MARIA

la hermana de Moisés. Su cántico, Exo 15:20-21; hecha leprosa por criticar a Moisés, y sanada, Num 12:1-15; muere en Cades, Num 20:1.


Marí­a (heb. Miryâm y aram. Maryâm [1, 2], “fuerte” o “rebelión”; quizás una adaptación heb. del egip. Mryt, “la amada”; más tarde este nombre llegó a ser común y se encuentra, en su forma gr., como el nombre de varias mujeres del NT; gr. Marí­a y Mariám [3-10]). 1. Hermana de Aarón y de Moisés (Exo 15:20; Num 26:59). Vigiló el arca que contení­a al niñito Moisés, puesta a orillas del rí­o, y sugirió una ama hebrea para que lo cuidara (Exo 2:4-9). Después del cruce del Mar Rojo, Marí­a, ahora llamada profetisa, dirigió a las mujeres de Israel en un canto de alabanza a Dios por su milagrosa liberación (Exo 15:20, 21; Mic 6:4). Más tarde, con su hermano Aarón, aparece como celosa del lugar de liderazgo de Moisés. Ambos expresaron su molestia a Moisés, usando su casamiento con una mujer cusita,* probablemente Séfora,* la mujer madianita, como pretexto por su malestar. También reclamaron la igualdad con él, afirmando que Dios les habí­a hablado a ellos igual que a Moisés. Por su rebelión contra la voluntad de Dios y su instrumento, Marí­a fue castigada con lepra, pero fue sanada después que Moisés intercediera por ella (Num 12:1-16; Deu 24:9). Murió en Cades, y allí­ fue sepultada (Num 20:1). 341. Arriba, osario judí­o (receptáculo de huesos) con la inscripción (abajo): “Marí­a, la hija de Simeón”. 2. Descendiente de Judá (1Ch 4:17); no es claro si era hombre o mujer. 3. Madre de Jesús (Mat 1:18). Que ella provení­a de la descendencia de David está sugerido en Rom 1:3 (cÆ’ Act 2:30; 13:23; 2 Tit 2:8). Marí­a, como también José, su prometido, viví­a en Nazaret* (Luk 1:26; 2:39), y allí­ se le apareció el ángel Gabriel y le reveló que serí­a bendecida por sobre todas las rnujeres, porque sobre ella recaerí­a el supremo privilegio codiciado por las madres de Israel durante generaciones: serí­a la progenitora del “Hijo del Altí­simo”, “el Hijo de Dios” (Luk 1:26-35). Marí­a aceptó este honor con humildad. Parecerí­a que fue inmediatamente a una ciudad en la región montañosa de Judá para visitar a su parienta, Elisabet, que serí­a la madre de Juan el Bautista (vs 39, 40). En Luk 1:36 se llama a Elisabet “parienta” de Marí­a. “Parienta” es la traducción del gr. sunguení­s, que es un término general para “pariente”. Tres meses más tarde, poco antes del nacimiento de Juan el Bautista, Marí­a regresó a Nazaret (Luk 1:56). Su casamiento con José pudo haber ocurrido en esta época (véase Mat 1:18-25). Cuando se acercaba el tiempo para el nacimiento de Jesús, Marí­a y José tuvieron que viajar a su ciudad natal, Belén, para un “censo” (Luk 2:1-5). En el pueblo, lleno de gente, no pudieron encontrar lugar para alojarse, a no ser un establo, y allí­ nació Jesús (vs 6, 7). Cuarenta dí­as después del nacimiento, Marí­a llevó a su primogénito al templo de Jerusalén, como lo requerí­a la ley ceremonial (Luk 2:22-24; cÆ’ Lev 12:1-8; véase CBA 5:685). En ocasión se le reveló algo de sus conmovedoras experiencias futuras cuando Simeón profetizó que “una espada traspasará tu misma alma” (Lc 2:34, 35). Poco después de esto, Marí­a y José recibieron el aviso de un ángel de que debí­an huir a Egipto para proteger la vida del niño de los sanguinarios designios de Herodes (Mat 2:1-18). Luego de algún tiempo, se les informó en un sueño de la muerte del rey, regresaron y se establecieron en Nazaret de Galilea (vs 19-23). Cuando Jesús cumplió 12 años, Marí­a y José lo llevaron a Jerusalén para participar de la Pascua (Luk 2:41, 42). En esa ocasión, perdieron a Jesús. Cuando lo reprendieron después de hallarlo, les explicó sus actos con palabras que Marí­a en ese momento no pudo comprender (vs 43-51), pero “guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón”, como lo habí­a hecho en una ocasión anterior (vs 8-19). 755 Marí­a estuvo presente en una fiesta de bodas en Caná de Galilea poco después que Jesús comenzó su ministerio. Cuando surgió la necesidad de vino, apeló a Jesús, quien, como respuesta, realizó su 1er milagro público transformando el agua en vino (Joh 2:1-11). Después, ella con los discí­pulos y otros lo acompañaron a Capernaum (v 12). En Mat 12:46, Mar 3:31, 32 y Luk 8:19, 20 se menciona a la madre de Jesús sin nombrarla. También estuvo cerca cuando Jesús colgaba de la cruz, y el Señor la encomendó al cuidado de su discí­pulo Juan, que “desde aquella hora . . . la recibió en su casa” (Joh 19:25-27). Las Escrituras no dicen nada más de Marí­a, excepto que estuvo presente con otros discí­pulos de Jesús que se habí­an reunido y “perseveraban unánimes en oración y ruego” antes del dí­a de Pentecostés (Act 1:14). La tradición cuenta que Marí­a acompañó a Juan a Efeso muchos años después de la crucifixión, y murió en esa ciudad. En ningún lugar la Biblia justifica una exaltación de Marí­a como lo hace la Iglesia Católica Romana. No la llama Madre de Dios, ni se la muestra como dispensadora de gracia, sino sólo como receptora de ella junto con todos los demás. La mayorí­a de las enseñanzas católicas con respecto a Marí­a están basadas sobre conceptos paganos y leyendas apócrifas (véase CBA 5: 665, 666). 4. “La otra Marí­a” (Mat 27:61; 28:1). Se la describe “sentada delante del sepulcro” con Marí­a Magdalena inmediatamente después de que se sepultara a Cristo (27:60, 61), y acompañándola a la tumba antes del amanecer el dí­a de la resurrección (28:1). Es imposible identificar a esta Marí­a con algún grado de certeza, a menos que sea Marí­a 7; se ha sugerido también que “la otra Marí­a” podrí­a ser la misma que Marí­a 8. 5. “Madre de Jacobo el menor y de José” (Mar 15:40; cÆ’ 15:47 y 16:1, donde parece que se la nombra por separado como “Marí­a madre de José” y “Marí­a la madre de Jacobo”). Mateo también menciona a “Marí­a la madre de Jacobo y de José” (Mat 27:56). Sobre la suposición de que “la otra Marí­a” y “Marí­a la madre de Jacobo y de José” son la misma persona, se podrí­a hacer la siguiente comparación de sus actos: 1) Marí­a la madre de (Jacobo y de) José se quedó con Marí­a Magdalena cerca de la tumba después que sepultaron a Cristo (Mar 15:47), como también lo hizo “la otra Marí­a” (Mat 27:61). 2) Marí­a la madre de Jacobo (y de José) acompañó a Marí­a Magdalena al sepulcro muy temprano en la mañana de la resurrección (Mar 16:1, 2), como también lo hizo “la otra Marí­a” (Mat 28:1). 3) Marí­a la madre de Jacobo (y de José) y Marí­a Magdalena fueron informadas por un ángel que Jesús habí­a resucitado, y se les indicó que lo dijeran a los discí­pulos (Mar 16:1-7; Luk 24:1-10); “la otra Marí­a” también tuvo una experiencia idéntica a la de Marí­a Magdalena (Mat 28:1-8). 6. Magdalena. Se la describe acompañando a Jesús, con otras mujeres y sus discí­pulos, en una gira de predicación (Luk 8:1, 2). Anteriormente Jesús habí­a echado de ella 7 demonios (Luk 8:2; cÆ’ Mar 16:9). El nombre Magdalena posiblemente indica que habí­a vivido en un pueblo llamado Magdala (Mat 15:39), en la orilla occidental del Mar de Galilea, cuando Jesús expulsó los demonios de ella. El apodo se usó aparentemente para distinguirla de otras Marí­as mencionadas en los Evangelios. El único contexto adicional al viaje mencionado, en el que aparece su nombre completo, tiene relación con la crucifixión y resurrección de Jesús. Durante esos eventos se la describe con otras mujeres contemplando la escena del martirio de Cristo (Mat 27:56; Mar 15:40; Joh 19:25); luego, verificando, con otra Marí­a, dónde pusieron a Jesús (Mar 15:47); vigilando cerca de la tumba con la misma mujer (Mat 27:61); como la 1ª en llegar a la tumba antes de la salida del sol en la mañana de la resurrección (Mat 28:1; Mar 16:1, 2; Joh 20:1); como una de las primeras en informar a los discí­pulos acerca de ella (Mat 28:7, 8; Mar 16:9; Luk 24:1-10; Joh 20:18); y como la 1ª, o entre las primeras, a quienes Jesús apareció después de resucitar (Mat 28:1, 5, 6, 9; Mar 16:9; Joh 20:1, 11-17). Generalmente se la identifica con la “muJer_ pecadora” que ungió los pies de Jesús (Luk 7:37-50). Con menos frecuencia se la ha identificado con Marí­a 3, la hermana de Marta y Lázaro, de quien también se dice que ungió los pies de Jesús (Joh 11:1,2; 2:1-8). La base para esta identificación es la semejanza de las 2 narraciones de ungimiento (véase CBA 5:745-747). 7. “De Betania”. Con su hermana, Marta, viví­an “en una aldea” (Luk 10:38). Juan (Joh 11:1) la identifica como Betania,* un lugar a unos 2,5 km de Jerusalén sobre el camino a Jericó. Del relato de Juan se puede concluir que Lázaro también viví­a con ellas, Lucas registra el siguiente incidente relacionado con una visita de Jesús a su hogar: Marí­a sentada a los pies de Jesús mientras conversan; Marta, por otra parte, prepara una comida. Molesta por tener que trabajar sola, Marta regaña a Jesús por permitir que su hermana esté ociosa, 756 Jesús suavemente la defiende diciendo que ha elegido algo de un valor mucho más permanente que la mera preparación de alimentos (Luk 10:38-42). Cuando su hermano Lázaro murió, Marí­a expresó su convicción de que no habrí­a muerto si Jesús hubiera estado allí­ (Joh 11:32). Después de la resurrección de Lázaro hubo una fiesta en honor de Jesús, durante la cual Marí­a ungió sus pies (Joh 12:1-8; cÆ’ Mat 26:6; Mar 14:3). Por ello fue duramente criticada por el avaro Judas, que afirmó que el perfume de nardo que se usó para ungir a Cristo se podrí­a haber vendido por 300 denarios y dado a los pobres. “Pero dijo esto, no porque se cuidara de los pobres, sino porque era ladrón, y teniendo la bolsa, sustraí­a de lo que se echaba en ella” (Joh 12:4-6). Jesús respondió que lo habí­a ungido para el dí­a de su sepultura (v 7). Sobre la identificación de esta Marí­a con la Magdalena, que algunos hacen, véase Marí­a 6. 8. “Mujer de Cleofas”. Juan la describe (Joh 19:25) con Marí­a Magdalena y la madre de Jesús cerca de la cruz. Si era Marí­a 5, ella y Cleofas eran los padres de “Jacobo el menor y de José” que se mencionan en conexión con este hecho. 9. Madre de Juan Marcos (Act 12:12). De acuerdo con Col 4:10, era “hermana” de Bernabé. La palabra griega traducida “sobrino” serí­a mejor traducirla “primo”. En Act 12:12 se afirma que los creyentes cristianos de Jerusalén se reuní­an en su casa, donde oraban por la liberación de Pedro de la cárcel. Por cuanto no se menciona a su esposo, se llega a la conclusión de que habrí­a sido viuda. Parece que estaba bien económicamente. 10. Mujer desconocitla (Rom 16:6). Nada se sabe de ella, excepto que parece haber sido una celosa misionera cristiana en la iglesia de Roma (la evidencia textual favorece la lectura “vosotros” en vez de “nosotros”, con lo que los cristianos de Roma serí­an el grupo entre quienes ella trabajaba). Marido. Véase Esposo.

Fuente: Diccionario Bíblico Evangélico

hebreo Miryam. Nombre femenino, que puede tener varios significados, como, niña deseada, la amada, la que ama a Yahvéh, rolliza. 1. Profetisa, hija de Amram y Yokebed, hermana de Moisés y Aarón, Ex 15, 20; Nm 26, 59; 1 Cro 5, 29. Cuando moisés, a los tres meses de nacido, fue metido en una cestilla de papiro y puesto entre los juncos del rí­o Nilo, se dice que su hermana †œse apostó a lo lejos para ver lo que pasaba†, Ex 2, 4; cuando llegó la hija del faraón y descubrió la cestilla con el niño, su hermana se ofreció para buscar una nodriza entre las hebreas, y llevó a su madre, Ex 2, 7 y 8. Se cree que esta hermana de la que habla aquí­ el Exodo, es M.

Después que los israelitas pasaron milagrosamente el mar Rojo M. dirigió a las mujeres que cantaban y danzaban en alabanza a Yahvéh, Ex 15, 20-21. Posteriormente, junto con su hermano Aarón, M. murmuró contra Moisés, porque éste habí­a tomado como su mujer a una kusita. Esta murmuración contra su hermano le acarreó el castigo de Yahvéh, fue atacada por la lepra. Aarón pidió perdón a Moisés y éste intercedió ante Yahvéh para que su hermana fuera curada. Yahvéh ordenó que M. estuviera siete dí­as por fuera del campamento, al cabo de los cuales volvió sana, Nm 12, 1-16. M. murió en Cadés, donde fue sepultada, Nm 20, 1.

En el Deuteronomio, cuando se habla de la lepra y de los cuidados que se deben tener y que es necesario seguir las instrucciones de los sacerdotes, se les recuerda a los israelitas el caso de M. y el castigo divino que recibió, Dt 24, 9. El profeta Miqueas la menciona, con Moisés y Aarón, como guí­a de los israelitas tras la salida de Egipto, Mi 6, 4. 2. Hija de Méred, descendiente de Caleb, y de Bití­a, hija del faraón, 1 Cro 4, 17-18. 3. Madre de Jesús, prima de Isabel, la madre de Juan Bautista, Lc 1, 36, por donde se deduce que era del linaje de Aarón. Sobre sus padres Joaquí­n y Ana no hay ninguna referencia en el N. T., lo que se sabe de ellos está en escritos apócrifos, como el protoevangelio de Jacob o en el Pseudo-Mateo. En Mateo, Marcos y Lucas, se le menciona por su nombre de M., mientras que en Juan nada más que como la †œmadre de Jesús†, Jn 2, 1; 19, 25. M. era una doncella de Nazaret, en Galilea, desposada con José, de la estirpe de David. Al sexto mes de que Isabel hubiera concebido a Juan Bautista, el ángel Gabriel le anunció a M. que concebirí­a y darí­a a luz a Jesús, Lc 1, 26-38. Tras este anuncio, Marí­a visitó a su parienta Isabel, en la región montañosa de Judá, donde pronunció su cántico de alabanza, conocido como el Magnificat, inspirado en el cántico de Ana, 1 S 2, 1-10, que indica que M. era conocedora de las Escrituras, Lc 1, 46-55. José al ver que su esposa, entes de unirse a él, estaba encinta, pensó en repudiarla, pero el ángel del Señor se le apareció para decirle que lo engendrado por M. era obra del Espí­ritu Santo; que tendrí­a un niño al que debí­a llamar Jesús, Yehosu†™a, porque él salvarí­a a su pueblo, para que se cumpliese la profecí­a: †œVed que la Virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel†, Is 7, 14; Mt 1, 18-25.

Sobre la biografí­a de M. son pocos los datos aportados por los evangelistas. Se dice que fue a Belén con José a empadronarse, según el edicto romano, donde dio a luz a Jesús, Lc 2, 1-7. Que cumplió con Josélos ritos judí­os de la circuncisión del niño, la presentación en el Templo y la purificación, Lc 2, 21-24. Que estuvo en Egipto con José y el niño, huyendo de Herodes, que querí­a asesinar a Jesús. Tras la muerte de Herodes, M. fue con su familia a vivir en Nazaret, Mt 2, 20-23. M., José y el niño iban anualmente a Jerusalén, con motivo de la Pascua, y en una de estas subidas a la ciudad, cuando J. tení­a doce años de edad, se les perdió a sus padres y fue encontrado en el Templo discutiendo con los doctores. M. le reprochó su conducta, por lo que Jesús le respondió que debí­a ocuparse en las cosas de su Padre, con lo que M. y José quedaron perplejos, Lc 2, 41-50. Tampoco se habla que M. acompañara a su hijo en su vida pública, aunque aparece en las bodas de Caná, en el primer milagro de Jesús, cuando ella intercede ante su hijo, pues el vino se habí­a acabado, Jn 11, 1-11. Esta intervención de M. es un sí­mbolo del papel de intercesora entre Dios y los fieles. Cuando M. y los parientes de Jesús le buscan, le da a entender a su madre que su misión está por encima de la propia familia, Mc 3, 31-35; igualmente perpleja que M., dejó a la mujer que quiso elogiar a su madre como dichosa por haberlo llevado en su seno, y Jesús le respondió que dichosos eran quienes oí­an y guardaban la palabra de Dios, Lc 11, 27-28. Esas dos son las dos únicas alusiones a M. relacionadas con la vida pública de Jesús, hasta cuando vuelve a aparecer al final de la vida de su hijo, dato que sólo aparece en Juan; Jesús en la cruz, antes de expirar, vio a M. y al discí­pulo amado, Juan, y les dijo, respectivamente: †œMujer, ahí­ tienes a tu hijo†; †œAhí­ tienes a tu madre†. El discí­pulo, desde entonces, la acogió en su casa, Jn 19, 25. Tras la muerte de Jesús, M. entra a formar parte del cí­rculo de sus discí­pulos, Hch 1, 14. 4. M. de Betania, hermana de Marta y Lázaro. Era discí­pula de Jesús, a quien oí­a atentamente cuando el Señor visitó su casa. En esta oportunidad, Marta le reclamó por no ayudarla en los oficios domésticos, y Jesús le dijo que se agitaba por muchas cosas, cuando una sola era necesaria, lo espiritual, y ésa era la que habí­a escogido M., Lc 10, 38-41. M. estuvo cuando Jesús resucitó a Lázaro, Jn 11,1-44. En Jn 12, 1-8, se dice que Jesús estuvo en Betania, después de la resurrección de Lázaro, y en una cena en casa de M., ésta le ungió los pies al Maestro con perfume de nardo y se los secó con sus cabellos. En Mateo y Marcos también sehabla de una mujer que ungió a Jesús en la cabeza, que parece ser la misma M., de que se trata aquí­, Mt 26, 6-13; Mc 14, 3-9. 5. M., madre de Juan, por sobrenombre Marcos, considerado autor del Evangelio de su mismo nombre, de la Iglesia de Jerusalén. En casa de M.

se reuní­an los fieles de Jerusalén a orar; cuando Pedro fue liberado de la cárcel, habiéndolo puesto preso Herodes, fue a casa de M., Hch 12, 12. 6. M., madre de Santiago el Menor y de Joset. Presenció la crucifixión de Jesús, y es llamada también †œla otra Marí­a†, Mt 27, 55-56 y 61; Mc 15, 40 y 47; Lc 23, 55. Vio el sepulcro del Señor vací­o, en la mañana del domingo, recibió el mensaje de la resurrección del Señor y fue con las otras mujeres a avisar a los discí­pulos, Mt 28, 1; Mc 16, 1-8; Lc 24, 1-11.

Ella vio al Señor resucitado con las otras mujeres, Mt 28, 9-10. 7. M. Magdalena, posiblemente oriunda de Mágdala, en la orilla occidental del lago de Genesaret. Fue liberada por Jesús de siete demonios, y, desde entonces, con otras mujeres también sanadas por el Señor, lo acompañaba y lo auxiliaba con sus bienes, Lc 8, 2-3. Presenció la crucifixión de Jesús así­ como su entierro, Mt 27, 55-56 y 61; Mc 15, 40-41 y 47; Jn 19, 25. Estuvo con las otras mujeres el domingo de mañana, y vio el sepulcro vací­o, y, tras recibir el mensaje de la resurrección de Jesús, corrió a avisar a los discí­pulos, Mt 28, 1-8; Mc 16, 1-8; 24, 9-11; Jn 20, 1-10. Fue la primera persona a quien Cristo resucitado se apareció, Mc 16, 9; Jn 20, 11-18. 8. Cristiana de la Iglesia de Roma, a la que Pablo manda saludar en su carta a esta comunidad, Rm 16, 6.

Diccionario Bí­blico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003

Fuente: Diccionario Bíblico Digital

(gr., Maria, Mariam, del heb., miryam).
1. Marí­a de Roma. Una ardua trabajadora en la iglesia (Rom 16:6).
2. La madre de Juan Marcos que viví­a en Jerusalén y tení­a una casa donde los creyentes se reuní­an para orar (Act 12:1-16). Puede ser que ella haya sido una mujer de dinero ya que tení­a una criada, una joven llamada Rode (Act 12:13).

Algunos eruditos piensan que el aposento alto donde Jesús celebró la cena del Señor estaba en su casa, pero no hay ninguna prueba de esto.
3. Marí­a de Betania, la hermana de Lázaro y Marta (Joh 11:1). Jesús la alabó por estar más interesada en escucharlo a él que en proveer una cena abundante (Luk 10:42). Ella se unió a su hermana al decir a Jesus después de la muerte de Lázaro: Señor, si hubieses estado aquí­, mi hermano no habrí­a muerto (Joh 11:21). Luego, una semana antes de la última Pascua, cuando Jesús fue huésped en la casa de Simón el leproso (Mar 14:3), ella demostró su devoción a Jesús al ungir su cabeza y sus pies con un alabastro de gran precio y al secar sus pies con su cabello (Joh 12:3). Ese acto de ella siempre será recordado (Mat 26:6-13; Mar 14:3-9), una expresión de amor y una preparación para su muerte inminente (Joh 12:7-8).
4. Marí­a la madre de Jacobo y de José. Hay razones para pensar que ella (Mat 27:56), la otra Marí­a (Mat 27:61), y Marí­a la esposa de Cleofas (Joh 19:25) eran la misma persona. Ella estuvo cerca de la cruz cuando Jesús murió (Mat 27:56; Mar 15:40). Fue testigo de la sepultura de su Señor (Mar 15:47), vino a la tumba a ungir su cuerpo (Mar 16:1) y huyó cuando el ángel dijo que Jesús no estaba en la tumba (Mar 16:8). La madre de Jacobo y de José era también la esposa de Cleofas (Mat 28:1; Mar 16:1; Luk 24:10). Que Cleofas (Luk 24:18) y Alfeo (Mat 10:3) hayan sido la misma persona no ha sido probado.

5. Marí­a Magdalena. Su nombre probablemente indica que provení­a de Magdala, en la costa sudoeste del mar de Galilea. Después que Jesús echó siete demonios de ella (Mar 16:9; Luk 8:2), se convirtió en una de sus seguidoras más dedicadas. Siguió el cadáver de Jesús a la tumba (Mat 27:61) y fue la primera que supo de la resurrección (Mat 28:1-8; Mar 16:9; Luk 24:1, Luk 24:10).

6. La hija de Amram y Jocabed y la hermana de Moisés y Aarón (Exo 15:20; Num 26:59; 1Ch 6:3; Mic 6:4). Fue muy sabia cuando cuidaba a su pequeño hermanito Moisés y cuando la princesa egipcia lo descubrió en el Nilo (Exo 2:4, Exo 2:7-8). Después de cruzar el mar Rojo, ella estuvo al frente de las mujeres israelitas mientras danzaban y daban acompañamiento instrumental al cántico de alabanza y victoria que ella cantó (Exo 15:20-21). Marí­a y Aarón criticaron a Moisés por su matrimonio con una mujer cusita; por razón de esta crí­tica, Marí­a fue castigada por Jehovah con lepra (Num 12:1, Num 12:9; Deu 24:9), pero por la protesta de Aarón y la oración de Moisés (Num 12:11, Num 12:13) ella fue restaurada después de un perí­odo de siete dí­as, durante los cuales estuvo aislada del campamento y la marcha fue demorada. Marí­a murió en Cades y fue sepultada allí­ (Num 20:1).

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

(excelsa, muy favorecida, predilecta de Dios, altamente favorecida).

Hay muchas “Marí­as” en la Biblia, y a cada una se suele distinguir por algún rasgo especí­fico.

1- La Santí­sima Virgen Marí­a: La llamamos “Virgen”, porque es a la única persona que la Biblia llama “Virgen”, ¡y 4 veces!: (Luc 1:27, Mat 1:23, Isa 7:14). La llamamos “Santí­sima”, porque la Biblia dice que es “la más bendita, la más santa de todas las mujeres”, Lc.

42. Es la Madre de Jesucristo. Ver “Madre de Dios”, “Virgen Marí­a”, “Madre de los cristianos”,”Hermanos de Jesús”, “Hasta que” Ver también: “Inmaculada”, “Asunción”, “Primogénito”, “Fátima”, “Lourdes”, “Garabandal”, “Ave Marí­a”, “Rosario”, “Angelus”, “Magnificat”, “Caná”, “Corredentor”, “Salve”, “Knock”. Ver Virgen: 2- Marí­a Magdalena: Ver “Magdalena”.

3- Marí­a la de Cleofás.

– Esposa de Cleofás, Jua 19:25.

– Hermana de la Virgen Marí­a, Jua 19:25.

– Madre de Santiago, José y Judas, Mar 15:40, Mat 27:56, Luc 24:10, Jud 1:1. – Presenció la crucifixión y visitó la tumba el Domingo de Resurrección, Mat 27:56, Mat 28:1.

4- Marí­a de Betania, la hermana de Lázaro y Marta: Viví­a en Betania: (Jua 11:1); Jesús la elogió, por quedarse con la “mejor parte”: (Luc 10:42); ungió los pies de Jesús: ( Jn. i 2: 3).

5- Marí­a la de Juan Marcos: Madre de San Marcos, y hermana de Bernabé: (Col 4:10); viví­a en Jerusalén, y su casa era lugar de reunión de los cristianos, Hec 12:12.

6- Cristiana de Roma, saludada por San Pablo, Rom 16:6.

7- La hermana de Moisés y Aarón: Salvó a Moisés de nino: (Exo 2:4, Exo 2:7); profetisa: (Exo 15:20); criticó a Moisés por su casamiento, por lo que cogió lepra,: (Num.12). Enterrada en Cades: (Num.20).

8- La Judaita, hija de Esdras, 1Cr 4:17.

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

http://biblia.com/diccionario/

Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

Nombre de personas del AT y el NT.

1. Hermana de Moisés. Hija de Amram y Jocabed. La tradición judí­a dice que ella fue la hermana de Moisés que cuidaba de éste cuando lo pusieron en una arquilla en el Nilo y luego aconsejó a la hija de Faraón para buscarle nodriza al niño (Exo 2:2-8). Es llamada †œprofetisa†. Después del cruce del mar Rojo, M. dirigió a las mujeres de Israel en una celebración con música y danzas (Exo 15:20-21). Pero Aarón y M. †œhablaron contra Moisés a causa de la mujer cusita que habí­a tomado† (Num 12:1). Se llamaban †œcusitas† a personas de origen africano, de color negro, particularmente de Etiopí­a. Parece ser que el verdadero problema era de carácter racial, pero Aarón y M. no hicieron esa crí­tica, sino que negaron que Moisés tuviera exclusividad en la revelación divina (†œ¿Solamente por Moisés ha hablado Jehová? ¿No ha hablado también por nosotros?† [Num 12:2]).

Dios se enojó con ellos por eso. Pero el castigo vino sobre M., quien al parecer fue la lí­der de la rebelión y quedó †œleprosa como la nieve†. Por la intercesión de Moisés, Dios la sanó (Num 12:3-16), pero tuvo que permanecer fuera del campamento por siete dí­as. Esto se recuerda en Deu 24:9 (†œAcuérdate de lo que hizo Jehová tu Dios a Marí­a en el campo, después que salisteis de Egipto†). M. murió en †¢Cades †œy allí­ fue sepultada† (Num 20:1). En el profeta †¢Miqueas se pone a M. junto con Moisés y Aarón como los que sacaron a Israel de Egipto (†œPorque yo te hice subir de la tierra de Egipto … y envié delante de ti a Moisés, a Aarón y a Marí­a† [Miq 6:4]). †¢Josefo dice que M. era esposa de †¢Hur y madre de †¢Bezaleel, quien fue especialmente útil en los trabajos del †¢tabernáculo (Exo 31:1-3).

2. Hija de Esdras, en la descendencia de †¢Caleb (1Cr 4:17).

. Discí­pula del Señor. Junto con sus hermanos †¢Marta y †¢Lázaro, viví­a en †¢Betania. Recibieron al Señor Jesús en su casa, que se convirtió en un lugar muy amado por él (†œY amaba Jesús a Marta, a su hermana y a Lázaro† [Jua 11:5]). Mientras Marta se ocupaba demasiado en los trabajos de la casa, M. †œsentándose a los pies de Jesús, oí­a su palabra†. Esto molestó a su hermana, que se quejó ante el Señor. La respuesta de Cristo alabó a M. quien †œhabí­a escogido la buena parte, la cual no le serí­a quitada† (Luc 10:38-42). Al morir Lázaro, M. estaba llorando cuando fue llamada por Marta, †œdiciéndole en secreto: El Maestro está aquí­ y te llama†. Levantándose, fue a encontrar a Cristo, a quien dijo: †œSeñor, si hubieses estado aquí­, no habrí­a muerto mi hermano†. El Señor se conmovió †œal verla llorando†, fue a la tumba y resucitó a Lázaro (Jua 11:1-44).

Dí­as después, el Señor vino a Betania †œy le hicieron allí­ una cena†, en casa de †¢Simón el leproso. M. vino, †œtomó una libra de perfume de nardo puro … y ungió los pies de Jesús, y los enjugó con sus cabellos†. De nuevo el Señor alabó a M., diciendo esta vez que †œdondequiera que se predique este evangelio … también se contará lo que ésta ha hecho† (Mat 26:6-13; Mar 14:3-9; Jua 12:1-8).

4. Madre de Juan Marcos (†œ… la madre de Juan, el que tení­a por sobrenombre Marcos† [Hch 12:12]). Probablemente era hermana de †¢Bernabé, porque en Col 4:10 se lee: †œ… Marcos el sobrino de Bernabé…† En su casa la iglesia estaba orando cuando Pedro se hallaba en la cárcel (Hch 12:12). Es de notar que tanto M. como Bernabé pusieron sus bienes al servicio de Dios. Este último vendiéndolos y poniéndolos †œa los pies de los apóstoles† (Hch 4:37). Y M. ofreciendo su casa para las reuniones de la iglesia.

. La mujer de Cleofas. †œJunto a la cruz de Jesús† estaban †œsu madre, y la hermana de su madre, M. mujer de Cleofas, y Marí­a Magdalena† (Jua 19:25). Mateo dice: †œMaria Magalena, M. la madre de Jacobo y de José, y la madre de los hijos de Zebedeo† (Mat 27:56). En Mar 15:40 se lee: †œMarí­a Magdalena, Marí­a la madre de Jacobo el menor…†. Comparando estos pasajes se ha llegado a la conclusión de que la esposa de Cleofas era hermana de M. la madre de Jesús y, por tanto, tí­a del Señor. Contra esta opinión se aduce que es muy improbable que dos hermanas tuvieran el mismo nombre. Sin embargo, algunos eruditos señalan que el nombre era muy usado por las israelitas, en honor de M. la profetisa hermana de Moisés, llamándose algunas Miriam y otras M.

. Mujer de †¢Magdala a la cual el Señor Jesús sanó de siete demonios que tení­a (Mar 16:9). Se convirtió en una fiel discí­pula del Señor, y le seguí­a por todas partes. Era una de las que †œle serví­an de sus bienes†, es decir, que ayudaban a su sostenimiento (Luc 8:2-3). Su lealtad al Señor fue permanente. Estuvo al pie de la cruz, junto a la madre de Jesús y otras mujeres (Mar 15:40). Lucas dice: †œ… las mujeres que le habí­an seguido desde Galilea, estaban lejos mirando estas cosas† (Luc 23:49). Ella vio cuando †¢José de Arimatea enterró el cuerpo del Señor (Mat 27:61; Mar 15:47; Luc 23:55). Fue de las que prepararon †œespecias aromáticas† y las trajeron al sepulcro (Luc 24:1). Fue la primera persona que vio al Señor después de la resurrección (†œ… apareció primeramente a M. Magdalena† [Mar 16:9]). Se habí­a puesto a llorar junto al sepulcro, cuando †œdos ángeles con vestiduras blancas† le preguntaron la razón de sus lágrimas. Contestó: †œPorque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde le han puesto†. Entonces se volvió y vio a Jesús, pero sin reconocerle. A éste, †œpensando que era el hortelano, le dijo: Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo lo llevar醝. Entonces el Señor se dio a conocer y le envió a dar la noticia a los demás discí­pulos (Jua 20:11-16).

Popularmente se asocia a M. Magdalena con la mujer †œque era pecadora† y ungió los pies del Señor en casa de un fariseo (Luc 7:36-50), pero no existen evidencias bí­blicas de esto.

7. Mujer creyente a quien el apóstol Pablo saluda en su epí­stola a los Romanos (Rom 16:6).

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

Marí­a resume en sí­, de forma ejemplar, el misterio del pueblo, el de la Iglesia y cada uno de los cristianos que, a su vez, reviven la actitud de Marí­a. Las coordinadas dentro de las cuales tenemos que considerar la vida, la función y los privilegios de la Virgen Inmaculada son tres: — en primer lugar, su inserción en el proyecto del amor de Dios; — después, la ejemplar realización en ella del misterio de la Iglesia; — finalmente, su misión de esperanza para todo hombre pecador. Los privilegios de la Virgen Marí­a son ciertamente un don singularí­simo que a ella sola atañen, pero son también un espejo en el que la Iglesia encuentra realizados, de manera sublime, los valores fundamentales de toda vida cristiana. San Ambrosio sintió de manera muy fuerte la continuidad entre Marí­a y la Iglesia, entre ella y el alma cristiana. En el comentario al evangelio de Lucas escribe: Secundum carnem una mater est Christi, secundum fidem tamen omnium fructus est Christus, esto es, según la carne, una sola es la madre de Cristo, pero según la fe todos engendran a Cristo. Estos grandes valores cristianos aparecen ante nosotros en toda su plenitud cuando celebramos la solemnidad de la Inmaculada Concepción. Y si nos preguntamos cuál es, en nuestra his toria personal, el valor cristiano que más responde a lo que es para Marí­a su concepción inmaculada, nos daremos cuenta en seguida de que es el bautismo. La plena victoria sobre el pecado, la pertenencia a Dios que ha distinguido toda la existencia de Marí­a, el abrazo amoroso del Padre, se realiza para nosotros, que nacemos pecadores, mediante el bautismo.

Carlo Marí­a Martini, Diccionario Espiritual, PPC, Madrid, 1997

Fuente: Diccionario Espiritual

SUMARIO: I. Marí­a y la Trinidad en la Iglesia: 1. Los datos del N.T.; 2. La sistematización teológica desde los primeros siglos hasta el Concilio Vaticano II; 3. El Concilio Vaticano II y las lí­neas actuales.-II. Aproximación sistemática a una Mariologí­a trinitatia: 1. Marí­a y la acción creadora de Dios Padre: paternidad-maternidad ; 2. Marí­a y la acción redentora de Dios Hijo: la maternidad transformada ; 3. Marí­a y la acción animadora de Dios Espí­ritu Santo: la maternidad comunitaria .-III. Conclusión: El Dios de la historia y Marí­a.

I. Marí­a y la Trinidad en la Iglesia
1. LOS DATOS DEL NUEVO TESTAMENTO. El convencimiento de que no podemos ir al NT a buscar relaciones explí­citas entre Marí­a y la Trinidad, estrictamente hablando, nos lleva a planteamientos más modestos y en el marco de este trabajo a una necesaria sí­ntesis.

El evangelio de Marcos no ofrece elementos que relacionen explí­citamente a Marí­a con las personas de la Trinidad. Marí­a sólo aparece nombrada en una perí­copa como madre de Jesús (Mc 3, 31-35) y en un contexto de vocación al discipulado. Tampoco en el corpus paulino encontramos mucho más. El texto de Gál 4,4-5 sitúa al Hijo de Dios en las coordenadas de la historia humana, la Encarnación, de forma que podamos situar también nosotros nuestra filiación. Nada se explicita acerca de la relación de Marí­a con Dios Padre. Sobre su relación con el Hijo se afirma que es su madre histórica. La persona del Espí­ritu no aparece en el texto. En Mt y Lc hay más datos pero tampoco podemos afirmar de ellos relaciones mariológico trinitarias estrictamente hablando. Mt sitúa la maternidad virginal de Marí­a bajo la fuerza del Espí­ritu (Mt 1,18) y Lc es aún más explí­cito situando el surgimiento histórico del Hijo bajo la acción del Espí­ritu. Aunque es cierto que no se puede deducir de los textos lo que ha desarrollado la dogmática posteriormente, también lo es que los elementos necesarios y fundamentales para dicho desarrollo aparecen aquí­. La figura de Dios está estrechamente vinculada a su presencia mediada por el ángel. Dios Padre es aquel que dialoga con Marí­a y la llama a colaborar con El en el plan salvador. Dios aquí­ es Padre porque se revela a través del ángel como el que enví­a al que será llamado Hijo del Altí­simo ( ..) Hijo de Dios (Lc 1,32.36). El Espí­ritu es aquel cuya acción se muestra en la historia como Creación Nueva en la Encarnación del Hijo de Dios. Es la fuerza del Altí­simo (Lc 1,35) que viene a Marí­a. Algo semejante de lo que observamos en estos evangelios, se deduce de una atenta lectura exegética de los textos joánicos en que aparece Marí­a. Algún autor asegura haber descubierto una estructura trinitaria en los tres pasajes (Jn 1,13; 2, 1-11; 19,25-27). Este mismo autor afirma que aunque es legí­timo y necesario acudir a los datos de la Escritura, la aportación bí­blica será distinta de la aportación de la tradición patrí­stica y dogmática. No podemos negarla, aunque tampoco hay que ver en ella lo que después quedó conceptualizado. En el cuarto evangelio el Espí­ritu Santo aparece ligado a Marí­a sobre todo a nivel simbólico como se advierte comparando la función que tiene el Espí­ritu en este evangelio y la que tiene Marí­a. En Hechos 1,14 la relación entre Marí­a y el Espí­ritu Santo es más explí­cita que en ningún otro texto y aparece vinculada a la creación y a la memoria de Jesús en la comunidad primera.

En una visión conjunta y de sí­ntesis podemos afirmar que Marí­a, en su cualidad de mujer israelita, está globalmente situada en una tradición religiosa-monoteí­sta en la que Dios, YHWH, no es aún el Padre de la Trinidad cristiana. Creemos que en su fe hay una evolución de esta imagen de Dios a partir de la vida, mensaje y pascua de Jesús que presenta y testimonia al Padre. Por tanto la relación entre Marí­a y el Padre tiene que ver con su propia experiencia de fe. En un sentido más estricto se puede afirmar algo semejante con.respecto al Hijo. Marí­a, según aparece en los evangelios, realiza un itinerario de fe que pasa por el discipulado de Jesús y por la experiencia de la Pascua. Las relaciones entre Marí­a y Jesús y el Cristo hay que entenderlas a la luz de este itinerario. Y con respecto a su relación con el Espí­ritu Santo, Marí­a aparece en el Nuevo Testamento como aquella que le trasparenta, aquella a través de la que el mismo Espí­ritu es efectivo en la obra de la Nueva Creación, como Encarnación y Pascua (muerte, resurrección, pentecostés).

2. LA SISTEMATIZACIí“N TEOLí“GICA DE LOS PRIMEROS SIGLOS. La relación entre Marí­a y la Trinidad es un tema clásico y precoz que surge a partir del planteamiento de la identidad de Jesús y por tanto de la maternidad divina de Marí­a. Las primeras sistematizaciones las encontramos en los Concilios de Nicea (325), el Concilio de Constantinopla (381), recogido en el credo niceno constantinopolitano y de forma dogmática precisa en el Concilio de Efeso (431). En sí­ntesis la tradición de estas primeras formulaciones viene a decir que Marí­a es la Theotokos de forma que por primera vez ella queda introducida en el misterio trinitario. A la par se observa que algunos autores de estos primeros siglos relacionan estrechamente la maternidad humana de Marí­a con la paternidad divina de Jesús. Marí­a aparece asimismo como aquella elegida por el Padre para ser la madre de su Hijo. Y poco después y en algunos casos contemporáneamente, Marí­a aparece relacionada con el Espí­ritu como el que posibilita la encarnación del Hijo de Dios en su seno , interpretando los datos de Lc 1-2 a esta luz. La acción santificadora de Marí­a se atribuye a Dios Padre.

Es sólo en la Edad Media cuando todo esto que se gestaba desde los primeros tiempos comienza a tener manifestaciones más claras y precisas tanto en la liturgia y devoción popular como en las formulaciones teológicas. Por entonces comienza a circular una frase que relaciona a Marí­a con la Trinidad: Hija del Padre, Madre del Hijo, Sagrario del Espí­ritu Santo, que convive con otra frase de la época patrí­stica en que Marí­a aparece no en relación filial con el Padre, sino en relación esponsal, fórmula que es sustituí­da en los tiempos modernos por aquella otra en que la esponsalidad se traslada a la relación con el Espí­ritu Santo.

En los siglos XVII y XVIII se resalta la integración de Marí­a en el Misterio Trinitario en la obra de algunos autores. Así­ Bérulle desarrolla las relaciones entre Dios Padre y Marí­a a la que confí­a a su Hijo y a la que prepara para tan grande tarea el Espí­ritu Santo. Y san Juan Eudes trata la semejanza entre Marí­a y el Espí­ritu Santo en el orden del amor, del ví­nculo que une al Padre y al Hijo, en cuanto fuente de vida, de gracia y santidad. En relación con el Padre en este momento se acentúan sobre todo las caracterí­sticas de hija, que se refiere a la gracia única que adornaba a Marí­a y a su obediencia de fe acogiendo el proyecto de Dios y la caracterí­stica de esposa poniendo de relieve la asociación de Marí­a con el Padre en la maternidad del Hijo.

3. EL CONCILIO VATICANO II Y LAS LíNEAS ACTUALES. El c. VIII de la LG no tiene una perspectiva trinitaria, estrictamente hablando, porque pretende sobre todo presentar a Marí­a en el misterio de Cristo y de la Iglesia, pero ello no impide que haya formulaciones y párrafos de sobria elaboración trinitaria al tratar de Marí­a’. Recoge aspectos de la tradición clásica acentuando en Marí­a su carácter de redimida, su actitud de fe y extendiendo a la Iglesia las relaciones con las Personas de la Trinidad, como por ejemplo la del Espí­ritu Santo. La Iglesia, imita a Marí­a en su maternidad de forma que cumpliendo fielmente la voluntad del Padre, se hace también madre mediante la Palabra de Dios aceptada con fidelidad, pues por la predicación y el bautismo engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por obra del Espí­ritu Santo y nacidos de Dios”. Con respecto a la relación con el Hijo, además de la maternidad la LG destaca la relación de seguidora del Hijo con el que Marí­a se une hasta su muerte en la cruz.

Tras el Vaticano II ha sido la Marialis Cultus de Pablo VI la que ha formulado con mayor énfasis la relación de Marí­a con el Padre en un marco trinitario situando el culto a Marí­a en un marco explí­citamente trinitario.

Pero en los desarrollos teológicos posconciliares las relaciones que han dado lugar a mayor número de trabajos y a una mayor creatividad han sido las de Marí­a y el Espí­ritu Santo, entre las que destaca los planteamientos de L. Boff. Junto a esta lí­nea, es relevante la de X. Pikaza, tal vez menos conocida pero de planteamientos más rigurosos y creativos no ya solamente en las relaciones Marí­a-Espí­ritu Santo, sino en lo relativo a la situación de Marí­a en el misterio de la Trinidad. Veremos ambas en sí­ntesis.

Los planteamientos de L. Boff tienen como plano de fondo la problemática planteada por el feminismo, de implicaciones trinitarias latentes. Están implí­citos problemas como el de la imagen de Dios, el lenguaje con que lo nombramos, el uso que se ha hecho de los datos antropológicos del Hijo y, sobre todo, el olvido de la dimensión pneumatológica de la que se quiere extraer la dimensión femenina de Dios y la invisibilidad de lo femenino en planteamientos teológicos en estos siglos de Iglesia. Y es desde aquí­ desde donde se plantean las relaciones entre Marí­a y Dios como Espí­ritu Santo, su rostro femenino o más exactamente, su rostro materno. Boff propone adoptar lo femenino como núcleo a partir del que hacer justicia a las verdades de fe marianas y para ello utiliza los datos de las ciencias humanas y analiza lo femenino pasando luego a Marí­a desde la historia, la teologí­a y la mitologí­a. Desde el punto de vista teológico lo más audaz es su hipótesis de que Marí­a, mujer, es una hipóstasis del Espí­ritu Santo de forma que así­ queda equilibrado el camino de ida y vuelta de Dios al ser humano al que creó a su imagen y semejanza como macho y hembra (Gén 1,27). Valorando lo que ha supuesto este trabajo de L. Boff en lo que se refiere a la apertura de una discusión que ha permitido la toma de conciencia del olvido de la realidad de la mujer en el discurso teológico y en concreto mariológico, asumo la crí­tica que hace X. Pikaza a este planteamiento de la que destaco el peligro que para las mujeres, y para la figura de Marí­a supone la perspectiva sexual en orden a la elaboración de un discurso teológico-trinitario en que el sexo femenino acabarí­a perdiéndose al relacionarse directamente con la tercera persona de la Trinidad que es una forma diferente de ser persona Dios. Esto pondrí­a en peligro asimismo la individualidad histórica y concreta de Marí­a.

El planteamiento de X. Pikaza en el tema que nos ocupa abarca a mi juicio tres aspectos: primero el tratamiento de la realidad antropológica de Marí­a que él llama la primera persona de la humanidad y que sitúa a Marí­a en la historia como la primera persona acabada de la misma ya que estrictamente hablando Jesús es el Hijo de Dios, la segunda persona de la Trinidad. Con este planteamiento, X. Pikaza ha superado en cierto modo (si bien no queda resuelto) el planteamiento de la dualidad sexual en la relación Dios-ser humano. Marí­a no serí­a la mujer que expresa lo femenino de la realidad divina como si en Dios existiera la dualidad sexual. Marí­a serí­a persona mujer y en cuanto persona se relaciona con Dios y le expresa. El segundo aspecto serí­a la inserción de la mariologí­a en el discurso teológico trinitario en el que encontrarí­a aquella su sentido último”. Desde aquí­ el desarrollo de los temas viene planteado desde los datos bí­blicos, las lí­neas fundamentales de interpretación eclesial y la propia reflexión sistemática en la que cobra relieve la perspectiva trinitaria del encuentro personal que resume su postura. De esta forma Marí­a inserta a Marí­a en el centro del misterio cristiano y ofrece posibilidades teológicas, pastorales y prácticas de mucha transcendencia. Y el tercer aspecto se refiere a su tratamiento de la relación entre el Espí­ritu Santo y Marí­a. Esta, dice, transparenta al Espí­ritu Santo de forma que quien quiera saber sobre el Espí­ritu de Dios sólo tiene que mirar a Marí­a. Ella refleja y reproduce caracterí­sticas propias del Espí­ritu Santo tales como el signo de la vida interior y la acogida o intimidad; la fuerza creadora de vida y la fecundidad o creatividad y la comunión, convocación fraterna y mediación o encuentro. De este modo, Marí­a aparece en especial relación con el Espí­ritu de Dios sin por eso convertirla en una diosa, ni dejar de ser criatura humana de nuestra historia con las consecuencias que ello puede acarrear a las mujeres concretas. Para X. Pikaza Marí­a no es modelo sólo para las mujeres, sino que como primera criatura de nuestra historia es humanidad nueva para todos, mujeres y varones.

Otros autores que representan una creatividad teológica con planteamientos importantes que destacar son Manteau-Bonamy, Mühlen, Von Balthasar, De Fiores, el NDMAR y otros que abrieron caminos en los años conciliares y posconciliares. No entro en ellos S porque considero que están asumidos básicamente en los planteamientos de Boff y de Pikaza que han quedado ex’puestos más arriba.

Es cierto que todaví­a quedan lagunas importantes tales como la antropologí­a mariológica o la relación de Marí­a con el Padre, pero creemos que hay un camino abierto que, basado en los datos bí­blicos y apoyado en la mejor tradición eclesial, intenta ofrecer interpretaciones y desarrollos sistemáticos utilizando los instrumentos que nos brindan hoy las ciencias sociales. Es el reto que tenemos por delante.

II. Aproximación sistemática a una mariologí­a trinitaria
Antes de comenzar este desarrollo conviene precisar la perspectiva del planteamiento que intentaremos seguir. Partimos en primer término de la unidad del proyecto de Dios o historia de salvación por lo que situando a Marí­a en perspectiva trinitaria unimos la Trinidad inmanente y la Trinidad económica y desde aquí­ enlazamos con el segundo punto de partida, la Encarnación, como Misterio que señala no sólo el encuentro entre lo divino y humano en Jesús, sino la misma dinámica de dicho encuentro. Dentro de esta perspectiva adoptamos el principio de analogí­a tipológica de cara al AT y el principio hermenéutica en general y de modo especial en lo que se refiere al NT que implica, como insinuábamos arriba, que los datos de la Escritura son susceptibles de interpretación desde ópticas que pueden ser diferentes entre sí­ sin necesidad de que se contradigan. Desde estos principios trataremos el tema de la relación entre la paternidad de Dios y la maternidad de Marí­a.

1. MARíA Y LA ACCIí“N CREADORA DE DIOS: PATERNIDAD-MATERNIDAD. Israel tiene su propio modelo de paternidad desde el que intenta transcender aquellos rasgos que en una evolución tardí­a de la misma idea de Dios lleva a nombrarlo con el apelativo de padre. Esos rasgos fundamentales desde los que lee la paternidad tienen que ver con los padres del pueblo y con la experiencia fundacional de Israel en las tradiciones del Exodo. En los comienzos se vislumbran algunas lí­neas. Padre es quien escucha la llamada a salir y recibe la promesa de una descendencia y la tarea de irla construyendo. Salir -yasá- es una acción que fundamenta, pero la misma dinámica del verbo sufre una evolución y en su campo semántico se registra no sólo como término del movimiento sino como antónimo convertido en punto de coincidencia, el verbo entrar – bó’–. Por razón de las asociaciones que se establecen en el mismo campo semántico, salir-entrar son términos que se utilizan para hablar del nacimiento y ellos indican la dinámica de surgimiento de Israel. Son verbos utilizados en contextos de encuentro vocacional – vocación como diálogo, promesa, tarea y cumplimiento y se configura en un proceso de cara a la creación de un espacio de comunicación y comunión que se va construyendo lentamente en medio de la complejidad de la vida.

El Dios de Israel es invocado como Padre en la consciencia de Dios creador. Paternidad y creación, por tanto, aparecen unidos. Este Padre tiene, además, un rostro misericordioso y cercano a los pequeños y va tomando un carácter progresivamente universal. Los otros rasgos de la paternidad humana no son tan relevantes. El Dios de Israel, por tanto, es Padre en cuanto llama y por lo tanto sale de sí­ y entra en la historia a favor de un pueblo pequeño y sin relieve con el que realiza un pacto gratuito y le hace surgir como pueblo con los derechos que le da esta misma gratuidad en razón de la que se ocupa con preferencia de aquellos menos favorecidos.

De este Padre es eco Marí­a desde el principio. El paso al ‘abba de Jesús se realiza en ella y por ella. La maternidad de Marí­a asume estos rasgos a dos niveles: en su propia experiencia individual al recibir la vocación a la maternidad de Jesús y en su dimensión simbólica por la que condensa la mejor tradición israelita y a través de la que se convierte en principio de Humanidad Nueva.

La vocación de Marí­a en Lc 1,26-38 está enmarcada por dos verbos de movimiento en orden inverso a los que hemos señalado: el ángel entra donde Marí­a – eiselthón- (v.28) y una vez que ella ha respondido a la llamada de Dios el ángel sale de donde ella -apélthen- (v. 38). En medio tiene lugar la vocación de Marí­a a la maternidad, salir de sí­ misma y de sus propios planes para entrar en los de Dios, tiene lugar la comunicación de Dios y el diálogo con Marí­a, comunión de voluntades en el mismo proyecto. Ella interpreta a Dios en clave de misericordia (Le 1,50) y se sabe mirada por él en su pequeñez (Le 1,48). Esta experiencia conforma la vocación de Marí­a a la maternidad en las mismas claves en que se habí­a mostrado la paternidad en Israel. La paternidad de los padres de Israel y la maternidad de Marí­a sólo se pueden entender desde esta clave.

Será el camino de Marí­a, su ejercicio de maternidad en la fe, el que muestre a Jesús la lí­nea de la paternidad de Dios. Su ábba estará fundado, en razón del misterio de la Encarnación, en la experiencia de maternidad de Marí­a. Y sobre esta base Jesús se hará sensible para descubrir el rostro de Dios, su Padre, y revelárnoslo. La maternidad de Marí­a queda reformulada y transformada desde niveles muy profundos gracias al vector de la fe que la mueve desde sus comienzos. Por eso Jesús la relativiza dichosos más bien los que escuchan la Palabra y la cumplen (Lc 11,28).

En contexto de creación y alianza se inscribe también la maternidad de Marí­a. La creación y la conservación providente entre la autonomí­a y el cuidado que Dios realiza con su criatura -mundo y ser humano- es otra de las claves desde la que podemos entender la maternidad de Marí­a. Ella, con su génoito, que se haga (Le 1,38) da paso a la plenitud de la creación que habí­a comenzado con el gennethéto, hágase, de Gn 1 . La Palabra de Dios Padre hací­a surgir la vida de un medio informe, de una materia caótica. La palabra cocreadora de Marí­a hace surgir la Vida de un medio preparado por el mismo Dios. Esta segunda es más perfecta. El principio es el mismo que subyace a Gn 1-3: la diferenciación que la creación va propiciando de un medio más amplio e indiferenciado y amorfo a otro cada vez más reducido, diferenciado y perfecto. El agente sigue siendo Dios, pero ahora su Palabra se realiza en el diálogo con una mujer que libremente acepta, con palabra propia – discurso directo en el texto- diferenciando así­ la Palabra de Dios que en dicho diálogo hace más perfecta no la suya, sino la de Marí­a. Todaví­a más: realiza la integración perfecta de su Palabra en la Historia: Jesús el Hijo del Padre y de Marí­a. De esta forma la maternidad de Marí­a no sólo se incluye en la lí­nea de la paternidad fundante de Israel y en la llamada a la vida de Dios Padre creador, sino en la misma comunión de Dios con el Hijo y por el Hijo con la historia humana. La fuerza de esta creación es el Espí­ritu Santo que desciende sobre ella.

2. MARíA Y LA ACCIí“N REDENTORA DE DIOS HIJO: MATERNIDAD TRANSFORMADA. Dejo de lado todo cuanto pudiera decirse acerca de la realidad de Marí­a en su acción de corredención con el Hijo y continúo la lí­nea en la que me he movido al hablar de la acción creadora de Dios en relación con la maternidad de Marí­a.

La acción redentora de Dios Hijo entra en toda la realidad humana y abarca a Marí­a entera puesto que es la primera redimida. La maternidad de Marí­a es una de esas realidades rescatadas por Jesús, por su persona, por su mensaje y por su Pascua. Marí­a vive un verdadero proceso en su maternidad y aunque no podemos entrar en todo el desarrollo dejaremos apuntados aquellos aspectos más relevantes. Nos parece que este proceso se conforma como un dinamismo de transformación a partir de tres factores hermenéuticos: la palabra, el proceso como tal y la fe.

La maternidad de Marí­a es antes que nada, como nos dicen los textos evangélicos, una maternidad desde la palabra. A mi modo de ver los textos que mejor lo muestran son Lc 1,26-38, Mc 3,31-35 y Jn 19,25-27. Desde la vocación tal como nos la relata Lc 1,26-38 la maternidad de Marí­a aparece bajo el signo de la Palabra. Dios le pide esta tarea a través de su Palabra e introduce así­ un elemento que sitúa a Marí­a en la lí­nea de la acción de la Palabra de Dios del A.T. que abre los vientres estériles de las mujeres. No es una maternidad que brota de las fuerzas naturales, de los impulsos, del azar o de la mera tradición no discutida. La Palabra de Dios es un hiato en la historia de las generaciones sin negar con ello la lí­nea de continuidad. El hijo es no sólo Hijo de la Palabra, sino él mismo Palabra de Dios encarnada. Es el primer acto redentor por parte de Dios de la maternidad de Marí­a. Lo es en el plano individual, pero también en el de su representación. Toda generación a la vida va a ser entendida de aquí­ en adelante desde otras claves: si no naces del agua y del Espí­ritu (Jn 3,5). La verdadera vida, la vida personal, se realiza por un gesto y por la Palabra que lo acompaña en el nombre del Padre… como dirá la tradición eclesial en seguida.

Pero más radical aparece el momento que señala Mc 3, 31-35 en que Marí­a pasa a un modo de maternidad redefinido por el discipulado de Jesús a partir de un procesó de renuncia y de transformación de las vinculaciones afectivas primarias. El paso al contexto de discipulado lo realiza la palabra de Jesús que tras poner en crisis la naturaleza de estas relaciones, sin negarlas, las transforma desde su oferta abierta a todo el que cumpla la voluntad del Padre.

En un nivel y contexto diferentes se sitúa el texto del cuarto evangelio. Es de nuevo la Palabra de Jesús la que reformula en uno de los momentos de la Pascua, explí­citamente redentor, la maternidad de Marí­a cuyo cometido es reunir a los hijos dispersos.

El proceso implica su tarea de crear un cuerpo y cuidarlo, reproduciendo el mismo esquema de la acción creadora de Dios en clave de encarnación redentora porque ese Cuerpo es Jesús. Supone, en el plano antropológico y psicológico, hacer surgir al sujeto psí­quico que es Jesús dándole así­ posibilidades de realización personal al hijo y culminarí­a en la propiciación de la transformación de relaciones, puesto que el proceso que se describe en Mc 3,31-35 afecta no sólo a Marí­a y a los parientes de Jesús, sino a Jesús mismo.

El camino de fe que supone la maternidad de Marí­a se sitúa en un paralelismo con el camino de Abraham que implica la redención de toda posesividad sobre el hijo que tiene que ser devuelto constantemente a la gratuidad de la promesa y su cumplimiento a través de renuncias y oscuridades. La redención tanto del padre (Abrahán) como de la madre (Marí­a) es un camino de purificación de la historia misma y sus criterios de generación y realización. Si cada hijo en Israel era memoria viva del cumplimiento de la promesa que comenzó en la paternidad de una fe purificada en Abrahán, el que nosotros seamos hijos en el Hijo es asimismo memoria viva de la plenitud de comunión de Dios con la historia en Jesús a partir de aquella maternidad de una fe purificada, la de Marí­a.

3. MARíA Y LA ACCIí“N ANIMADORA DE DIOS ESPíRITU SANTO: LA MATERNIDAD COMUNITARIA. La animación es una forma de creación constante que hace referencia a la cualidad de la vida. Las notas que queremos subrayar puesto que no podemos entrar en desarrollos, aluden a ese aspecto de la relación que Dios tiene con aquella vida que su gracia ha engendrado a través de las diferentes mediaciones. Esta tarea animadora se suele aplicar al Espí­ritu Santo. Este Espí­ritu es la misma vitalidad de Dios y su fuerza cualitativa. La forma en que aparece tiene que ver con lo que muestran algunos textos del cuarto evangelio al referirse al Espí­ritu y su tarea tras la muerte de Jesús: la memoria, el camino a la Verdad y el Juicio. De forma implí­cita e indirecta es Lc quien nos relata cómo en la primera comunidad el papel de Marí­a se realizaba en estas coordenadas.

Marí­a en He 1,14 realiza su tarea materna desde esta fase de la nueva creación siendo memoria viva de Jesús, de su persona y su mensaje. Lo que realiza Pentecostés es una extensión de lo que ya Marí­a vive y testimonia acerca de Jesús. La vida nueva debe llevar esta marca para ser la definitiva creación. Se realiza en y desde la comunidad.

Y como memoria de Jesús y centro mismo de la comunidad su persona es señal directiva que apunta a la Verdad que es Jesús. Y así­, devolviendo a la comunidad a sí­ misma, a su propia realidad, puede crear el clima propicio para que la eclosión del Espí­ritu abra los ojos cerrados por el miedo a ver la verdad y convertirse en garantí­a de la constructividad de esa misma verdad, a nivel individual y comunitario. La tarea de Juicio es menos explí­cita. Marí­a, estando en medio de la comunidad, esjuicio salvador por su misma persona, por el testimonio de su fe y de la gracia recibida. Pero convocando, es asimismo juicio de condenación para la mentira que es el pecado contra Dios en Jesús. Su personal contribución a la tarea redentora es juicio que pone al descubierto la actitud de muchos corazones (Le 2,35 ) según le habí­a anunciado previamente el anciano Simeón. Su verdad denuncia la mentira, su memoria denuncia el rechazo, su convocación comunitaria denuncia la destrucción de la insolidaridad.

III. Conclusiones
1. EL DIOS DE LA HISTORIA Y MARíA. La Sagrada Escritura nos ofrece algunas ví­as de la revelación de Dios como Dios de la historia. La primera es la de Israel. Mirando a Israel, leyendo sus textos, interpretando sus caminos, descubrimos algo de Dios. Sus rasgos revelados van pasando a la conciencia de los hombres y van conformando el sentido de sus vidas, del tiempo, de sus luchas y sus anhelos. Es el Dios de la libertad, de la alianza, de la comunicación. El Dios de lo pobres y pequeños, el Dios del perdón, el Dios fiel. Pero este Dios es todaví­a percibido como lejano a través de lo que implicaba pertenecer absolutamente a la esfera de lo sagrado. El acceso a su persona se fue enrareciendo, enturbiando por la serie de ritos a los que era necesario someterse para mostrarse en su presencia. Esta distancia implicaba la exclusión. Los impuros, las mujeres, los niños, los extranjeros… quedaban irremediablemente fuera.

El Dios de la historia en la plenitud de los tiempos, quiebra todo esto y se revela de nuevo y de forma definitiva. La via reveladora es en este caso una mujer. Con ello, el Dios de la historia cambia esta misma acepción. La historia es ahora universal, es humana y tiene la posibilidad de ser humanizante. La historia es ahora una mujer, Marí­a. El Dios que se revela es un Dios trinitario, comunión, comunidad. Lo humano queda simbolizado en Marí­a y concretado en ella. Y a través de ella se revela como Padre que comparte el Hijo único con ella, se revela como Hijo en su seno y en el camino de su vida hasta la pascua y se revela como Espí­ritu que la hace madre del Hijo y la constituye en principio de Humanidad Nueva e Historia Nueva. Marí­a ya forma parte de la misma Historia de Dios. Y Dios se nos ha revelado en ella y por ella. Desde Marí­a nuestra fe en el Dios trinitario alcanza nueva luz. En ella encontramos datos suficientes para acercarnos más a este Dios y entenderle mejor.

No obstante, la reflexión sobre la relación de Marí­a con la Trinidad cristiana y con cada una de las personas trinitarias sigue siendo una tarea pendiente de nuestra teologí­a. La mariologí­a, aún cuando esté situada en la entraña misma de la teologí­a cristiana, es decir, la Trinidad, no puede en ningún momento olvidar la base bí­blica, ni reflexionar al margen de los textos. Es la única garantí­a de renovación y de autenticidad de las diversas aproximaciones. Tras este muy breve intento, se pueden dejar ver las muchas lagunas y temas que serí­a necesario abordar. El reto no sólo lo asumo como algo propio, sino que lo extiendo a teólogos y sobre todo a teólogas por la necesidad que existe de ofrecer lí­neas de reflexión y planteamientos que la perspectiva de las mujeres tiene y dar a ellas a la par el adecuado lugar en la tarea teológica.

[-> Amor; Antropologí­a; Biblia; Concilios; Creación; Credos; Cruz; Encarnación; Espí­ritu Santo; Experiencia; Fe; Hijo; Historia; Misterio; Mujer; Padre; Pascua; Pentecostés; Trinidad; Vaticano II.]
Mercedes Navarro Puerto

PIKAZA, Xabier – SILANES, Nereo, Diccionario Teológico. El Dios Cristiano, Ed. Secretariado Trinitario, Salamanca 1992

Fuente: Diccionario Teológico El Dios Cristiano

Es la joven judí­a, esposa de José Madre de Jesús de Nazaret, a quien la comunidad cristiana confiesa como Madre del Mesí­as, del Hijo de Dios hecho hombre. Conviene distinguir pero no separar, la persona de Mana de la mariologí­a. Esta es la reflexión teológica sobre la persona y la misión de Marí­a que se afirman en la fe. Marí­a, por el contrario, es la persona con su trayectoria histórica, que tiene también -como es lógico- una importancia fundamental para una mariologí­a que quiera basarse en la historia real de la mujer de Nazaret y no ser una simple elaboración doctrinal apriorista y teórico/ideológica sobre ella o por causa de ella. Haremos tan sólo unas breves consideraciones sobre el aspecto histórico y sobre el teológico :

1. La mujer Marí­a de Nazaret.- Sobre el significado del nombre Marí­a no están de acuerdo los autores. Se consideran como más plausibles dos indicaciones: la que lo hace derivar del compuesto egipcio-hebreo Myr-ya/yam , que significa la amada de Yahvéh: y la que lo hace derivar del ugarí­tico mrym , que significa altura, esto es, la excelsa, la sublime. Las dos etimologí­as son posibles y las dos indican perfectamente lo que la fe ve en la Madre de Jesús.

El Nuevo Testamento, los apócrifos, toda la tradición cristiana están de acuerdo en atestiguar que la joven judí­a Marí­a fue la madre de Jesús, El lenguaje sobrio de los evangelios canónicos nos presenta a Marí­a como madre que sigue con atención, y podrí­amos decir con temblor, los pasos de su Hijo, guiada por un espí­ritu de fe que la va conduciendo gradualmente hacia una comprensión cada vez más profunda de la misión y de la identidad de su Hijo y la lleva a una disponibilidad mayor para “darlo” por la realización de los designios divinos. La vemos al lado de Jesús, comprometida en su actividad apostólica (cf. Jn 2,1-1 1); la encontramos finalmente a su lado en el momento de sufrir, al pie de la cruz (cf Jn 19,25-27). Los evangelios no nos hablan de su encuentro con Jesús resucitado. Sin embargo, los Hechos nos la presentan entre los discí­pulos de Jesús al comienzo de la vida de su comunidad después de su muerte, al empezar la tarea misionera de la Iglesia (cf. Hch 1,14). La tradición cristiana a lo largo de los siglos empieza a hablar de su “dormitio” y posteriormente de su asunción al cielo por el poder de Dios.

2. Mariologí­a, partiendo de Marí­a y a la luz de Marí­a.- Hoy se presta mucha atención al dato histórico concreto de la vida de la Madre de Jesús. De modo particular, y a diferencia del pasado, se acentúa su verdadera y auténtica humanidad, que lleva consigo su experiencia de limitaciones de diverso género, de su sufrimiento, de sus pruebas, de su maduración espiritual en la fe y en las otras virtudes. Marí­a en la conciencia cristiana ha vuelto a ser una persona humana femenina, inserta realmente en la trama de la historia terrena, con todas las limitaciones a las que ésta está sometida. Marí­a hermana nuestra es la expresión que señala de la manera más acertada esta sensibilidad cristiana, que la restituye a su humanidad, que es la nuestra.

3. Marí­a, objeto de la mirada de fe. La fe cristiana consideró desde el principio a la persona y la vida de Marí­a dentro de una perspectiva que, a pesar de basarse en su verdad histórica, bajo la luz de la confesión de la misión y de la identidad trascendente del Hijo, la capta con una profundidad y en una dimensión que van más allá de todo cuanto puede desvelarse en una mera constatación empí­rica. La joven de Nazaret, a los ojos de la comunidad cristiana, se revela como la Virgen que acogió libremente la invitación de Dios para hacer miembro del género humano a su Hijo salvador, habiendo sido preparada para ello con una singular elección divina de gracia; cooperó activamente en la realización del misterio de la salvación, realizada por su hijo Jesucristo, con su servicio obediente, su disponibilidad sin reservas, su fe sólida y su amor hasta el sacrificio, especialmente al pie de la cruz de su Hijo.

Además, la comunidad de los creyentes no representa a Marí­a como una figura del pasado, sino como Madre del Señor glorioso que fue exaltada por él con toda su realidad humana en la gloria divina, asistiendo maternalmente a los hermanos de su Hijo a lo largo de los siglos con su maternal protección y estimulándolos a esperar aquella liberación y salvación plena, de la que ya goza ella. “asunta al cielo” (véase el hermoso resumen de mariologí­a de la LG 56-59).

Esta mirada de fe en su articulación orgánica y sistemática constituye el sector teológico de la mariologí­a más o menos floreciente según las vicisitudes históricas, pero que nunca faltó en la conciencia crí­tica cristiana. Una sana mariologí­a debe tener siempre a Marí­a en la base de sus reflexiones. No ha sido siempre así­ en el curso de la historia. En varias ocasiones ciertas imágenes (la Virgen, la Madre celestial, la Abogada, etc.) y ciertas categorí­as teológicas (maternidad, mediación, virginidad, corredención, etc.), consideradas en su contenido abstracto y sin vinculación alguna con la concreción histórica de la vida de la Mujer de Nazaret, han llevado a una reflexión mariológica genérica, deductivista, rica en conclusiones y pobre en puntos sólidos de partida:- a exaltaciones de la Madre de Jesús capaces de alimentar más la curiosidad y la imaginación de los hombres que la verdadera y sólida fe de los cristianos. Una recol~cación en el centro de la figura real de Marí­a es la única condición de elaboración de una mariologí­a bien fundada, rica en contenidos aptos para alimentar substanciosamente la fe, para exaltar de veras la gracia de Dios donde ésta se ha manifestado y de la forma en que se ha revelado, para hacer útil y – productiva para la vida cristiana la referencia devota a la Madre de Jesús.

La mariologí­a contemporánea ha superado las abstracciones y los triunfalismos precisamente porque ha anclado su contemplación de fe en el dato histórico de la existencia y del testimonio de vida que ofreció Marí­a. En primer lugar ha re-situado su historia en el contexto socio-religioso judí­o de su época: luego volvió a centrar su figura en la historia de la salvación, donde ocupa una posición realmente única gracias a su maternidad divina, y tomó en serio su devenir histórico de mujer y de persona creyente: finalmente relacionó de forma más orgánica los dones singulares de gracia que habí­a recibido de Dios, tan meditados por la vida de fe y por la reflexión teológica, con su misión histórico-salví­fica única respecto al Hijo, a la Iglesia y a cada uno de los creyentes, particularmente del mundo femenino, del que ella, la “bendita entre todas las mujeres”, es la concreción más excelsa.

Una buena documentación de este giro concreto, ” mariano “, de la mariologí­a contemporánea es la que representa el capí­tulo VIII de la Lumen gentium del Vaticano II. Pero la mariologí­a posconciliar ha ido todaví­a más allá en esta dirección. Los nuevos problemas y aspectos antropológicos que han hecho surgir la emancipación de la mujer y el feminismo contemporáneo, los problemas planteados por la exigencia de una vida de fe comprometida más en concreto por la emancipación y liberación del hombre, la convicción de la necesidad de una vida cristiana entendida como verdadero camino de obediencia a Dios en la obscuridad de la fe, han llevado a los teólogos y al Magisterio de la Iglesia (veansé, por ejemplo, los documentos Marialis cultus de Pablo VI, de 1974, y Redemptoris Mater de Juan Pablo II, de 1988) a conceder cada vez más espacio y a poner más de relieve la humanidad y la contextualidad histórica de Marí­a, Convirtiendo siempre a la mariologí­a en una reflexión de fe, sostenida por la fe de Marí­a y sobre Marí­a.

G. Iammarrone

Bibl.: E. Testa, Marí­a de Nazaret, en NDM, 1244-1272; S, de Fiores. Marí­a en la teologí­a contemporánea, Sí­gueme, Salamanca 1991; B. Forte, Marí­a, mujer icono del misterio, Sí­gueme, Salamanca 1991; L. Boff, El rostro materno de Dios, San Pablo, Madrid 1985.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: 1. Marí­a en la conciencia actual del cristianismo. II. Marí­a en la Biblia: 1. Trasfondo del Antiguo Testamento en la figura de Marí­a; 2. Marí­a en los evangelios; 3. Marí­a en Gál 4 y en Ap 12. III. Marí­a en el dogma católico. IV. Marí­a en la catequesis: 1. Criterios generales; 2. Criterios diferenciales.

I. Marí­a en la conciencia actual del cristianismo
La figura de Marí­a, asociada al fenómeno social y religioso que ella protagoniza en el cristianismo católico, es todaví­a una figura controvertida. No podemos ignorar el pluralismo interpretativo que rodea cuanto tiene que ver con ella. He aquí­ algunas de sus manifestaciones: 1) En el ámbito ecuménico, a pesar de los intentos suscitados por diferentes confesiones cristianas a partir del Vaticano II, siguen existiendo dificultades propiamente mariológicas para conseguir acuerdos que favorezcan la unidad. 2) En el ámbito teológico, se dejan sentir ciertas tensiones en varios puntos, de los que sólo quiero citar estos tres: algunos resultados de la incorporación de las ciencias humanas y sociales a la mariologí­a (sociologí­a, psicologí­a, antropologí­a cultural…); la relación entre la interpretación de los textos bí­blicos y los dogmas marianos; y una ola de crí­ticas feministas a la mayorí­a de las interpretaciones marianas. 3) En el ámbito popular, se aprecia una separación entre la praxis del culto, la confesión de la fe y las necesidades psicológicas de los individuos y grupos religiosos con respecto a la figura de Marí­a. No es extraño advertir la dificultad que existe para integrar la sobriedad católica doctrinal del capí­tulo 8 de la Lumen gentium con la complejidad del sí­mbolo que es Marí­a para gran parte del pueblo creyente.

Estas manifestaciones del pluralismo interpretativo que acompaña la figura de Marí­a es ambiguo. Por un lado, es indudable su potencial riqueza. Por otro, no puede menos de suscitar desconcierto en algunos sectores. Esta desorientación tiene unas consecuencias. Por una parte, crece la distancia entre la figura bí­blica de Marí­a y el sí­mbolo. No resulta sencillo abordar con seriedad este fenómeno. En este mismo sentido, se nota cada vez más la distancia que media entre el lenguaje del dogma y el de la cultura (la cultura occidental y mediterránea) y, con ello, estamos tocando de plano la problemática de la inculturación. Por otra parte, se constata una pérdida de relevancia de la figura de Marí­a y de sus raí­ces bí­blicas para dos grupos importantes, los jóvenes y las mujeres.

Con esta panorámica de fondo, es lógico que nos preguntemos cómo podemos y debemos abordar la catequesis sobre Marí­a. Mi propuesta general es sencilla: recuperar las raí­ces bí­blicas de la figura e importancia de Marí­a para la fe cristiana católica y procurar que no se separen tales raí­ces de la comprensión y formulación dogmática. Junto a todo ello, es evidente que necesitamos inculturar el sí­mbolo en que se ha convertido Marí­a. En este sentido seguiremos encontrando algunos escollos muy concretos.

II. Marí­a en la Biblia
Es preciso que revisemos algunos elementos del Antiguo Testamento para pasar, enseguida, a centrarnos en aquellos textos del Nuevo en donde encontramos a Marí­a.

1. TRASFONDO DEL ANTIGUO TESTAMENTO EN LA FIGURA DE MARíA. El primero y más seguro de los datos históricos que conocemos de Marí­a, aportados por las fuentes evangélicas, es el de su condición de mujer israelita. Es decir, mujer de la etnia y religión judí­as. Por esta razón debemos situarla bien en su medio, pues de lo contrario estaremos proyectando muchos de nuestros esquemas culturales sobre los textos y sobre su figura, dificultando, de este modo, la correcta comprensión cristiana de Marí­a en la fe de la Iglesia. Pero existe, además, otra razón, no menos importante, para que nos fijemos en el Antiguo Testamento: el trasfondo que hay en los relatos evangélicos en los cuales aparece Marí­a revela una profundidad teológica que sólo es apreciable si se conocen las Escrituras. Si ignoramos este sustrato no podremos comprender la importancia de Marí­a en los evangelios ni tampoco su densidad teológica.

Abordaremos tres grandes elementos del Antiguo Testamento que no debe olvidar una catequesis sobre Marí­a: figuras, esquemas antropológicos y literarios y trasfondo cultural y teológico.

a) Entre las figuras relevantes para una adecuada comprensión evangélica de Marí­a destaca, en primer lugar, el personaje de Eva. Ella es la primera mujer bí­blica situada en los comienzos de la historia: principio de humanidad por excelencia. Según Gén 2-3, Eva es la iniciadora del conocimiento experiencial que hace a los humanos semejantes a Dios (cf Gén 3,6-7.22), es portadora del don de la vida recibida de Dios y está llamada a ser co-creadora con él suscitando esa vida a su descendencia. Eva es, por tanto, principio de humanidad y colaboradora en el plan de la creación del mismo Dios. En el trasfondo del relato de la vocación de Marí­a y anunciación del nacimiento de Jesús (cf Lc 1,26-38), así­ como en la forma en que Jesús trata a Marí­a en el cuarto evangelio, al llamarla mujer (cf Jn 2,1-12; 19,25-27), se evoca la figura de Eva.

Abrahán, por su parte, interpretado como padre de la fe del pueblo elegido, se recorta en el trasfondo del tratamiento que da Lucas a la figura de Marí­a, dichosa tú que has creí­do -en palabras de su prima Isabel- (Lc 1,45), madre de la fe del nuevo pueblo inaugurado por Jesús. En el relato que Mateo hace de la huida a Egipto se adivinan personajes del Antiguo Testamento, como las mujeres de Ex 1-2 que, de diferentes maneras, hacen posible, con decisión y riesgo, la liberación de Moisés de la amenaza de muerte y, con él, la liberación de todo el pueblo. La figura de Ana, la madre de Samuel, como aquella que canta al Dios que la ha escuchado en su pequeñez y su aflicción y le ha concedido un futuro, se recorta sobre el himno del magní­ficat que Lucas pone en boca de Marí­a.

Personajes como Judit y Ester son evocados en la interpretación global que los evangelios hacen de Marí­a, ya que esta, como aquellas, contribuye activamente a un nuevo nacimiento del pueblo elegido. Judit y Ester salvan al pueblo del peligro inminente de la derrota y la muerte. De este modo, se convierten en madres simbólicas de ese pueblo por haber contribuido eficazmente a un renacimiento. Pero también podrí­an establecerse relaciones fecundas entre Marí­a y algunos de los profetas del Antiguo Testamento, entre la actividad de los sabios, como deja entrever Lucas en anotaciones del narrador al decir que ella guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón (Le 2,19.51).

b) Y si se pueden establecer relaciones entre algunas figuras y acontecimientos del Antiguo Testamento y Marí­a, también puede relacionarse su función evangélica con esquemas antropológicos y literarios del Antiguo Testamento. Por ejemplo, los esquemas de vocación y de anunciación, con todo su significado para la figura de mujer y de varón a quien Dios elige o a quien anuncia el hijo, así­ como para el pueblo, forman el trasfondo de Lc 1,26-38. No hay que olvidar que la figura de Marí­a en la obra de Lucas aparece recortada sobre un rico trasfondo veterotestamentario. La escena de la anunciación, como es sabido, evoca las anunciaciones del Antiguo Testamento: Agar (Gén 16 y 21), Sara (Gén 18), Ana (ISam 1), Jael (Jue 5,24) y Judit (Jdt 13,18) en cuanto a figuras femeninas; y Noé (Gen 6,8), Gedeón (Jue 6,12) y David de un modo muy especial (2Sam 7) en cuanto a figuras masculinas.

Otro ejemplo es el esquema antropológico básico del éxodo: salir (de Egipto), atravesar (el desierto) y entrar (en la tierra), propio del nacer (salir del vientre materno), vivir (atravesar la vida) y morir (entrar en la tierra-tumba o en el cielo o en otra vida…). Este esquema se percibe en el trasfondo del relato de Mateo de la huida a Egipto (Mt 2,13-23). La madre y el niño (que siempre aparecen unidos en los relatos de infancia de Mt) representan al pueblo amenazado, pobre y marginado, pero también aparecen como parte de ese pueblo que pasa por la experiencia de la huida y el exilio.

c) Con relación al trasfondo cultural y teológico, los relatos evangélicos muestran la figura de Marí­a en una doble dimensión. Por una parte, ella no deja de estar presentada según los esquemas culturales convencionales con respecto a las mujeres, pero, a la vez, los narradores evangélicos dejan percibir a lectoras y lectores la fuerza contracultural de algunos datos que relativizan los primeros. Pongamos como ejemplo los procesos reproductivos y el papel de la mujer en ellos, tal como se entendí­an en la cultura israelita del tiempo de Jesús. Según tales concepciones, el único que engendra es el varón, porque es el único que tiene semen. La mujer tiene como función acoger la semilla masculina. Se pensaba, por tanto, que sólo los hombres podí­an prolongarse (tener genealogí­a, es decir, apellido y antepasados), porque sólo ellos aportaban la semilla, mientras que las mujeres eran nada más que el campo que cuida, da seguridad y alimenta esa semilla hasta que nace. Esto explica, culturalmente, el sentido de la necesaria virginidad de Marí­a. Si ella no fuera virgen, entonces no habrí­a garantí­a absoluta de la paternidad de Dios. Sólo de esta forma queda asegurado que Jesús es Hijo de Dios y legí­timo heredero suyo. Pero, a la par, que naciera de una mujer garantizaba la total humanidad de Jesús.

Esta comprensión cultural, subyacente en los relatos de la anunciación de Jesús en Lucas y en Mateo llevaba aparejada una estricta división de roles según el género. Tal división asignaba a las mujeres la maternidad ejercida en el ámbito privado. El ámbito público estaba reservado al varón. Aunque los testimonios arqueológicos e históricos muestran una mayor flexibilidad en tal división de espacios y de roles, tanto en los medios culturales colonizadores (helenistas y romanos) como en los judí­os, la mayorí­a de las mujeres viví­an dentro de estos cánones que, en algunos lugares, eran sumamente rí­gidos. Por ello, no es difí­cil apreciar el tono contracultural que acompaña al tratamiento que los narradores evangélicos dan al personaje de Marí­a. Los sinópticos narran la escena en la cual la madre y los parientes de Jesús van a buscarle para devolverle a la casa, la familia y la cordura, de forma que deje de ser una vergüenza para todos (cf Mc 3,31-35par). En esta escena Jesús relativiza la importancia y centralidad de la familia judí­a, en función de Dios, único Padre que Jesús reconoce, y de su reinado. Y con tal relativización, critica fuertemente los roles de las mujeres y sus ámbitos de realización humana.

En Lucas aparece muy claro en la respuesta de Jesús a la mujer del público que le piropea ensalzando a su madre en cuanto tal: “dichosos más bien los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica” (Lc 11,28), alusión clara a la actitud creyente de Marí­a que, según Isabel, es “dichosa porque ha creí­do” (cf Le 1,45).

En resumen: interpretar la figura de Marí­a en el ámbito cristiano requiere un conocimiento suficiente del Antiguo Testamento, que subyace en los relatos evangélicos en los que se habla de ella. Tales relatos, así­ como el lugar estructural en el que están colocados, y la función narrativa que desempeñan en cada evangelio, se recortan sobre un trasfondo de figuras, acontecimientos, esquemas literarios y concepciones culturales del Antiguo Testamento, que dejan ver tanto la inculturación de la figura de Marí­a como sus acusados rasgos contraculturales e innovadores. Marí­a forma parte fundamental de este cuadro religioso, el cuadro del misterio de la encarnación. La catequesis católica debe aprender a situar en él esta importante figura.

2. MARíA EN LOS EVANGELIOS. Daremos un somero repaso al tratamiento que da cada uno de los evangelios a Marí­a.

a) El evangelio de Marcos, destinado a una comunidad que incluye cristianos provenientes del mundo pagano de Roma, tiene pocos textos en los que se habla de Marí­a. Uno, Mc 3,31-35, es el relato de la visita de la madre y otros parientes a Jesús. Otro, Mc 6, es el pasaje que habla de Jesús como el hijo de Marí­a.

En Mc 3,21-22.31-35 la familia de Jesús, informada de su conducta irregular, va a intentar llevárselo de nuevo a su casa. Sus parientes piensan que está loco y esto constituye un deshonor o vergüenza para toda la familia, que tiene el deber de restaurar dicho honor cuanto antes. Cuando Jesús es informado de que su familia le busca, pregunta quién es su madre, hermanos y hermanas y él mismo responde: “el que hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre”. Esta respuesta corrige escandalosa y provocativamente el concepto mismo de familia y sitúa a su madre en la posibilidad vocacional de optar por un tipo de familia creada, no por lazos de sangre ni por cultura o imposición social, sino por razones religiosas, las razones del Reino.

Jesús mira por los intereses de Dios y de su reino, que no sólo es su causa, sino también su familia. Marí­a queda colocada en esta perspectiva a partir de este momento, y puede formar parte, si libremente quiere, de esta otra nueva familia creada por Jesús a partir de la Palabra (hacer la voluntad de Dios). La importancia de Marí­a no estriba en su condición de madre biológica de Jesús, sino en su opción creyente que la convierte en su seguidora, aquella que cumple la voluntad de Dios.

En Mc 6,1-6 Jesús está en su pueblo y enseña en la sinagoga. La gente, asombrada y suspicaz, se pregunta por su origen: “¿no es este el carpintero, el hijo de Marí­a…?”. En el trasfondo de esta pregunta se advierte el control de la familia sobre cada uno de sus miembros, pero el lector o lectora ya conoce la opción de Jesús y puede adivinar la opción de su madre.

b) El evangelio de Mateo tampoco dedica muchos textos a Marí­a. Ella aparece en los relatos de la infancia y, como en Mc, en el episodio de los parientes de Jesús. La comunidad destinataria de este evangelio está compuesta por cristianos de origen judí­o en confrontación con el judaí­smo fariseo. Pero el tiempo de la historia (es decir, el tiempo en el que ocurren los hechos narrados) se sitúa en un contexto judí­o. En ese ámbito, la concepción de mujer no es uní­voca, pero hay una lí­nea que predomina en los cí­rculos de la ortodoxia judí­a y que corresponde a la que presenta Prov 31 y el libro de Qohélet. Este modelo, sin embargo, tiene sus propios correctivos evangélicos, como aparece ya en los primeros capí­tulos de Mateo, donde se encuentra, en primer lugar, la genealogí­a. Teniendo en cuenta la idea sobre los procesos reproductivos arriba expuesta, no es difí­cil entender que la genealogí­a sea siempre masculina. Un lector o lectora de los tiempos en que se escribió este evangelio esperarí­a una genealogí­a en la que aparecieran solamente varones. Pues bien, donde se esperarí­an hombres aparecen mujeres, y donde se esperarí­an mujeres legí­timas encontramos mujeres ilegí­timas o de relaciones irregulares con los varones: Rahab, Tamar, Rut y Betsabé, que rompen con la mentalidad básica de la alianza, de naturaleza patriarcal, que transmite el linaje exclusivamente por ví­a paterna. Y, cuando se esperarí­a que Marí­a respondiera a este patrón, su mención rompe este tipo de transmisión que, en vez de ser paterna, es materna.

Lo que intenta mostrar esta genealogí­a es que Jesús viene de Dios, único Padre. Marí­a, por tanto, está en función del Mesí­as, cuyo único Padre es Dios. Jesús, a través de Marí­a, es el cumplimiento de la promesa de la alianza hecha a Abrahán; pero en la selección de datos tomados del Antiguo Testamento y en la selección de las ví­as de inculturación para comunicar este mensaje, el autor se ha servido de la lí­nea marginal que representan estas mujeres y no de la legí­tima. Es una selección teológica: Jesús entra en el mundo y se hace humano asumiendo a toda la humanidad y no sólo a la humanidad de elite; ni siquiera la humanidad mejor, más formal y éticamente perfecta.

El relato del nacimiento del Mesí­as y el anuncio del mismo a José (Mt 1,18-2,23) enfatiza la virginidad de Marí­a y se centra en el protagonismo de José. El anuncio del nacimiento de un gran personaje por una virgen es un género literario de influencia helenista, que se inserta perfectamente en la mentalidad mediterránea, y era utilizado para expresar el origen de un personaje extraordinario. Esto también explica que el protagonista sea José y que Marí­a quede en la sombra. Con ello, el texto revela que Jesús es descendencia directa, única y exclusiva de Dios, puesto que Marí­a, según la mentalidad cultural del área mediterránea y semita patriarcal, no pone nada de su parte. Aporta sólo su vientre, su sangre y su leche, que no modifican en absoluto la sustancia de la semilla que lleva en su seno. La virginidad es, así­, la mejor forma de indicar la identidad divina de Jesús, Hijo de Dios.

c) La obra de Lucas, evangelio y Hechos de los apóstoles, es la que más textos dedica a la figura de Marí­a. En los relatos de la infancia de Jesús, Lc 1-2, Marí­a es presentada como una mujer de la palabra. Mujer de la palabra de Dios, en primer término, que la visita, la reconoce gratuitamente en su cualidad de persona, y le pide su libre consentimiento a la propuesta del plan de la salvación. A la par, Marí­a es presentada como mujer de la palabra personal y humana, que puede dialogar, expresar su lucidez al solicitar datos y aceptar, voluntaria y libremente, el plan propuesto por Dios a través de su mensajero.

Con esta doble y contemporánea palabra, divina y humana, comienza una nueva historia y una nueva creación. Dios inicia de nuevo la historia no ya con una palabra creadora, imperativa y solitaria, como al comienzo (cf Gén 1,3ss.), sino con una palabra dialogada a dúo y pendiente de la libre decisión de una mujer. De este modo, se inaugura la nueva familia de Dios en Jesús.

En esta familia cabe toda la humanidad, como muestra la frase final de la escena de la anunciación: aquí­ está la esclava del Señor… Marí­a no es presentada con genealogí­a (como Zacarí­as e Isabel) ni con familia propia, sino que se presenta a sí­ misma como una esclava. Los esclavos en tiempos del evangelio de Lucas no tení­an más familia que su señor o su señora. Sus hijos no les pertenecí­an, sino que eran propiedad de sus amos. Y, puesto que ser esclavo era lo menos que podí­a ser un ser humano, si Dios le pide colaboración en una nueva historia y creación a una mujer como Marí­a, que se dice a sí­ misma esclava suya, es preciso entender dos cosas: 1) que Marí­a es familia de Dios, y 2) que cualquier persona, desde ese momento, no tendrá impedimentos de raza, condición, edad, género, clase, ética, para acceder a tal familia, ya que nadie puede ser menos que esclavo, y esclava es la madre del hijo de Dios.

Pero esta familia, puesto que no depende de criterios humanos (sangre, raza…), debe cumplir algunas condiciones, incluso cuando potencialmente sea una familia para todos. Por eso hay que preguntarse si hay algún criterio por el que una persona pueda pasar a formar parte de la familia de Dios. ¿Qué dice la obra de Lucas acerca del desarrollo de esta condición de familia de Dios de Marí­a? El evangelio responde con el texto paralelo al de Marcos y Mateo, sobre la familia que va a buscar a Jesús y reitera esta respuesta, algo después, en el episodio de la mujer que alaba a la madre biológica de Jesús. Dice que la condición que cumple Marí­a para ser familia verdadera de Jesús es que escucha la Palabra y la pone en práctica. Y esta es la condición que debe cumplir cualquiera que pretenda ser familia de Jesús y, a través de él, familia de Dios. Por estas razones la obra de Lucas presenta a Marí­a bajo la condición de creyente, primera discí­pula de Jesús, que por la fe y la Palabra forma parte de la familia de Dios.

El otro rasgo peculiar de Lucas en su presentación de Marí­a es su relación con el Espí­ritu Santo. En los primeros capí­tulos aparece como aquella que es agraciada con el don del Espí­ritu. Gracias a este don, Marí­a entona el canto profético y liberador del magní­ficat, al estilo de los grandes personajes del Antiguo Testamento, profetas y servidores de Dios. Y, a lo largo del evangelio, hasta que la encontramos en el piso de arriba en Jerusalén, esperando pentecostés (cf He 1,14ss.), ella es la que anuncia la venida del Espí­ritu ligado a la pascua de Jesús. Ella, en medio de discí­pulos y discí­pulas, de parientes y de los once, testimonia la verdad histórica de Jesús, la presencia anticipada de los efectos del Espí­ritu y la inauguración de una etapa nueva en la historia de salvación.

Resumiendo, para Lucas la presencia de Marí­a anuncia siempre nuevos y definitivos comienzos: el comienzo de una nueva etapa de la historia y la familia humanas -etapa definitiva de la salvación de Dios a la humanidad-y el comienzo de la Iglesia, comunidad portadora del mensaje del reinado de Dios y la pascua de Jesús. Ella, Marí­a, es principio de humanidad nueva, mujer de la Palabra y del Espí­ritu, llena-de-gracia, creyente discí­pula de Jesús y principio de la comunidad eclesial y de su misión en el mundo.

d) En el evangelio de Juan, o cuarto evangelio, hay dos relatos cuyo lugar y función en la estructura de la obra dejan ver la importancia estructural que su narrador concede a la figura de Marí­a. Ella, como sí­mbolo de humanidad nueva asociada al misterio de la encarnación y redención de Jesús, está en los orí­genes. En los comienzos de la vida pública de Jesús, en la escena de Caná de Galilea (cf Jn 2,1-12), es signo de lo que está por venir, adelantando la hora de Jesús, es decir, su glorificación, su pascua. Como la mujer de los orí­genes, Eva, Marí­a representa a la humanidad que participa, por adelantado, de esa fiesta de bodas en la que ya no falta el vino, como anticipación de una vida plena, como anticipación de la pascua. Y, en los comienzos de una comunidad nueva, que nace de la pascua de Jesús, vuelve a colocar el narrador a Marí­a (cf Jn 19,25-27). En el misterio de la vida plena se incluye la muerte y ella, como Eva cuando Dios le habla de dar la vida a pesar del dolor y de la muerte, podrá seguir siendo portadora de vida, como madre del discí­pulo y madre universal. Pero no debe olvidarse que esta maternidad, en el borde mismo de la pascua, no es una maternidad biológica ni sustitutiva, sino que está vinculada a la condición creyente de Marí­a, que, como todos los discí­pulos y discí­pulas, no ha nacido ni de carne ni de sangre (cf Jn 1,12-13). Son hijos e hijas los que nacen de Dios y no de semilla humana. El único Padre es Dios y el rol de madre referido a un hijo no puede entenderse más que desde aquí­.

3. MARíA EN GíL 4 Y EN AP 12. El texto paulino de Gál 4 no es, estrictamente hablando, un texto mariológico, sino cristológico. Pero, puesto que indirectamente se refiere a Marí­a, bueno será prestarle alguna atención.

El texto dice que “cuando se cumplió el tiempo, Dios envió al mundo a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para que redimiese a los que estaban bajo la ley” (Gál 4,4). La expresión nacido de mujer se refiere a la condición humana de Jesús. Esta hace referencia, según Pablo, al hecho concreto de que Jesús es judí­o y, por tanto, sometido a la ley judí­a. La paradoja es que, entrando en tal ley a través de una mujer, a través de ella, también, puede librar a la humanidad de esa ley. Jesús, parece decir Pablo, no podrí­a haberlo hecho desde fuera. Tení­a que entrar en la humanidad sometida a la ley y llegar hasta el fondo de ella. Eso hace que Marí­a, la madre humana concreta de Jesús y garante de su humanidad, aparezca en estrecha relación con Dios. El texto no habla para nada del padre judí­o, del padre de Jesús. Con ello indica que este padre, en la paradoja implí­cita más fuerte del texto, no podí­a entrar en relación con Dios para llevar a cabo la encarnación. Tení­a que ser una mujer, la más sometida por la ley judí­a. Ella, la mujer, es la que en verdad puede entrar en la lógica de la encarnación y relacionarse con Dios, Padre de Jesús. Por tanto, Jesús entra en la humanidad desde esa piedra rechazada por los arquitectos que es la mujer, y a la que constituye o restituye su valor de piedra angular.

En Ap 12 (1-6) encontramos un pasaje en el que el autor del Apocalipsis presenta una batalla en el cielo entre una mujer, vestida de sol, coronada por doce estrellas y la luna bajo sus pies, y un dragón dispuesto a devorar a la criatura que esta mujer está a punto de dar a luz. La tradición cristiana católica ha querido ver en tal mujer a Marí­a, la madre de Jesús, principio del bien y de la salvación, que lucha contra el mal y el pecado en permanente batalla.

El texto, sin embargo, tampoco es mariológico. Se trata de una escena cuya profundidad de sentido evoca diferentes niveles de significado en sus elementos simbólicos. La mujer encinta, la vestidura de sol, las estrellas y la luna, el número doce, el dragón… pueden entenderse a la luz del sentido que le da el género literario y la corriente apocalí­ptica en boga entonces, pero, también, a la luz del Antiguo Testamento y de relatos y figuras mitológicas del momento, del mundo de la astrologí­a, de diosas como Gaia, Isis, Cibeles, o de la teologí­a de la redención de los evangelios.

La teologí­a católica ha interpretado esta figura tan densa en referencia a la integración de Marí­a en el misterio de la redención por Jesús, pero también como una glorificación de la madre de Jesús y un apoyo sobre el que basar su maternidad universal. Marí­a, según este texto, serí­a la protectora y mediadora, junto con Cristo, de todo el genero humano. Su localización en el cielo es vista, además, como apoyo bí­blico para el dogma de la asunción a los cielos.

III. Marí­a en el dogma católico
De los cuatro dogmas que la Iglesia católica ha formulado con relación a Marí­a, dos de ellos tienen una relación más estrecha con el misterio de la encarnación: la virginidad de Marí­a y su maternidad divina. Los otros dos están más vinculados al misterio de la redención: la inmaculada concepción de Marí­a y su asunción a los cielos. La catequesis sobre Marí­a que desee explicar tales formulaciones dogmáticas deberá comenzar por situar cada una de ellas en su amplio y adecuado contexto de fe. De esta forma, no se desliga su sentido del sentido general del misterio en el que cada una se encuentra.

a) Marí­a, virgen. Para realizar una catequesis sobre la virginidad de Marí­a, serí­a bueno no perder de vista cuanto ha quedado expuesto sobre los textos en los que se apoya bí­blicamente este dogma mariano. Dar a entender su función dentro de la cultura en la que se menciona, así­ como su sentido literario en cada evangelio, ayuda a comprender su densidad teológica en el marco de una cultura como la nuestra, tan alejada de aquella en sus concepciones acerca de la sexualidad femenina y acerca de los procesos de reproducción. El sentido teológico de la virginidad de Marí­a no puede separarse de su contexto cristológico: la afirmación de que Jesús es verdaderamente Hijo de Dios y verdaderamente humano, como ya quedaba claro en el concilio en el que se debatió y se formuló.

b) Marí­a, madre de Dios. Algo parecido podrí­a decirse del sentido catequético de la maternidad divina de Marí­a. Dentro del misterio de la encarnación, Marí­a no es sólo la madre del Jesús humano, sino que ha de ser también la madre del Hijo de Dios, ya que no pueden separarse su identidad humana y su identidad divina, puesto que ambas pertenecen a la misma y única persona. Por ello, la Iglesia la proclama madre de Dios.
Pero la catequesis sobre la maternidad divina de Marí­a, como es tradicional en la Iglesia, ha de extenderse a la maternidad eclesial y humana. Marí­a, así­, según decí­amos al explicar los textos de la obra de Lucas, es proclamada Madre de la Iglesia, y, todaví­a más, Madre de la humanidad, que es como decir, fundamentalmente, que ella es: 1) principio de humanidad a partir de la encarnación de Jesús, y 2) portadora activa de humanidad, o de humanización, como solemos decir ahora. Y en este sentido afirmamos que, sobre todo, Marí­a es madre de los más pobres, desgraciados y perdidos. Como madre-discí­pula de Jesús, es decir, como creyente, ella continúa en su maternidad la misión universal de Jesús, pero, como el, privilegia lo más pequeño y necesitado. Por eso muchos pueblos la proclaman liberadora, redentora de cautivos, pobre de Yavé…

c) Inmaculada concepción de Marí­a. Dentro del misterio de la redención, la Iglesia católica proclama a Marí­a en su inmaculada concepción, estableciendo así­ una estrecha relación entre Marí­a y los comienzos de la humanidad. Ya vimos cómo los mismos relatos evangélicos favorecen la vinculación entre Marí­a y la mujer de los comienzos. Pues bien, la Iglesia proclama que estos inicios son inmaculados, sin mancha, y que prueba de ello es Marí­a, criatura humana redimida por Jesús de forma anticipada. Cada ser humano, de este modo, puede considerar a la naturaleza humana, simbolizada en la figura de Marí­a, de un modo positivo y no negativo ni derrotista: antes del mal está (estaba) el bien. Marí­a, concebida sin mancha de pecado, muestra una perspectiva antropológica positiva acerca de la humanidad. Ella es memoria de la victoria de Jesús sobre el mal y el pecado. Los orí­genes dan sentido y orientación a la vida. Los orí­genes limpios de Marí­a, una criatura de nuestra historia, dan también un sentido esperanzado y positivo, una orientación hacia el bien y su poder sobre el mal, que orientan a cristianos y cristianas en el horizonte de la pascua.

d) Marí­a asunta al cielo. Y, dentro de este mismo misterio redentor y pascual, la Iglesia dice solemnemente que Marí­a ha sido asunta en cuerpo y alma a los cielos. De esta forma, ella no es sólo memoria de nuestros orí­genes redimidos por Jesús, sino perenne recuerdo de nuestro destino y final. Marí­a está en los orí­genes y está en el final. Y, si en los orí­genes el mensaje es positivo, en el final el mensaje no lo es menos. La victoria sobre el mal es también la victoria sobre la muerte, el gran enemigo humano y último enemigo. En el dogma de la asunción tiene un lugar especial el cuerpo, que la tradición eclesial afirma que no se pudrió en el sepulcro, sino que está, por anticipado, resucitado para siempre. De este modo, el dogma de la asunción arroja una luz positiva sobre la importancia del cuerpo en la persona, en el sentido de su vida, en la realización de su vocación y sus ideales y en su anhelo de vivir para siempre. Un cuerpo transformado, desde luego, como afirma Pablo, pero cuerpo a fin de cuentas. En Marí­a, ya asunta a los cielos, cada creyente puede ver realizado su anhelo y garantizada su esperanza de llegar, un dí­a, a vivir en la plenitud de la pascua, como ya vive ella.

IV. Marí­a en la catequesis
Ofreceré, primero, aquellos criterios generales que, a mi juicio, deben orientar toda catequesis sobre Marí­a y, en segundo lugar, indicaré criterios especí­ficos para catequesis según el género, las edades y las culturas.

1. CRITERIOS GENERALES. En un sentido general conviene tener en cuenta lo siguiente: Marí­a no es una idea ni una especie de diosa inalcanzable. Los evangelios la presentan como una criatura humana, que colaboró activa y libremente en el plan de Dios. Conviene, por tanto, subrayar su condición histórica, temporal y cultural frente a la ahistoricidad, atemporalidad y aculturalidad en la que, a menudo, se la presenta. Es conveniente situar a Marí­a en el contexto de los evangelios, a fin de que no se pierda de vista su condición cristiana (cf DGC 94, 95). Dentro de tal contexto es importante destacar su condición de creyente y de discí­pula. La catequesis, fiel al énfasis evangélico, debe colocar la maternidad de Marí­a en estrecha conexión con su fe y su libertad, sin olvidar que, según los cuatro evangelios, Jesús relativiza este rol a valores explí­citamente religiosos como es el propio seguimiento.

Y, por otra parte, una catequesis debe evitar, al menos, los siguientes peligros:
a) Relacionar a Marí­a con el estereotipo de lo femenino y de la mujer. La propuesta ejemplar de Marí­a a las mujeres y varones creyentes no es una propuesta de género, sino una propuesta de fe que, en este sentido, trasciende el género. El estereotipo femenino vinculado al sí­mbolo Marí­a incluye rasgos como la sumisión obediente, el silencio, la pasividad y la ausencia de protagonismo. Estos rasgos, entre otros, que tanto se distancian de la imagen evangélica de Marí­a, han reforzado una imagen ejemplar distorsionada, que ha tenido funestas consecuencias en la historia. Esta imagen ha reforzado en los varones la conciencia de la secundariedad e inferioridad de las mujeres en cuanto género, su explotación en favor y en función de los intereses individuales, institucionales y de género de los mismos varones. Y, en las mujeres, ha legitimado su pasividad, ha reforzado su baja autoestima y ha confirmado un permanente sentimiento de culpa ante su condición sexuada. Hoy son mayorí­a las mujeres que rechazan este estereotipo. La catequesis cristiana debe saber situar adecuadamente esta figura en la fe de sus catequizandos.

b) La catequesis sobre Marí­a debe evitar, igualmente, relacionar a esta con el milagrismo y el maravillosismo. La cualidad mediadora de la figura de Marí­a debe estar inserta en el misterio de la encarnación y la redención. El maravillosismo y milagrismo de que suele estar rodeada esta figura es contrario a estos misterios esenciales de la fe cristiana. La catequesis sobre Marí­a no debe enfatizar una imagen de Dios, la Virgen y los santos que esté en oposición a lo que revela la Biblia sobre el modo de actuar divino en la historia humana. La imagen milagrosista y maravillosista de Marí­a, lejos de suscitar la libertad y la esperanza activas de los creyentes, individuos y pueblos, fomenta la pasividad ante situaciones injustas y de explotación.

c) La catequesis sobre Marí­a, en fin, debe evitar presentar el dualismo que presenta a Marí­a como la cara bondadosa, femenina, misericordiosa y compasiva de Dios y a este y a Jesús, por contraste, como rostro masculino, duro y exigente. Esta oposición no solamente traiciona cuestiones básicas de la fe cristiana, sino que distorsiona la imagen de Jesús, del Padre y de la misma Marí­a. Aunque no es fácil hacer frente a nuestra manera de pensar y concebir la realidad en oposiciones dualistas, herencia de unos a prioris occidentales, la catequesis sobre Marí­a deberí­a intentar resistir a estas y otras proyecciones.

2. CRITERIOS DIFERENCIALES. a) El género. En lo relativo al género habrí­a que tener en cuenta algunas cosas. En general, cada uno de los géneros tiene una historia de recepción y proyección psicológica especí­fica en relación con la figura de Marí­a. Esta historia se acentúa en las zonas latinas de tradición católica, tales como el área mediterránea y las naciones latinoamericanas. El catequista o la catequista deben tener en cuenta este trasfondo. Su formación mariana o mariológica debe prestar especial atención a toda esta problemática.

Los varones, en concreto, y célibes en particular, suelen proyectar en Marí­a una figura idealizada de lo femenino, fuertemente vinculada al sí­mbolo de la madre, dentro de la propia cultura, y a la experiencia concreta de la propia madre. Por extensión y generalización (en sentido psicológico), la figura de Marí­a se relaciona con el resto de las mujeres concretas que, en tal red, siempre pierden. Está relacionada, además, con los procesos individuales y culturales por los que el varón accede a su identidad masculina. Serí­a deseable que los catequistas varones exploraran sus propias vivencias y que las catequistas mujeres estuvieran al corriente de estos procesos.

Las mujeres, en cuanto género, se encuentran en una situación más diferenciada. Muchas creyentes del área católica mediterránea y latinoamericana repudian la imagen tradicional de Marí­a porque se opone a sus luchas y conquistas psicológicas, sociales y religiosas. En particular, esta imagen obstaculiza en ellas una búsqueda más positiva y activa de la propia autoafirmación, de la corporalidad y de la sexualidad. Muchas otras mujeres, por otro lado, acuden a Marí­a por necesidad psicológica de una imagen poderosa con la que identificarse y conseguir protagonismo, ayuda, comprensión. Esta identificación, sin embargo, es compensación vicaria de carencias tan duras y endémicas como las producidas por la propia explotación social, familiar, laboral y, sobre todo, emocional. A menudo, se trata de una compensación de la propia experiencia materna, negativa para las hijas. En la base de numerosos fenómenos de apariciones se encuentran experiencias como las mencionadas.

Una catequesis responsable sobre Marí­a requiere de sus catequistas más que una mera información de estas y otras cuestiones. Una responsable catequesis sobre Marí­a, como ocurre en todo lo relativo a la transmisión de la fe, pide a sus catequistas y educadores o educadoras una formación bí­blica y una exploración de sus propias experiencias de género, a fin de evitar, en lo posible, las consecuencias negativas y deformantes de las propias experiencias personales y culturales. Si toda la catequesis se presta a tales proyecciones, la de Marí­a podrí­a decirse que es privilegiada en este sentido. Pocos elementos de la fe cristiana se prestan tanto a las proyecciones inconscientes y a las deformaciones doctrinales como la imagen de Marí­a.

b) Las edades. En lo relativo a las edades podrí­amos señalar algunas cosas. En los primeros años, es decir, de los 2 a los 9 ó 10 años, es muy difí­cil separar, en general, la imagen de Marí­a de la imagen de la madre propia y de las mujeres de la propia experiencia familiar y escolar. Mucho más difí­cil resulta diferenciarla de la imagen cultural y simbólica de lo que se entiende por madre y por mujer en el propio contexto. Catequistas y educadores deben tener en cuenta tal contexto y procurar presentar una imagen de Marí­a que no resulte anacrónica, por un lado, pero que se atenga a los datos fundamentales de la fe, por otro. En este sentido, es preciso tomar conciencia del desfase existente entre la imagen femenina que, con frecuencia, presenta todaví­a la Iglesia acerca de Marí­a, y la imagen de mujer que emerge más y más en nuestra cultura occidental. Debe evitarse presentar una imagen sexista, racista y clasista de Marí­a.

En estos años, de acuerdo con los criterios presentados al hablar de la necesidad de ofrecer una catequesis narrativa, es adecuado plantear las catequesis sobre Marí­a bajo la forma de relatos más que como discursos argumentativos. Relatos evangélicos donde los niños aprendan a ver a Marí­a dentro de su cultura, en el proceso de la fe y en el camino del discipulado y de la pascua. Es un buen momento para relacionar a Marí­a con los relatos del Antiguo Testamento en los que pueden encontrarse figuras, acontecimientos y esquemas literarios en los que percibir relaciones, similitudes y diferencias. De esta forma, los niños aprenden a situar a Marí­a en el evangelio, junto a Jesús y los discí­pulos, y les resultará más fácil situarla dentro de la Iglesia. Se debe prestar especial atención a las fiestas en las que se celebran explí­citamente los dogmas marianos y aquellas otras en las que, como ocurre en la navidad, la figura de Marí­a es especialmente relevante.

Catequistas y educadores deben cuidar las necesidades afectivas y emocionales que suelen aparecer vinculadas a Marí­a y si, por una parte, deben evitar fijar a Marí­a en el plano de los afectos y emociones, por otra, deben aprovechar la disposición afectiva de los niños para centrar adecuadamente a Marí­a. A este respecto debemos destacar la importancia de las celebraciones litúrgicas.

En la adolescencia no resulta extraño encontrar mayores dificultades en chicos y en ciertos grupos de chicas para aceptar la figura de Marí­a como punto de referencia en sus procesos de fe.

En los chicos destaca con cierta fuerza la idealización. Marí­a suele ejercer un rol referencial, idealmente proyectado, de lo femenino. Por una parte, parece que se aleja más de la figura materna propia, pero, por otra, aparece más generalizada en su simbolismo femenino. Muchos chicos, sin embargo, no prestan atención a esta figura, en particular si durante la infancia ha estado marcada por el afecto y la emoción. La ambivalencia con respecto a la propia infancia se expresa, también, en la ambivalencia con respecto a Marí­a, puesto que esta evoca dicha infancia de una manera especial.

En las chicas, como ya decí­amos al hablar en general, se dan dos procesos diferenciados según los grupos y las experiencias existenciales individuales. 1) En uno, Marí­a se convierte en la figura femenina adulta de referencia: esa mujer que toda adolescente necesita mirar para aprender a ser una mujer. El carácter proyectivo de la figura de Marí­a se presta bien a este rol. La chica, de este modo, acude a ella como a su confidente, su modelo, su referencia afectiva, su conexión con la infancia… ya que tal rol no es habitual que lo realice la madre propia. Una catequesis cristiana y responsable sobre Marí­a debe aprovechar estas necesidades y tendencias como canales positivos y presentar a Marí­a con aquellos rasgos evangélicos que ayuden a las chicas a ser ellas mismas, a crecer en la fe y a situarse, como Marí­a, en la lí­nea del discipulado evangélico. Bien presentada, Marí­a tiene muchos y ricos trazos que estimulan a las chicas en el crecimiento humano y cristiano. 2) Pero hay otro grupo, sobre todo si las chicas provienen de medios familiares y catequéticos más tradicionales, que verán en la figura de Marí­a una especie de conciencia de culpa continua, en particular si las muchachas se encuentran en los conflictos propios de la etapa, en particular los que tienen que ver con la autoafirmación y con el descubrimiento de la propia sexualidad. La imagen de Marí­a les va a resultar negativa o, por lo menos, indiferente o irrelevante, si no se acierta a comprender los problemas de la etapa y a presentar a Marí­a según los rasgos fundamentales del evangelio.

Jóvenes y adultos encuentran otras posibilidades y escollos en una catequesis sobre Marí­a. Quienes hayan sido formados en una fe tradicional se resistirán con mucha fuerza a cambiar la imagen de Marí­a, que piensan es inofensiva y, sobre todo, que está especialmente pegada a la infancia. Desbaratar algunos rasgos se presenta, para muchos adultos, como una amenaza sobre pilares y recuerdos infantiles. Muchos hombres y mujeres, consciente o inconscientemente, se niegan a crecer y madurar en la fe respecto a Marí­a. Las contradicciones que se palpan, con frecuencia, suelen ser muy grandes: un racionalismo y empirismo en el ejercicio de la propia profesión y una disposición acrí­tica e irracional, por ejemplo, ante el fenómeno de las apariciones. Una catequesis adulta sobre Marí­a debe tener un cierto carácter iconoclasta a este respecto, aunque, evidentemente, derribo y nueva construcción deben hacerse a la par y, estratégicamente, lo más adecuado serí­a construir directamente una nueva, atractiva y más evangélica figura de Marí­a, que desplace la antigua y caduca construcción.

Uno de los escollos que encontrará un catequista de adultos y jóvenes será el relativo a la virginidad de Marí­a. Si se elude se estará dando alguno de estos mensajes concretos a los catequizandos: “esto no es importante”; “mejor no tocar un tema tan delicado”; “no sé cómo tratarlo”. Una catequesis de adultos y jóvenes se verá en algún momento ante la necesidad de abordar este tema. Para ello, los catequistas deben prepararse. No puede adoptarse esa postura, autoritaria a priori, con que a veces se aborda: “esto es lo que hay, si lo quieres como si no”. Si los dogmas de la fe siguen vigentes deben poder explicarse, y su lugar adecuado no es sólo la facultad de teologí­a, sino la catequesis. Si un dogma no ayuda a vivir la fe, entonces es que sobra, o que no ha adecuado su sentido a su formulación, o que se ha dejado perder y morir… Con dogmas marianos como el de la virginidad de Marí­a puede ocurrir lo segundo: en una sociedad que ha cambiado tanto en lo que a comprensión y ejercicio de la sexualidad se refiere, el sentido del dogma no se adecua a su actual formulación.

En la catequesis de adultos y jóvenes, como en el caso de la catequesis de infancia y adolescencia, es importante para los catequistas controlar los sesgos sexistas, racistas y clasistas, que se cuelan sin darse cuenta en formulaciones, explicaciones, selección de relatos, expresiones.

c) Las culturas. Los estudios de antropologí­a cultural, aplicados a la Biblia y a otros elementos de la fe, así­ como los resultados de investigaciones sociológicas y de psicologí­a social, han puesto de manifiesto tanto las diferentes sensibilidades culturales con relación al fenómeno de Marí­a en el catolicismo, como la dinámica social y psicológica por la que este fenómeno se explica.

Una catequesis sobre Marí­a que sea responsable y cristiana debe prestar especial atención a estas dos orientaciones, la que se refiere a la inculturación y la que tiene que ver con lo sociológico y psicológico. Esta catequesis debe conocer la importancia de la figura de Marí­a en pueblos y regiones en donde se ha hecho una con la cultura y la historia de su gente. La religiosidad popular ha ido, a menudo, de la mano de la devoción a Marí­a. La catequesis debe aprovechar estas ví­as como verdaderos recursos. Lo mismo podrí­a decirse de la necesidad de grupos y pueblos de expresar la fe con el cuerpo y con las emociones y afectos. Devolver a Marí­a al evangelio no tiene que estar, necesariamente, en contra o en desacuerdo con estas caracterí­sticas. En la cultura occidental tendemos, por un extraño complejo de superioridad, a minusvalorar las expresiones religiosas de otras culturas, como pueden ser las de los pueblos andaluces o las de algunos pueblos latinoamericanos, en favor de unas expresiones poco afectivas y mucho más racionales. La distancia crí­tica necesaria a la praxis de fe, tanto individual como colectiva, aunque utiliza la racionalidad, no depende de ella, como solemos creer ingenuamente. La figura creyente, evangélica, discí­pula, de Marí­a, no está, necesariamente, en contradicción con las expresiones culturales y afectivas en que vivimos y transmitimos la fe en ella. Cada lugar e Iglesia concreta debe explorar sus posibilidades y sus riesgos. La catequesis, desde luego, debe tener en cuenta los resultados de tal exploración.

BIBL.: AA.VV., Marí­a del evangelio, Claretianas, Madrid 1994; AA.VV., Marí­a y la Santí­sima Trinidad, Secretariado Trinitario, Salamanca 1986; BROWN R. E., Marí­a en el Nuevo Testamento, Sí­gueme, Salamanca 1982; DE FIORES S.-MEO S., Marí­a en la teologí­a contemporánea, Sí­gueme, Salamanca 1990; Nuevo diccionario de mariologí­a, San Pablo, Madrid 1993′-; LAURENTIN R., Marí­a, clave del misterio cristiano, San Pablo, Madrid 1996; NAVARRO PUERTO M., Marí­a, la mujer, Claretianas, Madrid 1987; Marí­a-madre: el paso de una a otra fe, Ephemerides Mariologicae 44 (1994) 67-96; La paradoja de Marí­a madre-virgen, Ephemerides Mariologicae 45 (1995) 96-124; El hombre llamó a su mujer Eva (Gén 3,15-20), Ephemerides Mariologicae 46 (1996) 9-40; PIKAZA X., La madre de Jesús, Sí­gueme, Salamanca 1989; Amiga de Dios, San Pablo, Madrid 1996; SERRA A., Marí­a según el evangelio, Sí­gueme, Salamanca 1988; WARNER M., Tú sola entre las mujeres, Taurus, Madrid 1991.

Mercedes Navarro Puerto

M. Pedrosa, M. Navarro, R. Lázaro y J. Sastre, Nuevo Diccionario de Catequética, San Pablo, Madrid, 1999

Fuente: Nuevo Diccionario de Catequética

SUMARIO: I. Diagrama de la situación actual: 1. Desarrollo del culto a Marí­a; 2. La cuestión mariana; 3. La crisis mariana; 4. El redescubrimiento de Marí­a: a) En las comunidades religiosas, b) En los movimientos eclesiales, c) En la liturgia renovada – II. Marí­a en la vida espiritual a la luz de la palabra de Dios:1. Vida espiritual según la revelación cristiana; 2. Presencia de Marí­a en el NT: a) Reconocimiento progresivo de Marí­a en la historia de la salvación, b) Perfil espiritual de Marí­a. c) La alabanza de Marí­a y la acogida del discí­pulo – III. Formas históricas de espiritualidad mariana: 1. La “oblatio” de la congregación mariana; 2. La vida “mariforme” del carmelo; 3. La consagración o santa esclavitud a la Madre de Dios; 4. La alianza con Marí­a; 5. Vivir la vida de Marí­a – IV. Reestructuración de la relación espiritual con Marí­a: 1. Culto a Marí­a orgánicamente inserto en la vida espiritual; 2. Relación con Marí­a vivida especialmente en la liturgia; 3. Identificación con Marí­a y los problemas de nuestro tiempo: a) Marí­a y el hombre proyecto de libertad. b) Marí­a y la conversión a la historia, c) Marí­a y el camino hacia la madurez; 4. Renovación e impulso creativo en las formas expresivas – V. Conclusión: Presencia eficaz de Marí­a en el itinerario cristiano.

Como en otras épocas históricas, también hoy el cristiano advierte la exigencia de comprender y valorar la misión que la Madre de Jesús desempeña en la Iglesia y en su vida espiritual. A pesar de la desorientación momentánea que ha provocado la crisis mariana, se da cuenta de que la Virgen Marí­a, escogida por Dios para realizar “cosas grandes” (Lc 1,49) en su plan de amor, es una señal pletórica de significado, ofrecida al pueblo de Dios en su camino de fe. Más que elaboraciones teológicas, lo que el cristiano de hoy desea es un encuentro auténtico y personal con Marí­a, libre de hipotecas y de visiones caducas, basado en el contacto asiduo con el evangelio y expresado en un diálogo con ella continuamente renovado. El episcopado holandés se ha hecho intérprete de esta aspiración al afirmar: “No se trata de una sección de doctrina teológica abstracta, ni de distinciones teológicas, sino de un encuentro vivo… Marí­a, persona viva, pide a los cristianos una respuesta viva, una respuesta personal, una respuesta de mente y de corazón”t
Para madurar esta respuesta, el cristiano no puede abandonar el terreno histórico en que vive y actúa, ni prescindir de los datos provenientes del Nuevo Testamento o de la tradición eclesial. La figura de Marí­a adquiere su hechizo evocador y estimulante cuando se la inserta en la trama global de la vida cristiana; solamente en ese contexto se hace interpelación e inspiración para encarnar los valores cristianos en nuestro tiempo. Por eso intentamos acompañar al lector a través del trayecto teológico propio del llamado “cí­rculo hermenéutico”; partiremos de la situación actual del culto a Marí­a; pasaremos a una confrontación con la revelación bí­blica para captar la palabra de Dios sobre la función de Marí­a en la vida cristiana, y, finalmente, volveremos al presente para iluminarlo con la luz que nos ha prestado la revelación. Este itinerario, si por un lado nos lleva a una reestructuración de la relación cristiana con Marí­a, por otro nos sirve de ocasión y ayuda para realizar el fascinante descubrimiento de aquella a la que Dios ha puesto en el camino del cristiano para conformarlo progresivamente con la imagen del Hijo (cf Rom 8,29).

I. Diagrama de la situación actual
Si examinamos el perí­odo que va de los años anteriores al Vat. II hasta hoy. podemos afirmar que la actitud de los católicos ante la Virgen Marí­a ha pasado por cuatro fases sucesivas: desarrollo, problema, crisis, redescubrimiento.

1. DESARROLLO DEL CULTO A MARíA – La especial veneración a la Madre de Cristo, “fenómeno irresistible que domina toda la historia de la Iglesia”. alcanza su mayor incidencia en nuestro siglo, al que algunos han definido como la era de Marí­a. El movimiento mariano postridentino se expresó, sobre todo en el pontificado de Pí­o XII, a través de una serie de actos oficiales que tendí­an a realzar la presencia de Marí­a en la vida y en el pensamiento cristiano: consagración del mundo al Corazón inmaculado de Marí­a (1942), definición del dogma de la Asunción (1950), celebración del año mariano en el centenario de la definición de la Inmaculada (1954). En este mismo clima maduraron diversas iniciativas a nivel de estudio y de pastoral, animadas por el magisterio pontificio y episcopal: la “peregrinatio Mariae”, la reanudación de los congresos marianos internacionales, el nacimiento de nuevas sociedades mariológicas, el reflorecimiento de las peregrinaciones y de otras formas de devoción mariana.

A la toma de conciencia del lugar y de la función de Marí­a en el plan de la salvación correspondió un desarrollo del culto mariano, considerado como elemento caracterí­stico de la espiritualidad cristiana y del itinerario que llevahasta Cristo: “La verdadera devoción, la de la tradición de la Iglesia…, tiende esencialmente a la unión con Jesús bajo la guí­a de Marí­a… A Jesús se va por medio de Marí­a. Marí­a es, por tanto, el camino hacia Jesucristo, que es camino, verdad v vida”.

2. LA CUESTIí“N MARIANA – Frente al incremento progresivo del culto mariano, acompañado a veces por un excesivo celo en la propagación de formas particulares de devoción, se elevaron voces de reserva y se dibujaron dos tendencias opuestas, que analiza R. Laurentin en su libro La question mariale (1963): “Existe hoy en ciertos medios una tensión entre piedad cristocéntrica y piedad mariocéntrica…, una tensión entre una piedad totalmente referida a la Virgen y otra que no se refiere a ella… Erigir en la práctica la devoción mariana en religión mariana tiende a provocar por reacción una religión sin la Virgen”.

Aparte de esta esquematización, que descuida las zonas intermedias, surgió cierto malestar debido sustancialmente a la afirmación en el campo eclesial de algunos movimientos renovadores, tales como el movimiento bí­blico, el litúrgico, el patrí­stico y el ecuménico. Todos ellos coincidí­an en la exigencia de medir la vida cristiana con el metro de la palabra de Dios, respetando la jerarquí­a de valores y la amplitud del plan salví­fico. Precisamente esta exigencia de compaginar el culto mariano con los otros aspectos esenciales del cristianismo constituí­a la raí­z de la “cuestión mariana”: un problema de ubicación y de verificación, de inserción y de reducción a las debidas proporciones. La confrontación con el cuadro kerigmático del cristianismo de los orí­genes provocó una crí­tica del planteamiento del culto mariano y de sus expresiones, más que un trabajo de investigación constructiva.

3. LA CRISIS MARIANA – El Vat. II dio una solución equilibrada al malestar del culto mariano: promoción activa del mismo en la Iglesia como respuesta a los datos de fe sobre la Madre del Señor (LG 66); inserción en la liturgia, orientación cristocéntrica, trinitaria, eclesial y ecuménica (SC 103; LG 60-67); exhortación a evitar las desfiguraciones de un “sentimentalismo estéril y transitorio” y de una “vana credulidad” (LG 67). A pesar de estas claras orientaciones, el perí­odo postconciliar registra una agravación del problema mariano, que se expresa entonces sin eufemismos con el término de crisis; a los excesos y supravaloraciones del culto mariano sucede una disminución, una mengua, un sensible oscurecimiento, que algunos dramatizan hasta llegar a hablar de “época glacial mariana”. Los signos de esta disminución son la regresión y a veces la desaparición de prácticas tradicionales en honor de Marí­a, como el rosario. el mes de mayo, las procesiones, las asociaciones, el culto a las imágenes: pero sobre todo pérdida de interés por el tema mariano, el silencio en la predicación, el temor de que la devoción a Marí­a complique el itinerario cristiano o constituya un ambiente tranquilizante que mantenga en el infantilismo a los cristianos: “La devoción mariana tiende a parecer en el cristianismo accesoria, secundaria, sobrepuesta y en cierta medida artificial”
Ante este fenómeno de marginación del culto mariano hay que preguntarse por sus causas, a fin de aclarar cómo es que al incremento deseado por el Vat. II ha sucedido, paradójicamente, una regresión y falta de interés.

a) La primera explicación plausible es la falta de asimilación de la doctrina del Vat. II sobre la función de Marí­a en el plan de la salvación. Algunos de los nuevos aspectos, capaces de modificar profundamente la relación con Marí­a, resultan difí­ciles de entender para los fieles. Una encuesta entre 654 jóvenes de quince a veintidós años ha revelado, por ejemplo, que la Virgen es vista por ellos como madre a la que se recurre en los momentos difí­ciles (sí­mbolo de una religión-refugio), mientras que está casi totalmente ausente en sus respuestas la referencia a Marí­a tipo de la Iglesia y modelo del comportamiento cristiano. De manera semejante, el significado de la devoción mariana, que el Vat. II presenta como una ayuda para un contacto í­ntimo e inmediato con Cristo (LG 60-62), es recibido por ellos en una medida casi irrelevante’. Así­ pues, una catequesis carente de motivaciones teológicas tiene una parte de responsabilidad en esta percepción deficiente del papel que el Vat. II señaló a Marí­a; pero la causa más profunda ha de buscarse en otra dirección, a saber: en la falta de adecuación de las formas en que se expresa la devoción mariana, que hoy resultan desfasadas y no adecuadas a los tiempos. Y aquí­ hay que mencionar almismo Vat. II, que, si supo responder a las exigencias de los movimientos intereclesiales insertando el culto mariano en el cuadro cristológico, no supo, sin embargo, ver en el diverso contexto cultural contemporáneo los motivos últimos de su malestar. A más de un decenio de distancia, las directrices pastorales del Vat. II revelan fácilmente un carácter un tanto conservador y poco atento a la renovación: “El santo Concilio… amonesta a todos los hijos de la Iglesia que… estimen en mucho las prácticas y los ejercicios de piedad hacia ella (la bienaventurada Virgen), recomendados por el magisterio en el curso de los siglos, y que observen escrupulosamente cuanto en los tiempos pasados fue decretado acerca del culto de las imágenes de Cristo, de la Santí­sima Virgen y de los santos” (LG 67). La laguna antropológica del concilio aparece igualmente en la omisión de una confrontación directa con la mentalidad actual, deteniéndose en el criterio negativo del no-escándalo: “En las expresiones o en las palabras eviten cuidadosamente todo aquello que pueda inducir a error a los hermanos separados o a cualesquiera otras personas acerca de la verdadera doctrina de la Iglesia” (ib). El mismo planteamiento de las relaciones cultuales como “deberes de los hombres redimidos para con la Madre de Dios” (LG 54) se olvida de la exigencia actual de encontrar significados vitales más que obligaciones.

b) La exhortación apostólica Marialis cultus (2 febrero 1974) da un nuevo paso cuando atribuye la “desorientación momentánea” en el culto a la Madre del Señor a “la diversidad entre algunas cosas de su contenido y las actuales concepciones antropológicas y la realidad psico-sociológica, profundamente cambiada, en que viven y actúan los hombres de nuestro tiempo” (n. 34). Aquí­ la reflexión se hace cultural y antropológica, pues se consideran las expresiones de la relación con Marí­a no en sí­ mismas, sino como partes o modos de un universo simbólico, de un sistema de signos en el que se expresa una cultura determinada. Al cambiar las concepciones antropológicas, entran en crisis los modelos y los esquemas representativos anteriores para crear otros nuevos, en correspondencia con el nuevo horizonte cultural. La Marialis cultus (= MC), partiendo de este planteamiento, se percata de que los cambios realizados en nuestro tiempo han influido profundamente en las manifestaciones del sentimiento religioso, suscitando una repulsa de ciertas formas cultuales consideradas válidas en un reciente pasado: “Ciertas prácticas cultuales, que en un tiempo no lejano parecí­an apropiadas para expresar el sentimiento religioso de los individuos y de las comunidades cristianas, parecen hoy insuficientes o inadecuadas, porque están vinculadas a esquemas socio-culturales del pasado, mientras en distintas partes se van buscando nuevas formas expresivas…” (MC, Introducción).

Para desbloquear la actual situación de perplejidad, no basta ya la atención a los movimientos del área eclesial, sino que se precisa una asimilación de la mentalidad actual y de las adquisiciones de las ciencias humanas; en una palabra, la inculturación o el “movimiento… de una cultura hacia otra cultura y. por tanto, un diálogo, una enseñanza. una confrontación, una mezcla y más frecuentemente una prueba de fuerza”. Una vez realizado este encuentro con la cultura actual, la tarea de los fieles en el sector mariano es múltiple: revisión de sus diversas formas para mantener y renovar las que aportan valores actualmente asimilables; confrontación de las propias concepciones antropológicas y de los problemas que de allí­ se derivan con la figura de la Virgen Marí­a, tal como nos la propone el evangelio: impulso creativo en orden a nuevas expresiones.

4. EL REDESCUBRIMIENTO DE MARíA – El diagnóstico de la situación actual del culto mariano no se agota en la crisis. En buen número de cristianos persiste una devoción de tipo sentimental e insensible a la renovación; en otros ambientes se vive, por el contrario, en actitud de repulsa, de perplejidad o de espera. Lo cierto es que se está gestando en la Iglesia un redescubrimiento de Marí­a a través de una experiencia cristiana más basada en la Biblia y más en consonancia con las urgencias actuales.

a) En las comunidades religiosas. Algunas encuestas documentan el esfuerzo de renovación realizado por los capí­tulos generales incluso en el terreno de la relación con Marí­a. No sólo se ha insertado a Marí­a en el misterio de Cristo y de la Iglesia según la pauta de la Lumen gentium, sino que ha cambiado la manera de referirse a la Virgen yde expresar su culto: se ha superado el criterio de la multiplicación de las prácticas marianas como criterio de espiritualidad; se han valorizado las fiestas litúrgicas marianas, en las que se renuevan los votos y se comprometen a vivirlos a ejemplo de Marí­a; se busca inspirarse en ella como en una mujer sencilla, servicial, comprometida en la aventura de Cristo, guí­a en la fe oscura y entregada’.

Ciertas comunidades religiosas han pasado de una devoción cuantitativa, sensible, infantil y poco fundada a una devoción más interior, profunda, sólida, madura y comprometida. “De niño -afirma un religioso-, ella era para mí­ como un hada. En mi adolescencia, un mito. En mi juventud estaba muy alta y lejana… Ahora estoy casi continuamente con ella y vamos juntos al cenáculo y al calvario”. Los factores de esta maduración son la experiencia y la reflexión personal, los documentos del Vat. II o los escritos marianos de los teólogos, el contacto con personas que viven el espí­ritu del instituto y la misma situación de crisis, que ha llevado a buscar una relación con Marí­a más purificada y evangélica. Se prefiere invocar a Marí­a como madre, pero también como modelo de vida, de fe y de respuesta radical al mensaje de Jesús, de liberación de la mentalidad judaica para aceptar la increí­ble novedad cristiana, de disponibilidad y colaboración, como mujer fuerte que se fí­a de Dios en los acontecimientos dolorosos de la vida.

Las congregaciones religiosas de inspiración mariana han realizado un trabajo de replanteamiento a nivel de espiritualidad y de actividad; la consecuencia ha sido una inserción del aspecto mariano, muchas veces acentuado y desarrollado unilateralmente en el pasado reciente, en el contexto más amplio del carisma originario. Se mueven así­ hacia una relativización o simplificación de las prácticas cultuales en favor de una presencia discreta y eficaz de Marí­a; de un clima de vida y de impregnación mariana que no complique, sino que sostenga la relación con Cristo y el servicio a los hombres. Quizá esta orientación explique la escasa iniciativa respecto a nuevas formas de culto mariano para sustituir a las antiguas, que resultan anacrónicas.

b) En los movimientos eclesiales. En el perí­odo postconciliar, tras una especie de vací­o mariano ha surgido una nueva forma de valorar el lugar de Marí­a en la vida cristiana que ha transformado el itinerario tradicional “a Jesús por medio de Marí­a”. Ya no se parte de ella como paso para conocer y amar a su Hijo, sino que se arranca de una experiencia evangélica centrada en Cristo. La obra de los Focolares, muy sensible al aspecto mariano por haber nacido como “obra de Maria”, estima que no es posible hablar de Marí­a y de su función eclesial a personas que no han recibido una iniciación en la vida de Cristo. Por eso en las Mariápolis se empieza con la experiencia comunitaria del mandamiento nuevo del amor mutuo. Cuando se llega a una comunión profunda se descubre la presencia de “Jesús en medio”. Entonces se percatan de que engendrar la presencia de Jesús a través del amor es la obra de Marí­a por excelencia; viviendo el evangelio se es Marí­a en la Iglesia. En este punto la expresión clave se convierte en “vivir a Marí­a”, esto es, vivir como Marí­a en el silencio de escucha de la Palabra y proseguir su obra haciendo nacer a Jesús entre los hombres.

El movimiento carismático [>Carismáticos] recupera a Marí­a dentro de la oración en el Espí­ritu. Las reuniones de oración tratan de la conversión al Señor Jesús; pero progresivamente se comprende en el Espí­ritu la necesidad de la alabanza de Maria, a ejemplo de Isabel, y de la comunión con ella para alcanzar las caracterí­sticas de la oración: el “fiat” de la disponibilidad, el “Magnificat” de la alegrí­a, la humildad confiada, que no exige, sino espera. El Espí­ritu no se ata a las fórmulas, sino que impulsa a la oración del corazón; por eso incluso en el rezo del rosario se detienen libremente en las diversas expresiones del avemarí­a, actualizándolas de modo personal. La relación con Marí­a no vela la presencia del Espí­ritu, sino que la deja transparentar por completo; es como un espejo que desaparece frente a la figura que refleja; una vez encontrada, Marí­a se esconde para manifestar al Espí­ritu.

Los movimientos de liberación de América Latina descubren en Marí­a la figura que encarna las actitudes fundamentales de gozo por la presencia de Dios en la historia, de esperanza en el cambio de la situación de explotación injusta, de solidaridad con los pobres y los oprimidos. La apelación al Magnfcat es tan frecuente que constituye un punto de convergencia de la espiritualidad contemporánea; se ha convertido en el canto de liberación de toda injusticia y opresión, en el himno de esa gran revolución de la esperanza que desaloja de la neutralidad para alistarse al lado del Dios de Marí­a en la causa de los pobres.

La comunidad ecuménica de Bose (Vercelli) ha llegado al reconocimiento de la función de Marí­a a través de tres senderos: la palabra de Dios, la vida monástica y la presencia de las mujeres dentro de la comunidad. La asiduidad en la lectura de la Biblia ha llevado al descubrimiento de Marí­a en la comunidad cristiana de los Hechos de los Apóstoles; Marí­a es “el elemento persistente y único de la continuidad visible entre el surgir de Cristo según la carne y el surgir de la nueva comunidad cristiana”. Profundizando en los evangelios de la infancia se descubre en Marí­a a la hija de Sión, al arca de la nueva alianza, a aquella a la que todas las generaciones llamarán dichosa. Más que a través de las formulaciones dogmáticas, la comunidad descubre a Marí­a en la experiencia de vida monástica como modelo de pobreza, de existencia marginal respecto a la institución, de consagración y fecundidad más allá de la esfera de la sexualidad, de oración no pietista, sino inserta en la historia. Finalmente, la situación de comunidad mixta ha influido en la recuperación de Marí­a como modelo femenino, invitando a reconsiderar a la mujer como factor esencial de la vida humana”.

e) En la liturgia renovada. El descubrimiento de Maria ha sido, además, obra del ámbito más amplio de la teologí­a contemporánea, con inmediata incidencia en la liturgia. Resumiendo este camino, afirma la MC: “La reflexión de la Iglesia contemporánea sobre el misterio de Cristo y sobre su propia naturaleza la ha llevado a encontrar, como raí­z del primero y como coronación de la segunda, la misma figura de mujer: la Virgen Marí­a, madre precisamente de Cristo y madre de la Iglesia. Un mejor conocimiento de la misión de Marí­a se ha transformado en gozosa veneración hacia ella y en adorante respeto hacia el sabio designio de Dios” (Introducción). En comunión con la tradición eclesial, la teologí­a de nuestro siglo, impulsada por el movimiento mariano, ha subrayado la intima unión de Marí­a con Cristo, viendo en la mariologí­a un elemento integrante y una verificación de la cristologí­a. La liturgia romana renovada ha tenido buen cuidado de “incluir de manera más orgánica y con más estrecha cohesión la memoria de la Madre dentro del ciclo anual de los misterios del Hijo” (MC 2). Junto a esta orientación cristocéntrica fundamental, la teologí­a contemporánea ha puesto de manifiesto las relaciones de Marí­a con la Iglesia, replanteadas por los estudios bí­blicos y patrí­sticos, que confluyeron en el Vat.II, el cual presenta a Marí­a como miembro, madre, tipo y modelo de la Iglesia (LG 60-65). Esta dimensión eclesial ha ejercido un influjo en la liturgia: “El tema Marí­a-Iglesia ha sido introducido en los textos del misal con variedad de aspectos, como variadas y múltiples son las relaciones que median entre la Madre de Cristo y la Iglesia” (MC 11).

A nivel de celebración oficial, Marí­a conserva hoy un puesto importante y “la renovada liturgia romana constituye, aun en su conjunto, un fúlgido testimonio de la piedad de la Iglesia hacia la Virgen” (MC 58). Así­ pues, este campo no ha sido tocado por la crisis; al contrario, ha realizado un notable enriquecimiento cualitativo y cuantitativo, proponiendo la memoria de la Virgen en el misal, en el ritual y en la liturgia de las horas, y favoreciendo una relación de veneración, de admiración, de imitación y de oración con la Madre del Señor.

II. Marí­a en la vida espiritual a la luz de la palabra de Dios
De la experiencia actual de Marí­a en la Iglesia es indispensable pasar a la confrontación con la palabra de Dios, considerada como revelación normativa que regula y juzga cada uno de los fenómenos eclesiales.

1. VIDA ESPIRITUAL SEGÚN LA REVELACIí“N CRISTIANA – El cristianismo no se puede catalogar en fórmulas o conceptos, ya que es ante todo don, presencia, experiencia, vida. Esto explica las múltiples definiciones de la vida cristiana que nos dan los autores del Nuevo Testamento, según el impacto de las diversas áreas culturales y el crecimiento en la comprensión del misterio de Cristo.

En los Sinópticos se describe la vida cristiana como entrada en el “reino de Dios” (Mc 1,15), que supone conversión (Mt 3,2; 4,17), disponibilidad (Mc 10,15), fe activa (Mt 7,21) y seguimiento de Cristo (Mt 19,29; Le 9,23).

En Juan el reino de Dios cede su lugar a la “vida eterna”, ofrecida a quien se hace discí­pulo de Cristo (8,31; 15,8) mediante la fe (3,36; 8,51; 12,47) y el compromiso de comunión con el Padre y con los hermanos (4,23; 1 Jn 1,3; 3,23).

Para Pablo el cristianismo es “vida en Cristo” (165 veces) y “vida en el Espí­ritu” (19 veces). Incorporados a Cristo a través del bautismo (Rom 6,4), los cristianos forman con él un solo ser (Rom 6,5; 1 Cor 12.27) y se van haciendo progresivamente por la acción del Espí­ritu conformes a su imagen (Rom 8,29; 2 Cor 3,18).

La Carta a los Hebreos, al señalar a Cristo como sumo sacerdote, presenta la vida cristiana como una peregrinación (4,14; 10,18) y acentúa la exigencia de un culto purificado y espiritual (13,9-15).

Santiago insiste en la fe viva, acompañada de obras (2,26), y en la caridad activa, que atiende a los necesitados y no cede a favoritismos, a discordias y a ninguna forma de opresión (2,1-9.15-16; 4,11; 5,1-6).

Teniendo, además, en cuenta los restantes libros del Nuevo Testamento, resulta evidente una constatación: en la descripción de la vida espiritual, los autores neotestamentarios omiten toda alusión a Marí­a. Esta falta de referencia no significa una puerta cerrada a un desarrollo eclesial bajo la influencia del Espí­ritu acerca de la presencia de Marí­a en el misterio de la salvación y en la existencia de los cristianos, entre otras cosas porque los escritos del Nuevo Testamento son de í­ndole fragmentaria y no sistemática. Sin embargo, trazan el cuadro normativo del mensaje central de la revelación, que cualquier desarrollo ulterior tendrá que respetar sin oscurecerlo en lo más mí­nimo. El Nuevo Testamento mismo atestigua el progresivo descubrimiento de Marí­a y presenta ciertos elementos susceptibles de integración en la vida cristiana sin derogar la jerarquí­a de valores.

2. PRESENCIA DE MARíA EN EL NT – El balance de textos marianos del Nuevo Testamento es bastante sobrio: un solo pasaje en las 14 cartas apostólicas (Gál 4,4), una mención en los Hechos (He 1,14), dos alusiones en Marcos y paralelos (Mc 3,31-35; cf Mt 12,46-50; Le 8,19-21; 11,27-28; Mc 6,3), dos episodios en Juan (Jn 2.1-12; 19,26-27), una presentación más acentuada en los evangelios de la infancia (Mt 1,2; Le 1-2). Por consiguiente, Marí­a no tiene un gran relieve cuantitativo en el Nuevo Testamento; sin embargo, a pesar de esta discreción, aparece con una tarea única en la historia de la salvación. Situándonos en el punto de vista vital, o sea de la respuesta del hombre al plan salví­fico, observamos en el mensaje neotestamentario un reconocimiento de la función materna y ejemplar de Marí­a en la historia de la salvación, una actitud de alabanza a su persona y una acogida en la fe de su función maternal; estos elementos constituyen el fundamento bí­blico de la presencia de Marí­a en la vida cristiana.

a) Reconocimiento progresivo de Marí­a en la historia de la salvación. El kerigma primitivo, transmitido por los discursos de los Hechos (He 2,22-26; 3,12-26; 4,9-12; 5,28-32; 10,34-43; 13, 16-41), se centra en el hecho salví­fico fundamental de la muerte y resurrección de Cristo sin ninguna referencia directa a Marí­a. Pablo alude una sola vez a la madre del Mesí­as, pero de forma anónima, sin preocuparse de la personalidad espiritual de la “mujer” que introdujo a Cristo en la raza humana (Gál 4,4) en una condición de kénosis, debilidad e impotencia (cf Job 14,16). La catequesis evangélica de Marcos está dominada por la polémica antijudaica, en la que era preciso subrayar la insuficiencia de los ví­nculos carnales para heredar el reino de Dios y la exclusión de todo privilegio de los parientes de Jesús en la comunidad de Jerusalén: en la familia espiritual de Jesús se entra sólo cumpliendo la voluntad de Dios (Me 3,35). En este contexto habrí­a sido imposible y contraproducente una exaltación de la madre de Jesús; por eso Marí­a aparece confundida en el ámbito del clan familiar hostil a Jesús (Me 6,4). Mateo introduce a Marí­a en el plan de la salvación presentando su maternidad virginal por obra del Espí­ritu Santo (Mt 1,18-25); pero situándose en la perspectiva de José, que vislumbra el misterio y no quiere entrometerse arbitrariamente en una obra divina”, menciona cómo Marí­a toma parte en la suerte de su hijo (usa cinco veces la expresión “el niño y su madre”), aunque sin destacar su participación personal.

A Lucas y a Juan debemos la valoración plena de Marí­a, a la que sitúan directamente en escena en los misterios de la infancia y de la vida pública de Cristo, revelándonos su misión y su espiritualidad. Varios factores contribuyen a esta visión positiva: el declinar de la espera escatológica centra la atención en los valores mesiánicos y, consiguientemente, en Marí­a, llena de gracia y protegida por la sombra del Espí­ritu; la profundización cristológica lleva a buscar, más allá del acontecimiento central de la muerte-resurrección y de la vida pública, los orí­genes de Cristo ligados naturalmente a su madre; la mentalidad helení­stica, más abierta a la mujer, y la mitigación de la polémica antijudaica disponen mejor a los fieles para percibir el papel de Marí­a “. Se llega de este modo a una recuperación de los relatos de la infancia basados en recuerdos de la misma Marí­a y elaborados en cí­rculos particulares según la teologí­a alusiva y la meditación midráshica. El misdrash adoptado por Lucas no tiene como finalidad referir objetivamente los sucesos, sino más bien profundizar en su alcance teológico mediante el recurso a los textos del Antiguo Testamento en su juego de referencias, alusiones, procedimientos literarios y a la luz de los hechos ocurridos posteriormente, sobre todo el misterio pascual. También Juan recupera ciertos episodios olvidados por los Sinópticos mediante una relectura de la vida de Cristo que maduró en una profunda experiencia comunitaria.

Lucas supera la concepción biológico-natural de la maternidad de Marí­a, insuficiente para hacer entrar en el reino de Dios, proponiéndola como vocación y función salví­fica acogida en la fe. El anuncio del evangelio (Lc 1,26-38) es el relato de una vocación, de una elección por parte de Dios para una misión de salvación en favor del pueblo; lo mismo que Abrahán (Gén 17-18), Moisés (Ex 3,1-12; 4,1-17), Sansón (Jue 13,3-22), Samuel (1 Sam 3,1-18) y Gedeón (Jue 6,12-24), Marí­a es llamada a un ministerio salví­fico y, al mismo tiempo, difí­cil. Las frases “llena de gracia, el Señor es contigo” (Lc 1,28) y “deja de temer, porque has encontrado gracia ante Dios” (Lc 1,30) indican realmente la complacencia divina en Marí­a, escogida para una tarea de liberación, y la asistencia necesaria para llevarla a cabo (cf Gén 39,4; 2 Sam 15,25-26; Gén 33,12-17; 6,8; Jue 6,12-24). La elección de Marí­a afecta a su cualidad de madre del Mesí­as daví­dico, que establecerá elreino de Dios en el mundo para siempre (Lc 1,31-33). La maternidad de Marí­a hará posible ese reino.

La inserción de Marí­a en la historia de la salvación queda plasmada en dos expresiones: “esclava del Señor” (Lc 1.38), que sitúa a Marí­a entre los personajes escogidos por Dios como instrumentos elegidos para el cumplimiento de sus designios y que fueron fieles a su misión (cf Gén 26,24; Núm 12,7; 2 Sam 7,5): “bendita tú entre las mujeres” (Lc 1,42), que designa no sólo la preferencia dada a Marí­a entre todas sus contemporáneas como madre del Mesí­as, sino también la función salví­fica de su papel maternal. Mientras que la maldición separa del tronco vivo de las promesas, la bendición indica la participación en los bienes mesiánicos y una aportación a la salvación. Esto no puede reducirse a un mero dar a luz el fruto de sus entrañas, sino que, “a la luz de los episodios veterotestamentarios (cf Dt 28,4; Jue 5,24; Jdt 13,18; 15,12) donde se habla de acciones liberadoras, implica todas las consecuencias que lleva consigo ser la madre del Mesí­as liberador”.

La í­ntima participación de Marí­a en la obra del Hijo es descrita por Simeón cuando anuncia la muerte violenta del Mesí­as con una formulación mariana; la espada que traspasa el alma de Marí­a (I,c 2,35) indica el contragolpe de la muerte del Hijo, punto culminante de la historia religiosa del mundo. La madre es asociada a la pasión y a la ejecución del juicio mesiánico, que revela los designios de los corazones.

El episodio del encuentro de Jesús en el templo arroja luz sobre el futuro del Mesí­as, añadiendo un nuevo elemento; es un signo profético de la misión de Jesús, que culmina en el misterio pascual. “Fue encontrado, después de tres dí­as, en el templo -afirmaba ya san Ambrosio- para que se nos diera un indicio de que después de tres dí­as de su pasión triunfal resucitarí­a”. Marí­a, en los tres dí­as de separación del Hijo, pasados en medio de un viví­simo dolor (Lc 2,48; cf 16,24-25; He 20,38), tuvo la experiencia anticipada de la muerte y resurrección, aun cuando la comprensión de este misterio tendrá que retrasarse hasta el futuro (Lc 2,49).

Durante la vida pública, el papel maternal de Marí­a se expresa en la búsqueda del Hijo y en la atención a su palabra, que invita a dar la primací­a a las relaciones de fe y de adhesión a la voluntad de Dios; la madre se convierte en discí­pula (cf Le 8,19-20; 11,28).

Esta perspectiva es acentuada por Juan, que sitúa a Marí­a en los dos momentos decisivos de la primera manifestación mesiánica de Cristo (Jn 2,1-12) y de la cumbre de su misión salví­fica (Jn 19,26-27): “Así­ pues, en el pensamiento del evangelista, Marí­a está estrechamente asociada a la `hora’ y a la glorificación de su†¢hijo”. El episodio de las bodas de Caná tiene un significado mesiánico; es un preludio de la nueva alianza, que pone en crisis las instituciones judí­as, simbolizadas por el agua, indicando el banquete nupcial que reunirá a los hijos dispersos de Dios. Marí­a colabora, ciertamente, en la preparación del primer signo que suscita la fe de los discí­pulos, aun cuando la respuesta de Jesús expresa cierto distanciamiento de su madre. El reivindica su trascendencia mesiánica, aboliendo la dependencia de su madre, llamada a ejercer su influencia no sobre Jesús, sino a su servicio; la madre se convierte en la mujer, discí­pula y colaboradora en la constitución del primer núcleo del nuevo pueblo de Dios, que acepta en la fe la alianza con el Señor.

En el calvario la relación de la madre y del hijo experimenta una nueva transformación, en la que Jesús toma la iniciativa; la maternidad fí­sica de Marí­a queda abolida por la muerte de Cristo y es sustituida por una maternidad de otro género, la relativa a los discí­pulos de Cristo, comprendidos en el discí­pulo amado. El esquema de revelación de Jn 19,25-27 proclama esta nueva maternidad de Marí­a; es la hija de Sión, que engendra en el dolor en un solo dí­a al nuevo pueblo (cf Is 66,7-8; Jn 16,21); es la Jerusalén-madre de los hijos dispersos de Dios unificados en el templo de la persona de Cristo.

b) Perfil espiritual de Marí­a. Lucas y Juan no se limitan a subrayar la participación de Marí­a en la obra redentora de Cristo, sino que trazan su personalidad religiosa, que hace de ella la anticipación perfecta de la Iglesia y la primera cristiana. Todas las dimensiones espirituales caracterí­sticas de la lí­nea mí­stica de los pobres de Yahvé en el Antiguo Testamento, y que serán canonizadas por las bienaventuranzas evangélicas, convergen en Marí­a y componen su retrato espiritual. Pobreza (Lc 1,48), servicio (Lc 1,38.48; Jn 2,5), temor de Dios (Lc 1,29.50), conciencia de su propia fragilidad (Lc 1,52), sentido de justicia (Lc 1,53), solidaridad con el pueblo de Dios (Lc 1,52-55), alegrí­a (Lc 1,28.47), apertura y disponibilidad al plan divino (Lc 1,38.51), confianza en la realización de las promesas de Dios fiel y misericordioso (Lc 2,19; 2,51) demuestran la profunda religiosidad de Marí­a en sintoní­a con la piedad bí­blica veterotestamentaria. Al atribuir el Magní­ficat a Marí­a, Lucas quiso levantar el velo que cubrí­a sus sentimientos í­ntimos y el secreto de sus disposiciones: Marí­a espera al Salvador y la manifestación del poder y de la bondad de Dios en la fe, disponibilidad, humildad, gratitud, gozo y esperanza. Su canto es el canto de los pobres, reunidos de todos los puntos de la historia bí­blica, de todo el verdadero y espiritual Israel, heredero de las bendiciones mesiánicas. A través de varias alusiones (Zac 2,14; Ex 40,34-35; Sof 3,14-17; 4 Esd 9,45) se presenta a Marí­a como la hija de Sión, el resto de la comunidad de Israel que ha llegado a la perfección, dispuesto a acoger la alegrí­a mesiánica y a realizar la presencia salví­fica de Dios en la humanidad; es la Virgen de corazón nuevo, capacitada por el Espí­ritu Santo para ofrecer a Dios el sí­ total de la aceptación y de la fe, en vano esperado del pueblo elegido.

c) La alabanza de Marí­a y la acogida del discí­pulo. Además de la presentación de Marí­a como comprometida activamente en la salvación y como modelo de vida espiritual, encontramos en Lucas y en Juan dos actitudes prácticas que todo cristiano está invitado a compartir. En primer lugar, la que expresan aquellas palabras proféticas de Marí­a: “Desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones” (Lc 1,48); esta exultación se refiere “a la singular alegrí­a religiosa que siente el hombre por su participación en la salvación del reino de Dios”; la alabanza de los hombres a Marí­a es el reconocimiento de su elección como instrumento de las grandes obras de Dios, quien desconcertando los cálculos de los hombres, llamó a Marí­a para ser Madre del Salvador. El pueblo de Dios, siguiendo el ejemplo de Isabel, inspirada por el Espí­ritu Santo, proclamará bienaventurada a Marí­a y la llamará bendita, reconociendo en ella a la persona en donde Dios revela su poder y generosidad al escogerla entre todas las mujeres para una tarea salví­fica (cf Lc 1,42).

A diferencia de las bendiciones del Antiguo Testamento (Gén 30,13; Mal 3,11; Jue 5,24; Jdt 13.18), la alabanza de Marí­a pertenece a los tiempos escatológicos definitivos, ya que está ligada a la irrupción del reino de Dios en el mundo.

A la actitud de alabanza se añade la acogida de Marí­a como madre por parte del discí­pulo al que amaba Jesús: “Desde aquel momento el discí­pulo la recibió consigo” (Jn 19,27). Sin lugar a dudas, este episodio no afectarí­a a los fieles si se tratase de un gesto privado por parte de un discí­pulo para con la Madre de Jesús, que se habí­a quedado sola. Pero la escena descrita por Juan tiene un alcance salví­fico, mesiánico, eclesial, universal; es una escena de revelación í­ntimamente relacionada con la “hora”. El discí­pulo tiene un significado tipológico representativo; es tomado en sentido absoluto como aquel que, por observar la palabra evangélica, se encuentra en la esfera del amor del Padre y del Hijo (cf in 14,21). Pues bien, precisamente entre sus bienes, entre las cosas propias que le vienen del hecho de estar en comunión con Cristo, está el acoger en la fe a la madre, conforme a la última voluntad del Maestro. Por tanto, la relación con Marí­a forma parte del mensaje espiritual de Juan: los que escuchan la voz de Jesús y se hacen una sola cosa con él en una fe madura y operante son invitados a dar cabida a Marí­a, aceptando su maternidad como don supremo de Cristo.

Del panorama de la vida espiritual que describen los autores del Nuevo Testamento. se deduce que Marí­a no ocupa en él un lugar central y preeminente; la enseñanza fundamental de la Sagrada Escritura intenta afianzar las actitudes básicas del cristiano en relación con el Padre (reino de Dios), con el Hijo (vida en Cristo) y con el Espí­ritu Santo (camino en el Espí­ritu). Sin embargo, no se puede negar que Marí­a es objeto de una especial atención e “indiscutiblemente considerada aparte” (K. Barth); su tarea en la historia de la salvación es única y requiere una relación directa con ella en la alabanza y en la acogida de fe de su función maternal.

El Congreso mariológico de Lisboa (1967) concluyó que “en la misma Escritura se contienen algunos gérmenes de la veneración a la Virgen. Esto se ve sobre todo en la frase profética de Marí­a, transmitida por el evangelio de Lucas (1,48b). Esta veneración tiene que entenderse en el sentido en que Isabel declaró a Marí­a `bendita y bienaventurada’, por lo que a Marí­a hay que tributarle alabanzas, admiración y obsequios. Por lo demás, lo que escribió Lucas debe considerarse no sólo como un testimonio de Marí­a, sino también como una muestra de la primitiva veneración a Marí­a de la primera iglesia… De otros textos del Nuevo Testamento se deduce cómo era honrada Marí­a en la primitiva comunidad cristiana”. La vinculación de Marí­a con la sida espiritual es implí­cita, pero presente y rica en consonancias y convergencias: si la vida cristiana es apertura al reino de Dios, Marí­a es la virgen pobre que se abre a él totalmente y de manera ejemplar. Si es vida en Cristo, Marí­a es la creyente que participa en la obra salvadora del Señor en un camino de fidelidad, de escucha y de perseverancia. Si es vida en el Espí­ritu, Marí­a es la primera criatura sobre la que se derrama el Espí­ritu de Dios para hacerla actuar con un corazón nuevo e impulsarla al testimonio de Cristo y a la alabanza por las intervenciones de Dios en la historia. Todo esto son gérmenes de un desarrollo que la tradición irá llevando a cabo al correr de los siglos.

III. Formas históricas de espiritualidad mariana
Si consideramos la historia de la Iglesia, observamos que el culto a Marí­a es un fenómeno constante, de notable amplitud y vitalidad. Aunque conoció perí­odos de crisis, desviaciones y oscurecimientos, lo superó todo tomando nuevos brí­os y buscando nuevas expresiones. En el perí­odo patrí­stico, el culto a la Madre de Dios se expresa en actitudes de veneración, admiración, alabanza. oración confiada, imitación. Con san Ildefonso de Toledo (t 667) se llega a una relación de servicio permanente; con san Anselmo de Aosta (t 1109), a una teologí­a orante, y con san Bernardo (t 1153), a recurrir a Marí­a mediadora de la gracia y ayuda en las diversas fases de la vida espiritual. Hay que llegar a los ss. xvu-xlx, en el perí­odo del movimiento mariano postridentino, para encontrar ciertas formas de devoción a la Virgen en las que la referencia a ella no es ocasional, sino permanente y estructural dentro de la trama de la vida cristiana. Ofrecen interés especial algunas formas de espiritualidad mariana por su perfección e influencia.

1. LA “OBLATIO” DE LA CONGREGACIí“N MARIANA – En 1563, el jesuita belga P. Leunis dio comienzo a la congregación mariana, una asociación de jóvenes estudiantes del Colegio Romano (Roma). La devoción a Marí­a se inserta en el ámbito de la vida cristiana comprometida, expresándose en la oblatio, en la cual el congregante escoge a Marí­a como patrona, protectora y abogada y se declara siervo perpetuo suyo.

La fórmula de la oblatio es interpretada por los directores de las congregaciones como una “consagración” al servicio de Marí­a (Véron), o bien como “una entrega solemne e irrevocable” a ella, como acto de amor que resume cualquier otro acto de devoción (Poiré), o, finalmente, como un verdadero “contrato” que convierte al congregante en hijo adoptivo de la Virgen (Crasset). Los manuales de las congregaciones marianas presentan a Marí­a como modelo de perfección e inculcan la imitación, el amor filial y el servicio. A los congregantes se les ofrece una literatura mariana abundante, como los libros de Poiré. Binet, Barry y Crasset, en donde, al lado de los principios mariológicos fundamentales, que alcanzarí­an merecido éxito, aparecen sentimentalismo y complicaciones que suscitarán las crí­ticas de Pascal. Las congregaciones marianas se difundieron rápidamente, promoviendo una renovación cristiana en los diversos sectores de la vida social.

2. LA VIDA “MARIFORME” DEL CARMELO – La orden carmelitana, además de presentar a Marí­a como “hermana”, tí­tulo que encuentra algunas dificultades en el s.xvn por no creerse adecuado para expresar las relaciones con la Madre de Dios. ofrece una intensa experiencia mariana, descrita por Miguel de San Agustí­n (t 1684) en su pequeño tratado Vita mariaeformis et mariana in Maria propter Mariam”. Esta vida mariana. tal como fue experimentada por Marí­a Petyt (sor Marí­a de santa Teresa. + 1677), es difí­cil de describir; por eso Miguel de San Agustí­n recurre a un lenguaje simbólico y mí­stico: flujo-reflujo, aspiración-respiración, licuefacción-unión-transformación. De todas formas, no es una segunda vida espiritual, sino una “nueva manera” de vivir en Dios; lejos de ser un obstáculo, es una ayuda y un aguijón, ya que “el reino de Marí­a no es ni mucho menos contrario al de Jesús, sino que está ordenado totalmente a él” (c. 5). La vida mariforme es vida conforme a la voluntad de Marí­a, ejecución pronta y gozosa de cuanto complace a Dios y a Marí­a. La vida en Marí­a es conversación filial, afectuosa e inocente del alma, una respiración amorosa de Marí­a, madre super-amable y querida en Dios. La vida por Marí­a es compromiso de todas las energí­as para que Marí­a sea honrada y glorificada en todas las cosas y se promueva, realice y extienda el reino de su hijo Jesús. La vida mariforme y mariana alcanza su perfección cuando el alma se ha dejado animar por el espí­ritu de Marí­a hasta quedar transformada en ella. Sus fundamentos son la maternidad espiritual, a la que se responde en virtud del Espí­ritu de Jesús con el sentimiento de amor filial: Ave Mater, y la singular unión de Marí­a con Dios, que hace que la contemplación de ella conduzca necesariamente a él.

Miguel de San Agustí­n no piensa en prácticas especiales de devoción a Marí­a, sino sólo en un flujo y reflujo de amor, que tiene un doble origen: “Semejante disposición tiene sus orí­genes bien en la acción directa y espontánea del Espí­ritu de amor en el alma, bien en el hábito adquirido por innumerables actos de conversación amorosa con nuestra tierna Madre. Establecida en esta conversación, el alma conserva un recuerdo constante y suave de esta Madre y una igual inclinación hacia ella, casi de la misma manera como experimenta en todas sus obras la memoria de Dios llena de amor y de reverencia” (c. 2).

Esta forma de espiritualidad, expresada en términos de vida, no obtuvo mucha difusión, quizá debido a su orientación mí­stica y contemplativa; pero es un testimonio interesante de la percepción de la función de Marí­a en la vida espiritual.

3. LA CONSAGRACIí“N O SANTA ESCLAVITUD A LA MADRE DE DIOS – Bajo el influjo de ciertos factores culturales del s. xvii. como la exaltación real de Marí­a, el sentimiento de la trascendencia de Dios, la concepción pesimista del hombre, que gusta de anonadarse y someterse; la monarquí­a absoluta, que exige dependencia pasiva, etc., se difunde el uso de proclamarse esclavo de Marí­a. Frente a los abusos, los decretos de Roma toman posición condenando las asociaciones de los esclavos de Marí­a(1673, 1675) y toda actitud incompatible con la libertad humana y cristiana. Los autores espirituales del s. xvII, como Bérulle y Boudon, evitan esta perspectiva al presentar la “esclavitud” como total entrega de amor que respeta el plan de Dios y compromete a una vida cristiana intensa: “Sólo Dios es el fundamento de la esclavitud de la santí­sima Virgen… y el único fin de esta devoción”. El que la abraza tiene que realizar obras de caridad, de culto y de cooperación misionera, con plena libertad para cumplir sus propios deberes. La santa esclavitud consiste en una “santa transacción que se hace con la Reina del cielo y de la tierra, consagrándole la propia libertad”. Es un “cambio de toda nuestra vida y una renovación de gracia”, en cuanto que uno se entrega a Marí­a sin reservas para pertenecer únicamente a Jesús; es compromiso total, sin más lí­mites que los que prescribe el Dios de infinita majestad. Bérulle la presenta de forma más profundamente cristocéntrica, como renovación de los votos o promesas bautismales.

A comienzos del s. xviii, san Luis Marí­a Griñón de Montfort (+1716), en su obra Tratado de la verdadera devoción a Marí­a (= VD), volverá a presentar y perfeccionará la “esclavitud de amor”, que consiste en una “perfecta y completa consagración de sí­ mismo a la santí­sima Virgen… o, en otras palabras, en una perfecta renovación de los votos y promesas del santo bautismo” (VD 120). Intenta introducir en el catolicismo popular de su tiempo, que habí­a olvidado los compromisos bautismales, una devoción a Marí­a capaz de superar el criterio de las prácticas y de transformarse en una actitud interior y un modo de vivir responsablemente la vida cristiana. Para Montfort no se puede ser cristiano por poder, sino que hay que entregarse a Cristo voluntariamente y con conocimiento de causa (VD 126); la entrega a Marí­a se inserta en este proyecto, como elemento que “nos conforma, nos une y nos consagra perfectamente a Jesucristo” (VD 120). Viviendo la consagración a Marí­a, realizando las propias acciones por medio de ella. con ella, en ella y por ella (VD 257-265), se camina hacia la madurez espiritual, purificando el corazón de las tendencias egoí­stas (VD 110, 223). asimilando el espí­ritu y las virtudes de Marí­a (VD 108, 260) y uniéndose con Dios (VD 164-165). En efecto, Marí­a, orientada esencialmente hacia los hombres con su maternidad espiritual (VD 30-36), no deja de estar “completamente referida a Dios” (VD 225), introduce en la santa libertad de los hijos de Dios (VD 164, 169, 215), es “camino fiel y seguro para encontrar a Jesucristo” y ser transformados en él (VI) 62, 152-167, 218-221) y para dejarse conducir por el Espí­ritu Santo (VD 20, 34-36, 258-259). El Tratado de Montfort, escondido durante más de un siglo en el silencio de un baúl según la previsión profética de su autor (VD 114) y encontrado en 1842, sostendrá en muchos cristianos una espiritualidad comprometida, aunque suscite algunas reservas a propósito de ciertas expresiones, sobre todo por el término “esclavitud”, utilizado para descubrir la consagración a Marí­a.

4. LA ALIANZA CON MARíA – Es la forma presentada por G. J. Chaminade (+ 1850), fundador de los marianistas. Frente a la “gran herejí­a reinante”, o sea la indiferencia religiosa y el ateí­smo, Chaminade está convencido de que la devoción a Marí­a constituye un remedio eficaz, ya que impulsa a un nuevo compromiso apostólico y de perfección evangélica. Pero no se limita a recomendar el culto “prudente y sabio” a la Virgen, sino que desea inculcar una devoción perfecta, o sea una actitud constante de honor, de dependencia y de imitación de Marí­a. Chaminade habla de consagración, pero utiliza también la fórmula original de “alianza” con Marí­a, que incluye “una elección, un compromiso, una unión”. Esta alianza es una de las notas más caracterí­sticas de los marianistas, que se comprometen a ella con el voto de estabilidad. A Chaminade le debemos el libro El conocimiento de Marí­a (1841), donde el autor insiste en la maternidad espiritual de la Virgen: “Marí­a es nuestra madre no sólo de adopción, sino sobre todo a tí­tulo de generación espiritual”. Por eso, “si el penitente debe a Marí­a su conversión, el justo le debe la perseverancia en la justicia; todos los santos son su corona, ya que ella ha contribuido del modo más activo a hacerlos lo que son actualmente”. De ahí­ brota una espiritualidad de hijos de Marí­a, que P. Neubert acentuará y difundirá en su conocida obra Mi ideal, Jesús hijo de Marí­a (1933).

5. VIVIR LA VIDA DE MARíA – Esta expresión de J. C. Colin (+ 1875), fundador de los padres maristas, condensa toda una vida espiritual difí­cil de expresar. “El espí­ritu de Marí­a -afirmaba con frecuencia- es una cosa muy delicada y profunda, que solamente se puede captar con una meditación y una oración sostenidas. Si se lo comprendiera debidamente, serí­a la vida del cielo en la tierra”. El texto de las constituciones de 1868 se esfuerza en describirlo: “Consideren siempre con gran alegrí­a que forman parte de la familia de la bienaventurada Marí­a, Madre de Dios… Por tanto, si son y desean ser hijos de esta excelsa Madre, tienen que sentirse inspirados por su espí­ritu…; pensar como Marí­a, juzgar como Marí­a, sentir y actuar en todo como Marí­a”. Lo esencial de este texto es la identificación con Marí­a como actitud permanente de vida, esto es, la idea de una imitación de Marí­a que penetra hasta los movimientos más fundamentales del espí­ritu. Colin subraya este aspecto, sin separar la imitación de Marí­a de la de Cristo: “Todos nuestros pensamientos, todos los movimientos de nuestro corazón, todos nuestros pasos han de ser dignos de nuestros augustos modelos. Vivamos de su vida, pensemos como ellos pensaron, juzguemos de las cosas como juzgaron ellos mismos. Nuestra unión con ellos mediante la oración debe ser tal que no los perdamos nunca de vista” (Circular 1 de abril 1842). En particular, Colin se refiere a la presencia de Marí­a en la comunidad primitiva para sacar la conclusión de una participación apostólica en las grandes cosas que ella habrá de realizar en los últimos tiempos: “La santí­sima Virgen sostuvo a la Iglesia naciente; ella será también el sostén de la Iglesia al final de los tiempos” (1872). Hoy los maristas expresan esta inspiración en términos de presencia, impregnación, clima de vida: Marí­a es el tipo de comportamiento cristiano en una transparencia que no impide, sino que la sostiene, la búsqueda de la gloria del Señor.

La búsqueda desde la que hemos de valorar el desarrollo de la relación con Marí­a en la tradición eclesial, nos la indica la Marialis cultus: “La Iglesia, cuando considera la larga historia de la piedad mariana, se alegra comprobando la continuidad del hecho cultual, pero no se vincula a los esquemas representativos de las varias épocas culturales ni a las particulares concepciones antropológicas subyacentes, y comprende cómo algunas expresiones de culto, perfectamente válidas en sí­ mismas. son menos aptas para hombres pertenecientes a épocas y civilizaciones distintas” (MC 36). Por eso es menester verificar las formas de espiritualidad mariana a la luz de la palabra de Dios, mantener sus valores y aceptar sus invitaciones, prescindir de los elementos ligados a un distinto contexto cultural y llegar a una reestructuración de la relación cristiana con Marí­a que responda a la vida eclesial de nuestros dí­as.

IV. Reestructuración de la relación espiritual con Marí­a
Tras el diagnóstico de la situación actual, después de haber confrontado la revelación neotestamentaria con las formas históricas de espiritualidad mariana, volvamos ahora al presente para reestructurar la relación espiritual con Marí­a de manera que responda al plan de Dios y a las esperanzas de los hombres de nuestro tiempo. Creemos que son fundamentales algunas pistas de orientación:

1. CULTO A MARíA ORGíNICAMENTE INSERTO EN LA VIDA ESPIRITUAL – Del examen de la palabra de Dios resulta la legitimidad y la exigencia de una relación de alabanza y de acogida filial de Marí­a por parte de los fieles (cf Le 1,48; Jn 19,27). La tradición eclesial documenta cómo la Iglesia fue tejiendo a través de los siglos un encuentro cultual con la persona de la Virgen en una gama de variaciones dentro de una profundización teológica de su misterio. No es posible interrumpir la continuidad de este culto, ni “prescindir de Marí­a en una vida que pretende ser cristiana, sin hacer injusticia al llamamiento de Dios, sin derogar el orden cristiano ni menospreciar las delicadas atenciones de Dios”.

Sin embargo, la revelación neotestamentarí­a presenta la vida cristiana ante todo como comunión con el Padre, con el Hijo y con el Espí­ritu Santo en orden a la realización del reino de Dios en el mundo. De aquí­ se sigue que ninguna otra dimensión puede sobreponerse y afirmarse de tal modo que eclipse la estructura básica de la vida espiritual descrita por el Nuevo Testamento. Por eso, la relación con Marí­a, presente de forma más bien reducida en el Nuevo Testamento, no puede desarrollarse en una lí­nea unidireccional, sino solamente de modo orgánico.

Por tanto, debe promoverse, pero sólo dentro de un desarrollo global de toda la vida cristiana y respetando la jerarquí­a de valores; de lo contrario, se convertirí­a en un fenómeno anormal, perderí­a el sentido de las proporciones y reducirí­a el espacio que es preciso dedicar a Dios y al prójimo. En vez de estructurar y enriquecer el culto mariano abriéndolo a las otras dimensiones de la vida espiritual, según la tendencia postridentina imperante hoy, es preciso encuadrarlo en el fenómeno cristiano global. Una vez salvaguardados los valores esenciales del cristianismo, la relación con Marí­a puede profundizarse sin peligro alguno. Por eso hay que sostener la orientación actual de la espiritualidad, que apunta a la vida en Cristo y dentro de la cual tiene su sitio la actitud que hay que tomar respecto a Marí­a. Es una recuperación de la perspectiva primitiva, cuando la comunidad apostólica descubrió a Marí­a como implicación del misterio de Cristo y se abrió a la alabanza de la Madre de Jesús; o bien, cuando la liturgia primitiva dio cabida a Marí­a en el contexto de la comunión de los santos, descubriendo en ella su presencia activa. En este contexto, la relación con Marí­a es
una consecuencia antes que una premisa del misterio de Cristo; el itinerario cristiano parte realmente de Cristo, centro vivo de la fe y del anuncio; encuentra en él a Marí­a, a la Iglesia y al mundo y vive con él en comunión con el Padre en la luz del Espí­ritu. El camino señalado por el lema “a Jesús por Marí­a” (fig. 1) debe completarse e insertarse en una fase anterior, que parte de Cristo para abarcar todas la realidades, incluida Marí­a, la cual se convierte a su vez en camino para alcanzar no ya la unión con Cristo, que existí­a anteriormente, sino su profundización y un arraigo mayor (fig. 2).

2. RELACIí“N CON MARíA VIVIDA ESPECIALMENTE EN LA LITURGIA – “La liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza” (SC 10); en efecto, la liturgia actualiza a través de los sacramentos el misterio pascual, en el que Cristo realizó la saltación. En el contexto de la celebración litúrgica, que es la acción más santificante de la Iglesia (SC 9), la relación con Marí­a no sólo asume una eficacia santificadora, sino también la debida proporción y la recta finalidad. Las fiestas marianas tienen siempre un significado cristológico y eclesial, pues celebran la participación de Marí­a en los misterios de la salvación e indican a la Iglesia su vocación (SC 103). Además, como la liturgia sigue fielmente la taxis bí­blica, que dirige la oración al Padre por medio de Cristo en el Espí­ritu (Ef 2.18), el culto a Marí­a desemboca en la adoración trinitaria, evitando el peligro de sustitución de una persona de la Trinidad por la Virgen”.

Además de las fiestas marianas y del recuerdo de la Madre de Dios en los sacramentos y sacramentales, existe otro modo de entrar en relación con ella en la liturgia: inspirarse en Marí­a “como ejemplo de la actitud espiritual con que la Iglesia celebra y vive los divinos misterios” (MC 16). La referencia a Marí­a, tipo de la Iglesia, es funcional en orden a una celebración participada, consciente y religiosa de la eucaristí­a en sus principales momentos. En la liturgia de la palabra, Marí­a es ejemplo admirable de acogida, de meditación y de productividad espiritual. En la oración de los fieles, Marí­a es una propuesta orante de intercesión por las necesidades temporales, como en Caná; pero, sobre todo, de petición del don del Espí­ritu, como en la Iglesia naciente. En el ofertorio, Marí­a nos enseña a ofrecer a Dios nuestro ser (Rom 12,1) en sintoní­a con ella,que “se consagró totalmente a sí­ misma, cual esclava del Señor, a la persona y a la obra de su Hijo” (LG 56). En el prefacio o acción de gracias, la Virgen del Magnifica’ nos precede en las alabanzas a Dios por las grandes cosas que ha hecho en la historia de la salvación. En el memorial de la muerte y resurrección del Señor, la memoria de Marí­a es estimulo para participar en el misterio pascual con su fe inquebrantable, para acoger la salvación y aceptar según su ejemplo la misión que Cristo nos confí­a. Con Marí­a nos comprometemos a ser en la liturgia y en la vida el amén a la palabra de Dios y a la obra de Cristo.

3. IDENTIFICACIí“N CON MARíA Y LOS PROBLEMAS DE NUESTRO TIEMPO – La Marialis cultus contiene una afirmación programática nueva y cargada de consecuencias: “Deseamos subrayar que nuestra época, como las precedentes, está llamada a verificar su propio conocimiento de la realidad con la palabra de Dios y, para limitarnos al caso que nos ocupa, a confrontar sus concepciones antropológicas y los problemas que derivan de ellas con la figura de la Virgen, tal cual nos la presenta el Evangelio” (n. 37). Para que Marí­a “pueda ser tomada como espejo de las esperanzas de los hombres de nuestro tiempo”, es necesario partir de la cultura actual, de su antropologí­a y de sus problemas, verificándola a la luz del mensaje evangélico. Es tarea de las comunidades eclesiales encontrar nuevas formas expresivas de sus propias relaciones con la Madre del Señor; a nosotros nos basta indicar algunas corrientes que caracterizan a nuestra cultura, radicalmente nueva y pluralista, y que ofrecen las bases para un replanteamiento antropológico del culto a Marí­a y para una recuperación del significado de la figura de la Virgen en orden al itinerario espiritual de los cristianos de hoy. La intersección y la sucesión continua de los movimientos cultuales desaniman en principio a todo el que quiera hacer una estructuración definitiva; sin embargo, creemos que algunos elementos, sobre todo el existencialismo y la secularización, las filosofí­as de la praxis y el marxismo, el estructuralismo y la antropologí­a cultural, han impregnado de tal forma la mentalidad y las costumbres de nuestro tiempo, que no puede librarse de su influjo ningún sector de la vida social, ni siquiera la relación con Marí­a.

a) Marí­a y el hombre, proyecto de libertad. El existencialismo y la secularización coinciden en el reconocimiento de la libertad humana y en la consideración del hombre como persona responsable y autónoma. El hombre es su proyecto y “será lo que se haya hecho” (Sartre); ha llegado a la edad adulta, capaz de decidir como mayor de edad, libre finalmente de toda tutela. De aquí­ se sigue que la relación con Marí­a tiene que tomar en serio el valor de la persona, centro de decisión y constructora de su propio destino; las formas del pasado que expresan ciertos valores en términos de abandono, imitación y dependencia tienen escasas posibilidades de audiencia en el hombre de hoy, que quiere evitar toda delegación para asumir sus propias responsabilidades y salvar su propio proyecto original. La figura de Marí­a se recupera como modelo de inspiración en un clima de comunión: “Honramos a los santos y a la santí­sima Virgen, no con un culto de esclavitud y sumisión (en realidad somos libres respecto a todos los demás y dependemos solamente de Dios en el orden de la religión), sino que `los honramos’ -dice san Ambrosio- con un honor de caridad y de sociedad fraterna”‘”. En la pluralidad de modelos en que puede reflejarse la Iglesia (desde su arquetipo supremo, que es Cristo, hasta los demás personajes de la historia de la salvación, como Pedro, Juan Bautista, Rahab, los apóstoles, el discí­pulo amado…), Marí­a es el tipo que condensa la más í­ntima esencia teologal y mí­stica de la Iglesia”. No ya la imitación literal de lo que hizo Marí­a, sino el aspecto central de su espiritualidad es lo que ha de asimilarse (la identificación, a diferencia de la imitación, es asimilación de los comportamientos profundos). Según el evangelio, la Virgen fue tratada por Dios como una “libertad” que se realiza respondiendo responsablemente a sus signos y madurando en la reflexión una actitud de fe-entrega (Lc 1,26-38). Marí­a lleva a cabo un itinerario de fe que conoce dificultades, pruebas, pasos a niveles más maduros en contacto con Cristo y en la experiencia del Espí­ritu. La figura evangélica de la Virgen es un estí­mulo a hacer en la fe una opción fundamental y a ser así­ dinámicamente fieles hasta el fin. El culto no debe distanciarla en una zona de omniperfección a medio camino entre Cristo y la Iglesia, sino que ha de reconocerla como la primera cristiana,que se autorrealiza en la adhesión a la palabra de Dios, como peregrina de fe en un largo y difí­cil proceso de maduración. Por eso mismo, en el Apocalipsis se presenta Marí­a como sí­mbolo del parto doloroso que realiza cada cristiano para pasar de un conocimiento inicial a una experiencia más profunda de Cristo”.

b) Marí­a y la conversión a la historia. El pensamiento marxista, centrado en la praxis y dirigido a la transformación del mundo, ha contribuido a la recuperación de la dimensión histórica del cristianismo'”. No se trata solamente de volver al pasado y a sus acontecimientos salví­ficos, sino también de convertirse a la historia, que hay que construir mediante un programa de acción y una presencia operativa en el mundo. La búsqueda de la ortodoxia como conjunto de verdades y la fuga del mundo se acompaña o se sustituye por el culto espiritual que se rinde a Dios con el don de uno mismo en la vida cotidiana (cf Rom 1,12; Flp 4,18; Sant 1,27; Mt 5.23-24; 9,13; 12,7). Se ha superado el riesgo de considerar la religión como opio y evasión de la historia, para empeñarse en la realización ya en este mundo del reino de Dios, que tendrá su cumplimiento en la edad futura. Frente a la actual situación histórica de violencia institucionalizada, de miseria de tantas capas sociales y de desigualdades injustas, la Iglesia toma conciencia de que ya no es posible una actitud neutral o de alianza con los poderes opresivos y que es preciso asumir una tarea de liberación, de promoción humana y de realización de la utopí­a cristiana.

En el ámbito de este programa eclesial, Marí­a está al lado de Cristo libertador (Lc 4,16-21) como una figura estimulante de liberación. El cántico del Magní­ficat, que es una profunda meditación de la historia, se alza como expresión perfecta de la espiritualidad de la liberación [>Liberación II, 8]: alegrí­a y acción de gracias por la acción de Dios, que libera a los oprimidos y humilla a los poderosos; solidaridad con los pobres, esperanza activa en la transformación del mundo con vistas a la alianza (cf Lc 1,46-55). El cristiano que mira a Marí­a no puede ser cómplice de las injusticias del mundo, ni limitarse a dirigirle alabanzas y oraciones, sino que tiene que aceptar al Dios de los pobres y comprometerse en un amor polí­tico para con ellos, a fin de contribuir a la liberación del mundo de todas las injusticias. En particular, Marí­a, la mujer escogida por Dios para realizar la gran obra de la encarnación redentora, invita a deponer los prejuicios injustos sobre la mujer, que le cierran el camino de una participación y responsabilidad plena en los diversos sectores de la vida social y eclesial.

La figura de Marí­a, a la que siempre se le ha reconocido un superávit de realidad cristiana (inmaculada, llena de gracia, asunta), personifica también la utopí­a del reino, esto es, del proyecto salví­fico de Dios, que tiende a la construcción de una comunidad humana animada por el Espí­ritu, principio de amor, de comunión, de fraternidad, de justicia y libertad (cf Rom 14,17; Gál 5,1-3). Marí­a es la virgen de corazón nuevo, la criatura abierta al Espí­ritu para que pueda nacer la cabeza de la nueva humanidad y se establezca en el mundo el reino divino que no tendrá fin (cf Lc 1,33); es la madre de Jesús presente en la primera comunidad eclesial (He 1,14), donde germina en el Espí­ritu el esbozo maravilloso de una vida en la unión cordial, en la oración, en la comunidad de bienes. Como Marí­a, el cristiano se renueva en la disponibilidad al Espí­ritu para obrar creativamente promoviendo una animación cristiana de la realidad social.

c) Marí­a y el camino hacia la madurez. El estructuralismo y la antropologí­a cultural, como reacción al existencialismo, que subrayaba excesivamente la originalidad y la libertad del individuo, han puesto de relieve “la estructura inconsciente que subyace a toda institución y a toda costumbre” . Esta serí­a la mente colectiva de la sociedad, responsable de los mitos y de la formación de las estructuras sociales, que permanece idéntica en el cambio de las formulaciones múltiples. El culto mariano no se libra de esta ley; no es un fenómeno nuevo más que en su identidad empí­rica; en realidad serí­a una concreción histórico-cultural del arquetipo femenino y una repetición del mito de la gran Madre, que lo acapara y abarca todo. Excluyendo la aceptación de un estructuralismo rí­gido, que señalarí­a el fin del hombre libre, sus sugerencias resultan oportunas para no transformar la relación con Marí­a en una especie de adoración de la “reina del cielo” (cf Jer 7,18; 44,17-19), según un módulo recibido también del paganismo, Precisamente por su conexión con la estructura subyacente inconsciente, el culto mariano posee un carácter de ambigüedad que se neutraliza con la referencia continua a la palabra de Dios y a la figura de Marí­a tal como nos la presentada revelación: fiel adoradora de Dios, discí­pula del Señor, madre del discí­pulo que ha llegado a una í­ntima comunión con Cristo, miembro de la comunidad orante que implora al Espí­ritu creador de la novedad cristiana.

De forma parecida, la psicologí­a de lo profundo manifiesta que el vinculo primordial con la madre marca definitivamente la psique del hijo y representa uno de sus vectores esenciales. “No debe considerarse en modo alguno como signo de inmadurez o como residuo perjudicial la permanencia de los valores afectivos que la imagen maternal ha impreso en el psiquismo humano; pero no es menos cierto que, sin llegar a lo puramente patológico, el predominio de la imagen materna puede constituir un régimen afectivo cultural y religioso que resiste al progreso de la personalidad”. La relación con la madre, que es la condición fundamental de la estructuración de la personalidad, pasa por una fase infantil y una fase adulta. En la primera se da una relación de dependencia de una madre omnipotente, que prolonga en el hijo su espacio existencial, lo previene todo y da gratuitamente el bien en vez de hacerlo conquistar; en la fase adulta, el hijo sale de la tutela maternal para realizar su identidad y crecer personalmente; no suprime los ví­nculos con la madre, pero establece con ella una relación distinta, no de obediencia, sino de paridad. La investigación psicológica ha descubierto en el curso de los siglos la elaboración infantil de una imagen de Marí­a como madre omnipotente y mujer perfecta, idealizada como modelo inalcanzable en donde buscar refugio. Una imagen más en consonancia con la presentación evangélica de Marí­a es la de una madre que cree en el misterio de la vida, que es crecimiento; ella acepta que la vida corra en dirección imprevisible, deja que parta el hijo para la predicación, ve cómo lo arrancan de sus manos y lo crucifican, se une luego a los apóstoles y permanece con ellos44. No fue una madre posesiva y celosamente replegada sobre su hijo, sino una “mujer que con su acción favoreció la fe de la comunidad apostólica en Cristo (cf in 2,1-12) y cuya función maternal se dilató, asumiendo en el Calvario dimensiones universales” (MC 37). Por tanto, hay que mirar a Marí­a para encontrar en ella estí­mulos de crecimiento, superando las posturas infantiles. La identificación incluye una elaboración personal en el clima de la libertad de los hijos de Dios; esto significa inspirarse en Marí­a para realizar cosas distintas en una situación histórica nueva. El infantilismo se supera no sólo con un comportamiento maduro, basado en el discernimiento, sino también descubriendo el ser relaciona) de la Virgen, esencialmente orientada a Dios y a la Iglesia. Lejos de detenerlos en sí­ misma, Marí­a orienta a los fieles hacia una actitud de colaboración con Cristo (cf Jn 2,5) y los dirige hacia la fuente de su vocación y de su gracia, al Omnipotente, cuyo nombre es santo (cf Le 1,49).

4. RENOVACIí“N E IMPULSO CREATIVO EN LAS FORMAS EXPRESIVAS – Las diversas expresiones de culto mariano elaboradas en las diferentes épocas de la historia difí­cilmente pueden transmitirse sin cambio a nuestro tiempo, ya que están ligadas a concepciones antropológicas y a esquemas representativos distintos de los actuales. Esas formas de oración y de alabanza mariana, sobre todo las más difundidas, como el rosario, no deben arrinconarse, porque contienen valores muy preciosos en el orden espiritual, capaces de sostener el camino cristiano. Pero tienen que renovarse mediante una investigación histórica que discierna la inspiración original con sus elementos válidos y elimine las añadiduras que las embarazan; se necesita, además, que armonicen con la liturgia y atiendan a las exigencias de la cultura contemporánea. Aplicando estos principios al rosario”, su renovación consiste en encontrar de nuevo su carácter de oración mariana esencialmente centrada en la contemplación de los acontecimientos salví­ficos, en hacerlo más bí­blico valorizando los textos de la Escritura y ampliando la serie de misterios evangélicos, como hace la liturgia, y suprimiendo la disociación entre palabra y pensamiento (Mauriac), volviendo al uso de las cláusulas cristológicas añadidas por Domingo de Prusia (t 1461) al final de la primera parte del Avemarí­a.

La misma reflexión vale para las formas de espiritualidad mariana que aparecieron a partir del s. XVII y que constituyen un carisma ofrecido a la Iglesia. Tomemos, por ejemplo, la que está másestructurada y más difundida en nuestra época, la consagración monfortiana a Cristo por medio de Marí­a “. Habiendo surgido en el s. xvIl, es lógico que se expresara en el lenguaje y según la teologí­a y la cultura de aquella época; es necesario reinterpretarla revisando sus fundamentos, su contenido y su presentación, y eliminando los elementos caducos, gastados o inadecuados. Las intuiciones fundamentales de Montfort que hay que conservar son: la consagración a Cristo mediante Marí­a como maduración de la gracia bautismal (VD 120), respuesta a la inserción de Marí­a en la historia de la salvación según el plan divino (VD 14-39), entrega total en un compromiso personal, consciente y responsable (VD 70, 73, 126-127, 135, 168), medio para un encuentro más í­ntimo y perseverante con Cristo (VD 61, 120, 152), para una experiencia de la paternidad de Dios (VD 213-225) y para una apertura al Espí­ritu (VD 20, 34-36, 43, 164, 217). Estos aspectos deben valorarse y desarrollarse en una perspectiva antropológica, cristocéntrica, litúrgica y social: a) el don de sí­ ha de insertarse en el dinamismo de la persona humana, que no se realiza más que en el amor oblativo; b) dejando bien sentado que en sentido riguroso la consagración se dirige sólo a Cristo”, la entrega a Marí­a se convierte en ayuda y en estí­mulo para vivir la opción cristiana fundamental y ejercitar las funciones sacerdotal, profética y real, que derivan del bautismo; c) como la consagración es un modo de vivir fielmente la alianza con Dios, debe relacionarse con la celebración eucarí­stica, en la que encuentra su cima esa alianza. La formulación de tipo privado deberí­a ceder el puesto a una formulación de carácter eclesial, explicitando el hecho de que la Iglesia misma está llamada a consagrarse a Dios según el modelo de la Virgen. Es indispensable su relación con la renovación solemne de las promesas bautismales que se hace en la vigilia pascual, centro del año litúrgico; d) el aspecto ascético-mí­stico de la vida de consagración debe compaginarse con el aspecto social y apostólico. En la Biblia la consagración se hace siempre en función de una misión; la esclava del Señor invita a cooperar en la salvación del mundo y a animarlo con el espí­ritu evangélico.

Finalmente, nuestro tiempo, como las épocas pasadas, tiene que expresar la relación con Marí­a en formas que sintonicen con su cultura y procedan de unimpulso creativo. Ya se anuncian nuevas oraciones a Marí­as y nuevos modos de celebrarla a la luz de la palabra de Dios (MC 51); para que estos intentos repercutan realmente en la espiritualidad moderna, se deberí­an tener en cuenta algunas indicaciones que nos parecen oportunas: a) la oración, para no ser evasión de la vida, tiene que partir de los problemas de nuestro tiempo. El Magnficat nos ofrece un ejemplo espléndido de oración bí­blica, fruto de una conciencia histórica y comunitaria, basada en el factor tiempo (acción de gracias por el presente, memoria laudativa del pasado, súplica implí­cita del porvenir); b) hay que referirse a Marí­a en un contexto de comunión y con la intención de captar el significado existencial de su vida; c) hay que dar más espacio a la inventiva y a la participación, en contra de todo formulismo y artificio. Aquí­ es donde podrí­a aportar una contribución muy válida la piedad popular con su espontaneidad, creatividad, sentimiento y sentido de la fiesta.

V. Conclusión: presencia eficaz de Marí­a en el itinerario cristiano
Le corresponde a nuestra época el gozo de descubrir la presencia de Marí­a en la historia de la salvación y de responder a ello con una actitud de admiración, alabanza y comunión, en continuidad con la palabra de Dios (Lc 1,42-45.48) y con la tradición eclesial. Es tarea de las comunidades eclesiales de hoy no abolir o silenciar el culto a Marí­a, ni tampoco dejarlo languidecer en un perezoso inmovilismo, sino insertarlo más orgánicamente en el único culto cristiano, renovar sus formas, sujetas al desgaste de los tiempos, purificarlo de contaminaciones y darle un nuevo vigor creador. Como todas las relaciones vitales, la relación con Marí­a va evolucionando con el ritmo de la historia, en constante fidelidad a la palabra de Dios y a las exigencias de los hombres de nuestro tiempo, y sigue todaví­a manifestando una notable eficacia en orden a la vida espiritual, ofreciendo “una ayuda poderosa para el hombre en camino hacia la conquista de su plenitud” (MC 57).

En el itinerario del cristiano, la relación con Marí­a se impone como un imperativo de la fe (LG 67), pero también como un elemento de santificación y estí­mulo para el compromiso y la esperanza. En efecto, esa relación promueve los objetivos de toda auténtica acción pastoral: liberar del pecado, ayudar a la asimilación de las actitudes evangélicas, sostener el crecimiento en la amistad con Dios.

La vida de comunión con Marí­a exige en primer lugar la superación del propio egoí­smo, que es la raí­z de todo pecado personal y estructural. “Ella, la libre de pecado, conduce a sus hijos a esto: a vencer con enérgica determinación el pecado” (MC 57); la historia de las conversiones documenta abundantemente esta fuerza liberadora de la figura de Marí­a.

Además, la Virgen atrae a los fieles tras la estela de su santidad, llevándoles a asimilar las sólidas virtudes evangélicas practicadas por ella en el contexto de una espiritualidad bí­blica de acogida y de adoración de Dios, de lectura profética de la historia y de compromiso activo por la salvación de los hermanos.

Finalmente, la “llena de gracia” (Lc 1,28), a la que Dios dirigió su mirada amorosa, provoca a los cristianos a “honrar en sí­ mismos el estado de gracia, esto es, la amistad con Dios, la comunión con él, la inhabitación del Espí­ritu” (MC 57), a dejarse invadir por la fuerza transformadora de este Espí­ritu para ser artí­fices, junto con Cristo hombre nuevo, de la nueva humanidad. Como “hermana nuestra” y al mismo tiempo “gloria que ennoblece a todo el género humano”, Marí­a orienta el itinerario del hombre hacia su logro integral en el compromiso histórico y en la alianza de amor con Dios, convirtiéndose en un mensaje de optimismo, de esperanza y de vida. En ella el cristiano encuentra un espejo para volver a conquistar su identidad y para acortar la distancia existente entre su realidad y el proyecto de Dios sobre él. Acoger a Marí­a en nuestra vida sigue siendo, por consiguiente, una señal de apertura a un don de Dios, ofrecido a los discí­pulos de Jesús para reforzar y hacer cada vez más maduro y perseverante su amor hacia él.

S. de Fiores

BIBL.-AA. VV., Enciclopedia mariana pos-conciliar, Coculsa, Madrid 1975.- AA. VV., :Marí­a de Nazaret, ¿quién eres?, Ed. de Espiritualidad, Madrid 1977.-AA. VV., Marí­a y el Espí­ritu Santo, Coculsa. Madrid 1977.-Amigo, L. Celebraciones del misterio de Marí­a, PPC, Madrid 1982.-Boli, L. El rostro materno de Dios, Paulinas, Madrid 1980.-Boff. 1., El ave-marí­a. Lo femenino y el Espí­ritu Santo, Sal Terrae, Santander 1982.–Carretto. C. Dichosa tú que has creí­do, Paulinas. Madrid 1981.-Casaldáliga, P. M. Nuestra Señora del siglo XX, PPC. Madrid 1962.-Deiss, L, Marí­a, hija de Sión, Cristiandad. Madrid 1964.-Flores Santana. J. A, La Virgen Marí­a en el ndsterio de Cristo y de la Iglesia, La Vega (Rep. Dominicana) 1978.-Hualde, A. C, Marí­a, mujer de la tierra, Paulinas, Bogotá 1977.-Larrañaga, I. El silencio de Marí­a, Paulinas, Madrid 1978.-Mac Ilugh, H, La madre de Jesús en el Nuevo Testamento, Desclée. Bilbao 1979.-Matellán. S. Presencia de Marí­a en la experiencia mí­stica, Coculsa, Madrid 1962.-Paeios, A, Madre de Dios y madre nuestra, Acervo. Barcelona 1977.-Pérez Núñez. P. Celebraciones de la Pirgen Marí­a, PPC, Madrid 1976.-Sehneider, P. La Virgen Marí­a en la poesí­a, Guadalupe, B. Aires 1961.-Van Kessel, J, El desierto canta a Marí­a, 2 vols., Ed. Mundo, Santiago de Chile 1976.

S. de Fiores – T. Goffi – Augusto Guerra, Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Ediciones Paulinas, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Espiritualidad

SUMARIO: A) MARíA EN EL AT: I. Marí­a, heredera de la fe de Israel en el Sinaí­: 1. El “sí­” de la alianza en el Sinaí­; 2. El “sí­” de Marí­a en la anunciación yen Caná. II. Marí­a, arca de la nueva alianza: 1. “Alianza” y “arca” en el AT; 2. El seno de Marí­a, tabernáculo de Dios. III. Marí­a, personificación de Jerusalén: 1. “Hija de Sión”: a) Origen y sentido de un tí­tulo, b) Aplicación mariana; 2. Jerusalén, madre universal: a) La doctrina del AT, especialmente en los profetas, b) Relectura mariana. IV. Desde Israel, pueblo de la “memoria”; hasta Marí­a, que “lo conserva todo en el corazón”: 1. La “memoria” en el AT: a) Memoria y sabidurí­a, b) Memoria y actualización, c) Memoria en la hora del sufrimiento; 2. Actualización mariana. V. Marí­a “proféticamente bosquejada “en el AT: 1. Isa 7:14 : contexto original; 2. Interpretación mateana; 3. Miq 5:2 : contexto original; 4. Relectura mariana; 5. Gén 3:15 : contexto original; 6. Relectura neotestamentaria en Ap 12: a) ¿Quién es la “mujer vestida de sol’?, b) ¿Queda sitio también para Marí­a en la “mujer” de Ap 12? VI. Conclusión.

B) MARíA EN EL NT: 1. Introducción. II. Preparación a la encarnación: 1. “Llena de gracia” (Lev 1:28); 2. El deseo de permanecer virgen (Lev 1:34). III. Madre de Jesús y virgen: 1. El anuncio a Marí­a (Lev 1:26-38): a) Maternidad mesiánica y divina, b) Maternidad virginal; 2.El anuncio a José (Mat 1:18-25); 3. Concepción y parto virginal del Hijo de Dios (Jua 1:13). IV. La madre del Mesí­as: 1. La visitación: Marí­a, arca de la alianza (Lev 1:39-56); 2. Marí­a en el templo (Lev 2:22-40.41-52). V. Esposa de las bodas mesiánicas en Caná (Jua 2:1-12). VI. Marí­a y la Iglesia: 1. La madre de los discí­pulos: Marí­a, Iglesia naciente (Jua 19:25-27); 2. La “mujer” del Apocalipsis (Jua 12:1-18), imagen de la Iglesia. VII. Conclusión.

A) MARíA EN EL AT. La persona y la misión de Marí­a, madre de Jesús, están prefiguradas de varias maneras en el AT. Para verificar esta afirmación, tomaremos como guí­a a los autores del NT. En efecto, fueron ellos los primeros que vislumbraron la figura de la Virgen en las personas y en las instituciones de la antigua alianza.
Adoptando este criterio hermenéutico se obtienen múltiples resultados, que convergen todos ellos en considerar a Marí­a como el cumplimiento de Israel en camino hacia el mesí­as redentor.

A lo largo de la presente voz pondremos de relieve la manera en que Mateo, Lucas y Juan releyeron en clave mariana diversas páginas del AT.

I. MARíA, HEREDERA DE LA FE DE ISRAEL EN EL SINAí. 1. EL “sí­” DE LA ALIANZA EN EL SINAí­. El pacto entre Dios y el pueblo de Israel sancionado en el monte Sinaí­ (Ex 19-24) es como el evangelio del AT.

En Exo 19:3-8 se nos describe un fragmento de aquella escena. El Señor, mediante su portavoz Moisés, habló de esta forma al pueblo reunido en las faldas del Sinaí­: “Habéis visto cómo he tratado a los egipcios y cómo os he llevado sobre alas de águila y os he traí­do hasta mí­. Si escucháis atentamente mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi especial propiedad entre todos los pueblos; porque mí­a es toda la tierra; vosotros seréis un reino de sacerdotes, un pueblo santo” (Exo 19:4-6a).

Moisés entonces explicó a sus hermanos y hermanas de fe el contenido del mensaje que les habí­a transmitido Dios (Exo 19:6b-7). Con su enseñanza procuró que se hicieran conscientes del alcance de las exigencias inherentes a la propuesta que les habí­a hecho el Señor. En efecto, Dios propone, pero no impone. La libertad, don de Dios creador, es esencial al diálogo de la alianza.

Después de que Moisés les aclarase los términos de la voluntad divina, todo el pueblo respondió a coro: “Nosotros haremos todo lo que el Señor ha dicho”(Exo 19:8a; cf 24,3.7). Estas palabras fueron como el fiat, como el “sí­” con que Israel aceptaba unirse a Yhwh, su Dios, como esposa al esposo. De esta manera quedó concluido el desposorio de la alianza (cf Eze 16:8).

Aquella profesión de fe incondicionada mereció las complacencias del Señor, que confiaba luego a Moisés: “He oí­do las palabras de este pueblo. Todo lo que te ha dicho está bien. ¡Oh, si tuvieran siempre ese mismo corazón, siempre me temerí­an, guardarí­an mis mandamientos y serí­an felices ellos y sus hijos!” (Deu 5:28b-29; cf vv. 23-28a).

Efectivamente, se puede decir que cada una de las generaciones del pueblo hebreo recordó asidua y celosamente aquella promesa de fidelidad pronunciada en el Sinaí­ “el dí­a de la reunión” (Deu 4:10), es decir, el dí­a en que Israel nació como pueblo de Dios. De hecho, el contenido de aquella frase se repetí­a cada vez que la comunidad israelita renovaba las obligaciones de la alianza del Sinaí­. En semejantes circunstancias vuelve a la escena el mediador, que puede ser un profeta (Jer 42:1-43, 4: Jeremí­as), un rey (2Re 23:1-3 : Josí­as; 2Cr 15:9-15 : Asá), un jefe del pueblo (Jos 1 y 24,1-28: Josué; Neh 5:1-13 : Nehemí­as; lMac 13,1-9: Simón), un sacerdote (Esd 10:10-12 y Neh 9-10: Esdras). Su función, a semejanza de la de Moisés, sigue siendo la de catequizar a sus hermanos, provocando quizá interpelaciones y respondiendo a eventuales preguntas y objeciones. Después de lo cual el pueblo respondí­a: “Serviremos al Señor” (Jos 24:24); o bien: “Haremos lo que nos dices”, es decir, lo que les dice el mediador en nombre de Dios (Esd 10:12; Neh 5:12; lMac 13,9).

Pasando a la literatura intertestamentaria, vemos que el fí­at de Israel en el Sinaí­ es celebrado con acentos conmovidos por Filón (De confusione linguarum, 58-59); más aún, el recuerdo de ese fiat aparece con frecuencia en la literatura rabí­nica (A. Serra, Contributi…, 182-215). Y los monjes de Qumrán formulaban implí­citamente este voto: ¡ojalá el pueblo de la nueva alianza mostrase ante el esperado mesí­as la misma docilidad que mostró en el Sinaí­ el antiguo Israel ante Moisés! (4Q Testimonia, lí­neas 1-8).

2. EL “sí­” DE MARíA EN LA ANUNCIACIí“N Y EN CANí. A la luz de lo expuesto anteriormente, quizá podamos comprender mejor la actitud de Marí­a ante el anuncio del ángel y en las bodas de Caná.

La anunciación. Esta página tan conocida del evangelio de Lucas (1,26-38) guarda ciertas analogí­as con la ratificación de la primitiva alianza estipulada en el Sinaí­ (Exo 19:3-8). Lo mismo que para la alianza del Sinaí­ hubo un mediador que hablaba en nombre de Dios, así­ para el anuncio de Marí­a está el ángel (Gabriel), enviado por Dios (Luc 1:26). En calidad de portavoz de su Señor, Gabriel le revela a Marí­a cuál es el proyecto que Dios tiene sobre ella: “Has encontrado gracia ante Dios. Concebirás y darás a luz un hijo…” (vv. 30-33). Por consiguiente, a esta mujer de su pueblo Dios le pide que sea madre de su Hijo, el cual, heredando las promesas hechas al rey David (2Sam 7), reinará para siempre sobre la nueva “casa de Jacob”, que es la Iglesia.

¿Cómo procede Marí­a ante esta revelación inaudita? Su actitud es la reacción tí­pica del pueblo del que es hija. Efectivamente, Israel es una comunidad de fe a la que Dios habí­a educado en la atención a su palabra; atención que se transforma en diálogo sabio e inteligente, que pone en movimiento todos los recursos de la persona: “Ama al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas” (Deu 6:5). Desde el momento en que propuso la alianza en el Sinaí­, Dios quiso que Moisés explicase rectamente a la asamblea las implicaciones de su designio.

Y así­ ocurrió en Nazaret. Por medio de su ángel, Dios habla tres veces a Marí­a: “Alégrate…” (v. 28); “No tengas miedo…” (vv. 30-33); “El Espí­ritu Santo vendrá sobre ti…” (vv. 35-37). Y por tres veces se describe la reacción de Marí­a. Al principio permanece turbada y se pregunta qué significarí­a tal saludo (v. 29). Luego presenta una objeción, casi como para implorar un poco de luz sobre el modo con que tendrí­a que colaborar en un acontecimiento humanamente imposible: ¿cómo podrá ser madre una mujer que ha decidido permanecer virgen? (v. 34). Y después de que el ángel la tranquilizase sobre la forma en que podrá acontecer lo increí­ble (“El Espí­ritu Santo vendrá sobre ti…”), Marí­a se pone en manos de Dios, diciendo: “Aquí­ está la esclava del Señor; hágase en mí­ según tu palabra” (v. 38a).

En la respuesta de Marí­a advertimos el eco indudable de las fórmulas que todo el pueblo de Israel solí­a pronunciar cuando prestaba su propio consentimiento a la alianza: “Nosotros haremos todo lo que el Señor ha dicho” (Exo 19:8; Exo 24:3.7); “Serviremos al Señor, nuestro Dios, y le obedeceremos” (Jos 24:24); “Haremos lo que nos dices” (Esd 10:2; Neh 5:12; lMac 13,9). En el diálogo de Marí­a con el ángel vuelve a vivirse el dinamismo de las interpelaciones entre la asamblea de Israel y sus mediadores, cuando se trataba de vincularse al pacto. En la intención del evangelista, esto significa que la fe de Israel madura en los labios de Marí­a. Realmente ella es “hija de Sión”. Y para coronar la escena, Lucas escribe que “el ángel la dejó” (v. 38b), como para llevar la respuesta a Dios, según habí­a hecho Moisés en el Sinaí­ (cf Exo 19:8b).

Las bodas de Caná. Juan introduce este episodio con el inciso “tres dí­as después” (Jua 2:1). Al hablar así­ manifiesta su propósito de querer encuadrar el relato también en la óptica de la alianza sinaí­tica, con las siguientes correspondencias básicas: en el Sinaí­, “tres dí­as después”, Yhwh reveló su gloria, dando la ley de la alianza a Moisés, para que el pueblo creyese también en él (Exo 19:10.11. 16); en Caná, “tres dí­as después”, Jesús reveló su gloria dando el vino nuevo, sí­mbolo de su evangelio, que es la ley de la nueva alianza, y los discí­pulos creyeron en él (Jua 2:1-11).

En el ámbito de estas mutuas analogí­as entre el Sinaí­ y Caná tiene igualmente su puesto la sugerencia de Marí­a a los criados de las bodas: “Haced lo que él os diga” (v. 5), que es eco muy cercano de la declaración de fe emitida por Israel en el Sinaí­: “Nosotros haremos todo lo que el Señor ha dicho” (Exo 19:8; cf 24,3.7).

Es sintomático el hecho de que Juan ponga en labios de la Virgen las palabras que el pueblo elegido pronunció en el Sinaí­. Tenemos aquí­ una identificación, aunque sea indirecta, entre la comunidad de Israel y la madre de Jesús. Y puesto que en el lenguaje bí­blico judí­o el pueblo está representado a menudo bajo la imagen de una “mujer” (A. Serra, Contributi…, 409-410), se puede comprender cómo Jesús, al dirigirse a su madre, usa el término “mujer” (Jua 2:4), desacostumbrado ciertamente en un diálogo entre madre e hijo. Serí­a ésta la versión que hace Jn del tema lucano de Marí­a “hija de Sión”. En otras palabras, Jesús ve en su madre la encarnación ideal del antiguo Israel, que ha llegado a la plenitud de los tiempos.

II. MARíA, ARCA DE LA NUEVA ALIANZA. 1. “ALIANZA” Y “ARCA” EN EL AT. Las tradiciones del AT asocian estrechamente la noción de t alianza con la de arca. En efecto, apenas se firmó la alianza entre Dios y el pueblo de Israel en el monte Sinaí­, el Señor dio esta orden: “Me harán un santuario y habitaré en medio de ellos” (Exo 25:8).

Entonces los israelitas levantaron la “tienda de la reunión” y dentro de ella -siempre por orden del Señor-pusieron el arca de la alianza. Tení­a forma de un cofre rectangular hecho de madera de acacia; podí­a medir unos 112 cm de largó y 66 tanto de ancha como de alta (Exo 25:10). Dentro de este templete se guardaban las dos tablas que llevaban grabados los diez mandamientos dados por Dios a Moisés en el Sinaí­ [/ Decálogo], como documento-base para regular la alianza (Exo 25:16; Exo 31:18; Deu 10:1-5). Así­ pues, el arca se convirtió en el signo visible de la presencia de Dios en medio de su pueblo, como consecuencia del pacto sinaí­tico: “Estableceré mi morada en medio de vosotros y nunca os aborreceré. Marcharé en medio de vosotros, seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo” (Lev 26:11-12).

Para representar esta “morada” de Dios en el seno de su pueblo (la sekinah), los libros del AT emplean con frecuencia la imagen de la nube. Con el uso de este elemento figurativo-simbólico hablan de Dios que baja a morar en el monte Sinaí­ (Exo 24:16), en la tienda de la reunión (Exo 40:34-35) y, finalmente, en el santo de los santos del templo de Jerusalén (1Re 8:10-12; cf 2Cr 5:13b). Aquí­ el arca tuvo su colocación definitiva, tras el asentamiento de Israel en Palestina.

2. EL SENO DE MARíA, TABERNíCULO DE Dios. Las lí­neas dispersas de las tradiciones sobre el arca encuentran una singular convergencia en Marí­a. Especialmente Lucas nos servirá de guí­a para esta relectura mariana del simbolismo relacionado con el arca.

En primer lugar, la anunciación. En efecto, Luc 1:35 (a juicio de muchos exegetas) parece ser una copia de Exo 40:34-35. En este último trozo leemos que “entonces la nube cubrió la tienda de la reunión, y la gloria del Señor llenó el tabernáculo… La nube del Señor se posaba (epeskí­azen) de dí­a sobre el tabernáculo y durante la noche brillaba como fuego”. Así­ pues, la nube que envolví­a la tienda era como una señal de que dentro de ella moraba la “presencia” del Señor. De forma análoga, en Luc 1:35 se dice que la nube del Espí­ritu vendrá a posarse sobre Marí­a (episkiásei soi), y como efecto de esta “sombra” (skí­a), su seno se llenará de la presencia de un Ser divino: el Santo, Hijo de Dios.

Después de la anunciación, en el texto lucano viene la visita de Marí­a a Isabel. Esta página está modelada visiblemente sobre el capí­tulo 6 del segundo libro de Samuel, en donde se narra el traslado del arca de la alianza desde Baalá de Judá a Jerusalén, por orden de David. Y he aquí­ algunas de las semejanzas que se dan entre los dos relatos: a) Los dos episodios tienen lugar en la región de Judá, casi como teatro de la acción (2Sa 6:1-2; Luc 1:39).b) Los dos viajes se caracterizan por manifestaciones de júbilo: del pueblo y de David, que danza delante del arca (2Sa 6:5.12.14.16); de Isabel y de Juan Bautista, que “salta de alegrí­a” en el seno materno (Luc 1:41.44). c) La presencia del arca en casa de Obededón y la entrada de Marí­a en la casa de Zacarí­as son motivo de bendición (2Sa 6:11.12; Luc 1:41). d) David exclama: “¿Cómo entrará el arca en mi casa?” (2Sa 6:9). E Isabel: “¿Y cómo es que la madre de mi Señor viene a mí­?” (Luc 1:43). En la comparación de los dos textos impresiona el paralelismo entre “el arca del Señor” y “la madre de mi Señor”. Ahora la nueva arca es Marí­a. Frente a ella -como ocurrí­a antes frente al arca antigua- uno advierte el sentido de su propia indignidad y del respeto debido a lo sagrado. e) El arca permaneció en casa de Obededón tres meses (2Sa 6:11); Marí­a se queda al lado de Isabel unos tres meses (Luc 1:56).

Del conjunto de estos parecidos entre los dos episodios se deduce el siguiente mensaje. Con su “sí­” al anuncio divino, Marí­a acoge la propuesta de la alianza nueva que Dios le revela mediante el ángel Gabriel; por consiguiente, con Jesús en su seno ella se presenta como el arca donde reposa Dios hecho hombre. Por tanto, reaparecen actualizados en Marí­a los conceptos de alianza y de arca, tan estrechamente vinculados ya en la teologí­a del AT.

III. MARíA, PERSONIFICACIí“N DE JERUSALEN. La ciudad de Jerusalén, corazón de Israel, prepara la tipologí­a de Marí­a al menos bajo dos aspectos: como “hija de Sión” y como “madre universal”.

1. “HIJA DE SIí“N”. a) Origen y sentido de un tí­tulo. Jerusalén, ciudad puesta sobre los montes, tení­a su propia roca o ciudadela, llamada Sión. Sobre esta cima, hacia el nordeste, el rey Salomón (por el 970-930 a.C.) construyó el conjunto del templo y del palacio real (2Sa 24:16-25; cf 2Cr 3:1). Dentro del templo, concretamente al santo de los santos, hizo trasladar el arca (1Re 8:1-8). Desde entonces, con el nombre de Sión se quiso indicar sobre todo el monte del templo (Isa 18:7; Jer 26:18; Sal 2:6 y 48,2-3). Por tanto, Sión era considerado como la zona más sagrada de Jerusalén, puesto que allí­ moraba simbólicamente el Señor, en su casa. Por eso la colina de Sión pasó a designar toda Jerusalén (Isa 37:32; Isa 52:1; Jer 26:18; Jer 51:35; Sof 3:16) y también. a veces a todo Israel (Isa 46:13; Sal 149:2), en cuanto que Jerusalén era el centro religioso y polí­tico de la comunidad judí­a.

Hay que señalar además que el lenguaje bí­blico, para designar a una nación o a una ciudad y a sus habitantes, utiliza la expresión “hija de”, seguida del nombre del respectivo paí­s o localidad: hija de Babilonia (Sal 137:8; Jer 50:42), hija de Edón (Lam 4:21), hija de Egipto (Jer 46:11)… Igualmente, la expresión “hija de Sión” significa la ciudad de Jerusalén y cuantos moraban dentro de sus murallas (2Re 19:21; Isa 10:32; Isa 37:22; Isa 52:2; Jer 6:2ss; Lam 2:13); o bien, aunque más raras veces, indicaba el suelo y el pueblo de Israel (Sof 3:14; Lam 2:1).

Hay tres oráculos célebres de los profetas Zacarí­as (Lam 2:14-15; Lam 9:9-10), Sofoní­as (Lam 3:14-17) y Joel (Lam 2:21-27), en los que se invita a la “hija de Sión” a alegrarse intensamente. El motivo de tanto júbilo es que su Dios habita en medio de ella; por eso no ha de tener miedo: el Señor es su rey y su salvador. Con estas palabras los profetas citados revelaban a sus hermanos el estado de felicidad que vendrí­a después de la desolación del destierro en Babilonia.

Además hemos de destacar que, en tiempos del NT, sobre todo el texto de Zac 9:9 se habí­a convertido en un lugar clásico de la esperanza judí­a, orientada hacia la redención mesiánica. Una prueba indudable de este hecho la tenemos, por ejemplo, en Mat 21:5 y Jua 12:15.

b) Aplicación mariana. Según algunos exegetas modernos,’ en las palabras del ángel Gabriel a Marí­a habrí­a un eco bastante claro del mensaje que los profetas mencionados dirigí­an ala “hija de Sión”. En efecto, también a Marí­a se le invita a alegrarse (Luc 1:28 : “Alégrate, llena de gracia”). No ha de tener miedo (Luc 1:30), ya que el Hijo de Dios pondrá su morada en ella (Luc 1:31-32a), haciendo de su seno como un nuevo templo. El será rey y salvador de la nueva casa de Jacob (Luc 1:32b-33; cf 2,11), que es la Iglesia.

En otras palabras, Lucas, con un juego sutil de alusiones, aplicarí­a a la Virgen las profecí­as que Zacarí­as, Sofoní­as y Joel dirigí­an a la hija de Sión. Mediante este procedimiento literario (que es una forma de midras) intenta identificar a Marí­a con la “hija de Sión”, es decir, con Jerusalén y con todo el pueblo de Israel, purificado de la prueba del destierro y heredero de las promesas de salvación. La virgen de Nazaret, en su persona individual, serí­a por tanto el tipo representativo del “resto de Israel”, es decir, de ese “pueblo humilde y pobre” que confí­a en el nombre del Señor (Sof 3:12-13). El antiguo Israel, en camino hacia el mesí­as redentor desde hací­a siglos, se realiza perfectamente en esta hija suya. ¡Marí­a es la flor de Israel!
2. JERUSALEN, MADRE UNIVERSAL. a) La doctrina del AT, especialmente en los profetas. El tema de Jerusalén, “madre de todas las gentes”, interesa a una amplia área del AT, de forma particular a la literatura profética. Guarda relación con el maravilloso florecimiento de la nación hebrea, previsto como posterior al regreso del destierro en Babilonia. El mensaje se articula de esta manera. El destierro es consecuencia de la infidelidad a Dios y a su ley (Deu 4:25-27; Deu 28:62-66). Este es el motivo por el que el Señor permitió que Israel fuera desarraigado de su tierra. Los judí­os se convierten entonces en “los hijos dispersos de Dios”. El destierro, fruto del pecado, es la dispersión por excelencia; es la diáspora, el desmembramiento del pueblo de Dios.

Pero el Señor no abandona a los suyos. Sigue enviando profetas a los desterrados (Deu 4:29-31; Deu 30:1-6). Y cuando el pueblo se convierte a su predicación, Dios reúne a sus hijos de la diáspora. Por medio de su siervo, el siervo doliente de Yhwh (Isa 49:5-6), los conduce de nuevo a su tierra, los congrega en la unidad (Jer 23:8; Eze 39:26-29…). Y les agrega además a los paganos, que se convertirán a Yhwh como único verdadero Dios (Isa 14:1; Isa 60:3ss; Jer 3:17).

Sobre el fondo de esta grandiosa restauración adquieren un relieve muy singular Jerusalén y el templo, reconstruidos de las ruinas. El templo es el lugar privilegiado de la reunificación (Eze 37:21.26-28; 2Ma 1:27-29; 2Ma 2:18…). Dentro de su perí­metro, tanto los judí­os como los paganos convertidos se confundirán entre sí­ para adorar al mismo Señor; de ahora en adelante todos los pueblos son miembros de la alianza nueva, que Dios ofrece y extiende a la humanidad entera (Isa 14:1b; Isa 56:6-7; Isa 66:18-21…). Dice Zac 2:15 : “En aquel dí­a muchos pueblos se unirán al Señor. Ellos serán también mi propio pueblo. Yo habitaré en medio de ti”. Jerusalén, además, es saludada como “madre” de estos hijos innumerables que Dios ha introducido dentro de sus murallas (Isa 49:21; Isa 60:1-9; Sal 87; Tob 13:11-13…). Este recinto amurallado se miraba efectivamente como un seno que encerraba el templo y a todos los reunidos en él para adorar al único Dios.

b) Relectura mariana. Como consecuencia de la obra salví­fica de Jesús, los autores del NT trasponen a un nivel cristológico-mariano los mencionados temas. Juan parece ofrecer la sí­ntesis más orgánica, que podemos resumir de este modo.

Jesús, con su muerte, es el que reune a los hijos dispersos de Dios (Jua 11:51-52). Pero los dispersos no pueden ser solamente los judí­os, sino todos los hombres, en cuanto que están expuestos a las asechanzas del lobo, es decir, del maligno, que arrebata y dispersa (Jua 10:12; cf 16,32). Sin embargo, pueden librarse de él acogiendo a Cristo y su palabra; con esta condición se convierten en hijos de Dios, como escribe Jua 1:12 : “A todos los que lo reciben les da el ser hijos de Dios” (cf también Un 5,1). Y Cristo, siervo doliente del Padre, el “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (cf Jua 1:29.36) reúne a la humanidad dispersa en otro templo y en otra Jerusalén.

El verdadero templo es la persona misma de Jesús, muerto y resucitado (Jua 2:19-22). En él el Padre y el Hijo son una sola realidad (Jua 10:30); son el santuario de la nueva alianza: “No vi en ella (en la nueva Jerusalén) ningún templo, porque su templo es el Señor, Dios todopoderoso, y el cordero” (Apo 21:22).

Y la verdadera Jerusalén está constituida por el rebaño de los discí­pulos, es decir, la / Iglesia, en la que Jesús reúne y acoge tanto a los judí­os como a los gentiles (Jua 10:16; Jua 11:51-52; Jua 12:32-33). Marí­a es la personificación y la figura ideal de esta nueva Jerusalén-madre universal. En efecto, si el profeta decí­a a la antigua Jerusalén: “Alza en torno los ojos y contempla: todos se reúnen y vienen a ti” (Isa 60:4; Bar 4:27; Bar 5:45), ahora Jesús, que muere por reunir a los hijos dispersos de Dios, dice a su madre: “Mujer, ahí­ tienes a tu hijo” (Jua 19:26). En aquel instante confiaba a sus cuidados maternales al discí­pulo amado, que representaba a todos sus discí­pulos de todos los tiempos. Así­ lo ha interpretado una antigua e incesante tradición de la Iglesia, basada en el sentido literal de Jua 19:25-27.

En otras palabras, los tí­tulos y las imágenes de la Jerusalén terrenal son referidos por Juan a la madre de Jesús. Jerusalén era representada como mujer-madre de Israel y de las naciones, reunidas finalmente por la misma fe en el templo que surgí­a dentro de sus murallas (Eze 16:8.20; Eze 23:2-4; Jer 2:2; Sal 86:5 LXX; Ap. Bar 10:7; IV ,57…). En versión mesiánica, la Virgen es mujer-madre universal de los discí­pulos de Jesús, es decir, de esos “hijos dispersos de Dios”, unificados en el templo mí­stico de la persona de Cristo, a quien ella revistió de nuestra carne en su seno maternal. El seno de Jerusalén es ahora el seno de Marí­a.

IV. DESDE ISRAEL, PUEBLO DE LA “MEMORIA”, HASTA MARíA, QUE “LO CONSERVA TODO EN EL CORAZí“N”. “Su madre guardaba todas estas cosas en su corazón” (Luc 2:51b; cf v. 19): este célebre estribillo del evangelio de Lucas nos revela hasta qué punto Marí­a habí­a hecho suya la espiritualidad de Israel, pueblo al que pertenecí­a.

1. LA “MEMORIA” EN EL AT. En efecto, a lo largo de todo el AT se le indica al pueblo la obligación de recordar y de meditar en su propio corazón todo lo que Dios ha hecho en su favor. Es célebre, en este sentido, la exhortación del Deuteronomio: “Pon atención, y no te olvides de lo que has visto con tus ojos ni lo dejes escapar nunca de tu corazón. Antes bien, enséñaselo a tus hijos y a tus nietos. Recuerda… Guardaos, pues, de olvidar la alianza que el Señor, vuestro Dios, ha hecho con vosotros”… (Deu 4:9-10.23.32).

El memorial al que tiene que aplicarse todo piadoso israelita comprende toda la historia de la salvación: los dí­as del antiguo templo (Deu 32:7a; Deu 4:32a), los años lejanos (Deu 32:7b), los tiempos pasados desde el principio (Sal 78:2; Isa 46:9), desde el dí­a en que Dios creó al hombre sobre la tierra (Deu 4:32b). No debe caer en el olvido nada de lo que el Señor ha hecho por los suyos. He aquí­ algunos de los aspectos más inculcados de esta “anamnesis”, congénita a la fe de Israel.

a) Memoria y sabidurí­a. La tradición bí­blica define como sabio a la persona que “recuerda”, que “guarda en el corazón” los innumerables gestos salví­ficos que ha mostrado el Señor en todas las épocas. Entre los personajes de la historia bí­blica que han encarnado este ideal está el Sirácida, que reevoca los episodios de la historia de los padres de Israel (Sir 44:1-50, 21; Sir 50:27.28). Está Judit cuando exhorta a sus hermanos a recordar las pruebas por las que Dios quiso que pasaran Abrahán, Isaac y Jacob (Jdt 8:26.29). Está también el escriba que, al tener que estar siempre en contacto con los libros sagrados en virtud de su profesión, “se aplica a meditar la ley del Altí­simo, estudia la sabidurí­a de todos los antiguos y consagra sus ocios al estudio de los profetas…: será lleno de espí­ritu de inteligencia, derramará las palabras de su sabidurí­a y en su oración alabará al Señor” (Sir 39:1b-6bc).
b) Memoria y actualización. La memoria de que habla la Biblia tiene siempre un objetivo dinámico. No es académica, ni erudita o nocional. Al contrario, mira hacia el pasado para entender mejor el presente. Dios se ha revelado en los acontecimientos transcurridos de la historia de Israel. Por consiguiente, volver con la mente a aquellos hechos significa conocer cada vez mejor quién es el Señor y cuál es su voluntad para la hora que se está viviendo. Todo ello brota deesta convicción: lo que el Señor realizó en el pasado por sus elegidos es la garantí­a de que hará otro tanto en las circunstancias presentes y en las venideras, ya que su amor es inmutable. Filón de Alejandrí­a (t por el 45 d.C.) tení­a razón cuando escribí­a: “La fe en el porvenir proviene de todo lo que aconteció en los tiempos pasados” (De vita Moysis II, 288). Por ejemplo, tras las vicisitudes experimentadas durante los cuarenta años del desierto, Israel podrá reconocer efectivamente que Dios lo corrige como un padre (Deu 8:2.5). Si luego el Señor se mostró compasivo con Israel, rescatándolo de la esclavitud del faraón, Israel tendrá que albergar a su vez sentimientos de benignidad con el esclavo, el forastero, el huérfano y la viuda (Deu 5:14-15; Deu 15:12-15; Deu 24:17-22). Incluso de sus propias infidelidades tendrá que acordarse Israel: demuestran que Dios es siempre el primero en amar, por pura gracia y no por nuestros méritos (Deu 9:4-7; Miq 6:3-4.5; Eze 20:43-44; Eze 36:31-32).
c) Memoria en la hora del sufrimiento. De los libros del AT, especialmente de los más tardí­os, y del judaí­smo contemporáneo al NT podemos deducir de qué manera el pueblo elegido y cada uno de sus miembros comprometí­a su propia fe en los momentos de grave tribulación. Puesto frente a la prueba, cuando parece cerrada toda ví­a de escape, Israel se dirige al pasado para recordar las numerosas liberaciones que Dios concedió a los padres (Sal 22:5-6) en los tiempos antiguos (Sal 44:2; Sal 77:6.12; Sal 143:5; Isa 63:11), en las generaciones pasadas, desde la eternidad (Sir 2:10; Sir 51:8; 1Ma 2:61).

La memoria privilegiada es siempre la del éxodo de Egipto, verdadero arquetipo de todas las sucesivas redenciones de Israel. Lo mismo que Dios liberó a su pueblo de las manos del faraón, así­ lo liberará también de toda otra angustia (Deu 7:17-19), puesto que es eterno su amor (Sal 136, lss).

La memoria de los hechos va unida a la memoria de los padres, es decir, de las personas que fueron sus protagonistas. Ellos conocieron muchas tribulaciones, pero el Señor los socorrió como respuesta a su constancia en la fe. Dice el Sal 22:5-6 (el salmo que Jesús recitó en la cruz): “En ti esperaron nuestros padres, esperaron en ti, y tú los liberaste; a ti clamaron y quedaron libres, esperaron en ti, y no fueron defraudados”.

Contemplando las numerosas liberaciones que Dios habí­a concedido a los padres, Israel consolidaba la esperanza de que Dios habrí­a de visitar y redimir a su pueblo mediante el mesí­as (cf Luc 1:67-79).

2. ACTUALIZACIí“N MARIANA. Pues bien, la que habí­a sido la reflexión sapiencial de todo Israel y de cada Israelita fue también herencia de Marí­a. Para comprender quién es Jesús, ella repite en su interior el itinerario espiritual del pueblo del que desciende. En efecto, ¿cómo se comporta la Virgen ante todo lo que hace y dice Jesús, “sabidurí­a de Dios”? (cf lCor 1,24.30). Ella “conserva” el recuerdo de aquellos hechos y de aquellas palabras (Luc 2:19a.51 b); pero no de una forma estática, puesto que se esfuerza en profundizar en su sentido, meditándolas (literalmente: “confrontándolas”) en su corazón” (Luc 2:19b: symbállousa).

El verbo symballó, utilizado por Lucas en el pasaje mencionado, significa interpretar, dar la recta explicación, hacer la exégesis. Esta semántica de symballó se ve rubricada por numerosos pasajes de la literatura griega, sobre todo del género oracular. Es frecuente el caso de que una respuesta dada por la divinidad en algún santuario contenga algo oscuro. Le corresponde entonces al cresmólogo, es decir, al intérprete de los oráculos, iluminar el enigma. Y la actividad del cresmólogo en casos semejantes se designa habitualmente con el verbo symballó, el mismo que emplea Luc 2:19a.

He aquí­, por consiguiente, el desarrollo dinámico de la fe de Marí­a: recordar para profundizar, para actualizar, para interpretar. En este proceso de crecimiento ella se dirigí­a también al AT, como sugiere el Magnificat, el himno en que la Virgen, a semejanza del escriba sabio, “derrama las palabras de su sabidurí­a, y en su oración alaba al Señor” (Sir 39:6).

En particular, Marí­a “conserva en el corazón” incluso las palabras de Jesús que de momento no comprende. Por ejemplo, cuando -junto con José- encuentra a Jesús en el templo, se desahoga con una queja, indicio de un intenso sufrimiento: “Hijo, ¿por qué has hecho esto? Tu padre y yo te hemos estado buscando muy angustiados” (Luc 2:48). Pero ni ella ni José comprendieron la respuesta de Jesús (v. 50). A pesar de ello, subraya el evangelista, “su madre guardaba todas estas cosas en su corazón” (v. 51b): a semejanza, se dirí­a, de los sabios, que se recogen en meditación para rumiar los enigmas de la palabra de Dios (A. Serra, Sapienza…, 111-119, y 72,88). Y de esta manera, como dice el Vaticano II, la Virgen avanzaba en la peregrinación de la fe (LG 58).

Llegarán más tarde los dí­as en que Jesús anunciará de antemano que tendrá que sufrir, morir y resucitar al tercer dí­a (Luc 9:22.43-44; Luc 18:31-33; cf 24,6-7.26-27.44-46). Lucas, aunque de forma indirecta, nos hace saber que Marí­a era una oyente atenta de la palabra de Dios predicada por Jesús (Luc 8:19-21; Luc 11:27-28). Entonces es de presumir que ella, educada en la fe de sus padres, hiciese memoria activa de aquellos oráculos abiertos a la muerte y resurrección de su hijo. Como hemos visto, Israel interpelaba a su propio pasado en los momentos oscuros y calamitosos. Pues bien, si Dios en los tiempos antiguos habí­a redimido a su pueblo y habí­a liberado a su pueblo y a los justos de angustias mortales, también ahora puede dar cumplimiento a la promesa de que Cristo resucitarí­a de entre los muertos. La catequesis de los Hechos de los Apóstoles declara efectivamente que “el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres” (Heb 3:13; Heb 5:30) liberó del reino de los muertos a su hijo Jesús, el santo y el justo, entregado a la muerte por los impí­os (Heb 2:22-24.27-28. 31-32; Heb 3:14-15; Heb 7:52; Heb 10:38).

V. MARíA, “PROFETICAMENTE BOSQUEJADA” EN EL AT. Por el conjunto de elementos que hemos condensado en las columnas anteriores y por todo lo que diremos en estas últimas, aparecerá quizá más claro en qué sentido puede decirse que Marí­a está “proféticamente bosquejada”(LG 55) en los tres célebres oráculos de Isa 7:14; Miq 5:2 y Gén 3:15.

1. Isa 7:14 : CONTEXTO ORIGINAL. La profecí­a de Isa 7:14 se encuadra en el episodio de la guerra promovida por Rasí­n y Pécaj, reyes, respectivamente, de Damasco y de Israel, contra Acaz, rey de Judá, recién subido al trono a la edad de veinte años. Estamos en el 734-733 a.C. (Isa 7:1; 2Re 16:1-17; 2Cr 28:5-25).

La “mujer joven” (hebreo, `almah) a la que alude el profeta es Abí­a, mujer de Acaz (cf 2Re 18:2). El hijo que dará a luz es Ezequí­as, llamado con el nombre inaugural de “Emanuel”, es decir, “Dios con nosotros”: tí­tulo que sonaba como una promesa en las circunstancias crí­ticas del momento. Y Dios mostrará realmente que “está con su pueblo” (cf Isa 8:10). Gracias a Ezequí­as no se extinguirá la casa de David.

Ezequí­as, según los cómputos más fiables, nace en el invierno del 733-732. También él tendrá que alimentarse de “cuajada y miel” (v. 15a). Del contexto próximo de Isa 7:22-25 se deduce que la cuajada y la miel son los únicos alimentos que produce un suelo empobrecido por la guerra en curso y abocado al abandono de la agricultura. Sin embargo, este régimen no durará mucho tiempo. En efecto, los dos reyes atacantes, que ponen sitio a Jerusalén, fueron derrotados cuando Ezequí­as tení­a poco más de un año (Damasco cae en manos de Teglatfalasar el 732). En aquella edad, el niño podí­a ya “rechazar el mal y elegir el bien” (v. 16a): frase ésta que, comparada con el precioso paralelo de Isa 8:4, significa “decir papá y mamá”, y por tanto “manifestar los primeros signos de la discreción” (cf Gén 4:11).

2. INTERPRETACIí“N MATEANA. Mateo relee en sentido pleno el oráculo de Isa 7:14. Jesús -descendiente de la casa de David mediante la paternidad legal de José, hijo de David (Mat 1:20)- es el verdadero “Emanuel-Dios con nosotros” (Mat 1:23; cf 28,20). La Iglesia fundada por él (Mat 16:18) es la nueva casa de David (cf Luc 1:32-33). Goza de estabilidad perpetua, a pesar de las asechanzas de las fuerzas del mal (Mat 16:18 : “… las fuerzas del infierno no prevalecerán contra ella”). En efecto, Jesús ha prometido: “Yo estoy con vosotros (¡he aquí­ el Emanuel!) todos los dí­as hasta el fin del mundo” (Mat 28:20)
A su vez, Marí­a es la “virgen” (griego, parthénos), madre del Emanuel-Cristo, que reina eternamente en el reino de David (Mat 16:18-20; cf Luc 1:32-33). Si en el caso de Abí­a el término ‘almah (traducido por los LXX con parthénos) significaba simplemente “mujer joven”, que concibe según las leyes normales de la naturaleza, en la situación de Marí­a se verifica un cambio totalmente imprevisto: ella es “virgen” en sentido estricto, en cuanto que concibe sólo por la virtud del Espí­ritu Santo (Mat 1:18-25).

Se ve, por consiguiente, cómo el NT se encuentra en lí­nea de continuidad con el AT, pero al mismo tiempo lo supera (cf Mat 5:17).

3. MIQ 5.2: CONTEXTO ORIGINAL. Después de la tribulación del destierro en Babilonia, semejante a los dolores de una mujer en parto, el Señor rescatará a Jerusalén, “hija de Sión”, de la opresión de sus enemigos (Miq 4:9-10). Sobre el Ofel, el barrio regio de la ciudad, volverá a establecerse la antigua monarquí­a (la de la casa de David, al parecer) (Miq 4:8). De esta manera Dios vuelve a reinar para siempre en el monte Sión (Miq 4:7).

Esta renovada realeza de Yhwh sobre Israel se lleva a cabo mediante un jefe que habrá de nacer en Belén de Efrata, la menos brillante de las numerosas ciudades de Judá (Miq 5:1a). Sus orí­genes son bastante remotos (Miq 5:1b), puesto que (así­ parece sugerirlo el texto) se remontan a la antigua casa de David (cf Miq 4:8 y 2Sa 5:4-10; 2Sa 7:1-17).

El nacimiento del futuro libertador se vislumbra para el final del destierro. El Señor ha permitido que el pueblo re viera abandonado en manos de los extranjeros; esta situación -dice el profeta- durará “hasta el tiempo en que dé a luz la que ha de dar a luz” (Miq 5:2a). El vidente indica aquí­ a la madre del esperado rey de Judá. El pondrá fin al cisma, reuniendo con el resto de sus hermanos a todos los hijos de Israel (v. 3b). En resumen, su presencia y su obra son sinónimo de “paz” (v. 4).

En tiempos del NT el oráculo de Miq 5:1-2 era referido seguramente al rey-mesí­as, tanto por parte de los sacerdotes y de los escribas (cf Mat 2:5-6) como por parte de la gente del pueblo (cf Jua 7:40-42).

4. RELECTURA MARIANA. En la parte que se refiere a la madre del mesí­as (“la que ha de dar a luz”), parece ser que la profecí­a mencionada encuentra eco en Luc 2:6-7. Tal es la opinión de no pocos exegetas, que proponen la siguiente confrontación entre el texto de Miqueas y el de Lucas:
Miqueas Luc 5:1.”Y tú Belén, Efrata,
la más pequeña
entre los clanes de Judá… También José… fue… a Judea, a la ciudad de David, que se llama Belén.2…. hasta el tiempo
en que dé a luz l
a que ha de dar a luz… 6-7 … se cumplió el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito…3.El se alzará y pastoreará
el rebaño con la fortaleza del Señor, con la gloria (LXX) del nombre del Señor, su Dios…” 8-9Habí­a en la misma región unos pastores y la gloria del Señor los envolvió con su luz…4.El mismo será la paz. 14… y paz en la tierra…”.En conclusión: como ocurrió ya con los textos de la “hija de Sión” y para 2Sam 6, también en el presente caso Le transcribe el AT casi al pie de la letra. No lo cita expresamente, pero alude a él con toda claridad.

5. GEN 3,15: CONTEXTO ORIGINAL. “El Señor Dios dijo a la serpiente: “Por haber hecho esto maldita seas entre todos los ganados… te arrastrarás sobre tu vientre y comerás del polvo de la tierra todos los dí­as de tu vida. Yo pongo enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo; él te aplastará la cabeza y tú sólo tocarás su calcañal””. En la economí­a del relato de ,21 la “mujer” es Eva. El “linaje de la serpiente” designa a los que se dejan llevar por el seductor, haciéndose así­ hijos suyos, gregarios suyos, siguiendo las instigaciones del mal (cf Sab 2:24; Jua 8:44). Por exclusión, el “linaje de la mujer” está constituido por los que se mantienen fieles a los caminos de Dios. A esta descendencia de la mujer Dios le promete la victoria definitiva sobre los seguidores de la serpiente, o sea, sobre las fuerzas del maligno. Pero en el texto hebreo queda incierto cuál es la descendencia de la mujer: puede ser una colectividad, un grupo (el “linaje” de la casa real de David) o bien una persona singular. Los autores vacilan en su respuesta.

Para la versión griega de los LXX (siglos 111-11 a.C.) se trata de un personaje individual: “El te aplastará la cabeza”. La falta de concordancia del pronombre masculino autós (= él) con el sustantivo neutro spérma (= linaje, semilla), al que se refiere, da a entender que en los ambientes de los LXX la esperanza mesiánica se referí­a a un mesí­as personal. El “linaje-descendencia” de la mujer se concreta en un individuo.

La versión aramea del targum palestino (fácilmente de época precristiana) da lugar a la siguiente paráfrasis instructiva: “Yo pondré enemistad entre ti y la mujer, entre los descendientes de tus hijos y los descendientes de sus hijos. Y sucederá que, cuando los hijos de la mujer observen los preceptos de la ley (mosaica), la emprenderán contra ti y te aplastarán la cabeza. Pero cuando se olviden de los preceptos de la ley, serás tú la que les aceches y les muerdas en el talón. Sin embargo, para ellos habrá un remedio, mientras que para ti no habrá remedio. Ellos encontrarán una medicina (?) para el talón el dí­a del rey mesí­as” (recensión del Pseudo-Jonatán, sustancialmente idéntica a la del cód. Neofiti y a la del targum fragmentario).

Así­ pues, siguiendo esta relectura, el “linaje” de la mujer asume una connotación muy concreta. Es identificado en aquellos que observan (o no observan) la ley de Moisés. La mención de la ley mosaica remite al lector al pueblo de Israel, el único pueblo que conoce y se rige por las ordenaciones de aquella ley. Cuando los israelitas observan las prescripciones mosaicas, aplastan la cabeza de la serpiente y su linaje; pero cuando faltan a ellas, es la serpiente la que les muerde en el calcañal. Pero se trata de una victoria parcial. En efecto, en los dí­as del mesí­as los israelitas quedarán curados de la herida en el calcañal, mientras que para la serpiente no habrá ningún remedio. Según los elementos de esta paráfrasis targúmica, se deduce que la mujer de Gén 3:15 representa no tanto a la humanidad en general como a la comunidad de Israel en camino hacia la redención mesiánica. En una palabra, al pueblo elegido con su mesí­as. Se perfila ya el cuadro de Ap 12.

6. RELECTURA NEOTESTAMENTARIA EN AP 12. Entre los escritos del NT, Ap 12 transcribe el vaticinio de Gén 3:15 en versión cristológico-eclesiológica. Son evidentes los contactos entre Ap 12 y Gén 3:15. En efecto, el dragón es calificado como “… la serpiente antigua, que se llama `Diablo’ y `Satanás’, el seductor del mundo entero” (Apo 12:9). Pelea abiertamente contra la mujer. Primero intenta devorar a su hijo recién engendrado (v. 4); fracasado este ataque inicial (vv. 5.12), persigue ala mujer (v. 13), vomita tras ella como un rí­o de agua (v. 15), que es absorbido, sin embargo, por la tierra, que abre su boca (v. 16). Entonces el dragón desahoga su irritación contra la mujer, desencadenando la persecución contra “… el resto de su descendencia, los que guardan los mandamientos de Dios y son fieles testigos de Jesús” (v. 17).

a) ¿Quién es la “mujer vestida de sol’ Es la “mujer-esposa”, que representa al pueblo de Dios de ambos Testamentos. Es la Iglesia de la antigua alianza, formada por las doce tribus de Israel (Apo 12:1 : las doce estrellas). Y es también la Iglesia de la nueva alianza que, como prolongación de las doce tribus de Israel (Apo 21:12), está fundada sobre los doce apóstoles (Apo 21:14) y comprende a todos los otros discí­pulos de Cristo (Apo 21:17).

La mujer es presa de los dolores de parto (v. 2). El dragón se pone delante de ella para devorar al niño que va a nacer (v. 4b). Y ella “dio a luz un hijo varón, el que debí­a regir a todas las naciones con una vara de hierro. El hijo fue arrebatado hacia Dios y a su trono” (v. 5). ¿De quién se trata?
Los dolores de la parturienta y el rapto del recién nacido al trono de Dios no describen el nacimiento de Jesús en Belén, sino el misterio pascual, o sea la “hora” de la pasión y resurrección de Cristo.

Esta lectura simbólica del gran signo de Apo 12:5 está rubricada ante todo por Jua 16:21-22, pasaje en que el mismo Jesús habla del dolor y del gozo que siente la mujer cuando da a luz una criatura, y aplica esta alegorí­a a la aflicción que estaba a punto de invadir a los discí­pulos por causa de su muerte y al gozo que luego experimentarí­an al ver de nuevo al maestro resucitado.

Al lado de la tradición joanea se sitúa la lucana de los Hechos, cuando habla de la resurrección de Jesús en términos de “generación”. En efecto, el Sal 2:7 (“Tú eres mi hijo, yo mismo te he engendrado hoy”) es referido por Pablo a la acción del Padre, que resucita al Hijo de entre los muertos (Heb 13:32-34).

En tercer lugar, en Apo 12:5a (“… un hijo varón, el que debí­a regir a todas las naciones con una vara de hierro”), tenemos una cita del Sal 2:8.9, mientras que en el v. 5b (“El hijo fue arrebatado hacia Dios y a su trono”) parece confluir una reminiscencia del Sal 110:1 (“Palabra del Señor a mi Señor: `Siéntate a mi derecha, hasta que haga de tus enemigos estrado de tus pies”‘). Pues bien, sabemos que el Sal 2 y el 110 son de los más utilizados en el NT para el anuncio de la resurrección de Cristo. De rechazo, el empleo combinado de los dos salmos mencionados en Apo 12:5 podrí­a inducir a una lectura simbólico-pascual del parto de la “mujer” de Ap 12.

Por consiguiente, ese parto serí­a un modo figurado de representar la angustia profunda que sumergió a la comunidad de los discí­pulos de Jesús cuando el poder de las tinieblas les arrebató violentamente a su maestro (Jua 16:21a.22a; cf Me 2,20; Mat 9:15; Lev 5:35; Lev 22:53). El rapto del niño junto al trono de Dios es una imagen plástica que hay que referir al poder del Padre, que al liberar a su Hijo de las ataduras de la muerte (cf Heb 2:24) lo hace “renacer” a la condición gloriosa de resucitado y le confiere la realeza universal (Apo 12:5.9-10a; cf 1,18; 3,21; 5,9-13; 19,11-16…).

Una interpretación alternativa de Ap 12 (que, por otra parte, no parece excluir la que ya hemos esbozado) es la que propone U. Vanni (1978). La mujer es cada iglesia cristiana que vive en el tiempo. Los dolores de parto expresan eficazmente la tensión, la fatiga que cada una de las comunidades eclesiales experimenta a la hora de dar a luz a Cristo en su propio seno. En otras palabras, cada grupo de discí­pulos del Señor está llamado a dar testimonio del evangelio, a engendrar a Cristo para hacerle crecer en nosotros hasta que adquiera su talla perfecta (cf Gál 4:19; Efe 4:13; Mar 3:35 y par de Mat 12:50 y Luc 8:21). Pero, como es sabido, ésta es una vocación ardua, llena de tribulaciones, que choca continuamente con las fuerzas del maligno (el dragón). Pues bien, a pesar de las muchas adversidades, la Iglesia llega a dar a luz a su Cristo, es decir, a realizar su compromiso de vida evangélica. Frente a todos los aparatos imponentes y terrorí­ficos del mal, los resultados de sus esfuerzos parecen débiles, frágiles, lo mismo que un niño recién nacido. Pero, concluye Vanni, “… el grupo sabe que todo lo que manifiesta de positivo queda como asumido y hecho propio por la trascendencia divina, ya desde ahora…; todo lo que consigue realizar ahora se sitúa en la lí­nea del triunfo escatológico, completado incluso históricamente, que Cristo sabrá llevar a cabo al final de todo” (U. Vanni, La decodifrcazione…, 149).

Lo que queda de Apo 12:13-18 describe la persecución que la serpiente sigue provocando contra la mujer, y la ayuda divina que le da alientos en el desierto de las pruebas de este mundo. Pero también esa persecución tiene un lí­mite; efectivamente, sólo dura… “por un tiempo, dos tiempos y medio tiempo” (v. 14), es decir, la mitad del número siete, que es la cifra de la totalidad. Por consiguiente, una plenitud mediada. Por muy largos y terrorí­ficos que parezcan, los dí­as del poder de las tinieblas están contados. Satanás sabe que dispone de “poco tiempo” (Apo 12:12). En efecto, llegará la consumación de la historia cuando la mujer que peregrina por el desierto se convierta en la “mujer-esposa” del cordero (Apo 21:5), brillando sobre un monte excelso y elevado con el semblante de la nueva Jerusalén (Apo 21:2.10), en la cual “… no habrá más muerte, ni luto, ni llanto, ni pena, porque el primer mundo ha desaparecido” (Apo 21:4). De este modo terminarán los dí­as de luto (cf Isa 60:20).

Por consiguiente podrí­amos concluir con esta impresión de fondo. Ap 12 transcribe en código simbólico el misterio pascual de Cristo, actualizado en la Iglesia. Se verifica así­ el dicho de Jesús: “Si a mí­ me han perseguido, también os perseguirán a vosotros… En el mundo tendréis tribulaciones; pero tened ánimo, que yo he vencido al mundo” (Jua 15:20; Jua 16:33).

b) ¿Queda sitio también para Marí­a en la “mujer” de Ap 12? La gran mayorí­a de los exegetas responde: la “mujer” de Ap 12 simboliza en primer plano, directamente, a la Iglesia formada por el pueblo de Dios de ambos Testamentos; indirectamente, casi “in obliquo”, puede también incluirse en ella a la Virgen. ¿En qué sentido? He aquí­ algunos intentos en esta dirección.

1) Si el parto de la mujer evoca de forma simbólica la pasión y la resurrección de Jesucristo, la mente del lector corre espontáneamente a la escena de Jua 19:25-27. De aquellas lí­neas podemos deducir que en la hora en que Jesús pasaba de este mundo al Padre, la comunidad mesiánica situada al pie de la cruz estaba representada por el discí­pulo amado y por algunas mujeres (quizá cuatro). Entre ellas, el evangelista concede un lugar privilegiado a la madre de Jesús. En aquella hora Jesús revela a su madre que ella tiene unas funciones maternales también para con el discí­pulo, figura de todos sus discí­pulos (cf Apo 12:17 : “… se fue a hacer la guerra al resto de su descendencia…”).

2. La mujer vestida de sol remite a la Virgen de Nazaret, saludada por el ángel como kejaritóméné, “llena de gracia” (Luc 1:28). Ella está envuelta en la complacencia y el favor misericordioso de Dios, su salvador (Luc 1:47b.48 a.49a).

3. Una vez establecido que la mujer de Ap 12 es una figura simbólica del pueblo de Dios, del cual desciende el mesí­as, deberí­amos recordar que en el plano de la historia Israel engendra de su seno al mesí­as solamente a través de la maternidad fí­sica de Marí­a, la “hija de Sión”. Por consiguiente, en sentido amplio, secundario y derivado, el parto descrito por Apo 12:5 puede de alguna manera referirse al parto de Belén.

4. En la interpretación de U. Vanni, como hemos visto, el dolor desgarrador de la mujer señala con vigor incisivo las dificultades con que tropieza la Iglesia para acoger y vivir el mensaje del evangelio, en medio de las tribulaciones de este mundo. Pues bien, también en esta perspectiva es oportuno observar que la misma madre de Jesús, según indica el Vaticano II, “… avanzó en la peregrinación de la fe” (LG 58). Marí­a era discí­pula atenta para escuchar las palabras de su Hijo (cf Luc 8:19-21). Pero aquéllas eran unas palabras que a veces Marí­a no lograba comprender, como, por ejemplo, la respuesta que Jesús le habí­a dado en el templo en un contexto de intenso sufrimiento para ella y para José (Luc 2:48.50.51b). Eran palabras que anunciaban de antemano la muerte y la resurrección del Hijo del hombre (Luc 9:22.44; Luc 11:27-28). Por tanto, también la fe de Marí­a iba madurando en el sufrimiento, a semejanza del grano de trigo, que, una vez caí­do en tierra, tiene que morir para producir mucho fruto (cf Jua 12:24).

5. Pensando en la mujer-Iglesia, perseguida por Satanás en el desierto y alentada por la presencia divina, el creyente no se olvida de que Marí­a, la mujer-madre de Jesús, formaba parte de la Iglesia de Jerusalén (Heb 1:14): una Iglesia que tuvo que conocer también la hostilidad del mundo y la fuerza alentadora del Señor resucitado (cf Heb 4:5-31; Heb 5:17-41; ,60; Heb 8:1-3; Heb 9:1-2; Heb 12:1-9).

6. Levantando, finalmente, la mirada hacia la mujer-Iglesia, esposa del cordero, plenamente glorificada en los cielos nuevos y en la tierra nueva de la Jerusalén celestial (Apo 21:1-22, 5), es natural asociar a esta figura la persona de Marí­a, asumida por el Hijo a la gloria celestial. En ella, redimida en la integridad de su ser, la comunidad de los creyentes saluda y contempla con gozo la prenda de la salvación perfecta, que la pascua de Cristo tendrá que derramar sobre toda criatura en la vida del mundo venidero.

VI. CONCLUSIí“N. Los temas esbozados en esta voz demuestran que también por lo que atañe a la persona y a la misión de Marí­a el AT prepara el NT, y el NT, lejos de abrogar el AT, lo lleva a su cumplimiento (cf Mat 5:17).

Recientemente, K. Stock hací­a la siguiente consideración a propósito de algunas de sus investigaciones sobre Luc 1:26-38 : “La luz que irradia del AT sobre el texto lucano puede de alguna forma ser demasiado concentrada y demasiado densa. Pero no parece que haya otro camino para una justa valoración y consideración de los elementos del texto lucano que la confrontación con los modos de hablar del AT, paralelos en su estructura y en sus contenidos. En esta confrontación hay que precisar su tenor exacto. Por eso puede ser que haya sobrecargas expresivas, pero difí­cilmente habrá oscuridades o errores de interpretación. Sin embargo, puede ser que se den oscuridades y recortes del texto si se considera demasiado poco su trasfondo veterotestamentario” (K. Stock, La vocazione di Maria: Luc 1:26-38, en Marianum 45 (1983) 113, nota 41; la cursiva es mí­a). De buena gana subrayo este criterio, que puede extenderse sin dificultad a todos los pasajes marianos del NT.

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A. Serra
B) MARíA EN EL NT. I. INTRODUCCIí“N. Durante largos siglos la doctrina mariana en la Iglesia católica se habí­a ido desarrollando sin grandes discusiones. Pero desde hace unos treinta años, especialmente después del Vaticano lija mariologí­a ha entrado profundamente en crisis. Son tres las razones principales: a) la atención se habí­a concentrado demasiado en la persona singular de Marí­a y en sus “privilegios”; de esta manera la teologí­a mariana se habí­a convertido en un tratado independiente, aislado de la visión de conjunto de misterio cristiano; b) el contexto ecuménico ha hecho a los teólogos católicos, y más aún a los biblistas, muy sensibles a las crí­ticas de los protestantes; c) la mariologí­a bí­blica reciente ha estado demasiado dominada por el uso del método histórico-crí­tico.

La lí­nea a seguir para responder a este triple desafí­o es muy clara: hay que profundizar en lo que la misma Sagrada Escritura nos dice sobre Marí­a; pero no hay que hacerlo con un método reductivo, limitándose a reconstruir los hechos históricos (lo cual resulta muchas veces aleatorio), sino que hay que destacar plenamente los textos mismos de los evangelios, intentando además profundizar en ellos a la luz de la tradición. Así­ se sale al encuentro del segundo y tercer desafio. El primero afecta más al teólogo. Pero también la teologí­a bí­blica tiene que abrir los horizontes de la historia de la salvación y mostrar el lugar que en ella ocupa Marí­a, la “hija de Sión”, en el conjunto del camino del pueblo de Dios. Además, la mariologí­a toma todo su verdadero sentido de la cristologí­a, aunque debe integrarse también en la eclesiologí­a, como quiso el Vat. II (LG, c. VIII). Para el equilibrio y la fecundidad de la mariologí­a siempre será necesario proponerla con este triple esfuerzo de integración teológica: en el AT, en el misterio de Cristo, piedra angular y único mediador, y en el de la Iglesia.

II. PREPARACIí“N A LA ENCARNACIí“N. Dos versí­culos del relato de la anunciación muestran que Marí­a habí­a sido ya preparada por Dios para la misión única que habrí­a de desempeñar en la encarnación.

1. “LLENA DE GRACIA” (LC 1,28). Después de una invitación a la “hija de Sión” para que entre en el gozo escatológico (jaire; cf Sof 3:14; Joe 2:21.23; Zac 9:9), el ángel se dirige a la Virgen con el tí­tulo de “llena de gracia”, que es la versión tradicional de kejaritóméne (participio perfecto pasivo de jaritóó). Los verbos en -óo tienen valor causativo (typhlóo, p.ej., quiere decir volver a uno ciego, typhlós); el verbo jaritóo significa que la gracia transforma a una persona, haciéndola graciosa y amable; así­, por ejemplo, en el texto paralelo de Efe 1:6 : “La gracia maravillosa que nos ha concedido por medio de su amado Hijo” (lit., “con que nos ha agraciado”) significa que “nos ha hecho dignos de amor” (J. Crisóstomo). El tí­tulo dado a Marí­a en Luc 1:28 describe el cambio ya operado en ella por la gracia de Dios: habí­a sido “purificada de antemano” (Sofronio, Or. H in Ann., 25: PG 87/ Luc 3:3248). Según la interpretación que ha pasado a ser tradicional, “llena de gracia” describe la santidad de Marí­a realizada en ella por la gracia como preparación para el acontecimiento de la encarnación. Tenemos una confirmación de ello en el género literario, muy parecido al de la vocación de Gedeón en Jue 6:11-24 : el ángel de Yhwh anuncia a Gedeón que tendrá que salvar a Israel de manos de los madianitas con su fuerza, es decir, con la fuerza que posee ya, pero también con la ayuda del Señor.

El caso es análogo para Marí­a: estaba ya transformada por la gracia de Dios, no sólo para convertirse en la madre del mesí­as, sino para serlo permaneciendo virgen. Así­ pues, del contexto se deduce que aquella gracia era ante todo la de la virginidad. Sólo así­ se explica la reacción de Marí­a cuando recibe el anuncio de su maternidad inminente.

2. EL DESEO DE PERMANECER VIRGEN (LC 1,34). Según la exégesis tradicional (san Gregorio de Nisa, san Agustí­n, etc.), Marí­a, con las palabras: “¿Cómo será esto, pues no tengo relaciones?”, expresa su propósito de permanecer virgen. Esta interpretación, que mantienen hoy muchos (S. Lyonnet, S. Zedda, C. Ghidelli…), no satisface del todo: el “no tengo relaciones” (lit., “no conozco varón”) expresa normalmente un hecho, no una intención; y no se comprende entonces el matrimonio de Marí­a con José. Varios autores ven en este versí­culo un artificio literario; servirí­a tan sólo para introducir el anuncio del versí­culo 35. Pero es improbable que Lucas haya hecho decir a Marí­a una frase casi vací­a de sentido; por lo demás, en los relatos de este género, la persona interpelada opone una verdadera dificultad al anuncio divino (cf Jue 6:13); y es éste el caso también aquí­, puesto que el ángel responde a la dificultad de Marí­a (“No hay nada imposible para Dios”: v. 37).

Se necesita, por tanto, un análisis más atento del texto. Del examen completo de la fórmula “no conocer varón” en el AT se deduce que expresa el estado de virginidad de la mujer; cf, por ejemplo, el caso de la hija de Jefté, que antes de morir recibió permiso para ir por los montes para “llorar su virginidad”, ya que “no habí­a conocido varón” (Jue 11:38s; cf 11, 37; 21,12). En Luc 1:34 el sentido de la palabra de Marí­a es “Soy virgen”. Sin embargo, la fórmula que aquí­ se usa es nueva; más aún, es única en toda la Biblia: jamás se usó esta expresión para afirmar la condición virginal de la mujer de una forma tan clara e inequí­voca (M. Orsatti). Además, Marí­a es la única mujer que utiliza el verbo en presente, y no en pasado; en otros lugares se trata de jóvenes no casadas, pero Marí­a está ya unida en matrimonio con José; sin embargo, no habla de él como de su marido (cf en el caso paralelo de Mat 1:20 : “tu esposa’, sino que excluye genéricamente que “conozca varón”.

Para respetar todos estos matices, parece necesario presentar una solución parcialmente nueva, pero que sigue estando dentro del espí­ritu de la tradición. No se trata de una decisión de Marí­a de no tener relaciones conyugales (¿cómo podrí­a explicarse entonces su matrimonio?), sino de su estado de ánimo existencial, de su deseo de la virginidad. Esta era más o menos la interpretación de santo Tomás (S. Th., III, q. 28, a. 4); y san Ambrosio decí­a que Marí­a era virgen “no sólo en el cuerpo, sino también en el ánimo” (“etiam mente”: De virginibus II, 2,7: PL 16,220). Así­ también, entre los modernos, R. Guardini (La Madre del Señor, 35-52): la Virgen expresa aquí­ “la orientación más profunda de su vida”; no habí­a decidido nada, porque eso no era posible en el cuadro social de aquel tiempo; pero la actitud que toma, “caracterizaba a Marí­a en su ser y en su intimidad”. Su respuesta entonces ha de ponerse en relación con el tí­tulo dado al principio: siendo “llena de gracia”, Marí­a responde espontáneamente al ángel: “Soy virgen”. El kejaritóméné del versí­culo 28 expresaba no tanto, en general, la “plenitud de gracia” de Marí­a (su “santidad”) cuanto más bien “la gracia de la virginidad”, como habí­a intuido ya san Bernardo (De laudibus Virg. Matris III, 3, Opera IV, 38). Puede aplicársele a Marí­a la descripción paulina de la virginidad (ICor 7,29-35): aunque ligada a un hombre, Marí­a vive “como si no” lo estuviera (v. 29); viví­a “mirando a lo más perfecto y a lo que os unirá enteramente con el Señor” (v. 35). El ideal cristiano de la virginidad, ciertamente, sólo será proclamado años más tarde por Jesús, pero era vivido ya por Marí­a de una forma todaví­a escondida e ignorada; este párrafo de Lc describe la virginitas cordis de Marí­a. Por tanto, puede decirse que “la hora de la concepción de Cristo es la hora del nacimiento de la virginidad cristiana” (Guardini).

III. MADRE DE JESÚS Y VIRGEN. Desde el punto de vista de Marí­a, la encarnación implicaba dos aspectos, expresados en la profesión de fe tradicional: “Natus est de Spiritu Sancto ex Maria virgine” (DS 10); Marí­a era en sentido pleno la madre de Jesucristo; sin embargo, fue y siguió siendo virgen. Es ésta la enseñanza inequí­voca de los evangelios.

1. EL ANUNCIO A MARíA (LC 1,26-38). Hemos de volver ahora al párrafo ya examinado desde el punto de vista de la maternidad de Marí­a. El texto presenta un doble mensaje del ángel.

a) Maternidad mesiánica y divina (vv. 31ss). “Concebirás y darás a luz un hijo (…). El Señor le dará el trono de David, su padre”; Marí­a se convertirá en la madre del mesí­as. Pero a su hijo “se le llamará Hijo del Altí­simo” (v. 32) y “se le llamará Hijo de Dios” (v. 35). Estos tí­tulos, en el judaí­smo, podí­an tener un sentido simplemente humano y mesiánico. Pero aquí­, después del epí­teto “grande” (en sentido absoluto, vale sólo para Dios), designan la filiación divina del que va a nacer: la madre de Jesús será la madre del Hijo de Dios.
b) Maternidad virginal (vv. 35ss). Pero se respetará plenamente su deseo de virginidad. El ángel le explica a Marí­a que su concepción será virginal, ya que se debe a la acción del Espí­ritu Santo; el poder del Altí­simo la “cubrirá con su sombra” (v. 35a): es una alusión a la nube (sí­mbolo de lo divino),que cubrí­a la tienda de la reunión (Exo 40:35) y señalaba el arca de la alianza como el lugar de la presencia de Jhwh. Marí­a será como una nueva arca de la alianza: llevará en su seno al Hijo de Dios. Pero hay más todaví­a: el ángel le anuncia también a Marí­a un parto virginal. Se dice con frecuencia que esta enseñanza no está contenida con claridad en la Escritura (de Luc 2:61 no se puede deducir mucho). Pero la encontramos en Luc 1:35b, si se le interpreta correctamente, como hizo la tradición antigua. Hoy las dos formas más comunes de traducir este versí­culo son: “El niño que nazca será santo y se le llamará Hijo de Dios” (Leccionario), y “Lo que nazca será llamado santo, Hijo de Dios” (Utet). Pero la primera traducción inserta indebidamente el verbo “será” (que no está en el texto); la segunda deja el tí­tulo “Hijo de Dios” en suspenso, sin función alguna, aunque se encuentre en posición enfática (cf el paralelismo con el v. 32). Mas en la lectura tradicional “santo” se leí­a como el predicado de “nacerá” (cf la Vulgata): “Lo que nacerá santo (= santamente) será llamado Hijo de Dios” (cf Il parto verginale, 163-170). La “santidad” del parto (cf Lev 12:4.7) significa aquí­ la incontaminación. San Cirilo de Jerusalén lo explicaba de este modo: “Su nacimiento fue puro e incontaminado. En efecto, donde respira el Espí­ritu, allí­ se quita toda mancha. Por consiguiente, fue incontaminado el nacimiento del Unigénito de la Virgen” (Catech. 12,32: PG 33,765A). Para los demás hombres, el parto virginal de Jesús se convertirá en el signo de su filiación divina (“Por eso… se le llamará Hijo de Dios”). Esta lectura de Luc 1:35b se verá confirmada por el análisis de Jua 1:13.

2. EL ANUNCIO A JOSE (MT 1,18-25). En Lc la encarnación se le anunciaba a Marí­a; en Mt encontramos el punto de vista complementario, el de José. Desde el principio Mt querí­a hacer comprender que Jesús era “hijo de David, hijo de Abrahán” (Mat 1:1), es decir, el mesí­as que se esperaba en Israel. Con esta finalidad se inserta aquí­ la lista genealógica de 1,2-17. La descendencia daví­dica llegaba hasta José, “hijo de David” (1,20; cf 1,16a). ¿Pero cómo podí­a alcanzar también esta descendencia a Jesús, si no era el hijo de José? Este hecho, es decir, que José no era el verdadero padre de Jesús, se afirma con claridad en Mt: después de la repetición monótona de los 39 “fue padre de” (vv. 2-16a), la cadena se rompe bruscamente en el versí­culo 16b; aquí­ no se dice que “José fue padre de Jesús”, sino que la atención se desplaza a Marí­a: “Jacob fue padre de José, el esposo de Marí­a, de la cual nació Jesús, que es el Mesí­as”. La perí­copa siguiente explica cómo, en este caso, Jesús podí­a ser hijo de David (“El nacimiento de Jesús como Cristo fue así­”: v. 18). Entre las diversas explicaciones de las dudas de José, la mejor es decir que él sabí­a cómo habí­a tenido lugar el embarazo de Marí­a: al no ser el padre de la criatura que iba a nacer, creyó que deberí­a separarse de ella. Pues bien, el anuncio pretende precisamente hacerle comprender que tiene que asumir la paternidad legal del niño, cuyo carácter mesiánico queda entonces asegurado. Por eso se designa a José como “hijo de David” (v. 20). Según una larga tradición (Pseudo-Orí­genes, Basilio, Bernardo, Tomás), él sentí­a aquí­ un temor reverencial, que puede compararse con el sentimiento de indignidad de Isabel (Luc 1:43), del centurión (Mat 8:8), de Pedro (Luc 5:8). La filologí­a ofrece una confirmación (cf el uso de las partí­culas gár…, dé…); el mensaje probablemente debe entenderse así­: “Es verdad, lo que se ha concebido en ella viene del Espí­ritu Santo; pero ella te dará un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús”.

Así­ pues, este párrafo se interesa ante todo por la situación de José, pero es igualmente importante para Marí­a: la concepción virginal no se le anuncia a José como un hecho que él ignorase, sino que se presenta como una situación ya conocida por él, pero que le creaba dificultades; por eso se necesitaba la intervención del ángel. Para Mt la concepción virginal es, por tanto, un hecho indiscutible, que se presupone en todo el episodio. El evangelista vuelve de nuevo dos veces sobre el tema: primero con la cita de Isa 7:14 : “La Virgen concebirá y dará a luz…”; luego, en la conclusión, que destaca dos puntos: la importancia decisiva de la función legal de José (él le dio el nombre) para la inserción de Jesús en la descendencia mesiánica, y el hecho de que él no “conoció” a Marí­a (el “hasta que”, según el uso semí­tico, no significa que la conociera después: cf 2Sa 6:23).

3. CONCEPCIí“N Y PARTO VIRGINAL DEL HIJO DE DIOS (JN 1,13). Varios autores dicen que Jn y su comunidad ignoraban todaví­a el hecho de la concepción virginal o no mostraban por él ningún interés especial. Esto es ya a priori poco verosí­mil, puesto que en el centro de la teologí­a joanea está precisamente el misterio de la encarnación del Hijo de Dios. Es verdad que Jesús es llamado por dos veces “hijo de José” (1,45; 6,42); pero aquí­ el evangelista recoge simplemente la opinión de la gente, sin compartirla, como lo muestra el análisis: para él, Jesús “viene del cielo” (6,41s); no es “hijo de José”, sino Hijo de Dios (cf I. de la Potterie, La Mére de Jésus…, 45-49). Pero el texto más importante para esta cuestión es un pasaje del prólogo (1,13). De ordinario se lee el verbo en plural: “los cuales no fueron engendrados de sangre…, sino de Dios” (Leccionario). Pero un número cada vez mayor de crí­ticos reconocen actualmente que hay que leer probablemente en singular: “él, que no nació ni de sangre ni de carne…, sino de Dios”: se trata entonces de la generación divina de Cristo (a.c., 6069). Es verdad que los manuscritos recogen el plural. Pero el problema crucial es el estado del texto en el siglo u. Pues bien, todos los manuscritos son posteriores. Por el contrario, los testimonios más antiguos (los padres del siglo n) leí­an el texto en singular. Según Tertuliano e Ireneo, el paso al plural se debe a las especulaciones gnósticas. También la crí­tica interna (vocabulario, estilo, teologí­a) está en favor del singular. Por tanto, el texto puede leerse así­: “No de sangre, ni de carne, ni de voluntad de hombre, sino de Dios (él) fue engendrado; sí­, el Verbo se hizo carne…” (1,1314). La estrecha conjunción de los dos versí­culos (cf ka) supone, por así­ decirlo, que desde 1,13 se hablaba ya de la generación humana y del nacimiento de Cristo (egennéthé indica las dos cosas: “fue engendrado” y “nació’).

Esta lectura cristológica del pasaje nos ofrece dos indicaciones importantes sobre las modalidades concretas de la encarnación. Jesucristo (cf 1,17) no fue concebido “de voluntad (= deseo) de hombre…, sino de Dios”: esto significa que fue una concepción virginal. Más difí­cil resulta la primera de las tres negaciones del versí­culo 13: “No de sangres” (en plural). Esta expresión siempre ha suscitado perplejidades. Pero el estudio de P. Hofrichter (Nicht aus Blut…) parece haber indicado el camino justo hacia la solución: hay que remontarse a la tradición bí­blica y judí­a, es decir, a las leyes leví­ticas de la purificación de la mujer: el plural “sangres”, en este contexto, designa la sangre que la mujer pierde en el parto o en la menstruación (Lev 12:4-7; Lev 20:18). Sobre este fondo la primera negación de Jua 1:13 podrí­a interpretarse así­: el verbo de Dios hecho carne nació “sin efusión de sangre”. Entendido en este sentido, el versí­culo de Jua 1:13, como Luc 1:35b, contendrí­a una indicación sobre el parto virginal de Marí­a (la virginitas in partu). Del contexto se deduce además cuál era el sentido teológico de la concepción y del parto virginal: era un signo, un signo necesario para hacer comprender a los hombres que el hijo de Marí­a era el Hijo de Dios, el “unigénito venido del Padre” (Luc 1:14). La semejanza de este versí­culo (sobre el modo concreto de la encarnación y para su sentido) con el de Luc 1:35b (que lo anunciaba) es una confirmación de la interpretación propuesta para los dos textos.

IV. LA MADRE DEL MESíAS. Las otras tres perí­copas marianas que tenemos en Lc 1-2 presentan aspectos de la manifestación de Jesús-mesí­as.

1. LA VISITACIí“N: MARíA, ARCA DE LA ALIANZA (LC 1,39-56). Después del paralelismo entre el anuncio del nacimiento del precursor y el del nacimiento de Jesús (1,5.25.26.38), el relato de la visitación presenta el encuentro de sus madres. Los temas fundamentales de este párrafo son la proclamación profética de la venida del mesí­as y la exultación mesiánica; las dos estaban preparadas en los dos anuncios precedentes (cf 1,15; 1,38). La “prisa” de Marí­a por acudir al lado de Isabel es la expresión de su gozo (“festina pro gaudio”: Ambrosio). Ya en el relato de la anunciación, la concepción de Isabel, conocida por todos como estéril, se le habí­a presentado a Marí­a como signo de que iba a concebir permaneciendo virgen (1,36s). Aquí­ se prolonga el paralelismo entre Isabel (vv. 41-45) y Marí­a (vv. 46-56); pero se extiende igualmente a los niños que las dos llevan en su seno.

Ante el saludo de Marí­a, Isabel siente en su seno la exultación del niño que va a nacer: comprende que él, “lleno de Espí­ritu Santo” (1,15), es el “profeta del Altí­simo… para preparar los caminos del Señor” (1,76); en efecto, desde el seno de Isabel (vv. 41.44), él revela a su madre la presencia misteriosa del Señor en el seno de Marí­a (“Exultavit ratione mysterii”: Ambrosio). Entonces Isabel, llena también de Espí­ritu Santo, dirige a Marí­a una doble bendición (vv. 42-45); el tono kerigmático y litúrgico de la introducción, “alzando la voz” (expresión única en el NT), que hace eco probablemente a la celebración de Israel ante el arca de la alianza (anaphónein: 1Cr 15:28; 1Cr 16:4.5.42; 2Cr 5:13), permite encontrar aquí­ el tema del arca de la alianza escatológica ya presente en 1,35 (cf lSam 6,2-11) y recogido varias veces por los padres, por ejemplo san Ambrosio: “¿Qué cosa es el arca sino santa Marí­a?” (Sermo 42,6: PL 17,689). El mensaje esencial de este párrafo está, sin embargo, en la doble proclamación profética de Isabel: “La madre de mi Señor viene a mí­” (donde Kyrios designa al mesí­as, pero aludiendo a su trascendencia); “i Dichosa la que ha creí­do!” (a través del uso de la tercera persona se siente ya la confesión de la comunidad cristiana); Marí­a no habrí­a llegado a ser la madre del mesí­as si no hubiera sido la primera creyente.

El Magní­ficat es el himno en que Marí­a alaba a Dios por la obra realizada en ella y en todo el pueblo de Dios. Pero para ella no se dice, como para Juan Bautista, Zacarí­as e Isabel (1,15.41.67), que estuviera llena de Espí­ritu Santo, porque el Espí­ritu habí­a bajado ya sobre ella en la anunciación (1,35). El himno está compuesto en gran parte de citas bí­blicas; se notan sobre todo contactos con el cántico de Ana (lSam 2,1-10); la situación de Marí­a, como veremos, no era sólo semejante a la de la madre del precursor, sino también a la de la madre de Samuel. El Magní­ficat comprende dos partes: la primera (vv. 46-50) concierne a la situación personal de Marí­a; la segunda (vv. 51-55) indica el sentido del acontecimiento para Israel; en esta segunda parte Marí­a habla como la “hija de Sión” escatológica, que ve realizarse ahora todo lo que Dios hizo en el pasado por su pueblo. Pero en la primera parte se observan algunos ví­nculos concretos con los sucesos recientes de la anunciación y de la visitación. La frase inicial del himno (“Glorifica…, se regocija…”) va seguida de un doble “porque”, que explica su sentido; el segundo (“porque el todopoderoso ha hecho conmigo cosas grandes [mégala]: v. 49) corresponde a la palabra de introducción del himno: “Magní­ficat (megalynei)’; por su parte, el primer “porque” (“porque se ha fijado en la humilde condición de su esclava”: v. 48) forma contraste con lo que precede inmediatamente (“Dios, mi salvador”: v. 47b), pero recuerda también a la “esclava del Señor” de la anunciación (1,38). ¿Qué era aquella “humilde condición” (tapeí­nósis) de Marí­a? Se piensa de ordinario en la condición humilde de los “pobres de Yhwh”. Pero aquí­ Marí­a habla de sí­ misma; y en la Biblia griega tapeí­nósis significa siempre “humillación” (p.ej., Gén 16:11; Gén 29:32; Gén 31:42; Deu 26:7), especialmente la de una mujer estéril, como la madre de Samuel (ISam 1,11), o la “hija de Sión”, “humillada” y “estéril” después de la destrucción del templo (4 Esd 9:41-45; Esd 10:7. 45s). Pues bien, las palabras de Marí­a son por un lado una cita concreta de las de Ana, y por otro son también paralelas a las de Isabel (Luc 1:25): dos mujeres que sentí­an el “oprobio” de su esterilidad. El versí­culo 48 expresa el efecto de lo que Marí­a decí­a en el versí­culo 34: con su deseo de permanecer virgen, Marí­a se habí­a orientado hacia una condición social de humillación, la de ser considerada como una mujer estéril. Pero ahora “Dios, su salvador, se ha fijado en el oprobio de su sierva”; el Omnipotente ha hecho por ella “cosas grandes”; por eso, “desde entonces la llamarán dichosa todas las generaciones” (v. 48): dichosa por aquella humildad suya, dichosa por su fe (v. 45) y dichosa también por haberse convertido así­ “para todas las generaciones” en la madre del Señor.

2. MARíA EN EL TEMPLO (LC 2,22-40.41-52). Después del nacimiento y de la circuncisión de Jesús (2,1-21), los dos últimos párrafos del evangelio lucano de la infancia se desarrollan en el templo. Su tema central es la manifestación del misterio de Jesús, el cumplimiento de Mal 3:1 : “Pronto vendrá a su templo el Señor, a quien vosotros buscáis”; en el templo Jesús era reconocido como mesí­as. En 2, 22-40 (la presentación), su madre aparece en una actitud de verdadera creyente. Aunque habí­a concebido y dado a luz a su hijo de forma virginal, se somete a las normas legales sobre la purificación de la parturienta (v. 22; cf Lev 12:1-8); y para cumplir con la obligación de consagrar a Dios todos los primogénicos (Exo 13:2.11-16), lleva a su hijo al templo para presentárselo al Señor. Aquí­ Simeón y Ana celebran la venida de la “gloria de Israel” (v. 32), de la “liberación de Israel” (v. 38). Pero Simeón predice también que el salvador será un signo de contradicción (vv. 34s). En este anuncio se inserta una profecí­a análoga relativa a Marí­a. El texto de Eze 14:17 sobre la espada que “dividirá” a Israel se le aplica a ella, la “hija de Sión”: “Y a ti una espada te atravesará el corazón” (v. 35b). No se trata aquí­ de los sufrimientos de la mater dolorosa al pie de la cruz ni del dolor provocado en Marí­a por la división de Israel frente a Jesús; el texto implica una cierta participación de Marí­a misma en la experiencia de su pueblo (cf “también a ti”); la “espada” es una metáfora de la “división” experimentada por Marí­a; está dividida entre la fe (Eze 1:45), el asombro (Eze 2:33.47) y la incomprensión (Eze 2:49s) ante las primeras revelaciones públicas del misterio de su Hijo, Jesús. Pero mientras que en Israel la incomprensión se convertirí­a en incredulidad y provocarí­a la ruina de muchos, en Marí­a permanecí­a ligada a su fe profunda: “Marí­a, por su parte, guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón” (Eze 2:19).

Esta dialéctica (revelación/ incomprensión) se prolonga en 2,41-52, cuando el mismo Jesús, a los doce años, se manifiesta en el templo. Toda la perí­copa está centrada en sus palabras: “¿No sabí­ais que yo debo ocuparme en las cosas de mi Padre?” (v. 49). Cuando habla de Dios como de su Padre, Jesús se revela como el Hijo de Dios. La traducción clásica “en la casa de mi Padre” ha sido cambiada a menudo modernamente por “en las cosas de mi Padre”. Pero la exégesis contemporánea ha mostrado la exactitud y la profundidad teológica de la versión tradicional. Desde estas primeras palabras de Jesús se expresa el dinamismo que impregnará todo el tercer evangelio: el “camino” de Jesús (v. 41), su “subida” (v. 22; cf 18,31) a la ciudad santa Ierousalém (cf 9,51; aquí­: 2,41.43.45), al templo, al misterio pascual y a la ascensión; en esta perspectiva las dos expresiones “Yo debo” (= “es necesario”) (dei; cf también 9,22; 13,33; 17,25; 24,7.26.44) y “a los tres dí­as” (2,46; cf 9,22; 13,33; 24.7.21.45), así­ como la mención explí­cita de la fiesta de la pascua (2,41; cf 22,1-15), adquieren una resonancia especial: la presencia “necesaria” de Jesús en la casa de su Padre es ya una anticipación, un sí­mbolo, de su destino futuro y de su entrada en la gloria (24,26); es un indicio de que “después del triduo de su pasión triunfal tení­a que resucitar y presentarse a nuestra fe en su sede celestial y en el honor divino” (Ambrosio). Es verdad que Marí­a y José no sabí­an todas estas cosas; “no comprendieron” (2,49s), porque aquí­ habí­a un triple equí­voco: Marí­a habí­a dicho “tu padre (José) y yo”, pero para Jesús “mi Padre” tení­a otro sentido; habí­a declarado que tení­a que estar en la casa de su Padre (el templo), pero se volvió con ellos a la casa de Nazaret; además, Marí­a no podí­a comprender las alusiones a la pasión y a la glorificación (cf para los discí­pulos: 9,45; 18,34). Pero también aquí­ Marí­a era la perfecta creyente: “guardrba todas estas cosas en su corazón” (2,51), esperando con fe comprender mejor algún dí­a lo que se iba revelando progresivamente sobre su hijo.

V. ESPOSA DE LAS BODAS MESIíNICAS EN CANí (Jua 2:1-12). Entramos ahora en la vida pública de Jesús. La primera perí­copa mariana con que nos encontramos es el relato de Jn sobre las bodas de Caná, que ocupa un lugar importante en el cuarto evangelio: es el párrafo con que concluye la sección primera (,11), que se centra en el tema de la “manifestación” de Jesús (cf phaneroún:Jua 1:31; Jua 2:11). Esta manifestación comienza aquí­: por eso Jn llama a este episodio “el comienzo de los signos”. Pero si las bodas de Caná son fundamentalmente un “signo” (semeí­on), deberán interpretarse a nivel simbólico. Por otra parte, si este pasaje es ante todo cristológico, es también uno de los grandes textos mariológicos de Jn (el otro es 19,25-27: I infra, VI, 1). Así­ pues, desde el punto de vista teológico hay que distinguir aquí­ el aspecto cristológico y el aspecto mariológico. El tema cristológico fundamental es la manifestación mesiánica de la “gloria” de Jesús (2,11): el “vino bueno” conservado hasta ahora (v. 10) representa la revelación mesiánica, la “gracia de la verdad” presente en Jesús (1,17), “su evangelio” (Agustí­n, In Job 9:2 : PL 35,1459); por medio del simbolismo de las bodas, él se manifiesta como el esposo de la nueva comunidad mesiánica (cf también 3,28s). Es ésta la exégesis más difundida en la tradición antigua (p.ej., Gaudencio de Brescia, Tract. VIII, 23: CSEL 68,66; en el antiguo breviario, antí­fona de laudes de la epifaní­a: “Hoy la Iglesia se ha unido al esposo celestial”).

También el tema mariológico ha de interpretarse en este nivel simbólico. La palabra de Jesús: “¿Qué hay entre tú y yo, mujer?” (v. 4), indica que se ha superado ya el tiempo de sus relaciones puramente familiares; Jesús invita a su madre a situarse con él en la perspectiva de su misión mesiánica. El tí­tulo “mujer” no es una alusión a la mujer del Protoevangelio (Gén 3:15.20), sino una referencia a la “hija de Sión”, aquella figura femenina que en la tradición bí­blico-judí­a simbolizaba a Israel (cf Os 1-3; Isa 62:11; Zac 9:9). Marí­a es designada como “la figura de la sinagoga” (santo Tomás), la madre-Sión de la nueva alianza. Esto explica que sus palabras a los sirvientes: “Haced lo que él os diga” (Zac 2:5), “parezcan hacer eco a la fórmula usada por el pueblo de Israel para sancionar la alianza del Sinaí­ (cf Exo 19:8; Exo 24:3.7; Deu 5:27)” (Pablo VI, Marialis cultus, 57). Caná es un sí­mbolo de la nueva alianza. Este simbolismo mesiánico, que aquí­ se especifica en el de las bodas mesiánicas, no vale solamente para Jesús, sino también para Marí­a: “En sus gestos y en su diálogo, la Virgen y Cristo, superando ampliamente los festejos locales, sustituí­an a los jóvenes esposos de Caná para convertirse en el esposo y la esposa espirituales del banquete mesiánico” (J.P. Charlier, Le signe de Cana…, 77). Pero Marí­a, la esposa, desempeña también aquí­ una función maternal: esta exhortación suya a los “sirvientes” (no doúloi, sino diákonoi; cf 12,26: “servir” a Jesús), que es la última palabra de Marí­a en los evangelios, suscita en ellos la diakoní­a, la perfecta docilidad a la palabra de Jesús (2,7s), que es la verdadera actitud que deben tomar en la alianza nueva. Marí­a se convierte así­ en “madre de los miembros (de Cristo) que somos nosotros, ya que cooperó con su caridad al nacimiento de los fieles en la Iglesia” (san Agustí­n, De S. Virginitate 6:PL 40,399).

VI. MARíA Y LA IGLESIA. Los dos últimos pasajes que quedan por considerar tienen en común que su aspecto mariológico forma parte de un contexto manifiestamente eclesiológico.

1. LA MADRE DE LOS DISCíPULOS: MARíA, IGLESIA NACIENTE (JN 19,25-27). A diferencia de los padres (que veí­an aquí­ tan sólo un gesto de piedad filial de Jesús), los modernos, prolongando la exégesis medieval, interpretan cada vez más esta escena de la “hora” de Jesús como el momento del nacimiento de la Iglesia y el comienzo de la maternidad espiritual de la madre de Jesús. Esta orientación mesiánica y eclesiológica de nuestra perí­copa se deriva de tres indicios literarios convergentes: el paralelismo con las bodas de Caná, sí­mbolo de las bodas mesiánicas; la relación con la túnica “sin costura” (19,23-24), que simboliza la unidad del pueblo de Dios en la época mesiánica, y la fuerte vinculación con 19,28, que muestra en nuestro episodio el último acto de Jesús: el cumplimiento de su misión mesiánica (tetélestai) y la observancia perfecta de la Escritura. Además, se utiliza aquí­ el llamado “esquema de revelación” (cf 1,29.36.47); en las palabras de Jesús a su madre y al discí­pulo amado se revela que tendrán ahora unas relaciones nuevas: “la madre de Jesús” (v. 25), presentada luego como “la madre” (v. 26), tiene que convertirse en la madre del discí­pulo (v. 27); y éste será su hijo. Por tanto, “la maternidad corporal de Marí­a con el Hijo de Dios hecho carne da fundamento a una maternidad espiritual, que es su cumplimiento” (P. Grelot, Marí­a, en DSAM X, 420). No se trata sólo de relaciones personales; ninguna de las dos personas presentes es designada con su nombre; es su función lo que cuenta, ya que personifican a dos grupos. El discí­pulo amado representa a todos los creyentes. La madre de Jesús, llamada “mujer” (cf ya 2,4), es la imagen de la “hija de Sión”. Las palabras de Jesús: “Ahí­ tienes a tu hijo”, parecen hacer eco al anuncio profético a la madre-Sión, que ve volver del destierro a sus hijos: “Alza en torno los ojos y contempla: todos tus hijos (tékna) se reúnen y vienen a ti; tus hijos (hyoí­) llegan de lejos” (Isa 60:4 LXX; cf Bar 4:37; Bar 5:5). En Marí­a se realiza, por tanto, la comunidad mesiánica; pero la madre de Jesús, en su función maternal, se convierte también en la Iglesia naciente, “el nuevo comienzo de la Iglesia santa” (Gerhoh de Reichersberg, De glor. et hon. Fil. hom. X, 1: PL 194,1105).

Este progresivo ensanchamiento de la perspectiva hacia la Iglesia muestra que está fuera de lugar pensar aquí­ solamente en las preocupaciones personales y exteriores del discí­pulo por la madre de Jesús (cf el Leccionario: “Se la llevó a su casa”); tiene que acoger espiritualmente a aquella que se ha convertido en su madre: “Desde aquella hora el discí­pulo la acogió en su intimidad (in sua)” como dice el versí­culo 27b (cf I. de la Potterie, “Et á partir de cette heure…’). “El alcance inagotable de este simbolismo relaciona í­ntimamente el misterio de la Iglesia con el misterio de Marí­a” (P. Grelot, 1.c.). Desde aquella “hora” se les exige una acogida como la del discí­pulo a “todas las generaciones de discí­pulos y de cuantos confiesan y aman a Cristo” (Juan Pablo II, Redemptor hominis 22). Pero si Marí­a es aquí­ “imagen y principio de la Iglesia” (LG 68), es al mismo tiempo “madre de la Iglesia, es decir, de todo el pueblo de Dios” (Pablo VI); “la madre de los miembros de Cristo, que somos nosotros” (san Agustí­n, o.c.), porque se convierte en la madre de todos los discí­pulos de Jesús.

¿En qué consiste esta maternidad espiritual suya? Podemos precisarlo observando que esta escena es el único pasaje del cuarto evangelio en que se habla justamente de la madre de Jesús y del don del Espí­ritu (para Lc, cf 1,35). Los dos temas están relacionados entre sí­: el versí­culo 28, por una parte, remite al episodio anterior, el nuestro (19,25-27); pero contiene también las palabras de Jesús: “Tengo sed”, que encuentran luego su cumplimiento en los dos pasajes siguientes (el don del Espí­ritu, v. 30; el agua que sale del costado traspasado, sí­mbolo del Espí­ritu, v. 34; cf 7,39). La acogida espiritual de la “mujer” (la madre de Jesús, la Iglesia) precede, por tanto, a la efusión del Espí­ritu sobre la Iglesia casi como una condición: Marí­a ejerce una especie de mediación entre Jesús y el Espí­ritu. Lo mismo se deduce de la progresión que se observa en tres pasajes en los que Juan utiliza el verbo lambánein para describir el itinerario del verdadero discí­pulo: al principio tení­a que “acoger” a Jesús (1,12); ahora debe “acoger” también a la madre de Jesús “en su intimidad” (19,27); así­ es como podrá “recibir el Espí­ritu Santo” (20,22; cf 19,30.34), hacerse un hombre de fe (20,27), un hermano de Jesús (20,17). En este camino lo precede la madre de Jesús, como madre suya, esto es, como “figura y egregio modelo en la fe” (LG 53; cf Jua 2:5). Así­ la “mujer” que habí­a sido la madre de Jesús se convierte en la madre espiritual de los hermanos de Jesús, haciéndolos “conformes con la imagen de su Hijo” (cf Rom 8:29), es decir, semejantes a Cristo. En este sentido se orientaba ya la exégesis origeniana de este párrafo: “No hay más hijo de Marí­a que Jesús… (Su palabra:) `Ahí­ tienes a tu hijo’…, equivale a decir: `Este es Jesús, al que tú das a luz’. En efecto, el que es perfecto `ya no vive él’, sino que en él `vive Cristo’; y puesto que en él vive Cristo, por eso se le dice a Marí­a: `Ahí­ tienes a tu hijo’, es decir, a Cristo” (In Ev. Job. I, 23: PG 14,32).

2. LA “MUJER” DEL APOCALIPSIS (12,1-18), IMAGEN DE LA IGLESIA. En la historia de la exégesis, la interpretación de Apo 12:1-18 ha conocido diversas variaciones. Sin embargo, prevalecen dos grandes lí­neas interpretativas: la interpretación eclesiológica y la mariológica. La primera era corriente en tiempos de los padres, y lo sigue siendo en la exégesis moderna; la segunda se encuentra especialmente en la exégesis monástica de la Edad Media y en la liturgia. Pero muchos piensan actualmente que la interpretación mariológica debe integrarse de algún modo en la misma interpretación eclesiológica. Es la lí­nea que parece corresponder mejor a los datos que surgen de la estructura del libro y de los diversos sí­mbolos que aparecen en este párrafo; es decir, se requiere una interpretación al mismo tiempo colectiva e individual. Que el simbolismo de este fragmento es ante todo eclesiológico se deduce ya de su situación literaria. Después de la introducción de los capí­tulos 1-3 (las cartas a las Iglesias; la gloria de Cristo), el libro puede dividirse en dos grandes partes: a) visiones proféticas sobre la historia de la salvación; juicio del mundo (cc. 4-11); b) la comunidad de Cristo perseguida; su victoria final (cc. 12-22). Así­ pues, el capí­tulo 12 abre la gran sección eclesiológica, lo mismo que el capí­tulo 4 abrí­a la primera parte con la visión del trono de Dios. Este paralelismo entre Dios y la mujer sugiere ya la relación bí­blica fundamental de la alianza: la que existe entre Dios y su pueblo. La mujer es el sí­mbolo del pueblo de Dios en su situación escatológica. Por otra parte, la figura femenina del capí­tulo 12 está en contraposición con la prostituta de los capí­tulos 17-19; pero se convertirá luego en los capí­tulos 19 y 21 en la esposa del cordero, la Jerusalén celestial.

Veamos primero la interpretación colectiva. El hijo varón, “el que debí­a regir a todas las naciones con una vara de hierro” (v. 5: cita de Sal 2:9), es sin duda el mesí­as. La mujer que lo da a luz es presentada como una figura cósmica y celestial: revestida de sol, con la luna bajo sus pies y con una corona de doce estrellas en la cabeza (v. 1). El texto se inspira probablemente en Is 60, donde se describe a la “hija de Sión” mesiánica, resplandeciente toda ella con la gloria de Dios (Isa 60:1.19-20, con influencias también en Cnt 6:10 : “bella como la luna, distinguida como el sol”). Las doce estrellas representan a “las doce tribus de los hijos de Israel” (Apo 21:12). Por consiguiente, la mujer es ante todo la Iglesia. Los dolores de parto (Apo 12:2) son una metáfora clásica para describir la maternidad escatológica de Sión (Miq 4:10; Isa 26:17s; Isa 66:7-9; Jua 16:21; 1QH 3,7-10). No se alude aquí­ al nacimiento temporal del mesí­as; esos dolores son un sí­mbolo de la Iglesia, que debe dar a luz a la totalidad de los hijos de Dios en medio de sufrimientos durante todo el tiempo escatológico. El dragón, “la serpiente antigua” (v. 9), remite a Gén 3: es el enemigo de la mujer y de su linaje, que aquí­ es llamado “Diablo” y “Satanás”; representa a las fuerzas diabólicas que se oponen al pueblo de Dios. El hijo de la mujer es arrebatado al cielo (12,5: indica la glorificación de Cristo); pero ella encuentra refugio en el desierto, “donde tiene un lugar preparado por Dios” (vv. 6.14.16): se trata de la Iglesia, protegida y alimentada por Dios durante todo su caminar por la tierra.

Cabe preguntarse entonces si queda sitio todaví­a para una interpretación mariológica de Ap 12. Este segundo tipo de lectura no sólo es posible, sino necesario, si se lee este trozo en el contexto más amplio de los demás textos del NT sobre Marí­a [I supra, II-VI, 1]. Adviértase ante todo el sí­mbolo de la mujer: tanto en Lc (1,28) como en Jn (2,4; 19,26), Marí­a era considerada ya como la “hija de Sión”, y precisamente por eso era llamada por Jesús “mujer” (en Caná y al pie de la cruz). Marí­a era ya la imagen del pueblo de Dios mesiánico, la imagen de la Iglesia. Esta dimensión eclesiológica del sí­mbolo se desarrolla luego plenamente en el Apocalipsis; pero no se puede olvidar que en la tradición joanea este sí­mbolo tení­a ya una referencia a Marí­a, precisamente como imagen de la Iglesia: “La mujer que da a luz del Apocalipsis es la comunidad mesiánica, que en el evangelio de Juan estaba representada por la madre de Jesús” (T. Vetrali, La donna…, 168). Dos indicios literarios apoyan esta forma de ver las cosas. Hemos visto que las palabras de Jesús en Jua 19:26 son una repetición del texto de Isa 60:4s sobre la “hija de Sión”, que contempla reunidos en torno a sí­ a todos sus hijos. Pues bien, Ap 12 remite precisamente a este mismo trasfondo literario de Is 60 sobre el esplendor de la Jerusalén mesiánica (Isa 60:1.19s). En el contexto más amplio de esa perspectiva escatológica y eclesial no es ilegí­timo leer en el versí­culo de Apo 12:1 la glorificación de la mujer (la asunción de Marí­a, “unida a la metamorfosis corporal de su hijo”: P. Grelot, a.c., 421). Por otra parte, como hemos visto más arriba, el “discí­pulo amado”, en Jua 19:25-27, era el sí­mbolo de todos los discí­pulos de Cristo, que se hacen hijos de la madre de Jesús. De manera semejante, la “mujer” de Ap 12 no es sólo la madre del mesí­as (v. 5; cf Jua 19:25 : “la madre de Jesús”), sino también de todo el “resto de su descendencia, los que guardan los mandamientos de Dios y son fieles testigos de Jesús” (Apo 12:17). Estos otros hijos de la mujer son precisamente los que habí­an sido confiados por Jesús a su madre, según Jua 19:25-27. El hijo varón del Apocalipsis se prolonga por tanto en los demás descendientes de la mujer; así­ también, el sí­mbolo de la “mujer” del libro apocalí­ptico es la prolongación, en sentido colectivo y eclesial, de lo que era ya la “mujer” del evangelio, la madre de Jesús, la “hija de Sión”, como figura de la Iglesia. Esta perspectiva eclesial del misterio mariano ha sido muy bien expresada en un texto litúrgico reciente: Marí­a es “comienzo e imagen de la Iglesia, esposa de Cristo, llena de juventud y de limpia hermosura” (prefacio de la misa de la Inmaculada).

VII. CONCLUSIí“N. Por todo lo dicho se ve con toda claridad el ví­nculo tan estrecho que hay entre Marí­a y la / Iglesia. La madre de Jesús es presentada en la Escritura como la imagen de la Iglesia; pero esto implica además que “toda la Iglesia es mariana” (card. Journet) y nos invita cada vez más a descubrir “el rostro mariano de la Iglesia” (H. Urs von Balthasar).

Esta sí­ntesis de la mariologí­a bí­blica podrí­a tener cierta importancia en el diálogo ecuménico. Por desgracia, sigue siendo verdad que la doctrina católica sobre Marí­a es aún uno de los puntos principales de desacuerdo con los protestantes [/ supra, I]. Pero en la teologí­a católica posconciliar se ha intentado mostrar cada vez mejor “el lugar bí­blico de la mariologí­a” (J. Ratzinger, La figlia de Sion, Milán 1979, 9-28); este “lugar” es la teologí­a de la “hija de Sión”, que expresa el misterio de la alianza entre Dios y su pueblo. Ciertamente no se puede negar que la alianza está en el centro de la Escritura. Pues bien, Marí­a representa precisamente al pueblo de Dios que dice “sí­” a su Dios y que se convierte de este modo en el modelo permanente para toda la Iglesia.

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I. de la Potterie

P Rossano – G. Ravasi – A, Girlanda, Nuevo Diccionario de Teologí­a Bí­blica, San Pablo, Madrid 1990

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Bíblica

(del heb. Mí­riam, que posiblemente signifique: †œRebelde†).
Hay seis mujeres en la Biblia con ese nombre.

1. Marí­a, la madre de Jesús. Era hija de Helí­, aunque en la genealogí­a de Lucas se lee que José, el esposo de Marí­a, era †œhijo de Helí­†. La Cyclopædia (de M†™Clintock y Strong, 1881, vol. 3, pág. 774) dice: †œEs sabido que los judí­os trazaban su árbol genealógico únicamente por el nombre del varón, y cuando el linaje del abuelo pasaba al nieto por medio de una hija, se omití­a el nombre de esta y se poní­a el de su esposo como hijo del abuelo materno (Núm. XXVI, 33; XXVII, 4-7)†. Esta debió ser la razón por la que el historiador Lucas dice que José era †œhijo de Helí­†. (Lu 3:23.)
Marí­a era de la tribu de Judá y descendiente de David. Por consiguiente, se podí­a decir que su hijo Jesús †œprovino de la descendencia de David según la carne†. (Ro 1:3.) Por su padre adoptivo José, descendiente de David, Jesús tení­a el derecho legal al trono de David, y por su madre, como †œprole†, †œdescendencia† y †œraí­z† de David, tení­a el derecho hereditario natural al †œtrono de David su padre†. (Mt 1:1-16; Lu 1:32; Hch 13:22, 23; 2Ti 2:8; Rev 5:5; 22:16.)
Si la tradición está en lo cierto, Ana fue esposa de Helí­ y madre de Marí­a. Una hermana de Ana tuvo una hija llamada Elisabet, que fue la madre de Juan el Bautista. Según esa tradición, Elisabet era prima de Marí­a. Las Escrituras dicen que Marí­a estaba emparentada con Elisabet, que era †œde las hijas de Aarón†, de la tribu de Leví­. (Lu 1:5, 36.) Algunos piensan que Salomé, esposa de Zebedeo y madre de Juan y Santiago, dos de los apóstoles de Jesús, era hermana de Marí­a. (Mt 27:55, 56; Mr 15:40; 16:1; Jn 19:25.)

La visita un ángel. A finales del año 3 a. E.C., Dios envió al ángel Gabriel a Marí­a, una muchacha virgen del pueblo de Nazaret. †œBuenos dí­as, altamente favorecida, Jehová está contigo†, fue el sorprendente saludo del ángel. Cuando le dijo que concebirí­a y darí­a a luz un hijo llamado Jesús, Marí­a, que en aquel tiempo solo estaba comprometida con José, preguntó: †œ¿Cómo será esto, puesto que no estoy teniendo coito con varón alguno?†, a lo que el ángel respondió: †œEspí­ritu santo vendrá sobre ti, y poder del Altí­simo te cubrirá con su sombra. Por eso, también, lo que nace será llamado santo, Hijo de Dios†. Emocionada con la perspectiva, pero con la debida modestia y humildad, ella contestó: †œÂ¡Mira! ¡La esclava de Jehová! Efectúese conmigo según tu declaración†. (Lu 1:26-38.)
A fin de fortalecer aún más su fe para esta experiencia tan importante, a Marí­a se le informó de que su parienta Elisabet, ya anciana, habí­a dejado de ser estéril por el poder milagroso de Jehová y estaba encinta de seis meses. Marí­a fue a visitarla, y cuando entró en su casa, la criatura que estaba en la matriz de Elisabet saltó de gozo. Ante esto, Elisabet felicitó a Marí­a diciendo: †œÂ¡Bendita eres tú entre las mujeres, y bendito es el fruto de tu matriz!†. (Lu 1:36, 37, 39-45.) A continuación Marí­a pronunció bajo inspiración palabras de alabanza a Jehová por su bondad. (Lu 1:46-55.)
Tras pasar unos tres meses con Elisabet en la serraní­a de Judá, Marí­a volvió a Nazaret. (Lu 1:56.) Cuando José se enteró de que estaba embarazada (probablemente por boca de la propia Marí­a), pensó en divorciarse de ella en secreto, más bien que exponerla a la vergüenza pública. (A las personas comprometidas se las consideraba como si estuvieran casadas, y se requerí­a un divorcio para disolver el compromiso.) Pero el ángel de Jehová se le apareció y le reveló a José que lo que habí­a sido engendrado en ella era por espí­ritu santo. Por consiguiente, José obedeció la instrucción divina y tomó a Marí­a por esposa, †œpero no tuvo coito con ella hasta que ella dio a luz un hijo; y le puso por nombre Jesús†. (Mt 1:18-25.)

Da a luz a Jesús en Belén. En el transcurso de estos acontecimientos, el decreto de César Augusto que exigí­a que todos se registraran en su pueblo natal resultó providencial, pues tení­a que cumplirse la profecí­a concerniente al nacimiento de Jesús. (Miq 5:2.) Por lo tanto, José tomó a Marí­a, que se encontraba †œen estado avanzado de gravidez†, y la llevó en un agotador viaje de 150 Km. desde su casa de Nazaret, en el N., hasta Belén, al S. Como no habí­a sitio en el hospedaje, el niño nació en las condiciones más humildes y fue acostado en un pesebre. Esto ocurrió probablemente alrededor del 1 de octubre del año 2 a. E.C. (Lu 2:1-7; véanse GRABADOS, vol. 2, pág. 537; JESUCRISTO.)
Cuando los pastores oyeron al ángel decir: †œLes ha nacido hoy un Salvador, que es Cristo el Señor, en la ciudad de David†, se apresuraron a Belén y allí­ hallaron la señal: el hijo de Marí­a estaba †œenvuelto en bandas de tela y acostado en un pesebre†. Informaron a la feliz familia lo que el gran coro de ángeles habí­a cantado: †œGloria en las alturas a Dios, y sobre la tierra paz entre los hombres de buena voluntad†. Marí­a, por su parte, †œiba conservando todos estos dichos, sacando conclusiones en su corazón†. (Lu 2:8-20.)
Al octavo dí­a, Marí­a hizo circuncidar a su hijo en obediencia a la ley de Jehová. A los cuarenta dí­as ella y su esposo llevaron al niño al templo de Jerusalén para presentar la ofrenda prescrita. La Ley requerí­a el sacrificio de un carnero joven y un palomo o una tórtola. Si la familia no poseí­a lo suficiente para la oveja, se tení­an que ofrecer dos tórtolas o dos palomos. El que Marí­a ofreciese †œun par de tórtolas o dos pichones† muestra que José era un hombre de escasos recursos. (Lu 2:21-24; Le 12:1-4, 6, 8.) Cuando el anciano Simeón, un hombre justo, vio al niño, alabó a Jehová por haberle permitido contemplar al Salvador antes de morir. Volviéndose a Marí­a, dijo: †œSí­, a ti misma una espada larga te atravesará el alma†, no queriendo decir que ella serí­a traspasada con una espada literal, sino que experimentarí­a dolor y sufrimiento a causa de la predicha muerte de su hijo en un madero de tormento. (Lu 2:25-35.)

Vuelve a Nazaret. Cierto tiempo después, un ángel le advirtió a José de la trama urdida por Herodes el Grande para matar al niño y le ordenó que huyese con Jesús a Egipto. (Mt 2:1-18.) Una vez muerto Herodes, la familia volvió y se estableció en Nazaret. Allí­ Marí­a tuvo más hijos, de los que por lo menos cuatro eran varones. (Mt 2:19-23; 13:55, 56; Mr 6:3.)
Aunque la Ley no requerí­a que las mujeres asistieran a la celebración anual de la Pascua, Marí­a solí­a acompañar a José año tras año en el largo y difí­cil viaje de unos 150 Km. hasta Jerusalén con este propósito. (Exo. 23:17; 34:23.) En uno de esos viajes, alrededor del año 12 E.C., después que la familia habí­a salido de Jerusalén y recorrido la distancia correspondiente a un dí­a para regresar a su casa, descubrieron que faltaba Jesús. Sus padres volvieron inmediatamente a Jerusalén para buscarlo. Después de tres dí­as lo hallaron en el templo, escuchando e interrogando a los maestros. Marí­a exclamó: †œHijo, ¿por qué nos trataste de este modo? Mira que tu padre y yo te hemos estado buscando con la mente angustiada†. Jesús respondió: †œ¿Por qué tuvieron que andar buscándome? ¿No sabí­an que tengo que estar en la casa de mi Padre?†. Ciertamente el lugar lógico donde hallar al Hijo de Dios era el templo, donde podrí­a recibir instrucción bí­blica. Marí­a †œguardaba cuidadosamente todos estos dichos en su corazón†. (Lu 2:41-51.)
A los doce años Jesús demostró un conocimiento sobresaliente para su edad: †œTodos los que le escuchaban quedaban asombrados de su entendimiento y de sus respuestas†. (Lu 2:47.) El conocimiento y el entendimiento que tení­a Jesús de las Escrituras reflejaba que sus padres le habí­an dado una excelente educación. Tanto Marí­a como José debieron ser muy diligentes en enseñar y educar al niño, criándolo en †œla disciplina y regulación mental† de Jehová y cultivando en él la costumbre de asistir a la sinagoga todos los sábados. (Lu 4:16; Ef 6:4.)

Jesús la amaba y respetaba. Después de su bautismo, Jesús no manifestó favoritismo alguno por Marí­a; no se dirigió a ella como †œmadre†, sino simplemente como †œmujer†. (Jn 2:4; 19:26.) El uso de este término en el contexto de la época no demostraba en ningún sentido falta de respeto. Su uso moderno tampoco tiene por qué transmitir un sentimiento negativo. Marí­a era la madre de Jesús según la carne, pero desde que se le engendró por espí­ritu en el momento de su bautismo, fue principalmente el hijo espiritual de Dios y su †œmadre† era †œla Jerusalén de arriba†. (Gál 4:26.) Jesús puso de relieve este hecho cuando Marí­a y sus otros hijos le interrumpieron en una ocasión, mientras estaba enseñando, pidiéndole que saliese afuera, a donde ellos estaban. Jesús mostró que en realidad su madre y sus parientes cercanos eran los miembros de su familia espiritual y que los asuntos espirituales tení­an prioridad sobre los carnales. (Mt 12:46-50; Mr 3:31-35; Lu 8:19-21.)
Cuando faltó el vino en una boda en Caná de Galilea y Marí­a le dijo a Jesús: †œNo tienen vino†, él respondió: †œ¿Qué tengo que ver contigo, mujer? Todaví­a no ha llegado mi hora†. (Jn 2:1-4.) Jesús se valió de una antigua forma interrogativa que aparece ocho veces en las Escrituras Hebreas (Jos 22:24; Jue 11:12; 2Sa 16:10; 19:22; 1Re 17:18; 2Re 3:13; 2Cr 35:21; Os 14:8) y seis veces en las Escrituras Griegas. (Mt 8:29; Mr 1:24; 5:7; Lu 4:34; 8:28; Jn 2:4.) Traducida literalmente, la pregunta dirí­a: †œ¿Qué para mí­ y para ti?†, queriendo decir: †œ¿Qué hay en común entre yo y tú?†, †œ¿qué tenemos en común tú y yo?† o †œ¿qué tengo que ver contigo?†. En cada uno de los casos, la pregunta indica objeción a lo que se ha sugerido, propuesto o sospechado. Así­ que Jesús expresó de esta forma su bondadosa reprensión, indicándole a su madre que él recibí­a instrucciones de la Autoridad Suprema que le habí­a enviado y no de ella. (1Co 11:3.) Marí­a, mujer sensible y humilde, lo entendió rápidamente y aceptó la corrección. Se hizo a un lado y, para dejar que Jesús llevase la delantera, dijo a los servidores: †œTodo cuanto les diga, háganlo†. (Jn 2:5.)
Marí­a estaba junto al madero de tormento cuando fijaron a Jesús. Para ella, Jesús era más que un hijo amado, era el Mesí­as, su Señor y Salvador, el Hijo de Dios. Al parecer, en aquel entonces Marí­a ya habí­a enviudado. Por consiguiente, Jesús, como primogénito de la casa de José, cumplió con su responsabilidad y pidió al apóstol Juan, probablemente su primo, que llevase a Marí­a a su casa y cuidase de ella como si fuera su propia madre. (Jn 19:26, 27.) ¿Por qué no la confió Jesús a uno de sus medio hermanos? No se dice que ninguno de ellos estuviera presente. Además, no eran creyentes, y Jesús consideraba la relación espiritual más importante que la carnal. (Jn 7:5; Mt 12:46-50.)

Discí­pula fiel. La última referencia bí­blica a Marí­a muestra que era una mujer creyente y devota y que todaví­a tení­a una relación estrecha con otros fieles después de la ascensión de Jesús. Los once apóstoles, Marí­a y otros discí­pulos estaban reunidos en un †œaposento de arriba†, y †œtodos estos persistí­an de común acuerdo en oración†. (Hch 1:13, 14.)

2. Marí­a, la hermana de Marta y Lázaro. Jesús solí­a visitar el hogar de esta familia, por la que sentí­a un cariño especial. Su casa estaba en Betania, a unas 2 millas romanas (2,8 Km.) del monte del Templo de Jerusalén y en la ladera oriental del monte de los Olivos. (Jn 11:18.) Durante una visita de Jesús en el tercer año de su ministerio, Marta, en su afán por ser una buena anfitriona, estaba excesivamente preocupada por el bienestar fí­sico de Jesús. Marí­a, sin embargo, mostró otro tipo de hospitalidad: †œSe sentó a los pies del Señor y se quedó escuchando su palabra†. Cuando Marta se quejó porque su hermana no le ayudaba, Jesús encomió a Marí­a, diciendo: †œPor su parte, Marí­a escogió la buena porción, y no le será quitada†. (Lu 10:38-42.)

Ve a Lázaro resucitado. Unos meses después de la visita mencionada antes, Lázaro cayó enfermo de muerte. De manera que Marí­a y Marta enviaron recado a Jesús, que probablemente estaba al E. del Jordán, en Perea. Sin embargo, cuando llegó, Lázaro ya llevaba muerto cuatro dí­as. Al oí­r que Jesús vení­a, Marta fue rápidamente a su encuentro para saludarle, mientras que Marí­a †œse quedó sentada en casa†. A su regreso, Marta fue a su desconsolada hermana y le dijo: †œEl Maestro está presente, y te llama†. Marí­a se apresuró a ir a su encuentro. Sollozando a sus pies, le dijo: †œSeñor, si tú hubieras estado aquí­, mi hermano no habrí­a muerto†. Pronunció exactamente las mismas palabras que su hermana habí­a dicho cuando poco antes habí­a ido al encuentro de Jesús. Al ver las lágrimas de Marí­a y de los judí­os que estaban con ella, el Maestro gimió y lloró. Después que Jesús realizó el asombroso milagro de levantar a Lázaro de entre los muertos, †œmuchos de los judí­os que habí­an venido a Marí­a [para consolarla] […] pusieron fe en él†. (Jn 11:1-45.)

Unge a Jesús con aceite. Cinco dí­as antes de que Jesús celebrase la última Pascua, él y sus discí­pulos fueron invitados otra vez a Betania, en esta ocasión a la casa de Simón el leproso, donde también se encontraban Marí­a y su familia. Marta estaba sirviendo la cena, mientras que Marí­a de nuevo prestó atención al Hijo de Dios. Mientras Jesús estaba reclinado, Marí­a †œtomó una libra de aceite perfumado, nardo genuino, muy costoso† (aproximadamente el salario de un año) y lo derramó sobre su cabeza y sus pies. Aunque este acto de amor y consideración a Jesús pasó inadvertido, en realidad significaba la preparación para su inminente muerte y sepultura. Como en la ocasión anterior, se criticó la expresión de amor de Marí­a, y al igual que en aquella ocasión, Jesús aprobó y valoró mucho su amor y devoción. †œDondequiera que se prediquen estas buenas nuevas en todo el mundo —dijo él—, lo que esta mujer ha hecho también se contará para recuerdo de ella.† (Mt 26:6-13; Mr 14:3-9; Jn 12:1-8.)
No debe confundirse este incidente —el que Marí­a ungiera a Jesús, según Mateo, Marcos y Juan— con la unción mencionada en Lucas 7:36-50. En los dos acontecimientos se dan ciertas similitudes, aunque se aprecian algunas diferencias: el primer suceso, informado por Lucas, tuvo lugar en el distrito septentrional de Galilea; en tanto que el segundo ocurrió en el S., en Betania de Judea. El primero aconteció en la casa de un fariseo; el segundo, en la casa de Simón el leproso. En el primer caso, fue una mujer cuyo nombre no se menciona, pero a la que se conocí­a públicamente como una †œpecadora†, probablemente una prostituta, quien realizó la unción; mientras que en el segundo fue Marí­a, la hermana de Marta. Además, hubo una diferencia de más de un año entre los dos acontecimientos.
Algunos crí­ticos afirman que Juan contradice a Mateo y a Marcos cuando dice que el perfume se derramó sobre los pies de Jesús, más bien que sobre la cabeza. (Mt 26:7; Mr 14:3; Jn 12:3.) En un comentario sobre Mateo 26:7, Albert Barnes dice: †œNo obstante, no hay ninguna contradicción. Probablemente lo derramó tanto sobre la cabeza como sobre los pies. Como Mateo y Marcos habí­an registrado lo primero, Juan, que en parte escribió su evangelio para relatar acontecimientos que ellos omitieron, dice que el ungüento también se derramó sobre los pies del Salvador. Derramar ungüento sobre la cabeza era común, mientras que derramarlo sobre los pies era un acto de notable humildad y afecto por el Salvador, por lo que merecí­a que constase por escrito†. (Barnes†™ Notes on the New Testament, 1974.)

3. Marí­a Magdalena. Su nombre distintivo (que significa †œDe [Perteneciente a] Magdala†) probablemente se origine de la ciudad de Magdala (véase MAGADíN), situada en la orilla occidental del mar de Galilea, aproximadamente a medio camino entre Capernaum y Tiberí­ades. No hay registro de que Jesús visitase este pueblo, aunque pasó mucho tiempo en sus alrededores. Tampoco se sabe con certeza si era el pueblo natal de Marí­a o su lugar de residencia. El que Lucas se refiera a ella como †œMarí­a la llamada Magdalena† ha llevado a algunos a pensar que el evangelista querí­a resaltar algo especial o peculiar. (Lu 8:2.)
Jesús expulsó siete demonios de Marí­a Magdalena, razón suficiente para que ella pusiese fe en él como el Mesí­as y para que respaldara tal fe con excepcionales obras de devoción y servicio. Se la menciona por primera vez en el transcurso del segundo año del ministerio de Jesús, cuando él y sus apóstoles estaban †œviajando de ciudad en ciudad y de aldea en aldea, predicando y declarando las buenas nuevas del reino de Dios†. Junto con Juana —la esposa del intendente de Herodes—, Susana y otras mujeres, Marí­a Magdalena continuó atendiendo con sus propios bienes las necesidades de Jesús y sus apóstoles. (Lu 8:1-3.)
La referencia más destacada a Marí­a Magdalena está relacionada con la muerte y resurrección de Jesús. Cuando se le llevó al degüello, como el Cordero de Dios, ella estaba entre las mujeres †˜que le habí­an acompañado desde Galilea para ministrarle†™ y permanecieron allí­, †œmirando desde lejos† su cuerpo fijado en el madero de tormento. Junto con ella estaban Marí­a, la madre de Jesús, y Salomé, así­ como también la †œotra Marí­a† (núm. 4). (Mt 27:55, 56, 61; Mr 15:40; Jn 19:25.)
Después del entierro de Jesús, Marí­a Magdalena y otras mujeres fueron a preparar especias y aceite perfumado antes del anochecer, cuando comenzaba el sábado. Luego, al terminar el sábado y despuntar el alba, en el primer dí­a de la semana, Marí­a y las otras mujeres llevaron el aceite perfumado a la tumba. (Mt 28:1; Mr 15:47; 16:1, 2; Lu 23:55, 56; 24:1.) Cuando Marí­a vio que la tumba estaba abierta y al parecer vací­a, se apresuró a contar las asombrosas noticias a Pedro y Juan, quienes corrieron hacia aquel lugar. (Jn 20:1-4.) Para cuando Marí­a llegó de nuevo a la tumba, Pedro y Juan ya habí­an partido. Inspeccionó el interior de la tumba y quedó atónita al ver a dos ángeles vestidos de blanco. Después, al volverse hacia atrás, vio a Jesús de pie, y pensando que era el hortelano, le preguntó dónde estaba el cuerpo para poder atenderlo. Cuando él respondió: †œÂ¡Marí­a!†, descubrió su identidad y ella le abrazó impulsivamente, a la vez que exclamó: †œÂ¡Rabboni!†. Pero no era momento para expresiones de afecto. Jesús iba a estar con ellos poco tiempo. Marí­a debí­a apresurarse a informar a los otros discí­pulos sobre su resurrección y su ascensión, como él dijo, †œa mi Padre y Padre de ustedes y a mi Dios y Dios de ustedes†. (Jn 20:11-18.)

4. La †œotra Marí­a†. La esposa de Clopas (Alfeo) (véase CLOPAS) y madre de Santiago el Menos y de Josés. (Mt 27:56, 61; Jn 19:25.) Aunque sin ningún apoyo bí­blico, la tradición dice que Clopas y José, el padre adoptivo de Jesús, eran hermanos. De ser cierto, Marí­a serí­a la tí­a de Jesús, y los hijos de ella, sus primos.
Marí­a no solo estuvo entre las mujeres †œque habí­an acompañado a Jesús desde Galilea para ministrarle†, sino que también fue testigo de su ejecución en el madero de tormento. (Mt 27:55; Mr 15:40, 41.) Junto con Marí­a Magdalena, permaneció fuera de su tumba aquella tarde tan amarga del 14 de Nisán. (Mt 27:61.) Al tercer dí­a, tanto ellas como otras mujeres fueron a la tumba con especias y aceite perfumado a fin de untar el cuerpo de Jesús, pero, para su consternación, hallaron la tumba abierta. Un ángel explicó que Cristo habí­a sido levantado de entre los muertos y les mandó: †œVayan [dí­ganselo] a sus discí­pulos†. (Mt 28:1-7; Mr 16:1-7; Lu 24:1-10.) Mientras estaban en camino, el resucitado Jesús se apareció a esta Marí­a y a las otras mujeres. (Mt 28:8, 9.)

5. Marí­a, la madre de Juan Marcos. También era la tí­a de Bernabé. (Hch 12:12; Col 4:10.) La congregación cristiana primitiva de Jerusalén usaba su hogar como lugar de reunión. Su hijo Marcos tení­a una estrecha relación con el apóstol Pedro, quien probablemente tuvo mucho que ver con su crecimiento espiritual, pues Pedro le llama †œMarcos mi hijo†. (1Pe 5:13.) Cuando se liberó al apóstol del encarcelamiento al que le sometió Herodes, fue directamente a la casa de ella, †œdonde muchos estaban reunidos y orando†. Esta vivienda debió ser de un tamaño considerable; la presencia de una sirvienta parece indicar que Marí­a era una mujer adinerada. (Hch 12:12-17.) El que se diga que la casa era de ella y no de su esposo probablemente se deba a que era viuda. (Hch 12:12.)

6. Marí­a de Roma. Pablo le envió saludos en su carta a los Romanos, y la encomió por sus †œmuchas labores† a favor de la congregación de Roma. (Ro 16:6.)

Fuente: Diccionario de la Biblia

Somario: A) MARíA EN EL AT: 1. Marí­a, heredera de la fe de Israel en el Sinai: 1. El †˜sí­†™ de la alianza en el Sinaí­; 2. El †˜sí­†™ de Marí­a en ¡a anunciación y en Cana. II. Marí­a, arca de la nueva alianza 1. †œAlianza† y †˜arca† en el AT; 2. El seno de Marí­a, tabernáculo de Dios. III. Marí­a, personificación de Jerusalén: 1. †œHija de Sión†: a) Origen y sentido de un tí­tulo, b) Aplicación mariana; 2. Jerusalén, madre universal: a) La doctrina del AT, especialmente en los profetas, b) Relectura mariana. IV. Desde Israel, pueblo de la †œmemoria†, hasta Marí­a, que †œlo conseí­va todo en el corazón†:
1. La †œmemoria† en el AT: a) Memoria y sabidurí­a, b) Memoria y actualización, c) Memoria en la hora del sufrimiento; 2. Actualización mariana. V. Marí­a †œproféticamente bosquejada† en eIAT: 1. 1s7,14: contexto original; 2. Interpretación mateana; 3. Miq 5,2: contexto original; 4. Relectura mariana; 5. Gen 3,15:
contexto original; 6. Relectura neotestamentaria en Ap 12: a) ¿Quién es la †œmujer vestida de sol†?, b) ¿Queda sitio también para Marí­a en la †œmujer† de Ap 12? VI. Conclusión.
B) MARíA EN EL NT: 1. Introducción. II. Preparación a la encarnación: 1. †œLlena de gracia† (Lc 1,28); 2. El deseo de permanecervirgen (Lc 1,34). III. Madre de Jesúsyvirgen:1. El anuncio a Marí­a (Lc 1,26-38 ): a) Maternidad mesiánica y divina, b) Maternidad virginal; 2. El anuncio a José (Mt 1,18-25); 3. Concepción y parto virginal del Hijo de Dios (Jn 1,13). IV. La madre del Mesí­as: 1. La visitación: Marí­a, arca de la alianza (Lc 1,39-56); 2. Marí­a en el templo (Lc 2,22-40; Lc 2,4 1-52). V. Esposa de las bodas mesiánicas en Cana (Jn 2,1-12). VI. Marí­a y la Iglesia: 1. La madre de los discí­pulos: Marí­a, Iglesia naciente (Jn 19,25-27); 2. La †œmujer† del Apocalipsis (12,1-18), imagen de la Iglesia. VII. Conclusión.
1905
A) MARIA EN EL AT.
La persona y la misión de Marí­a, madre de Jesús, están prefiguradas de varias maneras en el AT. Para verificar esta afirmación, tomaremos como guí­a a los autores del NT. En efecto, fueron ellos los primeros que vislumbraron la figura de la Virgen en las personas y en las instituciones de la antigua alianza.
Adoptando este criterio herme-néutico se obtienen múltiples resultados, que convergen todos ellos en considerar a Marí­a como el cumplimiento de Israel en camino hacia el mesí­as redentor.
A lo largo de la presente voz pondremos de relieve la manera en que Mateo, Lucas y Juan releyeron en clave mariana diversas páginas del AT.
1906
1. MARIA. HEREDERA DE LA FE DE ISRAEL EN EL SINAI.
1907
1. El †˜sí­† de la alianza en el Sinaí­.

El pacto entre Dios y el pueblo de Israel sancionado en el monte Sinaí­ (Ex 19-24) es como el evangelio del AT,
En Ex 19,3-8 se nos describe un fragmento de aquella escena. El Señor, mediante su portavoz Moisés, habló de esta forma al pueblo reunido en las faldas del Sinaí­: †œHabéis visto cómo he tratado a los egipcios y cómo os he llevado sobre alas de águila y os he traí­do hasta mí­. Si escucháis atentamente mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi especial propiedad entre todos los pueblos; porque mí­a es toda la tierra; vosotros seréis un reino de sacerdotes, un pueblo santo†(Ex 19,4-6).
Moisés entonces explicó a sus hermanos y hermanas de fe el contenido del mensaje que les habí­a transmitido Dios (Ex 19,6-7). Con su enseñanza procuró que se hicieran conscientes del alcance de las exigencias inherentes a la propuesta que les habí­a hecho el Señor. En efecto, Dios propone, pero no impone. La libertad, don de Dios creador, es esencial al diálogo de la alianza.
Después de que Moisés les aclarase los términos de la voluntad divina, todo el pueblo respondió a coro:
†œNosotros haremos todo lo que el Señor ha dicho†™(Ex 19,8 cf Ex 24,3; Ex 24,7). Estas palabras fueron como el fiat, como el †œsí­†™ con que Israel aceptaba unirse a Yhwh, su Dios, como esposa al esposo. De esta manera quedó concluido el desposorio de la alianza (Ez 16,8).
Aquella profesión de fe incondi-cionada mereció las complacencias del Señor, que confiaba luego a Moisés: †œAc oí­do las palabras de este pueblo. Todo lo que te ha dicho está bien. ¡Oh, si tuvieran siempre ese mismo corazón, siempre me temerí­an, guardarí­an mis mandamientos y serí­an felices ellos y sus hijos!† (Dt 5,28-29 cf vv. Dt 23-28).
Efectivamente, se puede decir que cada una de las generaciones del pueblo hebreo recordó asidua y celosamente aquella promesa de fidelidad pronunciada en el Sinaí­ †œel dí­a de la reunión† (Dt 4,10), es decir, el dí­a en que Israel nació como pueblo de Dios. De hecho, el contenido de aquella frase se repetí­a cada vez que la comunidad israelita renovaba las obligaciones de la alianza del Sinaí­. En semejantes circunstancias vuelve a la escena el mediador, que puede ser un profeta (Jer 42,1-43,4: Jeremí­as), un rey 2R 23,1-3, Josí­as; 2Cr 15,9-15, Asá), un jefe del pueblo (Jos 1 y 24,1-28: Josué; Ne 5,1-13, Nehemí­as; IM 13,1-9, Simón), un sacerdote (Esd 10,10-12 y Ne 9-10, Esdras). Su función, a semejanza de la de Moisés, sigue siendo la de catequizar a sus hermanos, provocando quizá interpelaciones y respondiendo a eventuales preguntas y objeciones. Después de lo cual el pueblo respondí­a: †œServiremos al Señor† Jos 24,24); o bien: †œHaremos lo que nos dices, es decir, lo que les dice el mediador en nombre de Dios Esd 10,12; Ne 5,12; IM 13,9).
Pasando a la literatura intertestamentaria, vemos que el fiat de Israel en el Sinaí­ es celebrado con acentos conmovidos por Filón (De con fusione Iinguarum, 58-59); más aún, el recuerdo de ese fiat aparece con frecuencia en la literatura rabí­nica (A. Serra, Contributi…, 182-215). Y los monjes de Qumrán formulaban implí­citamente este voto: ¡ojalá el pueblo de la nueva alianza mostrase ante el esperado mesí­as la misma docilidad que mostró en el Sinaí­ el antiguo Israel ante Moisés! (4Q Testimonia, lí­neas 1-
8).
1908
2. El †œsí­† de Marí­a en la anunciación y en Cana.
A la luz de lo expuesto anteriormente, quizá podamos comprender mejor la actitud de Marí­a ante el anuncio del ángel y en las bodas de Cana.
La anunciación. Esta página tan conocida del evangelio de Lucas (1,26-38) guarda ciertas analogí­as con la ratificación de la primitiva alianza estipulada en el Sinaí­ (Ex 19,3-8). Lo mismo que para la alianza del Sinaí­ hubo un mediador que hablaba en nombre de Dios, así­ para el anuncio de Marí­a está el ángel (Gabriel), enviado por Dios (Lc 1,26). En calidad de portavoz de su Señor, Gabriel le revela a Marí­a cuál es el proyecto que Dios tiene sobre ella: †œHas encontrado gracia ante Dios. Concebirás y darás a luz un hijo…† (vv. 30-33). Por consiguiente, a esta mujer de su pueblo Dios le pide que sea madre de su Hijo, el cual, heredando las promesas hechas al rey David (2S 7), reinará para siempre sobre la nueva †œcasa de Jacob†, que es la Iglesia.
¿Cómo procede Marí­a ante esta revelación inaudita? Su actitud es la reacción tí­pica del pueblo del que es hija. Efectivamente, Israel es una comunidad de fe a la que Dios habí­a educado en la atención a su palabra; atención que se transforma en diálogo sabio e inteligente, que pone en movimiento todos los recursos de la persona: †œAma ai Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas† (Dt 6,5). Desde el momento en que propuso la alianza en el Sinaí­, Dios quiso que Moisés explicase rectamente a la asamblea las implicaciones de su designio.

Y así­ ocurrió en Nazaret. Por medio de su ángel, Dios habla tres veces a Marí­a: †œAlégrate…† (y. 28); †œNo tengas miedo…†™ (vv. 30-33); †œEl Espí­ritu Santo vendrá sobre ti…† (vv. 35-37). Y por tres veces se describe la reacción de Marí­a. Al principio permanece turbada y se pregunta qué significarí­a tal saludo (y. 29). Luego presenta una objeción, casi como para implorar un poco de luz sobre el modo con que tendrí­a que colaborar en un acontecimiento humanamente imposible: ¿cómo podrá ser madre una mujer que ha decidido permanecer virgen? (y. 34). Y después de que el ángel la tranquilizase sobre la forma en que podrá acontecer lo increí­ble (El Espí­ritu Santo vendrá sobre ti…†™), Marí­a se pone en manos de Dios, diciendo: †œAquí­ está la esclava del Señor; hágase en mí­ según tu palabra† (y. 38a).
En la respuesta de Marí­a advertimos el eco indudable de las fórmulas que todo el pueblo de Israel solí­a pronunciar cuando prestaba su propio consentimiento a la alianza: †œNosotros haremos todo lo que el Señor ha dicho† (Ex 19,8; Ex 24,3; Ex 24,7); †œServiremos al Señor, nuestro Dios, y le obedeceremos†™ (Jos 24,24 ); †˜Haremos lo que nos dices† (Esd 10,2; Ne 5,12; IM 13,9). En el diálogo de Marí­a con el ángel vuelve a vivirse el dinamismo de las interpelaciones entre la asamblea de Israel y sus mediadores, cuando se trataba de vincularse al pacto. En la intención del evangelista, esto significa que la fe de Israel madura en los labios de Marí­a. Realmente ella es †œhija de Sión†. Y para coronar la escena, Lucas escribe que †œel ángel la dejó† (y. 38b), como para llevar la respuesta a Dios, según habí­a hecho Moisés en el Sinaí­ Ex 19,8).
Las bodas de Cana. Juan introduce este episodio con el inciso †œtres dí­as después† (Jn 2,1). Al hablar así­ manifiesta su propósito de querer encuadrar el relato también en la óptica de la alianza sinaí­tica, con las siguientes correspondencias básicas: en el Sinaí­, †œtres dí­as después†, Yhwh reveló su gloria, dando la ley de la alianza a Moisés, para que el pueblo creyese también en él (Ex 19,10; Ex 19,11; Ex 19,16); en Cana, †œtres dí­as después†, Jesús reveló su gloria dando el vino nuevo, sí­mbolo de su evangelio, que es la ley de la nueva alianza, y los discí­pulos creyeron en él (Jn 2,1-11).
En el ámbito de estas mutuas analogí­as entre el Sinaí­ y Cana tiene igualmente su puesto la sugerencia de Marí­a a los criados de las bodas: †œHaced lo que él os diga† (y. 5), que es eco muy cercano de la declaración de fe emitida por Israel en el Sinaí­: †œNosotros haremos todo lo que el Señor ha dicho† (Ex 19,8 cf Ex 24,3; Ex 24,7).
Es sintomático el hecho de que Juan ponga en labios de la Virgen las palabras que el pueblo elegido pronunció en el Sinaí­. Tenemos aquí­ una identificación, aunque sea indirecta, entre la comunidad de Israel y la madre de Jesús. Y puesto que en el lenguaje bí­blico-judí­o el pueblo está representado a menudo bajo la imagen de una †œmujer† (A. Serra, Contribu-ti..:, 409-410), se puede comprender cómo Jesús, al dirigirse a su madre, usa el término †œmujer† (Jn 2,4), desacostumbrado ciertamente en un diálogo entre madre e hijo. Serí­a ésta la versión que hace Jn del tema lucano de Marí­a †œhija de Sión†™. En otras palabras, Jesús ve en su madre la encarnación ideal del antiguo Israel, que ha llegado a la plenitud de los tiempos.
1909
II. MARIA, ARCA DE LA NUEVA ALIANZA
1910
1. †œAlianza† Y †˜arca† en el AT.
Las tradiciones del AT asocian estrechamente la noción de / alianza con la de arca. En efecto, apenas se firmó la alianza entre Dios y el pueblo de Israel en el monte Sinaí­, el Señor dio esta orden: †œMe harán un santuario y habitaré en medio de ellos† (Ex 25,8).
Entonces los israelitas levantaron la †œtienda de la reunión† y dentro de ella -siempre por orden del Señor- pusieron el arca de la alianza. Tení­a forma de un cofre rectangular hecho de madera de acacia; podí­a medir unos 112 cm de larga y 66 tanto de ancha como de alta (Ex 25,10). Dentro de este templete se guardaban las dos tablas que llevaban grabados los diez mandamientos dados por Dios a Moisés en el Sinaí­ [1 Decálogo], como documento-base para regular la alianza (Ex 25,16; Ex 31,18; Dt 10,1-5). Así­ pues, el arca se convirtió en el signo visible de la presencia de Dios en medio de su pueblo, como consecuencia del pacto sinaí­tico: †œEstableceré mi morada en medio de vosotros y nunca os aborreceré. Marcharé en medio de vosotros, seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo† (Lv 26,11-12).
Para representar esta †œmorada† de Dios en el seno de su pueblo (la se-kinah), los libros del AT emplean con frecuencia la imagen de la nube. Con el uso de este elemento figurati-vo-simbólico hablan de Dios que baja a morar en el monte Sinaí­ (Ex 24,16), en la tienda de la reunión (Ex 40,34-35) y, finalmente, en el santo de los santos del templo de Jerusalén (IR 8,10-12; 2Cr 5,13). Aquí­ el arca tuvo su colocación definitiva, tras el asentamiento de Israel en Palestina.

1911
2. El seno de Marí­a, tabernáculo de Dios.
Las lí­neas dispersas de las tradiciones sobre el arca encuentran una singular convergencia en Marí­a. Especialmente Lucas nos servirá de guí­a para esta relectura mariana del simbolismo relacionado con el arca.
En primer lugar, la anunciación. En efecto, Lc 1,35 (ajuicio de muchos exegetas) parece ser una copia de Ex 40,34-35. En este último trozo leemos que †œentonces la nube cubrió la tienda de la reunión, y la gloria del Señor llenó el tabernáculo… La nube del Señor se posaba (epeskí­azen) de dí­a sobre el tabernáculo y durante la noche brillaba como fuego†. Así­ pues, la nube que envolví­a la tienda era como una señal de que dentro de ella moraba la †œpresencia† del Señor. De forma análoga, en Lc 1,35 se dice que la nube del Espí­ritu vendrá a posarse sobre Marí­a (episkiáseisoi), y como efecto de esta †œsombra† (skia), su seno se llenará de la presencia de un Ser divino: el Santo, Hijo de Dios.
Después de la anunciación, en el texto lucano viene la visita de Marí­a a Isabel. Esta página está modelada visiblemente sobre el capí­tulo 6 del segundo libro de Samuel, en donde se narra el traslado del arca de la alianza desde Baalá de Judá a Jerusalén, por orden de David. Y he aquí­ algunas de las semejanzas que se dan entre los dos relatos: a) Los dos episodios tienen lugar en la región de Judá, casi como teatro de la acción (2S 6,1-2; Lc 1,39). b) Los dos viajes se caracterizan por manifestaciones de júbilo: del pueblo y de David, que danza delante del arca (2S 6,5; 2S 6,12; 2S 6,14; 2S 6,16); de Isabel y de Juan Bautista, que †œsalta de alegrí­a† en el seno materno (Lc 1,41; Lc 1,44). c) La presencia del arca en casa de Obededón y la entrada de Marí­a en la casa de Zacarí­as son motivo de bendición (2S 6; 2S 11; 2S 12; Lc 1,41). d) David exclama: †œ,Cómo entrará el arca en mi casa?† (2S 6,9). ? Isabel: †œ,Y cómo es que la madre de mi Señor viene a mi?† (Lc 1,43). En la comparación de los dos textos impresiona el paralelismo entre †œel arca del Señor† y †œla madre de mi Señor†. Ahora la nueva arca es Marí­a. Frente a ella -como ocurrí­a antes frente al arca antigua- uno advierte el sentido de su propia indignidad y del respeto debido a lo sagrado, e) El arca permaneció en casa de Obede-dón tres meses (2S 6,11); Marí­a se queda al lado de Isabel unos tres meses (Lc 1,56).
Del conjunto de estos parecidos entre los dos episodios se deduce el siguiente mensaje. Con su †œsí­† al anuncio divino, Marí­a acoge la propuesta de la alianza nueva que Dios le revela mediante el ángel Gabriel; por consiguiente, con Jesús en su seno ella se presenta como el arca donde reposa Dios hecho hombre. Por tanto, reaparecen actualizados en Marí­a los conceptos de alianza y de arca, tan estrechamente vinculados ya en la teologí­a del AT.
1912
III. MARIA, PERSONIFICACION DE JERUS ALEN.
La ciudad de Jerusalén, corazón de Israel, prepara la tipologí­a de Marí­a al menos bajo dos aspectos:
como †œhija de Sión† y como †œmadre universal†.
1913
1. †œHija de Sión†.
1914
a) Origen y sentido de un tí­tulo.
Jerusalén, ciudad puesta sobre los montes, tení­a su propia roca o ciudadela, llamada Sión. Sobre esta cima, hacia el nordeste, el rey Salomón (por el 970-930 a.C.) construyó el conjunto del templo y del palacio real (2S 24,16-25; 2Cr 3,1). Dentro del templo, concretamente al santo de los santos, hizo trasladar el arca (IR 8,1-8). Desde entonces, con el nombre de Sión se quiso indicar sobre todo el monte del templo (Is 18,7; Jr26,18; Sal 2,6 y Sal 48,2-3). Por tanto, Sión era considerado como la zona más sagrada de Jerusalén, puesto que allí­ moraba simbólicamente el Señor, en su casa. Por eso la colina de Sión pasó a designartoda Jerusalén (Is 37,32; Is 52,1; Jr26,18; Jr51,35; So 3,16) y también a veces a todo Israel (Is 46,13; Sal 149,2), en cuanto que Jerusalén era el centro religioso y polí­tico de la comunidad judí­a.
Hay que señalar además que el lenguaje bí­blico, para designar a una nación o a una ciudad y a sus habitantes, utiliza la expresión †œhija de†, seguida del nombre del respectivo paí­s o localidad: hija de Babilonia (Sal 137,8; Jr 50,42), hija de Edón (Lm 4,21), hija de Egipto (Jr46,11)… Igualmente, la expresión †œhija de Sión† significa la ciudad de Jerusalén y cuantos moraban dentro de sus murallas 2R 19,21; Is 10,32; Is 37,22; Is 52,2 Jer 6,2ss; Lm 2,13); o bien, aunque más raras veces, indicaba el suelo y el pueblo de Israel (So 3,14; Lm 2,1).
Hay tres oráculos célebres de los profetas Zacarí­as (2,14-15; 9,9-10), Sofoní­as (3,14-17) y Joel (2,21-27), en los que se invita a la †œhija de Sión† a alegrarse intensamente. El motivo de tanto júbilo es que su Dios habita en medio de ella; por eso no ha de tener miedo: el Señor es su rey y su salvador. Con estas palabras los profetas citados revelaban a sus hermanos el estado de felicidad que vendrí­a después de la desolación del destierro en Babilonia.
Además hemos de destacar que, en tiempos del NT, sobre todo el texto de Za 9,9 se habí­a convertido en un lugar clásico de la esperanza judí­a, orientada hacia la redención mesiá-nica. Una prueba indudable de este hecho la tenemos, por ejemplo, en Mt 21,5 y Jn 12,15.
1915
b) Aplicación mariana.
Según algunos exegetas modernos, en las palabras del ángel Gabriel a Marí­a habrí­a un eco bastante claro del mensaje que los profetas mencionados dirigí­an a la †œhija de Sión. En efecto, también a Marí­a se le invita a alegrarse (Lc 1,28, †œAlégrate, llena de gracia†™). No ha de tener miedo (Lc 1,30), ya que el Hijo de Dios pondrá su morada en ella (Lc l,31-32a), haciendo de su seno como un nuevo templo. El será rey y salvador de la nueva casa de Jacob (Lc l,32b-33; cf 2,11), que es la Iglesia.
En otras palabras, Lucas, con un juego sutil de alusiones, aplicarí­a a la Virgen las profecí­as que Zacarí­as, Sofoní­as y Joel dirigí­an a la hija de Sión. Mediante este procedimiento literario (que es una forma de miaras) intenta identificar a Marí­a con la †œhija de Sión, es decir, con Jerusalén y con todo el pueblo de Israel, purificado de la prueba del destierro y heredero de las promesas de salvación. La virgen de Nazaret, en su persona individual, serí­a por tanto el tipo representativo del †œresto de Israel†™, es decir, de ese †œpueblo humilde y pobre†™ que confí­a en el nombre del Señor (So 3,12-13). El antiguo Israel, en camino hacia el mesí­as redentor desde hací­a siglos, se realiza perfectamente en esta hija suya. ¡ Marí­a es la flor de Israel!
1916
2. Jerusalén, madre universal,
1917
a) La doctrina del A T, especialmente en los profetas.
El tema de Jerusalén, †œmadre de todas las gentes†™, interesa a una amplia área del AT, de forma particular a la literatura profética. Guarda relación con el maravilloso florecimiento de la nación hebrea, previsto como posterior al regreso del destierro en Babilonia. El mensaje se articula de esta manera. El destierro es consecuencia de la infidelidad a Dios y a su ley (Dt 4,25-27; Dt 28,62-66). Este es el motivo por el que el Señor permitió que Israel fuera desarraigado de su tierra. Los judí­os se convierten entonces en †œlos hijos dispersos de Dios†™. El destierro, fruto del pecado, es la dispersión por excelencia; es la dí­áspora, el desmembramiento del pueblo de Dios.
Pero el Señor no abandona a los suyos. Sigue enviando profetas a los desterrados (Dt 4,29-31; Dt 30,1-6 ). Y cuando el pueblo se convierte a su predicación, Dios reúne a sus hijos de la diáspora. Por medio de su siervo, el siervo doliente de Yhwh (Is 49,5-6), los conduce de nuevo a su tierra, los congrega en la unidad Jr23,8; Ez 39,26-29;Ez 39, Ez 39, ). Y les agrega además a los paganos, que se convertirán a Yhwh como único verdadero Dios(Is 14,1 60,3ss; Jr3,17).
Sobre el fondo de esta grandiosa restauración adquieren un relieve muy singular Jerusalén y el templo, reconstruidos de las ruinas. El templo es el lugar privilegiado de la reunificación (Ez 37,21; Ez 37,26-28; 2M 1,2 7-29; 2M 2,18; 2M 2, 2M 2, ). Dentro de su perí­metro, tanto los judí­os como los paganos convertidos se confundirán entre sí­ para adorar al mismo Señor; de ahora en adelante todos los pueblos son miembros de la alianza nueva, que Dios ofrece y extiende a la humanidad entera (Is 14,1; Is 56,6-7; Is 66,18-21; Is 66, Is 66, ). Dice Za 2,15: †œEn aquel dí­a muchos pueblos se unirán al Señor. Ellos serán también mi propio pueblo. Yo habitaré en medio de ti†. Jerusalén, además, es saludada como †œmadre† de estos hijos innumerables que Dios ha introducido dentro de sus murallas (Is 49,21; Is 60,1-9; Sal 87; Tb 13,11-13; Tb 13, Tb 13, ). Este recinto amurallado se miraba efectivamente como un seno que encerraba el templo y a todos los reunidos en él para adorar al único Dios.
1918
b) Relectura mariana.
Como consecuencia de la obra salví­fica de Jesús, los autores del NT trasponen a un nivel cristológicomariano los mencionados temas. Juan parece ofrecer la sí­ntesis más orgánica, que podemos resumir de este modo.
Jesús, con su muerte, es el que re-une a los hijos dispersos de Dios (Jn 11,51-52). Pero los dispersos no pueden ser solamente los judí­os, sino todos los hombres, en cuanto que están expuestos a las asechanzas del lobo, es decir, del maligno, que arrebata y dispersa (Jn 10,12 cf Jn 16,32). Sin embargo, pueden librarse de él acogiendo a Cristo y su palabra; con esta condición se convierten en hijos de Dios, como escribe Jn 1,12: †œA todos los que lo reciben les da el ser hijos de Dios †œ(cf también Un 5,1). Y Cristo, siervo doliente del Padre, el †œCordero de Dios que quita el pecado del mundo†(Jn 1,29; Jn 1,36) reúne a la humanidad dispersa en otro templo y en otra Jerusalén.
El verdadero templo es la persona misma de Jesús, muerto y resucitado (Jn 2,19-22). En él el Padre y el
Hijo son una sola realidad (Jn 10,30); son el santuario de la nueva alianza: †œNo vi en ella (en la nueva
Jerusalén) ningún templo, porque su templo es el Señor, Dios todopoderoso, y el cordero† (Ap 21,22).
Y la verdadera Jerusalén está constituida por el rebaño de los discí­pulos, es decir, la / Iglesia, en la que Jesús reúne y acoge tanto a los judí­os como a los gentiles (Jn 10,16; Jn 11,51-52; Jn 12,32-33). Marí­a es la personificación y la figura ideal de esta nueva Jerusalén-madre universal. En efecto, si el profeta decí­a a la antigua Jerusalén: †œAlza en torno los ojos y contempla: todos se reúnen y vienen a ti† (Is 60,4; Ba 4,27; Ba 5,45), ahora Jesús, que muere por reunir a los hijos dispersos de Dios, dice a su madre:
†œMujer, ahí­ tienes a tu hijo† (Jn 19,26). En aquel instante confiaba a sus cuidados maternales al discí­pulo amado, que representaba a todos sus discí­pulos de todos los tiempos. Así­ lo ha interpretado una antigua e incesante tradición de la Iglesia, basada en el sentido literal de Jn 19,25-27. En otras palabras, los tí­tulos y las imágenes de la Jerusalén terrenal son referidos por Juan a la madre de Jesús. Jerusalén era representada como mujer-madre de Israel y de las naciones, reunidas finalmente por la misma fe en el templo que surgí­a dentro de sus murallas (Ez 16,8; Ez 16,20; Ez 23,2-4; Jr 2,2; Sal 86,5 LXX; Ap. Baruc Ap 10,7 lVEsd. 9,38-10,57. ). En versión mesiánica, la Virgen es mujer-madre universal de los discí­pulos de Jesús, es decir, de esos †œhijos dispersos de Dios†, unificados en el templo mí­stico de la persona de Cristo, a quien ella revistió de nuestra carne en su seno maternal. El seno de Jerusalén es ahora el seno de Marí­a.
1919
IV. DESDE ISRAEL. PUEBLO DE LA †œMEMORIA, HASTA MARIA, QUE †œLO CONSERVA TODO EN EL CORAZí“N.
†œSu madre guardaba todas estas cosas en su corazón† (Lc 2,51 cf y. Lc 19): este célebre estribillo del evangelio de Lucas nos revela hasta qué punto Marí­a habí­a hecho suya la espiritualidad de Israel, pueblo al que pertenecí­a.
1920
1. La †œmemoria† en el AT.
En efecto, a lo largo de todo el AT se le indica al pueblo la obligación de recordar y de meditar en su propio corazón todo lo que Dios ha hecho en su favor. Es célebre, en este sentido, la exhortación del Deuteronomio: †œPon atención, y no te olvides de lo que has visto con tus ojos ni lo dejes escapar nunca de tu corazón. Antes bien, enséñaselo a tus hijos y a tus nietos. Recuerda… Guardaos, pues, de olvidar la alianza que el Señor, vuestro Dios, ha hecho con vosotros†… (Dt 4,9-10; Dt 4,23; Dt 4,32).
El memorial al que tiene que aplicarse todo piadoso israelita comprende toda la historia de la salvación:
los dí­as del antiguo templo (Dt 32,7; Dt 4,32), los años lejanos (Dt 32,7), los tiempos pasados desde el principio (Sal 78,2; Is 46,9), desde el dí­a en que Dios creó al hombre sobre la tierra (Dt 4,32). No debe caer en el olvido nada de lo que el Señor ha hecho por los suyos. Ac aquí­ algunos de los aspectos más inculcados de esta †œanamnesis†, congénita a la fe de Israel.
1921
a) Memoria y sabidurí­a.
La tradición bí­blica define como sabio a la persona que †œrecuerda†, que †œguarda en el corazón† los innumerables gestos salví­ficos que ha mostrado el Señor en todas las épocas. Entre los personajes de la historia bí­blica que han encarnado este ideal está el Sirá-cida, que reevoca los episodios de la historia de los padres de Israel (Si 44,1-50,21; 50,27.28). Está Judit cuando exhorta a sus hermanos a recordar las pruebas por las que Dios quiso que pasaran Abrahán, Isaac y Jacob (Jdt 8,26; Jdt 8,29). Está también el escriba que, al tener que estar siempre en contacto con los libros sagrados en virtud de su profesión, †œse aplica a meditar la ley del Altí­simo, estudia la sabidurí­a de todos los antiguos y consagra sus ocios al estudio de los profetas…: será lleno de espí­ritu de inteligencia, derramará las palabras de su sabidurí­a y en su oración alabará alSeñor†Q.
1922
b) Memoria y actualización.
La memoria de que habla la Biblia tiene siempre un objetivo dinámico. No es académica, ni erudita o nocional. Al contrario, mira hacia el pasado para entender mejor el presente. Dios se ha revelado en los acontecimientos transcurridos de la historia de Israel. Por consiguiente, volver con la mente a aquellos hechos significa conocer cada vez mejor quién es el Señor y cuál es su voluntad para la hora que se está viviendo. Todo ello brota de esta convicción: lo que el Señor realizó en el pasado por sus elegidos es la garantí­a de que hará otro tanto en las circunstancias presentes y en las venideras, ya que su amor es inmutable. Filón de Alejandrí­a (1 por el 45 d.C.) tení­a razón cuando escribí­a: †œLa fe en el porvenir proviene de todo lo que aconteció en los tiempos pasados† (De vita Moysis II, 288). Por ejemplo, tras las vicisitudes experimentadas durante los cuarenta años del desierto, Israel podrá reconocer efectivamente que Dios lo corrige como un padre (Dt 8,2; Dt 8,5). Si luego el Señor se mostró compasivo con Israel, rescatándolo de la esclavitud del faraón, Israel tendrá que albergar a su vez sentimientos de benignidad con el esclavo, el forastero, el huérfano y la viuda (Dt 5,14-15; Dt 15,12-15; Dt 24,17-22). Incluso de sus propias infidelidades tendrá que acordarse Israel: demuestran que Dios es siempre el primero en amar, por pura gracia y no por nuestros méritos (Dt 9,4-7 Miq Dt 6,3-4; Dt 6,5; Ez 20,43-44; Ez 36,31-32).
1923
c) Memoria en la hora del sufrimiento.
De los libros del AT, especialmente de los más tardí­os, y del judaismo contemporáneo al NT podemos deducir de qué manera el pueblo elegido y cada uno de sus miembros comprometí­a su propia fe en los momentos de grave tribulación. Puesto frente a la prueba, cuando parece cerrada toda ví­a de escape, Israel se dirige al pasado para recordar las numerosas liberaciones que Dios concedió a los padres Sal 22,5-6) en los tiempos antiguos (Sal 44,2; Sal 77,6; Sal 77,12; Sal 143,5; Is 63,11), en las generaciones pasadas, desde la eternidad (Si 2,10; Si 51,8; IM 2,61).
La memoria privilegiada es siempre la del éxodo de Egipto, verdadero arquetipo de todas las sucesivas redenciones de Israel. Lo mismo que Dios liberó a su pueblo de las manos del faraón, así­ lo liberará tambien de toda otra angustia (Dt 7, ?? 9), puesto que es eterno su amor (Sal 136, lss).
La memoria de los hechos va unida a la memoria de los padres, es decir, de las personas que fueron sus protagonistas. Ellos conocieron muchas tribulaciones, pero el Señor los socorrió como respuesta a su constancia en la fe. Dice el Ps 22,5-6 (el salmo que Jesús recitó en la cruz): †œEn ti esperaron nuestros padres, esperaron en ti, y tú los liberaste; a ti clamaron y quedaron libres, esperaron en ti, y no fueron defraudados†.
Contemplando las numerosas liberaciones que Dios habí­a concedido a los padres, Israel consolidaba la esperanza de que Dios habrí­a de visitar y redimir a su pueblo mediante el mesí­as (Lc 1,67-79).
1924
2. Actualización Mariana.
Pues bien, la que habí­a sido la reflexión sapiencial de todo Israel y de cada Israelita fue también herencia de Marí­a. Para comprender quién es Jesús, ella repite en su interior el itinerario espiritual del pueblo del que desciende. En efecto, ¿cómo se comporta la Virgen ante todo lo que hace y dice Jesús, †œsabidurí­a de Dios†? (1Co 1,24; ico 1,30). Ella †œconserva† el recuerdo de aquellos hechos y de aquellas palabras Lc 2,19; Lc 2,51); pero no de una forma estática, puesto que se esfuerza en profundizar en su sentido, meditándDIAS (literalmente: †œconfrontándDIAS†) en su corazón† (Lc 2,19, symballousá).
El verbo symballó, utilizado por Lucas en el pasaje mencionado, significa interpretar, dar la recta explicación, hacer la exégesis. Esta semántica de symballó se ve rubricada por numerosos pasajes de la literatura griega, sobre todo del género oracular. Es frecuente el caso de que una respuesta dada por la divinidad en algún santuario contenga algo oscuro. Le corresponde entonces al cresmólogo, es decir, al intérprete de los oráculos, iluminar el enigma. Y la actividad del cresmólogo en casos semejantes se designa habitualmente con el verbo symballó, el mismo que emplea Lc 2,19a. Ac aquí­, por consiguiente, el desarrollo dinámico de la fe de Marí­a: recordar para profundizar, para actualizar, para interpretar. En este proceso de crecimiento ella se dirigí­a también al AT, como sugiere el Magní­ficat, el himno en que la Virgen, a semejanza del escriba sabio, †œderrama las palabras de su sabidurí­a, y en su oración alaba al Señor† (Si 39,6).
En particular, Marí­a †œconserva en el corazón† incluso las palabras de Jesús que de momento no comprende. Por ejemplo, cuando -junto con José- encuentra a Jesús en el templo, se desahoga con una queja, indicio de un intenso sufrimiento: †œHijo, ¿por qué has hecho esto? Tu padre y yo te hemos estado buscando muy angustiados† (Lc 2,48). Pero ni ella ni José comprendieron la respuesta de Jesús (y. 50). A pesar de ello, subraya el evangelista, †œsu madre guardaba todas estas cosas en su corazón† (y. 51 b): a semejanza, se dirí­a, de los sabios, que se recogen en meditación para rumiar los enigmas de la palabra de Dios (A. Serra, Sapien-za…, 111-119, y 72,88). Y de esta manera, como dice el Vaticano II, la Virgen avanzaba en la peregrinación de la fe (LG 58).
Llegarán más tarde los dí­as en que Jesús anunciará de antemano que tendrá que sufrir, morir y resucitar al tercer dí­a (Lc 9,22; Lc 9,43-44; Lc 18,31-33 cf Lc 24,6-7; Lc 24,26-27; Lc 24,44-46). Lucas, aunque de forma indirecta, nos hace saber que Marí­a era una oyente atenta de la palabra de Dios predicada por Jesús (Lc 8,19-21; Lc 11,27-28). Entonces es de presumir que ella, educada en la fe de sus padres, hiciese memoria activa de aquellos oráculos abiertos a la muerte y resurrección de su hijo.
Como hemos visto, Israel interpelaba a su propio pasado en los momentos oscuros y calamitosos. Pues bien, si Dios en los tiempos antiguos habí­a redimido a su pueblo y habí­a liberado a su pueblo y a los justos de angustias mortales, también ahora puede dar cumplimiento a la promesa de que Cristo resucitarí­a de entre los muertos. La catequesis de los Hechos de los Apóstoles declara efectivamente que †œel Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres† (Hch 3,13; Hch 5,30) liberó del reino de los muertos a su hijo Jesús, el santo y el justo, entregado a la muerte por los impí­os (Hch 2,22-24; Hch 2,27-28; Hch 2,31-32; Hch 3,14-15; Hch 7,52; Hch 10,38).
1925
y. MARIA, †œPROFETICAMENTE BOSQUEJADA† EN EL AT.
Por el conjunto de elementos que hemos condensado en las columnas anteriores y por todo lo que diremos en estas últimas, aparecerá quizá más claro en qué sentido puede decirse que Marí­a está †œproféticamente bosquejada† (LG 55) en los tres célebres oráculos de Is 7,14; Miq 5,2 y Gen 3,15.
1926
1. Is 7,14: CONTEXTO ORIGINAL.
La profecí­a de Is 7,14 se encuadra en el episodio de la guerra promovida por Rasí­n y Pécaj, reyes, respectivamente, de Damasco y de Israel, contra Acaz, rey de Judá, recién subido al trono a la edad de veinte años. Estamos en el 734-733 a.C. (Is 7,1; 2R 16,1-17; 2Cr 28,5-25).
La †œmujer joven† (hebreo, †˜almah) a la que alude el profeta es Abí­a, mujer de Acaz (2R 18,2). El hijo que dará a luz es Ezequí­as, llamado con el nombre inaugural de †œEma-nuel†, es decir, †œDios con nosotros†:
tí­tulo que sonaba como una promesa en las circunstancias crí­ticas del momento. Y Dios mostrará realmente que †œestacón su pueblo†(Is 8,10). Gracias a Ezequí­as no se extinguirá la casa de David.
Ezequí­as, según los cómputos más fiables, nace en el invierno del 733-732. También él tendrá que alimentarse de †œcuajada y miel† (y. iSa). Del contexto próximo de Is 7,22-25 se deduce que la cuajada y la miel son los únicos alimentos que produce un suelo empobrecido por la guerra en curso y abocado al abandono de la agricultura. Sin embargo, este régimen no durará mucho tiempo. En efecto, los dos reyes atacantes, que ponen sitio a Jerusalén, fueron derrotados cuando Ezequí­as tení­a poco más de un año (Damasco cae en manos de Teglatfalasar el 732). En aquella edad, el niño podí­a ya †œrechazar el mal y elegir el bien† (y. 16a): frase ésta que, comparada con el precioso paralelo de Is 8,4, significa †œdecir papá y mamᆝ, y por tanto †œmanifestar los primeros signos de la discreción† (Gn 4,11).
1927
2. Interpretación mateana.

Mateo relee en sentido pleno el oráculo de Is 7,14. Jesús -descendiente de la casa de David mediante la paternidad legal de José, hijo de David (Mt 1,20)- es el verdadero †œEmanuel-Dios con nosotros† (Mt 1,23 cf Mt 28,20). La Iglesia fundada por él (Mt 16,18) es la nueva casa de David (Lc 1,32-33). Goza de estabilidad perpetua, a pesar de las asechanzas de las fuerzas del mal (Mt 16,18, †œ… las fuerzas del infierno no prevalecerán contra ella). En efecto, Jesús ha prometido: †œYo estoy con vosotros (jhe aquí­ el Emanuel!) todos los dí­as hasta el fin del mundo†™ (Mt 28,20)
A su vez, Marí­a es la †œvirgen†™ (griego, parthénos), madre del Emanuel-Cristo, que reina eternamente en el reino de David (Mt 16,18-20; Lc 1,32-33). Si en el caso de Abí­a el término †˜almah (traducido por los LXX con parthénos) significaba simplemente †œmujer joven, que concibe según las leyes normales de la natu raleza, en la situación de Marí­a se verifica un cambio totalmente imprevisto: ella es †œvirgen†™ en sentido estricto, en cuanto que concibe sólo por la virtud del Espí­ritu Santo (Mt 1,18-25).
Se ve, por consiguiente, cómo el NT se encuentra en lí­nea de continuidad con el AT, pero al mismo tiempo lo supera (Mt 5,17).
1928
3. Miq 5.2: contexto original.
Después de la tribulación del destierro en Babilonia, semejante a los dolores de una mujer en parto, el
Señor rescatará a Jerusalén, †œhija de Sión, de la opresión de sus enemigos (Miq 4,9-10). Sobre el Ofel, el
barrio regio de la ciudad, volverá a establecerse la antigua monarquí­a (la de la casa de David, al parecer)
(Miq 4,8). De esta manera Dios vuelve a reinar para siempre en el monte Sión (Miq 4,7).
Esta renovada realeza de Yhwh sobre Israel se lleva a cabo mediante un jefe que habrá de nacer en
Belén de Efrata, la menos brillante de las numerosas ciudades de Judá (Miq 5,la). Sus orí­genes son
bastante remotos (Miq 5,1 b), puesto que (así­ parece sugerirlo el texto) se remontan a la antigua casa de
David (cf Miq 4,8 y 2S 5,4-10; 2S 7,1-17).
El nacimiento del futuro libertador se vislumbra para el final del destierro. El Señor ha permitido que el pueblo se viera abandonado en manos de los extranjeros; esta situación -dice el profeta- durará †œhasta el tiempo en que dé a luz la que ha de dara luz† (Miq 5,2a). El vidente indica aquí­ a la madre del esperado rey de Judá. El pondrá fin al cisma, reuniendo con el resto de sus hermanos a todos los hijos de Israel (y. 3b). En resumen, su presencia y su obra son sinónimo de †œpaz† (y. 4).
En tiempos del NT el oráculo de Miq 5,1-2 era referido seguramente al rey-mesí­as, tanto por parte de los sacerdotes y de los escribas (Mt 2,5-6) como por parte de la gente del pueblo (Jn 7,40-42).
1929
4. Relectura Mariana.
En la parte que se refiere a la madre del mesí­as (†˜la que ha de dar a luz†), parece ser que la profecí­a mencionada encuentra eco en Lc 2,6-7. Tal es la opinión de no pocos exegetas, que proponen la siguiente confrontación entre el texto de Miqueas y el de Lucas:
Miqueas Lucas
5,1. †œY tú Belén, Efrata, También José… fue… a Judea,
la más pequeña a la ciudad de David,
entre los clanes de Judá… que se llama Belén.
2 hasta el tiempo 6-7 se cumplió el tiempo en que dé a luz del parto
laque ha de dara luz… y dio aluza su hijo
1930
3. El se alzará y pastoreará primogénito…
el rebaño 8-9. Habí­a en la misma con la fortaleza del Señor, región unos pastores
con la gloria (LXX) del y la gloria del Señor los
nombre del Señor, su Dios…† envolvió con su luz…
1931
4. El mismo será la paz. 14 ypazyen la tierra…†™.
En conclusión: como ocurrió ya con los textos de la †œhija de Sión† y para 2S 6, también en el presente caso Lc transcribe el AT casi al pie de la letra. No lo cita expresamente, pero alude a él con toda claridad.
1932
5. Gen 3,15: contexto original.
“El Señor Dios dijo a la serpiente: †œPor haber hecho esto maldita seas entre todos los ganados… te arrastrarás sobre tu vientre y comerás del polvo de la tierra todos los dí­as de tu vida. Yo pongo enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo; él te aplastará la cabeza y tú sólo tocarás su calcañal†”. En la economí­a del relato de Gen 2,18-3,21 la †œmujer† es Eva. El †œlinaje de la serpiente† designa a los que se dejan llevar por el seductor, haciéndose así­ hijos suyos, gregarios suyos, siguiendo las instigaciones del mal (Sb 2,24; Jn 8,44). Por exclusión, el †œlinaje de la mujer† está constituido por los que se mantienen fieles a los caminos de Dios. A esta descendencia de la mujer Dios le promete la victoria definitiva sobre los seguidores de la serpiente, o sea, sobre las fuerzas del maligno. Pero en el texto hebreo queda incierto cuál es la descendencia de la mujer: puede ser una colectividad, un grupo (el †œlinaje† de la casa real de David) o bien una persona singular. Los autores vacilan en su respuesta.
Para la versión griega de los LXX (siglos ili-Il a.C.) se trata de un personaje individual: †œ7 te aplastará la cabeza†. La falta de concordancia del pronombre masculino autos (=él) con el sustantivo neutro spérma (- linaje, semilla), al que se refiere, da a entender que en los ambientes de los LXX la esperanza mesiánica se referí­a a un mesí­as personal. El †œlinaje-descendencia† de la mujer se concreta en un individuo.
La versión aramea del targum palestino (fácilmente de época precristiana) da lugar a la siguiente paráfrasis instructiva: †œYo. pondré enemistad entre ti y la mujer, entre los descendientes de tus hijos y los descendientes de sus hijos. Y sucederá que, cuando los hijos de la mujer observen los preceptos de la ley (mosaica), la emprenderán contra ti y te aplastarán la cabeza. Pero cuando se olviden de los preceptos de la ley, serás tú la que les aceches y les muerdas en el talón. Sin embargo, para ellos habrá un remedio, mientras que para ti no habrá remedio. Ellos encontrarán una medicina (?) para el talón el dí­a del rey mesí­as† (recensión del Pseudo-Jona-tán, sustancialmente idéntica a la del cód. Neofiti y a la del targum fragmentario).
Así­ pues, siguiendo esta relectura, el †œlinaje† de la mujer asume una connotación muy concreta. Es identificado en aquellos que observan (o no observan) la ley de Moisés. La mención de la ley mosaica remite al lector al pueblo de Israel, el único pueblo que conoce y se rige por las ordenaciones de aquella ley. Cuando los israelitas observan las prescripciones mosaicas, aplastan la cabeza de la serpiente y su linaje; pero cuando faltan a ellas, es la serpiente la que les muerde en el calcañal. Pero se trata de una victoria parcial. En efecto, en los dí­as del mesí­as los israelitas quedarán curados de la herida en el calcañal, mientras que para la serpiente no habrá ningún remedio. Según los elementos de esta paráfrasis targúmica, se deduce que la mujer de Gen 3,15 representa no tanto a la humanidad en general como a la comunidad de Israel en camino hacia la redención mesiánica. En una palabra, al pueblo elegido con su mesí­as. Se perfila ya el cuadro de Ap 12.
1933
6. Relectura neotestamenta-ria EN Ap 12.
Entre los escritos del NT, Ap 12 transcribe el vaticinio de Gen 3,15 en versión cristológico-ecle-siológica. Son evidentes los contactos entre Ap 12 y Gen 3,15. En efecto, el dragón es calificado como †œ… la serpiente antigua, que se llama †˜Diablo†™ y †˜Satanás†™, el seductor del mundo entero†(Ap 12,9). Pelea abiertamente contra la mujer. Primero intenta devorar a su hijo recién engendrado (y. 4); fracasado este ataque inicial (vv. 5.12), persigue a la mujer (y. 13), vomita tras ella como un rí­o de agua (y. 15), que es absorbido, sin embargo, por la tierra, que abre su boca (y. 16). Entonces el dragón desahoga su irritación contra la mujer, desencadenando la persecución contra †œ. . el resto de su descendencia, los que guardan los mandamientos de Dios y son fieles testigos de Jesús† (y. 17).
1934
a) ¿ Quién es la †œmujer vestida de sol”?

Es la †œmujer-esposa†, que representa al pueblo de Dios de ambos. Testamentos. Es la Iglesia de la antigua , formada por las doce tribus de Israel (Ap 12,1, las doce estrellas). Y es también la Iglesia de la nueva alianza que, como prolongación de las doce tribus de Israel (Ap 21,12), está fundada sobre los doce apóstoles (Ap 21,14) y comprende a todos los otros discí­pulos de Cristo (Ap 21,17).
La mujer es presa de los dolores de parto (y. 2). El dragón se pone delante de ella para devorar al niño que va a nacer (y. 4b). Y ella †œdio a luz un hijo varón, el que debí­a regir a todas las naciones con una vara de hierro. El hijo fue arrebatado hacia Dios y a su trono† (y. 5). ¿De quién se trata?
Los dolores de la parturienta y el rapto del recién nacido al trono de Dios no describen el nacimiento de Jesús en Belén, sino el misterio pascual, o sea la †œhora† de la pasión y resurrección de Cristo.
Esta lectura simbólica del gran signo de Ap 12,5 está rubricada ante todo por Jn 16,21-22, pasaje en que el mismo Jesús habla del dolor y del gozo que siente la mujer cuando da a luz una criatura, y aplica esta alegorí­a a la aflicción que estaba a punto de invadir a los discí­pulos por causa de su muerte y al gozo que luego experimentarí­an al ver de nuevo al maestro resucitado.
Al lado de la tradición joanea se sitúa la lucana de los Hechos, cuando habla de la resurrección de Jesús en términos de †œgeneración†. En efecto, el Ps 2,7 (†œTú eres mi hijo, yo mismo te he engendrado hoy†) es referido por Pablo a la acción del Padre, que resucita al Hijo de entre los muertos (Hch 13,32-34).
En tercer lugar, en Ap 12,5a (†œ…un hijo varón, el que debí­a re gira todas las naciones con una vara de hierro*), tenemos una cita del Ps 2,8.9, mientras que en el y. 5b (†œEl hijo/ue arrebatado hacia Dios y a su trono†) parece confluir una reminiscencia del Ps 110,1 (†œPalabra del Señora mi Señor: †˜Siéntate ami derecha, hasta que haga de tus enemigos estrado de tus pies†). Pues bien, sabemos que el Ps 2 y el 110 son de los más utilizados en el NT para el anuncio de la resurrección de Cristo. De rechazo, el empleo combinado de los dos salmos mencionados en Ap 12,5 podrí­a inducir a una lectura simbólico-pascual del parto de la †œmujer† de Ap 12.
Por consiguiente, ese parto serí­a un modo figurado de representar la angustia profunda que sumergió a la comunidad de los discí­pulos de Jesús cuando el poder de las tinieblas les arrebató violentamente a su maestro (Jn 16,21; Jn 16,22; Mc 2,20; Mt 9,15; Lc 5,35; Lc 22,53). El rapto del niño junto al trono de Dios es una imagen plástica que hay que referir al poder del Padre, que al liberar a su Hijo de las ataduras de la muerte (Hch 2,24)10 hace †œrenacer† a la condición gb-. riosa de resucitado y le confiere la realeza universal (Ap 12,5; Ap 12,9-10 cfAp 1,18; Ap 3,21;Ap 5,9-13; Ap 19,11-16;Ap 19,Ap 19, ).
Una interpretación alternativa de Ap 12 (que, por otra parte, no parece excluir la que ya hemos esbozado) es la que propone U. Vanni (1978). La mujer es cada iglesia cristiana que vive en el tiempo. Los dolores de parto expresan eficazmente la tensión, la fatiga que cada una de las comunidades eclesiales experimenta a la hora de dar a luz a Cristo en su propio seno. En otras palabras, cada grupo de discí­pulos del Señor está llamado a dar testimonio del evangelio, a engendrar a Cristo para hacerle crecer en nosotros hasta que adquiera su tallaperfecta(cf Ga14,19; Ef 4,13; Mc 3,35 y par Mt Mc 12,50 y Lc 8,21). Pero, como es sabido, ésta es una vocación ardua, llena de tribulaciones, que choca continuamente con las fueizas del maligno (el dragón). Pues bien, a pesar de las muchas adversidades, la Iglesia llega a dar a luz a su Cristo, es decir, a realizar su compromiso de vida evangélica. Frente a todos los aparatos imponentes y terrorí­ficos del mal, los resultados de sus esfuerzos parecen débiles, frágiles, lo mismo que un niño recién nacido. Pero, concluye Vanni,†… el grupo sabe que todo lo que manifiesta de positivo queda como asumido y hecho propio por la trascendencia divina* ya desde ahora…; todo lo que consigue realizar ahora se sitúa en la lí­nea del triunfo escatológico, completado incluso históricamente, que Cristo sabrá llevar a cabo al final de todo† (U. Vanni, La decodificazio-ne…, 149).
Lo que queda de Ap 12,13-18 describe la persecución que la serpiente sigue provocando contra la mujer, y la ayuda divina que le da alientos en el desierto de las pruebas de este mundo. Pero también esa persecución tiene un lí­mite; efectivamente, sólo dura… †œpor un tiempo, dos tiempos y medio tiempo† (y. 14), es decir, la mitad del número siete, que es la cifra de la totalidad. Por consiguiente, una plenitud mediada. Por muy largos y terrorí­ficos que parezcan, los dí­as del poder de las tinieblas están contados. Satanás sabe que dispone de †œpoco tiempo† (Ap 12,12). En efecto, llegará la consumación de la historia cuando la mujer que peregrina por el desierto se convierta en la †œmujer-esposa† del cordero (Ap 21,5), brillando sobre un monte excelso y elevado con el semblante de la nueva Jerusalén (Ap 21,2; Ap 21,10), en la cual†.;, no habrá más muerte, ni luto, ni llanto, ni pena, porque el primer mundo ha desaparecido† Ap 21,4). De este modo terminarán los dí­as de luto (Is 60,20).
Por consiguiente podrí­amos concluir con esta impresión de fondo. Ap 12 transcribe en código simbólico el misterio pascual de Cristo, actualizado en la Iglesia. Se verifica así­ el dicho de Jesús: †œSi a mí­ me han perseguido, también os perseguirán a vosotros… En el mundo tendréis tribulaciones; pero tened ánimo, que yo he vencido al mundo† (Jn 15,20; Jn 16,33).
1935
b) ¿ Queda sitio también para Marí­a en la †œmujer† de Ap 12?
La gran mayorí­a de los exegetas responde: la †œmujer† de Ap 12 simboliza en primer plano, directamente, a la Iglesia formada por el pueblo de Dios de ambos Testamentos; indirectamente, casi †œin obliquo†, puede también incluirse en ella a la Virgen. ¿En qué sentido? Ac aquí­ algunos intentos en esta dirección.
1) Si el parto de la mujer evoca de forma simbólica la pasión y la resurrección de Jesucristo, la mente del lector corre espontáneamente a la escena de Jn 19,25-27. De aquellas lí­neas podemos deducir que en la hora en que Jesús pasaba de este mundo al Padre, la comunidad mesiánica situada al pie de la cruz estaba representada por el discí­pulo amado y por algunas mujeres (quizá cuatro). Entre ellas, el evangelista concede un lugar privilegiado a la madre de Jesús. En aquella hora Jesús revela a su madre que ella tiene unas funciones maternales también para con el discí­pulo, figura de todos sus discí­pulos Ap 12,17, †œ… se fue a hacer la guerra al resto de su descendencia…†™).
2) La mujer vestida de sol remite a la Virgen de Nazaret, saludada por el ángel como kejaritoméne, †œllena de gracia† (Lc 1,28). Ella está envuelta en la complacencia y el favor misericordioso de Dios, su salvador (Lc l,47b.48a.49a).
3) Una vez establecido que la mujer de Ap 12 es una figura simbólica del pueblo de Dios, del cual desciende el mesí­as, deberí­amos recordar que en el plano de la historia Israel engendra de su seno al mesí­as solamente a través de la maternidad fí­sica de Marí­a, la †œhija de Sión†. Por consiguiente, en sentido amplio, secundario y derivado, el parto descrito por Ap 12,5 puede de alguna manera referirse al parto de Belén.
4) En la interpretación de U. Vanni, como hemos visto, el dolor desgarrador de la mujer señala con vigor incisivo las dificultades con que tropieza la Iglesia para acoger y vivir el mensaje del evangelio, en medio de las tribulaciones de este mundo. Pues bien, también en esta perspectiva es oportuno observar que la misma madre de Jesús, según indica el Vaticano II, †œ… avanzó en la peregrinación de la fe† (LG 58). Marí­a era discí­pula atenta para escuchar las palabras de su Hijo (Lc 8,19-21). Pero aquéllas eran unas palabras que a veces Marí­a no lograba comprender, como, por ejemplo, la respuesta que Jesús le habí­a dado en el templo en un contexto de intenso sufrimiento para ella y para José (Lc 2,48; Lc 2,50; Lc 2,51). Eran palabras que anunciaban de antemano la muerte y la resurrección del Hijo del hombre (Lc 9,22; Lc 9,44; Lc 11,27-28). Por tanto, también la fe de Marí­a iba madurando en el sufrimiento, a semejanza del grano de trigo, que, una vez caí­do en tierra, tiene que morir para producir mucho fruto (Jn 12,24).
5) Pensando en la mujer-Iglesia, perseguida por Satanás en el desierto y alentada por la presencia divina, el creyente no se olvida de que Marí­a, la mujer-madre de Jesús, formaba parte de la Iglesia de Jerusalén (Hch 1,14): una Iglesia que tuvo que conocer también la hostilidad del mundo y la fuerza alentadora del Señor resucitado (Hch 4,5-31; Hch 5,17-41 6,9-7,60; Hch 8,1-3; Hch 9,1-2; Hch 12,1-9).
6) Levantando, finalmente, la mirada hacia la mujer-Iglesia, esposa del cordero, plenamente glorificada en los cielos nuevos y en la tierra nueva de la Jerusalén celestial (Ap 21,1-22,5), es natural asociar a esta figura la persona de Marí­a, asumida por el Hijo a la gloria celestial. En ella, redimida en la integridad de su ser, la comunidad de los creyentes saluda y contempla con gozo la prenda de la salvación perfecta, que la pascua de Cristo tendrá que derramar sobre toda criatura en la vida del mundo venidero..
1936
VI. CONCLUSION.
Los temas esbozados en esta voz demuestran que también por lo que atañe a la persona y a la misión de Marí­a el AT prepara el NT, y el NT, lejos de abrogar el AT, lo lleva a su cumplimiento (Mt 5,17).
Recientemente, K. Stock hací­a la siguiente consideración a propósito de algunas de sus investigaciones sobre Lc 1,26-38: †œLa luz que irradia del AT sobre el texto lucano puede de alguna forma ser demasiado concentrada y demasiado densa. Pero no parece que haya otro camino para una justa valoración y consideración de los elementos del texto lucano que la confrontación con los modos de hablar del AT, paralelos en su estructura y en sus contenidos. En esta confrontación hay que precisar su tenor exacto. Por eso puede ser que haya sobrecargas expresivas, pero difí­cilmente habrá oscuridades o errores de interpretación. Sin embargo, puede ser que se den oscuridades y recortes del texto si se considera demasiado poco su trasfondo vetero-testamentario† (K. Stock, La voca-zione di Marí­a: Lc 1,26-38, en Marianum 45 (1983) 113, nota 41; la cursiva es mí­a). De buena gana subrayo este criterio, que puede extenderse sin dificultad a todos los pasajes marianos del NT.
1937
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A. Serra
1938
B) MARIA EN EL NT.
1939
1. INTRODUCCION.
Durante largos siglos la doctrina mariana en la Iglesia católica se habí­a ido desarrollando sin grandes discusiones. Pero desde hace unos treinta años, especialmente después del Vaticano II, la mariologí­a ha entrado profundamente en crisis. Son tres las razones principales: a) la atención se habí­a concentrado demasiado en la persona singular de Marí­a y en sus †œprivilegios†; de esta manera la teologí­a mariana se habí­a convertido en un tratado independiente, aislado de la visión de conjunto de misterio cristiano; b) el contexto ecuménico ha hecho a los teólogos católicos, y más aún a los biblistas, muy sensibles a las crí­ticas de los protestantes; c) la mariologí­a bí­blica reciente ha estado demasiado dominada por el uso del método histórico-crí­tico.
La lí­nea a seguir para responder a este triple desafí­o es muy clara: hay que profundizar en lo que la misma Sagrada Escritura nos dice sobre Marí­a; pero no hay que hacerlo con un método reductivo, limitándose a reconstruir los hechos históricos (lo cual resulta muchas veces aleatorio), sino que hay que destacar plenamente los textos mismos de los evangelios, intentando además profundizar en ellos a la luz de la tradición. Así­ se sale al encuentro del segundo y tercer desafí­o. El primero afecta más al teólogo. Pero también la teologí­a bí­blica tiene que abrir los horizontes de la historia de la salvación y mostrar el lugar que en ella ocupa Marí­a, la †œhija de Sión†, en el conjunto del camino del pueblo de Dios. Además, la mariologí­a toma todo su verdadero sentido de la cristologí­a, aunque debe integrarse también en la eclesiologí­a, como quiso el Vat. II (LG, c. VIII). Para el equilibrio y la fecundidad de la mariologí­a siempre será necesario proponerla con este triple esfuerzo de integración teológica: en el AT, en el misterio de Cristo, piedra angular y único mediador, y en el de la Iglesia.
1940
II. PREPARACION A LA ENCARNACION,
Dos versí­culos del relato de la anunciación muestran que Marí­a habí­a sido ya preparada por Dios para la misión única que habrí­a de desempeñaren la encarnación.
1941
1. †œLlena de gracia† (Lc 1,28).
Después de una invitación a la †œhija de Sión† para que entre en el gozo escatológico (jaí­re; So 3,14; JI 2,21; JI 2,23; Za 9,9), el ángel se dirige a la Virgen con el tí­tulo de †œllena de gracia†, que es la versión tradicional de kejaritóméne (participio perfecto pasivo átjaritóo). Los verbos en -óo tienen valor causativo (typhlóo, p.ej., quiere decir volver a uno ciego, typhlós); el verbo jaritóo significa que la gracia transforma a una persona, haciéndola graciosa y amable; así­, por ejemplo, en el texto paralelo de Ep 1,6: †œLa gracia maravillosa que nos ha concedido por medio de su amado Hijo† (lit., †œcon que nos ha agraciado†) significa que †œnos ha hecho dignos de amor† (J. Crisósto-mo). El tí­tulo dado a Marí­a en Lc 1,28 describe el cambio ya operado en ella por la gracia de Dios: habí­a sido †œpurificada de antemano† (So-fronio, Or. II in Ann., 25:
PG 87/3, 3248). Según la interpretación que ha pasado a ser tradicional, †œllena de gracia† describe la santidad de Marí­a realizada en ella por la gracia como preparación para el acontecimiento de la encarnación. Tenemos una confirmación de ello en el género literario, muy parecido al de la vocación de Gedeón en Jg 6,11-24: el ángel de Yhwh anuncia a Gedeón que tendrá que salvar a Israel de manos de los madianitas con su fuerza, es decir, con la fuerza que posee ya, pero también con la ayuda del Señor.
El caso es análogo para Marí­a: estaba ya transformada por la gracia de Dios, no sólo para convertirse en la madre del mesí­as, sino para serlo permaneciendo virgen. Así­ pues, del contexto se deduce que aquella gracia era ante todo la de la virginidad. Sólo así­ se explica la reacción de Marí­a cuando recibe el anuncio de su maternidad inminente.
1942
2. El deseo de permanecer virgen (Lc 1,34).
Según la exégesis tradicional (san Gregorio de Nisa, san Agustí­n, etc.), Marí­a, con las palabras: †œcCómo será esto, pues no tengo relaciones?†, expresa su propósito de permanecer virgen. Esta interpretación, que mantienen hoy muchos (5. Lyonnet, 5. Zedda, C. Ghidelli…), no satisface del todo: el †œno tengo relaciones† (lit., †œno conozco varón†) expresa normalmente un hecho, no una intención; y no se comprende entonces el matrimonio de Marí­a con José. Varios autores ven en este versí­culo un artificio literario; servirí­a tan sólo para introducir el anuncio del versí­culo 35. Pero es improbable que Lucas haya hecho decir a Marí­a una frase casi vací­a de sentido; por lo demás, en los relatos de este género, la persona interpelada opone una verdadera dificultad al anuncio divino (Jc 6,13); y es éste el caso también aquí­, puesto que el ángel responde a la dificultad de Marí­a (†œNo hay nada imposible para Dios†: y. 37).
Se necesita, por tanto, un análisis más atento del texto. Del examen completo de la fórmula †œno conocer varón† en el AT se deduce que expresa el estado de virginidad de la mujer; cf, por ejemplo, el caso de la hija de Jefté, que antes de morir recibió permiso para ir por los montes para †œllorar su virginidad†, ya que †œno habí­a conocido varón† (Jg ll,38s; cf 11, 37; 21,12). En Lc 1,34 el sentido de la palabra de Marí­a es †œSoy virgen†. Sin embargo, la fórmula que aquí­ se usa es nueva; más aún, es única en toda la Biblia:
jamás se usó esta expresión para afirmar la condición virginal de la mujer de una forma tan clara e inequí­voca (M. Orsatti). Además, Marí­a es la única mujer que utiliza el verbo en presente, y no en pasado; en otros lugares se trata de jóvenes no casadas, pero Marí­a está ya unida en matrimonio con José; sin embargo, no habla de él como de su marido (cf en el caso paralelo de Mt 1,20, †œtu esposa9, sino que excluye genéricamente que †œconozca varón†.

Para respetar todos estos matices, parece necesario presentar una solución parcialmente nueva, pero que sigue estando dentro del espí­ritu de la tradición. No se trata de una decisión de Marí­a de no tener relaciones conyugales (,cómo podrí­a explicarse entonces su matrimonio?), sino de su estado de ánimo existen-cial, de su deseo de la virginidad. Esta era más o menos la interpretación de santo Tomás (S. Th., III, q. 28, a. 4); y san Ambrosio decí­a que Marí­a era virgen †œno sólo en el cuerpo, sino también en el ánimo† (†œetiam mente†: De virginibus II, 2,7: PL 16,220). Así­ también, entre los modernos, R. Guardini (La Madre del Señor, 35-52): la Virgen expresa aquí­ †œla orientación más profunda de su vida†; no habí­a decidido nada, porque eso no era posible en el cuadro social de aquel tiempo; pero la actitud que toma, †œcaracterizaba a Marí­a en su ser y en su intimidad†. Su respuesta entonces ha de ponerse en relación con el tí­tulo dado al principio: siendo †œllena de gracia†, Marí­a responde espontáneamente al ángel: †œSoy virgen†. El kejaritóméne del versí­culo 28 expresaba no tanto, en general, la †œplenitud de gracia† de Marí­a (su †œsantidad†) cuanto más bien †œla gracia de la virginidad†, como habí­a intuido ya san Bernardo (De laudibus Virg. Matris III, 3, Opera IV, 38). Puede aplicársele a Marí­a la descripción paulina de la virginidad ico 7,29-35): aunque ligada a un hombre, Marí­a vive †œcomo si no† lo estuviera (y. 29); viví­a †œmirando a lo más perfecto y a lo que os unirá enteramente con el Señor† (y. 35). El ideal cristiano de la virginidad, ciertamente, sólo será proclamado años más tarde por Jesús, pero era vivido ya por Marí­a de una forma todaví­a escondida e ignorada; este párrafo de Lc describe la virginitas coráis de Marí­a. Por tanto, puede decirse que †œla hora de la concepción de Cristo es la hora del nacimiento de la virginidad cristiana† (G uard ini).
1943
III. MADRE DE JESUS Y VIRGEN.
Desde el punto de vista de Marí­a, la encarnación implicaba dos aspectos, expresados en la profesión de fe tradicional: †œNatus est de Spi-ritu Sancto ex Maria virgine† (DS 10); Marí­a era en sentido pleno la madre de Jesucristo; sin embargo, fue y siguió siendo virgen. Es ésta la enseñanza inequí­voca de los evangelios.
1944
1. El anuncio a Marí­a (Lc 1,26-38).
Hemos de volver ahora al párrafo ya examinado desde el punto de vista de la maternidad de Marí­a. El texto presenta un doble mensaje del ángel.
1945
a) Maternidad mesiánica y divina (vv. 3lss).
†œConcebirás y darás a luz un hijo (…). El Señor le dará el trono de David, su padre†; Marí­a se convertirá en la madre del mesí­as. Pero a su hijo †œse le llamará Hijo del Altí­simo† (y. 32) y †œse le llamará Hijo de Dios† (y. 35). Estos tí­tulos, en el judaismo, podí­an tener un sentido simplemente humano y mesiánico. Pero aquí­, después del epí­teto †œgrande† (en sentido absoluto, vale sólo para Dios), designan la filiación divina del que va a nacer: la madre de Jesús será la madre del Hijo de Dios.
1946
b) Maternidad virginal (vv. 35ss).
Pero se respetará plenamente su deseo de virginidad. El ángel le explica a Marí­a que su concepción será virginal, ya que se debe a la acción del Espí­ritu Santo; el poder del Altí­simo la †œcubrirá con su sombra† (y. 35a):
es una alusión a la nube (sí­mbolo de lo divino) que cubrí­a la tienda de la reunión (Ex 40,35) y señalaba el arca de la alianza como el lugar de la presencia de Jhwh. Marí­a será como una nueva arca de la alianza:
llevará en su seno al Hijo de Dios. Pero hay más todaví­a: el ángel le anuncia también a Marí­a un parto virginal. Se dice con frecuencia que esta enseñanza no está contenida con claridad en la Escritura (de Lc 2,61 no se puede deducir mucho). Pero la encontramos en Lc 1 ,35b, si se le interpreta correctamente, como hizo la tradición antigua. Hoy las dos formas más comunes de traducir este versí­culo son: †œEl niño que nazca será santo y se le llamará Hijo de Dios† (Leccionario), y †œLo que nazca será llamado santo, Hijo de Dios†(Utet). Pero la primera traducción inserta indebidamente el verbo †œserᆝ (que no está en el texto); la segunda deja el tí­tulo †œHijo de Dios† en suspenso, sin función alguna, aunque se encuentre en posición enfática (cf el paralelismo con el y. 32). Mas en la lectura tradicional †œsanto† se leí­a como el predicado de †œnacerᆝ (cf la Vulgata): †œLo que nacerá santo (= santamente) será llamado Hijo de Dios† (cf llparto verginale, 163-1 70). La †œsantidad† del parto (Lv 12,4; Lv 12,7) significa aquí­ la incontaminación. San Cirilo de Je-rusalén lo explicaba de este modo: †œSu nacimiento fue puro e incontaminado. En efecto, donde respira el Espí­ritu, allí­ se quita toda mancha. Por consiguiente, fue incontaminado el nacimiento del Unigénito de la Virgen† (Catech. 12,32: PG 33,765A). Para los demás hombres, el parto virginal de Jesús se convertirá en el signo de su filiación divina (†œPor eso… se le llamará Hijo de Dios†). Esta lectura de Lc 1 ,35b se verá confirmada por el análisis de Jn 1,13.
1947
2. El anuncio a José (Mt 1,18-25).
En Lc la encarnación se le anunciaba a Marí­a; en Mt encontramos el punto de vista complementario, el de José. Desde el principio Mt querí­a hacer comprender que Jesús era †œhijo de David, hijo de Abrahán†(Mt 1,1 ), es decir, el mesí­as que se esperaba en Israel. Con esta finalidad se inserta aquí­ la lista genealógica de
1,2-17. La descendenciadaví­dica llegaba hasta José, †œhijo de David†(l,20; cf 1,16a). ¿Pero cómo podí­a alcanzar también esta descendencia a Jesús, si no era el hijo de José? Este hecho, es decir, que José no era el verdadero padre de Jesús, se afirma con claridad en Mt: después de la repetición monótona de los 39 †œfue padre de† (vv. 2-16a), la cadena se rompe bruscamente en el versí­culo 16b; aquí­ no se dice que †œJosé fue padre de Jesús†™, sino que la atención se desplaza a Marí­a: †œJacob fue padre de José, el esposo de Marí­a, de la cual nació Jesús, que es el Mesí­as†. La perí­copa siguiente explica cómo, en este caso, Jesús podí­a ser hijo de David (†œEl nacimiento de Jesús como Cristo fue así­†: y. 18). Entre las diversas explicaciones de las dudas de José, la mejor es decir que él sabí­a cómo habí­a tenido lugar el embarazo de Marí­a: al no ser el padre de la criatura que iba a nacer, creyó que deberí­a separarse de ella. Pues bien, el anuncio pretende precisamente hacerle comprender que tiene que asumir la paternidad legal del niño, cuyo carácter mesiánico queda entonces asegurado. Por eso se designa a José como †œhijo de David† (y. 20). Según una larga tradición (Pseudo-Orí­genes, Basilio, Bernardo, Tomás), él sentí­a aquí­ un temor reverencial, que puede compararse con el sentimiento de indignidad de Isabel (Lc 1,43), del centurión Mt 8,8), de Pedro (Lc 5,8). La filologí­a ofrece una confirmación (cf el uso de las partí­culas gár…, dé…); el mensaje probablemente debe entenderse así­: †œEs verdad, lo que se ha concebido en ella viene del Espí­ritu Santo; pero ella te dará un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús†.
Así­ pues, este párrafo se interesa ante todo por la situación de José, pero es igualmente importante para Marí­a: la concepción virginal no se le anuncia a José como un hecho que él ignorase, sino que se presenta como una situación ya conocida por él, pero que le creaba dificultades; por eso se necesitaba la intervención del ángel. Para Mt la concepción virginal es, por tanto, un hecho indiscutible, que se presupone en todo el episodio! El evangelista vuelve de nuevo dos veces sobre el tema: primero con la cita de Is 7,14: †œLa Virgen concebirá y dará a luz…†; luego, en la conclusión, que destaca dos puntos: la importancia decisiva de la función legal de José (él le dio el nombre) para la inserción de Jesús en la descendencia mesiánica, y el hecho de que él no †œconoció† a Marí­a (el †œhasta que†™, según el uso semí­tico, no significa que la conociera después: 2S 6,23).
1948
3. Concepción y parto virginal del Hijo de Dios (Jn 1,13).
Varios autores dicen que Jn y su comunidad ignoraban todaví­a el hecho de la concepción virginal o no mostraban por él ningún interés especial. Esto es ya a priori poco verosí­mil, puesto que en el centro de la teologí­a joanea está precisamente el misterio de la encarnación del Hijo de Dios. Es verdad que Jesús es llamado por dos veces †œhijo de Jos醝 (1,45; 6,42); pero aquí­ el evangelista recoge simplemente la opinión de la gente, sin compartirla, como lo muestra el análisis: para él, Jesús †œviene del cielo† (6,41s); no es †œhijo de Jos醝, sino Hijo de Dios (cf 1. de la Potterie, La Mere de Jésus…, 45-49). Pero el texto más importante para esta cuestión es un pasaje del prólogo (1,13). De ordinario se lee el verbo en plural: †˜los cuales no fueron engendrados de sangre…, sino de Dios† (Leccionario). Pero un número cada vez mayor de crí­ticos reconocen actualmente que hay que leer probablemente en singular: †˜él, que no nació ni de sangre ni de carne…, sino de Dios†: se trata entonces de la generación divina de Cristo (a.c, 60-69). Es verdad que los manuscritos recogen el plural. Pero el problema crucial es el estado del texto en el siglo II. Pues bien, todos los manuscritos son posteriores. Por el contrario, los testimonios más antiguos (los padres del siglo n) leí­an el texto en singular. Según Tertuliano e Ireneo, el paso al plural se debe a las especulaciones gnósticas. También la crí­tica interna (vocabulario, estilo, teologí­a) está en favor del singular. Por tanto, el texto puede leerse así­: †œNo de sangre, ni de carne, ni de voluntad de hombre, sino de Dios (él) fue engendrado; sí­, el Verbo se hizo carne…† (1,13-14). La estrecha conjunción de los dos versí­culos (cf kai) supone, por así­ decirlo, que desde 1,13 se hablaba ya de la generación humana y del nacimiento de Cristo (egennethé indica las dos cosas: †œfue engendrado† y †œnació†,).

Esta lectura cristológica del pasaje nos ofrece dos indicaciones importantes sobre las modalidades concretas de la encarnación. Jesucristo (cf 1,17) no fue concebido †œde voluntad (= deseo) de hombre…, sino de Dios†: esto significa que fue una concepción virginal. Más difí­cil resulta la primera de las tres negaciones del versí­culo 13: †œNo de sangres† (en plural). Esta expresión siempre ha suscitado perplejidades. Pero el estudio de P. Hofrichter (Nicht aus BIut…) parece haber indicado el camino justo hacia la solución: hay que remontarse a la tradición bí­blica y judí­a, es decir, a las leyes leví­ticas de la purificación de la mujer: el plural †œsangres†, en este contexto, designa la sangre que la mujer pierde en el parto o en la menstruación (Lv 12,4-7; Lv 20,18). Sobre este fondo la primera negación de Jn 1,13 podrí­a interpretarse así­: el verbo de Dios hecho carne nació †œsin efusión de sangre†. Entendido en este sentido, el versí­culo de Jn 1,13, como Lc 1 ,35b, contendrí­a una indicación sobre el parto virginal de Marí­a (la virginitas inpar-tu). Del contexto se deduce además cuál era el sentido teológico de la concepción y del parto virginal: era un signo, un signo necesario para hacer comprender a los hombres que el hijo de Marí­a era el Hijo de Dios, el †œunigénito venido del Padre† (1,14). La semejanza de este versí­culo (sobre el modo concreto de la encarnación y para su sentido) con el de Lc 1 ,35b (que lo anunciaba) es una confirmación de la interpretación propuesta para los dos textos.
1949
IV. LA MADRE DEL MESIAS.
Las otras tres perí­copas ma-nanas que tenemos en Lc 1-2 presentan aspectos de la manifestación de Jesús-mesí­as.
1950
1. La visitación: Marí­a, arca de la alianza (Lc 1,39-56).
Después del paralelismo entre el anuncio del nacimiento del precursor y el del nacimiento de Jesús (1,5.25.26.38), el relato de la visitación presenta el encuentro de sus madres. Los temas fundamentales de este párrafo son la proclamación profética de la venida del mesí­as y la exultación mesiánica; las dos estaban preparadas en los dos anuncios precedentes (cf 1,15; 1,38). La †œprisa† de Marí­a por acudir al lado de Isabel es la expresión de su gozo (†œfestina pro gaudio†: Ambrosio). Ya en el relato de la anunciación, la concepción de Isabel, conocida por todos como estéril, se le habí­a presentado a Marí­a como signo de que iba a concebir permaneciendo virgen (l,36s). Aquí­ se prolonga el paralelismo entre Isabel (vv. 41-45) y Marí­a (vv. 46-56); pero se extiende igualmente a los niños que las dos llevan en su seno.
Ante el saludo de Marí­a, Isabel siente en su seno la exultación del niño que va a nacer: comprende que él, †œlleno de Espí­ritu Santo† (1,15), es el †œprofeta del Altí­simo… para prepararlos caminos del Señor† (1,76); en efecto, desde el seno de Isabel (vv. 41 .44), él revela a su madre la presencia misteriosa del Señor en el seno de Marí­a (†œExultavit ratione mysterii†: Ambrosio). Entonces Isabel, llena también de Espí­ritu Santo, dirige a Marí­a una doble bendición (vv. 42-45); el tono kerigmático y litúrgico de la introducción, †œalzando la voz† (expresión única en el NT), que hace eco probablemente a la celebración de Israel ante el arca de la alianza (anaphónein: ICrón 15,28; 16,4.5.42; 2Ch 5,13), permite encontrar aquí­ el tema del arca de la alianza escatológica ya presente en 1,35 (IS 6,2-11) y recogido varias veces por los padres, por ejemplo san Ambrosio: †œcQué cosa es el arca sino santa Marí­a?† (Sermo 42,6: PL 17,689). El mensaje esencial de este párrafo está, sin embargo, en la doble proclamación profética de Isabel: †œLa madre de mi Señor viene a mí­† (donde Kyrios designa al mesí­as, pero aludiendo a su trascendencia); †œiDichosala que ha creí­do!†(a través del uso de la tercera persona se siente ya la confesión de la comunidad cristiana); Marí­a no habrí­a llegado a ser la madre del mesí­as si ño hubiera sido la primera creyente.
El Magní­ficat es el himno en que Marí­a alaba a Dios por la obra realizada en ella y en todo el pueblo de Dios. Pero para ella no se dice, como para Juan Bautista, Zacarí­as e Isabel (1,15.41.67), que estuviera llena de Espí­ritu Santo, porque el Espí­ritu habí­a bajado ya sobre ella en la anunciación (1,35). El himno está compuesto en gran parte de citas bí­blicas; se notan sobre todo contactos con el cántico de Ana IS 2,1-10); la situación de Marí­a, como veremos, no era sólo semejante a la de la madre del precursor, sino también a la de la madre de Samuel. El Magní­ficat comprende dos partes: la primera (vv. 46-50) concierne a la situación personal de Marí­a; la segunda (vv. 51-55) indica el sentido del acontecimiento para Israel; en esta segunda parte Marí­a habla como la †œhija de Sión† escatológica, que ve realizarse ahora todo lo que Dios hizo en el pasado por su pueblo. Pero en la primera parte se observan algunos ví­nculos concretos con los sucesos recientes de la anunciación y de la visitación. La frase inicial del himno (†œGlorifica…, se regocija…†) va seguida de un doble †œporque†, que explica su sentido; el segundo (†œporque el todopoderoso ha hecho conmigo cosas grandes (mégalaJ: y. 49) corresponde a la palabra de introducción del himno: †œMagní­ficat (megalyneij†; por su parte, el primer †œporque† (†˜porque se ha fijado en la humilde condición de su esclava †œ: y. 48) forma contraste con lo que precede inmediatamente (†˜Dios, mi salvador†: y. 47b), pero recuerda también a la †œesclava del Señor† de la anunciación (1,38). ¿Qué era aquella †˜humilde condición† (tapeí­nosis) de Marí­a? Se piensa de ordinario en la condición humilde de los †œpobres de Yhwh†™.
Pero aquí­ Marí­a habla de sí­ misma; y en la Biblia griega tapeí­nosis significa siempre †œhumillación† (p.ej. Gn 16,11; Gn 29,32; Gn 31,42; Dt 26,7), especialmente la de una mujer estéril, como la madre de Samuel (IS 1,11), ola †œhija de Sión†™, †œhumillada† y †œestéril† después de la destrucción del templo (4 Esdras 9,41- 45; 10,7. 45s). Pues bien, las palabras de Marí­a son por un lado una cita concreta de las de Ana, y por otro son también paralelas a las de Isabel (Lc 1,25): dos mujeres que sentí­an el †˜oprobio† de su esterilidad. El versí­culo 48 expresa el efecto de lo que Marí­a decí­a en el versí­culo 34: con su deseo de permanecer virgen, Marí­a se habí­a orientado hacia una condición social de humillación, la de ser considerada como una mujer estéril. Pero ahora †˜Dios, su salvador, se ha fijado en el oprobio de su sierva†™; el Omnipotente ha hecho por ella †œcosas grandes†; por eso, †œdesde entonces la llamarán dichosa todas las generaciones† (y, 48): dichosa por aquella humildad suya, dichosa por su fe (y. 45) y dichosa también por haberse convertido así­ †œpara todas las generaciones† en la madre del Señor.
1951
2. Marí­a en el templo (Lc 2,22-40; Lc 2,41-52).
Después del nacimiento y de la circuncisión de Jesús (2,1-21), los dos últimos párrafos del evangelio lucano de la infancia se desarrollan en el templo. Su tema central es la manifestación del misterio de Jesús, el cumplimiento de Mal 3,1: †œPronto vendrá a su templo el Señor, a quien vosotros buscáis†™; en el templo Jesús era reconocido como mesí­as. En 2,22-40 (la presentación), su madre aparece en una actitud de verdadera creyente. Aunque habí­a concebido y dado a luz a su hijo de forma virginal, se somete a las normas legales sobre la purificación de la parturienta (y. 22; Lv 12,1-8); y para cumplir con la obligación de consagrar a Dios todos los primogé-nicos (Ex 13,2; Ex 13,11-16), lleva a su hijo al templo para presentárselo al Señor. Aquí­ Simeón y Ana celebran la venida de la †œgloria de Israel† (y. 32), de la †œliberación de Israel† (y. 38). Pero Simeón predice también que el salvador será un signo de contradicción (vv. 34s). En este anuncio se inserta una profecí­a análoga relativa a Marí­a. El texto de Ez 14,17 sobre la espada que †˜dividirᆙ a Israel se le aplica a ella, la †œhija de Sión†: †œY a ti una espada te atravesará el corazón† (y. 35b). No se trata aquí­ de los sufrimientos de la mater doloroso al pie de la cruz ni del dolor provocado en Marí­a por la división de Israel frente a Jesús; el texto implica una cierta participación de Marí­a misma en la experiencia de su pueblo (cf †œtambién a ti†™); la †œespada† es una metáfora de la †œdivisión† experimentada por Marí­a; está dividida entre la fe (1,45), el asombro (2,33.47) y la incomprensión (2,49s) ante las primeras revelaciones públicas del misterio de su Hijo, Jesús. Pero mientras que en Israel la incomprensión se convertirí­a en incredulidad y provocarí­a la ruina de muchos, en Marí­a permanecí­a ligada a su fe profunda: †˜Marí­a, por su parte, guardaba todas estas cosas, meditándDIAS en su corazón† (2,19).
Esta dialéctica (revelación/incomprensión) se prolonga en 2,41-52, cuando el mismo Jesús, a los doce años, se manifiesta en el templo. Toda la perí­copa está centrada en sus palabras: †˜,No sabí­ais que yo debo ocuparme en las cosas de mi Padre?† (y. 49). Cuando habla de Dios como de su Padre, Jesús se revela como el Hijo de Dios. La traducción clásica †œen la casa de mi Padre† ha sido cambiada a menudo modernamente por †œen las cosas de mi Padre†™. Pero la exégesis contemporánea ha mostrado la exactitud y la profundidad teológica de la versión tradicional. Desde estas primeras palabras de Jesús se expresa el dinamismo que impregnará todo el tercer evangelio: el †œcamino† de Jesús (y. 41), su †œsubida† (y. 22; cf 18,31) a la ciudad santa Ierousalém (cf 9,51; aquí­: 2,41 .43.45), al templo, al misterio pascual y a la ascensión; en esta perspectiva las dos expresiones †œYo debo† (=†œes necesario†) (deí­; cf también 9,22; 13,33; 17,25; 24,7.26.44)y†™a lostresdí­as†™ (2,46; cf 9,22; 13,33; 24.7.21.45), así­como la mención explí­cita de la fiesta de la pascua (2,41; cf 22,1-1 5), adquieren una resonancia especial: la presencia †œnecesaria† de Jesús en la casa de su Padre es ya una anticipación, un sí­mbolo, de su destino futuro y de su entrada en la gloria (24,26); es un indicio de que †œdespués del triduo de su pasión triunfal tení­a que resucitar y presentarse a nuestra fe en su sede celestial y en el honor divino† (Ambrosio). Es verdad que Marí­a y José no sabí­an todas estas cosas; †œno comprendieron†™(2,49s), porque aquí­ habí­a un triple equí­voco: Marí­a habí­a dicho †œtu padre (José) y yo†™, pero para Jesús †˜mi Padre† tení­a otro sentido; habí­a declarado que tení­a que estar en la casa de su Padre (el templo), pero se volvió con ellos a la casa de Nazaret; además, Marí­a no podí­a comprender las alusiones a la pasión y a la glorificación (cf para los discí­pulos: 9,45; 18,34). Pero también aquí­ Marí­a era la perfecta creyente: †œguardaba todas estas cosas en su corazón† (2,51), esperando con fe comprender mejor algún dí­a lo que se iba revelando
progresivamente sobre su hijo.

1952
V. ESPOSA DE LAS BODAS MESIANICAS EN CANA (Jn 2,1-12).
Entramos ahora en la vida pública de Jesús. La primera perí­copa mariana con que nos encontramos es el relato de Jn sobre las bodas de Cana, que ocupa un lugar importante en el cuarto evangelio: es el párrafo con que concluye la sección primera (1,19-2,11), que se centra en el tema de la †œmanifestación† de Jesús cf phaneroün: 1,31; 2,11). Esta manifestación comienza aquí­: poresoJn llama aeste episodio †œel comienzo de los signos†™. Pero si las bodas de Cana son fundamentalmente un †˜signo (semeion), deberán interpretarse a nivel simbólico. Por otra parte, si este pasaje es ante todo cristológico, es también uno de los grandes textos mariológicos de Jn (el otro es 19,25-27: ¡¡nfra, VI, 1). Así­ pues, desde el punto de vista teológico hay que distinguir aquí­ el aspecto cristológico y el aspecto mariológico. El tema cristológico fundamental es la manifestación mesiánica de la †œgloria† de Jesús (2,11): el †œvino bueno† conservado hasta ahora (y. 10) representa la revelación mesiánica, la †œgracia de la verdad† presente en Jesús (1,17), †œsu evangelio† (Agustí­n, In Joh. 9,2: PL 35,1459); por medio del simbolismo de las bodas, él se manifiesta como el esposo de la nueva comunidad mesiánica (cf también 3,28s). Es ésta la exégesis más difundida en la tradición antigua (p.ej., Gaudencio de Brescia, Tract. VIII, 23: CSEL 68,66; en el antiguo breviario, antí­fona de laudes de la epifaní­a: †œHoy la Iglesia se ha unido al esposo celestial†).
También el tema mariológico ha de interpretarse en este nivel simbólico. La palabra de Jesús: †œ,Qué hay entre tú y yo, mujer?† (y. 4), indica que se ha superado ya el tiempo de sus relaciones puramente familiares; Jesús invita a su madre a situarse con él en la perspectiva de su misión mesiánica. El tí­tulo †œmujer† no es una alusión a la mujer del Protoevangelio (Gn 3,15; Gn 3,20), sino una referencia a la †œhija de Sión†, aquella figura femenina que en la tradición bí­blico-judí­a simbolizaba a Israel (Os 1-3; Is 62,11; Za 9,9). Marí­a es designada como †œla figura de la sinagoga† (santo Tomás), la madre-Sión de la nueva alianza. Esto explica que sus palabras a los sirvientes: †œHaced lo que él os diga† (2,5), †œparezcan hacer eco a la fórmula usada por el pueblo de Israel para sancionar la alianza del Sinaí­ (Ex 19,8; Ex 24,3; Ex 24,7; Dt 5,27)† (Pablo VI, Marialis cultus, 57). Cana es un sí­mbolo de la nueva alianza. Este simbolismo mesiánico, que aquí­ se especifica en el de las bodas mesiá-nicas, no vale solamente para Jesús, sino también para Marí­a: †œEn sus gestos y en su diálogo, la Virgen y Cristo, superando ampliamente los festejos locales, sustituí­an a los jóvenes esposos de Cana para convertirse en el esposo y la esposa espirituales del banquete mesiánico† (J.P. Char-lier, Le signe de Cana…, 77). Pero Marí­a, la esposa, desempeña también aquí­ una función maternal: esta exhortación suya a los †œsirvientes† (no doüloi, sino diákonoi; cf 12,26: †œservir† a Jesús), que es la última palabra de Marí­a en los evangelios, suscita en ellos la diakoní­a, la perfecta docilidad a la palabra de Jesús (2,7s), que es la verdadera actitud que deben tomar en la alianza nueva. Marí­a se convierte así­ en †œmadre de los miembros (de Cristo) que somos nosotros, ya que cooperó con su caridad al nacimiento de los fí­eles en la Iglesia† (san Agustí­n, De S. Virgini-tate 6:PL 40,399).
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VI. MARIA Y LA IGLESIA.
Los dos últimos pasajes que quedan por considerar tienen en común que su aspecto mariológico forma parte de un contexto manifiestamente ecle-siológico.
1954
1. LA MADRE DE LOS DISCIPULOS: Marí­a, Iglesia naciente (Jn 19,25-27).
A diferencia de los padres (que veí­an aquí­ tan sólo un gesto de piedad filial de Jesús), los modernos, prolongando la exégesis medieval, interpretan cada vez más esta escena de la †œhora† de Jesús como el momento del nacimiento de la Iglesia y el comienzo de la maternidad espiritual de la madre de Jesús. Esta orientación mesiánica y eclesiológica de nuestra perí­copa se deriva de tres indicios literarios convergentes: el paralelismo con las bodas de Cana, sí­mbolo de las bodas mesiánicas; la relación con la túnica †œsin costura† (19,23-24), que simboliza la unidad del pueblo de Dios en la época mesiánica, y la fuerte vinculación con 19,28, que muestra en nuestro episodio el último acto de Jesús: el cumplimiento de su misión mesiánica (te-télestai) y la observancia perfecta de la Escritura. Además, se utiliza aquí­ el llamado †œesquema de revelación† (cf 1,29.36.47); en las palabras de Jesús a su madre y al discí­pulo amado se revela que tendrán ahora unas relaciones nuevas: †œla madre de Jesús† (y. 25), presentada luego como †œla madre† (y. 26), tiene que convertirse en la madre del discí­pulo (y. 27); y éste será su hijo. Por tanto, †œla maternidad corporal de Marí­a con el Hijo de Dios hecho carne da fundamento a una maternidad espiritual, que es su cumplimiento† (P. Grelot, Marí­a, en DSAM X, 420). No se trata sólo de relaciones personales; ninguna de las dos personas presentes es designada con su nombre; es su función lo que cuenta, ya que personifican a dos grupos. El discí­pulo amado representa a todos los creyentes. La madre de Jesús, llamada †œmujer† (cf ya 2,4), es la imagen de la †œhija de Sión†. Las palabras de Jesús: †œAhí­ tienes a tu hijo†, parecen hacer eco al anuncio profético a la madre-Sión, que ve volver del destierro a sus hijos:
†œAlza en torno los ojos y contempla: todos tus hijos (tékna) se reúnen y vienen a ti; tus hijos (hyoí­) llegan de lejos† (Is 60,4 LXX; Ba 4,37; Ba 5,5). En Marí­a se realiza, por tanto, la comunidad mesiánica; pero la madre de Jesús, en su función maternal, se convierte también en la Iglesia naciente, †œel nuevo comienzo de la Iglesia santa†™ (Gerhoh de Reichersberg, De glor. et hon. FU. hom. X, 1: PL 194,1105).
Este progresivo ensanchamiento de la perspectiva hacia la Iglesia muestra que está fuera de lugar pensar aquí­ solamente en las preocupaciones personales y exteriores del discí­pulo por la madre de Jesús (cf el Leccionario: †œSe la llevó a su casa†™); tiene que acoger espiritualmente a aquella que se ha convertido en su madre: †œDesde aquella hora el discí­pulo la acogió en su intimidad (in sua)† como dice el versí­culo 27b (cf 1. de la Potterie, †œEt a partir de cette heure…†). †œEl alcance inagotable de este simbolismo relaciona í­ntimamente el misterio de la Iglesia con el misterio de Marí­a† (P. Grelot, Lc). Desde aquella †œhora† se les exige una acogida como la del discí­pulo a †œtodas las generaciones de discí­pulos y de cuantos confiesan y aman a Cristo† (Juan Pablo II, Redemptorho-minis 22). Pero si Marí­a es aquí­ †œimagen y principio de la Iglesia† (LG 68), es al mismo tiempo †œmadre de la Iglesia, es decir, de todo el pueblo de Dios† (Pablo VI); †œla madre de los miembros de Cristo, que somos nosotros† (san Agustí­n, o.c), porque se convierte en la madre de todos los discí­pulos de Jesús.
¿En qué consiste esta maternidad espiritual suya? Podemos precisarlo observando que esta escena es el único pasaje del cuarto evangelio en que se habla justamente de la madre de Jesús y del don del Espí­ritu (para Lc, cf 1,35). Los dos temas están relacionados entre sí­: el versí­culo 28, por una parte, remite al episodio anterior, el nuestro (19,25-27); pero contiene también las palabras de Jesús: †œTengo sed†™, que encuentran luego su cumplimiento en los dos pasajes siguientes (el don del Espí­ritu, y. 30; el agua que sale del costado traspasado, sí­mbolo del Espí­ritu, y. 34; cf 7,39). La acogida espiritual de la †œmujer† (la madre de Jesús, la Iglesia) precede, por tanto, a la efusión del Espí­ritu sobre la Iglesia casi como una condición: Marí­a ejerce una especie de mediación entre Jesús y el Espí­ritu. Lo mismo se deduce de la progresión que se observa en tres pasajes en los que Juan utiliza el verbo lambánein para describir el itinerario del verdadero discí­pulo: al principio tení­a que †œacoger† a Jesús (1,12); ahora debe †œacoger† también a la madre de Jesús †œen su intimidad† (19,27); así­ es como podrá †œrecibir el Espí­ritu Santo†™ (20,22; cf 19,30.34), hacerse un hombre de fe (20,27), un hermano de Jesús (20,17). En este camino lo precede la madre de Jesús, como madre suya, esto es, como †œfigura y egregio modelo en la fe† (LG 53 cf Jn 2,5). Así­ la †œmujer† que habí­a sido la madre de Jesús se convierte en la madre espiritual de los hermanos de Jesús, haciéndolos †œconformes con la imagen de su Hijo† (Rm 8,29), es decir, semejantes a Cristo. En este sentido se orientaba ya la exégesis origeniana de este párrafo: †œNo hay más hijo de Marí­a que Jesús… (Su palabra:) †˜Ahí­ tienes a tu hijo…, equivale a decir: †˜Este es Jesús, al que tú das a luz†™. En efecto, el que es perfecto †˜ya no vive él†™, sino que en él †˜vive Cristo†™; y puesto que en él vive Cristo, por eso se le dice a Marí­a: †˜Ahí­ tienes a tu hijo, es decir, a Cristo† (In Ev. Joh. 1, 23: PG 14,32).
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2. La †œmujer† del Apocalipsis (12,1-1 8), IMAGEN DE LA IGLESIA.
En la historia de la exégesis, la interpretación de Ap 12,1-18 ha conocido diversas variaciones. Sin embargo, prevalecen dos grandes lí­neas interpretativas: la interpretación eclesio-lógica y la mariológica. La primera era corriente en tiempos de los padres, y lo sigue siendo en la exégesis moderna; la segunda se encuentra especialmente en la exégesis monástica de la Edad Media y en la liturgia. Pero muchos piensan actualmente que la interpretación mariológica debe integrarse de algún modo en la misma interpretación eclesiológica. Es la lí­nea que parece corresponder mejor a los datos que surgen de la estructura del libro y de los diversos sí­mbolos que aparecen en este párrafo; es decir, se requiere una interpretación al mismo tiempo colectiva e individual. Que el simbolismo de este fragmento es ante todo eclesiológico se deduce ya de su situación literaria. Después de la introducción de los capí­tulos 1-3 (las cartas alas Iglesias; la gloria de Cristo), el libro puede dividirse en dos grandes partes: a) visiones proféticas sobre la historia de la salvación; juicio del mundo (cc. 4-1 1); b) la comunidad de Cristo perseguida; su victoria final (cc. 12-22). Así­ pues, el capí­tulo 12 abre la gran sección eclesiológica, lo mismo que el capí­tulo 4 abrí­a la primera parte con la visión del trono de Dios. Este paralelismo entre Dios y la mujer sugiere ya la relación bí­blica fundamental de la alianza: la que existe entre Dios y su pueblo. La mujer es el sí­mbolo del pueblo de Dios en su situación escatológica. Por otra parte, la figura femenina del capí­tulo 12 está en contraposición con la prostituta de los capí­tulos 17-19; pero se convertirá luego en los capí­tulos 19 y 21 en la esposa del cordero, la Jeru-salén celestial.
Veamos primero la interpretación colectiva. El hijo varón, †œel que debí­a regir a todas las naciones con una vara de hierro† (y. 5: cita de SaI 2,9), es sin duda el mesí­as. La mujer que lo da a luz es presentada como una figura cósmica y celestial: revestida de sol, con la luna bajo sus pies y con una corona de doce estrellas en la cabeza (y. 1). El texto se inspira probablemente en Is 60, donde se describe a la †œhija de Sión† mesiánica, resplandeciente toda ella con la gloria de Dios (Is 60,1; Is 60, con influencias también en Ct 6,10, †œbella como la luna, distinguida como el sol†). Las doce estrellas representan a †œlas doce tribus de los hijos de Israel† (Ap 21,12). Por consiguiente, la mujer es ante todo la Iglesia. Los dolores de parto (12,2) son una metáfora clásica para describir la maternidad escatológica de Sión (Miq 4,10; 1s26,17s; 66,7-9; Jn 16,21 1QH Jn 3,7-10). No se alude aquí­ al nacimiento temporal del mesí­as; esos dolores son un sí­mbolo de la Iglesia, que debe dar a luz a la totalidad de los hijos de Dios en medio de sufrimientos durante todo el tiempo escatológico. El dragón, †œla serpiente antigua† (y. 9), remite a Gen 3: es el enemigo de la mujer y de su linaje, que aquí­ es llamado †œDiablo† y †œSatanás†; representa a las fuerzas diabólicas que se oponen al pueblo de Dios. El hijo de la mujer es arrebatado al cielo (12,5: indica la glorificación de Cristo); pero ella encuentra refugio en el desierto, †œdonde tiene un lugar preparado por Dios† (Vv. 6.14.16):
se trata de la Iglesia, protegida y alimentada por Dios durante todo su caminar por la tierra.
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Cabe preguntarse entonces si queda sitio todaví­a para una interpretación mariológica de Ap 12. Este segundo tipo de lectura no sólo es posible, sino necesario, si se lee este trozo en el contexto más amplio de los demás textos del NT sobre Marí­a [1 supra, lI-VI, 1]. Adviértase ante todo el sí­mbolo de la mujer tanto en Lc (1,28) como en Jn (2,4; 19,26), Marí­a era considerada ya como la †œhija de Sión†, y precisamente por eso era llamada por Jesús †œmujer† (en Cana y al pie de la cruz). Marí­a era ya la imagen del pueblo de Dios mesiánico, la imagen de la Iglesia. Esta dimensión eclesiológica del sí­mbolo se desarrolla luego plenamente en el Apocalipsis; pero no se puede olvidar que en la tradición joanea este sí­mbolo tení­a ya una referencia a Marí­a, precisamente como imagen de la Iglesia: †œLa mujer que da a luz del Apocalipsis es la comunidad mesiánica, que en el evangelio de Juan estaba representada por la madre de Jesús† (T. Vetrali, La donna…, 168). Dos indicios literarios apoyan esta forma de ver las cosas. Hemos visto que las palabras de Jesús en Jn 19,26 son una repetición del texto de Is 60,4s sobre la †œhija de Sión†, que contempla reunidos en torno a sí­ a todos sus hijos. Pues bien, Ap 12 remite precisamente a este mismo trasfondo literario de 1s60 sobre el esplendor de la Jerusalén mesiánica (Is 60,1; Is 60, . En el contexto más amplio esa perspectiva escatológica y eclesial no es ilegí­timo leer en el versí­culo Ap Is 12,1 la glorificación la mujer (la asunción de Marí­a, †œunida a la metamorfosis corporal de su hijo†: P. Grelot, a.c, 421). Por otra parte, como hemos visto más arriba, el †œdiscí­pulo amado†, en Jn 19,25-27, era el sí­mbolo todos los discí­pulos derCristo, que se hacen hijos la madre Jesús. De manera semejante, la †œmujer† Ap Jn 12 no es sólo la madre del mesí­as (y. 5; cf Jn 19,25: †œla madre de Jesús†), sino también todo el †œresto su descendencia, los que guardan los mandamientos Dios y son fieles testigos Jesús† (Ap 12,17). Estos otros hijos la mujer son precisamente los que habí­an sido confiados por Jesús su madre, según Jn 19,25-27; Jn 19, hijo varón del Apocalipsis se prolonga por tanto en los demás descendientes la mujer; así­ también, el sí­mbolo la †œmujer† del libro apocalí­ptico es la prolongación, en sentido colectivo y eclesial, lo que era ya la †œmujer† del evangelio, la madre Jesús, la †œhija Sión†, como figura la Iglesia. Esta perspectiva eclesial del misterio mariano ha sido muy bien expresada en un texto litúrgico reciente:
Marí­a es †œcomienzo imagen la Iglesia, esposa Cristo, llena juventud y limpia hermosura† (prefacio de la misa de la Inmaculada).
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VII. CONCLUSION.
Por todo lo dicho se ve con toda claridad el ví­nculo tan estrecho que hay entre Marí­a y la ¡Iglesia. La madre de Jesús es presentada en la Escritura como la imagen de la Iglesia; pero esto implica además que †œtoda la Iglesia es mañana† (card. Journet) y nos invita cada vez más a descubrir †œel rostro mariano de la Iglesia† (H. Urs von Balthasar).
Esta sí­ntesis de la mariologí­a bí­blica podrí­a tener cierta importancia en el diálogo ecuménico. Por desgracia, sigue siendo verdad que la doctrina católica sobre Marí­a es aún uno de los puntos principales de desacuerdo con los protestantes [1 supra, 1]. Pero en la teologí­a católica posconciliar se ha intentado mostrar cada vez mejor †œel lugar bí­blico de la mariologí­a† (J. Ratzinger, La figlia de Sion, Milán 1979,9- 28); este †œlugar† es la teologí­a de la †œhija de Sión†, que expresa el misterio de la alianza entre Dios y su pueblo. Ciertamente no se puede negar que la alianza está en el centro de la Escritura. Pues bien, Marí­a representa precisamente al pueblo de Dios que dice †œsí­† a su Dios y que se convierte de este modo en el modelo permanente para toda la Iglesia.
1958
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1. de la Potterie
1959
MATEO
Sumario: 1. Notas sobre la historia de la interpretación. II. La estructura narrativa: 1. Jesús en el fondo de la historia de la salvación; 2. Desde Israel a la Iglesia. III. La acentuación ética: Jesús como maestro, legisladoryjuez 1. Los cinco grandes discursos; 2. El compromiso ético como tema dominante en Mt. IV. Mt como evangelio: 1. Pasión y resurrección como acontecimiento de salvación; 2. La acción salví­fica de Jesús en la †œtransparencia†™ de los episodios narrativos. V. Conclusiones.
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1. NOTAS SOBRE LA HISTORIA DE LA INTERPRETACION.
En la Iglesia antigua Mt ocupó siempre una posición privilegiada, muy superior a la de los otros sinópticos y no inferior siquiera a la de Jn; de todos los evangelios, es el más comentado, el más citado y el más usado en los leccionarios litúrgicos.
No es difí­cil comprender las razones de este éxito. A Mc le aventajaba por una mayor riqueza de las enseñanzas de Jesús, una mayor extensión incluso en el aspecto narrativo, una eclesiologí­a más explí­cita y una cristologí­a más evolucionada, con una imagen de Jesús más trascendente y majestuosa. A Lc, que en realidad es más amplio, le aventajaba por una mayor organicidad -aquel †œorden†™ que ya destacaban los padres- y una más esmerada distribución de las enseñanzas de Jesús en los cinco grandes discursos.
Solamente fuera de la Iglesia fue Mt objeto de crí­ticas: el fuerte acento ético, expresado sobre todo en el sermón de la montaña, provocó contra él la hostilidad de los gnósticos, para quienes Jesús habí­a venido a abolir la ley, pero también, por el lado contrario, el reproche de los judí­os de que presentaba preceptos irrealizables, superiores a las posibilidades del hombre (Justino, Dial. c. Tryph. 10). Sin embargo, la Iglesia nunca albergó la menor duda sobre su †œrea-lizabilidad†™: incluso los más arduos, como el amor a los enemigos, hay que tomarlos al pie de la letra, si uno quiere ser cristiano. Pero, al mismo tiempo, la Iglesia antigua mantení­a vivo un sentido de finitud, de tensión escatológica; y espontáneamente integraba a Mateo con Pablo, la necesidad de las obras con la prioridad de la gracia y de la fe. Serán solamente los pelagianos quienes interpreten la llamada a la perfección (5,48) en términos de puro esfuerzo humano y se apliquen a sí­ mismos ya en esta vida la bienaventuranza de los limpios de corazón (5,8), que para los padres conserva siempre un matiz escato-lógico.
Lutero, a su vez, percibió fuertemente el problema del radicalismo ético del sermón de la montaña, más exigente aún que la ley antigua (Mosissimus Moses: ¡un Moisés más riguroso todaví­a!); pero cree que puede resolverlo aplicándole también a él la interpretación paulina de la ley: el sermón de la montaña se nos habrí­a dado no para que lo pusiéramos en práctica, sino para hacernos experimentar nuestra impotencia, nuestra pecaminosidad innata y para que nos abriéramos a la acogida de una salvación gratuita mediante la fe. El problema estaba destinado a replantearse en la exégesis protestante moderna, primero como relación Pablo-Jesús y más tarde -con la Redaktionsgeschichte [1 Evangelios II, 3]- también como relación Pablo-Mateo.
En el siglo XIX se da por sentado que Mt es un evangelio más tardí­o, que ctí­mbinó la narración de Mc con las enseñanzas de Jesús recogidas por la fuente Q [1 Evangelios II, 1]; pero se recurre ampliamente a estas enseñanzas para reconstruir el mensaje de Jesús, que la teologí­a liberal interpreta en términos puramente ético-religiosos y contrapone a la teologí­a de Pablo. Muy pronto, sin embargo, caen en la cuenta los autores de que aquella ética hay que encuadrarla en el horizonte escatológico; surge entonces el problema de si este ésjaton toca al presente sólo como amenaza inminente que hace más urgente la conversión (A. Schweitzer: ética del í­nterim) o también como experiencia de salvación ya en acto, don de vida nueva que ya irrumpe (J. Schniewind).
1961
Con la aparición de la Redaktionsgeschichte, que en el campo mateano está representada por los estudios ya clásicos de G. Bornkamm y sus discí­pulos, de G. Strecker y del católico W. Trilling, el radicalismo ético de Mt no se mira ya solamente como eco del de Jesús, sino también como una respuesta del evangelista a los problemas de la Iglesia de su tiempo. Se abre camino la hipótesis de que con esta radicalización ética el autor, además de contraponerse a la interpretación judí­a de la ley, habí­a tenido ante la vista un segundo frente dentro de la Iglesia: una caí­da de tensión moral (24,1 Is: el enfriamiento de la caridad); más aún, probablemente, tuvo que oponerse a ciertas herejí­as de tipo †œlibertinista† que, extrapolando las afirmaciones de Pablo sobre el fin de la ley y sobre la gratuidad de la salvación, minaban por su base el compromiso ético de los cristianos (7,21-23).
Prescindiendo de estas hipótesis históricas, el problema de fondo de Mt es sin duda alguna el de las relaciones entre la fe y las obras, el compromiso ético del hombre y la gracia, el †œimperativo† moral y el †œindicativo† que proclama la acción salví­fica de Dios realizada en el Cristo crucificado y resucitado. La teologí­a protestante, tan sensible desde siempre a este problema, se ve obligada a preguntarse si en Mt queda salvaguardada todaví­a, aunque con categorí­as distintas de las de Pablo, la prioridad de este †œindicativo† (G. Barth), o bien si ha quedado ya totalmente absorbido en el †œimperativo† (G. Strecker); últimamente se le discute a Mt la calificación de †œevangelio†™, ya que el Jesús de Mt serí­a solamente el Jesús del pasado, el maestro que nos ha dejado unas enseñanzas que practicar, y no una presencia salví­fica siempre actual (vv. Marxsen).
Así­ pues, el problema de fondo para la interpretación de Mt es captar correctamente la relación que existe entre el Jesús que enseña en los cinco grandes discursos y el Jesús que actúa, presente en toda la trama narrativa, que desemboca en la pasión y en la resurrección. Examinemos primero por separado estos dos aspectos, para preguntarnos luego sobre su relación.
1962
II. LA ESTRUCTURA NARRATIVA.
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1. Jesús en el fondo DE LA HISTORIA DE LA SALVACION.
La vida de Jesús que nos narra Mt se presenta como el segmento central y decisivo de una historia más amplia, que comenzó ya en el pasado y que está destinada a cumplirse en el futuro.
El enlace con el pasado se realiza desde el principio con la genealogí­a (1,1-17) y se reitera continuamente con las citas veterotestamentarias (50, contra 23 en Mc y 23 en Lc), entre las que destacan las que se comentan con la fórmula: †œTodo esto sucedió para que se cumpliera lo que el Señor habí­a dicho por medio del profeta…† (1,22; 2,5s. 15.18.23; 3,3; 4,12-16; 8,17; 12,17-21; 13,35; 21,4; 27,9s). No solamente la muerte y la resurrección (como en ico 15,3-5), sino toda la vida terrena del mesí­as, incluso a veces en los más pequeños detalles, está bajo el signo del cumplimiento de las Escrituras. Como muestran también las construcciones mateanas evangelio del reino (4,23; 9,35; 24,14), palabra del reino (13, 19), doctrina del reino (13,52), Mt subraya que el gran tema que unifica toda la predicación de Jesús es el reino de Dios, epicentro de las esperanzas salví­ficas de Israel.
A este enlace retrospectivo con que se abre el libro recapitulando toda la historia de Israel corresponde el enlace con el futuro que concluye el libro, preanunciando la acción de la Iglesia entre todos los pueblos hasta el fin del mundo presente (28,16-20). También este aspecto asomaba ya a través de todo el relato, que puede leerse como una reconstrucción del itinerario, altamente dramático, que llevó desde Israel hasta la Iglesia (vv. Trilling, El verdadero Israel, 107-139.202-208).
1964
2. Desde Israel a la Iglesia.
Jesús se presenta a Israel reservándole todo su ministerio terreno (10,5s; 15,24); manifiesta su autoridad a través de la enseñanza (cc. 5-7) ya través de las obras (cc. 8-9), y asocia a su misión también a los doce (c. 10). Pero Israel lo rechaza (cc. 11-12), exceptuando el pequeño grupo de los creyentes, a los que Dios ha concedido el don de comprenderlos misterios del reino (c. 13); el rechazo se verifica también simbólicamente en la tierra misma de Jesús, Nazaret (13,53-58). Jesús entonces, a su vez, empieza a distanciarse de la masa, dedicándose cada vez más al grupo de discí­pulos: la †œsección de los panes† (cc. 14-16) culmina en Cesárea de Filipo, no simplemente con el reconocimiento de la mesianidad de Jesús, como en Mc, sino con la respuesta de Jesús a Pedro y la promesa de la Iglesia; lo que en Mc era un itinerario cristológico, y sólo implí­citamente eclesiológico, en Mt -aunque sobre el fondo del interrogante cristológico- se convierte en un itinerario hacia la Iglesia. También la sección del camino a Jerusalén (16,21-20,16), que ya en Mc tení­a un aspecto eclesial, lo asume más decididamente en Mt por la inserción del †œdiscurso comunitario† (c. 18). Llegado finalmente a Jerusalén, Jesús sostiene inútilmente la última confrontación con los adversarios, mientras que confí­a a sus discí­pulos sus enseñanzas sobre los acontecimientos futuros (20,17-25,46). Se encamina así­ hacia la pasión (cc. 26-27) y la resurrección (c. 28), donde Mt subraya por una parte la cima de la incredulidad de Israel (cf 27,15-26; 28,11-1 5), y por otra el comienzo de la nueva comunidad abierta a todos los pueblos (28,16-20).
En esta reconstrucción, en que el paso desde Israel a la Iglesia asume a veces el aspecto de una †œsustitución† (cf 21,43), es innegable una sistematización polémica, que corre el peligro de simplificar en demasí­a una realidad mucho más compleja tanto histórica como teológicamente, según aparece en LcHechos y en Pablo. Pero no es justo hablar de †œantisemitismo†, ya que se trata de una confrontación no racial, sino exclusivamente cristológica y eclesiológi-ca, centrada en la mesianidad de Jesús y en el derecho de la Iglesia a colocarse en la continuidad de las promesas veterotestamentarias.
1965
III. LA ACENTUACION ETICA: JESUS COMO MAESTRO, LEGISLADOR Y JUEZ.
1966
1. Los cinco grandes discursos.
La caracterí­stica más inconfundible de Mt son, sin embargo, los cinco grandes discursos de Jesús. La tradición le ofrecí­a ya núcleos (Lc 6,17-49; Mc 4,1-34; Mc 6,7-13; Mc 9,33-50; Mc 13,1-37); pero fue Mt el que valoró hasta el máximo esta idea, completándolos con otro material, introduciéndolos dentro de una solemne escenografí­a (5,1-2; 13,1-3) y concluyéndolos con una fórmula fija, que recalca el carácter especial de estas secciones y su distinción de las narrativas: †œCuando acabó Jesús estos discursos…† (7,28 y 19,1), †œ…estas instrucciones† (11,1),†… estas parábolas†(13,53),†… todosestos razonamientos† (26,1).
Salta inmediatamente a la vista, en cada uno de los discursos, el contenido eminentemente ético, sostenido por el anuncio amenazador del juicio final, en el cual culminan los cinco (G. Bornkamm, Überlieferung, 13-212). La alternativa hacer/no hacer, a la que corresponde la de la
salvación/condenación, resuena como un martilleo constante, hasta llegar al grandioso fresco del juicio universal, centrado todo él en el amor efectivo a los hermanos (25,31-36; W. Trilling, El verdadero Israel, 182ss; J. Zumstein, La condition, 284-350).
No es posible subrayar más fuertemente el aspecto ético. A esta luz se comprende en qué sentido vino Jesús a †œdar cumplimiento† a la ley, y no a abolirí­a (5,17-1 9). En concreto, esto puede implicar también la superación de ciertas normas mosaicas (5,21-48; 15,1-20; 19,1-9); pero no para atenuar, sino para realizar más plenamente la voluntad de Dios en su intención original (19,8). Conden-sada en el amor, que ya era central en el AT (7,12; 9,13; 12,7; 22,34-40; 23,23; 25,31-46), la ley no queda disminuida, sino que manifiesta ahora, en la interpretación que le da Jesús, toda la radicalidad de sus exigencias.
1967
2. El compromiso ético como TEMA DOMINANTE DE NT.
El aspecto ético se presenta subrayado de manera tan enérgica que subordina a sí­ todos los demás
temas.
En la escatologí­a, más aún que el †˜ya†, se subraya el †œtodaví­a no†™, el inminente juicio futuro. El premio y el castigo se ilustran con gran riqueza de formulaciones y de imágenes, que hacen de Mt el evangelio más rico en material para una catequesis sobre los noví­simos: recompensa, palingé-nesis, gozo, vida eterna…, castigo, gehenna, fuego eterno, expulsión a las tinieblas, llanto y rechinar de dientes.
También la eclesiologí­a se contempla desde esta perspectiva. Este juicio riguroso cae en primer lugar sobre la misma Iglesia. Si ella ha sustituido a Israel, es para que a su vez dé los frutos que el propietario espera de su viña (21 43). Se le exige una justicia más radical todaví­a que la que soñaban los fariseos (5,20), una perfección que refleje la perfección misma del Padre (5,48). La pertenencia a la Iglesia no garantiza ni mucho menos la salvación: muchos entraron en la sala del banquete, pero el que no esté vestido con el traje nupcial será echado fuera (22,1-14: obsérvese la última escena, totalmente nueva respecto a Lc 14,15-24). No basta la fe, aun formulada de la manera más ortodoxa: no entrará en el reino el que invoca a Jesús como Kyrios, sino sólo el que haga la voluntad del Padre (7,21). El cristiano debe sentirse un †œllamado†, y no un †œelegido† (20,16; 22,14). En definitiva, de la pertenencia a la Iglesia parece derivarse más bien un incremento de responsabilidad que una prenda de salvación. La Iglesia de Mt aparece como una Iglesia sub spe-cie judicil, corpus mixtum más que corpus mysticum (G. Bornkamm): su relación con el reino, más que en términos de continuidad -y mucho menos de identificación y de posesión- se ve en términos de distancia, que se traduce en tensión ética.
La misma cristologí­a asume este especial colorido ético. Aunque se recoge ampliamente toda la lista de tí­tulos tradicionales (mesí­as, Hijo del hombre, Hijo de Dios…), el Jesús de Mt se presenta sobre todo como maestro, no tanto por la aparición de este nuevo tí­tulo (23,8), como por la imagen en su conjunto. Es verdad que no se trata de un maestro puramente humano; pero los rasgos majestuosos y divinos, lejos de oponerse a esta fisonomí­a del maestro, lo refuerzan todaví­a más. Se trata de un maestro superior a todos los demás maestros de Israel (7,28s); superior al mismo Moisés (cf 5,21-48: †œSabéis que se dijo a los antiguos… Pero yo os digo…†; se presenta incluso como legislador definitivo; más aún, deja que se vislumbre su identidad con el juez eterno, cuyo tono asume de forma imprevista (cf 7,23: †œEntonces yo les diré: Nunca os conocí­. Apartaos de mí­, agentes de injusticias…†).
De aquí­ el aspecto más majestuoso, que se obtiene incluso eliminando algunas de las indicaciones de Mc sobre la psicologí­a humana de Jesús: dolor e ira, admiración, desconcierto (Mt 12,12 con Mc 3,5; Mt 16,1 con Mc 8,12; Mt 13,58 con Mc 6,6; Mt 26,37 con Mc 14,33), y añadiendo, por el contrario, indefectiblemente tres pequeños elementos que transforman todo contacto con Jesús en un pequeño ceremonial cortesano: el acercarse, es decir, detenerse a cierta distancia esperando ser admitidos (52 veces, contra cinco en Mc y 10 en Lc), la inclinación profunda (13 veces, contra dos y tres), el tratamiento con el tí­tulo de †œSeñor† (44 veces, contra seis y 23), tres elementos que originalmente son posibles incluso como forma de cortesí­a, pero que en Mt sólo se reservan a los creyentes, mientras que los extraños lo llaman i?a66z(cfMt2O,2OconMclO,35;Mt 8,25 con Mc 4,38); ellos hacen que resplandezca más fuertemente ya en el Jesús terreno el Kyrios glorioso.
1968
También en la pasión se subraya el aspecto ético: la pasión es la tentación última (cf 27,40.42 con 4,3.6), a la que responde Jesús con una extrema obediencia a la voluntad del Padre (26,42). Y hasta el resucitado conserva la fisonomí­a del maestro: no enví­a a los doce, como en los paralelos, a dar testimonio de su resurrección, a proclamar el evangelio o a comunicar el Espí­ritu Santo para el perdón de los pecados (Mc 16,15; Lc 24,47; Hch 1,8; Jn 20,21-23), sino a hacer discí­pulos suyos (mathe-téuein: no simplemente instruir, sino hacer discí­pulos) a todos los hombres, enseñándoles a observar todo lo que en su tiempo habí­a mandado Jesús (28,19s). El verbo, en pasado, remite a las enseñanzas del Jesús terreno:
en concreto, los cinco grandes discursos recogidos en Mt. Se dirí­a entonces que para Mt la resurrección misma, más que colocar a Jesús en una función salví­fica, no habí­a hecho otra cosa más que recalcar la imagen de maestro-legislador, integrándola de forma más explí­cita en la imagen regia del juez eterno.
Estos dos aspectos se compenetran en una sola imagen, coherente y compacta, que en la iconografí­a cristiana recuerda sobre todo al Pantokrátor sentado en su trono de los ábsides bizantinos o de los pórticos de las catedrales románicas: una figura llena de majestad, que es posible ciertamente reconocer como Jesús; pero un Jesús con rasgos regios, un tanto severos, que tiene abierto en una mano el libro de los evangelios, mientras que levanta la otra en un gesto que no es sólo de enseñanza o de bendición, sino también -al menos en parte- de juicio soberano.
1969
IV. MATEO COMO EVANGELIO.

1. Pasión y resurrección COMO ACONTECIMIENTO DE SALVACION.
Ahora se comprende fácilmente que esta enérgica acentuación ética de Mt plantee aquellos grandes interrogantes teológicos que advertí­a sobre todo la exégesis protestante. ¿Qué trae en definitiva a los hombres el Jesús de Mt? ¿El don de la salvación o solamente una radicalización de las exigencias expresadas ya por la ley? ¿Qué ocurre con el valor de redención de su muerte y de su resurrección?
El problema viene a entrelazarse de manera muy estrecha con el de la estructura de la obra. Hoy parece estar en ví­as de superación la hipótesis de una estructura esencialmente doctrinal, basada en los cinco discursos, con las partes narrativas reducidas simplemente a premisas o apéndices o ilustraciones de las enseñanzas de Jesús. Las secciones narrativas, como ya hemos indicado, resultan dinámicamente encadenadas entre sí­ en una sola secuencia, altamente dramática, que reconstruye la transición desde Israel hasta la Iglesia. Actualmente, el problema es más bien el de aclarar cuál es el sentido que asumen en esta estructura narrativa la pasión y la resurrección. ¿Señalan únicamente la ruptura definitiva con Israel? ¿No añaden nada más para los creyentes que una mayor insistencia en la autoridad de Jesús maestro-legislador-juez y una exigencia más honda de poner en práctica sus †œmandamientos† (cf 28,18-
20)?
Mirándolo bien, no es así­. Después del imperativo de observar sus mandamientos, el resucitado añade:†™… Y sabed que yo estoy con vosotros todos los dí­as hasta el fin del mundo†™ (Mt 28,20). Es la fórmula que se repite en el AT cada vez que Yhwh, al confiar una misión arriesgada, querí­a asegurar también su presencia operante, salví­fica. El acento de la conclusión de Mt recae en estas palabras de promesa, que desean infundir confianza. Y su importancia queda confirmada por el hecho de que ya en el principio del libro resonaban ciertas expresiones análogas (1,23: †œLe pondrán por nombre Emanuel, que significa Dios con nosotros†), formando así­ una inclusión que abarca toda la obra (H. Frankemólle, Jahwebund, 7-83). La promesa veterotestamenta-ria del Dios-con-nosotros, que resonaba en el anuncio del nacimiento de Jesús, encuentra así­ su realización en la presencia salví­fica del resucitado en su Iglesia hasta el fin de los tiempos. Esta misma promesa es la que afloraba ya en el discurso comunitario, dentro de una conexión muy significativa con el poder de perdonar los pecados (18,15-20).
1971
Pero, a su vez, este aspecto salví­fico de la resurrección no puede separarse del aspecto salví­fico de la cruz. Desde el principio Jesús es anunciado como el que habrí­a de salvar a su pueblo de sus pecados (1,21); y esta salvación se lleva a cabo a través de su muerte, como se proclama durante el viaje a Jerusalén (20,28), y luego en la última cena (26,28), que sirve de premisa a todo el relato de la pasión. El carácter decisivo, escato-lógico, de la muerte de Jesús se subraya luego con la inserción del episodio de la apertura de los sepulcros (27,51 b-54): el final del viejo mundo y la irrupción del nuevo se cumplen no ya en el momento de la resurrección, sino en el de la muerte de Jesús.
No cabe duda de que, en comparación con el continuo martilleo sobre el †œhacer† del hombre, estas indicaciones sobre la acción salví­fica de Dios resultan más discretas, apenas perceptibles. Es fácil suponer que Mt, a diferencia de Pablo y en analogí­a con Jc 2,14-26, tení­a que contraponerse no a los que exaltaban las obras a costa de la fe, sino a los que exaltaban la fe a costa de las obras. La urgencia de contraponerse a este error no lo llevó, sin embargo, a arrinconar la prioridad de la obra salví­fica de Dios; las indicaciones, aunque no numerosas desde un punto de vista cuantitativo, resultan bastante fuertes desde un punto de vista estructural; la enseñanza moral de Jesús no es independiente de lo demás, sino que se inserta en una estructura narrativa profundamente cristológica, que culmina en la pasión y en la resurrección, en correspondencia con el †œindicativo† salví­fico que proclama Pablo. Aunque Mt no presenta, como Pablo, la temática de la impotencia de la ley para sanar al hombre de su pecaminosidad, sin embargo también él distingue en el AT dos elementos: no solamente la ley, sino también los profetas, las promesas de salvación; pues bien, tanto la ley como las promesas.de salvación encuentran su cumplimiento en Jesús. Es ésta la perspectiva de fondo que le permite contraponerse eficazmente a las desviaciones libertinas, pero sin caer por ello en una posición de tipo judí­o o farisaico.
Además, la acción salví­fica de Dios no sólo se indica con unas afirmaciones explí­citas. En una lectura más atenta se percibe que el misterio de la salvación que se ha realizado en la pasión y resurrección de Jesús no es solamente una parte del relato, por muy culminante y decisiva que ésta sea, sino que es el contenido más profundo de toda la narración, ya desde las primeras páginas.
1972
2. La acción salví­fica de Jesús EN LA †œTRANSPARENCIA† DE LOS episodios narrativos.

Todo Mt ha de leerse no únicamente en la dimensión del pasado ni únicamente en la dimensión del presente, sino simultáneamente en ambas dimensiones: como reconstrucción de aquel momento dramático que marcó la manifestación de Jesús a Israel y como presentación de lo que Jesús pide -iY da!ahora a su Iglesia.
No sólo en los cinco discursos resuena la voz del Señor, que autorizadamente se dirige a su comunidad y le indica el camino que tiene que seguir ahora. También en las secciones narrativas, particularmente en los milagros, el relato se hace †œtransparente, es decir, deja vislumbrar la experiencia actual de la Iglesia, totalmente pendiente de la acción salví­fica de su Señor. La redacción mateana de los milagros tiende a un máximo de transparencia: caen los detalles tan vivaces de Mc, desaparecen los personajes secundarios, se disipan las circunstancias de tiempo y de lugar, vuelven al anonimato los protagonistas; sólo queda en primer plano el encuentro de salvación, las palabras que el enfermo dirige a Jesús y las que Jesús dirige al enfermo: el encuentro de salvación en la fe, en el que cada uno de los lectores se siente llamado a reconocer su propio encuentro con Cristo, su experiencia actual de salvación.
De esta manera adquiere un valor ejemplar la descripción de los discí­pulos. Mientras que en Mc se les reprochaba seguir siendo ciegos, en Mt se les reprocha su poca fe. Y es significativo que este tema salga a relucir siempre en situaciones cargadas de alusiones eclesiales: la tempestad calmada (8,26), Pedro que se hunde (14,31), la incapacidad para dar de comer a la gente (16,8) o echarlos demonios (17,20). De aquí­ se deduce toda una eclesiologí­a, toda una visión de la existencia cristiana, en la cual lo que se pide a los discí­pulos no es solamente que †œhagan†™, sino ante todo que tengan fe: una fe humilde, orante, a través de la cual la debilidad humana puede revestirse de la fuerza misma de Dios.
1973
V. CONCLUSIONES.
De todas estas indicaciones, tanto explí­citas como alusivas, surge la que podrí­amos llamar la †œotra cara† del Jesús de Mateo. Y con ella, la †œotra cara† del reino, de la Iglesia, de Israel, de cada cristiano.
Jesús no es solamente el que pasó un dí­a entre los hombres como maestro-legislador, para reaparecer luego a su debido tiempo como juez, sino que es ante todo el salvador, el que lleva a cumplimiento el AT no sólo como ley, sino como promesa, como esperanza de salvación; el que en su muerte y resurrección nos salva del pecado y, presente en la comunidad reunida en su nombre, nos da también hoy la reconciliación.
El reino no es sólo juicio que nos acecha, sino también misteriosa presencia salví­fica ya incipiente, como se subraya además en el discurso en parábolas (c. 13).
La Iglesia, aun en su condición peregrinante y penitente, no vive una situación repetitiva de la situación veterotestamentaria, sino una situación nueva. No es solamente lugar de tensión ética, sino realidad †œsacramental†™, presencia indefectible de la vida y de la salvación, que su Señor no dejará nunca de darle momento a momento, preservándola de la victoria de las potencias enemigas (16,16-20; 18,15-20).
El mismo Israel, a pesar de la aspereza de la contraposición, no aparece eliminado para siempre de la historia de la salvación; también Mt conserva aquella alusión misteriosa: †œ… Os digo que y a no me veréis hasta que digáis: ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!†™ (23,39).
El cristiano, finalmente, no es el que se salva por sí­ solo a través de sus buenas obras, sino el que en Jesús ha experimentado el perdón gratuito e inesperado, y precisamente por eso llega a encontrarse con un compromiso más radical con los hermanos (cf 18,21-35).
Así­ pues, no es posible reducir a Mt a una simple colección de enseñanzas y de normas, como la Regla de Qumrán o la Didajé. La analogí­a con el / Pentateuco, en la que han hecho pensar los cinco discursos, podrí­a ser válida sólo con la condición de subrayar que los cinco libros de Moisés, a su vez, son esencialmente narración, historia de la intervención salví­fica de Dios para Israel, en la que llegan a insertarse también las secciones legislativas que describen la respuesta humana a la alianza.
En la fusión entre Mc y Q ha prevalecido, pues, Mc. Mt no †œrejudai-zó la fe cristiana ni se limitó a conservar tan sólo la enseñanza ética de Jesús, como si no hubiera tenido lugar el giro pascual proclamado por el kerigma. Pero el kerigma, la pascua, remite a su vez al Jesús terreno; la fe en el Kyrios glorioso se realiza en el seguimiento del Jesús terreno, humillado y crucificado, en la obediencia a sus enseñanzas. Para este estrecho entramado de pasado y de presente, de memoria y de proclamación, el tí­tulo más adecuado sigue siendo el de †œevangelio†, que la Iglesia le atribuyó sin vacilación alguna desde la antigüedad.

1974
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V. Fusco

Fuente: Diccionario Católico de Teología Bíblica

1. En la Escritura se habla muy poco de M., la “madre de Jesús” (Mc 6, 8; Mt 13, 35; Act 1, 4). Los relatos creyentes sobre ella con el crecimiento de los escritos neo-testamentarios adquieren mayor amplitud y profundidad, en correspondencia con el creciente interés por la vida de Jesús anterior al acontecimiento de la muerte y resurrección de Cristo, que es lo anunciado primera-mente en la Escritura. Dentro de las cartas paulinas, escritas antes que los Evangelios, sólo en Gál 4, 4 se habla de Marí­a. Sin embargo, aquí­ se dice ya lo decisivo. Pablo, sin mencionar el nombre, hace una afirmación sobre el Mesí­as enunciando algo sobre Ma-rí­a. “Cuando llegó la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, so-metido a la ley.” Según este texto, M. es el lugar donde el Hijo de Dios entró en la historia humana. La procedencia de una mujer garantiza contra todas las tendencias espiritualistas la verdadera naturaleza humana y la historicidad del Señor crucificado y resucitado que predica Pablo. Naturalmente, cuando comenzó a despertarse el interés por la vida y acción de Jesús antes de su muerte y resurrección, la madre de Jesús, inclusa en su vida, desempeñó un papel mayor.

Esta nueva orientación alcanzó su máximo desarrollo en los Evangelios según Mt y Lc, compuestos hacia el año 80, en cuanto estos dos Evangelios narran también la concepción y el nacimiento de Jesús, y no sólo, como Mc, escenas de su vida pública. Según Mc (3, 20s; 3, 31-35), Evangelio compuesto antes del año 70, los parientes de Jesús y también su madre – aunque ésta sólo con su presencia en silencio – intentaron conseguir que Jesús volviera a su casa, para apartarle de su actividad, que excitaba a las turbas y provocaba su admiración. Mt (12, 46-50) y Lc (8, 19ss) mitigan lo que en este texto hay de escandaloso para los creyentes en Cristo. Lucas ofrece otra escena de la vida pública de Jesús. Según Lc (11, 18), Jesús responde a la alabanza que una mujer dirige a su madre: “Sí­, ciertamente, bienaventurados los que oyen la palabra de Dios y la siguen” (texto que, sin duda, no ha de formularse así­: “No, bienaventurados más bien…”). A causa de este interés por el comienzo de la vida del Mesí­as, se configuraron las historias de la infancia en Mt 1-2 y en Lc 1-2. Estas historias en muchos rasgos discrepan entre sí­, sobre todo en lo relativo a las genealogí­as, de suerte que no es posible armonizar sus relatos. Sin duda ambos evangelistas trabajaban a base de corrientes diversas de la tradición. Además, cada uno persigue una determinada intención teológica, es decir, expone la materia tradicional bajo una perspectiva teológica. Ambas historias de la infancia ostentan rasgos judí­os de la época veterotestamentaria. En Mt cabe reconocer una repercusión de la historia de Moisés. El texto de Mt está entretejido con muchas citas veterotestamentarias y se halla compuesto como cumplimiento de las promesas del AT. También en Lc se trasluce el matiz arameo. Las dos narraciones tienen carácter popular – a diferencia de las restantes partes de los Evangelios, se narran particularmente muchas apariciones de ángeles -, aunque sin apartarse de su núcleo histórico. Así­ sabemos que M. es oriunda de Nazaret y está desposada con José, procedente de la casa de David (Mt 1, 18; Lc 1, 26s). No puede decirse con certeza del texto si también M. era descendiente de David. Para que Jesús pasara jurí­dicamente por hijo de David, bastaba que José perteneciera al linaje de David. Antes ya de que M. fuera llevada al hogar para formar la comunidad matrimonial, el ángel Gabriel le llevó el mensaje (Lc 1, 26ss) de que era la llena de gracia y de que el Señor estaba con ella. El ángel anuncia la concepción y el nacimiento de un hijo, al que ha de poner por nombre Jesús. Su maternidad no se fundará en obra de varón, sino que será acción del Espí­ritu Santo (Mt 1, 18; Lc 1, 35). El mensaje celeste de que será madre del Mesí­as le da ocasión para visitar a su prima
Isabel. En boca de ésta, de M. misma y también de Simeón, que saluda al Mesí­as en el templo, el evangelista pone un himno de acción de gracias y de alabanza, entretejido con elementos veterotestamentarios.

El nacimiento tiene lugar en Belén (Mt 1, 23; 2, 1; Lc 1, 27; 2, 4). Pastores y magos de oriente acuden para adorar al niño. Por razón de las intenciones persecutorias de Herodes, M. tiene que huir desterrada a Egipto. A su vuelta, vive con Jesús y José en Nazaret (Mt 2, 23; Lc 2, 39). De acuerdo con la ley, Jesús fue circuncidado y presentado en el templo (Lc 2, 21-40). De la infancia de Jesús sólo se narra otra escena: la visita al templo de Jerusalén (Lc 2, 41-42). Esta visita es digna de notarse porque Jesús, sin dar cuenta a sus padres, a la hora del regreso no se une a los restantes peregrinos, sino que permanece en el templo; y cuando aquéllos, después de haberlo buscado con dolor, lo encuentran en el templo, reciben de Jesús la sorprendente respuesta: “¿No sabí­ais que yo tengo que estar en las cosas de mi Padre?” Como cuenta el evangelista, Maria y José no entendieron estas palabras. M., sin embargo, las guardó todas con fe en su corazón.

De la historia de la infancia destaquemos sólo una cuestión que se impone. Se refiere al nacimiento y concepción virginal. Desde Agustí­n (De s. virginitate 4, 4), los teólogos estaban en general convencidos de que, en virtud de Lc 1, 34, habí­a que suponer un voto de virginidad por parte de M. Sin embargo, esta sentencia tradicional ha sido sometida a crí­tica en los últimos tiempos. Los crí­ticos se preguntan por qué M. se desposó si no querí­a llevar vida matrimonial; hoy se admite generalmente que M. no tomó la decisión de vida virginal hasta el momento de recibir el mensaje celeste. Desde este momento se puso sin reservas y exclusivamente al servicio del designio divino de salvación. Con esta disposición de ánimo concibió al Hijo de Dios tanto en su espí­ritu como en su carne. En esta representación el Espí­ritu Santo no es entendido como padre que engendra, sino como fuerza que opera la concepción de Jesús. La representación de una generación sin padre es extraña al AT. También se distingue esencialmente de aquellas mitologí­as paganas según las cuales un dios se une con una mujer de la tierra y engendra a la manera de un padre terreno. La virginidad en la concepción y el nacimiento de Jesús ha de considerarse por tanto como una revelación peculiar del NT. De todos modos, esta verdad revelada está preparada en el AT por aquellas narraciones según las cuales grandes padres o patriarcas nacieron de madres que eran infecundas según todos los cálculos humanos (Gén 18; 1 Sam 1). La promesa del Mesí­as como autor de la salvación en Isaí­as (7, 14) y su nacimiento de una mujer sin duda fueron entendidos ya por los traductores griegos, los LXX, como profecí­a del nacimiento virginal. En todo caso, ese pasaje de Isaí­as es interpretado por Mt en este sentido. La tesis de que en estos textos de la historia de la infancia se trata de la audición de una oración, no hace justicia al sentido literal y pasa por alto lo decisivo.

Si preguntamos por la razón de la concepción virginal de Jesús, hemos de responder que ésta de ningún modo radica en que un padre terreno de Jesús habrí­a hecho competencia al Padre del Logos preexistente, ni tampoco en que una concepción matrimonial habrí­a sido indigna del Hijo eterno de Dios. La razón está en el simbolismo, pues en la concepción y el nacimiento virginales se expresa el poder salvador de Dios y el carácter de iniciativa de su acción salví­fica, que no está determinada por ninguna obra humana. Una de las más viejas creencias de la Iglesia es que, después del nacimiento de Jesús, el “primogénito” de M. (Lc 1, 7; cf. Mt 1, 25), ésta, por razón de su total entrega a la misión que Dios le confiaba y, por ende, a Dios mismo, renunció a todo comercio matrimonial con José. Los “hermanos de Jesús”, mencionados varias veces en la Escritura (Mc 3, 31; 6, 3 par; Jn 2, 12; Act 1, 14; 1 Cor 9, 5; Gál 1, 19), literalmente pueden ser hermanos carnales de Jesús, pero según el griego bí­blico también pueden ser primos suyos (Gén 13, 8; 14, 14). La exégesis católica afirma esto último. Según Mc 6, 3; 15, 40, de hecho Marí­a, la madre de los hermanos de Jesús, es distinta de la madre misma de Jesús.

Hallamos más noticias en Act y Jn. Según los Act, M. aguardaba en Jerusalén juntamente con los discí­pulos de Jesús la venida del Espí­ritu Santo prometido por Cristo (Act 1, 14). Según Jn, M. asiste a las bodas de Caná (Jn 2, 1-11) y pide a Jesús que saque de apuros a los esposos, a quienes se les ha acabado el vino. Jesús de momento rechaza la súplica de su madre, pero luego la cumple. M. aparece aquí­ como la señora de su casa. Evidentemente, por el tiempo en que fue redactado Jn, su posición excepcional se habí­a impuesto ya plenamente en la Iglesia (R. Bultmann). Hallándose bajo la cruz (Jn 19, 25ss), su hijo moribundo le dice que en adelante mire a Juan como hijo suyo. Y a éste le recomienda que mire a M. como a su madre. La peculiaridad simbólica de Jn permite pensar que en las palabras de Jesús, prescindiendo de lo puramente histórico, se expone la relación entre M. y la Iglesia.

Si en la mujer del Ap está significada M., es una cuestión dificil de responder. Sin duda lo significado allí­ es en primer término Israel y luego la Iglesia misma.

2. En la era postapostólica se desenvuelven cada vez con más plenitud los datos de la Escritura. La creencia fundamental es la maternidad de Marí­a. Se emplea expresamente, parece que por vez primera en Hipólito de Roma (principios del siglo III), la denominación “la que dio a luz a Dios” (Deipara). La expresión fue logrando en las luchas cristológicas de los siglos III y IV cada vez mayor claridad, y se impuso de tal forma que en el concilio de Efeso (431) fue tomada como caracterí­stica de la cristologí­a ortodoxa contra el peligro nestoriano de disolución de la estructura de Jesús. Con tal expresión se afirmaba la unidad de persona. A la vez se hací­a en ella una confesión de la verdadera humanidad de Jesús (frente a las volatilizaciones gnósticas) y de su verdadera divinidad (frente al judaí­smo). Al emplear la expresión Deipara se hacia uso del método de la comunicación de idiomas. Según este método, por razón de la unidad de persona en Jesús, su yo personal es sujeto tanto de la naturaleza divina como de la naturaleza humana que procede de M. por acción del Espí­ritu Santo. Cuando la palabra Deipara fue tergiversada heréticamente por los monofisitas, fue sustituida por la expresión “madre de Dios”, que estaba preparada ya desde mucho antes. En este tí­tulo se expresa más fuertemente que en la palabra Deipara que la función de M. no debe entenderse en sentido meramente fisiológico, sino también en sentido espiritual y personal. Así­ se preparaba la tesis de la maternidad espiritual de M. respecto de todos los creyentes.

M. es entendida por los padres como madre virginal del Señor. La virginidad es interpretada por ellos primeramente como virginidad antes del nacimiento de Jesús (Ignacio de Antioquí­a, Justino). Respecto de la virginidad perpetua de Maria no reinó unanimidad plena hasta el concilio de Efeso. La integridad en el parto no fue enseñada por Tertuliano, Orí­genes y Jerónimo. La defendieron, en cambio, Ireneo, los apócrifos, Clemente de Alejandrí­a, las Consultationes Zacchaei et Apollonii y Gregorio de Nisa. La virginidad de M. después del nacimiento de Jesús, su primogénito, fue enseñada por Orí­genes, Pedro i de Alejandrí­a, Gregorio de Nisa, Hilario y Jerónimo. Basilio no tiene la opinión contraria por opuesta a la fe. Los más enérgicos defensores de la virginidad de Maria en el parto y después del parto fueron Juan Crisóstomo, Efrén, Ambrosio y Agustí­n. La creencia en la virginidad de Marí­a pronto pasó a ser creencia en su virginidad perpetua. Desde el siglo iv se habla expresamente de la virginidad perpetua. A partir del siglo VII (concilio de Letrán del 649) hallamos la fórmula según la cual M. fue virgen antes del parto, en el parto y después del parto.

Resultó muy fecunda la antí­tesis Eva-Marí­a, sacada del protoevangelio, la cual fue explicada por Justino y desarrollada más ampliamente por Ireneo. Esta antí­tesis dominó por mucho tiempo la mariologí­a. La infidelidad y desobediencia de Eva trajo la perdición, la fe y obediencia de M. trajo la salvación. Otra idea patrí­stica, desarrollada por Ireneo, Hipólito, Tertuliano y particularmente Agustí­n, se referí­a a la identificación de la función de M. con la de la Iglesia en la historia de la salvación. La Iglesia según eso es madre de los creyentes en Cristo tanto por razón de predicarles la palabra divina, como por razón del bautismo. M. dio a luz a la cabeza de la Iglesia. La identificación tuvo por consecuencia que no pocos rasgos de la Iglesia personificada fueron trasladados a M.

Después de algunas incertidumbres (a causa de Lc 2, 48) y de algunas manifestaciones negativas (Cirilo de Alejandrí­a) respecto de la santidad de M., por vez primera Pelagio y Agustí­n enseñaron una impecabilidad absoluta. Esta doctrina se impuso rápidamente hasta llegar a la tesis de la inmaculada concepción de Marí­a. En oriente se aproximan a esa tesis Andrés de Creta y Juan de Damasco. En occidente durante el primer milenio no se encuentra ningún testimonio explí­cito en favor de la inmaculada concepción de M. Bernardo de Claraval, el ardiente devoto de M., y Tomás de Aquino se muestran escépticos. Los teólogos no podí­an armonizar la necesidad universal de redención con la tesis, que iba ganando terreno, de la concepción sin mancha de M. Guillermo de Ware y Juan Duns Escoto (fines del siglo XIII y comienzos del xiv) desarrollaron en la discusión sobre esta cuestión la idea de que M. fue preservada del pecado original por anticipación de la futura redención de Jesús, mientras que los demás hombres han sido liberados de dicho pecado. Según eso, también M. estuvo obligada a la ley del pecado original. Esa ley sólo pudo quedar sin efecto en ella en virtud de un designio divino particular. También M. está redimida, pero de “manera eminente”. El papa Sixto Iv afirmó a este respecto una creencia universal de la cristiandad católica, y prohibió que partidarios y adversarios de esa doctrina se tacharan con censuras teológicas. El concilio de Trento declaró en el decreto de la sesión quinta sobre el pecado original que no era su intención incluir a M. en la universalidad del pecado original. En el siglo xix habí­a madurado hasta tal punto la fe en la inmaculada concepción de Marí­a, que, el año 1854, Pí­o IX pudo declararla dogma de fe. La exención del pecado original tuvo gran alcance para toda la vida religiosa de M. Según la doctrina de la tradición, a M. le fue concedida también la integridad preternatural, de la que gozaban los primeros padres antes del pecado. Esto significa que ella podí­a integrar en la totalidad de su entrega personal a Dios los movimientos espontáneos que preceden a toda decisión humana. Lo cual ha de decirse también del dolor y de la muerte impuestos a M. Muchas veces se interpreta su muerte como pura extinción de la vida en el amor de Dios. Sin embargo, nada se opone aquí­ a que su muerte sea entendida como consecuencia de una enfermedad o de la edad.

En la evolución dogmática después de la era patrí­stica, el hecho de la divina maternidad de M. queda completado por la importancia que se concede a su participación en la cruz de Jesús. Aquí­ se medita sobre la función salvadora de su participación. Como madre del Redentor, ella misma es llamada redentora (desde el siglo IX). Esta palabra se cambia en el siglo xv por el término “corredentora”. En los siglos XVII y xvill la mariologí­a está determinada en alta medida por el sentimiento y la polémica (de Maria numquam satis). Una mariologí­a con fundamento patrí­stico fue iniciada en el siglo xix por J.H. Newman y M.J. Scheeben. Las cuestiones capitales giran en torno a la parte que tuvo M. en la obra redentora. Este problema se concentra en la cuestión sobre la relación de M. con la Iglesia y de la Iglesia con M. El año 1950 fue definida por Pí­o xxi la asunción corporal de M. al cielo.

3. Si resumimos la doctrina obligatoria que se ha desarrollado en una evolución lenta y prescindimos de excesivas teologí­as y especulaciones, que no pocas veces dan más allá del blanco, podemos presentar así­ la doctrina de la Iglesia. M. concibió a Jesús, el Mesí­as, por obra del Espí­ritu Santo, sin principio generador humano; y es por tanto verdadera madre de Dios en sentido fisiológico y espiritual. Permaneció virgen en el parto y después del parto. Los padres de la Iglesia y los teólogos defienden en general, desde el siglo III, la tesis de que el parto tuvo lugar sin dolor y sin violación corporal de M. Sin embargo, esta tesis no puede calificarse de dogma. Desde hace poco ha surgido en la teologí­a la cuestión, no resuelta por la Iglesia, de si un parto en el sentido ordinario debe necesariamente significar una violación de la virginidad y si, por otra parte, ésta no queda suficientemente a salvo suponiendo que en M. el parto del niño no es como en los partos naturales testimonio de anterior unión sexual. Puede decirse que el parto de M. es un acto plenamente personal y humano y está enteramente marcado aun en su realización carnal por la gracia de su maternidad, sin que pueda en particular definirse objetivamente qué constituya la virginidad en el parto. Es doctrina constante de la Iglesia desde el principio que M. dio a luz a Jesús sin detrimento de su integridad y permaneció siempre virgen. Aun cuando no haya a este propósito una definición formal, sino sólo declaraciones eclesiásticas no infalibles en el marco de las tesis cristológicas (concilio de Letrán del 649: DS 504; Constitución de Pí­o iv Cum quorundam de 7-8-1555: DS 1888), sin embargo, la perpetua virginidad de Maria es verdad cierta de la fe de la Iglesia y de su predicación.

Hay que decir además que la elección de M. para madre de Jesús implicó tan alta intensidad de entrega a Dios, que ella fue preservada del pecado original. Su unión con Cristo tuvo como efecto, según el eterno designio de Dios, en su asunción en cuerpo y alma al cielo (Constitución de Pí­o xii de 1-11-1950: Dz 2331-2333), es decir, en la glorificación de su cuerpo. Sobre este punto no hay testimonio formal de la Escritura. Los testimonios de los padres comienzan en el siglo vi. Sin embargo, la imagen de M. que nos ofrece la Escritura nos da a entender que ella estuvo unida de la manera más estrecha con el Señor resucitado. La glorificación corporal significa la suprema “configuración” con Jesús, su Hijo, la cual fue madurando durante su vida. La semejanza comenzó en el amor a Dios y desde allí­ penetró toda la esfera de su existencia. Así­ vino a ser, como dice Pí­o xii (Constitución Ad caeli reginam de 11-10-1954: DS 3913-3917), la “reina del cielo”. Con este tí­tulo que procede del mito, pero está usado en un sentido no mí­tico, se representa su puesto eminente en el designio divino de salvación y en el movimiento histórico de la misma. Con el dogma de la glorificación de M. van unidas importantes cuestiones teológicas generales (relación cuerpo-alma, visión de Dios y resurrección de la carne).

4. Si se quieren ordenar en una visión de conjunto los elementos particulares que descuellan en la evolución histórica, puede decirse que la verdad fundamental es la maternidad virginal de M. De ella se derivan las demás verdades mariológicas, no con una necesidad lógica, pero sí­ con un desarrollo razonado. La gracia fundamental de M. se encarna en cada una de sus acciones dentro de la historia de la salvación. Sobre el alcance de su papel en esta historia han meditado mucho los teólogos, desarrollando la doctrina de la divina maternidad, aunque en sus meditaciones han llegado a sentencias muy divergentes. Para la solución de la cuestión sólo puede servir de norma la meditación serena y la exposición y explicación teológica del testimonio de la Escritura, tal como nos lo propone la Iglesia. Es sobre todo inadecuado enjuiciar las diversas opiniones desde el punto de vista de un tnaximalismo o de un minimalismo.

La cuestión sobre la participación de M. en el acontecer de la salvación se divide en dos aspectos parciales. Primero: ¿qué parte tuvo M. en la obra salví­fica de Jesucristo? Su participación en la obra salví­fica ¿fue constitutiva o integrante? Segundo: ¿Qué parte tiene M. en la aplicación de la gracia de Cristo a los hombres? ¿Es Maria la “mediadora de todas las gracias”? Sobre estas cuestiones no existe ninguna definición eclesiástica, aun cuando en las declaraciones magisteriales de los papas M. es llamada muchas veces “corredentora” (R. Graber). Pí­o XII se mostró reservado respecto de los deseos de definir la función corredentora. El que defienda esta doctrina, debe explicarla de forma que no se niegue ni quede oscurecida la función de Cristo como mediador único, claramente enseñada por la Escritura, de forma que toda eventual función salvadora de M. sólo puede ser entendida como una derivación de la eficacia salvadora de Cristo. En todo caso M. desempeña una función subordinada (Constitución Lumen gentium, n.° 62).

5. El concilio Vaticano ii responde sólo con reservas a las cuestiones indicadas. El concilio declara que no es su intención proponer una doctrina completa sobre M. o decidir cuestiones que todaví­a no están completamente aclaradas por el trabajo de los teólogos (ibid., n.° 54). Con relación a los textos conciliares hay que observar lo que el papa Pablo vi dijo en el discurso de la última sesión pública del concilio, el 7-12-1965, acerca de la calificación teológica de las declaraciones conciliares en general. El concilio no ha definido ningún dogma ni quiso tampoco definirlo (a excepción del carácter sacramental de la consagración episcopal). Esto no significa, sin embargo, que el concilio sólo haya querido hablar un lenguaje pastoral y edificante. “Los textos implican, según su respectivo carácter literario, una seria exigencia a la conciencia de los cristianos católicos; su pastoral se funda en la doctrina y sus declaraciones doctrinales llevan el sello de la solicitud por los hombres y por la posibilidad de realizar lo cristiano en el mundo actual. En la unión de verdad y amor, de doctrina y solicitud pastoral radica la peculiaridad de la idea pastoral del concilio, que así­ precisamente quiso romper la separación entre pragmatismo y doctrinarismo y volver a la unidad bí­ blica de ambos, la cual a la postre se funda en Cristo, que es a la vez Logos y pastor: como Logos es pastor y como pastor Logos” (J. RAIZINGER: LThK Vat I 350).

M. entró en la economí­a de la salvación por su fe. Ella primero concibió por la fe al Hijo de Dios como autor de la salvación en su corazón, y luego lo concibió en su carne, como dicen a menudo los padres. Por su “sí­” al mensaje divino, M. contribuyó a la salvación de los hombres, de la misma manera que Eva habí­a contribuido a su perdición (Lumen gentium, n.0 56). Esto no significa que Dios hiciera depender de M. la realización de su designio salvador; significa más bien que los hombres, según el designio eterno de Dios, deben asentir (a su vez por obra de la gracia divina) a su propia salvación. En M. se concentra el sí­ de los hombres a Dios y a Cristo como salvador. En su sí­ creyente, M. recibió la salvación para todos los hombres. “Así­ Marí­a… al abrazar de todo corazón y sin entorpecimiento de pecado alguno la voluntad de Dios, se consagró totalmente como esclava del Señor a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo con diligencia al misterio de la redención con él y bajo él por la gracia del Dios omnipotente” (Constitución Lumen gentium, n° 56). La participación de M. tiene su fundamento en que ella dio la vida al salvador histórico y acompañó su obra por el amor y la fe hasta la muerte de cruz; pero no se agota en eso. La gracia de Cristo no descansa en sí­ misma, sino que está ordenada a los hombres. Este hecho es constitutivo, y llama a la aceptación y apropiación. Solo ahí­ acaba el sentido esencial de la obra de Cristo. M. ejecutó esta función de apropiación la primera y de manera perfecta, pero la ejecutó, no en un aislamiento individual únicamente para sí­, sino para todos en un espí­ritu de apertura. Su apropiación personal de la gracia tiene significación eclesial. La salvación de Cristo se realiza concretamente en los sacramentos de la Iglesia, como dice el concilio Vaticano II (ibid., n° 59). La gracia de Cristo está presente y puede alcanzarse en la Iglesia. M.es el primer miembro y, a la vez, el miembro más preclaro de la Iglesia.

Tras la tesis de la trascendencia eclesial de su personal apropiación de la gracia, se encuentra una determinada interpretación de la Iglesia que fue desarrollada por Pablo. A saber: la interpretación de la Iglesia como cuerpo y de Cristo como cabeza; y la interpretación de la Iglesia como esposa y de Cristo como esposo. Incluso el primer concepto simbólico tiene un sentido personal y no naturalista; el segundo tiene un sentido personal en forma totalmente explí­cita. Esto significa que la Iglesia como comunidad de los creyentes ha recibido el encargo y la responsabilidad de que la relación salví­fica con el salvador sea realizada y se mantenga. Ahora bien, M. pronunció este sí­ ejemplarmente para todos, lo mismo para los que ya pertenecen a la Iglesia como para todos los demás, en cuanto todos están llamados a la Iglesia, es decir, a Cristo. Serí­a, sin embargo, una exageración el intercalar a M. de tal forma que se pusiera en peligro la inmediatez con Cristo y en él la inmediatez con Dios. La función de M. tiene la consecuencia de que la entrega por la fe a Cristo tiene un matiz mariano, pero no la de que se pierda la inmediatez con él.

M. es el lugar por donde la gracia de Cristo entró en el mundo, no sólo como magnitud objetiva, sino como movimiento de Cristo hacia los hombres. Que ello esté implicado en su relación con Cristo, se ve particularmente claro por el hecho de que M. esperó con los discí­pulos en Jerusalén la venida del Espí­ritu Santo prometido (Act 1, 14). Mientras que M. no fue invitada a la comida de despedida de Jesús, su presencia entre los que esperaban la venida del Espí­ritu Santo es puesta expresamente de relieve. En virtud del mensaje divino ella sabí­a por propia experiencia qué poderí­o corresponde al Espí­ritu. En el Espí­ritu Jesús mismo querí­a permanecer presente, y permanecer en la comunidad salví­fica de la Iglesia. El hecho de que M. estuviera allí­, cuando se constituí­a la Iglesia en el Espí­ritu Santo, en el Espí­ritu de Cristo, tiene importancia para todo el curso histórico.

Al morir M., y sobre todo por razón de su glorificación corporal, en su existencia celeste permaneció caracterizada para siempre por el papel terreno que habí­a representado en la obra salvadora. Su “asunción al cielo” no significa alejamiento de los hombres, sino la posibilidad de una mayor cercaní­a personal. M. vive en perenne unión con su Hijo resucitado y con los hermanos y hermanas de éste. Pero toda su existencia glorificada ante Dios tiene a la vez carácter de alabanza, acción de gracias e intercesión. Lo que ella es, lo es por Cristo. Lo que hace, lo hace por Cristo. El concilio Vaticano xx evita la expresión “mediadora universal de la gracia”. Pero, con cierta reserva, anuncia la cosa misma; aunque de tal manera que se resalte expresamente la mediación de Cristo y que toda la acción de Marí­a aparezca exclusivamente en la perspectiva de Cristo.

Si, a pesar de todo, se concede importancia a la mediación de M., con ello se expresa un pensamiento fundamental de la Biblia, a saber, la solidaridad de todos los hombres entre sí­. Los hombres reciben la gracia no como individuos o mónadas particulares, desvinculados entre sí­, sino como seres sociales. El que se hace participe de la gracia, se convierte a su vez en fuente de la misma. La salvación de uno es fecunda para la salvación del otro. Lo que cabe decir de cada uno, es válido para M. de manera particularmente intensa y universal. De donde se sigue que la “mediación” de M. ha de entenderse en el plano de la solidaridad de todos los hombres necesitados de la gracia, a los que pertenece también ella, no en el plano del autor único de la gracia (O. Semmelroth). Partiendo de la tesis según la cual M. en su existencia glorificada ejerce una función de intercesión que es esencial para ella, la cuestión muy discutida de si la función mediadora de M. tiene un carácter sacramental o por el contrario intercesor, aparece como demasiado superficial. Igualmente pierde peso la cuestión sobre la distinción entre la participación de M. en la redención objetiva y su participación en la subjetiva, pues por razón de la ordenación recí­proca no puede distinguirse adecuadamente entre redención “objetiva” y “subjetiva”. La vida celeste de M. está sellada por la entrega a Cristo y por la solicitud en favor de los hermanos y hermanas de su Hijo, que están todaví­a peregrinando hacia el Padre. Su existencia es comercio consumado de amor y a la vez solicitud esperanzada.

La función salvadora de M. determina su relación con la Iglesia. Ya muy pronto, aunque no se hizo explí­citamente hasta Ambrosio, M. fue entendida como prototipo ejemplar de la Iglesia, que en consecuencia ha sido entendida como imagen de M. (Lumen gentium, nº. 60-65). La ejemplaridad se realiza en la dimensión de la fecundidad maternal y de la integridad virginal. La maternidad de M. respecto de su Hijo Jesús se extiende en la tradición eclesiástica, particularmente en Agustí­n, a la maternidad espiritual respecto de todos los creyentes. Su virginidad se muestra en la total entrega a Dios. La Iglesia por su parte comunica por la predicación y el bautismo la salvación de Cristo. Así­ da a luz, por la gracia, al Hijo de Dios en los hombres, como dicen concretamente los mí­sticos medievales. Es virginal en cuanto permanece fiel en la fe, es decir, en la aceptación amorosa del Dios que se comunica por Cristo. La Iglesia vive pues marianamente, ya que contempla, aprehende y proclama la gracia de Cristo realizada en Marí­a.

En el siglo xii, en un escrito atribuido a Ambrosio, Berengario de Tours llamó a M. madre no sólo de los creyentes congregados en la Iglesia, sino también de la Iglesia misma. En una obra anónima, procedente de comienzos del siglo XIII, la relación madre-hijo entre M. y la Iglesia aparece bajo una doble perspectiva. Bajo un aspecto M. es la madre de la Iglesia; y bajo otro punto de vista la Iglesia es madre de M. El concilio Vaticano ii evitó el tí­tulo de “madre de la Iglesia”. En cambio, lo empleó el papa en la alocución final al término del tercer perí­odo de sesiones y en el sermón que siguió al cierre del concilio en la basí­lica de Santa Marí­a la Mayor. En la teologí­a anterior al concilio la fórmula no desempeñó un papel dominante, pero se empleó frecuentemente en la predicación y también en la teologí­a, sin darle una explicación precisa. En todo caso se trata de una imagen, de una comparación, que puede entenderse en un doble sentido, en correspondencia con un doble modo de entender la Iglesia. Cabe interpretar a ésta como la comunidad que precede a todo individuo. M. tiene con ella la relación de madre en cuanto dio la existencia y la vida a la cabeza determinante de la comunidad, y además en cuanto, con su intercesión fecunda, acompaña la vida de la comunidad. La Iglesia puede también entenderse, aunque menos afortunadamente, como la multiplicidad de los creyentes partitulares jerárquicamente ordenada. M. es madre de la Iglesia, entendida preferentemente bajo este aspecto individual, en cuanto aplica a los individuos su fecunda solicitud salví­fica (O. SEMMELROTH: LThK Vat I 338ss).

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Michael Schmaus

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

El papel importante que desempeña la madre de Jesús en la tradición cristiana quedó esbozado desde la revelación escrituraria. Si la primera generación cristiana centró su interés en el ministerio de Jesús, desde su bautismo hasta Pascua (Act 1,22; 10,37ss; 13,24ss), fue porque debí­a responder a lo más urgente de la misión apostólica. Era normal que los relatos sobre la infancia de Jesús aparecieran sólo tardí­amente; Marcos los ignora, contentándose con mencionar sólo dos veces a la madre de Jesús (Mc 3,31-35; 6,3). Mateo los conoce, pero los centra en José, el descendiente de David que recibe los mensajes celestiales (Mt 1,20s; 2,13. 20.22) y da el nombre de Jesús al hijo de la Virgen (1,18-25). Con Lucas sale Marí­a a plena luz; ella tiene en los orí­genes del Evangelio el primer papel con una verdadera personalidad; en los orí­genes de la Iglesia ella toma parte con los discí­pulos en la oración del Cenáculo (Act 1, 14). Finalmente, Juan encuadra la vida de Jesús entre dos escenas mariales (Jn 2,1-12; 19,25ss): en Caná, como en el Calvario, define Jesús con autoridad la función de Marí­a, primero como creyente, luego como madre de sus discí­pulos. Esta progresiva toma de conciencia de la misión de Marí­a no debe explicarse sencillamente por motivos psicológicos: refleja una inteligencia cada vez más profunda del misterio mismo de *Jesús, inseparable de la “*mujer” de la que habí­a querido nacer (Gál 4,4). Se pueden reunir en algunos tí­tulos los datos dispersos en el NT.

I. LA HIJA DE SIí“N. 1. Marí­a aparece en primer lugar semejante a sus contemporáneas. Como lo atestiguan las inscripciones de la época y las numerosas Marí­as del NT, su *nombre, llevado en otro tiempo por la hermana de Moisés (Ex 15,20), era corriente en la época de Jesús. En el arameo de entonces significa probablemente “princesa”, “señora”. Lucas, apoyándose en tradiciones de Palestina, presenta a Marí­a como una piadosa mujer judí­a, fielmente sumisa a la ley (Lc 2,22.27.39), expresando en los mismos términos del AT las respuestas que da el mensaje divino (1,38); su Magnificat en particular es una compilación de salmos y se inspira principalmente en el cántico de Ana (1,46-55; cf. 1Sa 2,1-10).

2. Pero, todaví­a según Lucas, Marí­a no es una mujer judí­a cualquiera. En las escenas de la anunciación y de la visitación (Lc 1,26-56) presenta a Marí­a como la hija de Sión, en el sentido que tení­a esta expresión en el AT: la personificación del *pueblo de Dios. El “regocí­jate” del ángel (1,28) no es una salutación corriente, sino evoca las *promesas de la venida del Señor a su ciudad santa (Sof 3,14-17; Zac 9,9). El tí­tulo “llena de gracia”, o colmada de favor, objeto por excelencia del amor divino, puede evocar a la esposa del Cañtar una de las figuras más tradicionales del pueblo elegido. Estos indicios literarios corresponden a la función que ejerce Marí­a en estas escenas: sólo ella recibe, en nombre de la *casa de Jacob, el anuncio de la salvación; ella lo acepta y hace así­ posible su cumplimiento. Finalmente, en su Magnificat rebasa pronto su gratitud personal (1,46-49) para prestar su voz a la raza de Abraham con reconocimiento y júbilo (1,50-55).

II. LA VIRGEN. 1. El hecho de la virginidad de Marí­a en la concepción de Jesús se afirma en dos tradiciones literarias independientes (Lc 1,26-38; Mt 1,18-23). Está confirmado por algunos testigos antiguos de Jn 1,13: “El, al que ni sangre ni carne, sino Dios engendró.” El hecho está, pues, testimoniado sólidamente ; su sentido está expresado claramente por Mateo que muestra en él el cumplimiento del oráculo (Is 7,14); Lucas puede referirse también a la misma profecí­a (Lc 1,31s).

2. ¿Quiso Marí­a esta virginidad? Su matrimonio con José exige a primera vista una respuesta negativa. Por otra parte es sabido que Israel no daba gran valor religioso a la *virginidad (Jue 11,37s). Lucas, sin embargo, ofrece otro dato. Al ángel que le anuncia su maternidad objeta Marí­a: “¿Cómo podrá ser esto, pues no conozco varón?” (Le 1,34). La frase es elí­ptica y ha recibido no pocas interpretaciones. La más tradicional, sostenida hoy por crí­ticos exigentes, es ésta: Marí­a es la esposa legal de José. Si en este matrimonio quiere tener relaciones conyugales normales (que la lengua bí­blica designa por la palabra “*conocer”, p. e., Gén 4,1), el anuncio de su maternidad no puede crearle ningún problema. José pertenece a la raza de David; su hijo puede ser el Mesí­as anunciado por el ángel. Entonces la pregunta de Marí­a carece de sentido. Pero su sustrato semí­tico permite otra traducción: “pues no quiero conocer varón”. Indica en la Virgen un propósito de virginidad. Esta decisión es sorprendente por parte de una joven esposa. Pero en la Palestina de entonces no era desusada la virginidad: los datos de los autores antiguos sobre el celibato de los esenios han hallado cierto apoyo en los descubrimientos de Qumrán. Por otra parte, la joven que querí­a guardar virginidad, difí­cilmente podí­a rechazar un matrimonio impuesto por su padre. Todo bien mirado, el texto es favorable a la voluntad de virginidad de Marí­a.

3. Entonces ¿qué sentido da Marí­a a esta virginidad? Entre los esenios de entonces el celibato se inspira ante todo en una preocupación de *pureza legal; significa la abstención de una contaminación fí­sica. Marí­a no expresa sus motivos, pero todo lo que Lucas deja entrever de su alma supone motivos más elevados y más positivos de su virginidad. Por medio del ángel la trata Dios de “muy amada”. Marí­a quiere ser su “sierva”, con la nobleza que da a esta palabra la lengua bí­blica (Le 1,38). Su virginidad parece así­ una consagración, un don de amor exclusivo al Señor. Por lo demás, se ve ya esbozada en el AT. En efecto, si bien éste ignora la virginidad religiosa, no cesa de exigir el *amor exclusivo de los fieles al Señor (Dt 6,5); Marí­a, reservándose enteramente a él, responde al llamamiento de los profetas (Oseas, Jeremí­as, Ezequiel…), de los salmos (Sal 16; 23; 42; 63; 84) y del Cantar de los cantares.

4. La mención de los “hermanos de Jesús” (Me 3,31 p; 6,3 p; Jn 7,3; Act 1,14; lCor 9,5; Gál 1,19) ha inducido a diversos crí­ticos suponer que Marí­a no habí­a guardado lá virginidad después del nacimiento de Jesús. Esta opinión se opone a la voluntad de virginidad de Marí­a y está en contradicción con la tradición que no conoció nunca otro hijo de Marí­a. En cuanto a la expresión que crea la dificultad, es sabido que en el mundo semí­tico se da el nombre de *hermano a los parientes próximos y a los aliados.

III. LA MADRE. A todos los niveles de la tradición evangélica es Marí­a ante todo “la madre de Jesús”. Diversos textos la designan sencillamente con este tí­tulo (Mc 3,31s p; Le 2,48; Jn 2,1-12; 19,25s). Con él se define toda su función en la obra de la salvación.

1. Esta maternidad es voluntaria. El relato de la anunciación lo pone claramente de relieve (Lc 1,26-38). Ante la *vocación inesperada que anuncia el ángel a Marí­a, la presenta Lucas preocupada por ver claro: ¿cómo conciliar este nuevo llamamiento de Dios con el llamamiento a la virginidad que ha oí­do ya anteriormente? El ángel le revela que una concepción virginal permitirá responder a la vez a los dos llamamientos. Marí­a, completamente iluminada, acepta; es la sierva del Señor, como fueron sus siervos Abraham, Moisés y los profetas; su *servicio, como el de ellos, y todaví­a más, es libertad.

2. Cuando Marí­a da a luz a Jesús, su quehacer, como el de todas las *madres, no hace sino comenzar. Tiene que educar a Jesús. Con José, que comparte sus responsabilidades, lleva al niño al templo para presentarlo al Señor, para expresar la oblación de que todaví­a es incapaz su conciencia humana. Recibe de Simeón, en su lugar, el anuncio de su *misión (Lc 2,29-32.34s). Finalmente, acoge la “sumisión” de que daba prueba para con sus padres durante el tiempo de su *crecimiento (2,51s).

3. Marí­a no es menos madre cuando llega Jesús a la edad adulta. Se halla junto a su hijo en los momentos de separaciones dolorosas (Mc 3,21.31; Jn 19,25ss). Pero su quehacer adopta entonces nueva forma. Lucas y Juan lo dan a entender en las dos etapas mayores del desarrollo de Jesús. A los doce años, israelita con pleno derecho, proclama Jesús a sus padres de la tierra que debe ante todo entregarse al culto de su Padre celestial (Lc 2,49). Cuando inicia su misión en Caná, sus palabras a Marí­a: “Mujér, déjame” (Jn 2,4) no son tanto las de un hijo cuanto lás del responsable del reino; así­ reivindica su independencia de enviado de Dios. En adelante la madre desaparece tras la creyente (cf. Mc 3,32-35 p; Le 11,27s).

4. Este desasimiento se consuma en la cruz. Simeón, al descubrir a Marí­a la suerte de Jesús, le habí­a anunciado la espada que habí­a de atravesar su alma y unirla al sacrificio redentor (Le 2,34s). Este consuma su maternidad, como lo muestra Juan en una escena en que cada rasgo es significativo (Jn 19,25ss). Marí­a está en pie junto a la cruz. Jesús le dirige todaví­a el solemne “mujer” que indica su autoridad de señor del reino. Mostrando a su madre el discí­pulo presente: “He aquí­ a tu hijo”, la llama Jesús a una nueva maternidad, que en adelante será su papel en el pueblo de Dios. Quizá quiso Lucas insinuar esta misión de Marí­a en la Iglesia mostrándola en oración con los doce en espera del Espí­ritu (Act 1,14); por lo menos esta maternidad universal responde a su idea que vio en Marí­a la personificación del pueblo de Dios, la hija de Sión (Lc 1, 26-55).

IV. LA PRIMERA CREYENTE. LOS evangelistas, lejos de hacer consistir la grandeza de Marí­a en luces excepcionales, la muestran en su *fe, sometida a las mismas oscuridades, al mismo proceso que el más humilde de los fieles.

1. La revelación hecha a Marí­a. Desde la anunciación se ofrece Jesús a Marí­a como objeto de su fe, fe que es iluminada por mensajes enraizados en los oráculos del AT. El niño se llamará *Jesús, será hijo del Altí­simo, hijo de David, el *rey de Israel, el Mesí­as anunciado. En la presentación en el templo oye Marí­a aplicar a su Hijo los oráculos del siervo de Dios: luz de las naciones y signo de contradicción. A estas pocas palabras explí­citas hay que añadir, aunque los textos no lo dicen, que Marí­a experimenta en sí­ misma la vida de un niño que es el Mesí­as, presencia que se dilata en el silencio y en la pobreza. Y cuando Jesús habla a su madre, le habla con palabras que tienen el tono abrupto de los oráculos proféticos; Marí­a debe reconocer en ellas la independencia y la autoridad de su hijo, la superioridad de la fe sobre la maternidad carnal.

2. La fidelidad de Marí­a. Lucas puso empeño en anotar las reacciones de Marí­a ante lás revelaciones divinas: su turbación (Le 1,29), su dificultad (1,34), su asombro ante el oráculo de Simeón (2,33), su incomprensión de la palabra de Jesús en el templo (2,50). En presencia de un *misterio que rebasa todaví­a su inteligencia, reflexiona sobre el mensaje (1,29; 2,33), piensa sin cesar en el acontecimiento misterioso, conservando sus recuerdos, meditándolos en su corazón (2,19.51).

Atenta a la *palabra de Dios, la acoge, aun cuando trastorne sus proyectos y haya de sumir a José en la ansiedad (Mt 1,19s). Sus respuestas a los llamamientos divinos, visitación, presentación de Jesús en el templo, son otros tantos actos por los que Jesús obra a través de su madre : santifica al Precursor, se ofrece a su Padre. Marí­a, creyente y fiel, lo es en silencio cuando su Hijo entra en la vida pública ; y así­ permanece hasta la cruz.

3. El Magní­ficat. En el .cántico de Marí­a transmite Lucas una tradición palestinense que conservó no tanto las palabras de Marí­a cuanto el sentido de su oración, modelo de la del pueblo de Dios. Según la forma clásica de un salmo de acción de gracias y sirviéndose de los temas tradicionales del salterio, celebra Marí­a un hecho nuevo: el reino está presente. Aquí­ se muestra Marí­a totalmente al servicio del pueblo de Dios. En ella y por ella se ha anunciado la salvación, se cumple la promesa; en su propia *pobreza se realiza el misterio de las *bienaventuranzas. La fe de Marí­a es la misma del pueblo de Dios: una fe humilde que se ahonda sin cesar a través de las oscuridades y de las pruebas, por la meditación de la salvación, por el servicio generoso que ilumina poco a poco la mirada del fiel (Jn 3,21; 7,17; 8,31s). En razón de esta fe, atenta a guardar la palabra de Dios, Jesús mismo proclamó bienaventurada a la que le habí­a llevado en sus entrañas (Lc 11,27s).

V. MARíA Y LA IGLESIA. 1. La virgen. Marí­a, creyente tipo, llamada a la salvación en la fe por la gracia de Dios, rescatada por el sacrificio de su Hijo como todos los miembros de nuestra raza, ocupa, sin embargo, un puesto aparte en la Iglesia. En ella vemos el misterio de la Iglesia vivido en su plenitud por un alma que acoge la palabra divina con toda su fe. La Iglesia es la *esposa de Cristo (Ef 5,32), una esposa virgen (cf. Ap 21,2), a la que Cristo mismo santificó purificándola (Ef 5,25ss). Toda alma cristiana, participando en esta vocación, “se desposa con Cristo como una virgen pura” (2Cor 11, 2). Ahora bien, la fidelidad de la Iglesia a este llamamiento divino se transparenta primeramente en Marí­a, y esto en la forma más perfecta. Es todo el sentido de la *virginidad, a la que Dios la ha invitado y que su maternidad no ha disminuido, sino consagrado. En ella se revela así­ al nivel de la historia la existencia de esta Iglesia Virgen, que con su actitud adopta la posición opuesta a la de Eva (cf. 2Cor 11,3).

2. La Madre. Además, respecto a Jesús se halla Marí­a en ena situación especial que no pertenece a ningún otro miembro de la Iglesia. Es la *madre; es el punto de la humanidad en que se realiza el parto del Hijo de Dios. Esta función es la que permite asimilarla a la Hija de Sión (Sof 3,14; cf. Lc 1,28), a la nueva *Jerusalén, en su función materna. Si la nueva humanidad es comparable a la *mujer, cuyo primogénito es Cristo cabeza (Ap 12,5), ¿se podrá olvidar que tal misterio se cumplió concretamente en Marí­a, que esta mujer y esta madre no es un puro sí­mbolo, sino que gracias a Marí­a ha tenido una existencia personal? Todaví­a en este punto, el nexo de Marí­a y de la Iglesia se afirma con tal fuerza que, tras la mujer arrebatada por Dios a los ataques de la serpiente (Ap 12,13-16), contrapartida de Eva engañada por la misma serpiente (2Cor 11,3; Gén 3,13), se perfila Marí­a al mismo tiempo que la Iglesia, puesto que tal fue su misión en el designio de la salvación. Por eso la tradición ha visto con toda razón en Marí­a y en la Iglesia, conjuntamente, a la “nueva Eva”, así­ como Jesús es el “nuevo *Adán”.

3. El misterio de Marí­a. Por esta conexión con el misterio de la Iglesia es como mejor se ilumina el misterio de Marí­a, a la luz de la Escritura. El primero revela a las claras lo que en el segundo se vivió en forma oculta. Por los dos lados hay un misterio de virginidad, misterio nupcial en que Dios es el esposo; por los dos lados un misterio de maternidad y de filiación en que está en acción el Espí­ritu Santo (Lc 1,35; Mt 1,20; cf. Rom 8,15), primero frente a Cristo (Lc 1,31; Ap 12,5), luego frente a miembros de su cuerpo (Jn 19,26s; Ap 12,17). El misterio de la virginidad implica una pureza total, fruto de ,la gracia de Cristo que afecta al ser en su raí­z, haciéndolo “santo e inmaculado” (Ef 5,27): aquí­ es donde se manifiesta el sentido de la concepción inmaculada de Marí­a. El misterio de la maternidad implica una unión total con el misterio de Jesús, en su vida terrena hasta la prueba y la cruz (Lc 2,35; Jn 19,25s; cf. Ap 12,13), en su gloria hasta la participación en su resurrección (cf. Ap 21): tal es el sentido de la asunción de Marí­a. Inmaculada concepción y asunción: estos dos términos de la vida de Marí­a, de los que la Escritura no habla explí­citamente, se transparentan, sin embargo, en su evocación del misterio de la Iglesia, hasta tal punto que la fe de la Iglesia ha podido descubrirlos. No ya que se trate de elevar a Marí­a hasta el nivel de Jesús, como mediadora junto al mediador… La que fue “colmada de gracia” por parte de Dios (Lc 1,28) se mantiene en el plano de los miembros de la Iglesia, “colmados de gracia en su amado” (Ef 1,6). Pero por medio de ella fue como el Hijo de Dios, *mediador único, se hizo hermano de todos los hombres y estableció su enlace orgánico con ellos, así­ como tampoco lo alcanzan sin pasar por la Iglesia, que es su cuerpo (Col 1,18). La actitud de los cristianos frente a Marí­a está determinada por este hecho fundamental. Por eso esta actitud está en relación tan estrecha con su actitud frente a la Iglesia, su Madre (cf. Sal 87,5; Jn 19,27).

-> Iglesia – Mujer – Madre – Virginidad.

LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teologí­a Bí­blica, Herder, Barcelona, 2001

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas

Este nombre aparece como María o Mariam en el NT, ambas formas helenizadas del nombre heb. Miriam, que aparece en la LXX como Mariam (empleado allí para la hermana de Moisés). Existe una tenue posibilidad de que derive del egp. Maryē, ‘amada’ (pero véase A. H. Gardiner, JAOS 56, 1936, pp. 194–197).

[1. La hija de Amram y Jocabeb, y hermana de Aarón y Moisés (Nm. 26.59). Se piensa generalmente que fue ella quien vigiló al niño Moisés en el carrizal, y que propuso a su propia madre como nodriza. El término “profetisa” se utilizó para describirla porque ella dirigió a las mujeres en la música, en las danzas, y en el canto de un himno de alabanza para celebrar el cruce del mar Rojo (Ex. 15.20s).

María y Aarón se rebelaron contra Moisés, supuestamente en razón de su casamiento con la mujer cusita, pero en realidad porque estaban celosos de su posición. El juicio divino cayó sobre María y quedó leprosa, por lo que Moisés intercedió por ella y fue sanada, pero fue excluida del campamento por siete días (Nm. 12). Murió en Cades y fue sepultada allí (Nm. 20.1). En la Biblia no se menciona su casamiento, pero la tradición rabínica la menciona como esposa de Caleb y madre de Hur.

2. En su genealogía el Cronista menciona a una María entre los hijos de Esdras, de la tribu de Judá (1 Cr. 4.17).

M.B.]

En el NT es el nombre de las siguientes personas:

3. María, la madre del Señor. Nuestra información sobre la madre de Jesús se limita principalmente a los relatos de su infancia en Mt. y Lc. Allí vemos que cuando se produjo la anunciación angelical del nacimiento de Jesús, María vivía en Nazaret, Galilea, y estaba comprometida con un carpintero llamado José (Lc. 1.26s). Lucas nos dice que José era descendiente de David (ibid.), y aunque no se menciona el linaje de María, es posible que proviniese de la misma línea de descendencia, particularmente si, como parece probable, debe trazarse la *genealogía de Cristo en Lc. 3 a través de su madre. Se describe la concepción de Jesús como “del Espíritu Santo” (Mt. 1.18; cf. Lc. 1.35), y se nos dice que su nacimiento tuvo lugar en Belén al final del reinado de Herodes el Grande (Mt. 2.1; Lc. 1.5; 2.4). (* Nacimient virginal).

Tanto en Mt. 2.23 como en Lc. 2.39 se describe que después del nacimiento la sagrada familia vivió en Nazaret. Sólo Mateo menciona la huida a Egipto, donde José, María, y el niño se refugiaron de la ira y los celos de Herodes. Lucas narra la visita de María a su prima Elizabet, quien la saludó como “la madre de mi Señor” con las palabras “bendita tú entre las mujeres” (1.42s). Lucas también incluye el cántico de alabanza de María (1.46–55, en el que algunos antiguos testigos leen “Elisabet” por “María” como el nombre de la persona que habla; * Magnificat). Lucas (2.41–51) nos da una sola, pero a la vez atractiva, visión de la niñez de Jesús, y nos transmite las naturales palabras de ansiedad de su madre cuando descubre que su hijo se ha extraviado (v. 48), y la conocida respuesta: “¿No sabíais que en los negocios de mi Padre me es necesario estar?” (v. 49).

El resto de las referencias a María en los evangelios son escasas y relativamente poco informativas. Aparentemente no acompañó a nuestro Señor en sus viajes misioneros, aunque estuvo junto a él en las bodas de Caná (Jn. 2.1ss). El reproche que le formuló Jesús en esa ocasión, “Qué tienes conmigo, mujer?” (v. 4) expresa más sorpresa que dureza (cf. Lc. 2.49, al igual que el tierno uso de la misma palabra gynai, ‘mujer’, en Jn. 19.26; véase también Mr. 3.31ss, pasaje en el que el Señor coloca la fidelidad espiritual por encima de la relación familiar; con el vv. 35 cf. Lc. 11.27s). Finalmente, encontramos a María al pie de la cruz (Jn. 19.25), ocasión en que ella y el discípulo amado reciben de nuestro Señor el encargo de cuidarse mutuamente (vv. 26–27). La única otra referencia explícita a María en el NT se encuentra en Hch. 1.14, donde se dice que junto con los discípulos “perseveraban unánimes en oración y ruego”.

La breve descripción neotestamentaria de María y su relación con nuestro Señor dejan muchos huecos en el relato, que las leyendas piadosas no han demorado en llenar. Pero no podemos llevar los registros del evangelio más allá de su límite histórico, lo cual significa que debemos conformarnos, por lo menos, con contemplar la humildad y la obediencia de María, y su obvia devoción para con Jesús. Y dado que era la madre del Hijo de Dios, no podemos decir de ella menos de lo que dijo su prima Elizabet, que es “bendita entre las mujeres .

Bibliografía. °R. E. Brown, María en el Nuevo Testamento, 1982; S. Benko, Los evangélicos, los católicos y la virgen María, 1981; A. George, “María”, °EBDM, t(t). IV, cols. 1308–1334; H. R. Bertsson, Creemos en María, 1974; B. Schlink, María, el camino de la madre del Señor, 1978; K. H. Schelkle, Teología del Nuevo Testamento, 1978, t(t). IV, pp. 316–925.

J. de Satgé, Mary and the Christian Gospel, 1976; R. E. Brown (eds.), Mary, 1977; J. McHugh, The Mother of Jesus in the New Testament, 1975.

4. María, hermana de Marta. Se la menciona por nombre solamente en Lc. y Jn. En Lc. 10.38–42 vemos que después del regreso de los Setenta Jesús entró en “una aldea” (posteriormente identificada en Jn. 11.1 como Betania, alrededor de 2 km al E de la cima del monte de los Olivos) en la que *Marta, que tenía una hermana llamada María, la recibio en su casa. En el relato subsiguiente el Señor reprocha a Marta por quejarse de su hermana María, que escuchaba su “palabra” en lugar de ayudarla en el trabajo.

Jn. 11 describe la reunión en Betania entre Jesús y las hermanas Marta y María, en ocasión de la muerte de Lázaro, su hermano. En este caso se describe a María (v. 2) como la que “ungió al Señor con perfume y le enjugó los pies con sus cabellos”; y después que Jesús resucita a Lázaro (11.43s) leemos casi inmediatamente acerca de dicho ungimiento (12.1ss).

Los cuatro evangelios narran el ungimiento de Jesús por parte de una mujer (Mt. 26.6–13; Mr. 14.3–9; Lc. 7.37–50; Jn. 12.1–8). Lo difícil es decidir si estos cuatro relatos se refieren a la misma ocasión, y en caso contrario si intervino más de una mujer. Mateo y Marcos más o menos concuerdan en sus versiones; Lucas difiere ampliamente (en particular cuando ubica el acontecimiento en Galilea durante la prisión de Juan el Bautista, en lugar de Betania poco antes de la muerte de Jesús); el relato joanino es independiente de los otros tres. Solamente Juan nombra a la mujer; y como ya hemos visto, la identifica claramente como María, hermana de Marta. Sólo Lucas añade que la mujer era “pecadora” (7.37); Mateo y Marcos colocan la escena específicamente “en la casa de Simón el leproso”; Mateo y Marcos concuerdan, en oposición a Lucas y Juan, en que fue la cabeza y no los pies de Jesús lo que ungió la mujer.

De diversas formas se ha tratado de resolver estas diferencias. Se ha sugerido que Lucas describe una ocasión diferente, pero que es la misma mujer la que lleva a cabo el ungimiento. El problema con este punto de vista (que en su mayor parte se adoptó en la iglesia latina) es la descripción anterior de “pecadora” para la piadosa María de Betania. Fue esta atribución, por cierto, junto con la ausencia de mayor información, lo que llevó a eruditos medievales a identificar a la mujer pecadora que menciona Lucas con María Magdalena (para lo cual véase inf. “María Magdalena”), y a la Magdalena misma, por la confusión adicional que hemos hecho notar, con María de Betania. Y, sin embargo, Juan no podía ignorar la identidad real de las dos Marías, o haberse conformado con confundir a sus lectores. En realidad no hay justificación alguna para identificar a María de Betania con María Madalena; y tampoco, por cierto, para asociar a ninguna de las dos con la mujer pecadora de Lc. 7.

El segundo punto de vista principal es que hubo dos ungimientos de nuestro Señor durante su ministerio terrenal, uno de ellos llevado a cabo por una pecadora penitente de Galilea, y el otro por María de Betania. En este caso la descripción de María en Jn. 11.2, como la que “ungió al Señor”, constituye una referencia de probabilidad. La única dificultad que surge en relación con esta opinión es la repetición de lo que de otra manera Jesús evidentemente considera una acción única, cuyo carácter singular claramente intenta subrayar por medio de su aprobación (Mt. 26.13; Mr. 14.9). Parecería que esta interpretación es la más satisfactoria de todas, sin embargo, y la que resuelve más problemas que los que plantea. Orígenes sugirió que por los menos hubo tres ungimientos, en los que tomaron parte ya sea dos o tres personas diferentes. Se ha reconocido la acción de María como una expresión espontánea de devoción a Jesús, que tanto en su carácter como en la oportunidad en que fue realizada anticipa su muerte, y, por lo tanto, está relacionada con ella.

5. María Magdalena. Este nombre probablemente deriva de la ciudad galilea de *Magdala. Su aparición anterior al relato de la pasión está limitada a Lc. 8.2, donde vemos que entre las mujeres que habían sido curadas de posesión por espíritus malignos y que acompañaron al Señor y sus discípulos durante su ministerio evangelístico, se encontraba “María Magdalena, de la que habían salido siete demonios” (cf. Mr. 16.9, en el final más largo).

No es posible, al menos tomando como base los elementos bíblicos, limitar la enfermedad de la que fue curada María a una sola esfera: física, mental, o moral. Esta es otra razón más para que nos resistamos a identificar a María Magdalena con la “mujer pecadora” de Lc. 7 (véase sup., bajo 2). Si Lucas hubiera sabido que la María del cap(s). 8 era la misma persona que la pecadora del cap(s). 7, ¿acaso no hubiera hecho explícita la relación?

María vuelve a aparecer en la escena de la crucifixión, en compañía de las otras mujeres que fueron con nuestro Señor desde Galilea (véase inf., bajo 6). En el relato joanino de la resurrección vemos que el Señor aparece solamente a María. La versión de Marcos, con el final más largo, es breve y no está arreglada cronológicamente. Pequeñas diferencias se producen en los relatos de la llegada de las mujeres a la tumba. María parte junto con las demás (Mt. 28.1; Mr. 16.1), pero aparentemente se adelanta a sus compañeras y llega primero a la tumba (Jn. 20.1). Luego le cuenta a Pedro y al discípulo amado lo que ha ocurrido (Jn. 20.2), y allí se le unen las otras mujeres (Lc. 24.10). Vuelve con Pedro y el discípulo amado a la tumba, y se queda llorando allí después que los demás se han ido (Jn. 20.11). Es entonces cuando ve a los dos ángeles (v. 12), y finalmente, al mismo Cristo resucitado (v. 14), quien le dirige su famosa admonición de no tocarlo (v. 17). Resulta claro que la relación de María con su Señor, después de la resurrección, ha de ser de otro tipo, y que habrá de continuar en otra dimensión.

6. María la madre de Jacobo; “la otra María”, María “de *Cleofas”. Es muy probable que estos tres nombres se refieran todos a la misma persona. María, la madre de Jacobo y José, aparece junto a María Magdalena entre las mujeres que acompañaron a nuestro Señor Jesucristo a Jerusalén y estuvieron presentes durante la crucifixión (Mt. 27.55s). Cuando se describe a María Magdalena y a “la otra María” inmediatamente después (v. 61), “sentadas delante del sepulcro” luego de haber sido sepultado el Señor, parecería probable que se trata de una referencia a la misma María, la madre de Jacobo. Nuevamente aparece “la otra María” con María Magdalena en la mañana de la resurrección (Mt. 28.1).

De los otros escritores sinópticos obtenemos detalles adicionales. Marcos se refiere a ella (15.40) como “María la madre de Jacobo el menor y de José”, que estaba presente en la crucifixión en compañía de María Magdalena y Salomé. En Mr. 15.47 se le llama Maria hē Iōsētos, y en 16.1 vuelve a aparecer (como “María la madre de Jacobo”), junto con Salomé y María Magdalena, como una de las que llevaron especias a la tumba la mañana de la resurrección para ungir el cuerpo de Jesús. Lucas añade (24.10) que Juana, al igual que María Magdalena y María la madre de Jacobo, se encontraba entre las mujeres que habían presenciado la pasión de Cristo e informaron a los apóstoles sobre los hechos de la resurrección.

Juan utiliza el término descriptivo Klōpa (“de cleofas”) para esta María cuando anota (19.25) que al pie de la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María “mujer de Cleofas”, y María Magdalena. Parecería correcto trad. el genitivo Klōpa como “(mujer) de Cleofas”, antes que “(hija) de Cleofas”. Si juzgamos, entonces, sobre la base de la lista que ofrece Mr. 15.40, y que ya hemos mencionado, parecería bastante claro que María de Cleofas (con el permiso de Jerónimo) es la misma persona que María de Jacobo. Hegesipo nos dice (véase Eus., HE 3.11) que *Cleofas (°bj “Clopás”) era hermano de José, el esposo de la virgen María. (El “Cleofas” de Lc. 24.18 es un nombre diferente.)

7. María madre de Marcos. La única referencia neotestamentaria a esta María aparece en Hch. 12.12. Después que Pedro fue liberado de la prisión (12.6ss), es a su casa en Jerusalén, evidentemente lugar de reunión de los cristianos, adonde se dirige primero. Dado que se describe a *Marcos como primo de Bernabé (Col. 4.10), evidentemente Bernabé era sobrino de María.

8. La María a quien Pablo mandó saludos. Su nombre aparece entre las 24 personas cuya lista podemos ver en Ro. 16, a los que Pablo envía salutaciones (v. 6). Allí se la describe como una “que ha trabajado mucho” en (o para) la iglesia. Aparte de esto nada conocemos de ella.

S.S.S.

Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico

La Bienaventurada Virgen María es la madre de Jesucristo, la madre de Dios. En general, la teología y la historia de María, la Madre de Dios, siguen el orden cronológico de sus fuentes respectivas, es decir, el Antiguo Testamento, el Nuevo Testamento, los primeros cristianos y los testigos judíos.

Contenido

  • 1 MARÍA EN EL ANTIGUO TESTAMENTO
    • 1.1 Profecías
    • 1.2 Tipos y figuras de María en el Antiguo Testamento
  • 2 MARÍA EN EL NUEVO TESTAMENTO
    • 2.1 María en los Evangelios
      • 2.1.1 María antes del Nacimiento de Jesús
      • 2.1.2 María durante la vida oculta de Nuestro Señor
      • 2.1.3 María durante la vida pública de Jesús
      • 2.1.4 María después de la Resurrección de Nuestro Señor
    • 2.2 María en otros Libros del Nuevo Testamento
  • 3 MARÍA EN LOS PRIMEROS DOCUMENTOS CRISTIANOS
  • 4 VIDA DE MARÍA DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
  • 5 ACTITUD DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS HACIA LA MADRE DE DIOS
  • 6 Notas
  • 7 Enlaces internos
  • 8 Dogmas Marianos
  • 9 Papas
  • 10 Oraciones Marianas
  • 11 Corazón de María Corazón de la Iglesia
  • 12 Cantos e himnos a la Virgen María en christusrex
  • 13 Punto de Vista de Alejandro Bermúdez, Director de Aci Prensa y del Grupo ACI
  • 14 María en la Divina Liturgia Ortodoxa

MARÍA EN EL ANTIGUO TESTAMENTO

El Antiguo Testamento se refiere a Nuestra Señora tanto en sus profecías como en sus tipos o figuras.

Profecías

Génesis 3,15: La primera profecía referente a María se encuentra en el mismo comienzo del Libro del Génesis: “Enemistad pondré entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje; él te pisará la cabeza mientras acechas tú su calcañar.” Esta versión parece diferir en dos aspectos del texto hebreo original:

(1) En primer lugar, el texto hebreo emplea el mismo verbo para las dos variantes “ella te aplastará” y “tú estarás al acecho”; los Setenta traduce el verbo en ambos casos por terein, estar al acecho; Aquila, Símaco y los traductores sirios y samaritanos traducen el verbo hebreo por expresiones que significan aplastar, magullar; la Itala traduce el terein utilizado en los Setenta con el término latino servare, vigilar; San Jerónimo [1] afirma que el verbo hebreo tiene el significado de “aplastar” o “magullar en lugar de “estar al acecho”, “vigilar”. Sin embargo en su propia obra, que se convirtió en la Vulgata latina, el santo emplea el término “aplastar” (conterere|) en el primer lugar, y “estar al acecho” (insidiari) en el segundo. Por tanto el castigo infligido a la serpiente y la venganza de ésta están expresadas con el mismo verbo: pero la herida sufrida por la serpiente es mortal, ya que afecta a su cabeza, mientras que la herida causada por ella no es mortal, ya que es infligida en el talón.

(2) El segundo punto de diferencia entre el texto hebreo y nuestra versión se refiere al agente que va a infligir la herida mortal a la serpiente: nuestra versión coincide con el texto actual de la Vulgata en traducir “ella” (ipsa) que se refiere a la mujer, mientras que el texto hebreo traduce hu´ (autos, ipse) que se refiere a la descendencia de la mujer. Según nuestra versión y la traducción de la Vulgata, será la mujer quien obtenga la victoria; según el texto hebreo, ella vencerá a través de su descendencia. Es en este sentido en el que la Bula ” Ineffabilis” le atribuye la victoria a Nuestra Señora. La variante “ella” (ipsa) no es ni una corrupción intencionada del texto original ni un error accidental, sino que es una versión explicativa que expresa explícitamente el hecho de la participación de Nuestra Señora en la victoria sobre la serpiente, que está contenida implícitamente en el original hebreo. La fuerza de la tradición cristiana referente a la participación de María en esta victoria puede deducirse del hecho de que San Jerónimo mantuviera “ella” en su versión a pesar de su familiaridad con el texto original y con la traducción “él” (ipse) en la antigua versión latina.

Dado que se admite comúnmente que el juicio divino se dirige no tanto contra la serpiente como contra el causante del pecado, la descendencia de la serpiente hace referencia a los seguidores de la serpiente, la “progenie de víboras”, la “generación de víboras”, aquellos cuyo padre es el diablo, los hijos del mal, imitando, non nascendo ( Agustín) [2]. Uno puede sentir la tentación de comprender la descendencia de la mujer en un sentido colectivo análogo, que abarca a todos los nacidos de Dios. Pero descendencia puede denotar no sólo a una persona en particular, sino que generalmente tiene dicho significado, si el contexto lo permite. San Pablo ( Gál. 3,16) da esta explicación de la palabra “descendencia” tal como aparece en las promesas de los patriarcas: “Las promesas se le hicieron a Abraham y a su descendencia. El no dijo, a sus descendientes, como muchos; sino como uno, a su descendencia, el cual es Cristo.” Finalmente la expresión “la mujer” en la frase “Pondré enemistad entre ti y la mujer” es una traducción literal del texto hebreo. La “Gramática Hebrea” de Gesenius-Kautzsch [3] establece la norma: es un rasgo peculiar del hebreo el uso del artículo para indicar una persona o cosa todavía desconocida o que todavía está por describir con claridad, ya se encuentre presente o tenga que considerarse bajo las condiciones del contexto. Dado que nuestro artículo indefinido cumple este propósito, se podría traducir: “Pondré enemistad entre ti y una mujer”. Por tanto la profecía promete una mujer, Nuestra Señora, que será la enemiga de la serpiente en un grado sobresaliente; además, la misma mujer saldrá vencedora sobre el diablo, al menos a través de su descendencia. Se enfatiza la plenitud de la victoria con la frase contextual “comerás tierra”, que es, según Winckler [4], una expresión oriental antigua y común que denota la máxima humillación [5].

Isaías 7,1,17: La segunda profecía referente a María se encuentra en Isaías 7,1-17. Los críticos se han empeñado en representar este pasaje como una combinación de sucesos y palabras de la vida del profeta escritos por un autor desconocido [6]. La credibilidad del contenido no resulta necesariamente afectada por esta teoría, ya que las tradiciones proféticas pueden quedar registradas por cualquier escritor sin perder por ello su credibilidad. Pero incluso Duhm considera la teoría como un intento aparente por parte de los críticos de averiguar hasta dónde están dispuestos a aguantar pacientemente los lectores; opina que es una verdadera desgracia para la crítica en cuanto tal el que haya encontrado un mero compendio en un pasaje que describe tan gráficamente la hora del nacimiento de la fe.

Según 2 Reyes 16,1-4, y 2 Crón. 27,1-8, Ajaz, que comenzó su reinado en el 736 a.C., profesaba abiertamente la idolatría, de forma que Dios lo dejó a merced de los reyes de Siria e Israel. Al parecer se había establecido una alianza entre Pecaj, rey de Israel, y Rasín, rey de Damasco, con el propósito de ofrecer resistencia a las agresiones asirias. Ajaz, quien apreciaba las inclinaciones asirias, no se unió a la coalición; los aliados invadieron su territorio, con la intención de sustituir a Ajaz por un gobernante más complaciente, un cierto hijo de Tabeel. Mientras Rasín estaba ocupado en reconquistar la ciudad costera de Elat, Pecaj procedió en solitario contra Judá, “pero no pudieron prevalecer”. Una vez Elat hubo caído, Rasín unió sus fuerzas a las de Pecaj; “Siria y Efraím se habían confederado” y “tembló su corazón (de Ajaz) y el corazón del pueblo, como tiemblan los árboles del monte a impulsos del viento”. Había que hacer preparativos inmediatos para un asedio prolongado, y Ajaz se encontraba intensamente ocupado en las proximidades de la piscina superior, de la cual recibía la ciudad la mayor parte de su suministro de agua. De ahí que Dios le diga a Isaías: “Sal luego al encuentro de Ajaz … al final del caño de la alberca superior”. El encargo del profeta es de naturaleza extremadamente consoladora: “Mira bien no te inquietes, no temas nada y ten firme corazón ante esos dos cabos de tizones humeantes”. El plan de los enemigos no tendrá éxito: “no aguantará y esto no sucederá”. ¿Cuál será el destino concreto de los enemigos?

• Siria no ganará nada, permanecerá como había estado en el pasado: ” la cabeza de Siria es Damasco, y la cabeza de Damasco es Rasín.”
• Efraím también permanecerá en el futuro inmediato como había estado hasta ese momento: “la cabeza de Efraím es Samaria, y la cabeza de Samaria el hijo de Romelia”; pero al cabo de sesenta y cinco años será destruida, ” dentro de sesenta y cinco años Efraím habrá dejado de ser pueblo”.

Ajaz había abandonado al Señor por Moloc, y había depositado su confianza en una alianza con Asiria; de ahí la profecía condicional referente a Judá “si no crees, no continuarás”. Inmediatamente sigue la prueba de fe: “Pide para ti una señal de Yahveh tu Dios, en lo profundo del seol o en lo más alto.” Ajaz responde con hipocresía: “No la pediré, no tentaré a Yahveh”, negándose así a expresar su fe en Dios y prefiriendo la política asiria. El rey prefiere a Asiria antes que a Dios, y Asiria vendrá sobre él: “Yahveh atraerá sobre ti y sobre tu pueblo y sobre la casa de tu padre, días cuales no hubo desde aquel en que se apartó Efraín de Judá (el rey de Asur)”. La casa de David había ofendido no sólo a los hombres, sino también a Dios con su incredulidad; por ello, “no continuará”, y, por una ironía del castigo divino, será destruida por aquellas mismas gentes a las que prefirió antes que a Dios.

Sin embargo, las promesas mesiánicas generales hechas a la casa de David no pueden frustrarse: “El Señor mismo va a daros una señal. He aquí que una doncella está encinta y va a dar a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel. Cuajada y miel comerá hasta que sepa rehusar lo malo y elegir lo bueno. Porque antes que sepa el niño rehusar lo malo y elegir lo bueno, será abandonado el territorio cuyos dos reyes te dan miedo.” Dejando de lado una serie de preguntas relacionadas con la explicación de la profecía, debemos limitarnos aquí a la prueba evidente de que la virgen mencionada por el profeta es María, la Madre de Cristo. La argumentación se basa en las premisas de que la virgen mencionada por el profeta es la madre de Emmanuel, y que Emmanuel es Cristo. La relación de la virgen con Emmanuel está claramente expresada en las palabras inspiradas; las mismas indican, asimismo, la identidad de Emmanuel con Cristo.

La relación de Emmanuel con la señal divina extraordinaria que iba a ser concedida a Ajaz nos predispone a ver en la criatura alguien más que un niño corriente. En 8:8, el profeta le atribuye la propiedad de la tierra de Judá: “Y la envergadura de sus alas abarcará la anchura de tu tierra, Emmanuel.” En 9:6, se dice que el gobierno de la casa de David descansa sobre su hombro, y se le describe como dotado de cualidades superiores a las humanas: “Porque una criatura nos ha nacido, un hijo se nos ha dado. Estará el señorío sobre su hombro, y se llamará ‘Maravilla de Consejero’, ‘Dios Fuerte’, ‘Siempre Padre’, ‘Príncipe de la Paz’”. Finalmente, el profeta llama a Emmanuel “vástago del tronco de Jesé”, dotado con “el Espíritu del Señor, espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor de Dios”; su venida irá seguida de los signos generales de la era mesiánica, y los que queden del pueblo escogido serán de nuevo el pueblo de Dios (11,1-16).

Cualquier oscuridad o ambigüedad que pudiera haber en el texto profético mismo es eliminada por San Mateo (1,18-25). Después de narrar la duda de San José y la reafirmación del ángel de que “lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo”, el evangelista continúa: “Todo esto se sucedió para que se cumpliese el oráculo del Señor por medio del profeta: ‘Ved que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel’”. No es necesario que repitamos la explicación del pasaje dada por comentaristas católicos que responden a las objeciones presentadas contra el significado obvio del evangelista. Podemos deducir de todo esto que en la profecía de Isaías se menciona a María como la madre de Jesucristo; a la luz de la referencia a la profecía hecha por San Mateo, se puede añadir que ésta predijo también la virginidad de María, intacta por la concepción de Emmanuel [7].

Miqueas 5,2,3: Una tercera profecía referente a Nuestra Señora se encuentra en Miqueas 5,2-3: “Mas tú, Belén Efratá, aunque eres la menor entre las familias de Judá, de ti me ha de salir aquel que ha de dominar en Israel, y cuyos orígenes son de antigüedad, desde los días de antaño. Por eso Él los abandonará hasta el tiempo en que dé a luz la que ha de dar a luz. Entonces el resto de sus hermanos volverá a los hijos de Israel”. Aunque el profeta (cerca de 750-660 a.C.) fue contemporáneo de Isaías, su actividad profética comenzó un poco más tarde y finalizó un poco antes que la de Isaías. No cabe ninguna duda de que los judíos consideraban que las predicciones anteriores se referían al Mesías. Según San Mateo (2,6), cuando Herodes preguntó a los sumos sacerdotes y escribas dónde iba a nacer el Mesías, le respondieron con las palabras de la profecía, “Y tú Belén, tierra de Judá…” De acuerdo a San Juan (7,42), el populacho judío reunido en Jerusalén para la celebración de la fiesta formuló la pregunta retórica: “¿No dice la Escritura que el Cristo vendrá de la descendencia de David y de Belén, del pueblo de donde era David?”. La paráfrasis caldea de Miqueas 5,2 confirma la misma opinión: “De ti me saldrá el Mesías, que señoreará en Israel”. Las mismas palabras de la profecía no admiten prácticamente otra explicación; pues “sus orígenes son del comienzo, desde los días de la eternidad”.

Mas, ¿cómo se refiere la profecía a la Virgen María? Se denota a Nuestra Señora con la frase “hasta el tiempo en que la que ha de parir parirá”. Es cierto que “la que ha de parir” se ha atribuido también a la Iglesia (San Jerónimo, Teodoreto), o al grupo de gentiles que se unieron a Cristo (Ribera, Mariana), o también a Babilonia ( Calmet); pero, por una parte, no hay apenas relación suficiente entre ninguno de estos sucesos y el redentor prometido; por otra parte, si el profeta se hubiese referido a cualquiera de estos eventos, el pasaje debería decir “hasta el tiempo en que la que es estéril parirá”. “La que ha de parir” tampoco puede referirse a Sión: a Sión se le menciona sin figura antes y después de este pasaje, de modo que no se puede esperar que el profeta recurra de repente a un lenguaje figurado. Mas aún, si se explica así la profecía, no tendría un sentido satisfactorio. Las frases contextuales “el señor de Israel”, “sus orígenes”, que en hebreo implica nacimiento, y “sus hermanos” hacen referencia a un individuo, no a una nación; de ello se deduce que el parto debe referirse a esa misma persona. Se ha mostrado que la persona que gobernará es el Mesías; por ello, “la que ha de parir” debe referirse a la madre de Cristo, Nuestra Señora. Así explicado, todo el pasaje aparece claro: el Mesías ha de nacer en Belén, un pueblo insignificante de Judá; su familia debe estar reducida a la pobreza y la oscuridad antes del momento de su nacimiento; como esto no puede suceder si la teocracia permanece intacta, si la casa de David continúa floreciendo, “por ello los entregará hasta el tiempo en que la que ha de parir parirá” al Mesías. [8]

Jeremías 31,22: Una cuarta profecía referente a María se encuentra en Jeremías 31,22: “Pues ha creado Yahveh una novedad en la tierra: la Mujer ronda al Varón”. El texto del profeta Jeremías le ofrece no pocas dificultades para el intérprete científico; nosotros seguiremos la versión de la Vulgata del original hebreo. Pero incluso esta traducción ha sido explicada de muchas formas diferentes: Rosenmuller y muchos intérpretes protestantes conservadores defienden la versión “una mujer protegerá a un hombre”, mas tal argumento difícilmente podría inducir a los hombres de Israel a retornar a Dios. La explicación “una mujer buscará a un hombre” apenas concuerda con el texto; además, tal inversión del orden natural es presentada en Isaías 4,1 como una señal de la más absoluta catástrofe. La versión de Ewald “una mujer se convertirá en un hombre” es muy poco fiel al texto original. Otros comentaristas ven en la mujer un tipo de la sinagoga o de la Iglesia, en el hombre un tipo de Dios, de modo que explican que la profecía significa “Dios morará de nuevo en medio de la sinagoga (del pueblo de Israel)” o “la Iglesia protegerá la tierra con sus valientes hombres”. Pero el texto hebreo difícilmente evoca ese significado; además, esa explicación convertiría ese pasaje en una tautología: “Israel retornará a su Dios, ya que Israel amará a su Dios”. Algunos autores recientes traducen el original hebreo por: “Dios crea algo nuevo sobre la tierra: la mujer (esposa) retorna al hombre (su marido)”. Según la Ley antigua (Deut. 24,1-4; Jeremías 3,1), el marido no podía volver a aceptar a su mujer una vez que la había repudiado; pero el Señor introducirá una novedad al permitir a la mujer infiel, o lo que es lo mismo, es decir, la nación culpable, volver a la amistad con Dios. Esta explicación se basa en una corrección aventurada del texto; además, no implica necesariamente el significado mesiánico que se espera del pasaje.

Los Padres griegos siguen generalmente la Versión de los Setenta, “El Señor ha creado salvación en una nueva plantación, los hombres caminarán seguros”; mas San Atanasio [9] combina la versión de Aquila dos veces “Dios ha creado algo nuevo en la mujer” con la de los Setenta, diciendo que la nueva plantación es Jesucristo, y que lo nuevo creado en la mujer es el cuerpo del Señor, concebido dentro de la virgen sin la participación del hombre. También San Jerónimo [10] entiende el texto profético de la virgen que concibe al Mesías. Esta explicación del pasaje concuerda con el texto y con el contexto. Como el Verbo Encarnado poseyó desde el primer instante de su concepción todas sus perfecciones, exceptuando aquellas relacionadas con su desarrollo corporal, es correcto afirmar que su madre “abarcará a un hombre”. No es necesario señalar que en una criatura recién concebida tal condición es llamada correctamente, “algo nuevo sobre la tierra”. El contexto de la profecía describe, después de una breve introducción general (30,1-3), la futura libertad de Israel y la restauración en cuatro estrofas: 30,4-11.12-22; 30,23; 31,14.15-26; las tres primeras estrofas terminan con la esperanza del tiempo mesiánico. Debería esperarse que la cuarta estrofa tuviese también un final similar. Además, la profecía de Jeremías, pronunciada alrededor del 589 a.C. y entendida en el sentido que se acaba de explicar, concuerda con las expectativas mesiánicas contemporáneas basadas en Isaías 7,14; 9,6; Miqueas 5,3. Según Jeremías, la madre de Cristo se diferencia de las otras madres en que su Hijo, incluso cuando aún está en su vientre, tiene todas las propiedades que constituyen la verdadera naturaleza humana [11]. El Antiguo Testamento se refiere indirectamente a María en aquellas profecías que predicen la Encarnación del Verbo de Dios.

Tipos y figuras de María en el Antiguo Testamento

Para estar seguros del significado de un tipo, este significado debe ser revelado, es decir, debe habernos sido transmitido a través de la Sagrada Escritura o de la tradición. Algunos escritores piadosos han desarrollado numerosas analogías entre ciertos datos del Antiguo Testamento y los datos correspondientes del Nuevo; sin embargo, por muy ingeniosas que estas evoluciones puedan ser, realmente no prueban que Dios tuviera de hecho la intención de transmitir las verdades correspondientes en el texto inspirados del Antiguo Testamento. Por otra parte, debe tenerse presente que no todas las verdades contenidas ya sea en las Escrituras o en la tradición han sido explícitamente propuestas a los fieles como materias de creencia por definición expresa de la Iglesia.

De acuerdo con el principio “Lex orandi est lex credenti” debemos tratar al menos con reverencia las innumerables sugerencias contenidas en la liturgia y oraciones oficiales de la Iglesia. De esta forma es como debemos considerar muchos de los tratamientos otorgados a Nuestra Señora en su letanía y en el “Ave maris stella”. Las antífonas y responsorios que se hallan en los Oficios que se recitan en las diversas fiestas de Nuestra Señora sugieren un número de tipos de María que difícilmente hubieran sido mostrados con tanta viveza de otra manera a los ministros de la Iglesia. La tercera antífona de laudes de la Fiesta de la Circuncisión contempla en “la zarza que arde sin consumirse” (Éxodo 3,2) la figura de María en la concepción de su Hijo sin perder su virginidad. La segunda antífona de laudes del mismo Oficio contempla en el vellón de lana de Gedeón, húmedo por el rocío mientras que la tierra a su alrededor había permanecido seca (Jueces 6.37-38), un tipo de María recibiendo en su vientre al Verbo Encarnado [12]. El Oficio de la Virgen le aplica a María muchos de los pasajes referentes a la esposa en el Cantar de los Cantares [13] y también los referentes a la sabiduría en el Libro de los Proverbios 8,22-31 [14]. Un “jardín cerrado, una fuente sellada” mencionado en Cantares 4,12 aplicado a María es sólo un ejemplo concreto de todo lo referido anteriormente [15]. Además, Sara, Débora, Judit y Ester son utilizadas variamente como tipos de María; el Arca de la Alianza, sobre la que se manifiesta la misma presencia de Dios, es utilizada como la figura de María llevando al Verbo Encarnado en su vientre. Pero es especialmente Eva, la madre de todos los vivientes (Gén. 3,20), la que es considerada como un tipo de María, que es la madre de todos los vivientes en el orden de la gracia [16].

MARÍA EN EL NUEVO TESTAMENTO

María en los Evangelios

El lector de los Evangelios se queda al principio sorprendido al encontrar tan poco sobre María; pero esta oscuridad de María en los Evangelios ha sido estudiada exhaustivamente por San Pedro Canisio [17], Auguste Nicolas [18], el Cardenal Newman [19] y el muy reverendo J. Spencer Northcote [20]. En el comentario al “Magníficat” publicado en 1518, incluso Lutero expresa su creencia de que los Evangelios alaban suficientemente a María al llamarla (ocho veces) la Madre de Jesús. En los siguientes párrafos agruparemos brevemente lo que se conoce de la vida de Nuestra Señora antes del nacimiento de su divino Hijo, durante la vida oculta de Nuestro Señor, durante su vida pública y después de su Resurrección.

María antes del Nacimiento de Jesús

Su ascendencia davídica: San Lucas (2,4) narra que San José subió desde Nazaret a Belén para empadronarse, “por ser él de la casa y de la familia de David”. Como si quisiera eliminar cualquier duda respecto a la ascendencia davídica de María, el evangelista (1,32.69) afirma que al niño nacido de María sin intervención de varón le será otorgado “el trono de David, su padre”, y que el Señor Dios ha “levantado en favor nuestro un cuerno de salvación en la casa de David, su siervo”. [21] San Pablo también da fe de que Jesucristo “nacido del linaje de David según la carne ” (Rom. 1,3). Si María no hubiera sido descendiente de David, su Hijo concebido por el Espíritu Santo no hubiera podido considerarse “de la descendencia de David”. Por ello los comentaristas nos dicen que en el texto “Al sexto mes fue enviado por Dios el ángel Gabriel… a una virgen desposada con un varón de nombre José, de la casa de David” (Lucas 1,26-27); la última frase “de la casa de David” no se refiere a José, sino a la doncella virgen que es el personaje principal de la narración; así tenemos un testimonio inspirado directo de la ascendencia davídica de María [22].

Mientras que los comentaristas generalmente están de acuerdo en que la genealogía que se encuentra al comienzo del primer Evangelio es la de San José, Annius de Viterbo propone su opinión, a la que ya se refirió San Agustín, de que la genealogía de San Lucas describe la ascendencia de María. El texto del tercer Evangelio (3,23) puede explicarse de forma que Helí sea el padre de María: “Jesús… era, según se creía, hijo de José, hijo de Helí” [23]. En estas explicaciones el nombre de María no se menciona explícitamente, pero va implícito; ya que Jesús es el hijo de Helí a través de María.

Sus padres: Aunque pocos comentaristas están de acuerdo con esta opinión acerca de la genealogía de San Lucas, el nombre del padre de María, Helí, coincide con el nombre dado al padre de Nuestra Señora en una tradición basada en la narración del Protoevangelio de Santiago, un Evangelio apócrifo que data de finales del siglo II. Según este documento, los padres de María eran Joaquín y Ana. Ahora bien, el nombre de Joachim es sólo una variante de Heli o Eliachim, sustituyendo un nombre divino (Yahveh) por otro (Elí, Elohim). La tradición en lo que respecta a los padres de María, según el Evangelio de Santiago, es reproducida por San Juan Damasceno [24], San Gregorio de Nisa [25], San Germán de Constantinopla [26], Pseudo-Epifanio [27], pseudo-Hilario [28] y San Fulberto de Chartres [29]. Algunos de estos escritores añaden que el nacimiento de María se consiguió gracias a las fervientes oraciones de Joaquín y Ana cuando ya tenían una edad avanzada. Así como Joaquín pertenecía a la familia real de David, también se supone que Ana era descendiente de la familia sacerdotal de Aarón; por ello, Cristo, el Eterno Rey y Sacerdote, descendía de una familia real y sacerdotal [30].

El pueblo natal de los padres de María: Según San Lucas 1,26, María vivía en Nazaret, una ciudad de Galilea en el momento de la Anunciación. Cierta tradición afirma que fue concebida y nació en la misma casa en la que el Verbo se hizo carne [31]. Otra tradición, basada en el Evangelio de Santiago, considera a Séforis como la primera casa de Joaquín y Ana, aunque se dice que después vivieron en Jerusalén, en una casa a la que San Sofronio de Jerusalén llama Probatica [32]. El nombre Probática probablemente procedía de la cercanía del santuario a la piscina llamad Probática o Betzaida en Juan 5,2. Aquí fue donde nació María. Alrededor de un siglo después, sobre el 750 d.C., San Juan Damasceno [33] afirma de nuevo que María nació en Probática.

Se dice que ya en el siglo V la emperatriz Eudoxia construyó una iglesia en el lugar en que nació María, y donde sus padres vivieron en su ancianidad. La actual iglesia de Santa Ana se encuentra a una distancia de menos de 100 pies de la piscina Probática. El 18 de marzo de 1889 se descubrió una cripta que contiene el alegado lugar de la tumba de Santa Ana. Probablemente ese lugar fue en su origen un jardín en el que Joaquín y Ana recibieron sepultura. En su época todavía estaba situado fuera de los muros de la ciudad, a unos 400 pies al norte del Templo. Otra cripta cercana a la tumba de Sta. Ana se cree que es el lugar donde nació la Bienaventurada Virgen; por ello, en los primeros tiempos a esa iglesia se le llamó Santa María de la Natividad [34]. En el torrente Cedrón, cerca de la carretera que lleva a la Iglesia de la Asunción, hay un pequeño santuario que contiene dos altares, que se cree que están edificados sobre las tumbas de San Joaquín y Santa Ana; sin embargo, estos sepulcros pertenecen a la época de las Cruzadas [35]. También en Séforis los cruzados reemplazaron un antiguo santuario situado sobre la legendaria casa de San Joaquín y Santa Ana por una gran iglesia. Después de 1788 parte de esta iglesia fue restaurada por los Padres Franciscanos.

Su Inmaculada Concepción: Vea el articulo Inmaculada Concepción.

El nacimiento de María: En lo referente al lugar de nacimiento de Nuestra Señora, existen tres tradiciones diferentes que hay que considerar.

Primero, se ha situado el acontecimiento en Belén. Esta opinión se basa en la autoridad de los siguientes testigos: aparece expresada en un documento titulado “De nativ. S. Mariae” [36] incluido a continuación de las obras de San Jerónimo; es una suposición más o menos vaga del Peregrino de Piacenza, llamado erróneamente Antonino Mártir, que escribió alrededor del 580 d.C. [37]; finalmente, los Papas Pablo II (1471), Julio II (1507), León X (1519), Pablo III (1535), Pío IV (1565), Sixto V (1586) e Inocencio XII (1698) en sus Bulas referentes a la Santa Casa de Loreto afirman que la Bienaventurada Virgen nació, fue educada y recibió la visita del ángel en la Santa Casa. Sin embargo, estos pontífices no deseaban en realidad decidir sobre una cuestión histórica; ellos simplemente expresan las opiniones de sus épocas respectivas.

Una segunda tradición situaba el nacimiento de Nuestra Señora en Séforis, a unas tres millas al norte de Belén, la Diocesarea romana, y la residencia de Herodes Antipas hasta bien entrada la vida de Nuestro Señor. La antigüedad de esta opinión puede deducirse por el hecho de que bajo el reinado de Constantino se erigió en Séforis una iglesia para conmemorar la residencia de Joaquín y Ana en dicho lugar [38]. San Epifanio habla de este santuario [39]. Pero esto sólo demuestra que Nuestra Señora debió vivir durante algún tiempo en Séforis con sus padres, sin que por ello tengamos que creer que nació allí.

La tercera tradición, la de que María nació en Jerusalén, es la más probable de las tres. Hemos visto que se basa en el testimonio de San Sofronio, de San Juan Damasceno y sobre la evidencia de hallazgos recientes en la Probática. La Fiesta de la Natividad de la Santísima Virgen María no se celebró en Roma hasta cerca de fines del siglo VII; pero dos sermones hallados entre los escritos de San Andrés de Creta (m. 680) implican la existencia de esta fiesta, y nos hacen suponer que fue introducida en una fecha anterior en algunas otras iglesias [40]. En 1799, el décimo canon del Sínodo de Salzburgo señala cuatro fiestas en honor de la Madre de Dios: la Purificación (2 de febrero), la Anunciación (25 de marzo), la Asunción (15 de agosto) y la Natividad (8 de septiembre).

La presentación de María: Según Éxodo 13,2 y 13,12, todo primogénito hebreo debía ser presentado en el Templo. Dicha ley llevaría a los padres judíos piadosos a observar el mismo rito religioso con otros hijos favoritos. Ello hace suponer que Joaquín y Ana presentaron a su hija en el Templo, la cual obtuvieron tras largas y fervientes oraciones.

En cuanto a María, San Lucas (1,34) nos dice que respondió al ángel que le anunciaba el nacimiento de Jesucristo: “cómo podrá ser esto, pues yo no conozco varón”. Estas palabras difícilmente pueden ser entendidas, a menos que supongamos que María había hecho voto de virginidad; pues cuando las pronunció estaba desposada con San José [41]. La ocasión más adecuada para tal voto fue su presentación en el Templo. Del mismo modo que algunos Padres admiten que las facultades de San Juan Bautista fueron desarrolladas prematuramente por una intervención especial del poder de Dios, se puede admitir la existencia de una gracia similar para con la hija de Joaquín y Ana [42].

Pero lo que se ha dicho no supera la certeza de las conjeturas piadosas anteriormente probables. La consideración de que Nuestro Señor no pudo haberle negado a su bendita Madre cualquier favor que dependiera exclusivamente de su magnificencia, no tiene un valor mayor que el de un argumento a priori. La certeza sobre esta cuestión debe depender de testimonios externos y de las enseñanzas de la Iglesia.

Ahora bien, el Protoevangelio de Santiago (7-8) y el documento titulado “De nativit. Mariae” (7-8), [43] afirman que Joaquín y Ana, cumpliendo un voto que habían hecho, presentaron a la pequeña María en el Templo cuando tenía tres años de edad; que la criatura subió sola los escalones del Templo, y que hizo su voto de virginidad en dicha ocasión. San Gregorio de Nisa [44] y San Germán de Constantinopla [45] aceptaron este testimonio, que también fue seguido por pseudo-Gregorio Nacianceno en su “Christus patiens” [46]. Además, la Iglesia celebra la Fiesta de la Presentación, aunque no especifica a qué edad fue presentada la pequeña María en el Templo, cuándo hizo su voto de virginidad y cuáles fueron los dones sobrenaturales y naturales especiales que Dios le concedió. La fiesta es mencionada por primera vez en un documento de Manuel Commeno, en 1166; desde Constantinopla, la fiesta debió ser introducida en la Iglesia Occidental, donde la podemos hallar en la corte papal de Aviñón en 1371; alrededor de un siglo más tarde, el Papa Sixto IV introdujo el Oficio de la Presentación, y en 1585 el Papa Sixto V extendió la Fiesta de la Presentación a toda la Iglesia.

Sus esponsales con José: Los escritos apócrifos a los que nos hemos referido en el párrafo anterior afirman que María permaneció en el Templo después de su presentación para ser educada con otros niños judíos. Allí ella disfrutó de visiones extáticas y visitas diarias de los santos ángeles.

Cuando ella hubo cumplido los catorce años, el sumo sacerdote quería enviarla a casa para que contrajera matrimonio. María le recordó su voto de virginidad, y confundido, el sumo sacerdote consultó al Señor. Entonces llamó a todos los hombres jóvenes de la familia de David y prometió a María en matrimonio a aquel cuya vara retoñara y se convirtiera en el lugar de descanso del Espíritu Santo en forma de paloma. José fue el agraciado en este proceso extraordinario.

Hemos visto ya que San Gregorio de Nisa, San Germán de Constantinopla y pseudo-Gregorio Nacianceno parecen admitir estas leyendas. Además, el emperador Justiniano I permitió que se construyera una basílica en la plataforma del antiguo templo, en memoria de la estancia de Nuestra Señora en el santuario; la iglesia fue llamada la Nueva Santa María, para distinguirla de la Iglesia de la Natividad. Se cree que es la moderna mezquita de Al-Aqsa [47].

Por otra parte, la Iglesia no se pronuncia en lo que respecta a la estancia de María en el Templo. San Ambrosio [48], cuando describe la vida de María antes de la Anunciación, supone expresamente que vivía en la casa de sus padres. Todas las descripciones del Templo judío que puedan reclamar algún valor científico nos dejan a oscuras en cuanto a la existencia de lugares en los que pudieran haber recibido su educación las muchachas jóvenes. La estancia de Joás en el Templo hasta la edad de siete años no apoya la suposición de que las chicas jóvenes fueran educadas dentro del recinto sagrado, ya que Joás era el rey, y fue obligado por las circunstancias a permanecer en el Templo (cf. 2 Reyes 11,3). La alusión de 2 Macabeos 3,19, cuando dice “las jóvenes que estaban recluidas” no demuestra que ninguna de ellas fuera retenida en los edificios del Templo. Si se dice que la profetisa Ana ( Lucas 2,37) que “no se apartaba del Templo, sirviendo con ayunos y oraciones noche y día”, nosotros no suponemos que ella viviera de hecho en una de las habitaciones del Templo. [49] Como la casa de Joaquín y Ana no se encontraba muy alejada del Templo, podemos suponer que a la santa niña María se le permitía a menudo visitar los sagrados edificios para que pudiera satisfacer su devoción.

A las doncellas judías se las consideraba aptas para el matrimonio a la edad de doce años y seis meses, aunque la edad de la novia variaba según las circunstancias. El matrimonio era precedido por el desposorio, después del cual la novia pertenecía legalmente al novio, aunque no vivía con él hasta un año después, que era cuando el matrimonio solía celebrarse. Todo esto coincide con el lenguaje de los evangelistas. San Lucas (1,27) llama a María “una virgen desposada con un varón de nombre José”; San Mateo (1,18) dice “Estando desposada María, su madre, con José, antes de que conviviesen, se halló haber concebido María del Espíritu Santo”. Como no conocemos ningún hermano de María, debemos suponer que era una heredera, y estaba obligada por la Ley de Números 36,3 a casarse con un miembro de su tribu. La ley misma prohibía el matrimonio entre determinados grados de parentesco, de modo que incluso el matrimonio de una heredera se dejaba más o menos a su elección.

Según la costumbre judía, la unión de José y María tenía que ser concertada por los padres de José. Uno se puede preguntar por qué María accedió a sus esponsales, cuando estaba ligada por su voto de virginidad. De la misma manera que ella había obedecido la inspiración divina al hacer su voto, también la obedeció al convertirse en la novia prometida de José. Además, hubiera sido un caso singular entre los judíos el rehusar los esponsales o el matrimonio, ya que todas las doncellas judías aspiraban al matrimonio como la realización de un deber natural. María confió implícitamente en la guía de Dios, y por ello estaba segura de que su voto sería respetado incluso en su estado de casada.

La Anunciación: Vea el artículo la Anunciación.

La Visitación: Según Lucas 1,36, el ángel Gabriel le dijo a María en el momento de la Anunciación, “Isabel, tu parienta, también ha concebido un hijo en su vejez, y éste es ya el mes sexto de la que era estéril”. Sin poner en duda la verdad de las palabras del ángel, María decidió enseguida contribuir a la alegría de su piadosa pariente [50]. Por ello, continúa el evangelista (1,39): “En aquellos días se puso María en camino y con presteza fue a la montaña, a una ciudad de Judá, y entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel”. Aunque María debe haberle comunicado a José su propósito de realizar esa visita, es difícil determinar si él la acompañó; si dio la casualidad de que el momento de la visita coincidiese con alguna de las temporadas de fiestas en que los israelitas tenían que acudir al Templo, habría pocas dificultades acerca de la compañía.

El lugar de la casa de Isabel ha sido localizado en varios emplazamientos según los diferentes escritores: ha sido situada en Machaerus, a unas diez millas al este del Mar Muerto, o en Hebrón, o también en la antigua ciudad sacerdotal de Jutta, unas siete millas al sur de Hebrón, o finalmente en Ain-Karim, la tradicional San Juan-en-la-Montaña, a unas cuatro millas al oeste de Jerusalén [51]. Sin embargo, los tres primeros sitios no poseen ningún memorial tradicional del nacimiento o de la vida de San Juan Bautista; además, Machaerus no estaba situada en las montañas de Judá; Hebrón y Jutta pertenecían a Idumea, después del exilio a Babilonia, en tanto que Ain-Karim está situada en la “región montañosa” [52] mencionada en el texto inspirado de San Lucas.

Después de un viaje de unas treinta horas, María “entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel” (Lucas 1,40). Según la tradición, en la época de la Visitación Isabel no vivía en su casa de la ciudad sino en su villa, a unos diez minutos de la ciudad; antiguamente este lugar estaba señalado por una iglesia superior y otra inferior. En 1861 se erigió sobre los antiguos cimientos la pequeña iglesia actual de la Visitación.

“Y sucedió que en cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno”. Fue en este momento cuando Dios cumplió la promesa hecha por el ángel a Zacarías (Lc. 1,15), “estará lleno de Espíritu Santo ya desde el seno de su madre”; en otras palabras, el niño que Isabel llevaba en su seno fue purificado de la mancha del pecado original. La plenitud del Espíritu Santo en el niño se desbordó, por así decirlo, en el alma de su madre, “e Isabel se llenó del Espíritu Santo” (Lc. 1,41). Así, tanto la madre como el hijo fueron santificados por la presencia de María y del Verbo Encarnado [53]; llena como estaba del Espíritu Santo, Isabel “exclamando con gran voz dijo: ¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! y ¿de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí? Porque, apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno. ¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!” (Lc. 1,42-45). Dejando a los comentaristas la explicación completa del pasaje precedente, centramos nuestra atención sólo en dos puntos:

  • Isabel comienza su saludo con las mismas palabras con las que el ángel había terminado su salutación, mostrando de esta manera que ambos hablaban por inspiración del Espíritu Santo.
  • Isabel es la primera en llamar a María por su título más honorable “Madre de Dios”.

La respuesta de María es el cántico de alabanza denominado comúnmente Magníficat, por la primera palabra de su texto en latín; el “Magníficat” ha sido tratado en un artículo separado. (vea Magníficat).

El evangelista termina su relato de la Visitación con las palabras: “María permaneció con ella como unos tres meses y se volvió a su casa” (Lc. 1,56). Muchos ven en esta breve frase del tercer evangelio una sugerencia implícita de que María permaneció en casa de Zacarías hasta el nacimiento de [San Juan Bautista]], mientras que otros niegan tal implicación. Dado que el cuadragésimo tercer canon del Concilio de Basilea (1441 d.C.) colocó la Fiesta de la Visitación para el día 2 de julio, el día siguiente a la octava de la fiesta de San Juan Bautista, se ha deducido que posiblemente María permaneciera con Isabel hasta después de la circuncisión del niño; pero no hay más pruebas que corroboren esta suposición. Aunque la Visitación es descrita con tanta precisión en el tercer evangelio, su fiesta no parece haberse celebrado hasta el siglo XIII, cuando fue introducida a través de la influencia de los franciscanos; fue instituida oficialmente en 1389 por el Papa Urbano VI.

José se entera del embarazo de María: Después del regreso de casa de Isabel, María “se encontró encinta por obra del Espíritu Santo” (Mateo 1,18). Dado que entre los judíos los desposorios constituían un verdadero matrimonio, el uso del matrimonio después del tiempo de los esponsales no era nada extraño entre ellos. Por ello, el embarazo de María no podía sorprender a nadie más que al mismo San José. La situación debió haber sido extremadamente dolorosa tanto para él como para María, ya que él no conocía el misterio de la Encarnación. El evangelista dice: “Su marido José, como era justo, y no quería ponerla en evidencia, resolvió repudiarla en secreto” (Mt. 1,19). María dejó la solución a esta dificultad en manos de Dios, y Dios le informó en su momento al asombrado esposo de la verdadera condición de María. Mientras José “reflexionaba sobre esto, he aquí que se le apareció en sueños un ángel del Señor y le dijo: José, hijo de David, no temas recibir en casa a María, tu esposa, pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt. 1,20-21).

Poco después de esta revelación, José concluyó el ritual del contrato de matrimonio con María. El Evangelio dice sencillamente: “Al despertar José de su sueño hizo como el ángel del Señor le había mandado, y tomó consigo a su mujer” (Mt. 1,24). Si bien es cierto que deben haber pasado al menos tres meses entre los esponsales y el matrimonio, durante los cuales María permaneció con Isabel, es imposible determinar con exactitud el lapso de tiempo transcurrido entre las dos ceremonias. No sabemos cuánto tiempo después de los esponsales le anunció el ángel a María el misterio de la Encarnación, y tampoco sabemos cuánto duró la duda de San José antes de que fuera iluminado por la visita del ángel. Teniendo en cuenta la edad a la que las doncellas judías se convertían en casaderas, es posible que María diera a luz a su Hijo cuando contaba alrededor de trece o catorce años de edad. Ningún documento histórico nos dice qué edad tenía en realidad en el momento de la Natividad.

María durante la vida oculta de Nuestro Señor

El viaje a Belén: Lucas (2,1-5) explica cómo San José y María viajaron desde Nazaret hasta Belén por obediencia al decreto de César Augusto que prescribía un censo general. Las cuestiones relacionadas con este decreto han sido tratadas en el artículo cronología bíblica. Se dan varias razones por las que María debió haber acompañado a José en este viaje: es posible que ella no deseara perder la protección de José durante este periodo crítico de su embarazo, o puede que haya seguido una inspiración divina especial que la impulsaba a marchar para que se cumplieran las profecías referentes a su divino Hijo, o también puede que fuera obligada a ir debido a la ley civil, ya fuera como heredera o para satisfacer el impuesto personal que había que pagar por las mujeres mayores de doce años. [54]

Dado que el empadronamiento había atraído a multitud de extranjeros a Belén, María y José no encontraron sitio en la posada de la caravana y tuvieron que alojarse en una gruta que servía de refugio para los animales. [55]

María da a luz a Nuestro Señor: “Y sucedió que, mientras ellos estaban allí, se le cumplieron los días del alumbramiento” (Lc. 2,6); este lenguaje no deja claro si el nacimiento de Nuestro Señor ocurrió inmediatamente después de que José y María se hubieran alojado en la gruta, o varios días después. Lo que se narra acerca de los pastores “vigilaban por turno durante la noche su rebaño” (Lc. 2,8) muestra que Cristo nació durante la noche.

Después de dar a luz a su Hijo, María “le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre” (Lc. 2,7), señal de que no sufrió dolores ni debilidades en el parto. Esta deducción coincide con las enseñanzas de algunos de los principales Padres y teólogos: San Ambrosio [56], San Gregorio de Nisa [57], San Juan Damasceno [58], el autor de Christus patiens [59], Santo Tomás [60], etc. No era adecuado que la madre de Dios estuviera sujeta al castigo pronunciado en Génesis 3,16 contra Eva y sus hijas pecadoras.

Poco después del nacimiento del niño los pastores, obedientes a la invitación del ángel, llegaron a la gruta “y encontraron a María, a José y al Niño acostado en un pesebre” (Lc. 2,16). Podemos suponer que los pastores divulgaron las felices nuevas que habían recibido durante la noche entre sus amigos en Belén, y que la Sagrada Familia fue recibida por alguno de sus habitantes piadosos en un alojamiento más adecuado.

La circuncisión de Jesús: “Cuando se cumplieron los ocho día para circuncidarle, se le dio el nombre de Jesús.” (Lc. 2,21). El rito de la circuncisión se llevaba a cabo bien en la sinagoga bien en el hogar del niño; es imposible determinar dónde tuvo lugar la circuncisión de Nuestro Señor. De todos modos, su Bienaventurada Madre debe haber estado presente durante la ceremonia.

La Presentación: Según la ley de Levítico 12,2-8, la madre judía de un varón tenía que presentarse cuarenta días después de su nacimiento para su purificación legal; según Éxodo 13,2 y Números 18,15, el primogénito tenía que ser presentado en esa misma ocasión. Cualesquiera que fueran las razones que María y el Niño hubieran podido tener para reclamar una excepción, el hecho es que acataron la Ley. Sin embargo, en vez de ofrecer un cordero, presentaron el sacrificio de los pobres, que consistía en un par de tórtolas o de pichones. En 2 Corintios 8,9, San Pablo les dice a los corintios que Jesucristo “siendo rico, se hizo pobre por amor nuestro, para que vosotros fueseis ricos por su pobreza”. Aún más agradable a Dios que la pobreza de María fue la prontitud con que ofreció a su divino Hijo para la complacencia de su Padre Celestial.

Después que se hubo cumplido con los ritos ceremoniales, el santo Simeón tomó al Niño en sus brazos y dio gracias a Dios por el cumplimiento de sus promesas; hizo una llamada de atención sobre la universalidad de la salvación que iba a venir a través de la redención mesiánica “la que has preparado a la vista de todos los pueblos; luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo, Israel” (Lc. 2,31 ss.). María y José comenzaron ahora a conocer más plenamente a su divino Hijo; ellos “estaban admirados de lo que se decía de Él” (Lc. 2,33). Como si quisiera preparar a nuestra Bienaventurada Madre para el misterio de la Cruz, el santo Simeón le dijo: “Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel y para ser señal de contradicción; y ¡a ti misma una espada te atravesará el alma!, a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones” (Lc. 2,34-35). María había padecido su primer gran dolor cuando José había dudado al tomarla por esposa; su segundo gran dolor lo experimentó cuando oyó las palabras del santo Simeón.

Aunque el incidente de la profetisa Ana había tenido un alcance más general, ya que ella “hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Israel” (Lc. 2,38), debe haber aumentado en gran medida el asombro de José y María. Los comentadores han interpretado variamente la observación final del evangelista “Así que cumplieron todas las cosas según la Ley del Señor, volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret” (Lc. 2,39); en lo referente al orden de los sucesos, consulte el artículo Cronología de la Vida de Jesucristo.

La visita de los Magos: Tras la Presentación, la Sagrada Familia o volvió directamente a Belén, o fue primero a Nazaret y de allí a la ciudad de David. De todos modos, después de que Dios hubo guiado hasta Belén a “unos magos que venían del Oriente” “Entraron en la casa, vieron al Niño con María, su madre, y de hinojos le adoraron; abrieron luego sus cofres y le ofrecieron dones de oro, incienso y mirra” (Mateo 2,11). El evangelista no menciona a José; no porque no estuviera presente, sino porque María ocupa el lugar principal junto al Niño. Los evangelistas no han contado cómo dispusieron María y José de los regalos ofrecidos por sus ricos visitantes.

La huida a Egipto: Poco después de la partida de los Magos, José recibió el mensaje del ángel del Señor para que huyera a Egipto con el Niño y su madre debido a los malvados propósitos de Herodes; la pronta obediencia del santo varón es descrita brevemente por el evangelista con las palabras: “Levantándose de noche, tomó al niño y a la madre y partió para Egipto” (Mt. 2,14). Los judíos perseguidos siempre habían buscado refugio en Egipto (cf. 1 Reyes 11,40; 2 Rey. 25,26); en tiempos de Cristo, los colonos judíos eran especialmente numerosos en la tierra del Nilo [61]; según Filón [62] eran al menos un millón. En Leontópolis, en el distrito de Heliópolis, los judíos tenían un templo (160 a.C. – 73 d.C.) que rivalizaba en esplendor con el Templo de Jerusalén. [63] Por todo ello, la Sagrada Familia podía esperar hallar en Egipto una cierta ayuda y protección.

Por otra parte, era necesario un viaje de al menos diez días desde Belén para alcanzar los distritos habitados más cercanos de Egipto. No sabemos qué camino tomó la Sagrada Familia en su huida; pudieron haber tomado la carretera ordinaria a través de Hebrón; o pudieron marchar vía Eleuterópolis y Gaza o también pudieron haberse pasado al oeste de Jerusalén hacia la gran carretera militar de Joppe.

Apenas existe algún documento histórico que nos pueda servir de ayuda para determinar dónde vivió la Sagrada Familia en Egipto, y tampoco sabemos cuánto duró este exilio forzado. [64]

Cuando José recibió del ángel la noticia de la muerte de Herodes y la orden de volver a la tierra de Israel, “Él se levantó, tomó consigo al niño y a su madre, y entró en tierra de Israel.” (Mt. 2,21). La noticia de que Arquelao reinaba en Judea impidió que José se estableciera en Belén, como había sido su intención; “avisado en sueños se retiró a la región de Galilea, y fue a habitar a una ciudad llamada Nazaret” (Mt. 2,22-23). En todos estos detalles, María sencillamente se dejó guiar por José, que a su vez, recibió las manifestaciones divinas como cabeza de la Sagrada Familia. No hay necesidad de señalar el intenso dolor de María ante la temprana persecución del Niño.

La Sagrada Familia en Nazaret: La vida de la Sagrada Familia en Nazaret fue la propia de un comerciante pobre normal. Según San Mateo 13,55, la gente del pueblo preguntaba “¿No es éste el hijo del carpintero?”; la pregunta, tal y como viene expresada en el segundo Evangelio (Marcos 6,3) muestra una ligera variación, “¿No es éste el carpintero?”. Mientras José ganaba el sustento para la Sagrada Familia con su trabajo diario, María atendía los diversos deberes del hogar. San Lucas (2,40) dice brevemente de Jesús: “El Niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre Él”. El Sabbath semanal y las grandes fiestas anuales interrumpían la rutina diaria de la vida en Nazaret.

El hallazgo del Niño en el Templo: Según la Ley del Éxodo 23:17, sólo los hombres estaban obligados a visitar el Templo en las tres festividades solemnes del año; pero las mujeres se unían a menudo a los hombres para satisfacer su devoción. San Lucas (2,41) nos informa de que “Sus padres (del Niño) iban todos los años a Jerusalén a la fiesta de la Pascua”. Probablemente dejaban al niño Jesús en casa de amigos o parientes durante los días que duraba la ausencia de María. Según la opinión de algunos escritores, el Niño no dio ninguna señal de su divinidad durante los años de su infancia, con el propósito de aumentar los méritos de la fe de José y María, basada en lo que habían visto y oído en el momento de la Encarnación y el nacimiento de Jesús. Los doctores de la Ley judíos sostenían que un chico se convertía en hijo de la Ley a la edad de doce años y un día; después de esto, estaba obligado por los preceptos legales.

El evangelista nos proporciona aquí la información de que “Cuando tuvo doce años, subieron ellos como de costumbre a la fiesta y, al volverse, pasados los días, el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin saberlo sus padres.” (Lc. 2,42-43). Esto ocurrió probablemente después del segundo día de fiesta, cuando José y María regresaban con otros peregrinos galileos; la ley no exigía una estancia más larga en la Ciudad Santa. Durante el primer día, la caravana hacía generalmente un viaje de cuatro horas, y pasaba la noche en Beroth, en la frontera norte del antiguo reino de Judá. Los cruzados construyeron en este lugar una preciosa iglesia gótica para conmemorar el dolor de Nuestra Señora cuando “le buscaban entre los parientes y conocidos, pero al no encontrarle, se volvieron a Jerusalén en su busca” (Lc. 2,44-45). No encontraron al Niño entre los peregrinos que habían venido a Beroth en el primer día de viaje; tampoco le encontraron el segundo día, cuando José y María regresaron a Jerusalén; no fue hasta el tercer día cuando “le encontraron en el Templo, sentado en medio de los maestros, escuchándoles y preguntándoles… Cuando le vieron, quedaron sorprendidos, y su madre le dijo: Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando.” (Lc. 2,40-48). La fe de María no le permitía temer que un mínimo accidente le ocurriera a su divino Hijo; pero percibió que su conducta habitual de docilidad y sumisión había cambiado por completo. Este sentimiento fue la causa de la pregunta, por qué Jesús había tratado a sus padres de aquella manera. Jesús respondió simplemente: “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?” (Lc. 2,49). Ni José ni María tomaron estas palabras como una reprimenda; “Pero ellos no comprendieron la respuesta que les dio” (Lc. 2,50). Un escritor reciente ha sugerido que el significado de la última frase debe ser entendido “ellos (es decir, los que estaban presentes) no entendieron lo que les (es decir, a José y a María) decía”.

El resto de la juventud de Nuestro Señor: Después de esto, Jesús “bajó con ellos, y vino a Nazaret” donde comenzó una vida de trabajo y pobreza, de la cual dieciocho años son resumidos por el evangelista en estas pocas palabras, “y vivía sujeto a ellos… Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres” (Lc. 2,51-52). El escritor inspirado describe brevemente la vida interior de María con la expresión “Su madre conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón” (Lucas 2:51). Una expresión análoga había sido usada en 2,19, “María guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón”. Así, María observaba la vida diaria de su divino Hijo, y crecía en su conocimiento y amor a través de la meditación sobre lo que veía y oía. Ciertos escritores han señalado que el evangelista indica aquí la última fuente de la que obtuvo el material contenido en sus dos primeros capítulos.

La virginidad perpetua de María: Relacionados con el estudio de María durante la vida oculta de Nuestro Señor, nos encontramos los aspectos referentes a su virginidad perpetua, su maternidad divina y su santidad personal. Su virginidad inmaculada ha sido suficientemente considerada en el artículo sobre el Nacimiento Virginal. Las autoridades allí citadas sostienen que María permaneció virgen cuando concibió y dio a luz a su divino Hijo, y también después del nacimiento de Jesús. La pregunta de María (Lc. 1,34), la respuesta del ángel (Lc. 1,35.37), la manera de comportarse de José durante su duda (Mt. 1,19-25), las palabras que Cristo dirigió a los judíos (Juan 8,19), muestran que María conservó su virginidad durante la concepción de su divino Hijo.

En cuanto a la virginidad de María después del parto, no es negada ni por las expresiones de San Mateo “antes de empezar a estar juntos ellos” (1,18), “su primogénito” (1,25), ni por el hecho de que los libros del Nuevo Testamento se refieran repetidamente a los “ hermanos de Jesús” [66]. Las palabras “antes de empezar a estar juntos ellos” significan probablemente “antes de que viviesen en la misma casa”, refiriéndose al tiempo en que sólo estaban desposados; mas incluso si estas palabras fueran entendidas como vida marital, sólo afirman que la Encarnación tuvo lugar antes de que tal relación fuera establecida, y sin implicar por ello que ésta ocurriese después de la Encarnación del Hijo de Dios [67].

Lo mismo debe decirse de la expresión “Y no la conocía hasta que ella dio a luz un hijo” (Mt. 1,25); el evangelista nos dice lo que no ocurrió antes del nacimiento de Jesús, sin sugerir que ello ocurriera después de su nacimiento [68]. El nombre “primogénito” se aplica a Jesús tanto si su madre continuó siendo virgen como si dio a luz a otros hijos después de Jesús; entre los judíos era un nombre legal [69], de modo que su aparición en el Evangelio no puede extrañarnos.

Finalmente, “los hermanos de Jesús” no son ni los hijos de María ni los hermanos de Nuestro Señor, en un sentido estricto del término, sino sus primos o los parientes más o menos cercanos [70]. La Iglesia insiste en que con su nacimiento el Hijo de Dios no disminuyó sino que consagró la integridad virginal de su madre (oración secreta en la Misa de Purificación). Los Padres se expresan también en un lenguaje similar en lo que se refiere a este privilegio de María. [71]

La maternidad divina de María: La maternidad divina de María está basada en las enseñanzas de los Evangelios, en los escritos de los Padres y en la definición expresa de la Iglesia. San Mateo (1,25) testifica que María “dio a luz a su primogénito” y que Él fue llamado Jesús. Según San Juan (1,15) Jesús es la Palabra hecha carne, el Verbo que asumió la naturaleza humana en el vientre de María. Como María era verdaderamente la madre de Jesús, y como Jesús era verdadero Dios desde el primer momento de su concepción, María es en verdad la madre de Dios. Incluso los primeros Padres no dudaron en sacar esta conclusión, como puede verse en los escritos de San Ignacio [72], San Ireneo [73] y Tertuliano [74]. La alegación de Nestorio que le negaba a María el título de “Madre de Dios” (75) fue seguida por las enseñanzas del Concilio de Éfeso, que proclamó que María es Theotokos en el verdadero sentido de la palabra [76].

La perfecta santidad de María: Unos pocos escritores patrísticos expresaron sus dudas acerca de la presencia de defectos morales menores en Nuestra Señora [77]. San Basilio, por ejemplo, sugiere que María sucumbió a la duda al oír las palabras del Bendito Simeón y al presenciar la crucifixión [78]. San Juan Crisóstomo opina que María habría sentido miedo y preocupación si el ángel no le hubiese explicado el misterio de la Encarnación, y que demostró un poco de vanagloria en la fiesta de las bodas de Caná y al visitar a su Hijo durante su vida pública acompañada de los Hermanos del Señor [79]. [[San Cirilo de Alejandría [80] habla de la duda de María y su desesperanza al pie de la Cruz. Mas no se puede afirmar que estos escritores griegos expresen una tradición apostólica, cuando lo que expresan son sus opiniones singulares y privadas.

La Escritura y la tradición están de acuerdo en atribuirle a María la más grande santidad personal; fue concebida sin la mancha del pecado original; muestra la mayor humildad y [[paciencia] en su vida diaria (Lc. 1,38. 48); demuestra una paciencia heroica en las circunstancias más difíciles (Lucas 2,7.35.48; Juan 19,25-27). Cuando se contempla la cuestión del pecado, María constituye siempre una excepción [81]. El Concilio de Trento (Ses. VI, Can. 23) confirma la total exclusión de María del pecado: “Si alguien dice que el hombre una vez justificado puede evitar todo pecado, incluso venial, durante su vida entera, como la Iglesia mantiene que hizo la Virgen María por un privilegio especial de Dios, sea reo de anatema”. Los teólogos afirman que María fue inmaculada, no por la perfección esencial de su naturaleza, sino por un privilegio divino especial. Mas aún, los Padres, al menos desde el siglo V, afirman casi unánimemente que la Bienaventurada Virgen nunca experimentó los impulsos de la concupiscencia.

María durante la vida pública de Jesús

El milagro en Caná: Los evangelistas relacionan el nombre de María con tres sucesos diferentes en la vida pública de Nuestro Señor: con el milagro de Caná, con su predicación y con su Pasión. El primero de estos incidentes es narrado en Juan 2,1-10: “…se celebraba una boda en Caná de [[Galilea… y estaba allí la madre de Jesús. Fue invitado también a la boda Jesús con sus discípulos. Y como faltara vino, porque se había acabado el vino de la boda, le dice a Jesús su madre: No tienen vino. Jesús le responde: ¿Qué tengo yo contigo? Todavía no ha llegado mi hora.”

Se supone naturalmente que uno de los contrayentes estaba emparentado con María, y que Jesús había sido invitado a causa del parentesco de su madre. La pareja debe haber sido bastante pobre, ya que el vino estaba de hecho acabándose. María desea salvar a sus amigos de la vergüenza de no poder agasajar adecuadamente a sus invitados, y recurre a su divino Hijo. Ella simplemente expone su necesidad, sin añadir ninguna petición. Al dirigirse a las mujeres, Jesús emplea de modo uniforme la palabra “mujer” (Mt. 15,28; Lc. 13,12; Juan 4,21; 8,10; 19,26; 20,15), una expresión utilizada por los escritores clásicos como un tratamiento respetuoso y honorable [82]. Los pasajes citados arriba muestran que en el lenguaje de Jesús el tratamiento “mujer” tiene un significado sumamente respetuoso.

La frase “qué tengo yo contigo” traduce el griego ti emoi kai soi, que a su vez corresponde a la frase hebrea mah li walakh. Esta última aparece en Jueces 11,12; 2 Samuel 16,10; 19,23, 1 Reyes 17,18; 2 Rey. 3,13; 9,18; 2 Crón. 35,21. El Nuevo Testamento muestra expresiones equivalentes en Mt. 8,29; Marcos 1,24; Lc. 4,34; 8,28; Mat. 27,19. El significado de la frase varía según el carácter de los que hablan, abarcando desde una oposición muy pronunciada a una conformidad cortés. Un significado tan variable le hace difícil al traductor encontrar un equivalente igualmente variable. “Qué tengo que ver contigo”, “esto no es asunto mío ni tuyo”, “por qué me causas tantos problemas”, “déjame ocuparme de esto”, son algunas de las traducciones sugeridas. En general, las palabras parecen referirse a la importunidad bien o mal intencionada que se esfuerzan por eliminar.

La última parte de la respuesta de Nuestro Señor presenta menos dificultades para el intérprete: “Todavía no ha llegado mi hora”, no se puede referir al momento preciso en que la necesidad de vino requerirá la intervención milagrosa de Jesús; pues en el lenguaje de San Juan “mi hora” o “la hora” denota el tiempo predestinado para algún suceso importante (Juan 4,21.23; 5,25.28; 7,30; 8,29; 12,23; 13,1; 16,21; 17,1). Por ello, el significado de la respuesta de Nuestro Señor es: “¿Por qué me importunas pidiéndome tal intervención? El momento señalado por Dios para tal manifestación no ha llegado todavía”; o “¿por qué te preocupas? ¿no ha llegado el momento de manifestar mi poder?” El primero de estos significados implica que gracias a la intercesión de María, Jesús adelantó el momento dispuesto para la manifestación de su poder milagroso [83]; el segundo significado se obtiene al comprender la segunda parte de las palabras de Nuestro Señor como una pregunta, como hizo San Gregorio de Nisa (84), y por la versión árabe del “Diatessaron” de Taciano (Roma, 1888) [85]. María comprendió las palabras de su divino Hijo en su sentido correcto; ella avisó sencillamente a los sirvientes, “Haced lo que Él os diga” (Juan 2,5). No hay posibilidad de explicar la respuesta de Jesús como una denegación de la petición.

María durante la vida apostólica del Señor: Durante la vida apostólica de Jesús, María logró pasar casi completamente inadvertida. Al no ser llamada para ayudar directamente a su Hijo en su ministerio, no quiso interferir en su trabajo con una presencia inoportuna. En Nazaret se la consideraba como una madre judía común; San Mateo (13,55-56; cf. Marcos 6,3) presenta a la gente del pueblo diciendo: “¿No es éste el hijo del carpintero? ¿No se llama su madre María, y sus hermanos Santiago y José, Simón y Judas? Y sus hermanas, ¿no están todas entre nosotros?” Dado que la gente deseaba, por su lenguaje, rebajar la consideración de Nuestro Señor, debemos deducir que María pertenecía al orden social inferior de la gente del pueblo. El pasaje paralelo de San Marcos dice, “¿No es éste el carpintero?”, en lugar de “¿No es éste el hijo del carpintero?” Puesto que ambos evangelistas omiten el nombre de SanJosé, debemos suponer que ya había muerto antes de que este episodio sucediera.

A primera vista, parece que Jesús mismo despreciaba la dignidad de su Bienaventurada Madre. Cuando le dijeron: “¡Oye! Ahí fuera están tu madre y tus hermanos que desean hablarte. Pero Él respondió al que se lo decía: ¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Y extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: Estos son mi madre y mis hermanos. Pues todo el que cumpla la voluntad de mi Padre celestial, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre”. (Mt. 12,47-50; cf. Mc. 3,31-35; Lucas 8,19-21). En otra ocasión “…alzó la voz una mujer de entre la gente y dijo: ¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron! Pero Él dijo: Dichosos más bien los que oyen la Palabra de Dios y la guardan” (Lc. 11,27-28).

En realidad, en ambos pasajes Jesús sitúa el lazo que une el alma con Dios por encima del lazo natural de parentesco que une a la Madre de Dios con su divino Hijo. Esta última dignidad no es menospreciada; Nuestro Señor la utiliza como un medio para hacer ver el valor real de la santidad, dado que obviamente los hombres lo aprecian con más facilidad. Por tanto, en realidad Jesús ensalza a su Madre del modo más enfático, dado que ella superó al resto de los hombres en santidad no menos que en dignidad [86]. Muy probablemente María se encontraba también entre las santas mujeres que atendían a Jesús y a sus Apóstoles durante su ministerio en Galilea (cf. Lc. 8.2-3); los evangelistas no menciona ninguna otra aparición pública de María durante los viajes de Jesús a través de Galilea o de Judea. Sin embargo, debemos recordar que, cuando el sol aparece, aun las más brillantes estrellas se tornan invisibles.

María durante la Pasión de Nuestro Señor: Dado que la Pasión de Jesucristo tuvo lugar durante la semana pascual, se espera naturalmente encontrar a María en Jerusalén. La profecía de Simeón se cumplió en su plenitud principalmente durante los momentos de sufrimiento de Nuestro Señor. Según una tradición, su Bienaventurada Madre se encontró con Jesús cuando cargaba con la Cruz camino del Gólgota. El Itinerario del Peregrino de Burdeos describe los lugares memorables que el escritor visitó en el 333 d.C., pero no menciona ninguna localidad consagrada a este encuentro entre María y su divino Hijo [87]. El mismo silencio domina en el llamado Peregrinatio Silviae que solía atribuirse al 385 d.C., pero que últimamente ha sido asignado al 533-540 d.C. [88]. Mas un plano de Jerusalén, que data del año 1308, muestra una iglesia de San Juan Bautista con la inscripción “Pasm. Vgis”, Spasmus Virginis, el desmayo de la Virgen. Durante el curso del siglo XIV, los cristianos comenzaron a localizar los lugares consagrados a la Pasión de Cristo, y entre ellos se encontraba el lugar en el que se dice que María se desmayó al ver a su Hijo sufriendo [89]. Desde el siglo XV se encuentra siempre “Sancta Maria de Spasmo” entre las estaciones del Vía Crucis, erigidas en varias partes de Europa a imitación de la Vía Dolorosa de Jerusalén [90]. El hecho de que Nuestra Señora debería haberse desmayado a la vista de los sufrimientos de su Hijo no está muy de acuerdo con su comportamiento heroico al pie de la Cruz; a pesar de ello, debemos considerar su calidad de mujer y madre en su encuentro con su Hijo camino del Gólgota, mientras que es la Madre de Dios al pie de la Cruz.

La maternidad espiritual de María Mientras Jesús colgaba en la Cruz, “Junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Clopás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su Madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, dijo a su Madre: Mujer, he ahí tienes a tu hijo. Luego dice al discípulo: Ahí tienes a tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa”. (Juan 19,25-27). El oscurecimiento del sol y los otros fenómenos naturales extraordinarios deben haber asustado a los enemigos del Señor lo suficiente como para que no interfirieran con su madre y con los pocos amigos que permanecían al pie de la cruz. Entre tanto, Jesús había orado por sus enemigos y le había prometido el perdón al ladrón penitente; al llegar ese momento, Él tuvo compasión de su desolada madre, y aseguró su porvenir. Si San José hubiera estado vivo, o si María hubiera sido la madre de aquellos que son llamados hermanos o hermanas de Nuestro Señor en los Evangelios, tal medida no hubiera sido necesaria. Jesús utiliza el mismo título respetuoso con el que se había dirigido a su madre en las fiestas de las bodas de Caná. Ahora Él le confía a María a Juan como su madre, y desea que María considere a Juan como su hijo.

Entre los primeros escritores, Orígenes es el único que considera la maternidad de María sobre todos los fieles en este sentido. Según él, Cristo vive en todos sus seguidores perfectos, y así como María es la Madre de Cristo, también es la madre de aquel en el que Cristo vive. Por ello, según Orígenes, el hombre tiene un derecho indirecto a reclamar a María como su madre, en la medida en que se identifique con Jesús por la vida de la gracia [91]. En el siglo IX, Jorge de Nicomedia [92] explica las palabras de Nuestro Señor en la cruz de forma que Juan es confiado a María, y con Juan todos los discípulos, convirtiéndola en madre y señora de todos los compañeros de Juan. En el siglo XII Ruperto de Deutz explica las palabras de Nuestro Señor estableciendo la maternidad espiritual de María sobre los hombres, aunque San Bernardo, el ilustre contemporáneo de Ruperto, no cita este privilegio entre los numerosos títulos de Nuestra Señora [93]. Posteriormente, la explicación de Ruperto de las palabras de Nuestro Señor en la cruz se volvió más y más común, tanto es así que en nuestros días se la puede hallar prácticamente en todos los libros de piedad [94].

La doctrina de la maternidad espiritual de María está contenida en el hecho de que ella es la antítesis de Eva: Eva es nuestra madre natural ya que es el origen de nuestra vida natural; por tanto, María es nuestra madre espiritual ya que es el origen de nuestra vida espiritual. Una vez más, la maternidad espiritual de María se basa en el hecho de que Jesús es nuestro hermano, ya que es “el primogénito entre muchos hermanos” (Romanos 8,29). Ella se convirtió en nuestra madre desde el momento en que accedió a la Encarnación del Verbo, la Cabeza del cuerpo místico cuyos miembros somos nosotros; y ella selló su maternidad al consentir al sacrificio cruento en la Cruz que es la fuente de nuestra vida sobrenatural. María y las santas mujeres (Mt. 17,56; Mc. 15,40; Lucas 23,49; Juan 19,25) presenciaron la muerte de Jesús en la cruz; probablemente, ella permaneció durante el descendimiento de su Cuerpo sagrado y durante su funeral. El Sabbath siguiente fue para ella tiempo de dolor y esperanza. El undécimo canon de un concilio celebrado en Colonia, en 1423, instituyó contra los husitas la Fiesta de los Siete Dolores de María, y la colocó en el viernes siguiente al tercer domingo después de Pascua. En 1725 el Papa Benedicto XIV extendió la fiesta a toda la Iglesia, y la colocó el viernes de la Semana Santa. “Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa” (Jn. 19,27). No se puede determinar a partir de los Evangelios si ellos vivieron en Jerusalén o en otro lugar.

María después de la Resurrección de Nuestro Señor

La narración inspirada de los incidentes relacionados con la Resurrección de Jesucristo no menciona a María; mas tampoco pretenden ofrecer una narración completa de todo lo que Jesús hizo o dijo. Los Padres también guardan silencio en cuanto a la participación de María en las alegrías del triunfo de su Hijo sobre la muerte. Sin embargo, [San Ambrosio]] [95] afirma expresamente: “María por tanto vio la Resurrección del Señor; ella fue la primera que la vio y creyó. María Magdalena también la vio, aunque todavía dudó”. Jorge de Nicomedia [96] deduce a partir de la participación de María en los sufrimientos de Nuestro Señor que, antes que todos los demás y más que todos ellos, ella debe haber participado en el triunfo de su Hijo.

En el siglo XII, Ruperto de Deutz [97], y también Eadmer [98], San Bernardino de Siena [99], San Ignacio de Loyola [100], Suárez [101], Maldonado [102] etc. admiten una aparición del Salvador resucitado a su Bienaventurada Madre [103]. El hecho de que Cristo resucitado se haya aparecido primero a su Bienaventurada Madre coincide al menos con nuestras piadosas expectativas.

Aunque los Evangelios no nos lo dicen expresamente, podemos suponer que María estaba presente cuando Jesús se apareció a varios de sus discípulos en Galilea y en el momento de su Ascensión (cf. Mateo 28,7.10.16; Marcos 16,7). Más aún, no es improbable que Jesús visitara repetidamente a su Bienaventurada Madre durante los cuarenta días después de su Resurrección.

María en otros Libros del Nuevo Testamento

Hechos 1,14 a 2.4 Según el Libro de los Hechos (1,14), después de la Ascensión de Cristo a los cielos los Apóstoles “subieron al piso alto” y “todos éstos perseveraban unánimes en la oración con algunas mujeres, con María, la Madre de Jesús, y con los hermanos de éste”. A pesar de su ensalzada dignidad, no era María, sino Pedro quien actuaba como cabeza de la asamblea (1,15). María se comportó en la habitación del piso alto en Jerusalén como se había comportado en la gruta de Belén; en Belén había dado a luz al Niño Jesús, en Jerusalén nutría a la Iglesia naciente. Los amigos de Jesús permanecieron en la habitación superior hasta “el día de Pentecostés”, cuando “se produjo de repente un ruido como el de un viento impetuoso…Aparecieron, como divididas, lenguas de fuego, que se posaron sobre cada uno de ellos, quedando todos llenos del Espíritu Santo” (Hch. 2,1-4). Aunque el Espíritu Santo había descendido sobre María de una forma especial en el momento de la Encarnación, ahora le comunicó un nuevo grado de gracia. Quizás, esta gracia pentecostal le dio a María la fuerza para cumplir adecuadamente sus deberes para con la Iglesia naciente y sus hijos espirituales.

Gálatas 4,4 En cuanto a las Epístolas, la única referencia directa a María se halla en Gálatas 4,4: “Pero al llegar la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley”. Algunos manuscritos en latín, seguidos por varios Padres, leen gennomenon ek gunaikos en lugar de genomenon ek gunaikos, “nacido de una mujer”, en lugar de “hecho de una mujer”. Pero esta variante no puede ser aceptada. Pues

  • gennomenon es el participio presente, y debe ser traducido “siendo nacido de una mujer”, así que no encaja en el contexto [104];
  • A pesar de la variante latina natum es el participio perfecto, y no implica los inconvenientes de su original griego, San Beda [105] la rechaza debido a su sentido menos apropiado.
  • En Romanos 1,3, que es hasta cierto punto un paralelo de Gálatas 4,4, San Pablo escribe genomenos ek spermatos Daueid kata sarko, es decir, “nacido del linaje de David según la carne”.
  • Tertuliano [a06] señala que la palabra “hecho” implica más que la palabra “nacido”; pues recuerda al “ Verbo hecho carne”, y establece la realidad de la carne hecha de la Virgen.

Además, el apóstol emplea la palabra “mujer” en la frase que nos ocupa, porque desea indicar simplemente el sexo, sin ningún tipo de connotación ulterior. En realidad, sin embargo, la idea de un hombre hecho de una mujer solamente sugiere la concepción virginal del Hijo de Dios. San Pablo parece poner de relieve la verdadera idea de la Encarnación del Verbo, una verdadera comprensión de este misterio de salvaguarda tanto la divinidad como la verdadera humanidad de Jesucristo [107].

El Apóstol San Juan nunca usa el nombre de María cuando habla de Nuestra Señora, que siempre se refiere a ella como Madre de Jesús (Juan, 2,1.3; 19,25-26). En su última hora, Jesús había establecido la relación de madre e hijo entre María y Juan, y un niño no se dirige normalmente a su madre por su primer nombre.

Apocalipsis 12,1-6 En el Apocalipsis (12,1-6) aparece un pasaje singularmente aplicable a Nuestra Bienaventurada Madre: “Una gran señal apareció en el cielo: una Mujer, vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza; está encinta, y grita con los dolores del parto y con el tormento de dar a luz. Y apareció otra señal en el cielo: un gran dragón rojo, con siete cabezas y diez cuernos, y sobre sus cabezas siete diademas. Su cola arrastra la tercera parte de las estrellas del cielo y las precipitó sobre la tierra. El dragón se detuvo delante de la Mujer que iba a dar a luz, para devorar a su Hijo en cuanto lo diera a luz. La mujer dio a luz un Hijo varón, el que ha de regir a todas las naciones con cetro de hierro; y su hijo fue arrebatado hasta Dios y hasta su trono. Y la mujer huyó al desierto, donde tiene un lugar preparado por Dios para ser allí alimentada mil doscientos sesenta días.”

La aplicabilidad de este pasaje a María se basa en las siguientes consideraciones:

  • Al menos parte de los versos se refieren a la madre cuyo hijo va a gobernar las naciones con vara de hierro; según el Sal. 2.9, éste es el Hijo de Dios, Jesucristo, cuya madre es María.
  • Fue el hijo de María quien “fue llevado ante Dios, y a su trono” en el momento de su Ascensión a los cielos.
  • El dragón, o el diablo del Paraíso Terrenal (cf. Apoc. 12,9; 20,2), se esfuerza por devorar al Hijo de María desde el primer momento de su nacimiento, al despertar los celos de Herodes y, más tarde, la enemistad de los judíos.
  • Debido a sus indecibles privilegios, María puede ser descrita perfectamente como “vestida de sol, con la luna bajo sus pies, y sobre la cabeza una corona de doce estrellas”.
  • Es cierto que los comentaristas entienden generalmente que el pasaje completo se aplica literalmente a la Iglesia, y que parte de los versos concuerdan mejor con la Iglesia que con María. Pero debe tenerse en cuenta que María es a la vez una figura de la Iglesia y su miembro más conspicuo. Lo que se dice de la Iglesia, en cierto modo se puede decir también de María. Por ello el pasaje del Apocalipsis (12,5-6) no se refiere a María como una mera adaptación [108], sino que se aplica a ella en un sentido verdaderamente literal que parece estar parcialmente limitado a ella y parcialmente extendido a toda la Iglesia. La relación de María con la Iglesia está bien resumida en la expresión “collum corporis mystici” aplicada a Nuestra Señora por San Bernardino de Siena [109].

El cardenal Newman [110] considera dos dificultades contra la interpretación anterior de la visión de la mujer y el niño: primero, se dice que está escasamente apoyada por los Padres; segundo, es un anacronismo atribuir tal cuadro de la Madona a la era apostólica. En cuanto a la primera objeción, el eminente escritor dice: “Los cristianos nunca fueron a la Escritura en busca de pruebas de sus doctrinas, hasta que se produjo esa necesidad real, debido a la presión de las controversias; si en aquellos tiempos la dignidad de la Bienaventurada Virgen era indudable por parte de todos, como un asunto de doctrina, las Escrituras continuarían siendo un libro cerrado para ellos en lo que respecta a la argumentación del asunto.”

Después de desarrollar en profundidad esta respuesta, el cardenal continúa: “En cuanto a la segunda objeción que he considerado, lejos de admitirla, me parece que está elaborada sobre un simple hecho imaginario, y que la verdad del asunto se encuentra justo en el lado opuesto. La Virgen y el Niño no es una simple idea moderna; al contrario, ha sido representada una y otra vez, como sabe cualquiera que haya visitado Roma, en las pinturas de las catacumbas. María está ahí dibujada con el Niño divino en su regazo, ella con las manos extendidas en oración, él con sus manos en actitud de bendecir.”

MARÍA EN LOS PRIMEROS DOCUMENTOS CRISTIANOS

Hasta ahora hemos recurrido a los escritos o a los restos de la primera época cristiana en la medida que explican o ilustran las enseñanzas del Antiguo o del Nuevo Testamento respecto a la Bienaventurada Virgen. En los siguientes párrafos tendremos que llamar la atención sobre el hecho de que estas mismas fuentes, hasta un cierto punto, complementan la doctrina de las Escrituras. A este respecto, constituyen la base de la tradición; si la evidencia que aportan es suficiente, en un caso dado, para garantizar su contenido como parte genuina de la Divina revelación, es un hecho que debe ser determinado de acuerdo con los criterios científicos ordinarios seguidos por los teólogos. Sin entrar en estas cuestiones puramente teológicas, presentaremos este material tradicional, en primer lugar, que arroja luz sobre la vida de María después del día de Pentecostés; en segundo lugar, en cuanto que nos proporciona pruebas de la actitud de los primeros cristianos hacia la Madre de Dios.

VIDA DE MARÍA DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

El día de Pentecostés, el Espíritu Santo había descendido sobre María cuando vino sobre los Apóstoles y discípulos reunidos en la habitación del piso alto en Jerusalén. Sin duda, las palabras de San Juan (19,27) “y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa”, se refieren no sólo al tiempo entre Pascua y Pentecostés, sino que se extienden a toda la vida posterior de María. Sin embargo, el cuidado de María no interfirió con el ministerio apostólico de Juan. Incluso los documentos inspirados (Hch. 8,14-17; Gál. 1,18-19; Hch. 21,18) muestran que el apóstol estuvo ausente de Jerusalén en numerosas ocasiones, aunque debe haber participado en el Concilio de Jerusalén, en el 51 ó 52 d.C. Debemos también suponer que en María especialmente se cumplieron las palabras de Hch. 2,42: “perseveraban en la doctrina de los Apóstoles y en la unión, en la fracción del pan y en la oración”. De este modo, María fue un ejemplo y una fuente de ánimo para la comunidad de los primeros cristianos. Al mismo tiempo, debemos confesar que no poseemos ningún documento auténtico que hable directamente de la vida de María después de Pentecostés.

Lugares de su vida, muerte y sepultura: En cuanto a la tradición, existe cierto testimonio sobre la residencia temporal de María en o cerca de Éfeso, pero es mucho más fuerte la evidencia de su hogar permanente en Jerusalén.

Argumentos a favor de Éfeso: La residencia de María en Éfeso se basa en la siguiente evidencia:

(1) En un pasaje de la carta sinodal del Concilio de Éfeso [111] se puede leer: “Por esta razón también Nestorio, el instigador de la herejía impía, cuando hubo llegado a la ciudad de los efesios, donde Juan el Teólogo y la Virgen Madre de Dios Santa María, alejándose por su propia voluntad de la reunión de los santos Padres y Obispos…” Dado que San Juan había vivido en Éfeso y había sido enterrado allí [112], se ha deducido que la elipsis de la carta sinodal significa bien “donde Juan …y la Virgen…María vivieron” o bien “donde Juan…y la Virgen…María vivieron y están enterrados”.

(2) Bar Hebreo o Abulfaragio, un obispo jacobita del siglo XIII, narra que San Juan llevó a la Virgen consigo a Patmos, entonces fundó la Iglesia de Éfeso, y enterró a María en un lugar desconocido [113].

(3) El Papa Benedicto XIV [114] afirma que María siguió a San Juan hasta Éfeso y allí murió. Tuvo también la intención de eliminar del Breviario aquellas lecciones donde se mencionaba la muerte de María en Jerusalén, pero murió antes de llevarlo a cabo [115].

(4) La residencia temporal y la muerte de María en Éfeso están apoyadas por escritores tales como Tillemont [116], Calmet [117], etc.

(5) En Panaguia Kapoli, en una colina a unas nueve o diez millas de Éfeso, se descubrió una casa, o más bien sus restos, en la que se supone que vivió María. La casa fue buscada y hallada siguiendo las indicaciones proporcionadas por Ana Catalina Emerick en su vida de la Bienaventurada Virgen.

Argumentos contra Éfeso: Estos argumentos a favor de la residencia o enterramiento de María en Éfeso no son irrebatibles, si se los examina más detenidamente.

(1) La elipsis de la carta sinodal del Concilio de Éfeso puede ser completada de forma que no implique dar por sentado que Nuestra Señora vivió o murió en Éfeso. Dado que en la ciudad había una doble iglesia dedicada a la Virgen María y a San Juan, la frase incompleta de la carta sinodal puede terminarse de forma que diga, “donde Juan el Teólogo y la Virgen… María tienen un santuario”. Esta explicación de dicha frase ambigua es una de las dos sugeridas al margen del Collect. Concil. de Labbe (1.c) [118].

(2) Las palabras de Bar Hebreo contiene dos afirmaciones inexactas: San Juan no fundó la Iglesia de Éfeso, ni tampoco llevó consigo a María a Patmos. San Pablo fundó la Iglesia de Éfeso, y María había muerto antes del exilio de Juan a Patmos. No sería sorprendente, por tanto, que el escritor se equivocara en lo que dice sobre el enterramiento de María. Además, Bar Hebreo vivió en el siglo XIII; los escritores más antiguos se preocuparon más acerca de los lugares sagrados de Éfeso; mencionan la tumba de San Juan y la de una hija de Felipe [119], pero no dicen nada sobre el lugar de la tumba de María.

(3) En cuanto a Benedicto XIV, este gran pontífice no enfatiza tanto la muerte y sepultura de María en Éfeso cuando habla de su Asunción a los cielos.

(4) Ni Benedicto XIV ni otras autoridades que apoyan los argumentos a favor de Éfeso proponen ninguna razón que haya sido considerada concluyente por otros estudiantes científicos de este asunto.

(5) La casa encontrada en Panaguia-Kapouli tiene algún valor en cuanto que está relacionada con las visiones de Ana Catalina Emerick. Su distancia hasta la ciudad de Éfeso da lugar a una suposición contraria a que fuera la casa del apóstol San Juan. El valor histórico de las visiones de Catalina no es admitido universalmente. Monseñor Timoni, arzobispo de Esmirna, escribe, refiriéndose a Panaguia-Kapouli: “Cada uno es completamente libre de tener su propia opinión”. Finalmente, la concordancia entre las condiciones de la casa en ruinas de Panaguia-Kapouli y la descripción de Catharine no prueban necesariamente la verdad de su afirmación en cuanto a la historia del edificio [120].

Argumentos contra Jerusalén: Se esgrimen dos consideraciones contrarias a la residencia permanente de Nuestra Señora en Jerusalén: primero, se ha señalado ya que San Juan no se quedó permanentemente en la Ciudad Sagrada; segundo, se dice que los cristianos judíos dejaron Jerusalén durante los periodos de persecución judía (cf. Hechos 8,1; 12,1). Mas como no se puede suponer que San Juan haya llevado consigo a Nuestra Señora en sus expediciones apostólicas, debemos creer que la dejó al cuidado de sus amigos o parientes durante los periodos de su ausencia. Y existen pocas dudas de que muchos cristianos regresasen a Jerusalén cuando cesaron los peligros de las persecuciones.

Argumentos a favor de Jerusalén: Independientemente de estas consideraciones, se puede apelar a las siguientes razones que apoyan la muerte y entierro de María en Jerusalén:

(1) En el año 451, Juvenal, obispo de Jerusalén, testificó sobre la presencia de la tumba de María en Jerusalén. Es extraño que ni San Jerónimo, ni el Peregrino de Burdeos ni tampoco pseudo-Silvia proporcionen ninguna evidencia sobre un lugar tan sagrado. Sin embargo, cuando el emperador Marción y la emperatriz Pulqueria le pidieron a Juvenal que enviara los restos sagrados de la Virgen María de su tumba en Getsemaní a Constantinopla, donde planeaban dedicarle una nueva iglesia a Nuestra Señora, el obispo citó una antigua tradición que decía que el cuerpo sagrado había sido asunto al cielo, y sólo envió a Constantinopla el ataúd y el sudario. Esta narración se basa en la autoridad de un tal Eutimio, cuyo relato fue incluido en una homilía de San Juan Damasceno [121] que actualmente se lee en el segundo nocturno del cuarto día de la octava de la Asunción. Scheeben [122] opina que las palabras de Eutimio son una interpolación posterior: no encajan en el contexto; contienen una apelación a Dionisio el Pseudo-Areopagita [123] que no se mencionan de ningún modo antes del siglo VI; y son poco fiables en su conexión con el nombre del obispo Juvenal, a quien el Papa San León [124] acusó de falsificación de documentos. En su carta, el pontífice le recuerda al obispo los sagrados lugares que tiene ante sus ojos, pero no menciona la tumba de María [125]. Si se considera que este silencio es puramente fortuito, la principal pregunta sigue siendo, ¿cuánta verdad histórica hay en el relato de Eutimio acerca de las palabras de Juvenal?

(2) Se debe mencionar aquí el apócrifo “Historia dormitionis et assumptionis B.M.V.”, que reclama a San Juan por su autor. [126] Tischendorf opina que las partes más importantes de la obra se remontan al siglo IV, quizás incluso al siglo II [127]. Aparecieron variaciones del texto original en árabe, siríaco y en otras lenguas; entre estas variaciones hay que destacar una obra llamada “De transitu Mariae Virg.”, que apareció bajo la firma de San Melitón de Sardes [128]. El Papa Gelasio incluye este trabajo entre las obras prohibidas [129]. Los incidentes extraordinarios que estas obras relacionan con la muerte de María carecen de importancia aquí; sin embargo, sitúan sus últimos momentos y su entierro en o cerca de Jerusalén.

(3) Otro testigo de la existencia de una tradición que sitúa la tumba de María en Getsemaní la constituye la basílica que fue erigida sobre el lugar sagrado, hacia finales del siglo IV o comienzos del V. La iglesia actual fue construida por los latinos en el mismo lugar en que se había levantado el antiguo edificio. [130]

(4) En la primera parte del siglo VII, Modesto, Obispo de Jerusalén, localizó el tránsito de Nuestra Señora en el Monte Sión, en la casa que contenía el Cenáculo y la habitación del piso superior de Pentecostés [131]. E n esta época, una sola iglesia cubría las localidades consagradas por estos varios misterios. Es asombrosa la tardía evidencia de una tradición que llegó a estar tan extendida a partir del siglo VII.

(5) Otra tradición se conserva en el “Commemoratorium de Casis Dei” dirigida a Carlomagno [132], la cual coloca la muerte de María en el Monte de los Olivos, donde se levanta una iglesia que se dice que conmemora este suceso. Es posible que el escritor intentara relacionar el tránsito de María con la iglesia de la Asunción, del mismo modo que la tradición gemela lo conectaba con el cenáculo. De cualquier manera, se puede concluir que alrededor del comienzo del siglo V existía una tradición bastante extendida que sostenía que María había muerto en Jerusalén y había sido enterrada en Getsemaní. Esta tradición parece descansar sobre bases más sólidas que la versión de que Nuestra Señora murió y fue enterrada en o cerca de Éfeso. Dado que al llegar a este punto carecemos de documentación histórica, resultaría difícil establecer la relación de cualquiera de las dos tradiciones con los tiempos apostólicos. [133]

Conclusión Hemos visto que no hay certeza absoluta sobre el lugar en el que María vivió después del día de Pentecostés. Aunque es más probable que permaneciera ininterrumpidamente en o cerca de Jerusalén, puede haber residido durante un tiempo en las cercanías de Éfeso, y ello puede haber originado la tradición de su muerte y enterramiento en Éfeso. Existe aún menos información histórica referente a los incidentes particulares de su vida. San Epifanio [134] duda incluso de la realidad de la muerte de María; pero la creencia universal de la Iglesia no coincide con la opinión privada de San Epifanio. La muerte de María no fue necesariamente una consecuencia de la violencia; ni tampoco fue una expiación o un castigo, ni el resultado de una enfermedad de la que, como su divino Hijo, ella fue eximida. Desde la Edad Media prevalece la opinión que murió de amor, ya que su gran deseo era reunirse con su Hijo ya fuera disolviendo los lazos entre cuerpo y alma o rogando a Dios para que El los disolviese. Su muerte fue un sacrificio de amor que completó el sacrificio doloroso de su vida. Es la muerte en el beso del Señor (in osculo Domini), de la que mueren los justos. No hay una tradición cierta sobre el año en que murió María. Baronio en sus Anales se apoya en un pasaje de la Crónica de Eusebio para asumir que María murió en el 48 d.C. Hoy se cree que este pasaje de la Crónica es una interpolación posterior [135]. Nirschl se basa en una tradición encontrada en Clemente de Alejandría [136] y Apolonio [137] que se refiere al mandato de Nuestro Señor a los Apóstoles para que fueran a predicar doce años en Jerusalén y Palestina antes de extenderse a las naciones del mundo; a partir de esto, él también llega a la conclusión de que María murió en el 48 d.C.

Su asunción al cielo: La Asunción de Nuestra Señora a los cielos ha sido tratada en el artículo Fiesta de la Asunción de María [138]. Esta fiesta es probablemente la más antigua de todas las festividades de María propiamente dichas [139]. En cuanto al arte, la Asunción ha sido un tema favorito de la Escuela de Siena, que generalmente representa a María siendo elevada a los cielos en una mandorla. Vea también el artículo Dogma de la Asunción de la Santísima Virgen María.

ACTITUD DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS HACIA LA MADRE DE DIOS

Su imagen y su nombre:

Representaciones de su imagen Ninguna pintura ha conservado para nosotros el verdadero aspecto de María. Las representaciones bizantinas, de las cuales se dice que fueron pintadas por San Lucas, pertenecen ya al siglo VI, y reproducen una imagen convencional. Existen veintisiete copias, de las cuales diez se encuentran en Roma [140]. Incluso San Agustín expresa la opinión de que la apariencia externa real de María es desconocida para nosotros, y que a este respecto no conocemos ni creemos nada [141]. La pintura más antigua de María es la hallada en el cementerio de Priscila; representa a la Virgen como si fuera a amamantar al Niño Jesús, y cerca de ella está la imagen de un profeta, Isaías o quizás Miqueas. El cuadro pertenece a principios del siglo II, y resiste favorablemente la comparación con las obras de arte encontradas en Pompeya.

Del siglo III poseemos pinturas de Nuestra Señora presente durante la adoración de los Reyes Magos; se encuentran en los cementerios de Domitila y Calixto. Los cuadros pertenecientes al siglo IV se encuentran en los cementerios de San Pedro y Marcelino; en uno de éstos ella aparece con la cabeza descubierta, en otro con los brazos medio extendidos como en actitud de súplica, y con el Niño de pie frente a ella. En las tumbas de los primeros cristianos, los santos figuraban como intercesores por sus almas, y entre estos santos, María ocupó siempre un lugar de honor. Además de las pinturas en las paredes y sarcófagos, las catacumbas proporcionan asimismo cuadros de María pintados sobre discos de vidrio dorado sellados mediante otro disco de vidrio soldado al anterior [142]. Estas pinturas pertenecen generalmente a los siglos III o IV, y frecuentemente van acompañadas de la leyenda MARIA o MARA.

Uso de su nombre: Hacia fines del siglo IV el nombre de María se había vuelto muy frecuente entre los cristianos; esto muestra otra señal de la veneración que sentían por la Madre de Dios [143].

Conclusión: Nadie puede sospechar de idolatría entre los primeros cristianos, como si hubieran rendido culto supremo a los cuadros de María o a su nombre; sin embargo, ¿cómo podemos explicar los fenómenos enumerados, a menos que supongamos que los primeros cristianos veneraron a María de una forma especial? [144] Tampoco puede afirmarse que esta veneración sea una corrupción introducida posteriormente. Se ha comprobado que las pinturas más antiguas datan de principios del siglo II, de forma que ello prueba que durante los primeros cincuenta años después de la muerte de San Juan la veneración de María había prosperado en la Iglesia de Roma.

Primeros escritos En cuanto a la actitud de las Iglesias de Asia Menor y de Lyon podemos recurrir a las palabras de San Ireneo, un alumno de San Policarpo, [145] discípulo de San Juan; él llama a María nuestra más eminente abogada. San Ignacio de Antioquía, parte de cuya vida transcurrió en tiempos apostólicos, escribió a los efesios (c. 18-19) en forma tal que relacionaba más íntimamente los misterios de la vida de Nuestro Señor con los de la Virgen María. Por ejemplo, la virginidad de María y su parto son enumerados con la muerte de Cristo, como constituyentes de tres misterios desconocidos para el diablo. El autor sub-apostólico de la Carta a Diogneto, cuando escribe sobre los misterios cristianos a un pagano que pregunta, describe a María como la más grande antítesis de Eva, y esta idea de Nuestra Señora aparece repetidamente en otros escritores incluso antes del Concilio de Éfeso. Hemos llamado la atención varias veces sobre las palabras de San Justino y Tertuliano, los cuales escribieron ambos antes de finales del siglo II.

Dado que es aceptado que las alabanzas de María crecen conforme crece la comunidad cristiana, podemos concluir en resumen que la veneración y la devoción a María comenzaron incluso en tiempos de los Apóstoles.

Notas

[1] Quaest. hebr. en Gen., P.L., XXIII, col. 943

[2] cf. Sab. 2,25; Mat. 3,7; 23,33; Jn. 8,44; 1 Jn. 3,8-12.

[3] Hebräische Grammatik, 26ta. ed.., 402

[4] Der alte Orient und die Geschichtsforschung, 30

[5] cf. Jeremias, Das Alte Testament im Lichte des alten Orients, 2nd ed., Leipzig, 1906, 216; Himpel, Messianische Weissagungen im Pentateuch, Tubinger theologische Quartalschrift, 1859; Maas, Christ in Type and Prophecy, I, 199 ss., Nueva York, 1893; Flunck, Zeitschrift für katholische Theologie, 1904, 641 sqq.; San Justino, Dial. c. Tryph., 100 (P.G., VI, 712); San Ireneo, Adv. Haer., III, 23 (P.G., VII, 964); San Cipriano., Test. c. Jud., II, 9 (P.L., IV, 704); San Epifanio, Haer., III, II, 18 (P.G., XLII, 729).

[6] Lagarde, Guthe, Giesebrecht, Cheyne, Wilke.

[7] cf. Knabenbauer, Comment. in Isaiam, París, 1887; Schegg, Der Prophet Isaias, Munchen, 1850; Rohling, Der Prophet Isaia, Munster, 1872; Neteler, Das Bush Isaias, Munster, 1876; Condamin, Le livre d’Isaie, París, 1905; Maas, Christ in Type and Prophecy, Nueva York, 1893, I, 333 ss.; Lagrange, La Vierge et Emmaneul, en Revue biblique, París, 1892, págs. 481-497; Lémann, La Vierge et l’Emmanuel, París, 1904; SAN Ignacio, ad Eph., cc. 7, 19, 19; San Justino, Dial., P.G., VI, 144, 195; San Ireneo, Adv. Haer., IV, XXXIII, 11.

[8] Cf. los principales comentarios católicos sobre Miqueas; también Maas, “Christ in Type and Prophecy”, Nueva York, 1893, I, págs. 271 ss.

[9] P.G., XXV, col. 205; XXVI, 12 76

[10] In Jer., P.L., XXIV, 880

[11] cf. Scholz, Kommentar zum Propheten Jeremias, Würzburgo, 1880; Knabenbauer, Das Buch Jeremias, des Propheten Klagelieder, und das Buch Baruch, Vienna, 1903; Conamin, Le texte de Jeremie, XXXI, 22, est-il messianique? en Revue biblique, 1897, 393-404; Maas, Christ in Type and Prophecy, Nueva York, 1893, I, 378 ss.

[12] cf. San Ambrosio, De Spirit. Sanct., I, 8-9, P.L., XVI, 705; San Jerónimo, Epist., CVIII, 10; P.L., XXII, 886.

[13] cf. Gietmann, In Eccles. et Cant. cant., París, 1890, 417 ss.

[14] cf. Bula “Ineffabilis”, cuarta lectura del Oficio para el 10 de diciembre.

[15] Responsorio del séptimo nocturno en el Oficio de la Inmaculada Concepción.

[16] cf. San Justino, Dial. c. Tryph., 100; P.G., VI, 709-711; San Ireneo, Adv. Haer., III, 22; V, 19; P.G., VII, 958, 1175; Tertuliano, De Carne Christi, 17; P.L., II, 782; San Cirilo, Catech., XII, 15; P.G., XXXIII, 741; San Jerónimo, Ep. XXII ad Eustoch., 21; P.L., XXII, 408; San Agustín, De Agone Christi, 22; P.L., XL, 303; Terrien, La Mère de Dien et la mère des hommes, París, 1902, I, 120-121; II, 117-118; III, págs. 8-13; Newman, Anglican Difficulties, Londres, 1885, II, págs. 26 ss.; Lecanu, Histoire de la Sainte Vierge, París, 1860, págs. 51-82.

[17] De B. Virg., l. IV, c. 24

[18] La Vierge Marie d’apres l’Evangile et dans l’Eglise

[19] Carta al Dr. Pusey

[20] Mary in the Gospels, Londres y Nueva York, 1885, Lecture I.

[21] cf. Tertuliano, De Carne Christi, 22; P.L., II, 789; San Agustín, De Cons. Evang., II, 2, 4; P.L., XXXIV, 1072.

[22] Cf. San Ignacio, Ad Ephes, 187; San Justino, c. Taryph., 100; San Agustín, c. Faust, XXIII, 5-9; Bardenhewer, Maria Verkundigung, Friburgo, 1896, 74-82; Friedrich, Die Mariologie des hl. Augustinus, Cöln, 1907, 19 ss.

[23] Jans., Hardin., etc.

[24] Hom. I. de nativ. B.V., 2, P.G., XCVI, 664

[25] P.G., XLVII, 1137

[26] De Praesent., 2, P.G., XCVIII, 313

[27] De Laud. Deipar., P.G., XLIII, 488

[28] P.L., XCVI, 278

[29] In Nativit. Deipar., P.L., CLI, 324

[30] cf. Aug., Consens. Evang., l. II, c. 2

[31] Schuster y Holzammer, Handbuch zur biblischen Geschichte, Friburgo, 1910, II, 87, nota 6

[32] Anacreont., XX, 81-94, P.G., LXXXVII, 3822

[33] Hom. I in Nativ. B.M.V., 6, II, P.G., CCXVI, 670, 678

[34] cf. Guérin, Jerusalén, París, 1889, págs. 284, 351-357, 430; Socin-Benzinger, Palästina und Syrien, Leipzig, 1891, p. 80; Revue biblique, 1893, págs. 245 ss.; 1904, págs. 228 ss; Gariador, Les Bénédictins, I, Abbaye de Ste-Anne, V, 1908, 49 ss.

[35] cf. de Vogue, Les églises de la Terre-Sainte, París, 1850, p. 310

[36] 2, 4, P.L., XXX, 298, 301

[37] Itiner., 5, P.L., LXXII, 901

[38] cf. Lievin de Hamme, Guide de la Terre-Sainte, Jerusalén, 1887, III, 183

[39] Haer., XXX, IV, II, P.G., XLI, 410, 426

[40] P.G., XCVII, 806

[41] cf. San Agustín, De Santa Virginit., I, 4, P.L., XL, 398

[42] cf. Lucas 1,41; Tertuliano, De Carne Christi, 21, P.L., II, 788; San Ambrosio, De Fide, IV, 9, 113, P.L., XVI, 639; San Cirilo de Jerusalén, Catech., III, 6, P.G., XXXIII, 436

[43] Tischendorf, Evangelia apocraphya, 2da. ed., Leipzig, 1876, págs. 14-17, 117-179

[44] P.G., XLVII, 1137.

[45] P.G., XCVIII, 313.

[46] P.G., XXXVCIII, 244.

[47] cf. Guérin, Jerusalén, 362; Liévin, Guide de la Terre-Sainte, I, 447

[48] de virgin., II, ii, 9, 10, P.L., XVI, 209 sq.

[49] cf. Corn. Jans., Tetrateuch. en Evang., Lovain,a 1699, p. 484; Knabenbauer, Evang. sec. Luc., París, 1896, p. 138

[50] cf. San Ambrosio, Expos. Evang. sec. Luc., II, 19, P.L., XV, 1560

[51] cf. Schick, Der Geburtsort Johannes’ des Täufers, Zeitschrift des Deutschen Palästina-Vereins, 1809, 81; Barnabé Meistermann, La patrie de saint Jean-Baptiste, Par+is, 1904; Idem, Noveau Guide de Terre-Sainte, París, 1907, 294 ss.

[52] cf. Plinius, Histor. Natural., V, 14, 70

[53] cf. Aug., ep. XLCCCVII, ad Dardan., VII, 23 ss., P.L., XXXIII, 840; Ambr. Expos. Evang. sec. Luc., II, 23, P.L., XV, 1561

[54] cf. Knabenbauer, Evang. sec. Luc., París, 1896, 104-114; Schürer, Geschichte des Jüdischen Volkes im Zeitalter Jesu Christi, 4ta. ed., I, 508 ss.; Pfaffrath, Theologie und Glaube, 1905, 119

[55] cf. San Justino, Cial. c. Tryph., 78, P.G., VI, 657; Origígenes, C. Cels., I, 51, P.G., XI, 756; Eusebio, Vita Constant., III, 43; Demonstr. evang., VII, 2, P.G., XX, 1101; San Jerónimo, ep. ad Marcell., XLVI [al. XVII]. 12; ad Eustoch., XVCIII [al. XXVII], 10, P.L., XXII, 490, 884

[56] In Ps. XLVII, II, P.L., XIV, 1150;

[57] Orat. I, de resurrect., P.G., XLVI, 604;

[58] De Fide orth., IV, 14, P.G., XLIV, 1160; Fortun., VIII, 7, P.L., LXXXVIII, 282;

[59] 63, 64, 70, P.L., XXXVIII, 142;

[60] Summa theol., III, q. 35, a. 6;

[61] cf. Josefo, Bell. Jud., II, XVIII, 8

[62] In Flaccum, 6, Mangey’s edit., II, p. 523

[63] cf. Schurer, Geschichte des Judischen Volkes im Zeitalter Jesu Christi, Leipzig, 1898, III, 19-25, 99

[64] Las leyendas y tradiciones respecto a estos puntos se hallan en Jullien’s “L’Egypte” (Lille, 1891), págs. 241-251, y en la obra del mismo autor titulada “L’arbre de la Vierge a Matarich”, 4ta. edit. (Cairo, 1904).

[65] En cuanto a la virginidad de María en su alumbramiento podemos consultar a San Ireneo, Haer. IV, 33, P.G., VII, 1080; San Ambrosio, Ep. XLII, 5, P.L., XVI, 1125; San Agustín, Ep. CXXXVII, 8, P.L., XXXIII, 519; Serm. LI, 18, P.L., XXXVIII, 343; Enchir. 34, P.L., XL, 249; San León, Serm., XXI, 2, P.L., LIV, 192; San Fulgencio, De Fide ad Petr., 17, P.L., XL, 758; Genadio, De Eccl. Dogm., 36, P.G., XLII, 1219; San Cirilo de Alejandría, Hom. XI, P.G., LXXVII, 1021; San Juan Damasceno, De Fide Orthod., IV, 14, P.G., XCIV, 1161; Pasch. Radb., de partu Virg., P.L., CXX, 1367; etc. En cuanto a las dudas pasajeras sobre la virtinidad de María durante su alumbramiento, vea Orígenes, In Luc., Hom. XIV, P.G., XIII, 1834; Tertuliano, Adv. Marc., III, 11, P.L., IV, 21; De Carne Christi, 23, P.L., II, 336, 411, 412, 790.

[66] Mt. 12,46-47; 13,55-56; Mc. 3,31-32; 3,3; Lc. 8,19-20; Jn. 2,12; 7,3.5.10; Hch. 1,14; 1 Cor. 9,5; Gál. 1,19; Judas 1

[67] cf. San Jerónimo, In Matt., 1,2 (P.L., XXVI, 24-25)

[68] cf. San Juan Crisóstomo, In Matt., 5,3, P.G., LVII, 58; San Jerónimo, De Perpetua Virgin. B.M., 6, P.L., XXIII, 183-206; San Ambrosio, De Institut. Virgin., 38, 43, P.L., XVI, 315, 317; Santo Tomás, Summa theol., III, q. 28, a. 3; Petav., De Incarn., XIC, III, 11; etc.

[69] cf. Ex. 34,19; Núm. 18,15; San Epifanio, Haer. LXXCVIII, 17, P.G., XLII, 728

[70] cf. Revue biblique, 1895, pp. 173-183

[71] San Pedro Crisólogo, Serm., CXLII, en Annunt. B.M. V., P.G., LII, 581; Hesych., hom. V de S. M. Deip., P.G., XCIII, 1461; San Ildefonso Ce Virgin. Perpet. S.M., P.L., XCVI, 95; San Bernardo, de XII praer. B.V.M., 9, P.L., CLXXXIII, 434, etc.

[72] Ad Ephes., 7, P.G., V, 652

[73] Adv. Haer., III, 19, P.G., VIII, 940, 941

[74] Adv. Prax. 27, P.L., II, 190

[75] Serm. I, 6, 7, P.G., XLVIII, 760-761

[76] Cf. Ambrosio, In Luc. II, 25, P.L., XV, 1521; San Cirilo de Alejandría, Apol. pro XII cap.; c. Julian., VIII; ep. ad Acac., 14; P.G., LXXVI, 320, 901; LXXVII, 97; Juan de Antioquía, ep. ad Nestor., 4, P.G., LXXVII, 1456; Teodoreto, Haer. Bab., IV, 2, P.G., LXXXIII, 436; San Gregorio Nacianceno, ep. ad Cledon., I, P.G., XXXVII, 177; Proclo, Hom. de Matre Dei, P.G., LXV, 680; etc. Entre los escritores modernos se deben notar Terrien, La mère de Dieu et la mere des hommes, París, 1902, I, 3-14; Turnel, Histoire de la théologie positive, París, 1904, 210-211.

[77] cf. Petav., De Incarnat., XIV, i, 3-7

[78] ep. CCLX, P.G., XXXII, 965-968

[79] Hom. IV, In Matt., P.G., LVII, 45; Hom. XLIV, In Matt. P.G., XLVII, 464 sq.; Hom. XXI, en Jo., P.G., LIX, 130

[80] In Jo., P.G., LXXIV, 661-664

[81] San Ambrosio en Luc. II, 16-22; P.L., XV, 1558-1560; De Virgin. I, 15; ep. LXIII, 110; De Obit. Val., 39, P.L., XVI, 210, 1218, 1371; San Agustín, De Nat. et Grat., XXXVI, 42, P.L., XLIV, 267; San Beda, In Luc. II, 35, P.L., XCII, 346; Santo Tomás, Summa theol., III. Q. XXVII, a. 4; Terrien, La mere de Dieu et la mere des hommes, París, 1902, I, 3-14; II, 67-84; Turmel, Histoire de la théologie positive, París, 1904, 72-77; Newman, Anglican Difficulties, II, 128-152, Londres, 1885

[82] cf. Iliad, III, 204; Xenoph., Cyrop., V, I, 6; Dio Cassius, Hist., LI, 12; etc.

[83] cf. San Ireneo, C. Haer., III, XVI, 7, P.G., VII, 926

[84] P.G., XLIV, 1308

[85] Vea Knabenbauer, Evang. sec. Joan., París, 1898, págs. 118-122; Hoberg, Jesus Christus. Vorträge, Friburgo, 1908, 31, Anm. 2; Theologie und Glaube, 1909, 564, 808.

[86] cf. San Agustín, De Virgin., 3, P.L., XL, 398; Pseudo-Justino, Qaest. et Respons. Ad Orthod., I, q. 136, P.G., VI, 1389

[87] cf. Geyer, Itinera Hiersolymitana saeculi IV-VIII, Viena, 1898, 1-33; Mommert, Das Jerusalem des Pilgers von Bordeaux, Leipzig, 1907

[88] Meister, Rhein. Mus., 1909, LXIV, 337-392; Bludau, Katholik, 1904, 61 ss., 81 ss, 164 sqq.; Revue Bénédictine, 1908, 458; Geyer, l. c.; Cabrol, Etude sur la Peregrinatio Silviae, París, 1895

[89] cf. de Vogüé, Les Eglises de la Terre-Sainte, Par+is, 1869, p. 438; Liévin, Guide de la Terre-Sainte, Jerusalén, 1887, I, 175

[90] cf. Thurston, en The Month para 1900, julio a septiembre, págs. 1-12; 153-166; 282-293; Boudinhon en Revue du clergé français, Nov. 1, 1901, 449-463

[91] Praef. in Jo., 6, P.G., XIV, 32

[92] Orat. VIII en Mar. assist. cruci, P.G., C, 1476

[93] cf. Sermo dom. infr. oct. Assumpt., 15, P.L., XLXXXIII, 438

[94] cf. Terrien, La mere de Dieu et la mere des hommes, París, 1902, III, 247-274; Knabenbauer, Evang. sec. Joan., París, 1898, 544-547; Bellarmine, de sept. verb. Christi, I, 12, Colonia, 1618, 105-113

[95] De Virginit., III, 14, P.L., XVI, 283

[96] Or. IX, P.G., C, 1500

[97] De Div. Offic., VII, 25, P.L., CLIX, 306

[98] De Excell. V.M., 6, P.L., CLIX, 568

[99] Quadrages. I, in Resurrect., serm. LII, 3

[100] Exercit. spirit. de resurrect., I apparit.

[101] De Myster. vit. Christi, XLIX, I

[102] In IV Evang., ad XXVIII Matth.

[103] Vea Terrien, La mere de Dieu et la mere des hommes, París, 1902, I, 322-325.

[104] cf. Photius, ad Amphiloch., q. 228, P.G., CI, 1024

[105] In Luc. XI, 27, P.L., XCII, 408

[106] De Carne Christi, 20, P.L., II, 786

[107] Cf. Tertuliano, De Virgin. vel., 6, P.L., II, 897; San Cirilo de Jerusalén., Catech., XII, 31, P.G., XXXIII, 766; San Jerónimo, en ep. ad Gal. II, 4, P.L., XXVI, 372.

[108] cf. Drach, Apcal., París, 1873, 114

[109] Cf. Pseudo-Agustín, Serm. IV de Symbol. Ad Catechum., I, P.L., XL, 661; Pseudo-Ambrosio, expos, en Apoc., P.L., XVII, 876; Haymo de Halberstadt, en Apoc. III, 12, P.L., CXVII, 1080; Alcuino, Comment. en Apoc., V, 12, P.L., C, 1152; Casiodoro, Complexion. en Apoc., ad XII, 7, P.L., LXX, 1411; Ricardo de San Víctor, Explic. en Cant., 39, P.L., VII, 12, P.L., CLXIX, 1039; San Bernardo, Serm. de XII Praerog. B.V.M., 3, P.L., CLXXXIII, 430; de la Broise, Mulier amicta sole,en Etudes, april-junio, 1897; Terrien, La mère de Dieu et la mere des hommes, París, 1902, IV, 59-84.

[110] Anglican Difficulties, Londres, 1885, II, 54 ss.

[111] Labbe, Collect. Concilior., III, 573

[112] Eusebio, Hist. Eccl., III, 31; V, 24, P.G., XX, 280, 493

[113] cf. Assemani, Biblioth. orient., Roma, 1719-1728, III, 318

[114] De Fest. D.N.J.X., I, VII, 101

[115] cf. Arnaldi, super transitu B.M.V., Genes 1879, I, c. I

[116] Mém. pour servir à l’histoire ecclés., I, 467-471

[117] Dict. de la Bible, art. Jean, Marie, París, 1846, II, 902; III, 975-976

[118] cf. Le Camus, Les sept Eglises de l’Apocalypse, París, 1896, 131-133.

[119] cf. Polycrates, en la Hist. Ecl. De Eusebio, XIII, 31, P.G., XX, 280

[120] En relacióncon esta controversia, vea Le Camus, Les sept Eglises de l’Apocalypse, París, 1896, pp. 133-135; Nirschl, Das Grab der hl. Jungfrau, Maguncia, 1900; P. Barnabé, Le tombeau de la Sainte Vierge a Jérusalem, Jerusalén, 1903; Gabriélovich, Le tombeau de la Sainte Vierge à Ephése, réponse au P. Barnabé, París, 1905.

[121] Hom. II in dormit. B.V.M., 18 P.G., XCVI, 748

[122] Handb. der Kath. Dogmat., Friburgo, 1875, III, 572

[123] De Divinis Nomin., III, 2, P.G., III, 690

[124] Et. XXIX, 4, P.L., LIV, 1044

[125] Ep. CXXXIX, 1, 2, P.L., LIV, 1103, 1105

[126] cf. Assemani, Biblioth. orient., III, 287

[127] Apoc. apocr., Mariae dormitio, Leipzig, 1856, p. XXXIV

[128] P.G., V, 1231-1240; cf. Le Hir, Etudes bibliques, Paris, 1869, LI, 131-185

[129] P.L., LIX, 152

[130] Guerin, Jerusalén, París, 1889, 346-350; Socin-Benzinger, Palastina und Syrien, Leipzig, 1891, pp. 90-91; Le Camus, Notre voyage aux pays bibliqes, Paris, 1894, I, 253

[131] P.G., LXXXVI, 3288-3300

[132] Tobler, Itiner, Terr. sanct., Leipzig, 1867, I, 302

[133] Cf. Zahn, Die Dormitio Sanctae Virginis und das Haus des Johannes Marcus, in Neue Kirchl. Zeitschr., Leipzig, 1898, X, 5; Mommert, Die Dormitio, Leipzig, 1899; Séjourné, Le lieu de la dormition de la T.S. Vierge, in Revue biblique, 1899, págs. 141-144; Lagrange, La dormition de la Sainte Vierge et la maison de Jean Marc, ibid., págs. 589, 600.

[134] Haer. LXXVIII, 11, P.G., XL, 716

[135] cf. Nirschl, Das Grab der hl. Jungfrau Maria, Maguncia, 1896, 48

[136] Stromat. VI, 5

[137] in Eusebio, Hist. eccl., I, 21

[138] El lector puede también consultar un artículo en el “Zeitschrift fur katholische Theologie”, 1906, pags. 201 ss.

[139] ; cf. “Zeitschrift fur katholische Theologie”, 1878, 213.

[140] cf. Martigny, Dict. des antiq. chrét., París, 1877, p. 792

[141] De Trinit. VIII, 5, P.L., XLII, 952

[142] cf. Garucci, Vetri ornati di figure in oro, Roma, 1858

[143] cf. Martigny, Dict. das antiq. chret., París, 1877, p. 515

[144] cf. Marucchi, Elem. D’archaeol. Chret., París y Roma, 1899, I, 321; De Rossi, Imagini scelte della B.V. Maria, tratte dalle Catacombe Romane, Roma, 1863

[145] Adv. Haer., V, 17, P.G. VIII, 1175

Las obras que tratan sobre los diversos asuntos concernientes al nombre, nacimiento, vida y muerte de María han sido citadas en las partes correspondientes de este artículo. Añadimos aquí sólo unos pocos nombres de escritores, o de recopiladores de obras de un carácter más general: BOURASSE, Summa aurea de laudibus B. Mariae Virginis, omnia complectens quae de gloriosa Virgine Deipara reperiuntur (13 vols., París, 1866); KURZ, Mariologie oder Lehre der katholischen Kirche uber die allerseligste Jungfrau Maria (Ratisbona, 1881); MARACCI, Bibliotheca Mariana (Roma, 1648); IDEM, Polyanthea Mariana, reimpresa en Summa Aurea, vols IX y X; LEHNER, Die Marienerehrung in den ersten Jahrhunderten (2da. ed., Stuttgart, 1886).

Fuente: Maas, Anthony. “The Blessed Virgin Mary.” The Catholic Encyclopedia. Vol. 15. New York: Robert Appleton Company, 1912.

http://www.newadvent.org/cathen/15464b.htm

Traducido por Aurora Marín López. rc

Enlaces internos

[1] San José

[2] Akathistos.

[3] La maternidad espiritual de María en e pasado, presente y futuro de la Iglesia.

[4] Devoción a la virgen María.

[5] La Virgen María.

[6] Visitación de la Santísima Virgen.

[7] Esponsales de Santa María Virgen.

[8] Fiesta de la presentación de la Santísima Virgen.

[9] Inmaculada Concepción

Dogmas Marianos

[10] Dogma de la maternidad divina de la Santísima Virgen María.

[11] Dogma de la Asunción de la Virgen María

[12] Dogma de la Inmaculada Concepción

[13] Dogma de la perpetua virginidad de María.

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Corazón de María Corazón de la Iglesia

[27] Corazón de María: Introducción.

[28] Corazón de María: Noción.

[29] Corazón de María Inmaculado.

[30] Corazón de María: Virginal.

[31] Corazón de María: Nupcial.

[32] Corazón de María: Madre del Redentor.

[33] Corazón de María: Compasivo y co-redentor de María pre-redimida.

[34] Corazón de María: Corazón de la vida eucarística.

[35] Corazón de María: agonizante y resucitado.

[36] Corazón de María: expresión a los ojos del Magisterio.

[37] Los teólogos frente a la expresión “Corazón de María”.

[38] Ventajas ecuménicas ecuménicas y pastorales de la presentación del Corazón de inmaculado de María como corazón de la Iglesia

Cantos e himnos a la Virgen María en christusrex

[39] Heureuse est tu Marie!

[40] Gaudens gaudebo.

[41] Benedicta es tu.

[42] Tota pulchra.

[43] Ave María.

[44] Gloriosa.

[45] Lux Fulgebit.

[46] Difussa es gratia.

[47] Felix nanque es.

[48] Exsulta filia sion.

[49] Gaudeamus… de cuius festitvitate.

[50] Benedicta et venerabilis.

[51] Felis es, Sacra Virgo.

[52] Beata es Virgo María.

[53] Beatam me dicent.

Punto de Vista de Alejandro Bermúdez, Director de Aci Prensa y del Grupo ACI

[54] Las apariciones de la Virgen María I

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[57] La aparición de la Virgen de Laus

María en la Divina Liturgia Ortodoxa

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[60] Maria Panagia.

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Fuente: Enciclopedia Católica