuación caracterí­stica de la fe bí­blica. Se distingue del j. bí­blico, no en la substancia de su pensamiento, sino en las actitudes y los métodos por los que disuelve en la racionalidad el encuentro bí­blico con el Santo. La teologí­a rabí­nica – que no es una auténtica filosofí­a – parte de determinados hechos, de determinadas realidades experimentadas que para el rabinismo están fuera de toda duda: la creación del mundo, el don de la Torá a Israel, la concesión de la tierra al pueblo, para que la habite y forme en ella un “reino de sacerdotes y una nación santa”. Estos son los datos capitales de la fe bí­blica.

Además, el Dios de la creación, de la revelación y de las instituciones es un Diosde gracia y justicia, que está preocupado por sus criaturas, que las instruye y corrige, que les confí­a un orden de vida con el encargo de conservarlo y transmitirlo, que dirige sus intenciones, dando su inspiración para la recta acción e impidiendo la tendencia al olvido del deber. La teologí­a del mundo rabí­nico era pragmática, pero su pragmatismo dependí­a de una serie de datos primarios, los cuales sólo pueden conocerse en la fe.

II. Filosofí­a judeo-helenista de la religión
Prescindiendo del influjo de ideas griegas en el Eclesiastés y la literatura apócrifa, influjo que puede considerarse como un fenómeno marginal, el primer encuentro importante entre el j. y la filosofí­a extrajudí­a se dio solamente en la diáspora, donde era posible un contacto y una comunicación más intensos – aunque no ilimitados – entre judí­os y no judí­os. Esta situación no habí­a de cambiar en adelante. La filosofí­a judaica no se ha desarrollado ni en el ámbito cerrado de las academias de Palestina y Babilonia, ni en los ghettos europeos. Se ha desarrollado solamente en centros con fisonomí­a cosmopolita, donde – a espaldas de la posición antiintelectual de la ortodoxia rigurosa – pudo madurar un grupo de espí­ritus selectos.

Los judí­os que viví­an dispersos en Alejandrí­a y en el ámbito de la cultura griega, consideraban su religión como una filosofí­a, y desarrollaron una apologética que debí­a exponer el carácter filosófico de la idea judí­a de Dios y el humanismo de la ética judí­a. Por eso era caracterí­stico del pensamiento judeo-helenista el intento de hallar una forma filosófica para el contenido espiritual del judaí­smo. Algunas estructuras del pensamiento griego ofrecí­an solamente un instrumento superficial para la explicación filosófica de ideas judí­as, pero otras hicieron posible – especialmente en Filón de Alejandrí­a – una “radical sublimación filosófica” (J. Guttmann).

Con la persuasión firme de exponer sin falsificaciones la intención de la Escritura, Filón desarrolló una filosofí­a completa a partir de la Biblia. A diferencia del panteí­smo tí­pico del estoicismo, el Dios de Filón es totalmente trascendente e inmaterial. En cuanto este filósofo libera a Dios de toda huella de antropomorfismo, lo eleva por encima de todo saber y virtud, es más, por encima de todas las perfecciones asequibles al espí­ritu, y así­ pone las bases para las posiciones caracterí­sticas de la posterior teologí­a negativa. Pero Filón no se conformó con establecer la imposibilidad radical de comparar a Dios con el hombre, sino que, aparte de eso, desarrolló una doctrina del acceso mí­stico, a través del cual el sabio puede llegar a una unión con Dios. Con ayuda de la interpretación alegórica de la Escritura, intentó unir el saber humano y la revelación divina, así­ como conciliar la sabidurí­a mí­stica y la ciencia. De esa manera Filón fue el primero en formular el problema que habí­a de ser fundamental en todo tiempo para la filosofí­a y la teologí­a de las religiones monoteí­stas.

III. La filosofí­a judaica de la religión en la edad media
La filosofí­a judaica de la edad media tomó su origen en el ámbito de la cultura islámica. Recibió su acuñación originaria a través de ideas filosófico-religiosas del kaläm islámico, e incluso bajo el influjo del neo-platonismo y del aristotelismo permaneció anclada en el pensamiento del islam. Los neoplatónicos judí­os dependí­an de traducciones de procedencia musulmana en su estudio de las fuentes; los aristotélicos judí­os adoptaron las interpretaciones de Aristóteles hechas por Alfarabi, Avicena y Averroes. También después, una vez que la filosofí­a judaica tuvo entrada en paí­ses cristianos, como España, Provenza e Italia, el influjo islámico conservó su posición preeminente. La ->escolástica cristiana no pasó de ser un factor insignificante y secundario en la evolución de la filosofí­a judaica. El desarrollo de ésta al amparo del islam se debió a la necesidad de defensa que tení­a el j., en su propio campo frente a la negación herética de la tradición rabí­nica por parte del karaí­smo, y frente al mundo exterior porque ciertos entusiastas musulmanes renovaron los ataques anteriores contra el judaí­smo.

En el esfuerzo por resistir a una ola de crí­tica procedente de los no monoteí­stas del oriente y de los escépticos e incrédulos dentro del islam, creció una escuela de racionalistas creyentes, la Mu`tazila, que querí­a reducir el kaläm (libre disputa dialogada) a un sistema conceptual. Menos audaz que los pensadores islámicos, los cuales abordaronconscientemente todas las preguntas filosóficas y cientí­ficas, la filosofí­a judaica recurrió en las cuestiones generales de tipo filosófico a las autoridades islámicas y se limitó en primera lí­nea a temas disputados en el terreno filosófico-religioso. Su interés principal era la justificación del judaí­smo.

Paralelamente a la extensión del aristotelismo a final del siglo ix por obra de Alkindi y Alfarabi, se produce la disolución del neo-platonismo de Isaac Israeli, el primer filósofo judí­o, por obra de Saadia ben Yosef (882-942), un adicto al kaläm. La doctrina de Saadia sobre la relación (o coincidencia) entre razón y revelación es la base de su pensamiento religioso. La verdad religiosa tiene su origen en la revelación y por eso constituye una forma especial de verdad. El conflicto entre razón y revelación no es para Saadia un problema especí­fico de la conciencia humana; más bien, él ve el problema en la vinculación de la razón a una determinada religión que se presenta con la pretensión de anunciar la verdad absoluta. Bajo este aspecto la religión judí­a es en principio distinta de otras religiones, que son obra humana y hablan erróneamente sobre Dios y su naturaleza. Según la concepción de Saadia, la razón con sus fuerzas puede conocer que el contenido de la revelación no está en contradicción con los conocimientos racionales. Pero aquí­ se plantea la pregunta por la necesidad de una revelación si los conocimientos superiores de ésta pueden ser alcanzados por la razón sin ayuda de aquélla. La respuesta de Saadia – que se hizo lugar común en pensadores posteriores – ve en la revelación un educador eficaz del hombre, que por los limites de su condición creada y por su falta de constancia está expuesto a confusiones y tergiversaciones.

Los secuaces del kaläm, que ampliaron y complementaron las ideas de Saadia, un siglo más tarde dejaron paso a un esplendoroso perí­odo de neoplatonismo judí­o, cuyos representantes principales fueron Salomón ben Yehudá ibn Gabirol (en occidente Avicebrón; de 1025 a 1070), Bahyá ibn Paqudá (1080-1156) y el pensador (sólo marginalmente neoplatónico) Yehudá ha-Leví­ (1085-1140). El kazarí­ (libro de la prueba y del fundamento sobre la defensa de la religión menospreciada) de Yehudá ha-Leví­ no busca, como se hací­a en intentos anteriores, una identificación del j. con la verdad racional.

Rechaza la certeza racional de la metafí­sica y enseña que la filosofí­a se hace arbitraria y dogmática en la misma medida en que pretende para sí­ la certeza de la revelación. Pero no tiende a una destrucción de la filosofí­a como tal, sino a frenar sus pretensiones. Dios, el mundo y el hombre pueden ser descritos por la razón como realidades separadas y desconectadas; pero sus relaciones í­ntimas sólo son accesibles a la revelación, y no a la razón. Yehudá ha-Leví­ rechaza la oposición entre razón y revelación en cuanto elabora el derecho y los lí­mites de las pretensiones de aquélla. Su demostración es más dialéctica que explicativa, pues él no afirma una plena autonomí­a e independencia de la religión frente a la razón, sino que quiere solamente resaltar el carácter sobrenatural de la revelación.

A mediados del siglo xii el aristotelismo pasó a ser, en lugar del neoplatonismo anterior, el instrumento predominante de la filosofí­a judaica. Abraham ibn Daud de Toledo (f 1180), cuyo escrito Aemúna rama (La fe excelsa) quiere mostrar la armoní­a entre el j. y la doctrina aristotélica, sólo ofrece aquí­ una exposición vulgarizada de los puntos esenciales de Avicena sobre la conciliación entre religión y filosofí­a. Por primera vez cuando Maimónides (Moisés ben Maymiin de Córdoba, 1135-1204) sobre el año 1190 publicó la obra – que luego se hizo clásica – Guí­a de perplejos (en árabe Dalalat al-Hairin; en hebreo Mórae Nebúkim), se superó el conflicto entre filosofí­a y revelación. Aunque Maimónides querí­a suprimir la aparente contradicción entre filosofí­a y revelación, para tranquilizar con ello a los que dudaban o bien de la verdad de la fe o bien de la objetividad e importancia de la investigación filosófica; sin embargo él veí­a su tarea, no en conciliar lo aparentemente inconciliable, sino, más bien, en mostrar su coincidencia e identidad esencial. A diferencia de sus precursores, Maimónides no sólo querí­a demostrar que el contenido de la filosofí­a es idéntico con el de la revelación, sino, además que la filosofí­a es el único medio adecuado para la apropiación de las verdades reveladas. En Maimónides la fe religiosa constituye una forma de conocimiento. Mientras que la tradición y la continuidad de la fe histórica posibilitan una forma externa y por tanto indirecta de conocimiento, la aprehensión interna de la verdad – que es inmediata e independiente de formas y costumbres externas – se hace posible por el conocimiento filosófico. Semejante concepción intelectualista de la fe conduce a que la interioridad del creyente dependa de la profundidad de su inteligencia filosófica. Por eso el esfuerzo filosófico tiene esencialmente un carácter religioso. Así­ el pathos del racionalismo religioso de la filosofí­a occidental recibe a través de Maimónides su forma acuñada y definitiva.

Es comprensible que tan profunda intelectualización de la religión, vinculada al aristotelismo averroí­sta, provocara una fuerte reacción entre las desamparadas comunidades ortodoxas judí­as de la cristiandad sudeuropea. En consecuencia el siglo xru fue escenario de una violenta controversia, no sólo sobre el racionalismo de Maimónides, sino también sobre el derecho de existencia de la filosofí­a en general. A través de los adversarios de Maimónides, que impugnaban la filosofí­a como tal, o bien defendí­an a Averroes contra la dura crí­tica de Maimónides, o bien, como Levi ben Gerson (1288-1344), intentaban resumir y profundizar la crí­tica de Maimónides al averroí­smo extremo, finalmente la controversia adoptó una forma filosófica. El siglo xiv, con Moisés ben Nahman de Gerona (1184-1270) y Hasdai Crescas (alrededor de 1340 hasta 1410), reaccionó frente a esto con una crí­tica supranaturalista, semejante a la de Yahudá ha-Leví­ contra el racionalismo teí­sta, o bien, como Crescas en su Or Adonay (Luz de Dios) de 1410, con el esbozo de una dogmática antiaristotélica, en la que él rechaza el camino intelectual hacia la religión.

IV. La moderna filosofí­a judaica
La separación de la vida judí­a frente a las corrientes intelectuales de la Europa cristiana, se superó por primera vez a mediados del siglo xviii. Aunque la evolución ulterior de la filosofí­a judaica en los siglos xviii y xix no puede tratarse sin tener en cuenta los movimientos del ->humanismo secular y de la ->ilustración, la aparición de una cultura extraeclesiástica y la lucha polí­tica en torno a la emancipación social en Europa. Sin embargo hemos de advertir cómo las cuestiones disputadas que en tiempos determinaron el mundo de la escolástica judí­a (y cristiana), con las exigencias y promesas de la progresiva ->secularización tení­an que perder importancia.

Moisés Mendelssohn (1729-86) fue el que más claramente señaló la dirección que luego habí­a de tomar cuerpo en la ciencia del judaí­smo. Mendelssohn conservó muchas de las distinciones elaboradas en la filosofí­a judí­a de la edad media, pero a la vez, en armoní­a con el optimismo racionalista de la ilustración, desarrolló una visión del j. en la que la razón se convertí­a en criterio de la fe y tanto la razón pura como la práctica podí­an juzgar sobre la importancia y universalidad de las verdades intelectuales y humanas. En su concepción el j. pasa a ser una comunidad religiosa que, a base del mesianismo de la razón, podrí­a traer la salvación (liberación del error) para la humanidad entera.

No sorprende, pues, que el impacto de Mendelssohn (aunque no sólo el suyo) significara una disolución dentro de la vida intelectual judí­a. Ciertamente Nachman Krochmal (1785-1840; en su Führer der Verirrten der Zeit [1851; publicación póstuma]) dio una justificación histórico-filosófica del j. sobre una base idealista (pero antihegeliana), ciertamente Samson Raphael Hirsch (1818-1888) en sus Neunzehn Brief en defendió el j. presentándolo, con el auxilio de conceptos hegelianos, como la forma suprema de la religión y enmarcándolo en el proceso de evolución del espí­ritu objetivo que se va desarrollando a sí­ mismo; pero sólo con Solomon Formstecher (1808-89; Religion des Geistes, 1841) y Solomon Ludwig Steinheim (1789-1866; Offenbarung nach dem Lehrbegrif f der Synagoge [obra publicada entre 1835 y 1865]) se creó un racionalismo dentro del cual pudo perdurar el j. (aunque sometido a una reforma), en el caso del primer autor, y en oposición casi apasionada a eso un j. en el que la verdad religiosa se fundamentó de nuevo en la revelación (en el caso del segundo autor).

Con Hermann Cohen (1842-1918) finalmente, el j. se define en una forma que lo hace conciliable con el idealismo alemán y el concepto de religión del liberalismo. Las obras de Cohen Der Begriff der Religion im System der Philosophie (1915) y Die Religion der Vernunft aus den Quellen des Judentums (1919) desarrollan un racionalismo consecuente, en el que no puede subsistir otra religión que la de la razón. Además Cohen llega al resultado de que el j. y sobretodo el j. profético es aquella religión en la que la razón, la fuerza moral del hombre y el Dios de la ética y del humanismo están unidos.

En nuestro siglo Franz Rosenzweig (1886-1929) y Martin Buber (1878-1966) han creado una posición contraria al racionalismo que predomina en el j. y en la filosofí­a occidental de la religión. Para Rosenzweig el hombre concreto en su realización existencial es el lugar de la mediación entre Dios, mundo y hombre, con inclusión de su relación mutua a través del cohombre. Y Buber, en su formulación del principio dialogí­stico, yo-tú, hace de las relaciones interhumanas el eje de su pensamiento, contra toda despersonalización y tendencia objetivadora. Rosenzweig y Buber plantean de nuevo la pregunta por la existencia judí­a, pero más sobre la base de la existencia en el mundo que desde las convencionales perspectivas epistemológicas. La visión de Rosenzweig y de Buber determina el pensamiento judí­o actual en el intento de mediación entre la situación histórico-existencial del j. y la experiencia problemática de un Dios vivo, pero silencioso. A la vista de los sucesos de los decenios pasados, se hace comprensible la importancia especial que los actuales pensadores judí­os conceden a la relación entre Dios, el mal y la historia.

BIBLIOGRAFíA: F. J. Molitor, Philosophie der Geschichte oder über die Tradition, 4 vols. (inacabado), vol. I (F 1827, reelaborado 1855), vol. II-IV (Mr 1834-1853); M. Beber, Vom Geist des Judentums (L 1916); Ueberweg 1179-183 328-331, II 723-728, III 705; F. Rosenzweig, Der Stern der Erlüsung (1929, Hei 31954); J. Guttmann, Die Philosophie des Judentums (Mn 1933); F. Rosenzweig, Kleine Schriften (B 1935); A. Lewkowitz, Das Judentum und die geistigen Stromungen des 15. Jh. (B 1935); H.-J. Schoeps, Geschichte der jüdischen Religionsphilosophie in der Neuzeit (B 1935); J. B. Agus, Modem Philosophies of Judaism (NY 1941); G. G. Scholem, Major Trends in Jewish Mysticism (NY 1941, Lo 31955); G. Vajda, Introduction á la pensée juive du moyen Age (P 1947); idem, Jüdische Philosophie (Berna 1950); H. Kiihler, Wirkung des Judentums auf das abendlündische Geistesleben (B 1952); A. Altmann, Jewish Philosophy (NY 1953); H.J. Schoeps, Jüdische Geisteswelt (Darmstadt 1953); Scripta Hierosolymitana (Jerusalén 1954ss) (vols. anuales); L. Baeck, Dieses Volk, Jüdische Existenz, 2 partes (F 1955-57); Philosophie, bajo la direc. de A. Diemer – L Frenzel (F 1958) 139-147; E Freund, Die Existenzphilosophie F. Rosenzweigs (H 21959); H. Cohen, Religion der Vernunft (Kü 21959); A. Cohen, The Natural and the Supematural Jew (NY 1962); G. Scholem, Judaica (F 1963); M. Buber, Werke, 3 vols. (Mn – Hei 1964); idem, Der Judeund seis Judentum (1(8 1963); G. Schaeder, M. Buber. Hebraischer Humanismus (Go 1966).

Arthur A. Cohen
E) JUDEOCRISTIANISMO
1. Concepto
Bajo el concepto de judeocristianismo se entiende en el lenguaje actual aquella forma del ->cristianismo (B) primitivo que se sentí­a obligado en medida especial a las estructuras espirituales y sociales del j. (cf. antes en A), particularmente a las del j. tardí­o (cf. antes en B), en concreto por la conservación de la forma de vida judí­a según la ->ley – con particular insistencia en la circuncisión y el precepto del sábado – y del pensamiento apocalí­ptico (->apocalí­ptica).

2. Historia del judeocristianismo
Los primeros cristianos de Jerusalén eran judí­os que después de pentecostés siguieron observando la circuncisión, el sábado y el culto del templo. De ello dan testimonio los Hechos de los apóstoles (2, 26; 21, 10). La cuestión de si estas observancias eran obligatorias en el cristianismo sólo se planteó cuando empezaron las conversiones de paganos. Parece que en los comienzos no se pensaba en imponerles esta obligación. Pero la cuestión se hizo apremiante en Antioquí­a el año 48. Esto puede concluirse por la postura de ciertos judeocristianos que querí­an mantener una unión estrecha entre cristianismo y prácticas creyentes de los judí­os. La lapidación de Esteban y la huida de los “helenistas” hacia Antioquí­a son indicios de una persecución por el j. riguroso. Por estas razones la Iglesia de Antioquí­a decidió presentar la cuestión al concilio apostólico en Jerusalén. La respuesta fue, según Act 15, que los paganos convertidos habí­an de abstenerse solamente de las carnes consagradas a los í­dolos, de la sangre, de lo estrangulado y de la fornicación (Act 15, 29). Pero de la carta primera a los Corintios se desprende que Pablo no daba gran importancia a la primera prohibición (la segunda era obvia).

La decisión del concilio de Jerusalén no impidió a los judeocristianos la continuación de su propaganda entre los paganos que condujo al incidente de Antioquí­a (cf. comunidad cristiana primitiva, en ->cristianismo, A). Hasta la caí­da de Jerusalén el año 70 el elemento judeocristiano ejerce considerable influjo en la Iglesia, el cual se mantiene a pesar de la actividad misionera de Pablo en Israel. En todos sus viajes por terreno no judí­o Pablo vuelve siempre a encontrarse con el trabajo misionero de los judeocristianos, así­ en Antioquí­a, en Corinto, en Colosas, en Roma. Solamente después del año 70 decrece esa actividad. La observancia de las prescripciones legales judí­as ya sólo se mantiene breve tiempo en ciertas corrientes laterales, y esporádicamente vuelve a introducirse más tarde, como en el montanismo del siglo III en ífrica (así­ en lo relativo a la importancia del sábado).

Hallamos una forma propia de judeocristianismo en la comunidad de Jerusalén, presidida por Santiago, “el hermano del Señor”. Esta comunidad vivió según la ley judí­a hasta el año 70. Sin duda se debió a eso el que fuera tolerada en medida creciente por los judí­os ortodoxos. El año 67 emigró a Pella, y después del 70 volvió a Jerusalén. Eusebio nos dice que todos sus obispos eran judí­os de vieja cepa (Hist. Eccl., iv, 5, 2). Esta situación se mantuvo hasta el reinado de Adriano. Justino conoció cristianos que observaban el sábado.

A partir de ese momento tenemos noticias sobre obispos de procedencia griega en Jerusalén y sobre una comunidad cristiano-gentil en dicha ciudad. Pero hasta el fin del imperio subsistió allí­ una prestigiosa comunidad judeocristiana (cf. E. Testa). Este cristianismo de observancia judí­a no se limitó a Palestina. Los misioneros judeocristianos se extendieron por diversas regiones de oriente. Quizá se debe atribuir a ellos una temprana evangelización de Egipto. Clemente de Alejandrí­a menciona un Evangelio de los hebreos; y probablemente se escribió allí­ la carta a los Hebreos. La influencia judeocristiana se hizo notar particularmente en Transjordania y en Arabia, entre Damasco y Bosra. Epifanio y Jerónimo todaví­a en el siglo 1v conocieron allí­ comunidades, que utilizaban un Evangelio de los nazareos en hebreo, del cual Jerónimo nos ha transmitido algunos fragmentos. Persistieron hasta la aparición del islam en el siglo vii. Mahoma las conoció; y de ellas vienen los elementos cristianos incorporados al Corán. A la misión judeocristiana hay que atribuir también la evangelización de Osroena y de Adiabena, donde se hablaba arameo. El cristianismo de Edesa se halla claramente bajo influencia judí­a, como lo ha demostrado sobre todo Vóóbus. Precisamente aquí­, hacia mediados del siglo iv, se difuminan las fronteras entre el judeocristianismo y los primeros influjos del ->maniqueí­smo.

3. Las diversas formas del judeocristianismo
Por lo demás, no hay que creer que el judeocristianismo fuera una unidad cerrada. Es sabida la extremada complejidad que reinaba en el j. en los tiempos de Cristo. Esta complejidad se refleja también en el judeocristianismo. Ciertos cristianos, como por ejemplo, Pablo, procedí­an de cí­rculos farisaicos, pero la mayorí­a procedí­an de las comunidades de los esenios y de su esfera de influencia. Aparte de las peculiaridades esénicas que se descubren en los escritos joánicos, es de notar que las obras judeocristianas que se nos han conservado, sobre todo el Testamento de los doce patriarcas y las Odas de Salomón, seguramente fueron escritas por esenios convertidos. Como estas obras proceden de Edesa, parece que Osroena fue evangelizada todaví­a por misioneros cristianos. Con ello se explicarí­a también el duro ascetismo de aquella Iglesia, el cual constituye un rasgo especí­fico de la corriente esenia. La secta de los ebionitas debe su origen a esenios cristianos que se refugiaron en Transjordania. Los ebionitas observaban el sábado y oraban orientados hacia Jerusalén. Tení­an un Evangelio propio, conocido por Epifanio. Reconocí­an en Jesús al verdadero profeta, pero no confesaban su divinidad. Aquí­ nos hallamos en presencia de un judeocristianismo heterodoxo, de un j. que recibió a Cristo como profeta, pero no como Hijo de Dios.

De corrientes heterodoxas marginales en el j. surgieron otras sectas judeocristianas. Tal es el caso de los bautistas cristianos de Transjordania, emparentados con el judaí­smo, aunque sólo conservaban de éste el monoteí­smo. Su acción ritual más importante era el baño en el Jordán. La secta de los elkesaí­tas surgió a fines del siglo i de cí­rculos judeo-apocalí­pticos en Mesopotamia. Más importante es el encuentro, primero en Samarí­a y luego en Antioquí­a, del cristianismo con un judaí­smo dualista y sincretista. Los Hechos de los apóstoles nos hablan ya de Simón Mago, cuyo movimiento gnóstico debí­a alcanzar gran importancia. Después de los descubrimientos de Nag Hammadi son evidentes las raí­ces judí­as de dicho movimiento. Su interés principal estaba en oponer al demiurgo creador, identificado con Yahveh, el verdadero Dios, extraño a la creación y manifestado en Jesús. Se trata, pues, de una forma de judeocristianismo (->gnosticismo). Conviene distinguirlo, en cuanto movimiento propiamente religioso, de la gnosis apocalí­ptica, difundida en todo el judeocristianismo, tanto en el ortodoxo como en el heterodoxo.

4. Formas de culto y contenido doctrinal
Con relación a los aspectos comunes de las diversas lí­neas de judeocristianismo en las formas de culto y la doctrina, hemos de resaltar los siguientes puntos:
a) Formas de culto. El bautismo iba precedido de una ->catequesis dogmática y de otra moral. La primera mostraba cómo en Cristo se cumplen las profecí­as; se basaba en colecciones de testimonios utilizados ya en el j. de la época. La instrucción moral mostraba dos caminos hacia Dios, guardando una relación estrecha con la de ->Qumrán. El ayuno que precede obligatoriamente al bautismo es una especie de exorcismo judí­o. El signo cruciforme trazado en la frente es la tau, con la que, según Ezequiel y el Apocalipsis, están marcados los miembros de la comunidad escatológica. La coronación con una corona de hojas es igualmente un uso judí­o. La ->eucaristí­a se celebra a continuación de la vigilia sabatina, es decir, en la noche del domingo antes del canto del gallo. Va precedida de una comida, de una lectura del AT y de una haggadá. Es digna de notarse la existencia de un sacramento de preparación para la muerte (cf. A. Orbe y E. Testa), que sin embargo se distingue de la ->unción de los enfermos practicada actualmente. Con él se fortalece al moribundo en la lucha con los espí­ritus malos, que tratan de impedir su entrada en el cielo.

Los judeocristianos celebraban la pascua como los judí­os, el 14 de Nisán. Esta observancia persistí­a en Asia Menor todaví­a en el siglo ii y provocó la disputa sobre la fecha del 14 de Nisán (disputa de la fiesta de pascua). Pero probablemente en cí­rculos judeocristianos surgió a la vez la celebración del ->domingo después de pascua. En efecto, en ciertos ambientes, el primer domingo después de pascua inauguraba la fiesta de las siete semanas, pentecostés, que terminaba igualmente en domingo. Durante la vigilia anterior al primer domingo se conmemoraba el paso del mar Rojo, motivo que entró luego en la vigilia pascual cristiana.

b) Por lo que se refiere a la doctrina, llama la atención la designación del Hijo y del Espí­ritu con tí­tulos angélicos: Miguel y Gabriel, los dos serafines. Especialmente el Hijo fue designado con expresiones como el Nombre, la Ley, la Alianza, el Principio. El misterio de Cristo era representado como descenso del Hijo o de la Palabra encarnada a través de las jerarquí­as angélicas. Gran importancia tení­a el descenso de Cristo a los ->infiernos, como respuesta a la cuestión de la salvación de los justos del Antiguo Testamento. La cruz aparecí­a en su simbolismo cósmico. La Iglesia se presentaba en una perspectiva apocalí­ptica, como preexistencia junto a Dios desde antes de la creación del mundo. Se esperaba un reinado visible de Cristo, correspondiente al séptimo milenio, al sábado de la semana cósmica. Por estos ejemplos se ve el influjo del judeocristianismo en la Iglesia primitiva, especialmente en su liturgia, influjo que sigue repercutiendo hasta la actualidad, aunque haya sucumbido esa forma temprana de cristianismo que viví­a de raí­ces judí­as.

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Jean Daniélou
F) JUDAíSMO Y CRISTIANISMO

I. Confrontación general
Entre j. y c. existen múltiples relaciones de semejanza y oposición a causa del AT, del j. postbí­blico y del NT. Por eso se interfieren muchas veces los lí­mites ideales e histórico-salví­ficos entre uno y otro. Por esta razón no sorprenden las rivalidades latentes y manifiestas de cara a ciertas “relaciones fronterizas”, obscuras y discutidas, entre ambos movimientos. Para no dar un carácter unilateral y absoluto ni a los lazos comunes ni a los puntos de fricción, es necesario, mirando al origen de la salvación, que judí­os y cristianos reclaman para sí­, y al eskhaton esperado asimismo por ambas partes, sopesar el contenido de los cuatro conceptos: AT-NT, j. y c.; y ponerlos en relación mutua. El eje para entender las interrelaciones de cristianismo y j. está en la visión conjunta de la sagrada ->Escritura del AT y del NT, y en el conocimiento y aceptación de las posibles lí­neas de evolución fácticas (históricas) de un testamento al otro. Aquí­ sólo podemos dar una breve indicación; por lo demás, nos remitimos a los correspondientes artí­culos (especialmente ->Antiguo Testamento, ->Nuevo Testamento, ->revelación primitiva, ->escatologí­a).

1. El AT no constituye una plena unidad doctrinal ni en sus orí­genes ni en sus estratos redaccionales. Por eso no es posible referir de forma absoluta todas las afirmaciones veterotestamentarias al NT. Además, el AT aventaja al NT (van Ruler) en cuanto dice más que éste acerca de la vida religiosa y profana, acerca de la humanidad, del poder polí­tico, de la ley, del culto, del amor humano, etc. Hay también valores veterotestamentarios que en el NT pierden su sentido original. Así­, por ejemplo, en el AT la devoción a la ley está en clara conexión con la gracia, y en ella se refleja una actitud vital que tiende a preservar y distanciar frente al mundo exterior (Sal 119). El NT, y especialmente la lí­nea paulina del mismo, dirige intensos ataques contra la piedad legalista de los judí­os. Tales ataques, que no afectan a todo el ámbito de la devoción judí­a a la ->ley, hay que entenderlos desde la situación polémica de entonces y desde la idea que el cristianismo tení­a de sí­ como movimiento profético de los últimos tiempos. Tras haber puesto entre paréntesis todos los factores de la polémica neotestamentaria contra el j. vinculados a aquel tiempo, debemos preguntarnos por el valor simbólico y supratemporal de dicha polémica. Por su mensaje cristiano el NT es una protesta contra cualquier comunidad que quiera mantener exclusivamente el AT. Mas con esto no se niega al j. como tal toda legitimidad, ni desde el punto de vista de la historia de las religiones ni desde la perspectiva teológica, legitimidad que tiene un rango cualitativamente superior a la “ley en el corazón” (Rom 2, 15). La ley, que es santa para el j. – incluso en su situación de desobediencia después del cristianismo – está confirmada por el AT. En la problemática AT-NT, j. y c., en general no se puede hablar de un proceso continuo o discontinuo en el sentido de un esquema evolucionista. En toda nueva situación histórica el pueblo de Dios volvió a replantearse el propio pasado salví­fico. Ninguna generación judí­a o cristiana vio jamás en la mera transmisión mecánica una posibilidad legí­tima del cumplimiento de la alianza.

2. Los cristianos están convencidos, con una convicción que se apoya en el testimonio del NT, de que todos los acontecimientos y esperanzas veterotestamentarias se compendian y resumen en la persona y en la obra de Cristo. Al anunciar su mensaje, Jesús se acomodó a las ideas, los logros, las deficiencias y necesidades de sus conciudadanos judí­os. No se puede admitir una distancia exagerada de Jesús frente a su tiempo y a su pueblo, como tampoco la absoluta novedad o el carácter eminentemente griego de su mensaje, so pena de ignorar la polifacética literatura que está situada entre ambos testamentos (cf. p. ej., ->Qumrán). Los hagiógrafos del NT interpretan el AT desde el punto de vista del acontecimiento de Cristo ya experimentado. Por ello no se acercaron a toda una serie de afirmaciones y motivos veterotestamentarios con ojos histórico-crí­ticos, pero sí­ mediante un contacto espiritual. Hay que señalar asimismo el hecho de que en el NT no sólo se polemiza contra la incredulidad de los judí­os, especialmente de los fariseos, sino también, por ejemplo, contra los creyentes cristianos apodí­cticamente dominados por la idea y la esperanza de una inminente irrupción de la salvación definitiva y cósmicamente visible. Con relación a esto último se acentuó que la salvación donada por Cristo era sólo interna y germinal, y que nadie puede saber cuándo va a producirse la salvación mesiánica universal por la aparición de Cristo en su poder y gloria. Según el NT, la dilación de la parusí­a ha de soportarse en actitud de vigilancia y de fe (Mc 13, 32-37; Rom 8-11; Ap 10-12).

3. El j. actual no es la prolongación del AT ni su perfecto representante. Tampoco se le puede identificar de manera absoluta con el AT, en la manera como el cristianismo se identifica con el NT. Ambos movimientos, a los que se puede calificar de comunidades interpretativas más que de personificaciones del AT y del NT respectivamente, conocieron en el transcurso de su correspondiente historia postbí­blica el pecado y la corrupción, aunque también experimentaron auténticos progresos. Tradicionalmente el j. está más vinculado al AT que el cristianismo. Este último consiste en el seguimiento de Cristo resucitado que condicionó las exposiciones definitivas del AT al servicio de la interpretación y demostración de su persona. Por otra parte, tampoco el j. es algo totalmente extraño al NT, pues muchos hagiógrafos neotestamentarios – al igual que todos los del AT – eran de origen judí­o. J. y c. se encuentran, aunque en grado diverso, en la tensión del “ya y todaví­a no” (cf. Rom 8-11). Pero en el cristianismo la expectación del cumplimiento escatológico de la salvación tiene su punto culminante en la relación con Cristo, que ha aparecido y dado ya la adecuada garantí­a del cumplimiento. El j., en cambio, acentúa más bien los elementos colectivos y concretos (en particular los de pueblo y tierra), tanto por lo que se refiere al pasado como al futuro de la salvación. Pese a lo cual, en ningún otro punto aparecen las notas comunes a cristianos y judí­os claramente como en sus relaciones con el pasado salví­fico y la consumación de la salvación.

II. El concilio Vaticano II y los judí­os
La declaración del concilio Vaticano II acerca de la actitud cristiana con respecto a los judí­os representa sin duda alguna una sí­ntesis afortunada de las mejores obras de la literatura cristiana sobre Israel (especialmente de la católica y la protestante) en los últimos años. Por esta sola razón la Declaratio de Judaeis puede ser representativa de la actitud que han de mantener los cristianos frente a los judí­os. Trataremos de interpretar la declaración conciliar valiéndonos de las caracterí­sticas expuestas antes en A.

1. En el decreto conciliar la Iglesia no discute al j. su relación de alianza con el Dios de Israel. La Iglesia católica confiesa y admite las viejas alianzas irrevocables de Dios con los patriarcas y tribus israelitas, con diversas personalidades particulares del AT y con el primer heredero de todos: el j. La Iglesia, sin embargo, gracias a su elección en Jesucristo, pretende ser también socia y aliada del Dios de Israel. No se dice en la declaración cómo se relaciona el nuevo pueblo de la alianza, el segundo heredero, la Iglesia, con el primer heredero de la alianza divina, el j. En el marco de la discusión planteada se deja suficientemente a salvo la convicción cristiana al proclamar que Cristo está en el centro del antiguo y del nuevo pueblo de Dios. Como la salvación realizada existencialmente en el mundo por Jesucristo, cuya semilla ya produjo vástagos en el AT, no ha tenido todaví­a efectos cósmicos sino que tiende a la plena manifestación (Rom 8), la Iglesia debe contar, incluso teológicamente, con la posibilidad concreta de salvación en la fe y en la observancia de la ley judí­a para el tiempo intermedio que transcurre hasta el dí­a glorioso de la aparición del Señor. Estas reflexiones tropiezan sin embargo con el inquietante problema de si semejante pensamiento ecuménico puede hacer justicia al j. en su larga trayectoria histórica independiente y externamente alejada de Cristo, a sus actuales formas de existencia y a sus polifacéticos motivos.

2. Nada dice la declaración conciliar sobre la tierra de Israel, que no parece constituir un problema especí­ficamente cristiano. Para el j., por el contrario, la tierra de Israel es de vital importancia. Cristianismo y j. difieren en la cuestión de la tierra de Israel al menos en cuanto que, partiendo de sus respectivos presupuestos ideológicos, aplican a la misma diferentes criterios de valoración. Ya en tiempos del NT el cristianismo se caracterizaba por su tendencia a liberarse de la vinculación de su destino religioso a la tierra (y a la lengua) de Israel mas como, según la vieja sentencia, el final de los caminos de Dios es la corporalidad; es decir, como los caminos de Dios terminan en el horizonte de la tierra, el cristianismo tiene que volver a plantearse el problema de la tierra de Israel en su alcance actual.

3. La Iglesia piensa de la misma manera que el j. respecto al pasado y al futuro. Al igual que el j., también ella ve, de acuerdo con el texto conciliar, los orí­genes de su fe y de su elección ya en los antiguos patriarcas del AT. Acerca de la escatologí­a la Iglesia profesa la antigua doctrina judí­a (al menos así­ podrí­a formularse) según la cual la unificación de la humanidad bajo el reino de Dios sólo tendrá lugar cuando todos los hombres procedan de alguna manera de la semilla de la alianza irrevocable y sean así­ legí­timos herederos del Espí­ritu.

4. En el modo de condenar el ->antisemitismo el concilio demuestra que la Iglesia admite las antiguas alianzas irrevocables y pretende haberlas entendido a partir del dogma de la redención universal.

III. Puntos de vista convergentes
Las dificultades para una confrontación efectiva de los conceptos básicos del j. con los del cristianismo, fueron y siguen siendo grandes a pesar de los muchos puntos comunes entre ambas confesiones (cf. después en G y antes en C). Los esfuerzos de la Iglesia en torno a una teologí­a sobre Israel no pueden confundirse ni con las tentativas de una reconciliación sincretista ni con una misión para los judí­os. Son más bien expresión de una Iglesia que ha aprendido a estar agradecida al judaí­smo. También éste ve en el cristianismo elevados valores, al subrayar por ejemplo la función providencial del cristianismo en orden a la difusión del monoteí­smo por todo el mundo, al considerar a los cristianos como miembros de la alianza con Noé (cf. Gén 6-9) y al alabar a Jesús como “gran testigo de la fe en Israel” (Shalom ben Korin). Existen, pues, por ambas partes motivos serios para el mutuo aprecio, así­ como una buena disposición doctrinal y una colaboración, sin que medie el peligro de confusión o de una estrategia poco honesta de conversión. No se pueden obtener fraudulentamente unos puntos comunes (M. Buber) y sobre todo hay que dejar el futuro salví­fico, común o separado, en manos del Dios de Israel, que es el único que lo conoce (cf. Rom 11, 33-36).

Partiendo de la persuasión cristiana sobre los legí­timos aspectos comunes, podemos ver la elección del j. y de la Iglesia en la siguiente forma.

1. En la antigua alianza el pueblo de Israel es el pueblo de Dios. En la nueva alianza la comunidad de los creyentes en Cristo ocupa su lugar como nuevo pueblo de Dios. Desde ese momento los judí­os han quedado marginados provisionalmente en el plan de la elección; pero el j. sigue siendo apreciado y querido en razón del pasado y del futuro escatológico. Este lenguaje tiene la desventaja de que puede sugerir la idea de rangos estáticos en los dones salví­ficos de Dios y fomentar una mentalidad presuntuosa (cf. 1 Cor 4, 4s). De todos modos, con tal formulación no se pone en duda la profesión de fe en la fidelidad de Dios a la alianza (Ez 17, 14).

2. En la antigua alianza el pueblo de Israel es el pueblo de Dios. Desde Cristo tenemos que hablar de un solo pueblo de Dios, y en el marco de éste la pertenencia al j. es posible de hecho, pero no constitutiva. Ahora lo constitutivo es solamente la fe en Cristo. Esta manera de hablar ciertamente descuida las múltiples e ineludibles raí­ces del cristianismo en el j.; pero indica el incremento de posibilidades de participación en el pueblo de Dios como consecuencia de la redención universal de Cristo.

3. Desde Cristo se puede hablar de dos pueblos de Dios: el pueblo de Dios en virtud de la alianza y de la promesa, y el ->pueblo de Dios que son los creyentes en Cristo. La fórmula es aceptable desde el punto de vista cristiano sólo si se mantiene la evidencia de que el antiguo y el nuevo pueblo de Dios – o el antiguo en el nuevo – caminan hacia la manifestación escatológica de Cristo, el Mesí­as. En estas maneras hipotéticas de expresarse se dan por necesidad algunas imprecisiones, ya que la elección por parte del Dios de Israel no puede delimitarse claramente ni hacia dentro ni hacia fuera, ni de cara al pasado ni de cara al futuro.

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Clemens Thoma
G) COLABORACIí“N ENTRE JUDíOS Y CRISTIANOS
Es cierto que judí­os y cristianos poseen en común la sagrada Escritura del AT, pero difieren en su comprensión. Los judí­os tienen la tradición oral por revelación de Dios en igual medida que la sagrada Escritura. Por esto no pueden admitir una distinción entre ley moral y ley ceremonial. El Mesí­as es para ellos inseparable de la época mesiánica, de la instauración del reinado de Dios en la tierra. Y como ese reinado no ha llegado todaví­a, según la comprensión judí­a Cristo no puede ser el Mesí­as. Hacia finales del siglo i la primitiva comunidad cristiana fue excluida de la sinagoga por Gamaliel II. Desde que predominan los cristianos procedentes del paganismo sobre los procedentes del j., decrece con rapidez entre los cristianos la comprensión de la peculiaridad del j. En la literatura cristiana antijudí­a, con frecuencia aparecen judí­os como meros interlocutores ficticios. Por ello la literatura antijudí­a presenta una fuerte monotoní­a. Los judí­os no sólo se cerraron frente a los cristianos, sino que en cí­rculos muy amplios intentaron reducir a un silencio de muerte el mensaje cristiano. A pesar de todo, en la edad antigua y en la medieval se llegó ocasionalmente a diálogos entre judí­os y cristianos. Se dan conversiones al j. al principio y al final de la edad media; y las conversiones al cristianismo aumentan especialmente hacia la mitad y el final de la edad media. El intercambio amistoso y personal entre teólogos cristianos y sabios judí­os a principios de la edad media, desde el siglo XIII fue sustituido por las conversaciones religiosas oficiales, las cuales por obra de las órdenes mendicantes se propagaron como método misional. Las conversaciones religiosas más famosas fueron las de Barcelona (1263) y Tortosa (1413-1414).

Los apologistas cristianos de España a partir de Ramón Martí­ (Raimundus Martini, +1284) se enfrentaron a sus adversarios judí­os intentando apelar no sólo a la sagrada Escritura, sino también al Talmud, en cuyas narraciones haggádicas creyeron encontrar pruebas para la mesianidad de Jesús. Por ello se opusieron a la universidad de Parí­s pronunciándose a favor de la conservación del Talmud. Sin embargo, su intención misionera hizo casi imposible un diálogo amistoso. España participó también en cierta influencia de la filosofí­a judaica (cf. antes en D) en la formación de la filosofí­a latina de la alta ->escolástica (D). Sin embargo sólo Moisés Maimónides (+ 1204) fue considerado en occidente como un filósofo judí­o, mientras que en Avicebrón (Ibn Gabirol) los teólogos cristianos querí­an ver un pensador árabe. Entre los judí­os fue conocido solamente como poeta. La influencia de la principal obra filosófica de Moisés Maimónides Dux neutrorum sólo se hizo eficaz en aquellos que inmediatamente después de él enseñaron una armoní­a entre la ->fe y la ciencia, principalmente en Alberto Magno y Tomás de Aquino. El maestro Eckart ciertamente tomó abundante material de Maimónides, pero lo modificó en el sentido de su propia idea de Dios.

Sólo algunos teólogos medievales dominaban el hebreo. Lo aprendieron de judí­os pobres, muchas veces no formados. La enseñanza del hebreo por primera vez en la época del humanismo condujo a una amistad personal entre sabios judí­os y cristianos, especialmente entre aquellos que investigaban la coincidencia de la mí­stica judí­a con la cristiana e intentaban fundamentar una cábala cristiana (Pico della Mirandola, Reuchlin, entre otros).

Las discusiones religiosas dentro del cristianismo en la época de la reforma y de la contrarreforma condujeron a una agudización de los contrastes religiosos, lo cual fue desfavorable a un encuentro entre judí­os y cristianos. Los pietistas fueron los primeros que se esforzaron por los contactos personales, que tuvieron lugar en la época del barroco, hasta el punto de que se puede hablar de un filosemitismo. La última conversación religiosa mandada en suelo alemán fue sostenida el año 1704 en la corte de Hannover. En la época de la ilustración se tiende al encuentro personal entre sabios cristianos y judí­os, con el fin de superar las religiones positivas mediante una religión racional. Es caracterí­stica a este respecto la amistad entre Moisés Mendelssohn y G.E. Lessing, así­ como el esfuerzo de Lavater por persuadir a Mendelssohn para que abrazara públicamente el cristianismo. Con el triunfo de la emancipación se relaja la posición hasta entonces predominante de la ortodoxia judí­a. El conato de participar en la moderna vida espiritual de Europa obliga a bastantes judí­os a ocuparse más intensivamente del cristianismo. Con ello se han creado los presupuestos para un diálogo entre cristianos y judí­os, el cual, sin embargo, no tiene un amplio alcance hasta el siglo xx. La investigación de la vida de Jesús, o sea, la discusión sobre el Jesús histórico y el Cristo de la comunidad, permite a los judí­os plantearse la cuestión de la posibilidad de una integración de Jesús en la historia del espí­ritu judí­o. Intentos de un diálogo entre cristianos y judí­os tuvieron lugar en Alemania ya a finales de los años veinte (diálogo de Martí­n Buber con distintos interlocutores cristianos en Stuttgart).

Para oponerse al creciente ->antisemitismo el año 1928 se fundó en USA la American Brotherhood, National Conference of Christians and Jews. En Inglaterra siguió The Council of Christians and Jews. También está en Inglaterra la sede del International Consultative Committee of Organizations for Christian-Jewish-Cooperation, al que pertenece el Deutsche Koordinierungsrat der Gesellschaften für christlichjüdische Zusammenarbeit (fundado en Francfort el año 1949). En el consejo alemán de coordinación se reúnen cuarenta sociedades para la colaboración entre cristianos y judí­os, la más antigua de las cuales fue fundada en Munich el año 1948. En Oxford las organizaciones reunidas en el International Consultative Committee prepararon en 1946 unas tesis para la enseñanza de la religión, las cuales el año 1964 adquirieron en Seelisberg su forma definitiva, y luego han tenido su repercusión en la declaración del concilio Vaticano II sobre la relación de la Iglesia con las religiones no cristianas. Esta declaración no sólo acentúa la herencia común a judí­os y cristianos, sino que además exhorta al estudio en común. En Alemania se esfuerzan por un encuentro entre judí­os y cristianos, en la parte católica, el Freiburger Rundbrief desde 1948 y, en la parte protestante la Arbeitsgemeinschaft Juden und Christen auf dem Evangelischen deutschen Kirchentag, salida a la luz pública por primera vez el año 1961 en Berlí­n; e igualmente el Institutum Judaicum Delitzschianum en Münster y el Institutum Judaicum de la universidad de Tubinga. Desde 1966 existe en Amsterdam un instituto dirigido en común por judí­os y cristianos, el Beth ha-Midraf. En Alemania desde hace algunos años la Aktion Sühnezeichen intenta una reparación práctica. También en el campo judí­o hay interlocutores que están dispuestos al diálogo, por ejemplo David Flusser, de la universidad hebrea de Jerusalén, catedrático que enseña sobre “el cristianismo en la época neotestamentaria”. Las esperanzas de un encuentro ecuménico más fructí­fero, si éste ha de extenderse también a los judí­os, pasan por alto las más de las veces el hecho de la multiplicidad de estratos en el j. actual, su división en tres direcciones principales por lo menos: la ortodoxa, la conservadora y la liberal. Sólo en esta última dirección puede hablarse de una disposición a participar en el diálogo. El j. ortodoxo y el conservador se muestran reservados, ya que, para el j., el cristianismo y el islam son religiones del mundo circundante, y si exigen una discusión, es sólo por motivos históricos y sociológicos, pero no por motivos teológicos.

El j. reconoce a ambas religiones el hecho de que preparan a los pueblos para la fe en el único Dios.

BIBLIOGRAFíA: Freiburger Rundbrief (Fr 1948 ss). – H. Blüher – H. J. Schoeps, Streit um Israel. Ein jüdischchristliches Gesprach (H 1933); H. J. Schoeps, Jüdisch-christliches Religionsgesprüch im 19. Jh. (F 31961); D. Goldschmidt – H. J. Kraus, Der ungekündigte Bund. Neue Begegnungen von Juden und christlicher Gemeinde (St 1962); Schalom Ben Chorro, Im jüdisch-christlichen Gesprách (B 1962); Abraham unser Vater – Juden und Christen im Gesprách über die Bibel (homenaje a Otto Michel) (F 1963); W. Maurer, Kirche und Synagoge (St 1963); B. Lamber:, El problema ecuménico (Guad Ma); F. Bohm – W. Dirks – W. Gottschalk, Judentum. Schicksal, Wesen und Gegenwart (Wie 1965); R. R. Geis – H. J. Kraus, Versuche des Verstehens. Dokumente jüdisch-christlicher Begegnung aus den Jalaren 1928-1933 (Mn 1966); P. Wilpert – W. P. Eckert, Judentum im Mittelalter. Beitrüge zum christlich-jüdischen Gesprách: Miscellanea Mediaevalia IV (B 1966); K. Hruby, Die Konzilsdeklaration über die Juden: Judaica 22 (Z 1966) 2-25.

Willehad Paul Eckert

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

  1. Definición. A veces el término se usa para referirse a cualquier forma de religión judía que proceda desde el tiempo de la destrucción del templo de Salomón en 586 a.C. Pero es mejor restringir el término al período que empezó con la destrucción del templo de Herodes en 70 d.C., a menos que el fenómeno en discusión pueda rastrearse claramente hasta el período intertestamentario. Este artículo usará el término en una forma aun más restringida (a menos que el contexto demande otra cosa), a saber, la forma de judaísmo que desde el siglo tercero d.C. hasta mediados del décimo noveno gozó de la fidelidad de sólo una parte insignificante del pueblo judío. Cuando sea necesario distinguirlo de otras formas de judaísmo, lo llamaremos rabínico, tradicional u ortodoxo.
  2. Comienzos del judaísmo. La forma en que Josías restringió los sacrificios, la destrucción del templo en Jerusalén en 586 a.C., y la creciente dispersión de los judíos tanto hacia Oriente como hacia el Occidente significó un cambio fundamental en el punto de vista religioso de ellos. Aunque en forma teórica el culto de Jerusalén permaneció como el centro de la religión judía, por lo menos un ochenta por ciento del pueblo no podía hacer uso efectivo de ello. La única de las respuestas de las muchas que se trataron de dar al problema que ahora nos preocupa era hacer la estricta observancia de la ley la preocupación principal de todos los judíos. Razonablemente podríamos mirar a Esdras como el gran iniciador de esta medida. La idea fue reforzada grandemente por la forma en que se desacreditaron a sí mismos los sacerdotes que se inclinaron al helenismo en el tiempo de Antíoco Epífanes y también por el fracaso del nacionalismo de los reyes-sacerdotes de la familia hasmoneana. Los fariseos fueron los protagonistas de este enfoque en el período del NT, aunque eran un pequeño número habían ganado el respeto del pueblo.

Después de la destrucción del templo, el rabino Yochanan ben Zakkai se impuso la tarea de hacer este concepto algo dominante entre los judíos. Los acontecimientos del año 70 d.C. privaron a los sacerdotes de su influencia y desacreditaron a los apocalipticistas como los de Qumrán; los líderes celotes estaban muertos o escondidos; en la dispersión el sentimiento que allí estuviese sería favorable. Por el año 90 d.C., los líderes rabínicos creyeron firmemente que debían excluir de la sinagoga a todos los que ellos consideraban herejes (los mînîm), incluyendo los hebreos cristianos. Por el año 200 obligaron a los hombres ordinarios (sin conocimiento o interés teológico) a amoldarse a ellos. Al vulgo lo llamaban los ʿam hāʾāreṣ.

La lucha debió haber sido amarga en algunas ocasiones, y algunos debieron haber preferido perder su identidad judía que amoldarse. De todas formas, el éxito les llegó en el 200, y el judaísmo rabínico, con excepción de los karaitas, fue virtualmente coextensivo con el pueblo judío. Éste duró hasta que el racionalismo moderno y el secularismo se abrieron rápidamente brechas dentro del judaísmo.

III. La teología del judaísmo. Muchos han sido los que han negado que haya habido alguna vez alguna teología en el judaísmo, pero esto es cierto sólo en un sentido limitado. Aparte de ciertos conceptos fundamentales, el judaísmo no se preocupó en trabajar sus creencias en una forma detallada y sistemática; si sus miembros se conformaban estrictamente a las reglamentaciones deducidas de estos conceptos, no se hacía ninguna pregunta en cuanto a si se les daba también aprobación intelectual. Pero estos conceptos, sin los cuales el judaísmo rabínico no tiene significado, son tan definidos y abarcadores que es tonto negarles el título de teología. En el siguiente bosquejo pasaremos por alto los elementos que tiene en común con el cristianismo. Para mayor claridad haremos una distinción entre los elementos precristianos y los que surgieron después del 70 d.C.

  1. Elementos precristianos del judaísmo.
  2. El judío. No hay evidencia de que se entendiese la enseñanza del AT sobre el «remanente», esto es, de que «no todos los que descienden de Israel son israelitas» (Ro. 9:6). Aunque los prosélitos eran bienvenidos, a menos que la presión exterior hiciera su aceptación indeseable, es claro que étnicamente el judío era considerado como teniendo una posición permanente y privilegiada.
  3. La Torah. Los cinco libros de Moisés, o la Torah (que debe traducirse Instrucción y no Ley), se consideraba como la revelación final y perfecta de Dios. Los Profetas eran nada más que un comentario de la Torah a causa de los pecados de los hombres. Aunque todo el AT tiene autoridad que no puede someterse a duda, la inspiración de la Torah siempre fue colocada en un lugar más alto que la de los Profetas y los Escritos. Muchos la consideraron como sólo una copia terrenal de algún original en el cielo, que existía antes de la creación y que fue el agente de ella, y para la cual el hombre fue creado. Estos avances eran esfuerzos deliberados por hacer de la Torah un contrapeso a la persona de Jesús.
  4. La ley oral. A la Torah escrita (tôrāh šebiḵṯāḇ) se añadió la Torah oral (tôrāh šebәʿalpe). En su origen esta fue la aplicación rabínica de la ley de Moisés y de algunas costumbres de antigüedad memorial (p. ej., el lavamiento de las manos) para la vida diaria. Antes de 70 d.C., ésta era sólo una de las interpretaciones rivales (cf. la de la secta de Qumrán), y fácilmente podemos entender por qué los rabinos afirmaban que había sido trasmitida desde Moisés, quien la promulgara en el Sinaí. Después del triunfo del rabinismo, esta tradición hizo imposible cualquier cambio mayor, aun cuando se hubiera deseado. El concepto básico era que dado que Dios había revelado su voluntad en sus leyes, era posible deducir de ellas un código legal que abarcara toda la vida. De esto se decidía que el estudio de la Torah era el Summum Bonum del hombre. El proceso era: (a) el descubrimiento de los mandamientos entregados—se afirma que hay 613: 248 positivos, 365 negativos; (b) la protección de estos mandamientos por medio de confeccionar otros nuevos que garantizaran que se guardarían—esto se conoce como «haciendo un cerco alrededor de la Torah»; (e) la aplicación de estas leyes ampliadas a todas las esferas imaginables y posibles de la vida.
  5. El Mesías. Aunque los conceptos del Mesías eran bastante variados, se concordaba en general que su obra sería sobre todo establecer el reino de Dios por medio de hacer que la ley se cumpliera perfectamente. Primero, se pensaba que él modificaría la ley, pero esta idea fue desechada gradualmente, cuando los rabinos encararon la enseñanza cristiana sobre el Cristo y la ley.
  6. La resurrección. La enseñanza de la resurrección se aceptaba. Se hacía una distinción clara entre el ʿôlām hazeh («este siglo») y el ʿôlām habāʾ («El siglo venidero»). Los días del Mesías se consideraban cortos y como una conjunción entre estas dos épocas, sin haber acuerdo en cuanto a dónde pertenecían. En todo caso, el ʿôlām habāʾ es terrenal, no celestial. Con pocas excepciones había poco temor del juicio divino, sino que se aceptaba el aforismo «todo Israel tiene parte en el mundo venidero».
  7. Desarrollos desde 70 d.C. Los primeros esfuerzos de los rabinos fueron crear un cuerpo monolítico para poder defender el judaísmo. Por un lado, sacaron a todo elemento disidente, desaprobaron la especulación gnóstica y redujeron el área de libertad personal. Por el otro, transformaron tanto ciertas áreas básicas del pensamiento judío para que la aceptación de Jesús como Mesías y Salvador fuese imposible.
  8. Uniformidad. Las amargas disputas entre la Escuela de Hillel y Shammai habían terminado y el proceso de cubrir toda la vida por las deducciones sacadas de la Torah estaba tan avanzado que ca. 200 el rabino Yehuda ha-Nazi fue capaz de codificar la ley oral y reducirla a un escrito que se conoce como el Mishnah (véase). El proceso fue continuado en la Gemara—virtualmente compilada en 500—en la que los puntos que se dejaron abiertos o que no se trataron en la Mishnah se discutían y se definían. La Mishnah junto con la Gemara forman el Talmud (véase). Pero no sólo se dejó como algo fijo la ley que controlaba la vida (la hălāḵāh). También el aspecto devocional del estudio bíblico fue forzado a ciertos moldes rígidos por la posición autoritativa que se le diera a la Midrashim con su exposición edificante (ʾaggādāh) de los diversos libros del AT.
  9. La doctrina de Dios. Al ser encarados con la doctrina cristiana de la Trinidad, los rabinos transformaron la doctrina monoteísta del AT en un monismo que excluye cualquier división en la deidad y a un transcendentalismo que hace imposible la encarnación. En forma gradual Dios llegó a ser un principio filosófico, el incognoscible.
  10. La doctrina del hombre. La caída no se tomó en serio; dañó pero no arruinó la imago Dei en el hombre. El que Dios diera la Torah fue un acto de gracia de su parte; pero habiéndola recibido, el hombre puede y debe hacer uso de ella para su propia salvación. Así, la encarnación es innecesaria.
  11. Pecado, sacrificio y mediación. Ya antes del 70 d.C. el fariseísmo tendía a considerar, a causa de su énfasis en que el individuo debía guardar la Torah, el culto como de importancia secundaria; tanto en énfasis en la letra de la ley como su exaltación por sobre el culto, hicieron que el pecado fuese subestimado. Esta tendencia vino a ser del todo dominante una vez que el templo fue destruido. El pecado vino a ser considerado como enteramente un asunto que sólo tenía que ver con las acciones, no los motivos. Por todo ello, la liturgia de la sinagoga para el día de la Expiación muestra claramente que el judaísmo jamás perdió el sentimiento de la necesidad de la gracia de Dios para el perdón del pecado. El que ya no hubiese sacrificio (véase), el decreciente sentido de pecado y el énfasis cristiano en Jesús como Mediador entre Dios y los hombres, llevó a que se negase por completo la necesidad de un mediador, con excepción de los chasidim.
  12. Méritos. Para los fariseos la expresión suprema del estudio de la ley era dar limosna. Ya en el período del NT el término «justicia» tomó el sentido técnico de limosna (ṣәḏāqāh; griego dikaiosunē), véase Mt. 6:1. Esto es equivalente a decir que la religión es primariamente un asunto de acciones, no del estado de la mente hacia Dios, y estas acciones se dirigen más hacia los hombres que hacia Dios. Se daba por sentado que estas acciones serían apropiadamente recompensadas por Dios, sea ahora o en el futuro. El amontonamiento de estas acciones creaban mérito del que nuestro hijo podía aprovechar. En forma similar, el mérito de los Padres era la fuente de gran ayuda para todas las generaciones del judaísmo.
  13. Refrenamiento del legalismo. A pesar del bosquejo recién dado, el judaísmo jamás fue puramente legalista, tal como a menudo se cree. Hay dos razones principales para esto.
  14. Motivo. Aunque la Torah consiste en mandamientos que deben ser obedecidos y Dios es justo para recompensar su observancia, los rabinos constantemente subrayaron que nuestras acciones deben tener la motivación correcta (kawwānāh) y que deben ser efectuadas a causa de ellas mismas (lišmāh), y no por la recompensa que podrían traer. De hecho, para ellos el amor de Dios era el verdadero motivo, por la gracia que él había mostrado en escoger a Israel y en darles la Torah—lo último se consideraba el acto supremo de gracia.
  15. Misticismo. Un misticismo de una variedad no-panteísta ha jugado un amplio papel en todo tiempo dentro del judaísmo. Mucho de ello se debía al esfuerzo de querer conocer a Dios más de cerca de lo que era posible por medio de la interpretación normal de la Torah. La expresión más conocida de este movimiento fue el kabalismo con el Zohar como su obra de arte. Contrario a una idea muy expandida, el kabalismo nada tiene que ver con la magia, excepto de que aquel que conoce a Dios mejor tendrá más poder sobre la naturaleza. Más importante aun fue el movimiento chasídico del siglo diecinueve, el cual se preocupó mas de un servicio más interno de Dios que en un conocimiento de él. La mayor parte del judaísmo moderno ha sido influenciado por él.
  16. Corrientes modernas del judaísmo. El que los judíos fueran confinados a ciertas calles y lugares (ghettos) especiales y el que fueran excluidos de la vida normal significa que en Europa Occidental las influencias del renacimientos y el pensamiento moderno no llegó a ellos, con pocas excepciones, hasta más o menos el tiempo de la revolución francesa, y mucho más tarde en Europa oriental y las tierras musulmanes. El choque fue demasiado grande para el judaísmo, y no pudo adaptarse. Donde ha sobrevivido como una fe viva y no simplemente como una forma de vida, ha sido al precio de darle la espalda al mundo moderno.

La masa de los judíos religiosos se han acomodado en mayor o menor proporción al mundo donde viven. El judío conservador dejó de lado aquellos mandamientos que parecía que habían perdido su significado. El judío reformado («liberal» en Inglaterra) coloca a los profetas antes que la Torah, y sólo retiene las costumbres del pasado que él puede racionalizar.

Es posible que la mayoría de los judíos sean efectivamente ateos, sea que se relacionen con la sinagoga o no. El gran sustituto de la religión judía ha sido para ellos el nacionalismo (zionismo), y esto ha influenciado aun a muchos que se piensan religiosos.

BIBLIOGRAFÍA

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H.L. Ellison

JewEnc Jewish Encyclopaedia

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (337). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología

I. Definición

El judaísmo es la religión de los judíos en contraste con la del AT. En cualquier estudio completo de esta religión sería natural comenzar con el llamamiento de Abraham, pero solamente como introducción. Debe considerarse que el judaísmo empezó con el exilio babilónico, pero para el período que cubre hasta 70 d.C. es mejor reservar el término para los elementos que son modificaciones o ampliaciones de conceptos veterotestamentarios. Frecuentemente encontramos en las obras escritas en alemán la engañosa expresión “judaísmo tardío” para la religión judía en la época de Cristo. Se deriva de la teoría de que el código sacerdotal y la historia que se registran en el hexateuco son exílicos o posexílicos, y que ellos constituyen el verdadero comienzo del judaísmo.

Pero es mejor considerar que el judaísmo comenzó a existir plenamente sólo después de la destrucción del templo en 70 d.C., y, excepto cuando tratamos fenómenos que continuaron después de dicha catástrofe, emplear el término religión intertestamentaria para el período comprendido entre Esdras y Cristo. Una razón importante para ello es que si bien el cristianismo primitivo no rechazó o ignoró todos los acontecimientos históricos en los cuatro siglos que siguieron a Esdras, dio las espaldas precisamente a ese elemento en el judaísmo, vale decir su actitud con respecto a la ley y la manera de interpretarla, que la separó del cristianismo y el AT.

El judaísmo alcanzó su pleno desarrollo alrededor del 500 d.C., e. d. aproximadamente al mismo tiempo que el cristianismo católico; y al igual que su religión hermana, ha crecido y se ha ido modificando desde entonces. Este artículo, sin embargo, raramente va más allá del 200 d.C., época en que los conceptos principales del judaismo quedaron claros por haberse completado la Misná. Para períodos posteriores debe el lector recurrir a artículos sobre el judaísmo en ERE, JewE, EJ, etc.

II. El auge del judaísmo

El judaísmo resultó inevitable por la reforma de Josías, que llegó a su punto culminante en 621 a.C. La restricción del sacrificio legítimo al templo en Jerusalén inevitablemente significó que la religión de muchos llegó a divorciarse cada vez más del santuario y el sacrificio. Esta tendencia se vio poderosamente reforzada por el exilio babilónico, en especial por cuanto la investigación moderna sugiere que el impacto del juicio divino fue demasiado aplastante para que los cultos formales sin sacrificio se hubieran desarrollado en el exilio.

El exilio fue una época de espera de la restauración; la negativa de la mayoría a retornar en 538 a.C. hizo necesaria una modificación de su religión, para que pudieran sobrevivir como judíos. No bastaba elaborar un culto sin sacrificios (esto parece haber llegado posteriormente, en su expresión oficial y formulada); se necesitaba un nuevo enfoque vital divorciado de los santuarios. Esto se encontró en la Torá o ley de Moisés, que se interpretó menos como código legal que como conjunto de principios que podía y debía aplicarse a cada aspecto de la vida, y que obligaba a todos los que deseaban ser conocidos como judíos (Torá significa más bien “instrucción” que “ley”). Esdras fue el verdadero “padre del judaísmo”, porque retornó de Babilonia a introducir y hacer cumplir, no una nueva ley, sino una nueva manera de guardar la antigua.

En los siglos siguientes vemos que se opusieron decididamente a la política de Esdras los sacerdotes más ricos y otros, quienes para la época de Antíoco Epífanes (175–163 a.C.) eran los jefes de los helenizantes. La mayor parte del pueblo común (˓am hā-’āreṣ) trató de evadir todo lo que no fuera el claro significado de la Torá. En la diáspora occidental hubo una creciente asimilación a los modos de pensar griegos, ayudada por la interpretación alegórica de la Escritura, que era corriente en esos días.

La próxima etapa en la formación del judaísmo fue la helenización de los principales sacerdotes de Jerusalén, y la posterior degeneración de los victoriosos reyes-sacerdotes asmoneos (especialmente Alejandro Janeo). Para los piadosos, el culto en el templo se convirtió en un deber más que en motivo de gozo. Aunque parecería que los hombres del pacto de Qumrán volvieron sus espaldas al templo, hasta que Dios lo purificara de sus malos sacerdotes, los *fariseos exaltaron la sinagoga como medio principal de adoración a Dios y de descubrimiento de su voluntad por medio del estudio de la Torá. Como resultado, ya en la época de Cristo, hubo cientos de sinagogas en Jerusalén solamente.

Aunque la destrucción del templo en 70 d.C. fue un golpe para los fariseos y sus admiradores, estaban preparados para ella por su frecuente profanación, de diferentes maneras, desde los tiempos de Antíoco Epífanes en adelante, y su religión centrada en la sinagoga pudo adaptarse a las nuevas condiciones muy rápidamente, en especial desde el momento en que se había destruido o reducido a la impotencia a los otros grupos religiosos. Alrededor del 90 d.C. los líderes fariseos, los rabinos, se sintieron lo suficientemente fuertes como para excluir a los que consideraban herejes (los mı̂nı̂m), incluidos los cristianos hebreos, de la sinagoga. Por el año 200 d.C., después de una denodada lucha, obligaron a los ˓am hā-’āreṣ a aceptar estas condiciones si querían ser considerados judíos. A partir de entonces, hasta la época en que el judaísmo comenzó a sentir la influencia del pensamiento moderno, los términos judío y judaísmo normativo, rabínico, ortodoxo, o tradicional, han sido esencialmente sinónimos.

Debemos notar que aunque los fariseos fueron siempre un grupo minoritario, nada debería sorprendernos acerca de su triunfo. Aun cuando a menudo eran impopulares, se consideraba que sus puntos de vista constituían la adaptación más lógica del AT a la escena posexílica, y llegaron a ser propiedad común por medio de su hábil uso de la sinagoga.

III. Las doctrinas del judaísmo

Debe resultar claro al estudioso del NT que por dura que haya sido la lucha entre Cristo y Pablo por un lado, y sus principales opositores por el otro, la zona del campo de batalla estaba estrictamente delimitada. Ambos lados aceptaban las mismas Escrituras (a diferencia de los saduceos) y superficialmente, por lo menos, las interpretaban de manera bastante similar. Desde hace bastante tiempo se ha reconocido una profunda similitud entre las enseñanzas de Cristo y las de los primitivos rabinos, y el descubrimiento de los ms(s). de Qumrán ha acelerado el reconocimiento de que la influencia del helenismo en el NT es marginal. Por lo tanto, basta decir aquí que buena parte de la doctrina del judaísmo no varía significativamente de la del AT, o de la del cristianismo conservador. Podríamos suponer, por lo tanto, que en asuntos que no se mencionan aquí no hubo diferencia esencial hasta el 500 d.C. Debemos recordar, sin embargo, que la larga lucha del judaísmo por la existencia frente al cristianismo victorioso a menudo ha producido un significativo cambio de énfasis que disminuye la aparente zona de concordancia.

a. Israel

Un elemento básico del judaísmo es la existencia y el llamado de Israel, cuya integración es fundamentalmente por nacimiento, aunque normalmente se aceptaba de buen grado al prosélito. Se concebía a este último como nacido dentro del pueblo de Dios por la circuncisión, el bautismo, y el sacrificio. No hay pruebas de una comprensión real de la doctrina veterotestamentaria del “remanente”. El aforismo “todo Israel tiene parte en el mundo por venir” se aceptaba; normalmente se veía la apostasía (término elástico) como la única barrera que impedía disfrutarlo.

Dentro de Israel todos eran hermanos. Si bien nunca se negaron las distinciones naturales de la sociedad, ante Dios la posición dependía del conocimiento de la Torá y su cumplimiento. Es por ello que en los servicios de la sinagoga las únicas condiciones para el liderazgo eran la piedad, el conocimiento, y la capacidad. Los rabinos no eran sacerdotes ni ministros, y su “ordenación” era simplemente un reconocimiento de su conocimiento de la Torá, y de su consiguiente dérecho a actuar como jueces. Se trataba simplemente de los que conocían lo suficientemente bien la Torá como para enseñarla; y el reconocimiento de varios rabinos reconocidos, o en casos excepcionales incluso el de la comunidad, bastaba para convertir a un hombre en rabino.

Se consideraba que la mujer era inferior al hombre porque se encontraba bajo la autoridad de su esposo, y no podía llevar a cabo ciertas prescripciones de la Torá. Pero fundamentalmente el judaismo siempre ha mantenido la verdad de Gn. 2.18 y la dignidad esencial de la mujer.

b. La resurrección

Aunque posteriormente, bajo la influencia del cristianismo y la filosofía griega, el judaísmo iba a aceptar a regañadientes la doctrina de la inmortalidad del alma, siempre se mantuvo lo suficientemente fiel al espíritu del AT como para considerar que la resurrección corporal era necesaria para una verdadera vida después de la muerte. 2 Ti. 1.10 no es una negación de la esperanza judaica de la resurrección, porque, a diferencia de la fe cristiana basada en la resurrección de Cristo, estaba basada en las pocas indicaciones del AT, y se forjó en la angustia espiritual común a todos los piadosos desde la época de Antíoco Epífanes.

Se hacía una clara distinción entre el ˒olām ha-zeh (“este mundo”) y el ˒ôlām ha-ba’ (“el mundo venidero”), y siempre se consideró que este último (aparte de los miembros más helenizados de la diáspora occidental), pertenecía a esta tierra. Estaban unidos por “los días del Mesías”, siempre considerados como un período limitado de tiempo.

c. La Torá

Aparentemente los fariseos ocupaban una posición intermedia entre los saduceos, que rechazaban la autoridad (aunque no necesariamente el valor) de los libros proféticos, y los del pacto de Qumrán, que les daban gran autoridad en manos de un expositor competente.

Los fariseos los consideraban comentarios divinamente inspirados de la Torá, el Pentateuco, que para ellos era la revelación final y perfecta de la voluntad de Dios. La razón principal por la que rechazaron a Cristo, y que le exigieran una señal, fue que apelaba a la autoridad que se le había confiado a él y no a la de Moisés.

Los rabinos exaltaron de tal manera el papel y el valor de la Torá que su observancia constituía a explicación y la justificación de la existencia de Israel. Fue solamente después, cuando el judaísmo se vio frente a una iglesia políticamente triunfante, que se dio a la Torá una posición cósmica y una existencia anterior a la creación del mundo, de modo que pudiera tener en el judaísmo el papel que tiene Cristo en el cristianismo. Resulta fácil comprender por qué Pablo, con su doctrina de la adición de la ley para hacer resaltar la pecaminosidad del pecado, siempre resultó odioso al judaismo ortodoxo.

En el judaísmo, sin embargo, el Pentateuco es solamente la tôrâ še-biḵeṯāḇ (la Torá escrita). Si el guardar la Torá se iba a convertir en la preocupación personal de todo judío piadoso, y si sus leyes se iban a extender para cubrir toda la vida de una persona, de modo de crear una unidad esencial dentro de Israel, tenía que haber acuerdo sobre los principios para su estudio y exégesis. Estos principios ya se habían fijado probablemente en general en la época de Esdras. Junto con algunas costumbres de antigüedad inmemorial, p. ej. el lavado de las manos, se los atribuyó a la tradición que retrocedía hasta los tiempos de Moisés en el mte. Sinaí. Estos principios, y su aplicación a la vida cotidiana, forman la tôrâ še-be˓alpeh (la Torá o ley oral). Tiene igual autoridad que la Torá escrita, porque no se puede entender esta última correctamente sin aquella.

La formación de la Torá oral fue aproximadamente como sigue. Se estudió la Torá escrita para determinar los mandamientos que contenía; se calculó que eran 613 en total: 248 positivos y 365 negativos. Se los protegió entonces con la promulgación de nuevas leyes, cuya observancia garantizaría el cumplimiento de los mandamientos básicos, lo cual se conoce como “colocar un vallado alrededor de la Torá”. Las leyes ampliadas se aplicaron por analogía a todas las esferas y posibilidades concebibles de la vida.

Si bien en un sentido nunca puede considerarse que la Torá oral está completa, porque junto con los cambios que trae aparejada la civilización siempre se presentan nuevas situaciones a las que debe aplicarse, generalmente se considera que recibió su forma definitiva en el Talmud, y en menor grado en los Midrasim (sing. Midrás), exposiciones oficiales, principalmente devocionales (˒aggāḏâ), de los libros del AT.

El *Talmud consta de dos partes. La Misná es una codificación de la Torá oral, de la que el rabí Yehuda ha-Nasi (ca. 200 d.C.) fue el principal responsable. En contraste con la mayor parte de los Midrasim, consiste en halāḵâ, e. d. las leyes que gobiernan la vida, y virtualmente un comentario del aspecto legal del Pentateuco. La Gemará es un prolijo comentario de la Misná. No sólo da precisión a puntos no aclarados, sino que también arroja considerable luz sobre todos los aspectos del judaísmo primitivo. La versión babilónica, más larga, fue virtualmente completada alrededor del 500 d.C., mientras que la forma palestina incompleta fue discontinuada aproximadamente un siglo antes. Es mucho más justo comparar el Talmud con los Padres de la iglesia que con el NT.

d. El hombre y el cumplimiento de la Torá

Sería sumamente injusto considerar al judaísmo como un simple legalismo, aunque era inevitable que este aspecto fuera preponderante. Los pasajes favoritos citados del Talmud para probar el legalismo son típicos de todo manual que pretenda hacer una aplicación casuística de la ley a la vida. La tendencia al legalismo fue atemperada por la insistencia de los rabinos en que el cumplimiento de la Torá debía ir acompañado de la intención correcta (kawwānâ), y que debía llevarse a cabo por sí misma (lišmâ) y no por la recompensa que pudiera traer aparejada. Consideraban el otorgamiento de la Torá como un acto supremo de la gracia, y el cumplimiento de la misma debería ser una respuesta de amor.

Un sistema así está destinado a hacer resaltar nuestra medida de éxito, y no de fracaso, en el cumplimiento de la Torá. Por ello se minimizó la vileza del pecado “respetable” y de la incapacidad del hombre de cumplir perfectamente la voluntad de Dios, tendencia que fue reforzada por la aparición de los sacrificios en el año 70 d.C. En el judaísmo no hay realmente nada comparable con la doctrina cristiana del pecado original. Es cierto que se concebía al hombre como nacido con una mala inclinación (yēṣer hā-rā˓), pero esto estaba equilibrado por una igualmente innata inclinación buena (yēṣer ha-ṭôḇ), que cuando se reforzaba con el estudio de la Torá adquiría mayor ascendiente. Este punto de vista tan optimista del pecado y la naturaleza humana se encuentra en todo el judaísmo.

Más seria es la pretensión implícita en cuanto a la autonomía del hombre versado en la Torá. Aunque se acepta la completa autoridad de la Torá sobre el hombre, Dios deja librado al ilustrado el descubrir cuáles pueden ser las exigencias que ella le impone. Esto llegó a un punto tal que en el Talmud (Menaḥoṯ 29b) se presenta a Moisés como incapaz de comprender la exposición del rabí Akiba, exposición en la que descubrió cosas que Moisés nunca había sospechado que estaban en sus leyes. Por otro lado, a veces se dejaron deliberadamente de lado los mandamientos directos, porque se consideró que dicho proceder era para el bien común. El ejemplo más conocido es Dt. 15.1–3: el ejemplo en Mr. 7.9–13 no se incorporó a la Misná, posiblemente debido a que se reconoció que el reproche de Cristo era justo. Hubo una invariable tendencia a disminuir la carga de cualquier obligación que aparecía como excesivamente pesada para las masas (no hay contradicción aquí con Mt. 23.4; ¡es privilegio del hombre ilustrado utilizar este conocimiento para aliviar sus cargas!). Es probable que esta actitud de seguridad y autoconfianza como reguladores y moldeadores de la revelación de la voluntad de Dios sea lo que principalmente llevó a que Cristo hiciera a los fariseos el cargo de hipocresía (véase * Hipócrita, y H. L. Ellison, “Jesus and the Pharisees”, JTVI 85, 1953). A pesar de las constantes admoniciones rabínicas sobre la humildad, con harta frecuencia se ve en la literatura judaica la nota de Jn. 7.49.

Como todo el énfasis del judaísmo estriba en el servicio de Dios por medio del cumplimiento de la Torá, y se dedicó toda su sutileza intelectual a descubrir el alcance total de los mandamientos divinos, poco ha sufrido el tipo de disputas teológicas que ha hecho estragos en el cristianismo. Siempre que el hombre aceptara la perfecta unidad y unicidad de Dios, la absoluta autoridad y el carácter definitivo de la Torá, y la elección de Israel, si cumplía las exigencias de la ley podía sustentar las teorías filosóficas y místicas que fueran de su agrado. Esto es tan cierto que se ha afirmado correctamente que la ortopraxia, más bien que la ortodoxia, es el término correcto que debemos aplicar al judaísmo. El único cisma serio que se produjo en el judaísmo entre el triunfo de la perspectiva farisaica y las tiempos modernos fue el de los caraítas (s. VIII), y el mismo giraba alrededor de los principios de interpretación de la Torá.

El desarrollo histórico del judaísmo lo protegió bastante de la influencia griega en su etapa más crítica. Como resultado ha mantenido mucho más equilibrio entre el individuo y la sociedad que lo que es evidente en buena parte de la práctica cristiana.

e. El *Mesías

Aunque aquí tenemos una amplia variedad de puntos de vista, no hay rastros en el judaísmo, hasta el año 200 d.C., de que existiera algún elemento sobrenatural en el Mesías. Se trata primeramente del gran libertador de la opresión extranjera, y posteriormente el que hace cumplir la verdadera observancia de la Torá. Los días del Mesías son el nexo con el mundo venidero, pero son de duración limitada. Para un resumen, véase J. Klausner, The Messianic Idea in Israel, 1956, parte 3.

f. La doctrina de Dios

Cualquier antología de dichos rabínicos acerca de Dios permitirá ver rápidamente que en la gran mayoría de los casos son fieles a las revelaciones veterotestamentarias. Difieren del concepto cristiano principalmente en los siguientes puntos. Como un mundo venidero en la tierra no envuelve un contacto tan cercano con lo Eterno como el concepto de un futuro en el cielo, existe menor preocupación con lo que significa la santidad absoluta de Dios. Como hay mayor énfasis en el servicio que en la comunión, excepto entre los frecuentes místicos, pocas veces surge el problema de la “reconciliación”. De todos modos, no existe el pensamiento de que Israel necesite reconciliarse con Dios. Se descarta a priori el concepto de la encarnación, ya que la distancia entre el Creador y su creación es demasiado grande.

El conflicto entre el judaísmo y la iglesia triunfante le hizo resaltar la trascendencia de Dios a tal punto que resulta prácticamente imposible una real inmanencia. La inmanencia que se promueve constantemente en la devoción judía tiene siempre un tinte semipanteístico. La unidad de Dios se definía en términos que hacían de la doctrina de la Trinidad una abominación. En forma creciente se tendió a describir a Dios por medio de negaciones, lo que hacía imposible conocerlo, excepto a través de sus obras. A pesar de ello, la base veterotestamentaria del judaísmo ha sido demasiado fuerte como para que el judío devoto se sintiera feliz por mucho tiempo ante una posición de esa naturaleza, y repetidas veces ha buscado eludirla por medio del misticismo.

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H.L.E.

Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico

Para complementar este artículo, que fue tomado de la Enciclopedia Católica de 1910, se recomienda una lectura orada de “Nostra Aetate” del Concilio Vaticano II.

Al presente el término judaísmo designa la comunión religiosa que sobrevivió la destrucción de la nación judía por los asirios y babilonios. Se dará una breve descripción del judaísmo entendido de esa forma bajo los siguientes encabezados:

Contenido

  • 1 El Judaísmo antes de la Era Cristiana
  • 2 El Judaísmo y el Cristianismo Primitivo
  • 3 El Judaísmo desde el Año 70 d.C.
  • 4 El Judaísmo y la Legislación de la Iglesia

El Judaísmo antes de la Era Cristiana

Tras el regreso de Babilonia (538 a.C), Judá era consciente de haber heredado la religión del Israel pre exílico. Fue esa religión la que llevó a los exiliados a regresar a la tierra que Yahveh prometió a sus antepasados, y que ahora estaban decididos a mantener en su pureza. Del cautiverio aprendieron que, en su justicia, Dios había castigado sus pecados mediante la entrega de ellos en poder de las naciones paganas, como los antiguos profetas habían anunciado en repetidas ocasiones; y que, en su amor por su pueblo elegido, el mismo Dios los había traído de nuevo, como Isaías (40-46) había anunciado particularmente. De allí, naturalmente, sacaron la conclusión de que, a toda costa, debían mostrarse fieles a Yahveh, a fin de evitar un castigo similar en el futuro. La misma conclusión también se les probó de modo concluyente cuando, algún tiempo después de la finalización del Templo, Esdras les lee solemnemente en voz alta la Ley. Esta lectura coloca claramente ante sus mentes la posición única de su raza entre las naciones del mundo. El Creador del cielo y de la tierra, en su misericordia hacia el hombre caído (Génesis 1-3), había hecho un pacto con su padre Abraham, en virtud del cual sería bendecida su semilla, y en su semilla todos los pueblos de la tierra (Gén. 12,18; Nehemías 9). Desde ese tiempo hasta ahora, Él los había observado con celoso cuidado. Una vez las otras naciones cayeron en la idolatría, Él las había dejado arrastrarse en medio de sus ritos impuros, pero había tratado de manera diferente a los israelitas, a los que quería para Sí, “un reino de sacerdotes y una nación santa” (Éxodo 19,6). Sus repetidas caídas en la idolatría no habían quedado impunes, sino que mantenía viva entre ellos la religión revelada que siempre representaba a Dios como el verdadero y adecuado objeto de su devoción, confianza, gratitud, de su obediencia y de servicio.

Así, todas las desgracias pasadas de su raza fueron vistas claramente como tantos castigos destinados por Dios para recordarle a su pueblo ingrato la observancia de la Ley, que les aseguraría la santidad necesaria para el desempeño intachable de su misión sacerdotal con el resto del mundo. Por lo tanto, ellos se comprometieron a una renovada fidelidad a la Ley, dejando en manos de Dios el logro del glorioso día en que toda la tierra, con Jerusalén como su centro, reconociera y adorara a Yahveh; rompieron todos los vínculos con las naciones circundantes, y formaron una comunidad totalmente consagrada al Señor, principalmente dedicada a la preservación de su fe y culto mediante un estricto cumplimiento con todas las prescripciones rituales de la Ley. Por un lado, esta actitud religiosa de los judíos de Judea garantizaba la preservación del monoteísmo entre ellos. La historia demuestra que los persas y los macedonios respetaban su libertad religiosa e incluso en cierta medida favorecían la adoración a Yahveh. Sigue siendo cierto, sin embargo, que en la época de los Macabeos, los hijos de Israel escaparon de ser completamente helenizados sólo a través de su apego a la Ley. Debido a este apego, las terribles persecuciones que sufrió entonces confirmaron en lugar de erradicar su creencia en el Dios verdadero. Por otro lado, el rigor con que se aplicó la letra de la Ley dio lugar a un “legalismo” estrecho. El cumplimiento meramente externo de las observancias rituales sustituyó gradualmente las demandas superiores de conciencia; el profeta fue sustituido por el “escriba”, el intérprete casuístico de la Ley; e Israel, en su aislamiento sagrado, miró hacia abajo al resto de la humanidad. Un espíritu estrecho similar animó a los judíos de Babilonia, ya que fue desde Babilonia que había llegado Esdras, “un escriba diestro en la Ley de Moisés”, a revivir la Ley en Jerusalén, y su existencia en medio de las poblaciones paganas hizo mucho más imperativo que se aferraran al credo y culto de Yahveh.

Al parecer las cosas iban bien con la comunidad sacerdotal de Judá, mientras duró la supremacía persa. Era política de los antiguos imperios asiáticos conceder su autonomía a cada provincia, y los judíos de Judea se aprovecharon de esto para vivir de acuerdo a las exigencias de la Ley mosaica bajo la autoridad de sus sumos sacerdotes y la guía de sus escribas. Las ordenanzas sagradas de la Ley no eran carga para ellos, y con mucho gusto incluso aumentaron su peso mediante interpretaciones adicionales de su texto. Pero esta feliz condición fue materialmente afectada bajo el gobierno de Alejandro el Grande y sus sucesores inmediatos en Siria y Egipto. De hecho, el primer contacto de los judíos de Judea con la civilización helenística pareció abrirles un ámbito más amplio para su influencia teocrática, al hacer surgir una Diáspora occidental con Alejandría y Antioquía como sus principales centros locales y Jerusalén como su metrópolis. Por mucho que los judíos que vivían entre los griegos se mezclaran con éstos para sus actividades comerciales, aprendieran la lengua griega, o incluso se familiarizaran con la filosofía helenística, permanecieron judíos hasta la médula. La Ley, según leída y explicada en las sinagogas locales, reguló cada uno de sus actos, les impidió toda contaminación con el culto idólatra, y mantuvo intactas sus tradiciones religiosas. Respecto al credo, el culto y la moral, los judíos se sentían muy superiores a sus conciudadanos paganos, y las obras de sus principales escritores de la época eran principalmente de apologistas que intentaban convencer a los paganos de esta superioridad y atraerlos al servicio del único Dios vivo. De hecho, a través de este intercambio entre el judaísmo y el helenismo en el mundo greco-romano, la religión judía se ganó la lealtad de un cierto número de hombres y mujeres gentiles, mientras que las creencias judías en sí mismas ganaron en claridad y precisión a través de los esfuerzos realizados para hacerlas aceptables para las mentes occidentales.

El contacto del monoteísmo judío con el politeísmo griego en suelo palestino trajo resultados mucho menos felices. Sumos sacerdotes mundanos y ambiciosos no sólo aceptaron allí, sino que incluso promovieron la cultura griega y el paganismo en Jerusalén mismo; y, como ya se dijo, los gobernantes griegos de la primera época de los Macabeos demostraron ser perseguidores violentos del culto a Yahveh. La cuestión principal que enfrentaban los judíos palestinos no era, por lo tanto, la expansión del judaísmo entre las naciones, sino su misma conservación entre los israelitas. No es de extrañar, entonces, que el judaísmo asumiera allí una actitud de antagonismo directo a todo lo helenístico, que la observancia mosaica fuera gradualmente aplicada con extremo rigor, y que la ley oral, o reglas de los ancianos respecto a tales observancias, apareciera a los ojos de los judíos piadosos de Judea de no menor importancia que la Ley mosaica en sí misma. No es de extrañar, también, que en oposición a la tibieza de la Ley oral revelada por la aristocracia sacerdotal —los saduceos, como se les llamaba— surgiera en Judá un partido poderoso resuelto a mantener a los judíos separados a toda costa—de ahí su nombre de fariseos—de la contaminación de los gentiles por el más escrupuloso cumplimiento, no sólo con la Ley de Moisés, sino también con las “tradiciones de los ancianos”. El primero de estos partidos estaba interesado principalmente en el mantenimiento de su condición actual en política y escéptico respecto a importantes creencias o expectativas de la época tales como la existencia de los ángeles, la resurrección de los muertos, la referencia de la ley oral a Moisés, y la redención futura de Israel. El último partido sostenía enérgicamente estas posiciones. Su ala extrema se componía de zelotes siempre dispuestos a recibir a cualquier falso Mesías que prometiera la liberación del odiado yugo extranjero; mientras que su base se preparaba seriamente mediante las “obras de la Ley” para la Edad Mesiánica descrita variamente por los antiguos profetas, los escritos apocalípticos y los Salmos apócrifos de la época, y generalmente esperada como una época de felicidad terrenal y de justicia legal en el Reino de Dios. El surgimiento de los esenios también se atribuye a este período.

El Judaísmo y el Cristianismo Primitivo

Al comienzo de nuestra era el judaísmo estaba en su aspecto externo completamente preparado para el advenimiento del Reino de Dios. Su gran centro era Jerusalén, la “Ciudad Santa”, a donde acudían en cientos de miles judíos de cada parte del mundo, deseosos de celebrar las fiestas anuales en la “Ciudad del Gran Rey”. A los ojos de todos ellos el Templo era la digna Casa del Señor, tanto por la magnificencia de su estructura y por el maravilloso nombramiento de su servicio. El sacerdocio judío no era sólo numeroso, sino también el más exacto en el ofrecimiento del sacrificio diario, semanal, mensual y otros, que era su privilegio realizar ante Yahveh. El sumo sacerdote, una persona muy sagrada, estaba a la cabeza de la jerarquía, y actuaba como árbitro final de todas las controversias religiosas. El Sanedrín de Jerusalén, o tribunal supremo del judaísmo, observaba celosamente por el cumplimiento estricto de la Ley y emitía decretos que eran obedecidos fácilmente por los judíos dispersos por todo el mundo. En Tierra Santa, y a lo largo y ancho más allá de sus fronteras, además de los Sanedrines locales había sinagogas que facilitaban las necesidades religiosas y educativas ordinarias de la población, y que estaban armados con el poder de la excomunión contra los infractores de la Ley oral y escrita. Una clase erudita, la de los escribas, no sólo leía e interpretaba el texto de la Ley en las reuniones de la sinagoga, sino que proclamaba diligentemente las “tradiciones de los ancianos”, cuya colección formaba un “muro a la Ley”, pues quien las observara estaba seguro de no transgredir de ningún modo contra la Ley misma. La consigna del judaísmo fue la justicia legal, y su consecución por la separación de los gentiles y los pecadores, por purificaciones, ayunos, limosnas, etc.; en una palabra la preocupación de todo judío piadoso dondequiera se encontrase era el cumplimiento de las normas tradicionales que aplicaban la Ley a todas y cada una de las ocupaciones de la vida y a todas las circunstancias imaginables. Evidentemente, los fariseos y los escribas que pertenecían a su partido habían generalmente obtenido la victoria. En Palestina, en particular, las personas seguían ciegamente a sus líderes, confiados en que el actual régimen de la Roma pagana pronto llegaría a su fin con la aparición del Mesías, esperado como un libertador poderoso de los fieles “hijos del reino”. Mientras tanto, correspondía a los hijos de Abraham emular la “justicia de los escribas y los fariseos” con la que asegurarían el ingreso al imperio mesiánico mundial, del cual Jerusalén sería la capital, y del que todos los miembros judíos serían superiores tanto en las cosas temporales como en las espirituales al resto del mundo, quienes entonces se unirían a la adoración del único Dios verdadero.

En realidad, los judíos estaban muy poco preparados para el cumplimiento de las promesas que el Todopoderoso le había hecho a su raza en repetidas ocasiones. Esto les fue mostrado por primera vez cuando se oyó en el desierto de Judá una voz, la de Juan, el hijo de Zacarías y el heraldo del Mesías. Convocó a todos los judíos, con muy poco éxito, a un verdadero dolor por el pecado, el cual era de hecho ajeno a su corazón, pero el único que podía, a pesar de su título de “hijos de Abraham”, adaptarlos para el Reino inminente. Esto les fue mostrado luego por Jesús, el Mesías mismo, quien al mismo comienzo de su vida pública les repitió la llamada de Juan al arrepentimiento (Marcos 1,15), y quien a lo largo de su ministerio trató de corregir los errores del judaísmo de la época sobre el reino que había venido a fundar entre los hombres. Con autoridad verdaderamente divina, ordenó a sus oyentes que, si querían entrar a ese Reino, no estuviesen satisfechos con la justicia externa de los escribas y los fariseos, sino que aspiraran a la perfección interior que sólo podría levantar la naturaleza moral de los hombres y hacerlos dignos adoradores de su Padre celestial. Declaró claramente que el Reino de Dios había llegado sobre sus contemporáneos, ya que Satanás, el enemigo de Dios y del hombre, había sido, a sus ojos, arrojado por Él y por sus discípulos escogidos (Mc. 12,20; Lucas 10,18). El reino que los judíos debían esperar era el Reino de Dios en su modesto, secreto, y por así decirlo, insignificante origen. Como todos los seres vivos, está sujeto a las leyes del crecimiento orgánico y por lo tanto su cultivo y desarrollo temprano no atrae mucha atención, pero no es así con su expansión ulterior, ya que está destinado a impregnar y transformar el mundo.

Este reino es, en efecto, rechazado por los que tuvieron la primera opción a su posesión y al parecer fueron los mejor calificados para entrar en él; pero serán admitidos todos aquellos, tanto judíos como gentiles, que acepten sinceramente la invitación del Evangelio. Este es realmente un nuevo Reino de Dios que será transferido a una nueva nación y será regido por un nuevo grupo de gobernantes, aunque no es menos cierta la continuación del Reino de Dios bajo la antigua alianza. Una vez que se organice este reino en la tierra, su Rey, el verdadero hijo y Señor de David, se marcha a un país lejano, confiando en sus representantes el ser más fieles que los dirigentes del antiguo reino. Al regreso del rey, el reino de la gracia será transformado en un reino de gloria. La duración del reino en la tierra sobrevivirá a la ruina de la Ciudad Santa y de su Templo; será coextensivo con la predicación del Evangelio a todas las naciones, y esto, cuando se logre, será el signo de la cercanía del reino de la gloria. Al describir así el Reino de Dios, Jesús trató justamente como vanas las esperanzas de sus contemporáneos judíos de convertirse en los amos del mundo en caso de un conflicto con Roma; también anuló el tejido de legalismo que sus dirigentes consideraban sería perpetuado en el Reino Mesiánico, pero que en realidad debían haber considerado como inútil o positivamente perjudicial, ahora que había llegado el tiempo de extender “la salvación fuera de los judíos” a las naciones en general; claramente, los sacrificios legales y ordenanzas ya no tenía ninguna razón de ser, ya que habían sido instituidos para impedir que Israel abandonara al Dios verdadero, y dado que el monoteísmo se encontraba firmemente establecido en Israel; claramente, también, las “tradiciones de los ancianos” no debían tolerarse por más tiempo, ya que habían paulatinamente conducido a los judíos a ignorar algunos de los preceptos más esenciales de la ley moral consagrada en el Decálogo.

Jesús no vino para destruir la Ley o los Profetas, es decir, los escritos sagrados que Él, no menos que sus contemporáneos judíos, claramente reconocían como inspirados por el Espíritu Santo; por el contrario, su misión fue garantizar su cumplimiento. De hecho, habría destruido la Ley si se hubiese aliado con los escribas y fariseos, quienes habían levantado un cerco a la Ley, que en realidad invadió el territorio sagrado de la Ley misma, pero él la cumplió al proclamar la nueva ley del amor perfecto de Dios y el hombre, con el que se completaban todos los preceptos de la Ley antigua. Una vez más, habría destruido los profetas, si como los mismos escribas y fariseos, se hubiese dibujado una imagen del reino de Dios y del Mesías de Dios únicamente por medio de las características gloriosas contenidas en los escritos proféticos; pero cumplió dibujando una imagen que evocaba tanto los esbozos gloriosos como los no gloriosos de los antiguos profetas, colocando ambos en su justo orden y perspectiva. El Reino de Dios, según descrito y fundado por Jesús, tiene un nombre histórico: es la Iglesia cristiana, que fue capaz de impregnar silenciosamente el Imperio Romano, que ha sobrevivido a la ruina del Templo judío y su culto, y que, en el curso de los siglos, ha extendido a los confines del mundo el conocimiento y la adoración del Dios de Abraham, mientras que el judaísmo se ha mantenido como la higuera estéril que Jesús condenó durante su vida mortal.

La Muerte y Resurrección de Jesucristo cumplió los antiguos tipos y profecías acerca de Él (cf. Lc. 24,26-27), y el otorgamiento visible del Espíritu Santo sobre sus discípulos reunidos el día de Pentecostés les dio la luz para lograr este cumplimiento (Hechos de los Apóstoles|Hechos]] 3,15) y el valor para proclamarlo incluso en la audiencia de las autoridades judías que pensaban que con el estigma de la Cruz habían puesto fin para siempre a las pretensiones mesiánicas del Nazareno. Desde ese momento la Iglesia que Jesús había organizado en silencio durante su vida mortal, con Pedro como cabeza y los demás Apóstoles como sus compañeros de gobierno, tomó la actitud independiente que ha mantenido desde entonces. Conscientes de su misión divina, sus líderes valientemente acusaron a los dirigentes judíos de la muerte de Jesús, y libremente “enseñaron y predicaron a Jesucristo”, haciendo caso omiso de las amenazas e interdictos de los hombres a quienes consideraban como en una loca revuelta contra Dios y su Cristo (Hechos 4). Ellos proclamaron solemnemente la necesidad de la fe en Cristo para la justificación y la salvación, y la del bautismo para formar parte de la comunidad religiosa que creció rápidamente bajo su dirección, y que reconoce al Hijo de Dios resucitado como su “Señor y Cristo” divinamente constituido, “Príncipe y Salvador”, de un modo real aunque invisible durante el actual orden de cosas. Según ellos, estos son claramente los tiempos mesiánicos como lo demuestra la realización de la profecía de Joel relativa a la efusión del Espíritu Santo sobre toda carne, para que los “primero” los judíos y luego los gentiles sean llamados a recibir la bendición divina prometida desde hace tanto tiempo en la simiente de Abraham para todas las naciones. Al igual que en esos primeros días la Iglesia naciente era judía en la apariencia externa, aún así causó que el judaísmo se sintiese amenazado en su sistema entero de vida civil y religiosa (Hch. 6,13-14). De ahí siguió una persecución severa contra los cristianos, en la que Saulo (San Pablo) tomó parte activa, y en el curso de la cual se convirtió milagrosamente.

Al momento de su conversión Pablo se encontró la Iglesia extendida por todas partes debido a la misma persecución que intentaba aniquilarla, y continuando oficialmente su diferenciación del judaísmo por la recepción en su seno de los samaritanos, que rechazaban el culto del Templo de Jerusalén, del eunuco etíope, que era de una clase de hombres que la ley del Deuteronomio claramente excluía de la comunidad judía, y especialmente de Cornelio y los incircuncisos de su familia de gentiles con quien el mismo Pedro partió el pan en oposición directa a las tradiciones jurídicas. Por consiguiente, cuando Pablo, ahora convertido en un ferviente apóstol de Cristo, afirmó abiertamente la libertad de los gentiles convertidos de la Ley tal como la entiende y ejecutan los judíos e incluso por algunos judeo-cristianos, él estaba en completo acuerdo con los dirigentes oficiales de la Iglesia en Jerusalén, y es bien sabido que los mismos líderes oficiales aprobaban positivamente su curso de acción a este respecto (Hch. 15, Gál. 2). La verdadera diferencia entre él y ellos consistía en su arrojo en la predicación de la libertad cristiana y que reivindicaba en sus Epístolas la necesidad y eficacia de la fe en Cristo para la justificación y la salvación, independientemente de las “obras de la ley”, es decir, los grandes principios reconocidos y sobre los que actuó en consecuencia antes de él esta Iglesia cristiana. El resultado de sus polémicas fue el marcado establecimiento de la relación existente entre el judaísmo y el cristianismo; en el Reino de Cristo sólo los judíos y gentiles creyentes se reclinan con Abraham, Isaac y Jacob (cf. Mateo 8,11); son coherederos de la promesa hecha al padre de todos los fieles cuando él era todavía incircunciso; la Ley y los Profetas se han cumplido en Cristo y su cuerpo, la Iglesia; el Evangelio debe ser predicado a todas las naciones, y entonces vendrá la consumación. El resultado de su celo consumidor por la salvación de las almas redimidas por la Sangre de Cristo fue la formación de comunidades religiosas unidas por la misma fe, esperanza y caridad, como las iglesias de Palestina, que compartían los mismos misterios sagrados, regidas por pastores asimismo investidos de la autoridad de Cristo, y que formaban un organismo eclesial extenso vivificado por el mismo Espíritu Santo, y claramente distinto del judaísmo. Así, la pequeña semilla de mostaza sembrada por Jesús en Judea se había convertido en un gran árbol completamente capaz de acercarse a las tormentas de la persecución y la herejía (véase Epístola a los Colosenses, ebionitas, gnosticismo).

El Judaísmo desde el Año 70 d.C.

Mientras que el cristianismo se consolidó así como el nuevo Reino de Dios, la teocracia judía, guiada por líderes incapaces de “conocer los signos de los tiempos”, se apresuraba a su total destrucción. Los romanos llegaron, y en el año 70 d.C. pusieron fin para siempre al Templo de Jerusalén, al sacerdocio, los sacrificios, y la nación, con lo que debería haberle quedado claro a los judíos que Dios había rechazado su culto nacional. De hecho, el judaísmo, despojado de éstas, sus características esenciales, pronto

“asumió un aspecto totalmente nuevo: desaparecieron todos los partidos y sectas de una generación anterior; los fariseos y saduceos dejaron de pelearse entre sí; el Templo fue sustituido por la sinagoga, los sacrificios por la oración, el sacerdote por cualquiera que pudiera leer, enseñar e interpretar tanto la Ley escrita como la oral. El Sanedrín perdió su calificación jurídica, y se convirtió en un consistorio para asesorar a las personas respecto a los deberes religiosos. El judaísmo se convirtió en una ciencia, una filosofía, y dejó de ser una institución política” (Schindler, “Dissolving Views in the History of Judaism”).

Este nuevo sistema, tratado en un principio simplemente como provisional debido a la renaciente esperanza de la restauración del estado judío, no tardó en ser aceptado como definitivo debido al aplastamiento de la rebelión de Bar-Cochba por Adriano. Entonces fue cuando el judaísmo rabínico o talmúdico afirmó plenamente su autoridad sobre los dos grandes grupos de familias judías al este y al oeste del Éufrates respectivamente. Durante varios siglos, tanto bajo el régimen de “patriarcas de Occidente” o los “Príncipes del Cautiverio”, la “Enseñanza Oral” de Mishná efectuada por el rabino Judá I, puesta por escrito finalmente en la forma de los Talmudes de Jerusalén y babilónicos, y expuesta por generaciones de maestros en las escuelas de Palestina y Babilonia, tuvo el dominio indiscutible sobre las mentes y las conciencias de los judíos.

De hecho, esta prolongada aceptación del Talmud por la raza judía, antes de que su centro se trasladase de Oriente a Occidente, impresionó tanto a esta Segunda Ley (Mishná) en el corazón de los judíos que hasta el presente el judaísmo se ha mantenido esencialmente talmúdico, tanto en su teoría como en su práctica. Es cierto que ya en el siglo VIII de nuestra era la secta de los caraítas le negó la autoridad al Talmud a favor de la supremacía de la Biblia, y que a menudo ha sido cuestionada por otras sectas judías como los judganitas, cabalistas, sabatianos, casidims (viejos y nuevos), franquistas, etc. Sin embargo, estas sectas han desaparecido y la supremacía del Talmud es generalmente reconocida. La división religiosa más importante del judaísmo en la actualidad es la de judíos “ortodoxos” y “reformados”, con muchas subdivisiones a las que se les aplican estos nombres más o menos vagamente. El judaísmo ortodoxo incluye la mayor parte de la raza judía. Reconoce claramente el poder coercitivo de la ley oral, según se fijó finalmente en el “Shulhan Aruk” por José Caro (siglo XVI). Sus creencias se establecen en los siguientes trece artículos, compilados primero por Maimónides en el siglo XI:

1. Creo con una verdadera y perfecta fe que Dios es el creador (cuyo nombre sea bendito), gobernador y hacedor de todas las criaturas, y que ha creado todas las cosas, trabaja, y trabajará por siempre.

2. Yo creo con fe perfecta que el creador (bendito sea su nombre) es uno, que no hay unidad semejante a la suya en forma alguna, y que sólo Él era, es y será nuestro Dios.

3. Creo con una fe perfecta que el creador (bendito sea su nombre) es incorpóreo, que no tiene cualidades corporales, y que nada puede compararse a él.

4. Creo con una fe perfecta que el creador (bendito sea su nombre) fue el primero, y será el último.

5. Creo con una fe perfecta que el creador (bendito sea su nombre) debe ser adorado y ninguno otro.

6. Yo creo con fe perfecta que todas las palabras de los profetas son verdaderas.

7. Yo creo con fe perfecta que las profecías de Moisés nuestro maestro (que en paz descanse) eran verdaderas, que él fue el padre y jefe de todos los profetas, tanto de los que le precedieron como los posteriores a él.

8. Yo creo con fe perfecta que la Ley, en la actualidad en nuestras manos, es la misma que fue dada a nuestro maestro Moisés (la paz sea con él).

9. Yo creo con fe perfecta que esta Ley no será cambiada, y que el Creador no nos revelará ninguna otra (bendito sea su nombre).

10. Creo con una fe perfecta que Dios (sea bendito su nombre) conoce todos los hechos de los hijos de los hombres y todos sus pensamientos, como se dice: “El que ha formado su corazón por completo, Él conoce todas sus obras”.

11. Creo con una fe perfecta que Dios (sea bendito su nombre) premia a los que guardan sus Mandamientos, y castiga a los que los transgreden.

12. Creo con una fe perfecta que el Mesías vendrá; y aunque tarda, sin embargo, todos los días espero su venida.

13. Creo con una fe perfecta que habrá una resurrección de los muertos, en el tiempo cuando le plazca al Creador (bendito sea su nombre).

Respecto a la vida futura, los judíos ortodoxos creen, como los universalistas, en la salvación definitiva de todos los hombres; y como los católicos, en el ofrecimiento de oraciones por las almas de sus amigos fallecidos. Su culto divino no admite los sacrificios; consiste en la lectura de las Escrituras y en la oración. Si bien no insisten en la asistencia a la sinagoga, se les exige a todos decir sus oraciones tres veces al día en el hogar o en cualquier lugar que estén; repiten también las bendiciones y alabanzas especiales a Dios en las comidas y en otras ocasiones. En sus devociones matinales utilizan sus filacterias y una bufanda para el rezo (talith), excepto los sábados, cuando usan el talith solamente. Las siguientes son sus principales fiestas:

• La Pascua, el 14 de Nisan, y que dura ocho días. En la noche antes de la fiesta, el primogénito de cada familia observa un ayuno en recuerdo de la bondad de Dios para la nación. Durante la fiesta se usan exclusivamente panes sin levadura; los dos primeros dos días y el último se observan como feriados estrictos. Dado que el cordero pascual ha cesado, es habitual después de la cena pascual partir y compartir como Aphikomon, o después de la comida, la mitad de una torta de pan sin levadura que se ha partido y dejado a un lado al comienzo de la cena.

• Pentecostés, o la fiesta de las Semanas, cae siete semanas después de la Pascua y al presente se guarda durante dos días solamente.

• Fiesta de las Trompetas, 1 y 2 de Tishri, de los cuales el primero se llama la fiesta de Año Nuevo. En el segundo día tocan el cuerno y oran para que Dios los traiga a Jerusalén

• Fiesta de los Tabernáculos, el 15 de Tishri, que dura nueve días, el primero y los dos últimos días se observan como días de fiesta. En el primer día llevan ramas alrededor del altar o púlpito cantando Salmos; el séptimo día sacan las copias de la Tora desde el arca hasta el altar; toda la congregación se une en la procesión siete veces alrededor del altar y cantan el Salmo 30(29). En el noveno día, repiten varis oraciones en honor de la Ley, bendicen a Dios por haberles dado a su siervo Moisés y leen la sección de las Escrituras que registra su muerte.

• Purim, el 14 y el 15 de Adar (febrero-marzo), en conmemoración de la liberación registrada en el Libro de Ester; durante la celebración se lee completo el Libro de Ester.

• Fiesta de la Dedicación, una fiesta conmemorativa de la victoria sobre Antíoco Epífanes, y dura ocho días.

• Día de la Expiación, que se celebra el 10 de Tishri, aunque los judíos no tienen ni templo ni sacerdocio. Ellos observan un ayuno estricto durante veinticuatro horas, y se esfuerzan de evidenciar de diversas maneras la sinceridad de su arrepentimiento (véase calendario judío).

El judaísmo reformado, que remonta su origen al tiempo de Mendelsohn, es sobre todo frecuente en Alemania y los Estados Unidos. Tiene opiniones muy poco estrictas sobre la inspiración de la Biblia y tuerce las creencias y prácticas judías con el fin de adaptarlas al medio ambiente. Es una especie de unitarismo, junto con algunas peculiaridades judías. Ignora la creencia de la venida de un Mesías personal, el carácter obligatorio de la circuncisión, las antiguas costumbres orientales en los servicios de la sinagoga, las leyes dietéticas que pocos judíos reformados observan por costumbre o por veneración al pasado, los segundos día de los días santos, todas las fiestas menores y días de ayuno del año (excepto Hanukha y Purim), mientras que utilizan sermones en la lengua vernácula y en algunos lugares agregan servicios dominicales a los celebrados en el día histórico del Sabbath, etc. Nominalmente, para todos, el sábado es el día de descanso, pero sólo un pequeño número incluso de los judíos ortodoxos mantienen sus establecimientos cerrados en ese día, debido a las exigencias comerciales de la vida moderna y los reglamentos que la policía normalmente ejecuta en tierras cristianas sobre el descanso dominical ordinario. Incluso los rabinos judíos reformados desaprueban los matrimonios mixtos con los no judíos, y como un hecho, el mismo nunca ha sido frecuente, excepto en los últimos tiempos en Australia. Últimamente, se ha revivido el uso del hebreo en particular en las colonias judías de Palestina, y una serie de publicaciones y revistas judías se publican en esa lengua en el Oriente y en ciertos países de Europa. El yiddish, o judeo-alemán, es mucho más frecuente, y se utiliza en las grandes ciudades de Europa y Norte América para los periódicos diarios y semanales.

Las Yeshibas, o escuelas secundarias de enseñanza talmúdica, donde el tiempo se dedicaba exclusivamente al estudio de la jurisprudencia rabínica y la ley del Talmud, se han sustituido en parte por seminarios con un plan de estudios más moderno. En 1893 se fundó en Filadelfia el Colegio Gratz, llamado así por su fundador, para la formación de maestros de religión. Las Asociaciones Hebreas para Jóvenes, iniciadas en 1874, existen ahora en casi todas las grandes ciudades de los Estados Unidos. De mayor importación sigue siendo el desarrollo de las escuelas sabatinas que generalmente se adhieren a las congregaciones judías en el mismo país.

El reciente movimiento [[sionistas|sionista] reclamó una atención momentánea. Desde 1896 el régimen para garantizar en Palestina un hogar legal para los oprimidos hebreos ha adquirido rápidamente un firme control de la raza judía. Muchos piensan que el sionismo está supuesto a realizar la antigua esperanza judía de la restauración de la restauración a Palestina. Para otros, parece ser el único medio de obviar la imposibilidad que sienten los diversos pueblos de la asimilación de su población judía y al mismo tiempo permitirle la cantidad de libertad que los judíos consideran necesaria para la preservación de su carácter individual. Otros lo consideran como la respuesta práctica a la agitación antisemita que ha prevalecido intensamente a través de la Europa occidental desde 1880, y a la falta de igualdad social que los judíos piensan que se les ha negado en repetidas ocasiones, incluso en los países en los que poseen derechos civiles y que han alcanzado altos cargos políticos y profesionales. Desde el 1897 el sionismo realiza congresos internacionales anuales, cuenta con numerosos clubes y sociedades, y desde 1898 tiene un Fideicomiso Colonial Judío.

No hay una iglesia judía como tal y cada congregación es una ley en sí misma. Debido a esto, la antigua distinción entre los judíos sefarditas y el Askenazim continúa entre los judíos. Como antaño, los sefardíes, o descendientes de los judíos españoles y portugueses, se organizan fácilmente en distintas congregaciones. Incluso ahora, se distinguen fácilmente de los Askenazim (judíos alemanes o polacos ) por sus nombres, su pronunciación más oriental del hebreo, y sus particularidades en los servicios de la sinagoga.

El Judaísmo y la Legislación de la Iglesia

Los elementos principales de la legislación de la Iglesia relativos al judaísmo han sido establecidos en relación con la historia de los judíos. Sólo queda por añadir algunas observaciones que explicarán la aparente gravedad de ciertas medidas adoptadas por Papas o concilios respecto a los judíos, o explicación para el hecho de que el odio popular hacia ellos tan a menudo derrotó los esfuerzos benéficos de los pontífices romanos respecto a ellos.

La legislación de la Iglesia contra la práctica de los judíos de tener esclavos cristianos puede ser fácilmente entendida: como miembros de Cristo los hijos de la Iglesia no deben, evidentemente, estar sometidos al poder de sus enemigos, y con ello incurrir en un peligro especial para su fe, pero más especialmente, como señaló un escritor judío:

“Hubo una buena razón para la solicitud de la Iglesia y para su deseo de evitar que los judíos mantuviesen esclavos cristianos en sus casas. El Talmud y después todos los códigos judíos prohibían a un judío retener en su casa a un esclavo incircunciso” (Abrahams, “Jewish Life in the Middle Ages”).

La obligación de usar una insignia distintiva fue, por supuesto, desagradable a los judíos. Al mismo tiempo, las autoridades eclesiásticas consideraron necesario su requerimiento para prevenir efectivamente ofensas morales entre mujeres judías y cristianas. Los decretos que prohibían a los judíos aparecer en público en Pascua se pueden justificar debido que algunos de ellos se burlaban de las procesiones cristianas en ese tiempo; aquellos contra la práctica de que los judíos bautizados retuvieran claramente costumbres judías encuentran su fácil explicación en la lista necesidad de la Iglesia de mantener la pureza de la fe en sus miembros; mientras que los que prohíbían que los judíos acosaran a los conversos al cristianismo no son menos naturalmente explicados por el deseo de acabar con un obstáculo evidente para las conversiones futuras.

Fue debido a la loable razón de proteger la moral social y asegurar el mantenimiento de la fe cristiana que se emitieron e hicieron cumplir decretos canónicos contra la libre y constante relación entre cristianos y judíos; contra, por ejemplo, bañarse, vivir, etc. con judíos. En cierta medida, asimismo, estas fueron las razones para la institución de la judería (ghetto) o confinamiento de los judíos a un barrio especial, para la prohibición de que los judíos ejerciesen la medicina u otras profesiones. La inhibición de matrimonios mixtos entre judíos y cristianos, la cual todavía está en vigor, está claramente justificada debido al obvio peligro para la fe de la parte cristiana y para el bienestar espiritual de los niños nacidos de tal alianza. Respecto a la legislación especial contra la impresión, circulación, etc. del Talmud, hubo la queja particular de que el Talmud contenía en ese tiempo ataques difamatorios contra Jesucristo y los cristianos (cf. Pick, “The Personality of Jesus in the Talmud” en el “Monist”, enero de 1910), y la razón permanente de que

“la compilación extraordinaria, con mucho de lo que es serio y noble, también contiene muchas puerilidades, preceptos inmorales y máximas anti-sociales, que los tribunales cristianos podrían muy bien haber considerado correcto recurrir a medidas estrictas para evitar que los cristianos fuesen seducidos a la adhesión a un sistema tan absurdo “(Diccionario Católico, 484).

La historia prueba, de hecho, que las autoridades eclesiásticas ejercieron a veces una presión considerable sobre los judíos para promover su conversión; pero también prueba que las mismas autoridades generalmente desaprobaron el uso de la violencia para ello. Da testimonio, en particular, de los esfuerzos incansables y enérgicos de los pontífices romanos a favor de los judíos en especial cuando, amenazados o realmente presionados por la persecución, acudían a la Santa Sede pidiendo protección. Registra las numerosas protestas de los Papas contra la violencia popular contra la raza judía, y por lo tanto dirige la atención de los estudiantes de historia a la causa real de las persecuciones contra los judíos, es decir, el odio popular contra los israelitas. Más aún, revela las principales causas de ese odio, entre las que cabe mencionar las siguientes:

• La profunda y amplia diferencia racial entre judíos y cristianos que era, además, enfatizada por las leyes rituales y dietéticas del judaísmo talmúdico;

• la antipatía religiosa mutua que llevó a las masas de judíos a considerar a los cristianos como idólatras, y a los cristianos a considerar a los judíos como los asesinos del Divino Salvador de la Humanidad, y a creer fácilmente la acusación del uso de sangre cristiana en la celebración de la Pascua judía, la profanación de la Santísima Eucaristía, etc.;

• la rivalidad comercial que hizo que los cristianos acusaran a los judíos de prácticas codiciosas, y que resintieran sus recortes de la moneda, su usura, etc.;

• las susceptibilidades patrióticas de las naciones particulares en medio de las cuales los judíos habían usualmente formado un elemento extraño, y a los respectivos intereses de los cuales su devoción no había estado nunca fuera de sospecha

En vista de estas y otras razones, más o menos locales, más o menos justificadas, uno puede fácilmente entender cómo el odio popular de los judíos ha sido tan a menudo derrotado por los esfuerzos benéficos de la Iglesia, y notablemente de su sumo pontífice, respecto a ellos.

Bibliografía: Religión Judía: NATHAN, Religion, Natural and Revealed (Nueva York, 1875); TROY, Judaism and Christianity (Boston, 1890); MENDELSSON, Civil and Criminal Jurisprudence of the Talmud (Baltimore, 1891); LEVIN, Die Reform des Judenthums (Berlin, 1895); HIRSCH, Nineteen Letters, tr. (Nueva York, 1899); FRIEDLANDER, The Jewish Religion (2da. ed., Nueva York, 1900); LAZARUS, Ethics of Judaism, tr. (Filadelfia, 1901); MORRIS JOSEPH, Judaism as Creed and Life (Nueva York, 1903); SCHREINER, Die jüngsten Urtheile über das Judenthum (Berlín, 1902); MONTEFIORE, Liberal Judaism (Nueva York, 1903); LEVY, La Famille dans l’Antiquité (París, 1905); SCHECHTER, Studies in Judaism (Nueva York, 1896); IDEM, Some Aspects of Rabbinic Theology (Nueva York, 1909).

Fuente: Gigot, Francis. “Judaism.” The Catholic Encyclopedia. Vol. 8. New York: Robert Appleton Company, 1910. 4 Jan. 2010
http://www.newadvent.org/cathen/08399a.htm

Traducido por Luz María Hernández Medina.

Fuente: Enciclopedia Católica