ORACION

v. Petición, Ruego, Súplica
1Ki 8:28; 2Ch 6:19; Neh 1:6 atenderás a la o de tu
1Ki 8:54 cuando acabó Salomón .. esta o y súplica
1Ki 9:3 dijo Jehová: Yo he oido tu o y tu ruego
2Ki 19:4; Isa 37:4 eleva o por el remanente que aún
2Ch 6:40 atentos tus oídos a la o en este lugar
Job 15:4 y menoscabas la o delante de Dios
Job 16:17 a pesar de .. y de haber sido mi o pura
Psa 39:12 oye mi o, oh .. y escucha mi clamor
Psa 65:2 tú oyes la o; a ti vendrá toda carne
Psa 72:20 terminan las o de David, hijo de Isaí
Psa 88:13 y de mañana mi o se presentará delante
Psa 102:17 habrá considerado la o de los desvalidos
Psa 109:7 salga culpable; y su o sea para pecado
Psa 119:170 llegue mi o delante de ti; líbrame
Psa 141:2 suba mi o delante de ti como el incienso
Psa 143:1 Jehová, oye mi o, escucha mis ruegos
Pro 15:8 Jehová; mas la o de los rectos es su gozo
Pro 15:29 impíos; pero él oye la o de los justos
Pro 28:9 que aparta .. su o también es abominable
Isa 1:15 cuando multipliquéis la o, yo no oiré
Isa 26:16 derramaron o cuando los castigaste
Isa 38:2 volvió Ezequías su rostro a la .. e hizo o
Isa 56:7 mi casa será llamada casa de o para
Lam 3:44 de nube para que no pasase la o nuestra
Dan 9:3 volví mi rostro .. buscándole en o y ruego
Jon 2:7 y mi o llegó hasta ti en tu santo templo
Hab 3:1 o del profeta Habacuc, sobre Sigionot
Mat 17:21; Mar 9:29 este género no sale sino con o
Mat 21:13; Mar 11:17; Luk 19:46 casa de o será llamada
Mat 21:22 todo lo que pidiereis en o, creyendo, lo
Mat 23:14; Mar 12:40; Luk 20:47 y como pretexto hacéis largas o
Luk 1:13 tu o ha sido oída, y tu mujer Elisabet te
Luk 2:37 sirviendo de noche y de día con ayunos y o
Luk 5:33 de Juan ayunan muchas veces y hacen o
Act 1:14 perseveraban unánimes en o y ruego
Act 2:42 perseveraban en .. comunión .. y en las o
Act 6:4 persistiremos en la o y en el ministerio
Act 10:4 tus o y tus .. han subido para memoria
Act 12:5 pero la iglesia hacía sin cesar o a Dios
Rom 1:9; Eph 1:16; Phi 1:4; 1Th 1:2; 2Ti 1:3; Phm 1:4 hago mención de .. en mis o
2Ti 10:1 mi o a Dios por Israel, es para salvación
2Ti 12:12 en la tribulación; constantes en la o
1Co 7:5 para ocuparos sosegadamente en la o
2Co 1:11 cooperando .. a favor nuestro con la o
Phi 1:19 sé que por vuestra o .. resultará en mi
Phi 4:6 sino sean conocidas .. en toda o y ruego
Col 4:2 perseverad en la o, velando en ella con
Col 4:12 rogando .. por vosotros en sus o, para
1Ti 2:1 que se hagan rogativas, o, peticiones y
Phm 1:22 que por vuestras o os seré concedido
Jam 5:13 ¿está alguno entre .. afligido? Haga o
Jam 5:15 la o de fe salvará al enfermo, y el Señor
Jam 5:16 la o eficaz del justo puede mucho
1Pe 3:7 para que vuestras o no tengan estorbo
1Pe 3:12 los justos, y sus oídos atentos a sus o
1Pe 4:7 se acerca; sed, pues, sobrios, y velad en o
Rev 5:8 llenas de incienso, que son las o de los
Rev 8:3 mucho incienso para añadirlo a las o de


Oración (heb. tefillâh, “oración”, “salmo de alabanza”; gr. generalmente dé’sis, “súplica”, “oración”; proseuje, “oración”, “intercesión”; etc.). Comunión con Dios que consiste generalmente en alabanza, gratitud y/o súplica. La oración presupone la fe de que Dios existe, oye, se interesa y “es galardonador de los que le buscan” (Heb 11:6). Supone que existe una relación correcta entre el suplicante y su Creador, o que debe restaurarse dicha relación. Idealmente, la oración es una expresión del alma hacia Dios que manifiesta amor y aprecio, el deseo de la conducción divina, la confesión del pecado o pedidos especí­ficos. Su propósito no es tanto producir un cambio en el Señor como en el suplicante, y condicionar su mente y su vida para que Dios pueda realizar su voluntad de bien en él y por él. Déesis usualmente indica una oración que pide un beneficio especial (Luk 1:13; Rom 10:1; Phi 1:19; etc.), mientras proseuje es la oración con sentido más general (Mat 21:13; Luk 6:12; Hch, 1:14; Eph :16; 1Pe 3:7; etc.). La fe es un ingrediente esencial de la oración (Mat 21:21, 22). Mediante las parábolas del amigo que llamó a medianoche (Luk 11:5-13) y la del juez injusto (18:1-8), nuestro Señor 860 enfatiza la importancia de la persistencia, la perseverancia y el fervor en la oración. Las relaciones correctas en el hogar son importantes para que las “oraciones no tengan estorbo” (1Pe 3:7). Un espí­ritu perdonador es esencial para el perdón de los propios pecados (Mat 6:14, 15). La humildad también es un ingrediente esencial (Luk 18:10, 11). La oración ha de ser ofrecida a Dios en el nombre de Cristo (Joh 14:13, 14). Las motivadas por el egoí­smo no pueden ser contestadas (Jam 4:3), y Dios no escucha las oraciones de los que deliberadamente le desobedecen, o que tienen el propósito de desobedecerlo (Pro 15:29; 28:9). En vista de que la oración refleja la conciencia de la necesidad y la fe en el poder de Dios de suplir lo que hace falta, él a menudo hace por nosotros, como resultado de ella, lo que de otro modo no harí­a. Algunas personas “no tienen” porque “no piden” (Jam 4:2). La oración debe ser sencilla y no ostentosa (Mat 6:5, 7). Para que sea respondida es esencial que el pedido esté en armoní­a con la voluntad de Dios. El suplicante deberí­a orar según el ejemplo de Cristo: “Pero no sea como yo quiero, sino como tú” (26:39). “Si pedimos alguna cosa conforme a su voluntad, él nos oye” (1 Joh 5:14). Demasiado a menudo “qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espí­ritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles” (Rom 8:26). Se deben ofrecer oraciones especiales por los enfermos (Jam 5:14, 15), con sinceridad de corazón, con la fe sencilla de que, en su propio tiempo y manera, Dios proveerá lo que sea mejor. Así­, él puede atender nuestro pedido o negarlo; y puede proveer algo mejor o hacernos esperar la respuesta hasta una mejor ocasión. Como el tí­tulo lo sugiere, varios salmos constituyen oraciones (Psa_17; 86; 90; 102; etc.). En la oración intercesora de Cristo, en la noche de su traición (Joh_17), oró por la unidad de los discí­pulos y porque tuvieran fuerzas para vivir en el mundo sin ser influidos por él (vs 15, 22). La más conocida es la oración modelo que Cristo enseñó a sus discí­pulos: el Padrenuestro. Aunque es breve, abarca las necesidades y aspiraciones básicas del creyente devoto (Mat 6:9-13; Luk 11:2-4). Oráculo. Comunicación de Dios, especialmente (aunque no siempre) en respuesta a un pedido especí­fico de conducción; también se incluyen varias comunicaciones transmitidas mediante visiones, sueños, mensajes profetices, Urim y Tumim, etc. También se usa este vocablo para las comunicaciones de Dios realizadas a veces desde el lugar santí­simo del templo. El vocablo, que en la RVR sólo aparece 2 veces (Pro 16:10; Zec 10:2), es traducción del: 1. Heb. dâbâr, literalmente “palabra”, y aparece mayormente como “palabra”, “dicho”, “asunto” (2Sa 16:23; Zec 10:2; etc.). 2. Heb. debîr, el lugar santí­simo del templo (1Ki 6:5, 16, 19-23, Sal 28:2; etc.). Algunos objetan la traducción “oráculo” para debîr por las implicancias de equiparar lo más sagrado del santuario hebreo con el lugar donde se originaban los oráculos en los idolátricos templos paganos. 3. Heb, massâ’, “declaración profética” (2Ki 9:25; 2Ch 24:27; Isa 13: 1; cte.). 4. Heb. ne’um , “declaración” o “comunicación” dada divinamente ( Num 24:3, 4; 2Sa 23:1). 5. Heb. nâgad, “informar”, “dar oráculos” (Hos 4:12). 6. Heb. qesem (Pro 16:10, BJ), donde da la idea de una decisión o sentencia de origen divino. 7. Gr. lóguion, “dicho” o “declaración” (Act 7:38; Rom 3:2). Orador. Término que aparece en la frase “el hábil orador” (Isa 3:3). Sin embargo, la frase hebrea (nebón lajâsh) significa “el que es experto en encantamientos mágicos”. En Act 24:1, “orador” es traducción del gr. rhetí‡r (cf “retórica”), “vocero”, “abogado”, y significa una persona diestra para hablar en público, que comprende la terminologí­a forense y los procedimientos apropiados en las cortes romanas, y que puede presentar discursos legales y oficiales en favor de otros. Ordenanza. Véase Ley.

Fuente: Diccionario Bíblico Evangélico

súplica o ruego, resultado de la creencia de una persona en una divinidad. Puede ser individual o en grupo, silenciosa o hablada. Es crucial para el culto. La o., era la compañera del sacrificio, y ocupó una posición fundamental desde los primeros dí­as. El templo era una casa de la oración, Is 56, 7, y los salmos, o salterio, se convirtieron en la oración de la liturgia en los templos y sinagogas y conformaron la esencia de las oraciones en el primitivo cristianismo.

Mientras muchos pueblos intentaban que sus í­dolos se manifestaran mediante conjuros, ritos mágicos y prácticas, para los israelitas la constante presencia de Dios, no sólo en el templo, sino también fuera de él, hací­a que la o. fuera un hecho permanente. La oración incluye la invocación, alabanza, acción de gracias, petición para sí­ mismo o los demás, la confesión y un llamamiento al perdón.

El modelo de oración conocido como la Oración del Padrenuestro latí­n Paternoster, la dio Jesucristo a sus discí­pulos, Mt 6, 9-13; Lc 11, 2-4.

En muchas oraciones se perciben ciertas dudas respecto a si en un caso concreto la o. era escuchada realmente, por lo que ésta suele ir acompañada de un ruego por parte del orante para propiciar el ser escuchado.

Dios era considerado como un ser que exhorta por sí­ mismo al hombre a que se dirija a él en la desgracia: †œInvócame en el dí­a de la angustia, te libraré y tú me darás gloria†, Sal 50, 15. Entonces la relación es recí­proca y cumple una finalidad cuando el se estaba angustiado; debí­a dirigirse a Dios en o., y Dios, al ayudarle, serí­a alabado por ese hombre.

La o. abarcaba todos los aspectos de la vida material y espiritual como la salud, el bienestar, los hijos, la perpetuación de la familia o la sabidurí­a, entre otros. La formulación más significativa de este estado ideal reza: †œDichosos todos los que temen a Yahvéh, los que van por sus caminos. Del trabajo de tus manos comerás, dichoso tú, que todo te irá bien! Tu esposa será parra fecunda en el secreto de tu casa. Tus hijos como brotes de olivo en torno a tu mesa. Así­ será bendito el hombre que teme a Yahvéh†, Sal 128. Todo lo que se apartaba de este estado ideal, era objeto de o., que no tení­a por qué referirse necesariamente al propio orante. Por eso habí­a o. por el rey, , Sal 20, por el hermano, 1 Mc 12, 11, por los difuntos, 2 Mc 12, 44, o por la ciudad en la que los israelitas viví­an cautivos, Jr 29, 7.

La o. con perseverancia y con fe, fue la realizada por una mujer cananea cuya hija estaba endemoniada fue escuchada por Dios, pues se curó, Mt 15, 21-28. Cuando la o. se realiza con perseverancia y con fe, su poder es ilimitado: †œSi permanecéis en mí­, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y lo conseguiréis†, Jn 15, 7.

Jesús destaca el poder de la o. colectiva: †œOs aseguro también que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, sea lo que fuere, lo conseguirán de mi Padre. Porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí­ estoy yo en medio de ellos†, Mt 18, 19-20.

Diccionario Bí­blico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003

Fuente: Diccionario Bíblico Digital

Respuesta espiritual (hablada o no) del ser humano a Dios. La oración cubre toda una diversidad de formas de dirigirse a Dios y escuchar su voz, de interceder y esperar en el Señor, de contemplar y peticionar a nuestro Padre celestial.

I. Jesús y la oración.
En los Evangelios hay 17 referencias a Jesús en el acto de orar. Pueden dividirse en cuatro grupos.
( 1 ) Oraciones en momentos crí­ticos de su vida: (a) su bautismo, Luk 3:21; (b) la elección de los apóstoles, Luk 6:12-13; (c) su confesión de que él era el Mesí­as, Luk 9:18; (d) su transfiguración, Luk 9:29; (e) antes de enfrentar la cruz, en el Getsemaní­, Luk 22:39-40; y (f) en la cruz, Luk 23:46.
( 2 ) Oraciones durante su ministerio: (a) antes del conflicto con los lí­deres judí­os, Luk 5:16; (b) antes de proporcionar el Padrenuestro, Luk 11:1; (c) cuando vinieron a verlo los griegos, Joh 12:7-8; y (d) luego de alimentar a los 5.000, Mar 6:46.
( 3 ) Oraciones en sus milagros: (a) al sanar a las multitudes,Mar 1:35; (b) antes de alimentar a los 5.000, Mar 6:41; (c) al sanar a un sordomudo, Mar 7:34; y (d) al levantar de la muerte a Lázaro, Joh 11:41.
( 4 ) Oraciones por otros: (a) por los once, Joh 17:6-19; (b) por toda la iglesia, Joh 17:20-26; (c) por quienes lo clavaron en la cruz, Luk 23:34; y (d) por Pedro, Luk 22:32.

Debemos entender que estas ocasiones no son las únicas en las cuales Jesús oró, sino que son indicativas de una rica vida de oración (Heb 5:7).

II. La enseñanza de Jesús sobre la oración.
Fue el ver la vida de oración de Jesús (tan diferente de la forma habitual de orar en el judaí­smo) lo que llevó a los discí­pulos a decir: Señor, enséñanos a orar (Luk 11:1). Jesús les dio lo que hoy llamamos el Padrenuestro (Luk 11:2-4; Mat 6:9-13). Esta oración tiene tres partes:
( 1 ) Invocación: Padre nuestro que estás en los cielos.
( 2 ) Petición: hay seis pedidos: que el nombre de Dios sea santificado, que su reino venga, que sea hecha su voluntad, que sea provisto el pan diario, que sean perdonadas nuestras deudas (pecados), y que seamos liberados de la tentación (la prueba) y del mal (el maligno).
( 3 ) Doxologí­a:
Porque tuyo es el reino, el poder y la gloria…En las demás enseñanzas de Jesús sobre la oración, observamos que él enseñaba que la misma puede estar caracterizada por
( 1 ) la importunidad (Luk 11:5-8), el aferrarse a la disposición de Dios para bendecir;
( 2 ) tenacidad (Luk 18:1-8), una persistencia y seguridad en la oración;
( 3 ) humildad (Luk 18:10-14), penitencia y sentimiento de no ser dignos;
( 4 ) compasión (Mat 18:21-35);
( 5 ) sencillez (Mat 6:5-6; Mar 12:38-40);
( 6 ) intensidad y vigilancia (Mar 13:33; Mar 14:38);
( 7 ) unidad de sentimiento y pensamiento de la comunidad que ora (Mat 18:19 ss.) y
( 8 ) expectativa (Mar 11:24).

Jesús también indicó algunos de los motivos por los cuales interceder.
( 1 ) Que las fuerzas malignas sean echadas de los corazones de quienes están en tinieblas y desesperación (Mar 9:14-29).
( 2 ) La extensión del reino de Dios en los corazones y las mentes de las personas en todo lugar (Mat 9:35 ss.; Luk 10:2).
( 3 ) El verdadero bien para los enemigos (Mat 5:44; Luk 6:28).

Un punto de partida importantí­simo y completamente nuevo en el método de oración que Jesús enseñó es que los discí­pulos deben pedir en su nombre (Joh 14:13; Joh 16:23-24): no como una fórmula mágica, sino más bien como la nueva posición en que se encuentra el adorador, una nueva súplica por el éxito de sus peticiones y una nueva mente en la cual se concibe la oración. Así­, el objetivo de la oración no es hacer que Dios cambie su voluntad, sino permitir que los discí­pulos de Jesús cambien su mentalidad y su disposición a medida que van siendo modelados por su Espí­ritu.

III. La enseñanza de los apóstoles sobre la oración.
Las cartas de Pablo están llenas de referencias a la oración, que van desde la alabanza hasta la petición. Consciente en todo momento de que el Jesús exaltado está intercediendo por su iglesia (Rom 8:34), Pablo consideraba a la oración como surgida de la presencia y la actividad del Espí­ritu (enviado por Cristo) dentro del cuerpo de Cristo y dentro de cada creyente en forma individual (Rom 8:15-16), y como ofrecida a Dios el Padre en y a través del Señor Jesús.

Se utilizan diversos verbos para cubrir el espectro de la oración:
( 1 ) Doxazo, glorificar a Dios el Padre (Rom 15:6, Rom 15:9);
( 2 ) epainos, alabar a Dios el Padre (Eph 1:6, Eph 1:12, Eph 1:14);
( 3 ) eulogeomai, bendecir (o dar gracias) a Dios (1Co 14:16; 2Co 1:3);
( 4 ) proskuneo, adorar a Dios el Padre (Joh 4:20-24; 1Co 14:25);
( 5 ) eucaristeo, dar gracias a Dios el Padre (Phi 1:3; Col 1:3);
( 6 ) deomai y proseucomai, pedir a Dios por las cosas personales (Rom 1:10; 1Co 14:13; 2Co 12:8);
( 7 ) hyperentynchano, pedir a Dios por otros (Rom 8:26). Santiago también consideraba que la vida del creyente es una de oración (Jam 5:13-16).

IV. Ejemplos de oraciones y formas de orar.
La mayorí­a de las oraciones de los lí­deres de Israel que se registran en la Biblia son de intercesión; ver las oraciones de Moisés (Exo 32:11-13, Exo 32:31, 32; Exo 33:12-16; Num 11:11-15; Num 14:13-19; Deu 9:18-21), Aarón (Num 6:22-27), Samuel (1Sa 7:5-13), Salomón (1Ki 8:22-53) y Ezequí­as (2Ki 19:14-19). Dios siempre contestó las oraciones de su pueblo, aunque algunas veces su respuesta fue †œque no† (Exo 32:30-35). Una vez se le ordenó a Jeremí­as que no intercediera (Jer 7:16; Jer 11:14; Jer 14:11). Suponemos que los profetas estaban constantemente ocupados en la oración, para poder recibir la palabra del Señor (comparar Isaí­as 6; Dan 9:20 ss.; Hab 2:1-3).

El Salterio contiene himnos comunitarios (Salmo 33; 145—150), lamentos comunitarios (44; 74; 79), salmos reales (2; 18; 20; 21), lamentos de un israelita particular (3; 5—7; 13), acciones de gracias de un israelita particular (30; 32; 138), canciones para la peregrinación (84; 122), acciones de gracias de la comunidad (67; 124), poemas de sabidurí­a (1; 37; 73; 112) y liturgias (15; 24; 60; 75).

Obviamente, a través de toda la Biblia la importancia no está adjudicada a la postura o posición fí­sica correctas, sino a la actitud correcta en la oración. Por eso, vemos que las personas oran de rodillas (1Ki 8:54; Ezr 9:5; Dan 6:10; Act 20:36), de pie (Jer 18:20), sentadas (2Sa 7:18) y hasta postradas (Mat 26:39). Algunas veces oran alzando las manos (1Ki 8:22; Psa 28:2; Psa 134:2; 1Ti 2:8). Oran en silencio (1Sa 1:13) y en voz alta (Eze 11:13); oran solas (Mat 6:6; Mar 1:35) o unidas (Psa 35:18; Mat 18:19; Act 4:31); oran en momentos determinados (Psa 55:17; Dan 6:10) o en cualquier momento (Luk 18:1). Oran en todo lugar (1Ti 2:8): en la cama (Psa 63:6), en campo abierto (Gen 24:11-12), en el templo (2Ki 19:14), a la orilla del rí­o (Act 16:13), en la playa (Act 21:5), en el campo de batalla (1Sa 7:5). Oran espontáneamente (Mat 6:7); oran litúrgicamente (Salmo 120—126); oran literalmente por todo (Gen 24:12-14; Phi 4:6; 1Ti 2:1-4). Ver ADORACION.

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

Es la comunicación del hombre con Dios. Se basa en la seguridad de que Dios existe †œy es galardonador de los que le buscan† (Heb 11:6). Dios es una persona con la cual se puede tener comunión y es un Dios que contesta la o. Por medio de la o. los creyentes expresan a Dios sus más í­ntimos pensamientos, lo que sienten, lo que aspiran o desean, sus temores, sus esperanzas y sus estados de ánimo.

La impresión que da la lectura de Gn. 3, donde Dios dialoga con Adán, es la de una intimidad abierta y natural. Más tarde, después de la †¢caí­da, se lee que tras el nacimiento de †¢Enós, †œlos hombres comenzaron a invocar el nombre de Jehovᆝ (Gen 4:26). De †¢Enoc se nos dice que †œcaminó … con Dios†, lo cual nos hace suponer una vida de o. También †¢Noé edificó un altar a Dios después del †¢diluvio (Gen 8:20), y Abraham hizo lo mismo (Gen 12:7), por lo cual entendemos que desde el principio el sacrificio y la o. estaban relacionados. El hombre se acercaba a Dios, pero en reconocimiento de la santidad de éste ofrecí­a una ví­ctima propiciatoria. La primera vez que se menciona especí­ficamente una o. es cuando †¢Melquisedec, †œrey de Salem y sacerdote del Dios altí­simo, sacó pan y vino† y bendijo a Abraham, diciendo: †œBendito sea Abram del Dios Altí­simo, creador de los cielos y de la tierra; y bendito sea el Dios Altí­simo…† (Gen 14:18-20). En las cosas que se refieren al futuro siempre hay una nebulosa para la mente humana, por lo cual muchos santos de Dios le pedí­an a éste alguna señal que les diera la seguridad de que tendrí­a lugar un acontecimiento que estaba todaví­a por llegar. Así­, Abraham le pidió a Dios una señal para asegurarse de que la promesa de darle la tierra se cumplirí­a (Gen 15:8-17). Las diversas ocasiones en que se registran o. de Abraham denotan lo apropiado del nombre que se le dio como †œamigo de Dios†.
oye las o. de sus santos. éstas pueden tomar la forma de peticiones, acciones de gracias, alabanza, adoración, meditación e intercesión. Encontramos una petición en el caso de Jacob, cuando en †¢Bet-el hizo voto, diciendo: †œSi fuere Dios conmigo, y me guardare en este viaje en que voy, y me diere pan para comer y vestido para vestir … Jehová será mi Dios…. y de todo lo que me dieres, el diezmo apartaré para ti† (Gen 28:20-22). En este caso está envuelto un voto, que es una promesa que se hace en o. a Dios. Se está pidiendo ayuda de Dios para el futuro y prometiendo lealtad y servicio.

Las acciones de gracias. Surgen de una experiencia que se considera conveniente, una bendición recibida o un hecho que produce consuelo. Asaf escribió: †œGracias te damos, oh Dios, gracias te damos, pues cercano está tu nombre† (Sal 75:1). La alabanza surge mayormente de la admiración de las virtudes de Dios y sus grandes acciones (†œ… alababan a Jehová, diciendo: Porque él es bueno, porque su misericordia es para siempre† (2Cr 5:13).

La adoración y la alabanza. La o. de adoración no es fácil de definir, porque incluye actitudes del alma que son inexpresables con palabras. En cierto sentido, toda o. es adoración, pero hay momentos en que el creyente lo que quiere no es pedir nada, o dar gracias, o interceder, sino expresar su profundo respeto y amor hacia Dios. Para que exista alabanza es imprescindible una actitud del corazón que reconzca en el sujeto de la adoración el carácter de soberano señor y dueño, como en el Sal. 99, donde se comienza reconociendo la grandeza de Dios: †œJehová reina…. El está sentado sobre los querubines…. Jehová en Sion es grande y exaltado sobre todos los pueblos…†. Y luego se reclama la alabanza: †œExaltad a Jehová nuestro Dios, y postraos ante su santo monte†.

La meditación. Generalmente antecede a la alabanza y la adoración. No toda meditación es una o., pero en algunas circunstancias el alma medita en una forma que se asemeja a un diálogo secreto con Dios, por lo cual el salmista decí­a: †œ… con labios de júbilo te alabará mi boca … cuando medite en ti en las vigilias de la noche† (Sal 63:5-6).

La intercesión. Ocurre cuando el creyente habla con Dios en beneficio de otra persona, pidiendo por ella. Digna de mención es la oración intercesora de Abraham en favor de †¢Abimelec y su familia, como resultado de lo cual éstos fueron sanados (Gen 20:17).
creyentes están conscientes del insondable misterio que es la o., puesto que no puede comprenderse cómo personas tan insignificantes, pequeñas y pecadoras, puedan comunicarse con un Dios infinito, Señor y Dueño del universo. Un Dios que, además, todo lo sabe. De manera que aun antes de hablar, ya él conoce lo que queremos decir (†œPues aún no está la palabra en mi lengua, y he aquí­, oh Jehová, tú la sabes toda† [Sal 139:4]). Además, el Dios al cual se dirige la o. es soberano, maneja todas las cosas y su voluntad siempre se cumplirá. No se trata, entonces, de tratar de †œtorcer el brazo a Dios† para que haga lo que quiere el orante, pues eso no es posible. Entonces, ¿por qué orar? Se ora, antes que nada, porque a Dios le agrada. él quiere tener comunión con sus hijos (†œ… la oración de los rectos es su gozo† [Pro 15:8]). Más aún, él lo ordena (†œOrad sin cesar† [1Te 5:17]). Es asunto de amor a Dios y de obediencia. †¢Padrenuestro.
cuanto a los lugares para orar, es evidente, como se ha dicho, que allí­ donde habí­a un altar se elevaba o. Tení­a también una significación especial el hacerlo en el †¢tabernáculo o el †¢templo (1Re 8:33). Pero la comunicación con Dios podí­a realizarse en cualquier sitio, siempre que hubiere sinceridad de corazón y respeto para su persona. †¢Isaac oró †œpor su mujer† (Gen 25:21), sin que se nos diga dónde lo hizo. Moisés oró muchas veces en Egipto, donde no habí­a altar a Jehová (Exo 8:8-9, Exo 8:28, 30). Luego lo hizo en el desierto (Num 11:2). Posiblemente †¢Manoa estaba en el campo cuando oró (Jue 13:8). Elí­as oró desde la cumbre del monte Carmelo (1Re 18:36-37) y desde una cueva en Horeb (1Re 19:13-18). Eliseo oró dentro de una habitación por un niño (2Re 4:33). †¢Ezequí­as oró en su lecho, vuelto su rostro hacia la pared (2Re 20:2). †¢Nehemí­as oró en su corazón, mientras estaba delante del rey (Neh 2:4). †¢Jonás oró †œdesde el vientre del pez† (Jon 2:1). Pablo oró en un puerto (Hch 20:36).
cuanto a las posiciones fí­sicas o gestos con los que se realiza la o., las Escrituras no ordenan como exclusiva ninguna forma particular. †¢Ana †œhablaba en su corazón y solamente se moví­an sus labios† dentro del †¢tabernáculo (1Sa 1:13). †¢Nehemí­as, no abrió su boca, ni se arrodilló a orar delante del rey (Neh 2:4). Pero era costumbre elevar las manos hacia el cielo cuando se estaba orando (†œOye la voz de mis ruegos cuando clamo a ti, cuando alzo mis manos hacia tu santo templo† [Sal 28:2]). También la persona se arrodillaba (†œ… me postré de rodillas, y extendí­ mis manos a Jehová mi Dios† [Esd 9:5]) o, estando postrada, poní­a la cabeza entre sus rodillas (1Re 18:42). En el NT vemos que esas costumbres se mantení­an, pues el Señor Jesús, en el huerto de †¢Getsemaní­, †œpuesto de rodillas oró† (Luc 22:41). Pablo escribió a Timoteo: †œQuiero, pues, que los hombres oren en todo lugar, levantando manos santas…† (1Ti 2:8). Los judí­os de aquella época habí­an adoptado la costumbre, todaví­a hoy en uso, de cubrirse la cabeza para orar, con un manto que llaman †œtaled†, lo cual se toma como una señal de sumisión a Dios. Los cristianos, sin embargo, desecharon esa práctica, pues Pablo dijo que †œtodo varón que ora o profetiza con la cabeza cubierta, afrenta su cabeza† (1Co 11:4), ordenando que sólo las mujeres se cubrieran la cabeza como señal de su posición de sumisión frente al hombre.
lo que respecta a la oportunidad para orar, lo que se nos manda es que lo hagamos †œsin cesar† (1Te 5:17), lo que implica cualquier lugar. En las Escrituras se encuentran múltiples casos de o. hechas en diferentes horas del dí­a y de la noche, en múltiples circunstancias de lugar y tiempo. †¢Padrenuestro.

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

tip, DOCT

ver, FILACTERIAS

vet, La oración es la comunicación con Dios. Siendo el Creador del mundo, y reinando sobre él, no es un ser impersonal, sino un Dios dispuesto a escuchar a los hombres. Sus leyes no lo limitan; son la expresión de Su propia operación, generalmente uniforme, en providencia y preservación. Puede, sin embargo, actuar de una manera libre, conforme al consejo de Su voluntad, modificando Su forma de actuar, e influenciando los sentimientos, la voluntad y la inteligencia de los hombres. Las oraciones y las respuestas dadas por Dios a ellas se hallan incluidas en Su plan, desde el comienzo de la creación, que El sostiene con Su constante presencia. La oración surge del corazón humano: en la angustia, clama a Dios, que demanda la oración de todos, pero que sólo admite las peticiones hechas de manera í­ntegra. La oración del impí­o es abominación ante Jehová (Pr. 15:29; 28:9). Sólo aquellos que no practican el pecado pueden allegarse a Dios por medio de la oración. La actitud de rebelión contra la autoridad divina debe ser depuesta; se debe implorar el perdón. La oración, comunión del hijo de Dios con su Padre, incluye la adoración, la acción de gracias, la confesión, la petición (Neh. 1:4-11; Dn. 9:3-19; Fil. 4:6). Así­ es como el pueblo de Dios ha orado a través de las eras. La oración es, así­, el derramamiento del corazón ante el Creador. El responde mediante bendiciones (1 R. 9:3; Ez. 36:37; Mt. 7:7). Jehová escucha toda oración sincera; tiene compasión por todas Sus criaturas (Sal. 65:3; 147:9). Santiago, citando un ejemplo histórico, afirma: “La oración eficaz del justo puede mucho” (Stg. 5:16). Y Cristo declara a Sus discí­pulos: “Todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, lo haré” (Jn. 14:13). Convencido de que sólo Dios sabe cuáles podrán ser las consecuencias últimas, buenas o malas, de una respuesta a la oración, el creyente acepta ya de entrada la respuesta afirmativa o negativa del Señor. El apóstol Juan, dirigiéndose a los cristianos, formula así­ la doctrina de la oración: “Esta es la confianza que tenemos en él, que si pedimos alguna cosa conforme a su voluntad, él nos oye” (1 Jn. 5:14). La respuesta será la que nosotros mismos desearí­amos si pudiéramos tener el conocimiento que nos falta. En ciertos casos, la no concesión de nuestras peticiones es con frecuencia la mayor de las bendiciones. El que ora con una actitud recta se confí­a enteramente a la sabidurí­a de su Señor. La oración debe ser pronunciada en el nombre de Cristo, sin el que ningún pecador puede tener acceso ante el Señor. El creyente debe tener presente que se está allegando a un Dios tres veces santo, y que se debe basar no en mérito alguno de su parte, que no tiene valor alguno, sino en los méritos de Cristo: El es quien nos ha purificado de nuestros pecados con Su sangre y ha hecho de nosotros reyes y sacerdotes. La oración se dirige al Dios trino y uno: Padre, Hijo y Espí­ritu Santo. Cada una de las tres Personas de la Trinidad es invocada en la bendición apostólica: “La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios, y la comunión del Espí­ritu Santo sean con todos vosotros” (2 Co. 13:14). La oración se dirige asimismo al Cristo resucitado, como lo hací­an los primeros cristianos (1 Co. 1:2). Esteban, sufriendo el martirio, ora a Cristo; Pablo le suplica a El y le da las gracias. Los rescatados proclaman Su gloria y soberaní­a (Hch. 7:59, 60; 2 Co. 12:8, 9; 1 Ts. 3:11; 1 Ti. 1:12; Ap. 1:5, 6). La oración es ofrecida a Dios por el Espí­ritu (Ef. 6:17). Sólo El sabe lo que nos es preciso pedir, para permanecer dentro de la lí­nea de la voluntad divina. La oración que El forme en nosotros será ciertamente otorgada, siempre y cuando nada en nuestros pensamientos y conducta venga a obstaculizar nuestras oraciones (1 Ti. 2:8; 1 P. 3:7). Actitud durante la oración. Los israelitas, por lo general, oraban de pie (1 S. 1:26; Dn. 9:20; Mt. 6:5, etc.). Sin embargo, la postura de rodillas podí­a señalar una mayor devoción (2 Cr. 6:13; Esd. 9:5; Dn. 6:10; Lc. 22:41, etc.). En ambos casos, las manos eran extendidas hacia Dios (1 R. 8:22; Neh. 8:6; Lm. 2:19; 3:41), o hacia Su santuario (Sal. 28:2; 2 Cr. 6:29). Esta postura era sumamente fatigosa cuando se prolongaba; Moisés se sentó en una piedra, en tanto que Aarón y Hur sostení­an sus brazos (Ex. 17:11-12). Como señal de humillación se oraba en ocasiones prosternándose con el rostro vuelto hacia el suelo (Neh. 8:6; 1 R. 18:42; 2 Cr. 20:18; Jos. 7:6). Daniel se dio a la oración y a la súplica en ayuno y vistiéndose de saco y ceniza (Dn. 9:3; cfr. Sal. 35:13). El hombre arrepentido se golpeaba el pecho acusándose ante Dios (Lc. 18:13). Al dejar de existir el Templo, la plegaria vino a tomar en el judaí­smo el lugar de los sacrificios. El Talmud reglamenta de manera minuciosa los diversos tipos de oraciones, su orden y la actitud que demandaban. Los antiguos rabinos estimaban cosa esencial llevar filacterias durante la oración (véase FILACTERIAS). Los cristianos son llamados a una vida de dependencia de Dios en oración, mientras se enfrentan en este mundo contra el Enemigo y sus ardides en una tremenda lucha espiritual. El apóstol Pablo exhorta así­: “Orando en todo tiempo con toda oración y súplica en el Espí­ritu, y velando en ello con toda perseverancia y súplica por todos los santos…” (Ef. 6:18). Bibliografí­a: Bounds, E. M.: “La oración, frente de poder” (Ediciones Evangélicas Europeas, Barcelona, 1972). Bounds, E. M.: “La oración y los hombres de oración” (Clí­e Terrassa 1981). Bunyan, J. y Goodwin, T.: “La oración” (The Banner of Truth Trust, Londres ,1967). Evans, D.: “En diálogo con Dios” (Certeza, Buenos Aires, 1976), Nee, T. S.: “Oremos” (Vida, Miami 1980).

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

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La oración es el alma de toda vida de fe y, por supuesto, de la vida cristiana. Lo es para cada persona y lo es también de la Iglesia como lo fue de Jesús.

En el Evangelio encontramos a Jesús orando muchas veces y enseñando a orar a sus discí­pulos: “Cuando oréis, no hagáis como los hipócritas que son muy dados a orar en pie… para que todo el mundo los vea. Vosotros entrad en vuestro aposento y, con la puerta cerrada, orad al Padre, que está allí­, a solas.

No os pongáis a repetir palabras como hacen los paganos, que creen que por muchos repetir serán escuchados. Vosotros decid: Padre nuestro.” (Mt. 6. 5-13)

1. Naturaleza de la oración
Los cristianos, a ejemplo de Jesús y de sus discí­pulos, entienden que la oración es un encuentro con Dios. Ningún signo sacramental ni práctica de piedad tienen sentido sin el espí­ritu de oración, que equivalente a vivir en la presencia de Dios que habla y oye, que ama y pide ser amado.

La oración es la respuesta del hombre a Dios, a quien mira con la fe cerca en cuanto lo considera Señor del Universo. Pero, para el cristiano es el diálogo amoroso con el Padre que está en los cielos, tal como Jesús nos lo enseñó.

El Catecismo de la Iglesia Católica indica con referencias patrí­sticas lo que se entiende por oración: “La oración es la elevación del alma a Dios o la petición a Dios de bienes convenientes” (S. J. Damasceno 3. 24). ¿Desde dónde hablamos cuando oramos? Dice San Agustí­n: ¿Desde la altura de nuestro orgullo y de nuestra propia voluntad, o desde “lo más profundo” (Sal 130, 14) de un corazón humilde y contrito?… Nosotros no sabemos pedir como conviene” (Rom 8. 26). Por eso la humildad es disposición necesaria para recibir gratuitamente el don de la oración: el hombre es un mendigo de Dios. (Sermón 56, 6, 9). (Cat. N. 2257)

2. Formas de oración
La Iglesia siempre ha insistido en la necesidad de diversas formas de oración. Es clásica la diferencia entre la oración personal y la comunitaria, cuya forma mejor es la litúrgica. Pero el encuentro en la intimidad con Dios es necesario para llegar a la experiencia de la oración.

Sin la oración personal, la litúrgica se hace palabrerí­a. Sin la litúrgica la personal es afectividad vací­a. Con ambas armonizadas nos acercamos a Dios.

2.1. La oración vocal
Es la que dirigimos a Dios en nuestro interior y la expresamos en fórmulas concretas y en sentimientos espontáneos. Es la forma de hablar con Dios como quien habla con un amigo. Es la que, en palabras de Sta. Teresa de Jesús, se practica y se define como “tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos que nos ama” (Vida 8.5).

Esta oración lleva a diversas actitudes ante Dios:

– a pedirle los bienes materiales y espirituales que necesitamos (impetratoria);

– a pedirle perdón por nuestras infidelidades (propiciatoria);

– a darle gracias por su amor y sus beneficios (eucarí­stica);

– a alabarle por sus grandezas y maravillas (laudatoria);

– y a reconocerle como Señor, ofreciéndole nuestra adoración y pleno reconocimiento de Señor (latréutica).

2.2. Oración meditativa
Esa oración la hacemos con palabras personales y con fórmulas compartidas y la llamamos vocal. O la hacemos de manera más o menos reflexiva y la llamamos meditación. Esta la hacemos en nuestro interior y aplicamos nuestra memoria, nuestra imaginación, nuestra afectividad, nuestra inteligencia y nuestra voluntad, a las cosas de Dios y a las cosas de este mundo a la luz de Dios.

El cristiano medita en su corazón con frecuencia. Piensa en la presencia divina. Considera los ejemplos de Jesús y de sus santos. Perfila sus proyectos de vida cristiana a la luz de las inspiraciones buenas que de Dios recibe.

Entre las formas de esta oración, la bí­blica es la más excelente por ser un encuentro con los “dichos y los hechos de Jesús”. La Lectura del Evangelio y la meditación práctica de sus enseñanzas nos deben mover a una mejora de vida. No hay mejor método para escuchar a Dios y para hablar con Dios que impregnarse de lo que El mismo quiso que se consignara en la Biblia y, sobre todo, los evangelios.

Cuando se habla de meditación, muchos piensan en algo complicado sólo asequible a los muy piadosos. Naturalmente, hay muchos caminos y grados en la meditación. Pero es una actividad sencilla y no hay nadie que no pueda practicarla de alguna manera.

La meditación cristiana es reflexionar desde la fe sobre los hechos de la vida y sobre los reclamos de Dios. Eso lo puede hacer cualquiera, si sabe mirar al Evangelio con tiempo y con amor.

No es una reflexión mental. No se trata sólo de pensar. Orar es amar a Alguien que está cerca y hablar con él. Santa Teresa decí­a: “No está la cosa en pensar mucho, sino en amar mucho; y así­ lo que más os despertare a amar, eso haced.”
2.3. Comunitaria o compartida.

Es la que hacemos en compañí­a de los otros creyentes y elevamos al Señor de manera grupal y solidaria. Se elevan plegarias y sentimientos al Señor, pero con la participación de otros.

Significa la unión con el Señor que se hace presente en la comunidad que le dirige sus plegarias y se pone en actitud de escuchar de forma solidaria y compartida. Es decir, ya no se establece una relación lineal entre el yo y Dios, sino entre el nosotros y el Padre, pero teniendo en medio a Jesús. En esto supera la oración comunitaria a la individual.

Esta oración es imprescindible en todo grupo de creyentes que se relaciona entre sí­ a la luz de la fe, o por el vivir sólo o por el actuar apostólicamente conjuntados por el amor a Dios. Es la oración la fuerza aglutinadora de cada grupo y el bálsamo alivia fatigas y el fuego que contagia anhelos.

2.4. Oración litúrgica

La comunitaria se convierte a veces en oración oficial de la Iglesia (Liturgia). Es aquella que la Iglesia, como tal, tributa a su divino Esposo. Con el paso de los siglos, la Comunidad de los seguidores de Jesús ha ido organizando su plegaria pública en diversas formas permanentes.

Se la suele llamar oficio de la horas, pues está organizada para que se rece a lo largo de todo el dí­a, al amanecer, a medio dí­a, por la tarde, al caer de la noche. Hablando de esta oración pública de la Iglesia, el Concilio Vaticano II decí­a: “La función sacerdotal de Cristo se prolonga a través de su Iglesia, que sin cesar alaba al Señor e intercede por la salvación de todo el mundo, no sólo celebrando la Eucaristí­a, sino también de otras maneras, principalmente recitando el Oficio divino”. (Sacr. Concilium 83)

La Iglesia ha sido consciente de la importancia que tiene la oración como estilo de vida del cristiano. Por eso impuso en sus normas el descanso dominical de los fieles, a fin de que se pudieran dedicar más fácilmente a la oración personal y comunitaria.

Multiplicó sus fórmulas y sus invitaciones para dirigir el corazón hacia Dios. Realizó mucha rogativas y ofrendas por las necesidades particulares y colectivas de los que le escuchaban.

Enseñó a dar gracias en los acontecimientos beneficiosos y a dirigir súplicas en los peligros y dificultades colectivas.

Toda la existencia de la Iglesia estuvo inspirada en el mandato del Señor: “Velad y orad, a fin de que no caigáis en la tentación” (Mc. 13. 33) 3. A quién nos dirigimos Si la oración es un encuentro de amor, debemos tener claro a Quién se dirige nuestra mente y nuestro corazón cuando elevamos el pensamiento al más allá. Desde la perspectiva de los destinatarios a los que invitamos a rezar, interesa recordarles que dios nos escucha, pero que espera las buenas obras y la mejora de vida.

3.1. Jesús y el Padre

El primer destinatario de la oración debe ser siempre Jesús, vivo y resucitado. No basta el recuerdo histórico de Jesús humano. Es preciso entender que El se halla en medio de nosotros (oración común y litúrgica) o en nosotros (oración personal y meditación). A través de El nos dirigimos al Padre que le ama y nos ama por El y en El.

La conversación con Dios se mejora con la práctica frecuente. El encuentro con Dios se hace cada vez más puro y profundo cuanto más lo practicamos.

3.2. Marí­a mediadora
Jesús quiso que su madre Santí­sima se elevara en la Iglesia como cauce para el encuentro con él. Por eso los cristianos siempre se han dirigido a ella con amor filial y confianza plena.

Todos acuden a ella en momentos de especial importancia o dificultad. Marí­a, es para los cristianos modelo y apoyo. Ella nos puede enseñar a buscar y aceptar en la oración la voluntad de Dios, incluso cuando no entendemos nada de lo que nos está ocurriendo. Su palabra es el modelo: “He aquí­ la esclava del Señor, hágase en mi según tu palabra” (Lc. 1. 38). Ella da luz y fuerza. Misteriosamente está presente en la mente y en el corazón. Ella nos enseña a decir: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espí­ritu en Dios, mi Salvador” (Lc. 1. 46-47). Ella quedó toda su vida como modelo: “Marí­a conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón”. (Lc 2, 19).

3.3. También a los Santos
Son intercesores celestes y, por lo tanto, recogen nuestros ruegos y deseos para presentarlos a Dios.

Las plegarias y las promesas que en su honor elevamos son formas de encontrarnos con Dios. ¿Cómo orar hoy a San José, a San Antonio, a San Francisco, a nuestro santo patrono? Con la sencillez de siempre, de quien entiende que hay figuras que nos oyen en Dios y que pueden interceder activamente por nosotros.

Es evidente que debemos superar las fantasí­as antropomórficas y que los santos no escuchan nuestras voces como si de una comunicación telefónica se tratara. Pero tampoco podemos reducir su intercesión a lo puramente simbólico y metafórico, como si de un engaño infantil se tratara. Cuando invocamos a los santos, no los interponemos como fetiches entre Dios y nosotros, sino que nos sentimos con ellos miembros del mismo Cuerpo Mí­stico y asumimos “el dogma de la comunicación de los santos” haciendo sus méritos celestes como garantí­a de nuestra confianza terrena.
4. Plegaria y fórmulas
La Iglesia cultivó y recomendó siempre algunas fórmulas como preferentes y aconsejables. Son las que, por su dimensión evangélica o por la piedad que suscitan, se denominan en los catecismos “oraciones del cristiano”
La primera y principal plegaria que la Iglesia siempre estimó y admiró fue la del Padre nuestro, pues fue la que Jesús enseñó a sus Apóstoles. En ella vio la Iglesia el resumen de todas sus necesidades y de todos sus deseos. Fue a petición de los Apóstoles que dijeron al Señor: “Enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discí­pulos”.

“Y Jesús les replicó: “Cuando oréis habéis de decir: Padre nuestro, que estás en los cielos. Santificado sea tu nombre. Venga a nosotros tu reino. Hágase tu voluntad en la tierra y en el cielo. Danos hoy el pan de cada dí­a. Perdónanos nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos ofenden. No nos dejes caer en la tentación. Lí­branos de todo mal”. (Mt. 6. 9-13 y Lc 11. 2-4)

Pero hay otras plegarias que no son menos importantes para la piedad cristiana: – El himno trinitario del “Gloria al Padre, gloria al Hijo, Gloria al Espí­ritu Santo” condensa todo el misterio cristiano y se expresa como acto de fe.

– Las plegarias marianas, sobre todo el Avemarí­a tradicional, han sido patrimonio cristiano desde los primeros tiempos. Junto a ella la Salve, el Magní­ficat, el Acordaos, el Rosario y la letaní­as lauretanas reflejan esa piedad singular que la Madre de Dios inspiró siempre en el pueblo cristiano.

– El Credo no es una plegaria, sino una declaración de fe.

– La Confesión general (Yo pecador) o acto de contrición (Señor mí­o, Jesucristo), la Oración de la buena muerte, los actos de fe, esperanza y caridad, son también plegarias que se recogen en diversos catecismos históricos.

– Bueno es también recordar que, debido a los movimientos bí­blicos y a la mayor cultura que en general tiene la población escolarizada de los tiempos presentes, determinadas formas de oración bí­blica han ganado mucho interés en el pueblo fiel, incluso a costa de tradicionales formas de plegaria popular.

Por eso es bueno en la formación de los cristianos actuales enseñar a orar con los Salmos bí­blicos, sin dejarse deslumbrar por otros pseudosalmos que determinadas almas piadosas divulgan en folletos extrabí­blicos.

Del mismo modo es motivo de alegrí­a, y desafí­o para la educación cristiana, el ver que muchos seglares se unen a la plegaria oficial de la Iglesia (Oficio de la Horas) y abandonan las menos consistentes novenas, octavarios, triduos y efemérides semanales o mensuales, que con tanta subjetividad divulgaron durante siglos franciscanos, dominicos, jesuitas y otras congregaciones que dieron en sus parcelas de devotos pí­as tonalidades peculiares, con olvido devocional del único redil de la Iglesia.

5. Tiempos, fiestas y oraciones
Desde tiempos antiguos, la Iglesia se acostumbró a recordar los acontecimientos de Jesús y de los Apóstoles en fechas en las que intensificaba la oración y las obras de caridad.

Fue el Domingo, o primer dí­a de la semana, el que pronto reemplazó al sábado judí­o, asociándolo al recuerdo gozoso de la Resurrección de Jesús.

Del mismo modo, la tradicional Pascua judí­a celebrada en el mes de Nisán (hacia Abril), se vinculó especialmente con la muerte y Resurrección de Jesús. Probablemente en vida ya de los Apóstoles, se celebraban esos recuerdos con verdadero sentido religioso.

A este ciclo de Pascua, se fueron añadiendo en muchos lugares los recuerdos del Nacimiento y Manifestación o Epifaní­a del Señor. Estas particulares celebraciones se realizaron al comienzo del año romano y reemplazaron al natalicio del Sol que en Roma se conmemoraba el 24 de Diciembre, solisticio de invierno.

Más tarde se asociaron también recuerdos cristianos a las celebraciones paganas propias de otros lugares.

Con el tiempo y la influencia de los monjes se fueron configurando los tiempos de Advierto y de Cuaresma como ocasión especial de oración.

También se conmemoraron en determinados lugares de mayorí­a cristiana, otros recuerdos: mártires que dieron la vida un dí­a determinado; hechos de la comunidad que dejaron impresiones permanentes; encuentros con personas que aportaron experiencias espirituales.

Fueron los hechos evangélicos de la vida del Señor y la especial devoción del pueblo cristiano a la Madre Virgen Marí­a, los que más tiempos de plegaria y más recuerdos de oración suscitaron.

Con el paso de los siglos se fueron añadiendo celebraciones y fechas y se configuró el “calendario oracional” que ha llegado hasta nuestros dí­as. Santoral y calendario festivo, con sus fiestas de extensión universal o sus conmemoraciones particulares, forman hoy la infraestructura oracional de la Iglesia.

6. Formas preferentes
Todo el proceso de formación espiritual de los cristianos se basa en la oportunidad y acierto de los estilos, invitaciones y encuentros de oración que permiten al creyente dirigir su mente y sus acciones a Dios y a los hechos de Jesús, supremo modelo y centro del amor cristiano.

Algunos criterios o formas de Jesús deben ser en todo caso el estí­mulo y el modelo de la oración del cristiano.

– La oración sálmica y bí­blica fue la preferida por Jesús. Debe serlo también para sus seguidores.

Cristo oraba con los Salmos y reflejaba sus sentimientos y mensajes: Sal. 39. 8-9: Hebr. 10. 5-7; Mt. 26.30; Salm. 40. 10; Jn. 13. 18; Salm. 21.2. Era consciente de que los textos de los Salmos eran previsiones y anuncios de su misión en la tierra: (Lc. 24.44). Los textos evangélicos nos recuerdan las formas de Jesús: mirada, elevación de las manos, postración: (Mt. 26.39; Lc. 22. 41; Jn. 11. 41; 17.1).

– Oración práctica y vital. No eran gestos solemnes, sino sencillos y familiares, serenos y cordiales.

Orar al modo de Jesús, desde la vida y desde cada circunstancia que se presenta, es el ideal diario. Por eso Jesús condenaba la oración del fariseo, el que se poní­a en la esquina de las calles, el que se jactaba de ser mejor que los demás: Lc. 18.10-13; Mt. 5.20. El cristiano tiene que orar desde su vida: necesidades, deseos, problemas. La oración que no refleja la vida es artificial – Oración mí­stica y misteriosa, que no está reñida con la natural, es la que hace en el hombre el Espí­ritu divino. Es la que aparece en Jesús cuando va a resucitar a Lázaro: Jn. 11. 41-42. Y la que eleva a Dios como despedida de sus Apóstoles: Jn 17. 1-26. Es la que comienza “Padre” y termina. “me has enviado”.

Esto nos recuerda que la oración es una firme persuasión de la cercaní­a de Dios. Y que es una gracia encontrarse con El. La oración es un misterio de gracia, es la que el mismo Espí­ritu Santo hace en nosotros.

De las casi 270 veces en que se recoge la idea y la palabra referente a oración en el Nuevo Testamento,

– en 83 se alude a pedir (aiteo, en griego), a rogar cosas a Dios en forma de beneficios;

– y en 11 son alusiones con el mismo término de cosas pedidas a Jesús.

– en 32 ocasiones se hace referencia a mendigar ante Dios un don, una ayuda usando el término deesis; (deomai, mendigar)

– Hasta 135 citas aluden a la idea general de orar o de oración (euje, eujomai o proseujomai, orar)

– En otras 8 veces se alude a intercesión (en-teusis o tynjano, interceder).

Son suficientes tantas referencias para entender, como es natural, que la oración, en cuanto relación, petición y encuentro con Dios, es un tema primordial y básico en la Palabra divina.

7. Educación oracional

En consecuencia, la educación en la oración y para la oración es tarea primaria y básica en la educación de la fe.

El Catecismo de la Iglesia Católica dice persuasivamente “La catequesis de niños, jóvenes y adultos, está orientada a que la Palabra de Dios se medite en la oración personal, se actualice en la oración litúrgica, y se interiorice en todo tiempo a fin de fructificar en una vida nueva. La catequesis es también el momento en que se puede purificar y educar la piedad popular (confr. Catch. Trad 54). La memorización de las oraciones fundamentales ofrece una base indispensable para la vida de oración, pero es importante hacer gustar su sentido desde los primeros años.” (Nº 2688)

7.1. Criterios pedagógicos
Por eso es bueno recordar los tres criterios básicos que el citado Catecismo sugiere en este terreno.

– La oración en familia es el punto de partida. “La familia cristiana es el primer lugar de la educación en la oración. Fundada en el sacramento del matrimonio, es la “Iglesia doméstica” donde los hijos de Dios aprenden a orar “en Iglesia” y a perseverar en la oración. Particularmente para los niños pequeños, la oración diaria familiar es el primer testimonio de la memoria viva de la Iglesia que es despertada pacientemente por el Espí­ritu Santo”. (Nº 2685)
– Es valiosa y orientativa la oración con los ministros de la Iglesia. Aunque el criterio del este Catecismo rezuma clericalismo: “Los ministros ordenados son responsables de la formación en la oración de sus hermanos y hermanas en Cristo… y han sido ordenados para guiar al pueblo de Dios a las fuentes vivas de la oración” (Nº 2886). Es bueno recordar la misión de los sacerdotes y de todos los ministros de la Palabra en sentido amplio, laicos o clérigos, religiosos o seglares, para que sirvan de referencias experienciales en la tarea educadora.

– El sentido comunitario y litúrgico de la oración cristiana se halla asociado a la solidaridad en la fe. “Los “grupos de oración”, son “escuelas de oración”; son hoy uno de los signos y uno de los acicates de la renovación de la oración en la Iglesia.” (N° 2689)

7.2. Proceso catequí­stico
Estos criterios pueden inspirar de una u otra forma los mejores procedimientos para una buena y sólida educación en la vida cristianas de oración.

– El desarrollo de la actitud fe mediante la insistencia en la presencia de Dios, de manera adaptada a cada edad y a cada situación espiritual, debe ser una tarea gratificante para cada educador.

– La frecuencia de las plegarias salidas del corazón, no sólo las rutinarias repeticiones de fórmulas, es condición de suficiente experiencia y de agradable adquisición de hábitos en este terreno.

– Los contactos con personas espirituales, y con orantes que contagian con su ejemplo irresistible, han sido los medios insuperables para llegar a una positiva actitud oracional
– El apoyo de las facultades mentales: memoria, fantasí­a, reflexión, sobre todo afectividad y apoyos en la solidaridad de los otros, son también recursos que se deben poner en juego de forma oportuna y adecuada a cada momento o situación personal o colectiva.

Será bueno que el educador de la fe recuerde que hay una oración para cada etapa de la vida: para la infancia, para el preadolescente, para la juventud, para la madurez o para el anciano. Y hay una oración para cada situación y momento: cuando se triunfa o cuando se sufre, cuando uno se siente hábil y cuando se cree fracasado. Lo importante es el estilo personal y la actitud espiritual
La persona aprende a orar cuando aprende a expresar a Dios su estado de ánimo y comparte con él su vida, incluso si todo va mal. Así­ lo hací­a Job: “Estoy hastiado de la vida: me voy a entregar a las quejas, desahogando la amargura de mi alma y pidiendo ayuda a Dios” (10. 1)

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

Actitud relacional

Orar es relacionarse, dialogar con Dios, en forma de alabanza, agradecimiento, petición, reparación, unión. No es un siempre rito, ni una simple fórmula, sino una actitud de relación que se concreta en reconocimiento de la propia realidad de criatura ante la realidad de Dios suma bondad y suma verdad. En todas las religiones, esta actitud oracional es de humildad y confianza, puesto que Dios es el Creador que ama a sus criaturas. Es actitud cultual y dialogal. “La humildad es la base de la oración”, porque ésta es siempre don de Dios (CEC 2559). Los salmos son una escuela de oración. La oración puede ser vocal, meditativa, contemplativa, celebrativa…

A partir de esta actitud oracional, que es su “naturaleza” o esencia, es fácil entender la necesidad de unos “métodos” (“caminos”, “medios”, “yogas”), en orden a evitar dificultades que provienen de nuestra realidad limitada (distracciones, cansancio, ruidos, preocupaciones, disipación, etc.) Los métodos son de acuerdo a la psicologí­a y la cultura, como medios y no como fin en sí­ mismos. El proceso de interiorización o de recogimiento (que puede ser útil e incluso necesario en algunas ocasiones) no es todaví­a la oración en sí­ misma. Los “métodos” son una gran ayuda para unificar el corazón, en vistas a que pueda escuchar mejor la Palabra de Dios. Para entrar en el “silencio” de Dios, los métodos ya no sirven; sólo sirve la actitud de pobreza bí­blica de aceptar el misterio de Dios tal como es, con su luz que deslumbra.

La actitud filial cristiana

En el cristianismo la oración es esa misma actitud relacional, de autenticidad (pobreza bí­blica), de confianza y de caridad, desde la realidad de ser “hijos en el Hijo” (GS 22; cfr. Ef 1,5). Por esto, Jesús, el Hijo de Dios hecho nuestro hermano, nos enseñó el “Padre nuestro” (Mt 6,9-13), como actitud de oración, indicando que es él mismo quien ora en nosotros, con nosotros y por nosotros. Es, pues, oración de actitud filial, de quienes por estar “injertados” en Cristo, pueden dirigirse al Padre, en el Espí­ritu Santo, con la misma voz y el mismo amor de Cristo (cfr. Rom 6,5; 8,14-17).

El Espí­ritu Santo, que está en el corazón de todo ser humano, especialmente del creyente bautizado, conduce a llamar a Dios “Padre” en sintoní­a con los sentimientos y la realidad filial de Jesús. La dinámica de la oración cristiana es eminentemente trinitaria en el Espí­ritu, por Cristo, al Padre (cfr. Ef 2,18). Los “gemidos” del Espí­ritu Santo (Rom 8,23.26) consisten en la acción misteriosa del Espí­ritu de Dios amor, que son infinitamente más allá de nuestro modo de pensar, sentir y hablar.

Personas y comunidades cristianas están llamadas a orar como en el Evangelio “El que amas está enfermo” (Jn 11,3); “si quieres, puedes curarme” (Lc 5,12); “mi alma engrandece al Señor, y mi espí­ritu se regocija en Dios mi Salvador” (Lc 1,46-47). Es actitud de escucha de la Palabra (Lc 2,19.51; Mt 17,5), desde la propia pobreza, “en Espí­ritu y verdad” (Jn 4,23). Esta es la oración “profunda” cristiana, que no se identifica con un proceso de interiorización. Esta oración se alimenta de la Palabra de Dios, de los misterios de Cristo (contemplados y celebrados), de los acontecimientos de cada dí­a vividos con espí­ritu de fe, esperanza y caridad.

Cristo, el Verbo encarnado, se hace encontradizo con el creyente para hacer posible esta oración filial “Venid y ved”… “estuvieron con él” Jn 1,39. Esta oración puede ser más personal (como en el caso de la meditación y oración privada) o más comunitaria (como en el caso de la liturgia o de la piedad popular). Un momento privilegiado de oración es la celebración litúrgica, porque en ella tiene lugar el anuncio de la Palabra (que reclama escucha oracional) y la presencialización de los misterios de Cristo (que reclama actitud relacional), en la comunión de Iglesia (que reclama actitud de caridad fraterna). En la liturgia se vive la oración como comunión eclesial con Dios y con toda la humanidad.

Los santos y autores espirituales cristianos han explicado la oración con el sí­mbolo de la “mirada”, la “amistad”, la actitud de “corazón” abierto a la palabra y presencia de Dios “Tratar de amistad… Estando con quien sabemos que nos ama” (Santa Teresa de Avila); “pensar en Dios Amándole” (Carlos de Foucauld); “una sencilla mirada del corazón en dirección al cielo” (Santa Teresa de Lisieux); “mirarle de una vez” (San Francisco de Sales); “yo le miro y él me mira” (el campesino de Ars); “elevar el alma a Dios” (San Juan Damasceno). Esta oración es posible para todos porque los valores cristianos son siempre para los “pobres” (Lc 4,18) y los “niños” (Mt 11,25). Es el encuentro de la sed de Dios y de la sed del hombre (CEC 2560).

Oración contemplativa, fuente de caridad pastoral

Toda oración tiende a la “contemplación”, como actitud de silencio activo y amoroso ante el misterio de Dios, que es siempre más allá de toda experiencia religiosa. La luz de Dios parece tinieblas porque deslumbra. Es la actitud de máxima pobreza (al experimentar la propia realidad limitada) y de máxima confianza en Dios Amor (al aceptar la cercaní­a de Cristo que asume nuestra pobreza y nuestra historia). La oración se hace presencia activa ante la presencia de Dios que es siempre más allá de sus dones.

La señal de haber orado aparece en la caridad fraterna, que se concreta en la convivencia, escucha, colaboración, donación. Por esto, la oración por sí­ misma lleva al servicio y a la evangelización. La actitud relacional con los hermanos es la señal y también la preparación para la actitud relacional con Dios. La verdadera oración insta a la misión; la verdadera acción apostólica hace sentir la necesidad de oración y de intimidad con Cristo. La capacidad de oración se traduce en capacidad de acción evangelizadora.

Referencias Adoración, alabanza, contemplación, experiencia de Dios, gloria de Dios, Lectio divina, liturgia, liturgia de las horas, Padre nuestro, salmos.

Lectura de documentos CEC 2098, 2558-286.

Bibliografí­a AA.VV., La oración hoy (Bilbao, Mensajero, 1977); AA.VV., La preghiera, bibbia, teologia, esperienze storiche (Roma, Cittí  Nuova, 1988); R. BOHIGUES, Escuela de oración (Madrid, PPC, 1979); L. BOROS, Sobre la oración cristiana (Salamanca, Sí­gueme, 1980); H. CAFAREL, La oración interior y sus técnicas (Madrid, Paulinas, 1987); L. CENCILLO, La comunicación absoluta. Antropologí­a y práctica de la oración (Madrid, San Pablo, 1994); D. DE PABLO MAROTO, Dinámica de la oración (Madrid, Inst. de Espiritualidad, 1973); J. ESQUERDA BIFET, Experiencias de Dios (Barcelona, Balmes, 1976); M. ESTRADE, Ençí  i enllí  de la pregrí ria (Montserrat 1980); A. GONZALEZ, La oración en la Biblia (Madrid, Cristiandad, 1968); A. HAMMAN, La oración (Barcelona, Herder, 1967); B. JIMENEZ, Encuentro con Dios. Reflexiones acerca de la oración y mí­stica cristiana (Avila, Col. Tau, 1981); J. LAPLACE, La oración, búsqueda y encuentro (Madrid, Marova, 1978); J. LOEW, En la escuela de los grandes orantes (Madrid, Narcea, 1985); J. LUZARRAGA, Oración y misión en el evangelio de San Juan (Bilbao, Mensajero, 1978); L. MONLOUBOU, Oración y evangelización (Estella, Verbo Divino, 1983); Y. RAGUIN, Orar la propia vida (Santander, Sal Terrae, 1984); A. ROYO, La oración del cristiano ( BAC, Madrid, 1975); K. TILLMANN, Camino al centro, práctica y maduración de la meditación (Santander, Sal Terrae, 1985); R. VOILLAUME, Orar para vivir (Madrid, Narcea, 1979).

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

DJN
 
SUMARIO: 1. Necesidad de la oración. – 2. Qué es la oración. -3. La Biblia el libro de la oración. – 4. Jesús, un hombre de oración. – 5. Cómo orar. – 6. Cuándo orar. – 7. Dónde orar. – 8. Oración litúrgica. – 9. La perseverancia. – 10. Oración comprometida. – 11. Los cinco pasos.

 
1. Necesidad de la oración
La oración es la vida del alma, comc el aire es la del cuerpo. Sin oración, nc hay vida cristiana. A un cristiano se lE puede definir como una “persona orante”. “Tener fe y no orar es una forma de no tener fe: la fe sin obras es fe muerta; la fe sir oración, también” (F. E RAMOS: El anuncic del evangelio. La evangelización nueva, Naturaleza y Gracia, Vol. XLII, enero-abrí­ 1994 ,59). Dios nos manda orar: “Sed sobrios y dedicaos a la oración” (1 Pe 4,7).

2. Qué es la oración
“Orar” viene del latí­n “orare”, que significa hablar. La oración es un diálogo entre dos personas que hablan, escuchan y responden. Santa Teresa, maestra de oración dice: “Lo primero quiero tratar, según mi pobre entendimiento, en qué está Ia sustancia de la oración. Porque algunos he topado que les parece está todo el negocio en el pensamiento… El aprovechamiento del alma no está en pensar mucho, sino en amar mucho” (F 5,2). “No es otra cosa oración mental, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos que nos ama” (V 8,5). Como trataba Moisés con Dios: “Cara a cara, como habla un amigo con su amigo” (Ex 33,11). “¿Qué es orar? Es la elevación consciente, libre y amorosa del alma a Dios, hecha fielmente en Jesucristo… es adquirir la conciencia de nuestra vida cristificada en Dios… es llegar en el silencio de sí­ mismo y de las cosas al diálogo vivo con El. Diálogo í­ntimo de tú a tú, de persona a persona, de corazón a corazón” (B. JIMENEZ DUQUE, Teologí­a de la Mí­stica, BAC, Madrid 1963, 359-360). Orar es la celebración de la amistad. Cuando la oración ha llegado a las cotas más altas, a la contemplación, la oración es únicamente “amor en silencio”: “Cuando el alma llega a este estado… hasta el mismo ejercicio de oración… es ejercicio de amor” (San Juan de la Cruz, CB 28,9). La oración nos lleva a la realización de nuestra vocación y de nuestro final feliz: amar y ser amados.

3. La Biblia, el libro de la oración
La Biblia es el libro de oración, un diálogo entre Dios y el hombre, en el que Dios se hace presente con palabras y con obras siempre interpelantes, que exigen una respuesta del hombre. Hacer oración es ilustrar nuestra vida con la Biblia, la palabra de Dios, descubrir lo que esa palabra nos dice aquí­ y ahora. La verdad plena de la Biblia está siempre por descubrir. El Espí­ritu Santo nos la va revelando en las circunstancias de cada momento y nos garantiza una comprensión actualizada de la misma. “Nosotros no sabemos orar como conviene, pero el Espí­ritu Santo intercede por nosotros con gemidos inenarrables” (Ron 8,26). Jesucristo nos enseñó a orar y el Espí­ritu Santo nos sigue enseñando: “Orad en el Espí­ritu Santo, conservaos en el amor de Dios” (Jds 20). Toda nuestra vida debe ser confrontada con la Biblia, medida de la verdad. “La lectura de la Biblia debe acompañar a la oración, para que se realice el diálogo de Dios con el hombre, pues a Dios hablamos cuando oramos y a Dios escuchamos cuando leemos su palabra” (DV 25).

Israel fue un pueblo orante que sabí­a orar y que enseñó a orar al mundo. La historia de Israel viene a ser un diálogo continuado siempre presente en todos los avatares, por los que el pueblo fue pasando. Un Dios que se autorrevela, que habla con el pueblo, que interviene con poder y con amor en la vida del pueblo, al que el pueblo acude para alabarle, suplicarle, darle gracias, protestar incluso, como un hijo hace con su padre. El diálogo entre Dios y el pueblo no se interrumpe nunca. Y eso es justamente la oración. Paradigma de oración es el salterio que pasó a ser oración oficial de la Iglesia. En los salmos aparece la polifacética oración bí­blica que abarca la compleja actitud del hombre, que unas veces ofrece y sacrifica, bendice y adora, y otras veces invoca y pide, suplica y se lamenta, llora, protesta y se rebela. Todo eso es oración. El mismo Jesucristo oraba con los salmos (Mt 27,46).

4. Jesús, un hombre de oración
Uno de los rasgos más fundamentales de Jesucristo es la oración, hasta el punto que podemos definirle como una “persona orante”. Su vida fue una oración continua, en permanente diálogo con el Padre. Oraba por la noche (Lc 6,12), de madrugada (Mc 1,35), en las comidas (Mt 8,6), en momentos importantes de su vida (Mt 4,1-10, Lc 3,21; Lc 6,12; 9,28-29; 11,1; 9,18-20; Jn 6,11; 11,41; 12,27; 17; Mt 26, 39.42.44; 27,46; Lc 22,39-46; 23,34.46). Entraba en la oración sin prisas, se pasaba las noches enteras en oración. Oraba en las sinagogas (Lc 4,16; 6,6; Mt 12,9: Mc 3,1), en el desierto (Mt 4,1-10), en el monte (Lc 6,12; 9,28; Mc 6,46), en lugares solitarios (Lc 5,16; Mc 1,35; Mt 6,46), en el huerto de Getsemaní­ (Lc 22,39). Preferí­a orar en soledad, aunque a veces se hací­a acompañar de sus más í­ntimos amigos (Lc 9,28) y casi siempre en lugares secretos (Mt 6,6), al aire libre. Oraba de rodillas (Lc 22,41), tirado de bruces en el suelo (Mt 26,39), con los ojos levantados al cielo (Mc 6,41; 7,34; Mt 14,9; Lc 9,16; Jn 11,41); en la oración se transformaba (Lc 9,29). Oraba por sí­ mismo (Mt 26,39; Jn 17,1-5), por sus discí­pulos (Jn 17,6-19), especialmente por Pedro (Lc 22,32), por sus verdugos (Mt 22,46) y sigue orando en el cielo intercediendo por nosotros (Heb 7,25). Aparte de la oración sacerdotal (Jn 17) y del Padrenuestro (Mt 6,9-13; Lc 11,2-4), los evangelistas recogen sólo tres oraciones de Jesucristo: Lc 10,21 y Mt 11,25-26; Mt 26,39.42.44; Mt 27,46 y Lc 23,34.46. Jesucristo comienza todas sus oraciones con la palabra “Padre”, todas menos una, la oración de queja: Mt 27,46.

5. Cómo orar
Jesucristo es el maestro de la oración. Los discí­pulos le preguntaron: “Enséñanos a orar. Y él les dijo: Orad así­: Padre nuestro…” (Lc 11,2-4; Mt 6,9-13). Jesucristo no dijo: “Podéis orar así­”, sino “orad así­”. Esto significa que el Padre Nuestro es “LA ORACIí“N”, la única que puede escribirse con artí­culo y con mayúsculas. Porque es el modo como hay que orar. No hay otro modo de hacer oración. Las demás oraciones, en tanto son válidas, en cuanto tienen como punto de referencia el Padre Nuestro: “Si oramos recta y congruentemente, nada absolutamente podemos decir que no esté contenido en el Padre Nuestro. Quien en la oración dice algo que no puede referirse a esta oración evangélica, si no ora ilí­citamente, por lo menos hay que decir que ora de manera carnal” (S. AGUSTíN, Carta a Proba).

Cuando Jesucristo oraba, lo hací­a con el Padre Nuestro, como lo prueba, por ejemplo, el que el Padre Nuestro esté plenamente contenido en la -†¢”oración sacerdotal” (Jn 17):

Padre Nuestro: 17,1.5.11.21.24.25
La santificación del Nombre: 17,6.1 1.12.17.19.26.

Venida del reino: 17,1-5.10.24
En la tierra como en el cielo: 17,4.5.22 No nos dejes caer en la tentación: 17,12
Lí­branos del mal: 17,12.15
Cumplimiento de la voluntad de Dios: 17,2.4.6.9.11.12.24
El perdón y el amor: 17,23.26
La unidad, como hijos del mismo Dios: 17,21.23
La oración hay que comenzarla siempre, como Jesucristo, con la palabra “Padre”, y con humildad, pues se trata de escuchar a Dios: “Padre, habla, que tu hijo escucha” (1 Sam 3,9-10). Orar no es una charlatanerí­a, es escucha (Mt 6,7). Los paganos, en sus oraciones, fatigaban a los dioses con su palabrerí­a. Esta actitud de humildad está claramente expuesta en la parábola del fariseo y del publicano (Lc 18,10-14). La oración del fariseo representa lo que no debe ser la oración (la soberbia, la auto complacencia), la del publicano es la acertada (humildad, sentimiento de pecado, súplica del perdón). Oración confiada: “Padre, te doy gracias por haberme escuchado” (Jn 11,41). No hay que insistir en pedir cosas para uno mismo, pues “nuestro Padre conoce lo que necesitáis antes de que le pidáis” (Mt 6,8). Oración solidaria: en ella estamos con Dios desde la unión con los hermanos. El que no se entienda con los hombres, no puede entenderse con Dios. Para tratar de amistad con aquel que es nuestro amigo, hay que ser amigo de los hombres, pues el que no tiene capacidad de amistad, tiene muy poca capacidad de orar: “Cuando os pongáis a orar si tenéis algo contra alguien, perdonádselo, para que también vuestro Padre celestial os perdone vuestros pecados” (Mc 11,25). A la oración hay que ir con las mismas disposiciones que a la Eucaristí­a (Mt 5,23-24). La oración va unida a los gestos, sobre todo en la oración comunitaria, pero también en la individual. Los judí­os normalmente oraban de pie (Lc 18, 11-12) en las sinagogas y en las plazas; también oraban de rodillas (Sal 95,6; Is 45,23; Lc 22,41; He 9,40. 20,36; 21,5) y con los ojos levantados al cielo (Mt 14,19; Mc 6,4 1; 7,34; Jn 11, 41). Los gestos corporales significan que está orando la persona entera, alma y cuerpo. En todo caso, lo importante es orar, de pie, de rodillas, de bruces, sentado, en el suelo, paseando, donde uno se encuentre más a gusto, pues a la oración no vamos a torturarnos, sino a pasarlo bien.

6. Cuándo orar
Los judí­os lo hací­an varí­as veces al dí­a (He 3,1; 10,3.9.30). Daniel oraba tres al dí­a, de rodillas y mirando hacia Jerusalén (Dan 6,11). Se oraba también por la noche (Sal 119, 55). En tiempos de Jesucristo todos los Judí­os tení­an que recitar tres veces al dí­a, en privado o en comunidad, las 18 bendiciones; no comí­an ni bebí­an sin orar: el vino lo bendecí­an. Jesucristo nos manda orar en todo momento (Lc 21,36) y lo mismo hace San Pablo (Ef 6,18; 1 Tes 5,17). Hay que procurar vivir en presencia de Dios todo el dí­a y todos los dí­as (Lc 2,75), hacer una oración diluida a lo largo del dí­a que invada nuestra vida y todas nuestras actividades. Los signos de los tiempos son signos manifestativos de la presencia de Dios (SC 53; GS 4; UR 4), nos hacen entrar en oración; esta es la razón para estar en oración constante, pues todo habla de Dios. Tener “espí­ritu de oración” no es hacer cada dí­a una o dos horas de oración, sino hacer cada dí­a 24 horas de oración. “La oración… que no esté limitada a un tiempo concreto, a unas horas determinadas, sino que se prolongue dí­a y noche sin interrupción” (San Juan Crisóstomo). (Los textos de los Santos Padres, cuando no van acompañados de la cita bibliográfica, están tomados generalmente de: El Padrenuestro en la interpretación catequética antigua y moderna, Ed. Sí­gueme, Salamanca, 1990).

7. Dónde orar
En Israel el lugar de oración era el lugar del culto (Gn 12,8; 1 Sam 1,3). “El templo es la casa de oración” (Is 56,7; Mt 21,13; 1 Re 8,27). Los judí­os, cuando oraban, levantaban sus brazos hacia el templo (Sal 28,2; 134,2); oraban en los lugares altos (1 Sam 9,12; 1 Re 3,4), junto a una fuente (Gn 23,42-44), en casa (Gn 25,21; Esd 9,5; Tob 3,11-14, Dan 6,11). Jesucristo dice que la oración se haga en secreto (Mt 6,5-6) y en el secreto del alma, oratorio privado de cada uno, morada santa de la Trinidad Augusta (Jn 14,23; SC 12). Pedro oró en la azotea (He 10,9) y Pablo “en la orilla del rí­o, donde estaba el lugar de oración” (He 16,13) y “en la playa del mar” (He 16,13). Lugar apropiado para orar es también tierra adentro: “Aunque los templos y lugares apacibles son delicados y acomodados a la oración… aquel lugar se debe escoger que menos ocupe y lleve tras sí­ el sentido… Por eso es bueno lugar solitario y aún áspero, para que el espí­ritu sólida y derechamentente suba a Dios” (San Juan de la Cruz, S, 3,39,2).

8. Oración litúrgica
La oración en común alcanza su calidad más alta en la liturgia, que es una fiesta, la celebración de la alegrí­a, reflejo de la liturgia del cielo, un himno continuado de alabanza al Señor, de gloria, de honor y de acción de gracias (Ap 4,8-11; 7,9-12). La oración de la Eucaristí­a es “el corazón de la oración cristiana”. En ella Cristo es el protagonista, el oferente y el ofrecido, el orante, el que ora al Padre por nosotros; nosotros oramos con él y con los hermanos. El cuerpo fí­sico y el cuerpo mí­stico de Cristo se hacen una misma cosa; el animador de la liturgia es el Espí­ritu Santo, por lo que la celebramos llenos de amor. En la liturgia de la Iglesia primitiva eran fundamentales estas cuatro cosas: predicación (explicar las Sagradas Escrituras), comunidad (koinoní­a: todos llevaban algo para repartir a los demás), fracción del pan (comunión, eucaristí­a), y oraciones (siempre el Padrenuestro y otras oraciones inspiradas en el momento). Santiago une caridad y culto (Sant 1,27).

9. La perseverancia
La oración debe ser perseverante, no desfallecer jamás, ni siquiera en la oración de súplica o petición. Aunque no se nos conceda lo pedido, hay que seguir pidiendo, sobre todo en lo que pedimos para los demás (Si 7,10.14; 39,5; Col 4, 2; 1 Tes 5,17; Lc 18, 1; Fip 4,6). Pedir con insistencia como el amigo inoportuno (Lc 11, 5-8) o la viuda insistente (Lc 18,1-5), y con confianza, pedir con fe con la seguridad de que seremos atendidos, porque así­ nos lo ha prometido Jesucristo (Mt 7,7; Jn 14,14; 15,16; Mt 21,22); pedir en nombre de Jesucristo, es decir, dirigirnos a Dios como a nuestro Padre, y dejarlo luego todo en sus manos (Lc 22,42)
La Iglesia primitiva estaba especialmente configurada por estas dos cosas: 1) La unidad de corazones y de vida. 2) La perseverancia en la oración comunitaria. Era, de verdad, una Iglesia comunitaria, pues todo era común, y una Iglesia orante (He 2,44; 1,14; 12,5), pues alimentaba su vida con la oración (He 6,4; 4,24-30; Col 3,16-17; Ef 5,18; Heb 17,15). Oraban sin prisas (He 20,21).

Hacer de la vida una oración continuada, diluida a lo largo del dí­a, que nos mantiene, casi sin sentirlo, en continua presencia de Dios, en inseparable compañí­a con él.

10. Oración comprometida
En la oración hablamos distintas lenguas: de alabanza, de adoración, de arrepentimiento, de petición, de acción de gracias, pero la cosa no puede quedarse ahí­, hay que traducirlo después a las obras. Y las obras, que hay que hacer, no son otra cosa que cumplir la voluntad de Dios. Una oración únicamente de alabanza no sirve para nada o para muy poco. Obras son amores (ls 29,13; Mt 15,8-9). “No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre celestial” (Mt 7,21). Todo esto está claro en la parábola de los dos hijos desiguales (Mt 21,28-32): el obediente desobediente y el desobediente obediente. El padre los manda a trabajar a la viña. El primero dice que sí­ y luego no va, el segundo dice que no y luego va. En el primero están representados los fariseos, hombres de oración, los que rezan mucho, los que alaban mucho a Dios y luego hacen todo lo contrario de lo que dicen, “dicen y no hacen” (Mt 23,15), dicen “sí­ señor” y es “no señor”. En el segundo están representados los publicanos, las prostitutas, los pecadores, los que no rezan que, aun sin saberlo, cumplen la voluntad de Dios. Son los que dicen “no señor” y luego es “sí­ señor”. De éstos dice Jesucristo: “Los publicanos y las prostitutas entrarán en el reino de Dios antes que vosotros” (Mt 21,31). La oración nos debe llevar a adquirir compromisos de solidaridad con los hermanos. La oración, por muy alta y contemplativa que sea, si no tiene proyección fraterna, es una oración falsa; si no aterriza en las realidades de la vida social, es una pura evasión, que se queda entre las nubes, una oración que se esfuma y se evapora sin dar el fruto deseado.

11. Los cinco pasos
He aquí­ los cinco pasos que hay que dar en la oración: Lectio, Meditatio, Oratio, Contemplatio, Actio.

1°) Lectio: lectura, leer. Hacer de la Palabra de Dios una lectura inteligente. Hay que captar el sentido literal histórico y espiritual del texto sagrado. Para ello hay que emplear las técnicas de la hermenéutica bí­blica; se trata, en parte notable, de una labor de estudio. A este paso lo llamamos palabra comprendida.

2°) Meditatio: Reflexionar. La palabra comprendida debe ser asimilada y encarnada en la propia vida. Para que así­ sea, hay que reflexionar sobre ella, profundizar en su sentido, analizar, examinar la palabra desde las realidades, que nos es dado vivir. Se trata de confrontar la palabra con mi vida y con la de los demás, de hacer hablar a la palabra desde todas las perspectivas humanas y espirituales y ver cuál es la respuesta justa que esa palabra nos ofrece. A esto lo llamamos palabra confrontada.

3°) Oratio: Oración. Una vez comprendido y confrontado el texto, obra fundamentalmente de la cabeza, hay que orar con el texto, obra fundamentalmente del corazón. Hay que poner a funcionar el corazón, hablar con Dios, encarnar en la propia vida el significado del texto. A esto lo llamamos palabra digerida.

4°) Contemplatio: Contemplación, oración de quietud. Dejarse inundar por el contenido de la palabra. No hay que discurrir con la cabeza, ni hablar con el corazón, hay que abrir las puertas del alma, para que la palabra, cual agua suave y temporal, nos vaya calando y recalando hasta empaparnos y anegarnos por completo. Es un momento, un rato, las horas muertas, el tiempo que sea, en estado de quietud absoluta bajo el influjo del Espí­ritu Santo. Es la obra de Dios en nosotros, en la que se realiza nuestra unión con él. A esto lo llamamos palabra encarnada. La palabra es ya carne nuestra, es nuestra misma vida.

5°) Actio: Acción, obras, se tata de traducir el encuentro con Dios en obras de amor y solidaridad para con los prójimos.

“La lectura lleva alimento sólido a la boca, la meditación lo parte y lo mastica, la oración lo saborea, la contemplación es la misma dulzura que da gozo y recrea”. En esto consiste la “Iectio divina”, pero esta “Iectio””, sin la “actio” está gravemente mutilada, hay que añadir el quinto paso.

Santa Teresa habla también de cuatro pasos o grados de oración que expone con la metáfora de regar el huerto del alma y que van desde los principios trabajosos de hacer oración hasta las gozosas cumbres de la misma.

1°) Agua de pozo: “De los que comienzan a hacer oración, podemos decir son los que sacan el agua del pozo, que es muy a su trabajo” (V 11,9). Esto es meditación.

2°) Agua de noria: “Digamos ahora el segundo modo de sacar el agua que el Señor del huerto ordenó para que con artificio y arcaduces sacase el hortelano más agua, y a menos trabajo y pudiese descansar sin estar continuo trabajando” (V 14,1). Esto es oración de quietud.

3°) Agua de rí­o: “La tercera agua con que se riega esta huerta es agua corriente de rí­o o de fuente, que se riega muy a menos trabajo, aunque alguno da el encaminar el agua” (V16, 1), A esto se llama, unión de amor.

4°) Agua de lluvia: “Agua que viene del cielo para con su abundancia henchir y hartar todo este huerto de agua…, esta agua viene muchas veces cuando más descuidado está el hortelano” (V 18,9). Esto es arrobamiento. ->padrenuestro.

BIBL. – A. GONZíLEZ NUí‘EZ, La Oración en la Biblia, Cristiandad, Madrid, 1968; J. M. COMBLIN, La Oración de jesús, Sal Terrae, Santander, 1968; J. JEREMíAS, ABBA, Sí­gueme, Salamanca,1981; X. PIKAZA, Para vivir la oración cristiana, Verbo Divino, Estella, 1989; J. ALCíZAR GODOY, La Oración, Escuela de amor, San Pablo, Madrid, 1995; SANTA TERESA DE JEsús, El libro de la vida, cap.11-21.

Evaristo Martí­n Nieto

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

(-> Padrenuestro, cantos, salmos). La Biblia en su conjunto es un libro de oración: no es sólo historia de las relaciones entre Dios y los hombres, ni es sólo palabra de Dios a los hombres, sino también, y sobre todo, palabra que los hombres elevan a Dios.

(1) Oraciones bí­blicas. Entre las fórmulas de oración de la Biblia se encuentran algunas que han marcado hasta el dí­a de hoy la experiencia sacral y religiosa de Occidente, (a) Antiguo Testamento. Está lleno de plegarias, formuladas desde diversas circunstancias, por orantes muy distintos. Pero, en conjunto, hay dos libros especialmente dedicados a la oración: el Leví­tico, que ofrece el más perfecto manual de ritos y sacrificios de la historia antigua de Occidente; y los Salmos, en las que se recogen fórmulas de oración individual y/o colecti va, que se emplean en las celebraciones del templo. El Leví­tico con sus sacrificios ha perdido para nosotros gran parte de su valor práctico. En cambio, el libro de los salmos sigue siendo guí­a y manual de oración para millones de creyentes. (b) Nuevo Testamento. Recoge el testimonio de la oración de Jesús y de los primeros cristianos. Algunos de sus formularios e himnos (Padrenuestro*, Magní­ficat*, Benedictus*), con las palabras del ángel e Isabel a Marí­a (Ave Marí­a: Lc 1,38.42) y las bendiciones y alabanzas de Pablo o del Apocalipsis siguen siendo la base de la oración de los cristianos. Especial importancia tienen las palabras con las que Jesús invoca al Abba-Padre en Getsemaní­ (Mc 14,36) y con las que llama a Dios desde la Cruz (Mc 14,34). Esas palabras, con la experiencia de la pascua, son para los cristianos el centro de la Biblia.

(2) El espí­ritu de la oración bí­blica. La novedad bí­blica en el campo de la oración no está en las fórmulas, sino en el modo de orar, que va unido al descubrimiento de la trascendencia personal de Dios y a la experiencia histórica de la salvación. La oración no es, por tanto, un gesto de magia*, por el que los fieles quieren manipular a Dios, porque Dios, siendo cercano, no puede ser manejado por los hombres. La oración no es tampoco un ejercicio de simple interiorización mí­stica, pues lo divino no se identifica sin más con la interioridad del hombre (con el no deseo), sino que Dios es Persona creadora (Padre). El rasgo distintivo de la oración bí­blica es la vinculación a Jesús, es decir, el despliegue mesiánico de la vida, tal como se expresa en un tipo de “contemplación” de la historia de Jesús, vinculada al seguimiento y a la comunicación personal, que se expresa en la eucaristí­a*. Ciertamente, el cristianismo ha podido desarrollar un monacato, parecido al monacato de otras religiones (hinduismo, budismo); pero la finalidad de los monjes cristianos no es el simple ejercicio de la interiorización ascética o mental, sino el despliegue pascual del amor, vivido en alabanza y comunicación personal. La oración bí­blica, en especial la cristiana, es el descubrimiento y despliegue de la obra creadora y salvadora de Dios, que se expresa por Jesús en los creyentes. Por eso, es oración de escucha (shemá*) y de agradecimiento compartida por la vida (confesión* de fe y eucaristí­a).

Cf. O. CULLMANN, La oración en el Nuevo Testamento. Ensayo de respuesta a las cuestiones actuales a la luz del Nuevo Testamento, Sí­gueme, Salamanca 1999; A. GONZíLEZ, La oración en la Biblia, Cristiandad, Madrid 1968; La oración de la Biblia para el hombre de hoy, PPC, Madrid 1997; A. HAMMAN, La Oración I-II, Herder, Barcelona 1967; L. MONLOUBOU, La priére selon S. Luc, Cerf, Parí­s 1976; X. PIKAZA, La oración cristiana, Verbo Divino, Estella 1992.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

1. Para situarnos
Alguien se ha atrevido a afirmar que hablar de oración, hoy, es una ingenuidad o un atrevimiento. Y sin embargo, miles de hombres y mujeres, particularmente jóvenes, buscan y aman cada vez más la oración.

Es cierto que no podemos hacer oí­dos sordos a sospechas como éstas: “La oración es tan sólo un monólogo con uno mismo porque ¿cómo podemos estar seguros de que Alguien nos escucha al otro lado? ¿No es la oración un lujo y una pérdida de tiempo? ¡Dios ya sabe lo que necesitamos; por tanto, lancémonos a la acción!; la oración es una mera proyección de nuestros deseos y necesidades primarias e infantiles: miedos, impotencias, dudas, etc. que no somos capaces de resolver nosotros; la oración es una manera fácil de huir de las situaciones difí­ciles y de los demás, de aislarnos y no querer afrontar los problemas reales de la vida”.

Sin embargo, la oración siempre estará de moda porque no es un invento humano sino de Dios. Es el medio privilegiado para llegar a un fin: la unión con Dios. Y, de rebote, desplegar todo lo que somos y estamos llamados a ser, personal, colectiva y cósmicamente. Se puede definir la oración como la fe viva, en activo. Sólo se comienza a ser creyente de verdad cuando la relación con Dios es personal. “La oración eres tú mismo orando” (Andrew). Por eso, ” ora como puedes orar, no como no puedes orar” (J. Chapman). “La oración nos hace llegar a ser lo que somos en verdad” (Pirandello). “En esta sociedad que destruye al hombre, la oración viene a garantizar la dignidad del ser humano” (Mohana). “En la oración no se trata de decir muchas palabras, sino de dejarse “coger” por la Palabra” (Gandhi). “La oración es `dejar que Dios ore en mí­’: orar como Jesús oró; con lo que Jesús oró; por lo que Jesús oró; donde Jesús oró; cuando Jesús oró; con quienes Jesús oró; para lo que Jesús oró; para quien Jesús oró” (R.B.M.).

1.1. Necesidad de la oración
Comenzamos con unas palabras de Fernando Prat: “Jesús era el único capaz de realizar plenamente el ideal que proponí­a a sus discí­pulos: Es necesario orar siempre sin cansarse jamás”. Le vemos orar en el bautismo, en Getsemaní­, en el Calvario; es sobre todo en el momento de tomar una decisión grave cuando le hallamos en oración. Empieza su vida pública con un retiro de cuarenta dí­as; ora toda la noche que precede a la elección de los Doce; la ví­spera de su gran discurso sobre la Eucaristí­a huye a la montaña para orar; el dí­a mismo en que confiara a Pedro, con las llaves del reino de los cielos, la dignidad de jefe de la Iglesia, se le halló orando en los alrededores de Cesarea. Mientras los apóstoles duermen, Jesús ora en el Tabor y en el huerto de los Olivos…

La oración: nos hace movernos en el orden del ser, y no del hacer o tener; salva el cerebro y el corazón; nos hace más presentes a nosotros mismos; nos reconcilia con los demás; es el tiempo “verdaderamente” vivido desde Dios; hace crecer en nosotros energí­as interiores; nos ayuda a redescubrirnos en profundidad; hace ver la vida con otro color; ayuda a descubrir a Dios allí­ donde El está; hace que demos una nueva oportunidad a los demás, y nos la demos a nosotros mismos; hace que valoremos el silencio, la interioridad, la gratuidad, el salir de nosotros mismos; hace posible que recuperemos el tiempo, los años y las experiencias perdidos.

1.2. ¿Definiciones de la oración?
Recordamos algunas ya conocidas y, otras, no tanto.

“Estar a solas con quien sabemos que nos ama; sacar lo mejor de nuestro pozo interior, de nosotros mismos; ver todo desde Dios; dejar que El ore en ti y se haga presente a través de ti; vivir con plenitud el momento presente; ser con Dios y los hermanos vasos comunicantes; vivir y compartir la fe, la esperanza y el amor; alabar continuamente las maravillas de Dios; comprobar que Dios es un Dios vivo, el Dios de mi historia y de la Historia; vivir desde el centro de nosotros mismos; hacer realidad el primer mandamiento: dejarse amar por Dios y que El sea el dueño de nuestra existencia”.

1.3. Pilares básicos de la oración
– Reconocer el designio de Dios: El es el primero en todo, y El, Dios, quiere que nos encontremos con El (nuestra vida está marcada, no es un cheque en blanco) y participemos de su eterna felicidad y amor.

– La fuerza del Espí­ritu: la oración es don, no conquista; es dejarnos seducir por el Espí­ritu, para que El ore en nosotros (“Pero ¿cómo te vas a enterar, Señor, de lo que te estoy diciendo si ni siquiera yo mismo me entero de lo que estoy diciendo”, K. Rahner).

– Limpieza de corazón: rectitud de intención, voluntad de orar (“Oramos para pasar del amor a Dios, a los “negocios” de Dios y al encuentro con el mismo Dios”, Sta Teresa).

– Densidad de la propia vida: captar la realidad como es y no como me gustarí­a que fuera; entrañas de misericordia y empatí­a con lo creado y los demás; fidelidad, perseverancia y constancia (“todo orante tiene una familia a sus espaldas… y los contemplativos, la humanidad entera”, Y. Congar).

– Actitudes clave: amor, solidaridad, humildad, sentido de gratuidad, asombro y admiración, silencio, paciencia, capacidad de sufrimiento (“ver la vida con ojos de búho, sentirla con corazón de niño, hacer con manos de madre, caminar con pies de peregrino”).

2. Tres formas de orar principalmente
Existen tres formas de orar como existen tres formas, al menos, de acercarse a lo religioso: institucional, intelectual y mí­stica (Barón von Hugel). Tres formas de orar: palabra, meditación, silencio o mí­stica.

* En lo institucional, se valora la tradición, se aprecia la identidad, se disfruta con la liturgia (oración de la palabra o vocal).

* En lo intelectual, gusta leer y pensar lo leí­do y la persona es imaginativa y creativa (oración meditación).

* En lo mí­stico, se gusta la soledad sonora, abierto a experiencias profundas, juega mayor papel lo intuitivo que lo racional (oración de silencio o mí­stica).

Pasemos a describir un poco más las tres formas de orar.

2.1. Oración vocal
Utilizo palabras de otro, como una partitura. Hay que intentar hacerlas propias e improvisar en algún momento. En cualquier caso, necesitamos equilibrar las diversas partes de la oración: Adorar y alabar; contrición de los propios pecados y ajenos; acción de gracias; súplica o petición para ti y los demás (oración de intercesión).

En esta oración vocal, debemos privilegiar las oraciones consagradas por la tradición (Padre nuestro, Ave marí­a, Salve, etc) y la Liturgia de las Horas.

2.2. Oración de meditación
Es mezcla de lectura, reflexión, imaginación y escucha. Es más un diálogo que un monólogo. Los frutos: paz, alegrí­a, fortaleza.

Pasamos a reseñar las diversas fo mas:

a) Con un texto: elijo un texto no muy largo. A veces basta un versí­culo de la Biblia. Pedir al Espí­ritu Santo que infunda vida en las palabras que lees, que te llene de su amor. Se puede invocar con una oración expresamente al Espí­ritu Santo. Lectura muy despacio del pasaje. Interrogantes que ayudan: -¿De qué trata? (recréate en ellos) (Ver: Jesús en los ojos); -¿Qué me dice a mí­? (Juzgar: Jesús en el corazón); -¿Qué me exige, qué me pide? (Actuar: Jesús en las manos.)
b) Desde la vida: me pongo en la presencia de Dios. Bombardeo de inquietudes de cabeza y corazón. Me centro en una inquietud, problema, preocupación, ansiedad. Pido luz. Acojo el mensaje. Acepto un compromiso. Acción de gracias.

c) Desde el otro (amores, desamores, intercesión): me pongo en la presencia de Dios. Represento el otro (no sólo pido a Dios por él). Siento a Dios en medio de nosotros. Escucho el mensaje. Lo acojo. Compromiso. Acción de gracias
d) Oración afectiva: en presencia de Dios, elijo frases que enciendan y enardezcan el corazon. Gustarlas y repetirlas una y otra vez. Dejar que iluminen la mente y el corazón, que me inflamen en afectos y enardezcan la voluntad. Acción de gracias.

e) Con un icono: en la presencia de Dios, contemplo el icono, mirándole a los ojos. Le escucho -le hablo- le escucho. Compromiso y acción de gracias.

2.3. Con el silencio (Oración de Contemplación)
En presencia del Señor, sereno mi mente y mi corazón. Puede servir una jaculatoria o una oración breve. Entro en su misterio. Me abandono en fe.

No importan las distracciones de la mente y del corazón o de la imaginación. No darles importancia: “No trates de pensar ni de no pensar. Deja que los pensamientos y sentimientos vayan y vengan. Tú quédate simplemente donde estás, centrado en Dios”.

Sí­ ayuda, y mucho, introducir palabras: “Dios, vida, amor” pero sin pensar en ello; sencillamente, como ayuda para centrarte.

Puede ser que en este tipo de oración aflore el subconsciente. ¡Es bueno! En la oración silente puede surgir la escoria de la vida, mi realidad y las cosas que no he comprendido de mí­ mismo, mi lado oscuro. Dios lo permite para aceptarlo e integrarlo.

Otra tentación frecuente puede ser la desesperación o la sensación de que no hacemos nada, que es pérdida de tiempo. Pero en esa inactividad, en esa nada desnuda, vací­a y desolada, obtenemos a Aquel que lo es todo y se derrama inadvertidamente.

Un triple efecto o señales de estar en la verdadera oración contemplativa:

* Veremos la presencia de Dios en todo.

* Cambio de carácter gradual: nos hacemos más sencillos, simples, humildes, sensibles, más libres y pací­ficos, más confiados, más deseosos de hacer la voluntad de Dios.

* Experimentaremos la oración de intercesión de otra manera: veremos todo como “fundido” en Dios, como si hiciéramos de puente hacia El.

A medida que se avanza en la oración concluimos en la oración incesante (presencia de Dios continua), jaculatorias existenciales y permanentes (oración de Jesús): Dios se hace presente en todo y toda actividad, de noche o de dí­a es continuada.

2.4. La oración incesante
Es la presencia de Dios continua en nosotros, porque el corazón siempre está
levantado hacia el Señor. Es la experiencia de oración del peregrino ruso: “Señor Jesús, ten piedad de mí­”. Es adquirir un ritmo de oración vital, hasta cristianizar incluso nuestro subconsciente. Es levantarse, acostarse, trabajar, caminar, conversar, con el nombre de Dios en los labios y en el corazón…

Los frutos de esta oración incesante son:

– Se alcanza la pobreza espiritual auténtica: al sentirte en manos de Dios, en todo momento, se pierde la sola confianza en uno mismo. Cualquier acción, cualquier éxito, no nos lo atribuimos a nosotros mismos, sino a la misericordia de Dios, que, aun viendo nuestra miseria y pecado, se compadece de nosotros.

– Nos hace adquirir la verdadera fe: la fe no es creer en algo, sino en Alguien; experimentar a Dios, y ver todo-sentir todo-hacer todo desde El.

– Nos hace entrar en la verdadera dinámica de la providencia: el mundo está en manos de El, El es dueño de su futuro…

– Capaz de vencer en todo momento la negatividad, el mal, y abrir a la esperanza… Fruto de ello es la paz, el equlibrio, el no acumular rencor, envidia, odio… El discernimiento sereno en las cosas… Llega un momento en que es lo mismo hacer que no hacer, si antes no se ve la voluntad de Dios en ello.

– Nos hace niños espirituales según el Evangelio. Que no es ser tontitos, sino haber experimentado a dónde conduce la lógica de hacer todo por nosotros mismos, por los demás, por el trabajo o el éxito… y no por los verdaderos valores… Dios no quiere tu hacer, o tu tener o aparentar, sino tu ser en verdad… y tu ser es pobreza y humildad.

– La oración incesante acaba centrándonos de verdad en lo esencial: rompe la dispersión, superficialidad, la curiosidad, la desconfianza, la sospecha, la amargura, la tristeza y hasta el fracaso, el dolor y la enfermedad: todo se ve con ojos nuevos, y con la novedad de cada dí­a…

– Finalmente, fruto de ello, es un corazón misericorioso, lleno de amor a los más necesitados y pobres, porque vemos la vida y la valoramos no desde nosotros, sino desde Dios…. Y apostamos y vivimos por lo que El vivió y apostó.

3. Algunas dificultades más importantes en la oración
a) En relación a Dios:
– No tomarle en serio, y colocarle como una “cosa más” entre otras, y no como el centro de nuestra vida ni el valor más importante y decisivo.

-,No tener una relación “personal” con El.

b) En relación al orante:

– No tomarme en serio. No valorarme como persona: superficialidad, dispersión.

– Amor propio (egocentrismo, narcisismo).

– Ruidos exteriores e interiores espontáneos o buscados.

– Incoherencia o inconsistencias entre fe y vida.

– Falsa apertura: no escucho.

– Beaterí­a: idolatrizo las formas, me conformo con la apariencia y la rutina.

– Falta de unificación interior.

– No se vive el momento presente.

– No se tiene una actitud de asombro, escucha, acción de gracias.

– Hemos caí­do en la trampa de ver la vida sólo con sentimientos de acción y eficacia o, lo que es peor, con necesidad de respuestas, compensaciones y satisfacciones inmediatas.

– Impedimentos “naturales”: mal temperamento, mal genio, falta de equilibrio y consistencia, pesimismo, desilusión, resentimiento y desconfianza.

Recordemos que “un pajarillo puede estar atado por un hilo o por una soga. No importa. De ambos hay que soltarlo para que sea libre” (S. Juan de la Cruz); “No hay mayor crueldad que identificar a las personas sólo por sus defectos… y no decirles que ellas no son sólo esos mismos defectos”.

c) En relación a la oración misma:

No nos hemos tomado en serio que la oración “es un arte”, requiere, al principio, sus técnicas, y, siempre, un cultivo:

Debemos prestar atención a la “voluntad y deseo” de orar, y preparar el lugar, el tiempo, las actitudes exteriores e interiores.

La oración no se improvisa: necesita preparación, como cuando esperamos la venida de un amigo; necesitas estar presente en lo que haces; necesitas compromiso de renovación de la fidelidad; necesitas el alimento que la Iglesia te da.

No nos cerremos a diversos estilos y formas de oración personal y comunitaria. Hay que saber respetar el ritmo de crecimiento de cada cual en la vida espiritual y de oración: catedrales, rocas, semillas, conchas…

La oración, como la madurez espiritual, tiene sus propios ritmos: sé orar; no sé orar; oro a Dios; Dios ora en mí­. O, en otras palabras: sé quién soy; no sé quién soy; ordeno mi vida desde el Amor; vivo el Amor en mí­ y en todo.

Hay que alimentar la oración: desde la Vida, desde la Liturgia, desde la Palabra, desde lo que Dios mismo nos vaya inspirando, desde las búsquedas y ansiedades-encuentros y desencuentros de los demás, y desde nuestras propias tentaciones.

Las dificultades de concentración, son normales. No desesperarse. Si son superficiales, volver al centro. Si son más serias y con ansiedad, ofrecerlas al Señor: “Padre, me pongo en tus manos”. En enfermedad y vejez, más paciencia contigo mismo. No enfadarse y tener sentido común: buscar el lugar y momento más propicio.

En cuanto a los sentimientos en la oración, ojo con un peligro: orar sólo cuando nos apetezca. Es necesaria la constancia y la perseverancia.

No medir el fruto de la oración por lo que hayamos sentido o dejado de sentir. La oración es una expresión de fe, no de sentimientos. Es Dios quien ora en mí­; no yo en El. La oración transforma interiormente y el mejor fruto no son los sentimientos o los fenómenos externos (hablar lenguas, éxtasis, etc.), sino el cambio que va produciendo en ti (modificación de carácter, relación más positiva con los demás, actitud vital, abandono en manos de la Providencia, positividad, etc.). Por sus frutos los conoceréis.

En cuanto a la aridez o hastí­o espiritual, hay épocas en que lo único que experimentamos es oscuridad y aridez. No hay luz: Dios se ha desvanecido y nos sentimos abandonados y rechazados (“Dios mí­o, Dios mí­o por qué me has abandonado”). Sentimientos agostados, sensación de desgana y hastí­o espiritual, sin deseo fuerte de Dios.

Cuando se produce aridez, preguntarnos ¿es sólo en la oración o sucede en otros campos de la vida? Si sólo es en la oración, tal vez se necesite modificar la forma o método de la oración. De la contemplativa a la meditación o a la vocal, o viceversa.

Tal vez la aridez sea una llamada a profundizar: de los sentimientos a la voluntad. Edificar sobre roca y no sobre arena. A amar a Dios sólo por sí­ mismo y no por los sentimientos que pueda inspirarte. Orar cuando estamos carentes de deseos puede ser la prueba de estar buscándole sólo a El y no otras recompensas o compensaciones.

En cuanto a la oscuridad o apagón espiritual, puede ser por causas fí­sicas.

Si es espiritual, es una llamada de atención para cambiar tu forma de oración, llamada para cambiar tu centro de atención de Dios: del Padre al Hijo, o viceversa, o al Espí­ritu Santo.

Como resumen, en la aridez y oscuridad fí­sica, moral o espiritual, ver las causas y no culpabilizarnos. Perseverar en la fidelidad al lugar y tiempo; mantener confianza y abandono. Saber esperar y experimentar otras formas de oración.

“A partir de la oscuridad, Dios produce luz y fuerza, sosiego mental en medio de la tempestad de pasiones, paciencia en medio de la impaciencia, resignación en medio de la desesperación” (A. Barker, siglo XVII).

BIBL. -AA.W., Oración cristiana para tiempos nuevos, Espiritualidad, Madrid 1976; N. SILANES, La oración en Pablo VI, Trinitario, Salamanca 1974; J. LOEW, En la escuela de los grandes orantes, Narcea, Madrid 1977; R. BERZOSA, Orar con el cantar de los cantares, Monte Carmelo, Burgos 2000.

Raúl Berzosa Martí­nez

Vicente Mª Pedrosa – Jesús Sastre – Raúl Berzosa (Directores), Diccionario de Pastoral y Evangelización, Diccionarios “MC”, Editorial Monte Carmelo, Burgos, 2001

Fuente: Diccionario de Pastoral y Evangelización

La oración es, de alguna manera, el mismo ser del hombre que se pone en transparencia a la luz de Dios, se reconoce por lo que es y, al reconocerse, reconoce la grandeza de Dios, su santidad, su amor, su voluntad de misericordia, en definitiva, toda la realidad divina y el plan divino de salvación, tal y como se han revelado en el Señor Jesús muerto y crucificado. Aún antes que palabra, que pensamiento formulado, la oración es percepción de la realidad que inmediatamente florece en la alabanza, en la adoración, en la acción de gracias, en la petición de piedad a aquel que es la fuente del ser. En esta experiencia global, sintética, espiritualmente concreta, emergen y se configuran estos contenidos fundamentales:64 — la percepción de la vanidad de las cosas que han sido arrancadas del proyecto de Dios, percepción que se transforma en súplica, para que nosotros mismos seamos salvados de la insidia de la insignificancia y del vací­o; — la percepción de la presencia de aquel que es plenitud y que nunca está ausente y alejado allá donde hay algo que verdaderamente existe; — la percepción del Cristo vivo en el que todo el proyecto divino está resumido y personalizado Ubi Christus, ibi regnum dice san Ambrosio), que funda el reconocimiento y la realidad de la relación de comunión con aquel que es el único Señor y Salvador; — la percepción, en Cristo, de la voluntad del Padre como norma absoluta de vida, de forma que la oración ya no es un intento por hacer que la voluntad divina se identifique con la nuestra, sino la intención siempre renovada de conformar nuestra voluntad con la del Padre; — la percepción de la realidad del Espí­ritu, fuente de toda la vida eclesial, que reza en nosotros, de forma que la oración nos invita a salir de la soledad y del encerramiento del individualismo y a abrirnos al Reino de Dios que se va instaurando en los corazones y entre los hombres, es decir, en la Iglesia; — la percepción de la cruz como victoria sobre el mal que hay en nosotros y fuera de nosotros, que hace de la oración una actitud de protesta contra el pecado, contra la injusticia, contra el “mundo”, la nostalgia de la Jerusalén celeste donde todo es santo.

Carlo Marí­a Martini, Diccionario Espiritual, PPC, Madrid, 1997

Fuente: Diccionario Espiritual

SUMARIO: I. La oración en la historia: 1. En las religiones no bí­blicas; 2. En el Nuevo Testamento: a. La oración de Jesús, b. Hasta la reforma postridentina, c. Hasta nuestros dí­as.-II. Reflexión en torno a la oración cristiana: 1. Presupuestos de la oración: a. Nuestra capacidad de relación, b. La interioridad, c. La imagen de Dios; 2. Trinidad, fe y oración: a. “Dejar que Dios sea Dios”, b. La oración, encuentro de amor con el Padre, por Cristo, en el Espí­ritu Santo.-III. Conclusión.

I. La oración en la historia
1. EN LAS RELIGIONES NO BíBLICAS. Estas son incontables, y presentan a lo largo del tiempo, sobre todo en las politeí­stas, una enorme variedad en sus ritos sagrados. Sin embargo, nos interesa subrayar que en no pocos pueblos, desde muy antiguo, se llega a descubrir una cierta relación con lo divino, o con los dioses, o con un Dios personal y espiritual’. Es más, el Vaticano II dice que “en dichos pueblos ya desde antiguo se encuentra… a veces el conocimiento de la suma Divinidad e incluso del Padre. Esta percepción y conocimiento -añade- “penetra toda su vida con un í­ntimo sentido religioso” (NA 2). Esto influye para que, si bien muy lentamente, se pase de una oración meramente ritual y colectiva, a formas de oración más interiorizada, incluso a una oración individual que puede ser de petición, de súplica o de acción de gracias. ¿Se apunta ya a la dimensión filial de la oración cristiana? Según santo Tomás no sólo es posible un conocimiento natural, sino también “un amor natural a Dios sobre todas las cosas”.

Esta dimensión de la paternidad de Dios, que está ausente en el budismo, no falta totalmente en la literatura religiosa de la China. Está presente, en cambio, en otras tradiciones religiosas de contextos muy variados: indoeuropeos, semí­ticos, egipcios, y de la Amé-rica anterior al descubrimiento. El papa Pablo VI, refiriéndose a esas religiones, dice: “Llevan en sí­ mismas el eco de milenios a la búsqueda de Dios… Poseen un impresionante patrimonio de textos profundamente religiosos. Han enseñado a generaciones de personas a orar. Todas están llenas de innumerables “semillas del Verbo” y constituyen una auténtica “preparación evangélica”” (EN 53). Al fin, es Dios Trinidad quien, de muchas maneras y por misteriosos caminos, va llevando la humanidad hacia la plenitud de la revelación de la salvación.

2. EN EL ANTIGUO TESTAMENTO. La oración sigue en Israel la misma trayectoria evolutiva que su fe en Dios. Es lo normal. Se trata, además, de un proceso de siglos. La oración guarda en el AT una estrecha relación con el plan salví­fico de Yahvé sobre Israel, el pueblo elegido a través de Abrahán y liberado de la esclavitud por medio de Moisés. En este plan divino el acontecimiento cumbre es, sin lugar a dudas, la alianza: “Me pasearé en medio de vos-otros, y seré para vosotros Dios, y vosotros seréis para mí­ un pueblo” (Lev 26, 12). Fue así­ como Israel fue descubriendo cada vez con más claridad un Dios distinto y en todos los aspectos superior a los dioses de los pueblos vecinos. Yahvé se le presenta, efectivamente, como un Dios personal y viviente, celoso y providente, uno y único, paciente, compasivo y fidelí­simo, y al mismo tiempo poderoso, mayestático y santo: inmanente y transcendente a la vez. A esta imagen de Dios va paralela una forma de oración que, con el tiempo, se va perfilando y perfeccionando: expresa reconocimiento y admiración, gratitud y aceptación del plan de salvación que se le ofrece, petición de perdón y súplica confiada en las necesidades, lamento y alabanza. El punto de referencia en la oración será siempre la alianza: “Por tu nombre no nos rechaces…, no rompas tu alianza con nosotros” (Jer 14, 20-21).

Israel llega incluso a aplicar a Yahvé el nombre de Padre, principalmente en el perí­odo que sigue al fin del exilio. Es el mismo Dios quien se lo pide: “Me llamarás “mi padre” y no te separarás de mí­” (Jer 3, 19). Yahvé es y se manifiesta como el padre de todos. Su amor paterno va revelando cada vez más explí­citamente su salvación universal (cf. Is 56, 6-7), pero sus preferidos son siempre los pobres y débiles (cf. Sal 68, 6; 103, 13). Yahvé también se hace presente por medio de su Palabra, y por ella cumple su plan de salvación. Es así­ como él revela y comunica su voluntad al pueblo elegido, le da sus mandamientos -las diez palabras-del Sinaí­, habla por la boca de los profetas, crea y gobierna el mundo. Por eso Yahvé llama incesantemente al pueblo a la escucha (Dt 6, 3-4; Jer 6, 10), e Israel, a su vez, no se cansa de repetirle que espera en su palabra (Sal 119, 81.114.147). Yahvé se hace presente, además, por medio del Espí­ritu de Dios, que es como un poder invisible y divino que todo lo vivifica (cf. Sab 1, 7; Sal 139, 7). Ese espí­ritu es comunicado al pueblo y a cada uno de sus miembros, de tal forma que Yahvé no sólo está cerca de su pueblo, sino en él.

Este concepto de Dios, que Israel fue adquiriendo poco a poco y a través de muchas vicisitudes, tuvo repercusión directa en su manera de orar. De hecho, en la oración de Israel se advierte un claro progreso hacia lo que es un encuentro en el que Dios, por medio de su Espí­ritu, purifica, libera y transforma a quien en él confí­a (cf. 1 Re 9, 3-9; Ez 36, 27-28). Se trata de un encuentro que es camino hacia una comunión más estrecha con Dios, de los miembros del pueblo fiel entre sí­ y todos los hombres que quieran acogerse al proyecto de alianza universal que Yahvé -Dios Padre- ofrece generosamente por medio de su Palabra y de su Espí­ritu. ¿Cómo no ver en este proceso de la revelación veterotestamentaria una providencial preparación para la revelación plena del Dios Trinidad y de la oración trinitaria del NT?
3. EN EL NUEVO TESTAMENTO. a. La oración de Jesús. En sus relaciones con Dios, como en todo lo demás, Jesús demuestra ser un fiel israelita. No es que simule algo que no va con él; todo lo contrario. En su vida pública se refiere con frecuencia al Dios de Abrahán, de Isaac y Jacob; en su vocabulario, Yahvé es su Dios y nuestro Dios, su Padre y nuestro Padre. Esta distinción llevará a sus discí­pulos a darse cuenta de que el Dios de Jesús es y no es el mismo que el del resto de los israelitas. Marí­a fue la primera en tomar conciencia de esto ya en el episodio del templo de Jerusalén (cf. Lc 2,49-50). Sólo Jesús puede decir ¡Padre mí­o!, y escuchar: Tú eres mi hijo amado (Mc 1,11). Eso hace que la oración de Jesús tenga rasgos enteramente originales: “Al entrar en el mundo dice: he aquí­ que vengo -pues de mí­ está escrito en el rollo del libro- a hacer, oh Dios, tu voluntad” (Heb 10,7). La oración de Jesús es, por tanto, una oración eminentemente salví­fica -expresión de la nueva alianza-, de una disponibilidad absoluta para realizar los planes del Padre sobre el mundo. Ahí­ se encuentra también el secreto de la oración incesante de Jesús y de los sentimientos que en ella expresa: alabanza, acción de gracias, abandono, súplica…

A veces, el maestro asocia los discí­pulos -todo el grupo o solamente algunos de ellos- a su oración. Ellos comprueban impresionados que su maestro ora de manera muy distinta de como lo hacen los rabinos e incluso de como lo hací­a Juan el precursor. Poreso se sienten impelidos a pedirle “Señor, enséñanos a orar” (Le 11,1), y él les da una serie de orientaciones: no deberán orar para ser vistos, ni usar muchas palabras, ni alzar la voz o gritar para ser oí­dos; su oración será, por el contrario, sencilla y humilde, interior, atenta y confiada (cf. Mc 12,39; Mt 6,6-8.32…). Jesús habla, sí­, a sus discí­pulos de la nueva oración que él viene a instaurar, pero se ocupa sobre todo de iniciarles en esa forma de oración. Ellos barruntan que el contenido del Padrenuestro (Mt 6, 9-15; Lc 11,2-4), el modelo de oración con que Jesús responde a su demanda, desborda todos los moldes y presienten, quizás, que esa oración es el prototipo de la oración de los seguidores de Jesús de todos los tiempos.

b. La oración en las primeras comunidades cristianas. Jesús no dijo -ni tení­a por qué decirlo- todo sobre la oración. Prometió, más bien, enviar su Espí­ritu a continuar su obra y para que condujera a los creyentes hacia la verdad completa (cf. Jn 16,13). Los primeros cristianos, después de la resurrección del Señor, son y se sienten judí­os y siguen acudiendo al templo de Jerusalén a orar (cf. He 5,12). El Dios de sus vidas y de su oración es el de antes, aquel al que también Israel solí­a llamar nuestro padre (cf. Is 63; 64,7); pero Jesús les ha enseñado a llamarle cariñosamente Abbá, porque son, realmente, sus hijos de adopción (cf. Gál 4,6; Rom 8,15). De ahí­ que se atrevan a repetir aquella oración que Jesús les dejó en propiedad, el Padrenuestro. Además Dios mora en ellos como en su templo (1 Cor 6,19). Jesús habí­a dicho: “Si alguno me ama guardará mi palabra, y nii Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,23). Es el adorable misterio de la inhabitación. La oración adquiere así­ un tono muy familiar y de grande intimidad. Por Cristo, todos tenemos acceso al Padre, y él mismo nos incita a “orar en su nombre” Un 16,24), esto es, apoyados en él, más aún, en comunión con él, identificados con sus sentimientos, con su querer y con la misión que el Padre le ha confiado.

Pero en todo ello es imprescindible la acción del Espí­ritu Santo en nosotros. Este es otro de los puntos fuertes de la predicación apostólica. Para san Pablo ser cristiano es vivir en docilidad al Espí­ritu: “Sólo los que son guiados por el Espí­ritu de Dios son hijos de Dios” (Rom 8, 14). “El Espí­ritu mismo se une a nuestro espí­ritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios y para hacernos exclamar ¡Abbá, Padre!” (ibid. 16 y 15). De ahí­ que los primeros cristianos, aun dirigiéndose nominalmente en la oración a Jesucristo el Señor, o al Espí­ritu Santo, tienen de Dios, y por lo tanto de la oración, una visión trinitaria: su oración va dirigida, en realidad, al Padre, por Cristo, en el Espí­ritu Santo.

Los primeros creyentes, al saberse todos uno en Cristo, se descubren Iglesia y se percatan de ser parte integrante de un solo cuerpo; y así­, todos con un mismo espí­ritu son “asiduos en la oración” (He 1, 14). Esta oración es pluriforme en las posturas del cuerpo (cf. He 20, 36; Ap 4, 10; 5, 8; 7, 9) y en su contenido y expresión (cf. He 1, 24-26; 4, 24-30; 6, 4.6). Es también intensamente apostólica: en todas las necesidades recurren a la oración (cf. Sant 5,16; 1 Tes 3, 12-13; Flp 1, 9-11); pero el suyo es un pedir con parresí­a, con segura confianza (1 Jn 3, 21). Sin embargo, la principal forma de oración de los primeros cristianos es la eucaristí­a. Para la primitiva comunidad cristiana esa era la oración distintiva. Por ella se diferenciaba de la sinagoga, mientras por lo demás, seguí­a adoptando gran parte de la oración judí­a. Esto explica que la acción de gracias y la alabanza de las magnalia Dei ocupen tanto lugar en las oraciones de aquel tiempo que han llegado hasta nosotros. Esto, añadido a otros factores, da a entender por qué la oración litúrgica en general y la eucaristí­a en particular, estaban en el centro de la vida de la Iglesia primitiva.

4. LA ORACIí“N EN LA IGLESIA: a. Hasta el Medioevo. Nos referimos en primer lugar a la época postapostólica. En ella el estilo de vida y de oración se parece mucho al descrito en el párrafo anterior. Las comunidades cristianas contaron con el valiosí­simo apoyo y la ayuda de los Padres apostólicos, como Clemente de Roma e Ignacio de Antioquí­a, cuya espiritualidad es eminentemente cristocéntrica, pero con muchas referencias a la Trinidad. En su tratado sobre la oración, Orí­genes es muy explí­cito en este aspecto. A partir de este tiempo el tema de la oración es uno de los más socorridos de los escritos espirituales de los Padres, especialmente en oriente. San Basilio el Grande y san Gregorio de Nisa son los nombres que encabezan una larga lista de escritores de este estilo. En Occidente, nombraremos a san Hilario de Poitiers, a san Agustí­n, a Casiano, a san Benito y san Gregorio Magno, pero también aquí­ la lista es larga. Con ellos la oración, especialmente litúrgica, recibe un gran impulso. Al mismo tiempo que la liturgia se ve enriquecida con doxologí­as trinitarias, se insiste sobre la oración continua, centrada por lo común en la santa Escritura (Lectio divina). El trabajo manual y las obras de misericordia van suplantando paulatinamente al rigor ascético de tiempos pasados. Resumiendo, podrí­amos decir que éste fue un perí­odo espléndido de crecimiento y maduración de la espiritualidad cristiana.

b. Hasta la reforma postridentina. Este perí­odo, que dura varios siglos, coincide, en lí­neas generales, con el medioevo, tiempo de profundas transformaciones en la Iglesia y en la sociedad, sobre todo en Europa. La espiritualidad va ligada a las instituciones que más florecieron en aquellas edades. Ellas contribuyeron eficazmente a dar impulso a la vida espiritual de la Iglesia y a hacer que su imagen brillara con más nitidez. Son patentes los esfuerzos que muchos hacen para dar un testimonio vivo del seguimiento al Cristo del evangelio en las dos vertientes de unión con Dios y de servicio al pueblo, en particular a los pobres y a los cristianos que, con evidente peligro de perder la fe, sufren cautividad en tierras invadidas por el Islam. Nos limitamos a recordar algunas de estas instituciones y los nombres de algunos de sus exponentes más eximios: los benedictinos con san Pedro Damiani y san Anselmo; los cistercienses con san Bernardo; los canónigos regulares con Ricardo de san Ví­ctor; las órdenes redentoras, trinitarios y mercedarios, con sus fundadores respectivos, san Juan de Mata y san Pedro Nolasco; 1; los dominicos con santo Domingo, san Alberto Magno y santo Tomás de Aquino; los franciscanos con san Francisco de Así­s, santa Clara y san Buenaventura; están también los carmelitas, los Siervos de Marí­a y las órdenes hospitalarias; ya en el siglo XIV tiene mucha influencia la “Devotio Moderna”, con Ruysbroeck, Suso y Kempis.

En algunas etapas de este perí­odo se promueven, también entre el pueblo, tanto la oración litúrgica como la privada. Se propagan las devociones a los misterios del Señor y de la Virgen Marí­a, y se mantiene viva la visión de fe del Dios Trinidad en función de nuestra salvación, aunque, a decir verdad, con bastantes deficiencias, sobre todo después de san Agustí­n. La influencia de lo bueno y de lo menos bueno de entonces se hará notar en la espiritualidad hasta nuestros dí­as. En la alta Edad Media, sobre todo, son manifiestos los signos de relajación tanto en el pueblo como en el clero y en-la misma vida religiosa. La Iglesia pasa momentos muy difí­ciles, pero al fin, aunque no sin desgarros, se impone el anhelo de renovación, siempre vivo entre los cristianos más clarividentes, que desemboca en la reforma propiciada por el concilio de Trento.

c. Hasta nuestros dí­as. El lapso de tiempo que va del fin del concilio de Trento hasta nuestros dí­as es demasiado largo y variado para que de él se pueda dar en pocas lí­neas una visión mí­nimamente aproximada: se desarrolla en contextos sociopolí­ticos, culturales y religiosos muy diferentes. La primera etapa se caracteriza por el fuerte influjo espiritual de las grandes instituciones de la época anterior. Luego hacen su aparición otras nuevas, entre las que sobresale la Compañí­a de Jesús, fundada por san Ignacio de Loyola (1491-1556). Algunas de las antiguas son renovadas en profundidad por radicales reformas, como el carmelo de santa Teresa de Jesús.

San Ignacio, con sus Ejercicios Espirituales, introduce un método de oración personal y una espiritualidad caracterizada por la contemplación en la acción, que será en lo sucesivo punto de referencia y fuente de inspiración para otros muchos institutos religiosos. Tanto en la experiencia personal de Ignacio como en su espiritualidad es central el misterio trinitario. Santa Teresa, por su magisterio espiritual y por su ingente labor como reformadora, ocupa un lugar privilegiado en la espiritualidad católica. Junto a ella aparece muy pronto san Juan de la Cruz, mí­stico de talla excepcional, más rigurosamente cientí­fico en sus planteamientos doctrinales que la Santa. Los dos, aunque no de idéntica manera, encaminan al orante, con Cristo y en Cristo, hacia la sublime comunión con Dios Trinidad’.

La reformadora carmelitana dejó sentir su influjo espiritual directo en otras órdenes religiosas, particularmente en la reforma que de los trinitarios hizo san Juan Bautista de la Concepción (1561-1613), quien llegó a conocer personalmente a la reformadora del Carmelo. Además, la reforma estuvo en sus comienzos bajo la obediencia de un visitador carmelita descalzo. Aunque el reformador trinitario tiene en sus escritos muy en cuenta la doctrina de santa Teresa, se mantiene escrupulosamente fiel a los postulados de la Regla primitiva de su Orden: Trinidad y redención. Su pasión será trabajar siempre y sin descanso para “que cada dí­a crezca la gloria que a Dios se le debe”, y “contemplar a Dios en el pobre y en el pobre a Dios”.

En esta época y en la que sigue, hasta bien entrado el siglo XX, surgen en la Iglesia una infinidad de nuevos institutos clericales y laicales. Una pléyade de santos, santas y escritores espirituales entran en escena. No sólo hacen frente a ciertas herejí­as y corrientes peligrosas, sino que, estableciendo nuevas formas de vida consagrada, enriquecen la configuración de la espiritualidad y prestan eficientes servicios apostólicos en la Iglesia y de asistencia y promoción humana en la sociedad. Este perí­odo culmina en cierto modo con el concilio Vaticano II que consolidó definitivamente la convergencia entre la liturgia y la oración individual: la liturgia deberá tener siempre la prioridad en la Iglesia; pero al mismo tiempo se favorecerá y orientará la oración meditativa o devocional individual de los creyentes. Esto vale, dice el mismo concilio, no sólo para las personas consagradas y para el clero, sino para todos los bautizados.

El concilio Vaticano II removió en gran medida las fibras más profundas del ser cristiano y también despertó el deseo de relacionarse con Dios, es decir, de oración. Desde entonces han proliferado los movimientos y grupos que promueven la “experiencia de Dios” y ha aumentado considerablemente el número de centros o “casas de oración”. Digamos para concluir este apartado que con el Vaticano II y bajo su impulso se ha puesto muy de relieve la dimensión trinitaria de la Iglesia10 y de la vida de cada bautizado, lo mismoque de la oración. Con ello se están subsanando y corrigiendo algunas tendencias cuyas secuelas han tenido muchas y graves consecuencias en la vida espiritual de los fieles. El magisterio pontificio de Pablo VI y Juan Pablo II no ha cesado de insistir en la necesidad de seguir caminando en esa dirección [Infra II, 1, c].

II. Reflexión en torno a la oración cristiana
Convendrá tener en cuenta mucho de lo que acabamos de decir sobre la oración en una perspectiva histórica, para mejor entender la exposición sobre la naturaleza, la estructura y la dinámica de la oración cristiana. Comenzamos señalando algunos factores que pueden condicionar la oración.

1. PRESUPUESTOS DE LA ORACIí“N. La oración es principalmente don gratuito de Dios; pero como también es obra de la persona, en su desarrollo intervienen diversos factores humanos. La oración suele ser entendida como una relación interpersonal con Dios, como un encuentro con él; encuentro que, lógicamente, tiene caracterí­sticas muy particulares”. Para que éste pueda tener lugar es preciso cultivar previamente y con esmero algunas condiciones. Señalamos las siguientes:
a. Nuestra capacidad de relación. Todo proceso de maduración exige que la persona trabaje para que sus relaciones humanas superen la búsqueda egoí­sta de los propios intereses y alcancen, desde el yo profundo, un nivel de sincera naturalidad. Sólo así­ se puedenrespetar, en lo humano, las caracterí­sticas del encuentro interpersonal propiamente dicho: alteridad, reciprocidad, e intimidad. Está claro que si una persona no ha desarrollado su capacidad de relación, esta carencia la condicionará negativamente y el encuentro de oración con Dios no podrá tener la profundidad deseada.

b. La interioridad. Nadie es capaz de orar únicamente desde sí­ mismo. Para bien o para mal el orante está sometido a la influencia de circunstancias personales o externas. A nivel personal: el propio cuerpo, la sensibilidad, la mente y la afectividad. A nivel externo influyen igualmente: el ambiente, las personas, los acontecimientos, las corrientes de opinión, las tendencias ideológicas, etc. Vivir desde la propia interioridad es potenciar la capacidad de atención de la mente, poner orden en las zonas sensibles, llevar paz y serenidad a la afectividad y actuar, con discernimiento, a nivel de conciencia profunda y de fe cristiana; es decir, desde el yo í­ntimo y desde Dios. La interioridad así­ entendida es una conquista y tiene un precio: ascesis, silencio de las potencias, conversión… Es el único camino para llegar a un encuentro cada vez más auténtico con Dios.
c. La imagen de Dios. La oración cristiana es esencialmente encuentro con Dios. Dice el Vaticano II: “La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios” (GS 19). De hecho, en nuestra sociedad occidental, generadora de soledad, de insatisfacción y desencanto, cuando no de desesperación, son muchos los que, quizás incoscientemente, buscan al Dios verdadero.

Pero cabrí­a, por otra parte, preguntarse hasta qué punto el Dios de nuestras catequesis, de la evangelización, de la teologí­a y de la moral sea ese Dios verdadero. El teólogo italiano Bruno Forte no duda en plantearse esta pregunta: El Dios de los cristianos, ¿es un Dios cristiano?. Desde su experiencia teológica afirma que nos encontramos ante un destierro de la Trinidad en la teorí­a y en la praxis de los cristianos, que siguen siendo mayoritariamente monoteí­stas. Esto ha tenido nefastas consecuencias no sólo en la teologí­a y en la piedad, sino también en las relaciones humanas y en el comportamiento social.

Obviamente, los presupuestos que condicionan la oración y la misma oración se apoyan mutuamente; esto significa que la oración es capaz de transformar nuestra capacidad de relación, hacer madurar nuestra afectividad y suavizar las asperezas de nuestro carácter. Dando autenticidad a nuestra vida interior nos hace acercarnos a una imagen de Dios más en consonancia con el Dios verdadero que no es otro que el Dios Trinidad revelado en Cristo. Es importante, por tanto, que no nos quedemos “en un bajo modo de trato con Dios”, sino que pongamos de nuestra parte todos los medios a nuestro alcance para que el Espí­ritu infunda en nosotros esa oración profunda y transformarte.

2. TRINIDAD, FE Y ORACIí“N. En la vida de la Iglesia hay señales claras de que nos encontramos atravesando una etapa privilegiada de retorno al Dios trinitario, cercano al hombre y amante de la vida, el Dios Amor revelado por Jesús. Es como el anuncio feliz de que, después del destierro, nos encaminamos a la patria trinitaria en la teologí­a, en la nueva evangelización, en la antropologí­a, en la sociologí­a, en la espiritualidad, en la vida cristiana en general y muy particularmente en la oración. El Concilio Vaticano II tiene mucho que ver en este retorno.

La oración no es algo que se pueda imponer por la fuerza. Siendo don gratuito de Dios es preciso dejarle libre el camino para que él la haga brotar espontánea, como fruto del asombro y de la fascinación interior de quien descubre al Dios que es don inefable de amor. Es entonces cuando, supuesta la disponibilidad y actitud de acogida del orante, adviene el encuentro con Dios. Mas antes de intentar describir la dinámica de ese encuentro, hablamos de sus premisas.

a. “Dejar que Dios sea Dios”. Esta frase de Hans Urs von Balthasar resume perfectamente lo que nos proponemos decir a continuación. Ajustándonos a la historia de la salvación, sabemos que el punto de partida está en el amor gratuito de Dios al hombre. La iniciativa es suya siempre, y lo fue ya desde antes de la creación (Ef 1, 4). Cuando recibimos la promesa de salvación y la revelación de su amor infinito, Dios no se manifiesta como unipersonal, sino como Trinidad de personas. “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él” (1 Jn 4, 9). He ahí­, por tanto, el gran proyecto de Dios Padre: hacernos sus “hijos adoptivos por medio de Jesucristo según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia” (Ef 1, 5-6). Esto tiene su cumplimiento únicamente en el Espí­ritu Santo, gracias al cual tenemos “libre acceso al Padre” (Ef 2, 18).

Esta maravillosa operación comienza en el momento del bautismo cuya fórmula viene a significar: Yo te introduzco en la corriente de vida del Padre, en el Hijo, por el Espí­ritu Santo, para que vivas en lo más profundo de tu ser la comunión de amor de los Tres, quienes, por gracia, te convierten en su propia morada. En virtud del mismo bautismo todos los bautizados formamos el pueblo de Dios que es la Iglesia: hijos en el Hijo, uno en él, “en quien toda edificación bien trabada se eleva hasta formar un templo santo en el Señor, …hasta ser morada de Dios en el Espí­ritu” (Ef 2, 21-22). Esa es la Iglesia de la Trinidad. De aquí­ que “las diversas imágenes que la LG utiliza para describir de alguna manera el misterio de la Iglesia vienen a poner de relieve su parentesco con las tres Personas divinas”.

Se necesitan los ojos de la fe (cf. Ef 1, 18) para poder conocer y penetrar en el abismo sin fondo del amor de Dios manifestado en la persona de Cristo y en cada uno de los misterios de su vida terrena, y para poder descubrir a Dios como un tú de amor personal a cada individuo y a la totalidad de su Cuerpo que es la Iglesia. En definitiva, sólo la fe sabe responder con amor al Amor. Pero tampoco hay que olvidar que esta misma respuesta del hombre es pura gracia, don gratuito, del mismo Dios. Von Balthasar dice que este amor de Dios no es una realidad abstracta o colectiva sino algo absolutamente personal. El Padre me entrega a mí­, a nosotros, dice, “a su Hijo único para llenarme a mí­ (a nosotros) internamente con su santo Espí­ritu de amor. Frente a este acontecimiento, la persona creada no encuentra en sí­ misma, en su estado propio, ninguna respuesta auténtica. Aun en el caso de que fuera afectada en su núcleo í­ntimo (como el niño por la madre), no tendrí­a nada que presentar como contraoferta. Su respuesta sólo puede ser dejar a Dios ser Dios en ella. Reservarle todo el espacio que él reclama para su amor. “He aquí­ la esclava del Señor”. Así­, pues, la respuesta (hecha posible por la gracia) es, al mismo tiempo, la mayor disponibilidad posible (Ignacio de Loyola)””. Por tanto, el secreto está, supuesta la acción del Espí­ritu Santo, en la fe entendida en su sentido bí­blico original, en la disponibilidad al estilo de Marí­a (cf. Lc 1, 38) y de Jesús (cf. Heb 10, 7).

b. La oración, encuentro de amor con el Padre, por Cristo, en el Espí­ritu Santo. Dijo Jesús: “Cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrada la puerta, ora a tu Padre, que está allí­, en lo secreto” (Mt 6, 6). Santa Teresa recomienda insistentemente al alma que “entre dentro de sí­” porque es ahí­ donde se efectúa ese encuentro que, según ella, consiste en “tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama”.

En la oración tenemos que sentirnos plenamente libres para relacionarnos con la humanidad de Jesús, con el Espí­ritu Santo, con Marí­a nuestra Madre y con los santos. Dirí­amos que la espontaneidad es regla, de modo semejante a lo que ocurre en las relaciones familiares. Lo esencial es que la oración se conforme a lo que nos ha sido revelado, es decir, que vivir en comunión con Dios Padre, por Cristo, en el Espí­ritu, es penetrar y participar en su misterio. La vida cristiana es esencialmente experiencia trinitaria; la cual “constituye el entramado, base y meta del vivir de los creyentes: ser en el Espí­ritu, arraigarse en Cristo, tender hacia el Padre” en cuanto hijos en el Hijo y, en él, hermanos los unos de los otros. La oración se encuadra, precisamente, en ese marco trinitario-salví­fico, como expresión consciente de lo que somos por gracia. Por eso, Jesús dice: “Vosotros, pues, orad así­: Padre nuestro…” (Mt 6, 9).

Encuentro filial con Dios Padre. La oración cristiana es esencialmente filial. Cuanto más viva sea la conciencia de que Dios es Padre, más auténtica y cristiana será la oración. Pero Dios es un Padre de caracterí­sticas únicas: es el Abbá “, Padre querido, todo ternura y cariño muy cercano al que lo invoca. Así­ lo sentí­a santa Teresa: “Porque el recuerdo de que tengo compañí­a dentro de mí­ es de gran provecho”. Por eso, el orante ha de adoptar ante él una actitud de total confianza y seguridad, y sobre todo de amor agradecido, porque “el aprovechamiento del alma no está en pensar mucho sino en amar mucho”. Dios no es un Padre paternalista o autoritario, sino un Padre amigo (cf. DV 2). Es Padre en tal grado que transciende y supera todas las categorí­as humanas. Es todopoderoso, pero “necesita” del hombre para cumplir sus planes. Su paternidad, como dijo Juan Pablo I, tiene rasgos maternales. Es providente, solí­cito y atento al clamor de quienes a él acuden: “Antes que me llamen, yo responderé; aún estarán hablando, y yo les escucharé” (Is 65, 24).

Con cada uno de sus hijos se relaciona como si fuera el único, pero no consiente que ninguno de ellos se niegue a la comunión, porque él es un padre de familia celoso de la unión de los suyos, fuente y origen de toda paternidad y de toda maternidad natural o espiritual; como él no excluye a nadie de la filiación tampoco acepta que nadie quede fuera de la fraternidad.

Por Cristo y con Cristo. Jesucristo es el unigénito del Padre, y todo en Jesús es revelación plena y perfecta del Padre: “El que me ha visto a mí­ ha visto al Padre” Un 14, 9). Es también el mediador y el camino que lleva al Padre: “Nadie va al Padre sino por mí­” Un 14, 6). El ora por nosotros (cf. 17, 9), y nos apremia para que oremos “en su nombre” (cf. 14, 13) haciendo nuestras sus actitudes y participando en su vida y misión. Jesús es, además, el verdadero y único Sumo Sacerdote, el orante perfecto, el religioso y adorador del Padre por excelencia, que da forma y sentido a toda oración verdadera. Por eso, nuestra oración, que es sobre todo acción de gracias y alabanza agradable a Dios, es cristiforme. Cristo sigue orando en el cristiano, y éste, como parte integrante de su Cuerpo, está llamado a orar en él y por él haciendo propios los gemidos inefables en el Espí­ritu (cf. Rom 8, 26), que son oración de intercesión, de ofrecimiento, de agradecimiento, de alabanza al Padre. El cristiano será feliz si llega a experimentar, de alguna manera, la presencia del Cristo orante en la propia oración.

En el Espí­ritu Santo. Vivir y orar como cristiano es vivir y orar en el Espí­ritu. El Espí­ritu conoce las profundidades de Dios y lo más recóndito del interior del hombre (cf. 1 Cor 2, 10-11). Como Cristo está en el Padre por el Espí­ritu, así­ nosotros permanecemos en Cristo (cf. Jn 14, 20) por el mismo Espí­ritu. No sabemos orar como conviene, pero el Espí­ritu “nos hace exclamar ¡Abbá, Padre!” (Rom 8, 15). El es luz y es don de amor que nos hace sentir la necesidad de la unidad y nos impulsa a ser en la Iglesia corresponsables de la salvación del mundo. La presencia activa del Espí­ritu enseña a simplificar la oración, la guí­a hacia formas más contemplativas y favorece la simbiosis entre acción y contemplación en la vida del orante. El Espí­ritu educa a quien se deja conducir por él y le amaestra para que acierte a reconocer a Cristo en los hermanos, especialmente en los más pequeños y en los últimos, que son sus predilectos. El Espí­ritu, finalmente, abre a la comprensión de la Palabra y calienta los corazones para que se enciendan al oí­rla (cf. Lc 24, 32). En frase de Juan Pablo II, realmente “es hermoso y saludable pensar que, en cualquier lugar del mundo donde se ora, allí­ está el Espí­ritu Santo, soplo vital de la orací­ón”.

III. Conclusión
Decí­amos al principio de estas reflexiones que la humanidad, entre oscuridades, dificultades y desviaciones, desde sus orí­genes ha buscado relacionarse con el Dios verdadero. Por eso, la oración aparece como el acto fundamental de todas las religiones propiamente dichas. Abrahán llegó a experimentar el encuentro interpersonal con un Dios cercano y entrañable. Pero es Jesúsquien descubre y revela de manera definitiva la naturaleza de la oración como encuentro inefable con un Dios que es Padre. De ahí­ que el cristianismo sea por excelencia la religión de la oración. La oración cristiana no se opone a la de otras muchas religiones, y mucho menos a la del AT., pero es enteramente nueva: sólo en ella se encuentra la comunión filial con el Padre, por el Hijo en el Espí­ritu Santo; y ninguna otra es, como ella, venero de salvación para todo el mundo.

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José Gamarra

PIKAZA, Xabier – SILANES, Nereo, Diccionario Teológico. El Dios Cristiano, Ed. Secretariado Trinitario, Salamanca 1992

Fuente: Diccionario Teológico El Dios Cristiano

Sin perder de vista el aspecto misterioso y trascendente que envuelve a la realidad divina, está claro que la base fundamental de la oración cristiana es la fe en un Dios personal, Uno y Trino.

El carácter personal y trinitario distingue esencialmente a la oración cristiana de cualquier otra expresión humana frente a la trascendencia. Y esto se pone ampliamente en evidencia en la historia de la Iglesia. Los diversos movimientos de espiritualidad en sus varias situaciones no podrán ofrecer, respecto a la oración, más aportación que la de unos métodos sólo accidentalmente diferenciados.

1. Descripción de la oración. La oración del cristiano no es más que el encuentro personal del hombre en diálogo humilde con Dios Padre a través de Jesucristo, su Hijo y hermano nuestro, en la fuerza del Espí­ritu Santo.

a) Encuentro: es cercaní­a y contacto con la posibilidad de intercambiar sentimientos.

b) Personal: no se trata de un ser indefinido a manera de explicación filosófica. No es “otra cosa”, sino “el Otro” a quien nos dirigimos como a un “Tú”, que nos mira y nos comprende, dispuesto a escucharnos, dispuesto a hablarnos.

c) Del hombre: soy yo ese hombre, en mi singularidad y en mi circunstancia. Aquí­ y ahora. No se trata de una entrevista-limitada a un tiempo, entre el saludo y la despedida de los interlocutores.

d) En diálogo: es hacer real la posibilidad de intercambio en los sentimientos. Dios tiene siempre la iniciativa. Jesucristo es su Palabra. Hay el ofrecimiento de una amistad. No nos obliga. Nos presenta las condiciones para entrar en la maravilla de su amor. Nos toca a nosotros corresponder, incluso pidiendo claridad, ayuda.

e) Humilde: es humilde por parte de Dios, que se rebaja hasta nuestra miseria, a nivel de nuestro pecado. Pero también debe ser humilde por parle nuestra: como nuestro ser mismo de criaturas es un don de Dios, sin posibilidad de un mérito previo, nuestra condición de pecadores inclinados a una independencia egoí­sta nos hace positivamente indignos. Por tanto, la oración tiene que ser un grito ante su misericordia.

D Con Dios Padre: la paternidad de Dios, como cercaní­a y solicitud amorosa por el hombre, es el aspecto más profundo de la revelación cristiana, La conciencia de la inmediatez divina, captada en la fe, no elimina la sensación de su trascendencia, que se hace paradójicamente cercaní­a más í­ntima que nuestra misma persona y se muestra como raí­z activa de nuestro ser.

9) A través de Jesucristo: la cercaní­a de Dios no es una idea abstracta. Dios se ha hecho hombre en su Hijo. Utiliza nuestro lenguaje. Lo podemos tocar, Lo podemos llamar. “¡Es él!”, “¡Eres tú!” Es cuestión de fe, pero de una fe con fundamento histórico, con la serie de testigos que siguen formando la Iglesia, desde que Jesús permaneció sensible entre nosotros. y, lo que es más interesante, oró y nos enseftó a orar, haciéndose solidario con la humanidad.

h) En la fuerza del Espí­ritu Santo: el Espí­ritu Santo, que es el amor personal unitivo del Padre y del Hijo, entra en la vida espiritual de todo cristiano y de la Iglesia entera como un don de gracia que inspira y mueve los resortes de nuestra vida espiritual. El sigue dando testimonio y haciendo que sea una vivificante realidad la acción salvadora de Cristo, dando consistencia a su Cuerpo mí­stico “la Iglesia” y a su Cuerpo sacramental “la eucaristí­a”.

2. Expresiones humanas de la oración.

a) Como palabra y como situación : las dos definiciones clásicas de la oración, “conversación con Dios o con Cristo” (Padres apostólicos) y “elevación del alma a Dios” (san Juan Damasceno), puede decirse que expresan dos elementos de la misma realidad existencial. La primera tiene un carácter activo, mientras que la segunda manifiesta lo que podrí­amos llamar la “situación oracional”.

b) Interioridad y expresión exterior: la interioridad corresponde al recogimiento o toma de conciencia necesaria del Dios presente, sin lo cual la oración externa resulta vací­a. La expresión exterior responde a la condición sensible del hombre, en correlación vital con el espí­ritu. De aquí­ la necesidad de fórmulas sensibles, de movimientos corporales, de espacios privilegiados, de ritmos temporales cada dí­a, cada semana, cada año…

c) Individual y comunitaria: esta división se refiere al sujeto orante, a la persona particular o al conjunto de los que se han congregado ante el Señor.

De todas formas, la contraposición entre el individuo y la comunidad no es exclusividad mutua, ya que el cristiano se presenta siempre delante de Dios como miembro de la comunidad que, mí­sticamente unida a Cristo, forma la Iglesia. A su vez, la comunidad orante no es nada sin la oración de cada uno de sus miembros.

d) Como acto humano personal, la oración puede expresar la diversidad de sentimientos que inundan al hombre ante la grandeza y la bondad de Dios. Por consiguiente, la oración tiene diversas expresiones: de alabanza, de petición de beneficios, de acción de gracias, de súplica de perdón, de aceptación de sus designios, etc. El “Padre nuestro”, enseñado por Jesús, ofrece un compendio insuperable de los temas de oración.

3. Cualidades de la oración.- Aunque ya las hemos indicado fundamentalmente en la descripción hecha al principio, hay cuatro cualidades principales que se deducen de la sagrada Escritura: atención (cf. Mt 6,6: Ef6,18: Sant 4,3), humildad (cf. Lc 7 6: Rom 8,26: Jn4,6), confianza (Mt 21,22: Mc 1 1,24) y perseverancia (Lc 18,1 : 1 Tes 5,17) La confianza y la humildad implican la fe en que Dios es más bueno y más sabio que nosotros, que sometemos nuestra petición a la soberaní­a amorosa de su voluntad, dejando aparte nuestros eventuales deseos. El modelo de esta actitud es el mismo Jesús en el huerto de los olivos: ” Padre, si es posible, que pase de mí­ este cáliz: pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Mt 26,39: Lc 22,42).

4, Dimensión social de la oración, El hecho de la unión espiritual que se establece entre los hombres, haciéndose en Jesucristo hijos del mismo Padre celestial -“comunión de los santos”, le da a la oración del cristiano una dimensión de solidaridad que encuentra su expresión en el recurso a la intercesión de los santos, sobre todo de la Virgen Marí­a, y en la súplica de unos por otros.

5. Proceso espiritual del orante.- Siguiendo la doctrina del doctor seráfico san Buenaventura en su opúsculo De triplici via, se pueden indicar tres etapas en la vida de oración, que no significan una sucesión temporal, sino tres actitudes del espí­ritu que no se excluyen mutuamente. En la ví­a (o situación) “purgativa”, la oración tiene como objeto la pureza del corazón, pidiendo al Señor la gracia de que nos libre de nuestras miserias. En la ví­a (o situación) “iluminativa” se pide luz y ayuda para penetrar en ‘el misterio de Cristo por medio del estudio de la sagrada Escritura. En la ví­a (o situación) “unitiva” la oración se convierte en diálogo de amor con la entrega al Señor, tan total que puede alcanzar la unión mí­stica con él.

6. Los diversos métodos de orar. Los movimientos espirituales especialmente los institutos de vida consagrada~ han promovido estilos caracterí­sticos de oración: los monjes benedictinos fomentan la oración litúrgica distribuida en las diversas horas del dí­a: los dominicos proponen la oración con un predominio especulativo: los franciscanos subrayan la actitud marcadamente afectiva… Especialmente después del concilio Vaticano II han surgido entre los laicos diversos grupos de oración comunitaria, a veces con influencias de los métodos orientales de meditación y como reacción a la secularización moderna.

B. Garcí­a

Bibl.: G, Moioli, Oración. en NDT 11, 1 1721 187: B. Baroffio, Oración, en DTl, III, 666679: B. Haring, Oracióll, en NDE, 10151024. H. U, von Balthasar La oración Contempiativa, Ed. Encuentro, Madrid 1989: A. Hammann, La oración, Herder Barcelona 1967’ . M, Castillo, Oración y existencia cristiana, Sí­gueme, Salamanca 1969.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: I. Definición de la oración – II. El carácter especí­ficamente cristiano de la oración: 1. Abba, Padre: 2. Oración en Cristo y a Cristo; 3. Creo en el Espí­ritu Santo – III. Oración: presencia y escucha de Dios: 1. La iniciativa divina; 2. El papel de la Sagrada Escritura; 3. El papel de la comunidad de fe: 4. El papel del pobre – IV. La centralidad de la eucaristí­a: 1. Dar gracias siempre y en todo lugar; 2. Oración y sacrificio de sí­ mismo; 3. La eucaristí­a: Oración y evangelización; 4. El papel de los demás sacramentos – V. Tradición sacerdotal y tradición profética: 1. El papel del sacerdote; 2. Las desviaciones del sacerdotalismo; 3. La tradición profética – VI. Las devociones.

La historia de la salvación comienza en el momento en que el hombre se hace capaz de recibir la revelación en la respuesta y en la oración. Para nosotros el hombre no se define a partir del uso de ciertos instrumentos o desde la posibilidad de cambiar el ambiente en que vive. Ni siquiera es suficiente la definición de homo sapiens. Se define como homo orans, en cuanto que adora, escucha y responde a Dios, confiriendo verdad a su propia existencia.

Sin oración el hombre no llega a la verdad ni descubre su nombre. Nuestra existencia es un don. Somos llamados por la palabra creadora de Dios, y esta palabra es una invitación a vivir conscientemente en su presencia. Viviendo a través de la llamada que nos da la vida, podemos encontrarnos en la escucha y en la respuesta a quien nos da un nombre único y todo lo que somos. No podemos encontrar nuestra identidad más que volviéndonos a Dios, que es origen y fin de nuestra vida.

I. Definición de la oración
No nos es posible definir al hombre sin recurrir al entendimiento de la oración. Y, del mismo modo, no podemos comprender la verdadera naturaleza y la meta de la oración sin comprender la vocación total del hombre. ¿Quién es el hombre que reza? ¿Es oración el reflexionar sobre el misterio del propio ser? ¿Es oración el acto de quien admira la grandeza del universo o intenta comprender el significado de su propia existencia? Ciertamente estos actos son fundamentales en el hombre, pues en ellos expresa su dignidad y su dinámica hacia lo verdadero y lo bueno; pero no se puede definir todo eso como oración.

Las tres notas indispensables con que se caracteriza la estructura interna de quien experimenta la realidad de la oración son: “La fe en un Dios personal, vivo. La fe en su presencia real. Un dramático diálogo entre el hombre y Dios, al que se sabe presente” Será útil que reflexionemos sobre cada uno de estos tres elementos.

a) Fe en un Dios personal, vivo. No se habla a una idea, a una cosa o a una fuerza impersonal. Quien hace oración sabe que se encuentra frente a la sabidurí­a suprema, que lo conoce. No basta una fe en el significado de la vida o en una persona humana, sino que es necesaria la fe en Dios, en el Amor.

b) Fe en la presencia real de Dios. El que hace oración tiene fe en la presencia real y activa de Dios, que se revela y nos invita de esta forma a que le respondamos. “Una presencia verdadera es posible tan sólo como respuesta a la revelación real de Dios. La fe vive de la oración. Realmente la fe viva en su esencia no es otra cosa que oración. En el momento en que creemos de veras, nos expresamos con la oración; y allí­ donde cesa la oración cesa también la fe viva”.

c) Confianza en que el Dios que nos ha hablado y sigue revelándose escuchará nuestra oración. La oración supone, por lo tanto, una relación tú-yo y yo-tú. La fe que da fuerza a la oración se puede condensar de la siguiente forma: “Tú eres y yo soy gracias a ti y tú me invitas a vivir contigo”. El creyente que piensa que no debe despertar a Dios se expresa drásticamente en el profeta Elí­as: “Elí­as comenzó a burlarse de ellos, dándoles este consejo: ‘¡Gritad más fuerte, pues es Dios! Pero está cavilando, o retirado, o se encontrará de viaje; tal vez esté durmiendo, y tenga que despertarse'” (1 Re 18,27).

Estas tres condiciones constitutivas de la oración se dan allí­ donde existe religión auténtica. Pero esto no excluye el que la conceptualización pueda no ser así­ de clara. Puede suceder que una persona determinada se declare panteí­sta, mientras que en realidad hace oración y considera a Dios como un “tú”. Allí­ donde se hace oración con confianza y con fe viva, allí­ está la presencia del Espí­ritu de Dios. Y la gracia de Cristo no está ausente, aunque quien hace oración no conozca ni a Jesús ni el misterio de la Trinidad.

II. El carácter especí­ficamente cristiano de la oración
“Ante Dios no hay acepción de personas” (Rom 2,11). Al hablar, por lo tanto, del carácter especí­fico de la oración cristiana no debemos vanagloriarnos frente a los que no son cristianos. Se impone, sin embargo, la meditación sobre los muchos motivos de reconocimiento por la vocación que se nos ha reservado, y la consecuencia de dar testimonio atractivo y convincente de nuestra oración. El cristiano que reza sabe qué es la vida eterna: conocer a Dios como padre del Señor Jesús, conocer a Cristo como verdadero Dios y verdadero hombre, mediador entre nosotros y el Padre, y creer en el Espí­ritu Santo, que ora en nosotros.

1, ABBA, ¡PADRE! – Todas las oraciones de todos los tiempos alcanzan su culminación en Cristo, el cual llama a Dios omnipotente “Padre” de forma única: su “Abba, ¡Padre!” resuena en los corazones de los apóstoles, y con este nombre Jesús nos invita y nos enseña a dirigirnos a Dios. El Resucitado dice a Marí­a Magdalena: “Subo al Padre mí­o y Padre vuestro, Dios mí­o y Dios vuestro” (Jn 20,17). No creemos solamente en un Dios personal, creador, omnipotente, sino que lo adoramos y lo amamos como Padre, nuestro y del Señor Jesús. Esto nos da una confianza única; pero no olvidemos que él está “en los cielos”, es decir, que se trata del Dios santo, mientras que nosotros somos las criaturas, no pocas veces, lamentablemente, pecadoras. Cuanto más conscientes seamos del pecado, tanto mayores serán no sólo nuestro temor, sino también la gratitud, la alegrí­a y la felicidad en la oración.

Cristo ha hecho visible al Padre. Pero nuestra oración no podrá unirse a la suya cuando invoca al Padre, si no nos unimos también al amor que ha manifestado a todos los hombres.

Cada uno de nosotros está delante de Dios con un nombre irrepetible; mas para encontrar ese nombre debemos vivir la solidaridad de la salvación, que expresa nuestra fe en nuestro Padre y en Cristo; solidaridad de salvación encarnada.

2. ORACIí“N EN CRISTO Y A CRISTO – En Cristo se nos hace más cercano el Padre y se manifiesta como “Dios con nosotros”. Sólo en Cristo podemos atrevernos a decir “Padre nuestro”. Es Cristo quien nos da el valor de orar con confianza; de él aprendemos a adorar a Dios en espí­ritu y verdad, y esta adoración tiene valor en tanto en cuanto se une a la suya y se ofrece en su nombre. La oración cristiana tiene como base no sólo la fe en Cristo, sino también su conocimiento’.

En la liturgia, nuestra oración suele dirigirse al Padre por medio de Cristo nuestro Señor. El, verdadero hombre, asume nuestras oraciones y les da el valor de la suya. Pero Jesús es también verdadero Dios; por eso nuestra oración litúrgica comunitaria, y con mayor razón nuestra oración personal, puede dirigirse directamente a él. No se piense que de esta forma se deja relegado al Padre; antes bien, en Cristo se fortifica la unión con Dios en el Espí­ritu Santo. A Cristo puede ofrecerse un culto latréutico.

En la invocación de la Virgen, de los santos y,de los ángeles, la cuestión es distinta. No se trata ya de culto o de adoración, sino de la comunicación que manifiesta nuestra fe en la comunión de los santos. La invocación de los santos vivifica también nuestra unión con Cristo, recordándonos que en él somos una sola familia.

3. CREO EN El, ESPIRITE SANTO – La oración especí­ficamente cristiana expresa una fe viva en la Trinidad. Creemos en el Espí­ritu Santo, dador de vida y que es adorado juntamente con el Padre y con el Hijo. Podemos adorar a Dios en espí­ritu y en verdad precisamente porque somos hijos de Dios guiados por el Espí­ritu. “Porque no recibisteis el espí­ritu de esclavitud para recaer de nuevo en el temor, sino que recibisteis el espí­ritu de hijos adoptivos, que nos hace exclamar: Abba, ¡Padre! El mismo Espí­ritu da testimonio juntamente con nuestro espí­ritu de que somos hijos de Dios” (Rom 8,15-16).

Es el Espí­ritu Santo quien nos da la sabidurí­a y el gusto de una oración correcta. Nos hace vigilantes en la espera del Señor y atentos a los signos de los tiempos, que son los signos de la presencia de Dios. Y así­ se hace posible gracias al Espí­ritu la oración, que es integración entre fe y vida.

III. Oración: presencia y escucha de Dios
Dios está siempre presente, pero esta presencia suya es recibida y transforma nuestra vida sólo si oramos. Por medio de la oración se cumple la reciprocidad de las conciencias y la presencia recí­proca. La presencia divina es fuente de vida y de luz. En la oración tomamos conciencia de ella y nos abrimos a la vida y a la luz. En ella vivimos con intensidad el momento presente, porque encontramos al Señor de la historia en el reconocimiento y en el agradecimiento por cuanto nos ha dado en el pasado y en la espera de la transfiguración final.

1. LA INICIATIVA DIVINA – En la oración especí­ficamente cristiana se manifiesta una gran conciencia de la iniciativa divina. Dios nos ha amado antes de que nosotros existiéramos y nos llama antes de que hayamos dado el más mí­nimo paso hacia él. Esta iniciativa del Señor la subraya toda nuestra fe. La justificación, es decir, la justicia que nos salva, la paz mesiánica, la reconciliación, todo se concibe como don gratuito e iniciativa de Dios. “Todo viene de Dios, que nos reconcilia con él por medio de Cristo” (2 Cor 5,18) ,La experiencia mí­stica de los santos se caracteriza por la conciencia de esta iniciativa, y tanto mayor será el progreso de la vida espiritual del hombre cuanto más atento y agradecido esté al don que se le hace.

Serí­a un error atribuir la iniciativa y el carácter gratuito solamente a los fenómenos sobrenaturales. Para el hombre de oración todas las cosas llevan la marca de la iniciativa divina e invitan a la alabanza, a la gratitud y a la adoración. Dios habla mediante las realidades creadas. Todo ha sido creado en el Verbo: todas las obras de Dios son palabras, mensajes, dones e invitaciones para darle gracias y alegrarnos. Sabemos que el acto de admiración ante la belleza de lo creado no puede llamarse oración; no obstante, es indispensable para su desarrollo. De hecho, cuanto más progresa una persona en la oración, tanto mayor es su admiración por lo creado, porque todo le habla de la grandeza, de la majestad, de la sabidurí­a y de la bondad de Dios. Todas las cosas son palabras de un Padre que con sus dones nos llama a la solidaridad, a la justicia y a la caridad fraterna. Por ello el cristiano disfruta al contemplar la evolución del mundo, pues todo aparece y se convierte en mensaje mediante el Verbo eterno y con vistas a la encarnación.

“Los cielos narran la gloria de Dios y la obra de sus manos pregona el firmamento” (Sal 19,2). Especialmente la presencia de Dios se manifiesta en el hombre creado a su imagen. Dios está presente en nosotros mismos y en el prójimo como creador, redentor y artí­fice que lleva adelante, para acabarla, la obra que tan maravillosamente ha comenzado. Esta obra maestra es una invitación a colaborar con él; debemos ser coartí­fices y correveladores de su amor. Todo hombre está llamado a convertirse en signo visible, en sacramento de la presencia de Dios, para recordar su activí­sima presencia e invitar a la alabanza, a la acción de gracias y a la intercesión. La escucha de la palabra de Dios, presente en lo creado y sobre todo en el hombre, se convierte en oración si adoramos y alabamos a Dios, al tiempo que demostramos, frente a toda realidad que nos circunda, la responsabilidad, que constituye una auténtica respuesta al Creador.

La iniciativa más inaudita del Padre es la encarnación del Verbo eterno en Cristo Jesús. Este Verbo resuena en toda obra creada, en todos los acontecimientos de bondad, de justicia, de belleza y de auténtica alegrí­a. “El Verbo se hizo carne y habitó con nosotros y nosotros vimos su gloria, gloria cual de unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1,14). Esta iniciativa del Padre exige tanto más nuestra gratitud y nuestra adoración cuanto más conscientes somos de nuestra dignidad. Dios nos ha amado el primero cuando éramos pecadores; su iniciativa inmerecida imprime un tono preciso a la oración de los fieles; ésta es amor agradecido, amor que debe ser digno de aquel con que Dios nos ha precedido en la encarnación, en la muerte y en la resurrección de Cristo. La presencia del Verbo eterno hecho carne es una gracia y una llamada a imbuir toda idea y toda acción de un amor capaz de corresponder de alguna forma al amor de Dios. Todas las palabras y obras de Dios adquieren esplendor y fuerza atractiva si se consideran con vistas al Verbo encarnado. “Porque por él mismo fueron creadas todas las cosas, las de los cielos y las de la tierra, lo invisible y lo visible…, todo fue creado por él y para él; y él mismo existe antes que todas las cosas y todas en él subsisten” (Col 1,16-17).

Cristo no es solamente la palabra definitiva y completa del Padre -palabra en la que se nos da el significado de toda obra-, sino que también es la respuesta perfecta. En su humanidad, unida al Verbo eterno, Cristo responde en nombre de toda la creación y también en nuestro nombre. Y así­ se convierte él en gracia para nosotros y en obligación de unirnos a él y de transformar nuestra vida para darle una respuesta auténtica y total, reconocida y solidaria en la salvación, a la medida de su respuesta, que, en la sangre, fue la expresión suprema de la solidaridad.

La oración especí­ficamente cristiana está marcada por el hecho de que Dios no se expresa nunca con palabras vací­as, sino que su palabra es eficaz, es acontecimiento y es obra visible. Así­ pues, la oración del cristiano jamás puede disociarse de la historia de la salvación y de los acontecimientos, sino que debe integrarse como palabra que lleva frutos de caridad, de justicia, de creatividad y de fidelidad.

Una forma de presencia activa de Dios la constituyen los >signos de los tiempos (cf especialmente SC 43; GS 4; UR 4). Para quien no cree y se niega a prestar su propio corazón a la escucha de la palabra, el libro de la historia es un libro sellado y carente de sentido. Mas para el cristiano que conoce a Cristo y reconoce en él al señor de la historia, los acontecimientos históricos se convierten en una palabra poderosa, que requiere una respuesta solidaria. Esta dimensión de la vida cristiana queda delineada en el Apocalipsis. “Vi en la mano derecha del que está sentado en el trono un libro escrito por dentro y por fuera. sellado con siete sellos. Vi un ángel poderoso, oue exclamaba con fuerte voz: ¿Quién es digno de abrir el libro y de romper los sellos?” (5,1-2). Y la apertura de los sellos se describe a continuación en términos dramáticos y solemnes: “Un cordero en pie, como degollado, tení­a siete cuernos y siete ojos (éstos son los Siete Espí­ritus de Dios, enviados por todo el mundo). Se acercó y tomó el libro de la derecha del que estaba sentado en el trono. Cuando hubo tomado el libro, los cuatro animales y los veinticuatro ancianos se prosternaron delante del cordero, teniendo cada uno en la mano un arpa y copas de oro llenas de perfumes (las oraciones de los santos). Ellos cantaban un cántico nuevo. Tú eres digno de tomar el libro y de abrir sus sellos, porque has sido degollado y has rescatado para Dios con tu sangre a los hombres de toda tribu. lengua y pueblo y nación. Tú has hecho para nuestro Dios un Reino de Sacerdotes reinando sobre la tierra” (5,6-10). Así­ pues, cuando el cordero abre los sellos no aparecen cartas escritas, sino acontecimientos de la historia, que manifiestan un significado profundo y ofrecen “las oraciones de los santos”.

En la sensibilidad a los signos de los tiempos y en la vida solidaria y responsable radica el carácter propio de los cristianos, reino de sacerdotes. Esta dimensión hace evidente la imposibilidad de que la oración cristiana se reduzca a una simple recitación de fórmulas. Ante el creyente se abre siempre la perspectiva y el programa del “Padrenuestro”. El es vida: integración entre fe y vida por la vigilancia frente a los signos de los tiempos y por la prontidud de una respuesta personal y solidaria.

2. EL PAPEL DE LA SAGRADA ESCRITURA – La Sagrada Escritura es palabra de Dios de forma privilegiada. Sin una actitud de disponibilidad a la respuesta, no se la puede meditar ni resulta provechosa. No olvidemos que la Escritura narra la historia de las relaciones de Dios con el género humano y de este género humano -formado de santos, profetas y pecadores- con Dios. Por eso habla a cuantos permanecen integrados voluntariamente en esta historia y están dispuestos a ser coagentes de la misma junto con Cristo y con los santos.

El estudio cientí­fico de la Escritura presta un servicio precioso a la misma oración [>”Experiéncia espiritual en la Biblia; >Palabra de Dios; >Salmos] y a una vida inspirada en ella, porque ayuda a comprender la dinámica de la historia de la salvación y las circunstancias concretas en las que Dios habla y solicita una respuesta existencial y orante. Quien lee la Biblia esperando únicamente recibir consuelo de ella sin estar dispuesto a corresponderle como coautor de la historia salví­fica, quebranta la dinámica de la palabra divina y ve esfumarse su propia meta. Pero tampoco el que estudia el texto sagrado con actitud crí­tica sin espí­ritu de oración se encuentra en la longitud de onda que permite captar su auténtico significado.

Todos, al menos una vez en nuestra vida, deberí­amos sentir la exigencia de leer la Biblia entera con especial atención, porque ella nos enseña a escuchar y a responder con toda nuestra vida. Entonces serí­a para nosotros lo que debe ser: una escuela de oración.

No todas las oraciones del Antiguo Testamento representan para el cristiano una respuesta adecuada a Dios. La situación del Antiguo Testamento es distinta de la nuestra. Algunas de aquellas oraciones muestran todaví­a la penumbra de la época de la espera. Pero la imperfección misma de aquellos sentimientos debe transformarse en motivo de gratitud por el don de la luz que hemos recibido en Cristo. Y no se olvide que aquella imperfección refleja la lenta trayectoria de la conversión de cada hombre, incluso del hombre de hoy. El hecho de que nuestra imperfección pueda compararse de alguna forma con la de los santos del Antiguo Testamento, debe ser motivo de confusión y de humilde propósito ante la gracia superabundante de Cristo; debemos aprender a orar como Cristo nos ha enseñado y como los grandes santos de la nueva alianza lo han experimentado. Antes de leer la Escritura pongámonos en presencia de Dios con plena conciencia y recordemos que por medio de ella quiere el Señor hablarnos e invitarnos a dar una respuesta en todas las circunstancias en que se encuentre nuestra vida. Si no reflexionamos sobre el significado de la palabra que nos es dirigida y sobre las exigencias que implica para nuestra vida, no es una lectura y escucha auténticas.

3. EL PAPEL DE LA COMUNIDAD DE FE – El creyente no parte de cero en su oración. Es siempre un ser que ha renacido en la comunidad de fe, de esperanza, de amor y de alabanza de Dios. También ésta es una iniciativa gratuita de Dios; una invitación al reconocimiento y a la docilidad. A la comunidad nos unimos en la escucha de la palabra de Dios, en la búsqueda de los signos de los tiempos, en la respuesta cultual y existencial. Tanto más eficaz será para nosotros el apoyo de la comunidad cuanto más dispuestos estemos a dar nuestra aportación a su vida de fe y de compromiso total, y a su culto, recordando que en la comunidad se manifiesta para nosotros la plena comunión de los santos. Esta comunión no se olvida precisamente en la eventualidad de que la comunidad visible se manifieste como comunidad débil y pecadora.

La conciencia de la unión con todos los santos aumenta nuestra confianza en la oración y al mismo tiempo nos impele a la solidaridad tanto en la oración como en la vida. La gratitud por la intercesión de los santos será una razón para interceder por todos los hombres.

4. El. PAPEL DEL POBRE – En la tradición profética, la oración es un descubrimiento de la palabra que Dios dirige mediante el pobre. La acogida humilde, agradecida y generosa del pobre es un progreso en el conocimiento de Dios y en la verdadera oración.

El hombre, imagen de Dios, nos revela el rostro divino, si nos acercamos al prójimo con un amor generoso y desinteresado. Si aceptamos al otro esperando de él una posible recompensa, no se dará verdadera trascendencia del yo hacia el otro. En cambio, si servimos humildemente al pobre reconociendo su derecho a nuestra solidaridad en su dignidad y en su miseria, entonces escuchamos verdaderamente la voz de Dios, la cual procede tanto de lo alto como de lo bajo. Este es uno de los pensamientos centrales de la filosofia y de la teologí­a de Manuel Levinas: “El otro, que en tanto otro se sitúa en una dimensión de altura y de abatimiento -glorioso abatimiento-, tiene la cara del pobre, del extranjero, de la viuda y del huérfano y, a la vez, del Señor llamado a investir y a justificar mi libertad”.

Quien reconoce en el pobre la dignidad y el derecho de ser amado y ayudado supera el propio yo y se hace persona en diálogo, mientras el otro se formula la invitación más gloriosa y urgente a responder. Respondiendo de esta forma al pobre se responde a Dios y se llega a un conocimiento más profundo de la trascendencia divina, condición necesaria para una oración especí­ficamente cristiana. Y es sumamente conveniente que recordemos siempre que esta oración es posible a todo hombre de buena voluntad.

IV. La centralldad de la eucaristí­a
Lo que hemos dicho hasta aquí­ sobre la oración especí­ficamente cristiana, encuentra su punto central en la eucaristí­a. En ella adoramos al Padre en Cristo, con Cristo y por Cristo; en ella recibimos el don del Espí­ritu, que al mismo tiempo nos hace capaces de acoger tal don supremo y de transformarnos nosotros mismos en don.

La eucaristí­a es el centro del culto de la Iglesia; ella crea siempre de nuevo la comunión de fe, de esperanza, de caridad y de adoración en espí­ritu y verdad.

1. DAR GRACIAS SIEMPRE Y EN TODO LUGAR – Eucaristí­a significa acción de gracias. Jesús, tomando el cáliz de la salvación, aceptando su suprema vocación de Sumo Sacerdote y de ví­ctima, “dio gracias”. Al celebrar la eucaristí­a entramos en la misma dimensión. Toda perversión y alienación entró en el mundo porque el género humano no quiso dar gracias y se negó a honrar a Dios como Dios. “Ellos son inexcusables, porque habiendo conocido a Dios, no lo glorificaron como a Dios ni le dieron gracias, sino que se envanecieron en sus razonamientos, se oscureció su insensato corazón” (Rom 1,21). En la acción de gracias y en la adoración en espí­ritu y verdad ofrecida por Jesucristo al Padre se cumple nuestra redención. Entrando en esta dimensión de gratitud, el hombre se hace partí­cipe de la redención y coartí­fice con Cristo.

Es fácil advertir la dimensión eucarí­stica en todas las partes de la misa y su manifestación en todos los momentos de la vida y de la oración de los fieles.

El rito penitencial del comienzo y sus evocaciones durante la misa son una confesión de alabanza, un alabar al Señor porque es bueno. Podemos recordar nuestros pecados sin desesperación ni frustración, porque conocemos al Redentor y reconciliador; porque sabemos que estamos redimidos y, reconociendo esta redención, obtendremos la liberación del egoí­smo.

Durante la misa ofrecemos oraciones, súplicas e intercesiones en espí­ritu de gratitud (cf Flp 4,6), conscientes de que van unidas a las de Cristo y de los santos.

Al escuchar la palabra de Dios, respondemos: “Damos gracias a Dios”, o bien “Gloria a ti. Señor”. No es posible recibir la bendición de la palabra de Dios sin escucharla y acogerla con espí­ritu de gratitud.

La profesión de fe en la recepción gozosa y grata de la buena nueva transforma la vida en una fe agradecida que da fruto en la caridad y la justicia.

En el ofertorio afirmamos que todo lo que somos y lo que poseemos es don de Dios. Este don tiene una dimensión social, y a él debe asociarse el hombre en el servicio del reino de Dios y del prójimo, y solamente entregándose en respuesta a Dios puede gozar de su presencia.

Con estas disposiciones podemos entrar en la gran oración eucarí­stica, que nos muestra como ví­a de salvación el dar gracias siempre y en todo lugar. En la proclamación de la muerte y de la resurrección del Señor se profundiza la fe en la redención del sufrimiento y de la muerte. La acción de gracias debe estar, por tanto, presente en el momento del sufrimiento y de la muerte, unidos al sufrimiento y la muerte de Cristo para alabanza del Padre.

2. ORACIí“N Y SACRIFICIO DE Sí­ MISMO – Cristo se hace presente y se entrega en la eucaristí­a. Ungido por el Espí­ritu Santo, se entregó para gloria del Padre y por la salvación de los hombres en toda su vida, y de forma particular en el momento de la muerte. Cristo resucitado está presente en el poder del Espí­ritu Santo y continúa dándose y enviando este mismo Espí­ritu a los hombres para que sepan entregarse a la gloria de Dios Padre en el servicio del prójimo. Tan sólo de esta forma el hombre participa verdaderamente en el sacrificio eucarí­stico y recibe la comunión que permite a Cristo continuar su obra salví­fica en él y por su medio. También así­ aceptamos nosotros nuestra misión maravillosa: ser mensajeros de paz y de reconciliación.

3. LA EUCARISTíA: ORACIí“N Y EVANGELIZACIí“N – La eucaristí­a es acción de gracias que responde a la proclamación solemne y central del mensaje evangélico. Si los fieles y los sacerdotes supieran celebrar y vivir el memorial de la muerte y resurrección de Cristo, su vida se transformarí­a bajo todos los aspectos en testimonio gozoso y agradecido de la salvación. Será, por tanto, la celebración eucarí­stica lo que decida el porvenir de la evangelización.

A la Iglesia se le ha prometido, precisamente con vistas a la evangelización, la presencia particular y la asistencia del Señor. Esta presencia tiene su punto culminante en la eucaristí­a; en una comunidad que da gracias por el Evangelio y que vive en él hasta el punto de hacer de sus miembros un evangelio viviente. No habrá nunca una crisis peligrosa para las vocaciones sacerdotales y religiosas cuando se sepa celebrar la eucaristí­a, proclamar el Evangelio y responder con gratitud; quien vive de esta forma sabe que la consagración al servicio de la buena nueva es uno de los dones más grandes de Dios.

4. EL PAPEL DE LOS DEMíS SACRAMENTOS – Referidos a la eucaristí­a, también los demás sacramentos son esenciales para la oración especí­ficamente cristiana. Los sacramentos son proclamación de la buena nueva en una forma muy concreta y en un ambiente cultual. Son una intercesión en la comunión de los santos. Son oración de súplica expresada ante los signos de la promesa. Son puntos de encuentro entre la palabra de Dios, que toca y transforma al hombre, y su respuesta con Cristo en la comunidad de fe.

En el bautismo, el Padre, que proclamó hijo suyo a Cristo en el bautismo del Jordán, nos llama solemnemente para ser hijos suyos en Cristo. Confirmados por la palabra sacramental, podemos atrevernos a llamar con la misma confianza “Padre nuestro” al Dios omnipotente. La inserción en el cuerpo mí­stico de Cristo no nos permite olvidar la solidaridad que caracteriza a nuestra vida; por ello siempre debemos decir explí­cita o implí­citamente “Padre nuestro”. En el bautismo celebramos precisamente aquello que Cristo recibí­a en la sangre de la alianza nueva y eterna. De esta forma la oración, que se apoya en él, nos dirige constantemente hacia la eucaristí­a, celebración central y culminante de la nueva y eterna alianza, que une entre sí­ a todos los bautizados.

En el santo crisma recibimos el sello del Espí­ritu Santo. La oración especí­ficamente cristiana se expresa en el credo: “Creemos en el Espí­ritu Santo”. La tercera persona de la Trinidad es un don personal. La oración que corresponde a este don superabundante es sobre todo la oración de acción de gracias y de alabanza. Esta espiritualidad encuentra su traducción concreta en el descubrimiento del bien en nosotros y en los demás, en el recí­proco reconocimiento que nutre a la oración de alabanza y de acción de gracias.

La celebración del sacramento de la reconciliación nos prepara a gozar de la comunión. Quien ha cometido un pecado mortal no puede ser digno de celebrar la eucaristí­a sin haber gozado antes del perdón y de la reconciliación de Dios. Pero aun en el caso de que un cristiano no corneta normalmente pecados que provoquen la muerte, no por esto debe olvidarse del sacramento de la reconciliación; ha de celebrarlo como confesión de alabanza y de acción de gracias. Celebrar este sacramento -y así­ lo subraya el nuevo rito- significa orar, tanto por parte del sacerdote como por parte del penitente, en un diálogo que nos abre a nuevas dimensiones personales y sociales. El sacerdote alaba y adora la misericordia divina mientras proclama en la absolución y en el diálogo de fe el don de la paz. La recepción de este don por parte del pecador no puede dejar de expresarse en alabanza y acción de gracias.

La ordenación sacerdotal es especialmente una efusión del Espí­ritu para que el ordenado tenga un recuerdo reconocido y pueda celebrar y vivir cada vez más dignamente la eucaristí­a, con una vida que la refleja de continuo. La vocación sacerdotal es en primer lugar una vocación a ser hombre y maestro de oración, para que todo el pueblo sacerdotal de Dios pueda llegar a la adoración en espí­ritu y verdad.

El matrimonio entre cristianos es sacramento de forma distinta, porque los esposos reciben la certeza de la presencia de Cristo siempre que están unidos en su nombre: “Porque así­ como Dios antiguamente se adelantó a unirse a su pueblo por una alianza de amor y de fidelidad, así­ ahora el Salvador de los hombres y Esposo de la Iglesia sale alencuentro de los esposos cristianos por medio del sacramento del matrimonio. Además, permanece con ellos para que los esposos con su mutua entrega se amen con perpetua fidelidad, como él mismo amó a la Iglesia y se entregó por ella” (GS 48). El recuerdo agradecido, que honra la presencia eficaz de Cristo, une a los esposos, a los padres y a los hijos de tal forma que cada vez los hace más conscientes de Dios y más abiertos entre sí­. Es, por lo tanto, fundamental la oración de la familia. Compete a los padres iniciar a los hijos en la oración, que es integración entre la fe y la vida.

V. Tradición sacerdotal y tradición profética
1. EL PAPEL DEL SACERDOTE [>Ministerio pastoral] – El sacerdote participa de la misión profética de Cristo sumo sacerdote. Se define como hombre de oración, adorador de Dios en espí­ritu y verdad, hombre espiritual que puede proclamar el misterio de la salvación en el culto y en la vida, maestro de oración especí­ficamente cristiana.

Quien haya penetrado en el sentido de la precedente reflexión sobre el carácter central de la eucaristí­a y de los sacramentos, podrá comprender fácilmente el carácter central del papel sacerdotal para que todos los creyentes sepan vivir una oración auténtica y sepan qué es una oración auténtica. Por ello creo que los seminarios deberí­an tener como misión primordial la de ser una escuela de oración, de forma que los sacerdotes puedan siempre vivir en ella como hermanos y testigos visibles de su misión solidaria de promover el espí­ritu y la práctica de la oración.

2. LAS DESVIACIONES DEL SACERDOTALISMO – Ya en el Antiguo Testamento y en la misma historia de la Iglesia, se puede ver con frecuencia una tí­pica desviación: el sacerdotalismo. No se trata, evidentemente, aquí­ de lo que es nota caracterí­stica en el sacerdote que participa del sacerdocio profético de Cristo. Se trata, por el contrario, de aquellos que no son hombres plenamente espirituales o que, reunidos en grupo, se consideran como clase privilegiada y tienden a mantener a los laicos en una posición subordinada como seres inmaduros, provocando así­ una grave desviación de la oración. En estas situaciones es fácil encontrar sacerdotes muy escrupulosos en la observancia de las rúbricas más minuciosas (que en el pasado se habí­an multiplicado de forma impresionante y estaban respaldadas por penas exageradas) o en la pronunciación de ciertas palabras, mientras que se olvidan de la misión principal: la adoración de Dios en espí­ritu y verdad. Esta desviación tiene como consecuencia el reducir la oración a una recitación sin contacto con las alegrí­as, las esperanzas, la angustias y los sufrimientos de los seres humanos. De esta forma viene a faltar una de las notas esenciales, cual es la integración entre fe y vida.

Precisamente en esta decadencia -verdadera desintegración- se manifiesta la fuerza del pecado original, es decir, de la sarx (como llamaba Pablo al egoí­smo encarnado y a la tendencia decadente del hombre). Allí­ donde falta la espontaneidad y la creatividad en la oración, la “carne” toma la delantera. Este sacerdotalismo, tendencia de la clase sacerdotal demasiado preocupada por su propia superioridad, comprueba la verdad de las afirmaciones de Pablo: “No es que seamos capaces por nosotros mismos de pensar algo como proveniente de nosotros, pues nuestra capacidad viene de Dios, que nos ha capacitado para ser ministros de la Nueva Alianza, no de la letra, sino del Espí­ritu, pues la letra mata, pero el Espí­ritu da vida” (2 Cor 3,5-6).

3. LA TRADICIí“N PROFETICA – Contra la degeneración sacerdotalista, Dios en su misericordia envió a los profetas. También habí­a entre ellos sacerdotes, pero no eran mayorí­a. Cristo es el profeta. Y no pertenece a la clase sacerdotal. La oración profética brilla por la integración de la fe en la vida. Todo su ser se expresa ante Dios en la aceptación: “Aquí­ estoy, Señor, llámame; aquí­ estoy, enví­ame”.

Modelo de sacerdote y de todos los miembros del pueblo sacerdotal de Dios lo es siempre Cristo profeta, el adorador del Padre en espí­ritu y verdad. Jesús nos enseña la sí­ntesis entre oración y vigilancia, entre amor de Dios y del prójimo.

Debemos estar reconocidos y agradecidos por la bondad de Dios, que continúa mandando profetas, hombres y mujeres que se distinguen por su espontaneidad y por la creatividad de su oración, por el sentido del presente, por la meditación orante. Allí­ donde se vive la tradición profética no existe el penoso complejo de inseguridad. La oración profética es el distintivo del pueblo de Dios peregrinante, que camina tras el Señor de la historia. Sobre todo en tiempo de profundas transformaciones culturales y sociales, debemos recurrir a Cristo como profeta y comprobar nuestra continuidad con la historia profética de la Iglesia.

VI. Las devociones
Serí­a una pérdida el olvidarnos de las devociones que la piedad popular ha hecho tradicionales. En ellas, si se celebran con espí­ritu adecuado, se encuentra la riqueza de la oración.

Para un católico contará siempre con su estima la visita al Santí­simo Sacramento. La renovación litúrgica nos ha hecho más conscientes del carácter central de la misma celebración eucarí­stica, en la que no deberá faltar la comunión. Pero esto no ha de ser motivo para que olvidemos la visita al Santí­simo Sacramento. La presencia humilde y continua de Cristo en el tabernáculo, siempre dispuesto a recibir y visitar a los enfermos, podrá refrescar nuestra memoria agradecida. La mera presencia ante aquel que se queda con nosotros puede traernos paz, alegrí­a y muchas veces un gran entusiasmo, que se expresa en la oración afectiva. La visita al Santí­simo Sacramento es una continuación contemplativa de la celebración eucarí­stica y nos prepara a la siguiente. Del mismo modo debe estimarse la bendición eucarí­stica: en ella alabamos la encarnación, la muerte y la resurrección de Cristo en espera de su venida, fuente de toda bendición.

Desde los tiempos de san Francisco, el ví­a crucis ha dado frutos abundantes en la vida de muchos cristianos. Es una devoción fácil y atractiva, que radica también de forma contemplativa en la celebración eucarí­stica.

Entre las devociones más agradables de los cristianos -especialmente de los católicos y de los ortodoxos- se cuenta la veneración de la Virgen Marí­a mediante la meditación o el canto del Magnifica’, oración magistral de Marí­a, reina de los profetas. También el rosario, si se lo recita meditando verdaderamente los misterios principales de nuestra salvación, patentiza su relación con la eucaristí­a. Pero es importante que no sea una recitación mecánica de padrenuestros y avemarí­as. Debe haber tiempo suficiente para leer el relato evangélico del misterio y tiempo suficiente para la meditación y la oración espontánea, que nos lleven a la recitación recogida de las fórmulas tradicionales de oración. El Vat. II afirma: “La participación en la sagrada liturgia no abarca toda la vida espiritual. En efecto, el cristiano, llamado a orar en común, debe, no obstante, entrar también en su cuarto para orar al Padre en secreto: más aún, debe orar sin tregua, según enseña el Apóstol” (SC 12). Además, el concilio añade normas directivas para la profundización y la renovación de todas las devociones y de los ejercicios piadosos: “Se recomiendan encarecidamente los ejercicios piadosos del pueblo cristiano, con tal que sean conformes a las leyes y a las normas de la Iglesia… Ahora bien, es preciso que estos mismos ejercicios se organicen teniendo en cuenta los tiempos litúrgicos, de modo que vayan de acuerdo con la sagrada liturgia, en cierto modo deriven de ella y a ella conduzcan al pueblo, ya que la liturgia por su naturaleza está muy por encima de ellos” (SC 13) [>Ejercicios de piedad].

B. Häring
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S. de Fiores – T. Goffi – Augusto Guerra, Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Ediciones Paulinas, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Espiritualidad

SUMARIO: I. La oración en la Biblia: 1. El vocabulario de la oración; 2. La oración de Abrahán; 3. La oración de Moisés y el canto de los liberados; 4. La oración de un profeta: Jeremí­as; 5. La oración de Job; 6. La oración de los salmos; 7. La oración de Jesús; 8. El “Padrenuestro”; 9. La catequesis evangélica; 10. La oración de la comunidad; I1. La oración de Pablo. II. Las estructuras de la oración bí­blica: 1. Oración dialógica y personal; 2. Nexo con la historia y la vida; 3. El signo del “silencio de Dios”; 4. Súplica y alabanza.

La Biblia menciona muchas oraciones, habla de hombres que rezan y enseña a orar. Todo esto es normal y forma parte de la experiencia religiosa de cada pueblo. La originalidad bí­blica no está en la oración, sino en el cómo y en el porqué.

Se puede decir que toda la Biblia ha nacido de la oración, como fruto de una escucha de Dios: se responde a Dios, se discute con Dios, se reflexiona delante de Dios. Más que hablar de Dios, la Biblia habla a Dios y reflexiona delante de Dios. Toda la historia de Israel está recorrida por la oración, que emerge en cada punto de su narración. Esto vale también para el NT. Por eso se comprende que seguir el tema de la oración significa recorrer el camino de la Biblia por entero. Obviamente, ello no es posible.

La primera parte (analí­tica y fenomenológica) de nuestro estudio será necesariamente una lectura episódica y apresurada, pero no por eso superficial; capaz en todo caso de dar un fundamento suficiente a la segunda parte (sintética), en la cual se intentará establecer las principales estructuras constantes de la oración.

I. LA ORACIí“N EN LA BIBLIA. Si se quiere descubrir el cauce dentro del cual discurre la oración bí­blica y toma forma, y por consiguiente captar su originalidad, hay que fijarse con precisión en el marco teológico y antropológico que supone, es decir en la relación / Dios, / hombre, / pueblo y mundo [/ Cosmos]. Es claro que tampoco podemos hacer esto. Habrá que dar muchas cosas por supuestas. Baste recordar, a modo de premisa, que el hombre bí­blico se dirige a un Dios que se ha hecho él mismo Dios de Israel y que ha hecho de Israel su pueblo. Al mismo tiempo, Yhwh no es sólo el Dios de Israel, sino que es el único verdadero Dios, creador del mundo entero. El elemento particularista y el universalista se dan la mano: el Señor del mundo es justamente el Dios de Israel. En el NT este entrelazamiento se profundiza y se universaliza: el Dios del mundo se hace hombre, y la Iglesia no es ya un pueblo entre los otros pueblos, sino un pueblo proveniente de todas las naciones.

1. EL VOCABULARIO DE LA ORACIí“N. El vocabulario bí­blico de la oración es amplio y fluido. Además de algunos verbos, por así­ decir, técnicos -como ‘atar y palal (de donde el sustantivo tefillah, oración) en el AT, y proseújomai y déomai en el NT- hay todo un abanico de verbos y de expresiones que pertenecen en primer lugar a las relaciones entre hombres y a la vida ordinaria: hablar, gritar, pedir, suplicar, invocar ayuda, alabar, agradecer, buscar. Ya esto muestra que la oración bí­blica no está exclusivamente ligada a los ritos, sino que brota de la vida y abarca todo el arco de sus manifestaciones.
2. LA ORACIí“N DE ABRAHíN. Una primera gran figura,de orante es / Abrahán. La suya es ante todo la oración de la obediencia. “Heme aquí­” es su pronta respuesta a cada intervención de Dios. Pero es también la oración de la petición y del lamento: “Señor Dios, ¿qué me vas a dar? Yo estoy ya para morir sin hijos, y el heredero de mi casa será ese Eliezer de Damasco. No me has dado descendencia, y uno de mis criados será mi heredero” (Gén 15:2-3).
Particularmente reveladora de cómo el hombre bí­blico se pone delante de Dios es la larga oración de intercesión por Sodoma y Gomorra (Gén 18:23-32). El rasgo que más llama la atención es que Dios y el hombre están frente a frente como dos personas: hablan y discuten familiarmente. Un hombre vivo, un hombre verdadero encuentra al Dios vivo y verdadero. El polvo está ante la roca; y, sin embargo, la confianza es más fuerte que el temor y supera la distancia: “Me atrevo a hablar a mi Señor, yo que soy polvo y ceniza”. Si nos preguntamos cuál es la raí­z de esta insólita oración, respetuosa a la vez que confidencial, debemos responder que es la / fe. Sólo de una fe profunda brota una oración atrevida. Además de familiar, la oración de Abrahán es insistente. Abrahán insiste, cortés pero firme. No pide para sí­, sino que intercede por los demás. Como todos los grandes hombres de Dios, Abrahán es un intercesor.

Hay, finalmente, un último rasgo, quizá el más original. Abrahán le plantea a Dios un problema: “¿Vas a destruir al justo con el pecador?” En otras palabras, ¿se rige Dios por la maldad de muchos o por la justicia de pocos? ¿No podrí­a un corto número de justos tener tanto peso que indujera a Dios a perdonar a la ciudad? Ya aquí­ se entrevé cómo para la Biblia la oración es el lugar privilegiado de la revelación y de la reflexión teológica, de la búsqueda y del descubrimiento del misterio de Dios.

3. LA ORACIí“N DE MOISES Y EL CANTO DE LOS LIBERADOS. Otra gran figura de orante es / Moisés, al que la tradición bí­blica presenta como el mediador entre Dios y la comunidad y como el modelo del intercesor. Son sus manos alzadas las que obtienen la victoria contra Amalec (Exo 17:8-13): “Cuando Moisés tení­a sus brazos alzados vencí­a Israel, y cuando los bajaba vencí­a Amalec”. Muchas veces en el desierto intercede él por el pecado del pueblo solicitando el perdón (Exo 32:11-14.30-34; Núm 14:10-20; Núm 16:22; Núm 21:7). Y se recuerda con complacencia que Dios le hablaba cara a cara, como a un amigo, como a un hombre de confianza (Núm 12:6-8; Exo 33:11; Deu 34:10). Más significativa que ninguna otra es la oración de intercesión de Ex 32. Estamos en el corazón de la oración bí­blica. Es una oración dramática; casi una lucha entre Moisés y Dios; y sus argumentos siguen el esquema clásico de la súplica: se apela al amor de Dios (esta nación es tu pueblo), a su fidelidad (acuérdate de las promesas), a su gloria (¿qué dirán las naciones si abandonas al pueblo que te pertenece?). La conclusión es la victoria de la oración: “Y el Señor se retractó del mal que habí­a dicho que iba a hacer a su pueblo” (Exo 32:14).
En apariencia es Dios el que ha cambiado de parecer; en realidad es Moisés el que ha cambiado de opinión, pasando del Dios de la cólera al Dios del perdón. La oración cambia al hombre, no a Dios. Al orar, Moisés descubrió el verdadero rostro de Dios, un rostro de fidelidad y de perdón, y supo leer de modo justo el pecado de su pueblo. “La oración es estar delante de Dios para descubrir estas fuentes profundas del amor incluso en situaciones en las cuales, según la lógica histórica, deberí­a funcionar el esquema del pecado, el castigo y la maldición” (R. Fabris).

En la historia de Moisés y del éxodo no encontramos sólo la oración de súplica y de intercesión; está también la oración de la maravilla y de la gloria ante el despliegue del poder de Dios y de la salvación. Un ejemplo excelente de ello es el canto de Ex 15, que es al mismo tiempo narración y oración. Una vez más somos conducidos al centro de la oración bí­blica, que aquí­ revela algunas de sus caracterí­sticas más sugestivas. Mientras que Ex 14 es una simple narración en prosa del puro hecho “histórico”, el capí­tulo 15 expresa, en cambio, la reacción del pueblo ante la proeza de Dios; una reacción tan rica, que no puede expresarse más que en poesí­a. La oración prefiere la poesí­a, que no es simplemente una forma literaria más refinada, sino una expresión de la totalidad de la persona. Sentimos vibrar la fe, el entusiasmo, el gozo, la alabanza y la admiración. Todos los componentes de la persona se tensan en el esfuerzo por exaltar el gesto de Dios y de responder a él. El canto de Ex 15 es un himno construido con coros alternos, uno laudatorio (vv. 2-3.6-7.11.18) y el otro narrativo (vv. 1.4-6.8-10.12-17). El coro que alaba supone las palabras del que narra. La oración nace de una historia, de una gesta de Dios acaecida y fijada en la memoria; y, al mismo tiempo, la supera, captando en el gesto divino singular una constante, que se presenta como clave de lectura para el presente y como promesa abierta al futuro.

4. LA ORACIí“N DE UN PROFETA: JEREMíAS. Ciertamente, todos los profetas fueron hombres de profunda oración, pero los testimonios que nos han dejado sobre ello no son muy abundantes. En el capí­tulo 19 del primer libro de los Reyes se cuenta el encuentro de Elí­as con Dios en el monte Horeb. Huyendo de la reina Jezabel y decepcionado por el abandono de todos, el profeta se lamenta: “¡Ya basta, Señor! Quí­tame la vida… He quedado yo solo y me buscan para quitarme la vida…” (Exo 19:4.10.14). Y el Señor: “Anda, vuelve a emprender tu camino…” (Exo 19:15). El lamento de Elí­as es la oración de un hombre desalentad que siente lo inútil de su misión. Pero la respuesta de Dios le abre a la confianza y al futuro. En la oración se abren nuevas posibilidades.

En el libro de Amós leemos una breve oración de intercesión, simple y conmovedora: “¡Señor Dios, perdona, te ruego! ¿Cómo podrá subsistir Jacob, siendo tan pequeño?” (Exo 7:2). En los libros segundo y tercero de Isaí­as encontramos desarrollados diversos géneros de oración: el canto de alabanza (Exo 42:10-17; Exo 45:20-25), la súplica penitencial (Exo 59:1-20), la reflexión sobre la historia del pueblo (Exo 63:7-64, 11).

Pero es sobre todo / Jeremí­as el que deja entrever su relación í­ntima y personal con Dios. Su oración está estrechamente ligada al desarrollo de su misión profética y, a la vez, es profundamente personal. Constituye uno de los vértices de la espiritualidad bí­blica.

El libro de Jeremí­as está sembrado de confesiones/ oraciones, en las cuales el profeta nos abre su ánimo. Constituyen una lectura preciosa, porque nos dan a conocer los sufrimientos, las decepciones y las crisis de un auténtico hombre de fe. Se trata de oraciones, no de simples desahogos, porque nacen de la conciencia de que Dios está interesado. Discuten con Dios y le interpelan [/ Psicologí­a III]. Los pasajes principales son 12,1-6; 15,10-21; 17,14-18; 18,18-23; 20,7-18.

La lectura de estos pasajes muestra que el profeta experimenta la marginación por parte de los hombres y -lo que resulta aún más desconcertante- el “silencio” de Dios. Una doble soledad: frente al pueblo (al que ama profundamente) y frente a Dios (por cuyo servicio lo ha dejado todo). A causa de las palabras que anuncia, Jeremí­as se ha convertido en “hombre de querella y de discordia para todo el paí­s” (15,10). Y esta soledad le pesa; es injusta. Desearí­a unas relaciones serenas y sin tensión; y, en cambio, Dios le llama a proclamar una palabra de juicio, que suscita disputas y divisiones. Nada tiene de extraño que en esta situación sorprendamos al profeta interrogándose sobre su vocación y lamentándose con su Dios: “Me has seducido, Señor, y yo me he dejado seducir… Me he convertido en irrisión continua, todos se burlan de mí­…” (20,7ss). No es que el profeta esté arrepentido de la elección hecha. Sus palabras de abandonó no son más que la señal de un momentáneo extraví­o. La fidelidad a su vocación y la adhesión a Dios no le abandonan nunca seriamente. Dicho más sencillamente: en los momentos de mayor abatimiento, el profeta desearí­a un poco de comprensión al menos por parte de su Dios. Pero también de ahí­ viene (o parece venir) la soledad. Léase de nuevo con atención 20,7-18. Es verdaderamente la oración de un hombre que se ha arriesgado todo él, que paga, que desearí­a que al menos Dios estuviese de su parte, pero que a veces también Dios parece estar del otro lado. Es una oración/discusión: “Mira cómo me dicen: ¿Dónde está la palabra del Señor? ¡Que se cumpla!”(17,15). Ante estas burlas, Jeremí­as está solo e impotente, desarmado. ¿Por qué no interviene Dios? El profeta ha creí­do en la promesa que escuchó en el momento de la vocación: “Yo estoy contigo para protegerte” (1,8). Sin embargo, lo que ha ocurrido y sigue ocurriendo parece desmentir aquella promesa. Dios no parece cumplir su palabra. A la luz de esta experiencia comprendemos otra fuerte expresión del profeta, casi blasfema: “¿Vas a ser para mí­ como un arroyo engañador, de aguas caprichosas?” (15,18b). Para comprender lo que significa un torrente engañoso, hay que leer Job 6:15-20 : “Me han engañado mis hermanos igual que un torrente…, turbios de agua de hielo, por ellos baja oculta la nieve derretida; pero al llegar el calor se desvanecen. Las caravanas se desví­an de su ruta…, en ellos esperan los convoyes de Sabá. Pero se ve frustrada su esperanza”. Hay torrentes que en tiempo de las lluvias invernales rebosan de agua, pero luego en verano se secan. No es posible fiarse de ellos; en el momento del calor y de la sed te abandonan. Así­ se le antoja al profeta la promesa de Dios. Evidentemente, Jeremí­as se habí­a imaginado de modo muy diverso la presencia de Dios a su lado. Pero es éste justamente el punto, ésta es la purificación a la que Dios quiere llevarle. La promesa de Dios y su fidelidad son diversas de como el hombre las imagina y las programa. Es el gran cambio al que Dios quiere que llegue su profeta. Jeremí­as es invitado a convertirse: una conversión profunda, teológica (en el modo de pensar de Dios) y antes y más que moral (del comportamiento). A través de la crisis, la oración conduce al hombre a la conversión.

Pero cuanto hemos dicho es sólo un aspecto de la oración de Jeremí­as. En su oración hay también algo más. El profeta experimenta con igual fuerza el gozo y la seguridad. Discute con su Dios, es cierto, y le dan ganas de dejarlo todo: “Yo me decí­a: No pensaré más en él, no hablaré más en su nombre” (20,9a). Pero luego descubre en el fondo de su alma una fidelidad que no le permite abandonar, un amor a la palabra que ningún mentí­s consigue destruir: “Pero habí­a en mi corazón como un fuego abrasador…; me he agotado en contenerlo, y no lo he podido soportar” (20,9b). En la oración de Jeremí­as hay también, junto al lamento, las confidencias del gozo, de la fe, de la esperanza reencontrada: “A mí­, en cambio, Señor, me conoces, pruebas mi corazón y ves que está contigo” (12,3); “Cuando recibí­a tus palabras, yo las devoraba; tus palabras eran mi delicia, la alegrí­a de mi corazón” (15,16); “Porque tú eres mi gloria” (17,14).

Como todos los grandes hombres de Dios, Jeremí­as experimenta en la oración, incluso dentro del sufrimiento, el abandono y el rechazo, el milagro de una esperanza indestructible y de una serenidad inexplicable.

5. LA ORACIí“N DE JOB. Al comienzo del libro, en la sección en prosa, sorprendemos en los labios de / Job la oración de la fe pura y de la total resignación: “Desnudo salí­ del vientre de mi madre, desnudo allá regresaré. El Señor me lo habí­a dado, el Señor me lo ha quitado; sea bendito el nombre del Señor”(1,21). Job es como una “estatua de fe” (J. Levécque).

Pero a lo largo del debate en poesí­a encontramos una oración diversa, la de la noche oscura y la crisis, una oración que sube de lo profundo de la amargura y de la angustia (10,1): 7,7-21; 9,28b-31; 10,1-22; 13,20-14, 22; 30,20-23.

Las preguntas se suceden apasionadas: ¿Por qué el sufrimiento de un inocente? ¿Cómo puede Dios llamarse todaví­a justo? ¿Por qué se ensaña con un hombre? Job siente a Dios casi como un enemigo (“Te has vuelto cruel para conmigo, con mano desplegada en mí­ te cebas”: 30,21), y le suplica: “¡Déjame!” (7,16.19; 14,6). Se dirí­a que es una oración al revés. Habitualmente el que ora le dice a Dios: “Apresúrate”. Job dice: “Déjame”. En su oración hay algo más que la angustia; está siempre al borde de la rebeldí­a, pero sin llegar nunca a atravesarla (P. Grelot). Job intenta por todos los modos comprender. ¿Será que Dios le ha abandonado o se ha cansado de él (7,20)? ¿Será que Dios ha cambiado (30,21)? Palabras y sentimientos son un alternarse de actitudes contradictorias. En unos momentos Job parece abandonarse resignado y cansado (29,4). En otros intenta hacer que Dios razone (10,8). A veces ironiza con infinita amargura (7,20). Incluso adopta actitudes de desafí­o (10,2). Pero el lector atento se percata de que, en el fondo de todo, hay un hilo obstinado y constante: la confianza en Dios (16,19-20; 17,3; 19,25): “Tú eres mi garantí­a ante ti” (17,3). Tal es la fe de Job; una fe a la que no se le permite refugiarse en construcciones teológicas abstractas y tranquilizadoras, sino que se ve forzada a aceptar el desafí­o de los hechos. Job parte en busca de Dios no desde las fórmulas creadas por la tradición, sino desde su mundo transido de dolor. Cuando, finalmente, Dios, reiteradamente invocado, interviene, no responde, sino que interroga: Dios conduce al hombre por caminos nuevos para librarlo de sus falsas pretensiones. No es Dios el que debe cambiar, sino el hombre: tal es la intención profunda de la oración, su puerto final.

La de Job es una oración viva, real, que nace del choque entre la teologí­a y la experiencia, entre lo que el hombre piensa de Dios y lo que él es verdaderamente. En su obstinado debate con Dios y ante Dios, Job llega a liberar al misterio de Dios de las angostas estrecheces de cierta teologí­a. Y así­, una vez más, la oración se presenta como el lugar privilegiado de la revelación, es decir, del paso de lo que se piensa de Dios a lo que él verdaderamente es. En la oración se recupera el misterio y es representado en toda su desconcertante grandeza.

La conclusión, al final del libro, es también la oración de la fe desnuda y de la resignación, como al principio; pero ¡cuánto camino entre los dos momentos! Allí­ una fe no purificada aún por la crisis; aquí­ el silencio ante el misterio, al cual Job se abandona enteramente: “Pongo la mano en la boca” (40,4); “Sólo te conocí­a de oí­das; pero ahora, en cambio, te han visto mis ojos” (42,5).

6. LA ORACIí“N DE LOS SALMOS. Los / salmos constituyen un punto de observación privilegiado para captar el alma profunda de la oración bí­blica. Compuestos a lo largo de toda la historia de Israel, traducen en oración la historia del pueblo de Dios. Cuentan la reacción de Israel frente a los gestos del Señor y los sucesos de la vida. Son oraciones que nacen de la historia y de la vida, leí­das a la luz de la fe, es decir, con la conciencia de que Dios está en acción y de que todo -directa o indirectamente- remite a él. Nacida de la fe y respuesta a un Dios que obra en la vida, la oración de los salmistas jamás es una evasión de la vida.

Los salmos no se han de leer a la manera de confidencias autobiográficas, sino como oraciones compuestas para la liturgia. Mas esto no significa que sean formularios impersonales y abstractos. Al contrario, el acento espontáneo es muy vivo. Son composiciones profundamente sentidas, “un espejo de los problemas, de los dramas, de las alegrí­as de todo un pueblo” (G. Ravasi). En la Biblia, también la oración litúrgica es oración vivida, oración que se alimenta de la existencia en sus diversas situaciones.

No es siempre fácil en los salmos distinguir entre la dimensión personal y la dimensión comunitaria. Pero precisamente esta oscilación es significativa de cómo el hombre bí­blico se coloca ante las situaciones: plenamente inserto en la comunidad, las vicisitudes del pueblo resuenan profundamente en su ánimo y se hacen experiencia personal, prolongándose las experiencias personales hasta coincidir con las del pueblo. En cualquier caso, el problema personal es siempre vivido e interpretado a la luz de la historia de la salvación. Así­, el hombre bí­blico, en familia o en el templo, ora a Dios en lo í­ntimo, pero siempre en relación con la historia de su pueblo.

Son muchos los géneros de los salmos; pero no es éste el lugar para analizarlos completamente. Después de todo, la diferencia de los géneros no debe dejar en la sombra su unidad. En sustancia, y para nuestro fin, los géneros pueden reducirse a tres, igual que son tres las situaciones fundamentales de la vida: la alegrí­a, la alabanza y el agradecimiento; el dolor, el lamento y la súplica; la reflexión sobre los problemas de la existencia. Tenemos así­ los himnos de alabanza, los salmos de súplica y los salmos sapienciales. El salterio es la oración del hombre que alaba, pide y reflexiona delante de Dios. Himnos y súplicas, gozo y lamentos, discurren paralelos, porque así­ es la vida.

La estructura normal del himno es simple: se comienza invitando a alabar a Dios, se expone el motivo y se concluye invitando de nuevo a la alabanza de Dios. El himno no es una alabanza que celebra los atributos abstractos de Dios, sino una celebración de sus gestos históricos: la creación, la liberación y la providencia. El gesto creador de Dios no es una mera premisa a la historia de la salvación, sino que es su primer gesto, el fundamental, modelo de todos los demás. Es un gesto que prosigue: todas las mañanas Dios se acuerda de hacer salir el sol, y todas las primaveras de enviar la lluvia. Así­ el hombre bí­blico se encuentra, constantemente y por todas partes, rodeado del don. Y el recuerdo de las grandes gestas salví­ficas del pasado se transforma no sólo en alabanza y gratitud, sino en esperanza. El himno -esencialmente construido sobre el don y el recuerdo- es una oración abierta, que mira a la vez hacia atrás y hacia adelante: el pasado es recordado para abrir el presente a la confianza y al futuro. Los himnos son una oración optimista; en ellos la fe en el Dios creador, providente y liberador se expresa sin sombra de reticencias. Manifiestan una fe sólida, anclada en sus certezas: Dios es el creador, que ha hecho bien al hombre y todas las cosas (Sal 8 y 104), vela siempre por sus fieles (Sal 33 y 92), cuida de su rebaño (Sal 23), defiende a su pueblo (Sal 27), retribuye en justicia (Sal 77) y manifiesta constantemente su amor a los hombres (Sal 103).

Los himnos son esencialmente una oración contemplativa: no piden nada, sino que cantan el gozo, el abandono en Dios, “la gratitud por el simple hecho de que exista” (G. Ravasi).

Pero junto a los salmos de alabanza y de la fe intacta están los salmos del desconsuelo y de la angustia. Los compiladores del Salterio no vacilaron en colocar estos dos géneros el uno junto al otro, como están en la vida. La existencia humana presenta estas dos facetas en contraste, y la oración se hace cargo justamente de ello. La situación vital de la súplica está bien trazada en el tí­tulo redaccional puesto al Sal 102: “Oración de un afligido que, en su congoja, derrama su llanto ante el Señor”. También la estructura del salmo de súplica es normalmente simple: se inicia con una invocación apremiante, se prosigue contando el caso penoso en que se encuentran el individuo y la comunidad, se aducen los motivos por los cuales Dios debe intervenir y a menudo, finalmente, se concluye con una acción de gracias.

La invocación expone continuamente las preguntas de todo hombre presa del dolor, no raramente ante un Dios que parece no preocuparse de ello: ¿Por qué? ¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo, Señor, seguirás mirando? (Sal 35:17; Sal 6:4; Sal 13:2-3; Sal 35:17; Sal 42:10; Sal 43:2; Sal 90:13). El abanico de los casos referidos es amplio y vario, y toca todos los sectores de la vida: la enfermedad, el peligro de muerte, la calumnia, la derrota, las calamidades naturales y sociales, el destierro. Lo que más provoca el lamento no es el sufrimiento en cuanto tal, sino el silencio de Dios que parece subyacerle. Lo que atormenta al creyente es no sólo la persecución o el destierro, sino la satisfacción de los malvados, su burla de Dios. El salmista parece a veces más preocupado de la gloria de Dios que de su propia suerte. La ayuda de Dios se solicita basándose en motivaciones que implican sus atributos: bondad, misericordia y fidelidad. Normalmente la súplica no termina con el grito del enfermo o del perseguido, sino con el agradecimiento. Se da gracias incluso antes de haber obtenido (Sal 140:14; Sal 22:25ss). Ello significa que, por encima de todo, domina la confianza. Por eso la súplica es también una oración abierta, confiada, orientada a una superación, “diversamente de lo que acaece en las oraciones orientales antiguas paralelas, donde dominan la pura protesta, la náusea de la vida, el exceso de desconfianza, el silencio divino vanamente solicitado” (G. Ravasi).

Todaví­a judí­os y cristianos oran con los salmos, encontrando en ellos una fuerza de implicación que no es fácil encontrar en otra parte. Ello se debe sin duda al hecho de que los salmos han sabido tocar las cuerdas más profundas y constantes del hombre y de la vida, por lo cual sus palabras, sus sí­mbolos y sus sentimientos hablan a los hombres de todas las épocas y de todas las culturas. Los creyentes profesan que los salmos son palabras de Dios al hombre antes que palabras del hombre a Dios. Dios mismo sugiere cuanto quiere que se le diga. Jesús y los primeros cristianos oraron con los salmos, releyendo en las antiguas oraciones de Israel sus propias experiencias. Jesús no sólo oró con los salmos y se encontró a sí­ mismo en ellos, sino que, por así­ decirlo, los cumplió. A la luz de este cumplimiento hoy el cristiano sigue orando con los salmos.

7. LA ORACIí“N DE JESÚS. Al describir la oración de / Jesús, no nos preocupa distinguir entre lo que se remonta a Jesús y lo que pertenece a la redacción de los evangelistas, como tampoco nos importa distinguir entre los evangelios. Simplemente recogemos los rasgos principales que se desprenden del conjunto de los testimonios.

La tradición sinóptica recuerda que en el ritmo apremiante de la jornada de Jesús habí­a sitio para la oración; como observa Marcos (Sal 1:35; Sal 6:46), Jesús oraba por la mañana temprano o al final de la tarde, una vez despedida la muchedumbre. Oró en todos los momentos más importantes y decisivos de su revelación y de su misión: en el bautismo (Luc 3:21) y en la transfiguración (Luc 9:28), en Getsemaní­ y en la cruz, antes de elegir a los doce (Luc 6:12), antes de la confesión de Pedro en Cesarea de Filipo (Luc 9:18), antes de hacer los milagros (Mar 6:41; Mar 7:34; Mar 8:6-7; Jua 11:41-42), en la cena antes de la pasión (Jn 17). Un primer rasgo que confirman todos los testimonios es que Jesús se dirigí­a siempre a Dios invocándolo con el nombre de Padre. La oración de Jesús es ante todo filial. Marcos (Jua 14:36) recuerda que Jesús se dirigí­a a Dios llamándolo Abbá (papá), término confidencial usado por los hijos para dirigirse confidencialmente al padre, pero no usado nunca en la oración para invocar a Dios. Al osar llamar a Dios Abbá, Jesús desvela la relación singular y única que le liga a Dios. La oración de Jesús es su condición de Hijo, que aflora a la conciencia y se traduce en coloquio. Consciente de su filiación divina, misterio único, irrepetible y no compartible, Jesús se retira a orar en la soledad, solo delante del Padre. Esta oración en la soledad expresa su comunión única con el Padre y su nostalgia del mismo.

Mas, justamente por ser filial -es éste un segundo rasgo constante-, es obediente. Es a la vez oración del Hijo y del siervo del Señor. Ya en el término Padre están incluidas ambas dimensiones: la familiaridad y la sumisión. En la oración de Getsemaní­, donde más claramente que en otras partes expresa su confianza de hijo (Abbá), Jesús expresa con idéntica fuerza su obediencia: “Pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú” (Mar 14:36). Conciencia de su filiación y total dependencia son los dos polos de la oración de Jesús, y son, incluso antes, las estructuras esenciales de su persona. La oración de Jesús brota -y no podí­a ser diversamente- del fondo de su ser. En la oración se desvela lo que se es [/ Psicologí­a V].

El hecho de que la oración de Jesús se sitúe en los momentos cruciales de su misión revela además una tercera dimensión: en la oración Jesús redescubre su misión y la nitidez de sus opciones. Escapa, por ejemplo, a la multitud que lo busca para retenerlo, cuando su misión le impone ir a otra parte (Mar 1:38; Luc 4:42-43). Después de la multiplicación de los panes fuerza a los discí­pulos a alejarse de la multitud entusiasta y se retira a la soledad a orar (Mar 6:46), escapando al intento de hacerlo rey (Jua 6:15). En Getsemaní­ supera con la oración la angustia y el miedo, entregándose totalmente a la voluntad del Padre (Mar 14:32-42). Especialmente / Lucas [III, 3] muestra que la oración no es un episodio más en la vida del maestro, sino una dimensión constante y esencial de su misión. Como en otro tiempo para las grandes figuras del AT, también para Jesús la oración es el lugar privilegiado de la revelación, como lo muestran los episodios del bautismo, de la transfiguración y de la confesión mesiánica de Pedro. La oración es la atmósfera que normalmente acompaña a las revelaciones de Dios.

La oración de Jesús manifiesta además su constante atención a la palabra, su meditación de las Escrituras. Por tanto, una oración de escucha y de búsqueda. No raramente sus palabras contienen reminiscencias de las Escrituras y se remiten a las experiencias del pasado. En la cruz, Jesús hace suya la petición del justo sufriente del Sal 22 (Mar 15:34) y el confiado abandono del Sal 31:6 (Luc 23:46). En la experiencia de los dos justos del pasado lee Jesús la-suya propia y la comprende.

No faltan en los evangelios expresiones explí­citas de la oración de Jesús que revelan aún más claramente sus formas, contenidos e intenciones. En primer lugar, la oración de bendición, alabanza y contemplación. Sobre los cinco panes y los dos peces que son luego multiplicados y distribuidos, Jesús “pronuncia la bendición” (Mar 6:41), y lo mismo en la institución de la eucaristí­a (Mar 14:23). La bendición (berakah, traducida en el NT por eujaristí­a o eulogí­a) es en el judaí­smo la oración por excelencia: fija el sentido y el contexto de cualquier otra oración y manifiesta la concepción que tiene el judí­o del mundo y de los demás. Expresa reconocimiento, gratitud y admiración. Brota de un sentimiento vivo del don de Dios y termina en la fraternidad. Al pronunciar la bendición, el judí­o renuncia a considerarse propietario de los bienes que lo rodean y a convertirlos en su posesión exclusiva. El verdadero propietario es Dios, que los da a todos sus hijos. Y así­ la bendición es al mismo tiempo reconocimiento de Dios, visión del mundo (acogido y disfrutado con alegrí­a en cuanto don continuo del amor de Dios) y compromiso de fraternidad. La oración de Jesús respiró esta atmósfera, muy viva en el judaí­smo de su tiempo, y los evangelios nos han conservado sus huellas.

Una bellí­sima oración de bendición es la referida por Mateo (Mar 11:25-26) y Lucas (Mar 10:21): “Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los entendidos y se las has manifestado a los sencillos. Sí­, Padre, porque así­ lo has querido”. El verbo griego exomologein significa reconocimiento, agradecimiento, alabanza, gozo y admiración. El motivo de esta bendición de Jesús es que él descubre en la experiencia que está viviendo -el hecho de que los maestros y las autoridades religiosas lo rechacen, mientras que la gente sencilla lo acoge- la realización del designio de Dios, que procede con métodos diversos de los de la sabidurí­a humana. Jesús se admira de ello. La oración de alabanza nace en el que sabe ver en su propia historia la presencia de Dios, que obra maravillas. Oración de bendición es también la pronunciada por Jesús en la tumba de Lázaro (Jua 11:41): “Padre, te bendigo porque me has escuchado. Yo sabí­a bien que siempre me escuchas”. Llama la atención en esta oración el tono de sorprendente serenidad, de paz y de seguridad incondicional. Es la oración del Hijo que se sabe amado por el Padre y que sabe que este amor es un don (“te doy gracias”).

Junto a la oración de alabanza y de bendición, la oración de petición. Se trata las más de las veces de una petición eclesial, apostólica: Jesús pide para que la fe de Pedro no desfallezca (Luc 22:32), para que el Padre enví­e el Espí­ritu (Jua 14:16), por el perdón de los que lo crucifican (Luc 23:34). De más amplio vuelo eclesial es sobre todo la gran oración sacerdotal de Jn 17. Jesús fija la mirada en la Trinidad, para dirigirla luego a los discí­pulos: el trayecto va de la comunión trinitaria a la unidad de la Iglesia. En el centro de la oración hay un núcleo yo-tú, o sea la mutua comunión entre el Padre y el Hijo; núcleo que, sin embargo, se abre en un progresivo movimiento de expansión: los discí­pulos (Luc 17:11), todos los creyentes (Luc 17:20-21) y el mundo (Luc 17:23). Jesús pide para que la participación en el núcleo yo-tú se extienda a la Iglesia: “Como tú, Padre, estás en mí­ y yo en ti, que también ellos sean una sola cosa en nosotros… Yo en ellos y tú en mí­, para que sean perfectos en la unidad… El amor que tú me tienes esté en ellos y yo también esté con ellos” (17,21.23.26). Jesús pide para que la comunidad de los creyentes quede inmersa en el diálogo trinitario; no simplemente para que los discí­pulos estén unidos entre sí­, sino para que su unidad sea la prolongación real, histórica y visible de la comunión de amor que constituye el misterio de Dios.

La oración de Getsemaní­ es la más humana y más dramática de las oraciones de Jesús (Mar 14:32-42; Mat 26:36-46; Luc 22:40-46). Es una oración de súplica, como las muchas que tenemos en los salmos. Es tí­pico de Marcos presentar a Jesús con toda la densidad de su humanidad: los verbos que utiliza indican espanto, angustia, tristeza, casi una desorientación (Luc 14:33-34). “Me muero de tristeza; quedaos aquí­ y velad conmigo” (Luc 14:34); esta expresión remite al Sal 42:6 (la oración de un desterrado que se siente lejos del Señor, abandonado) y a Jon 4:9 (la tristeza del profeta, incapaz de comprender el plan de Dios). Jesús revive en su humanidad la desorientación del que se siente abandonado de Dios (en el cual, sin embargo, sigue confiando), de quien tropieza con un plan de salvación que parece desmentirse. En esta situación, análoga a la de Job, Jeremí­as y tantos salmos, nace la oración de súplica. La súplica de Jesús expresa, por encima de todo y a pesar de todo, confianza, conciencia de la propia relación filial: Abba (Mar 14:36). La invocación inicial (“Padre, todo te es posible”) es un pleno reconocimiento del amor y del poder de Dios, y justamente de este reconocimiento brota la imploración: “Aleja de mí­ este cáliz”. Si Dios es bueno y omnipotente, ¿por qué no interviene? Mas, después del forcejeo y del intento de huir del camino propio, aflora la confianza renovada, el abandono sin reservas, la aceptación incondicional: “Pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú”. La súplica nace de la angustia y desemboca en la confianza.

La conclusión de esta rápida panorámica es que Jesús ha utilizado las diversas formas de la oración bí­blica: la alabanza y el agradecimiento, la búsqueda de la voluntad de Dios, la petición y la súplica; pero no encontramos nunca en sus labios la oración de la culpa y del perdón: “Jesús ora como alguien que no conoce pecado” (K. Adam).

8. EL “PADRENUESTRO”. El Padrenuestro nos ha llegado en la redacción de Mateo (Mar 6:9-13) y de Lucas (Mar 11:2-4); más amplia y estructurada la primera, más breve e informal la segunda. No es éste el lugar adecuado para discutir la mayor o menor antigüedad y originalidad de una y otra forma. Son diversas la extensión y la forma, pero lo es mucho menos la sustancia. Probablemente Lucas conservó más el tenor primitivo (es decir, la amplitud, la forma y el tono), mientras que Mateo explicitó su sentido, imprimiéndole un carácter más litúrgico de acuerdo con las oraciones judí­as.

En este comentario damos la preferencia a la formulación de Mateo, por ser más amplia. Sin embargo, el contexto de Lucas es probablemente originario, mientras que el de Mateo es artificioso. Según Lucas, los discí­pulos están sorprendidos por la relación que adivinan existir entre Jesús y Dios y desean entrar también ellos en ese circuito de amor (Mar 11:1). La oración que Jesús enseña brota de su oración personal.

El Padrenuestro de Mateo se abre con una invocación, y se articula luego en siete peticiones: las tres primeras tienen por objeto el reino, y las tres últimas el perdón y la victoria sobre el mal, mientras que en el centro está la petición del pan de cada dí­a. Se ha observado atinadamente que estas peticiones tienen muchos paralelos en las oraciones bí­blicas y judí­as. La oración enseñada por Jesús tiene profundas raí­ces en las tradiciones de su pueblo. Pero si las piedras son antiguas, es nueva la construcción que resulta de ellas. Se puede seguir la pista de cada una de las peticiones en la piedad bí­blica y judí­a, pero no agrupadas todas ellas, ni formuladas con tal esencialidad.

Padre es el nombre de Dios. El hombre puede dirigirse a Dios como un hijo llamándolo familiarmente Padre, como lo hizo Jesús. La familiaridad de la relación con Dios -que nace en los cristianos del conocimiento de ser hijos en el Hijo-es recordada muchas veces en el NT (cf, p.ej., Efe 3:11-12), y es considerada una nota nueva y liberadora, don del Espí­ritu (Gál 4:6; Rom 8:15). El vocablo que la expresa es parrésí­a, que podemos traducir por “familiaridad desenvuelta y confiada”. La novedad no está en dirigirse a Dios con el apelativo de Padre, sino en poder dirigirse a él con el mismo tono que Jesús, hijos en el Hijo, aspecto este que Lucas parece subrayar más claramente con su simple Padre, sin adiciones: el discí­pulo se dirige a Dios llamándolo simplemente Padre-(Abbá), como Jesús. El simple vocativo Padre es, en efecto, el modo constante con que Jesús se dirige a Dios.

La paternidad de Dios se expresa en plural: Padre nuestro. Su amor es para todos e invita a los hombres a reunirse. No tolera discriminaciones: hace salir el sol sobre los buenos y sobre los malos (Mat 5:44-45). Nótese el uso del plural también en la petición del pan, del perdón y de la prueba. En todas sus peticiones, el discí­pulo debe pensar en toda la comunidad. La oración cristiana es una oración “expropiada”.

Mas a Mateo no le basta el nombre de Padre. Añade que estás en el cielo, recordando así­ la trascendencia y la alteridad de Dios: Dios está cercano y lejano, es Padre y Señor. Toda relación religiosa auténtica es fruto de confianza y temor, de familiaridad y obediencia. El binomio padre-creador insta a ver en las criaturas, en cada cosa y en cada acontecimiento, un don. Y pone de manifiesto que ser su pueblo es una dignación inmensa y gratuita, lo que impide transformar la gracia de la elección en espí­ritu de mezquino sectarismo. Además lleva a la confianza y a la serenidad, al sentido de la providencia, consecuencia ésta que Mateo explicita inmediatamente después (Mat 6:24-34).

Es caracterí­stico el adjetivo posesivo de las tres primeras peticiones: tu nombre, tu reino, tu voluntad. En la oración el discí­pulo pide algo que pertenece ante todo a Dios. Y nótese la pasiva de la primera y de la tercera petición: santificado sea, hágase, sobrentendiendo por ti. El protagonista es Dios.

Santificado sea tu nombre: esta expresión debe entenderse a la luz del AT, en particular de Eze 36:22-29 (pero ver también Lev 22:31-32). No indica una alabanza de culto y de palabras, sino más bien un permitir que Dios descubra, en la vida del individuo y de la comunidad, su poder salví­fico. Con esta petición el discí­pulo suplica que la comunidad se haga una envoltura transparente, capaz de mostrar ante el mundo la presencia liberadora de Dios. A la pregunta de qué modo pueden los hombres santificar el nombre, los rabinos solí­an responder: con la palabra, pero sobre todo con la vida.

Venga tu reino: para comprender el concepto de reino hay que remitirse a toda la predicación de Jesús. El / reino está ya presente aquí­, pero es al mismo tiempo futuro. El verbo en aoristo, venga, muestra que en esta petición se tiene por mira principalmente el reino en su último estadio: no una venida lenta y progresiva, sino más bien su irrupción definitiva. Ese era el deseo de las primeras comunidades cristianas, contenido en la invocación aramea Maran ata (ICor 16,22): “Ven, Señor Jesús” (Apo 22:20).

Hágase tu voluntad: esta tercera invocación repite las dos primeras, subrayando principalmente su aspecto moral. Téngase presente que por voluntad de Dios no se entiende simplemente el conjunto de los mandamientos, sino más bien el designio de salvación [/ Misterio].

En la tierra como en el cielo: no se refiere solamente a la tercera petición, sino también a las dos primeras. Puede significar simplemente en todas partes. Pero puede tener también un sentido más pleno: así­ como en el cielo es santificado el nombre de Dios, su reino perfectamente cumplido y su voluntad obedecida, así­ suceda en la tierra. Se pide que la tierra se convierta en la réplica del cielo.

Danos hoy nuestro pan de cada dí­a: la petición del pan es la más humilde; pero está en el centro, lo cual indica su importancia. En esta petición hay un vivo sentido de dependencia: el pan es nuestro, fruto de nuestro trabajo; sin embargo, lo pedimos como un don. Hay un sentido de solidaridad: se pide el pan común. Y hay, sobre todo, una nota de sobriedad: se pide para hoy el pan suficiente, y nada más. El reino, en el primer puesto; lo demás, en función de él. El pensamiento vuela al maná (Exo 16:19-21) y a la sobria petición del antiguo sabio (Pro 30:7-9).

Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden: “ofensas” es expresión judí­a para indicar los pecados, no vistos en sí­ mismos, sino en relación a Dios, al cual se debe prestar adecuada reparación. Esta quinta petición es tan importante que Mateo siente la necesidad de comentarla: “Porque si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, también os perdonará a vosotros vuestro Padre celestial” (Pro 6:14). A Dios se lo experimenta como padre en el perdón. Y se lo reconoce como padre perdonando a los hermanos; un perdón sin lí­mites, porque únicamente el perdón sin lí­mites (“No siete veces, sino setenta veces siete”) asemeja a su perdón. La parábola del siervo perdonado e incapaz de perdonar (Mat 18:23-25) enseña que el perdón del Padre es el motivo y la medida del perdón fraterno. La relación entre el perdón de Dios y el perdón de los hermanos se encuentra también en la mayorí­a de los rabinos: “Si perdonas a tu vecino, el Único te perdonará a ti; si no perdonas al vecino, nadie tendrá compasión de ti”.

Las peticiones sexta y séptima muestran que el Padre no libra del dramatismo de la existencia. Lí­branos del mal se ha de traducir probablemente por “lí­branos del maligno”. No nos dejes caer en tentación se ha de entender como “no nos dejes sucumbir a la prueba”. Así­ la oración se abre con el Padre y se cierra recordando la presencia del maligno. El hombre está en el medio, disputado y lacerado. Indudablemente, nada de pesimismo: el amor del Padre es más fuerte que el maligno. Mas el drama subsiste. Dios es padre, pero no libra de la prueba. Incluso la misma paternidad de Dios -la cual con frecuencia parece permanecer en silencio frente a las apremiantes peticiones de los hijos- puede constituir a veces una prueba, como le ocurrió a Jesús en Getsemaní­ y en la cruz.

9. LA CATEQUESIS EVANGELICA. Además de la oración de Jesús, encontramos en los evangelios también una catequesis amplia y articulada sobre la necesidad y sobre las modalidades de la oración.

El evangelio de Marcos -que no desarrolla una catequesis particularmente amplia- afirma que sólo en la oración se encuentra la posibilidad de librar al hombre del demonio, y no en un poder mágico: “A esa raza sólo se la puede expulsar con la oración y el ayuno” (Mat 9:29). La oración debe ir acompañada de una gran fe -precisamente ahí­ está su eficacia-y ha de abrirse generosamente al perdón (Mat 11:24-25). El evangelista denuncia luego el riesgo de la hipocresí­a, es decir, de esconder detrás de largas oraciones una avidez insaciable (Mat 12:40). Finalmente, enseña que sólo en la oración se encuentra la fuerza necesaria para superar la prueba: “Vigilad y orad para no entrar en tentación” (Mat 14:38).

En el sermón de la montaña, tocando por dos veces el tema de la oración, Mateo subraya la recta intención (Mat 6:5-6), la sobriedad de las palabras (Mat 6:7-8) y la certeza de ser escuchado (Mat 7:7-11). Particularmente eficaz es la oración comunitaria, realizada por dos o tres reunidos en su nombre (Mat 18:19). Hay que orar para que el dueño enví­e operarios a su mies (Mat 9:37-38; cf Luc 10:2), e incluso por los mismos enemigos y perseguidores (Luc 5:44; cf Luc 6:27-28).

Es sabido que la oración es un tema particularmente querido de Lucas, el cual lo ilustra con tres parábolas, subrayando la insistencia y la perseverancia, la eficacia y la humildad de la misma. Como enseñan las dos parábolas del amigo importuno (Luc 11:5-8) y de la viuda y el juez (Luc 18:1-8), hay que “orar sin desfallecer jamás”. Es ésta una idea que Lucas reitera al concluir el discurso escatológico (Luc 21:36): “Estad alerta y orad en todo momento”. La oración es siempre escuchada: “Pedid y se os dará, buscad y hallaréis”; pero recuérdese que, pidamos lo que pidamos, al final Dios da siempre lo que más importa: el Espí­ritu Santo (Luc 11:13). La verdadera oración no es la del fariseo que se vanagloria de sus méritos y hace de ellos una razón para distinguirse de los pecadores, sino la del publicano que se golpea el pecho: “Dios mí­o, ten compasión de mí­, que soy un pecador” (Luc 18:9-14). El único modo correcto de situarse delante de Dios -en la oración y en la vida- es sentirse necesitado de su perdón.

En los episodios de la samaritana (Luc 4:5ss) y de la multiplicación de los panes (c. 6), Juan desarrolla con mucha finura un motivo que le es querido: Dios toma al hombre donde se encuentra, en sus necesidades más humildes; pero para conducirlo luego a otra parte, a otra agua y a otro pan. Dios conduce al hombre más allá de su misma búsqueda. Este es el camino de toda oración. Reiteradamente, en los discursos de adiós (Luc 14:13-14; Luc 15:16; Luc 16:24-26), Juan repite, como los sinópticos, el motivo de la eficacia de la oración, pero a condición de que se haga en su nombre: “Todo lo que pidáis en mi nombre al Padre os lo concederá. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre. Pedid y recibiréis” (Luc 16:2). La expresión en mi nombre supone un ví­nculo real con Jesús; un ví­nculo no sólo de sentimientos, sino de vida (como el sarmiento está inserto en la vid): una participación en la vida de Jesús que se realiza concretamente en el amor recí­proco (Luc 15:16). Se debe orar unidos a Cristo y como Cristo, sabiendo que somos amados por el Padre como él (Luc 16:27).

10. LA ORACIí“N DE LA COMUNIDAD. El relato de los Hechos de los Apóstoles se abre observando que los discí­pulos eran “asiduos y unánimes en la oración” (Luc 1:14). Asiduos indica frecuencia y perseverancia, pero también esfuerzo; y unánimes indica no sólo la unidad de los sentimientos, sino también la fraternidad de la vida. El fruto de esta oración asidua y unánime es el don del Espí­ritu (2,lss).

La oración es una estructura sustentadora de la vida de la comunidad, junto a la escucha de la “palabra”, la comunión fraterna y la fracción del pan (Luc 2:42-48). Como ya en la vida de Jesús, también los momentos decisivos de la historia de la comunidad están marcados por la oración, mostrando con esto que el verdadero protagonista del camino de la Iglesia es Dios: se ora para la sustitución de Judas (Luc 1:24.26), para la elección de los siete (Luc 6:6); los doce se reservan como tarea primaria el anuncio de la “palabra” y la oración (Luc 6:4); la comunidad ora por la liberación de Pedro y Juan (Luc 4:24-30); Pedro y Juan oran por los convertidos bautizados por Felipe en Samaria (Luc 8:15); en diversas circunstancias vemos orar a Pedro (Luc 9:40; Luc 10:9) y a Pablo (Luc 9:11; Luc 13:3; Luc 14:23; Luc 20:36; Luc 21:5).

Una de las oraciones más significativas es ciertamente la referida por Hch 4:24-30 con ocasión de la liberación de Pedro y Juan. Los apóstoles, que la comunidad cree encarcelados, son dejados libres. A su llegada explota una oración de gozoso agradecimiento. Pero no es sólo agradecimiento ni sólo petición, sino una búsqueda -a la luz de las Escrituras- del significado de la persecución que está perfilándose en el horizonte. En la oración se produce el encuentro entre la “palabra” y las situaciones que se están viviendo. La “palabra” se convierte en una clave de lectura y de interpretación. El Sal 2 es leí­do a la luz de la vida de Jesús: las naciones son identificadas con los romanos, los pueblos con el pueblo judí­o, los reyes con Herodes, los prí­ncipes con Pilato. En la oración las Escrituras son actualizadas y se convierten en significativas aquí­ y ahora. Se comprende que la persecución que se va perfilando entra en el plano de Dios, como la pasión de Cristo. Por consiguiente, la comunidad no pide el castigo de los perseguidores, ni simplemente que se aleje la persecución, sino que pide el valor de anunciar abiertamente a Cristo también en la persecución.

11. LA ORACIí“N DE PABLO. Como los evangelios, también Pablo exhorta a sus comunidades a orar siempre, de noche y de dí­a, en todas las necesidades y sin desanimarse (2Ts 2:11; Flp 1:4; Flp 4:6; Efe 6:18; Col 1:3). Sin embargo, el principal interés de sus cartas no está en estas exhortaciones, sino en el hecho de que nos presentan al mismo Pablo como un hombre de gran oración. Ora incesantemente (Rom 1:10; Col 1:9; 2Ts 1:3; 2Ts 2:13), porque está convencido de que sin la oración la eficacia de su apostolado se desvanecerí­a; ora y pide oraciones (2Co 1:11), no para sí­, sino para su misión. Ora por la salvación de los judí­os (Rom 10:1), la difusión de la “palabra” (2Ts 3:1), el buen éxito de un viaje apostólico (Rom 1:10).

Pablo inicia siempre sus cartas, excepto Gál y 2Cor, con una oración de agradecimiento y de bendición. Objeto de la bendición es la acción de Dios en sus comunidades. En la historia cotidiana de sus comunidades descubre Pablo las maravillas de la salvación que prosigue. De aquí­ la oración de bendición.

Pero Pablo conoce también la oración de súplica, que nace dentro de la prueba, cuando se percibe el sufrimiento y la angustia. Un testimonio ejemplar se nos da en 2Co 12:9-10. Pablo ora insistentemente para que Dios lo libre de “una espina de la carne”. No sabemos precisamente de qué se trata; pero ciertamente debí­a ser un grave obstáculo que le impedí­a el trabajo apostólico, por lo cual pide a Dios que le libre de él. Pero advierte que se le responde: “Te basta mi gracia, pues mi poder triunfa en la flaqueza” (2Co 12:9). Pablo pide la liberación del impedimento; a cambio descubre la lógica de la cruz: Dios se hace presente en la debilidad.

La oración de Pablo es trinitaria, dirigida al Padre por Cristo y en el Espí­ritu. El destinatario último de la oración es siempre el Padre, excepto, quizá, en 2Co 13:8 y Efe 5:19. Cristo tiene en la oración un puesto esencial, pero como mediador. Dar gracias al Padre “en el nombre del Señor Jesús” (cf, p.ej., Col 3:17 y Efe 5:20) es mucho más que orar encomendándose a Jesús o invocando su nombre o haciendo su voluntad; es orar en Jesús, hijos en el Hijo, amados en el único amado. Luego el Espí­ritu “viene en ayuda de nuestra flaqueza” sugiriéndonos lo que es conveniente pedir según los designios de Dios (Rom 8:26-27). Sobre todo, el Espí­ritu nos descubre a nosotros mismos que somos hijos de Dios, librándonos de ese modo del miedo y de la angustia, y dándonos la posibilidad de invocar confidencialmente a Dios con el nombre de Padre, como hizo Jesús (Gál 4:6; Rom 8:15).

II. LAS ESTRUCTURAS DE LA ORACIí“N BíBLICA. 1. ORACIí“N DIALí“GICA Y PERSONAL. De la panorámica que hemos bosquejado se sigue que la primera caracterí­stica de la oración bí­blica es la de ser dialógica y personal. La oración tiene sus raí­ces en la estructura misma de la revelación, que es justamente dialógica. Dios habla, y el hombre escucha y responde; Dios obra y el hombre colabora. En la medida en que escucha se hace capaz el hombre de interrogarse, de ver y de comprender. La oración bí­blica es personal en el sentido de que se dirige a una persona e involucra enteramente a la persona. Dios es experimentado como “el que es quien”; no como algo quieto, sino en movimiento. El encuentro con Dios es de tú a tú, de persona a persona. Dios es una persona viva, en la cólera yen el amor, en el perdón yen el castigo. Por eso la oración bí­blica nunca es un monólogo, sino un descendimiento a lo profundo del propio yo; es siempre un salir de sí­, un coloquio con el otro. Este coloquio es tan verdadero, tan real, que adopta a veces la forma de la discusión y de la disputa. El coloquio con Dios se mueve simultáneamente entre dos polos: trascendencia e inmanencia, cercaní­a y distancia, confianza y temor.

Para la Biblia la verdadera oración es la del corazón, o sea la que sube del centro de la persona y de lo profundo de la vida. La oración de los labios o de muchas palabras no es auténtica, porque no asciende de la raí­z del hombre. En la†¢oración el hombre está involucrado en su totalidad, en su inseparable unidad. Las necesidades fí­sicas y espirituales forman cuerpo. La oración bí­blica no se mueve sólo en la esfera de los bienes espirituales, sino en la totalidad de la vida.

La oración del Nuevo Testamento es trinitaria. En Jesús la revelación se ha manifestado como la comunicación de una vida divina que es un diálogo entre personas. La revelación al hombre es la traducción al exterior de un diálogo interno. Y así­ la oración no es una referencia genérica a un Dios solitario, sino una referencia precisa y personal al Padre, al Espí­ritu y al Señor Jesús. El término último de la oración es siempre el Padre, pero por Cristo y en el Espí­ritu.

La oración bí­blica es, pues, profundamente personal; involucra siempre al orante en su totalidad y en su sinceridad, pero es al mismo tiempo también comunitaria y eclesial. El individuo no está nunca separado de la historia de su pueblo y ora siempre como miembro del pueblo. El paso de lo personal a lo colectivo, de lo individual a lo comunitario se produce sin contraposiciones y sin violencia. Y esto no sólo a nivel de oración formulada, sino ya antes a nivel de experiencia vivida.

2. NEXO CON LA HISTORIA Y LA VIDA. Una segunda caracterí­stica de la oración bí­blica es su estrecho ví­nculo con la historia y con la vida. Obsérvese ante todo que la oración asume fisonomí­as y tonos diferentes en las diversas etapas de la historia de la salvación: la oración patriarcal esencialmente ligada _a la promesa de la tierra y de la descendencia, la oración del éxodo y del camino del desierto, la_oración de Israel sedentario en la tierra de_ Palestina, la oración cargada de interrogantes del destierro, la oración por Cristo y en el Espí­ritu del NT. Dios habla al hombre en la historia, y el hombre responde a Dios dentro de la historia, adoptando su lenguaje, cultura y sus problemas.

Dos son los puntos de partida de la oración bí­blica: la historia de las gestas de Dios -y aquí­ el creyente ve, anuncia y canta la existencia del hombre- y aquí­ sobre todo pide, se interroga y anda en busca de un sentido. De ahí­ la oración de alabanza de petición y de búsqueda. Pero las dos lí­neas se confunden: la existencia en sus aspectos negativos y positivos es introducida de hecho en la historia de salvación, y se la lee e interpreta a su luz. Las grandes gestas de Dios: creación, éxodo, redención, iluminan la existencia tanto comunitaria como individual.

La oración es siempre una mirada a la vez vertical y horizontal, nunca lo uno o lo otro solamente. Se busca el rostro de Dios, y se nos remite a la creación y a la historia; aquí­ están sus huellas, los signos de su amor y de su misericordia. Nos interrogamos sobre la vida, y se nos remite puntualmente a Dios y a su misterio. Interrogándose sobre la vida se llega a Dios, y contemplando a Dios somos remitidos a una nueva visión de la vida. La oración nace de la vida y, después de haberse dirigido a Dios, vuelve ala vida, pero con ojos nuevos y abriendo nuevas posibilidades.

La oración no es una relación verbal con Dios, sino una relación vital, existencial, de la cual la relación verbal es simplemente su expresión explí­citay parcial. Antes de los actos de oración hay en la Biblia una constante actitud de “delante de Dios”, que podemos pensar como una oración vital, implí­cita, que da sentido y verdad a la oración de palabra. Una de las desviaciones más graves que la Biblia reprocha es la separación entre oración y moral, culto y vida (Is 1; Am 5; Jer 7).

Jerusalén y el templo son los lugares privilegiados de la oración, y todaví­a hoy las sinagogas tienen un ábside dirigido hacia Jerusalén. Pero la oración no estuvo nunca vinculada al santuario. Dios está en todas partes, y el espacio de la oración es la vida. El NT ha ampliado aún más, si es posible, el espacio al hablar de oración “en espí­ritu y en verdad”; el lugar de la oración es el Espí­ritu, no Jerusalén ni el Garizí­n (Jua 4:21).

La oración nace de la conciencia del don y del conocimiento del lí­mite, pero siempre en una visión abierta, en el deseo de ir más allá. Si es verdad que la mirada parte de la experiencia cotidiana, de la historia en la que se vive, de sus gozos y de sus dramas, es igualmente verdad que luego la mirada va hacia aquel que está más allá de la historia. Por encima de los bienes de Dios, la oración busca a Dios. La vena secreta de toda oración bí­blica es el deseo de Dios. La oración expresa así­ la soledad del hombre, que se siente desterrado, insatisfecho, peregrino hacia lo absoluto y extranjero aquí­, jamás perfectamente integrado y comprendido, nunca perfectamente expresado. Las cosas del mundo, los mismos dones de Dios, son imagen de Dios, no Dios. La oración es el signo de que el hombre está hecho para Dios; expresa el deseo de encontrarlo.

3. EL SIGNO DEL “SILENCIO DE DIOS”. Pero la experiencia más desconcertante, reveladora y purificadora de la oración bí­blica es el silencio de Dios. No raras veces en la oración se encuentra a un Dios que calla. Acude a la mente la invocación del Sal 22: “Dios mí­o, Dios mí­o, ¿por qué me has abandonado?” Es la pregunta de un pobre judí­o que se siente abandonado por un Dios que tiene por caracterí­stica fundamental la fidelidad. El lamento del pobre judí­o se convirtió en la oración de Cristo en la cruz. Estamos en el corazón de la fe cristiana. La experiencia del silencio de Dios envuelve la vida religiosa en su conjunto; sin embargo, es en la oración donde esta experiencia se hace más aguda, más perceptible, más desarmada. La Biblia no conoce solamente a un Dios que nos escucha, sino también a un Dios que nos desmiente. Incluso conoce un Dios que parece desmentir sus mismas promesas (Gén 22).

Estas observaciones muestran toda la diversidad que existe entre el Dios bí­blico y el dios pagano, el construido -como dice la Biblia- por las manos del hombre. El dios pagano es complaciente y se hace garante de los proyectos del hombre: ¡lo hemos construido justamente para que apuntalase nuestras construcciones! Escucha, da la razón; mas precisamente por eso deja al hombre prisionero de sus proyectos y de sus ilusiones. En cambio, el Dios bí­blico, no construido por el hombre y más grande que el hombre, juzga, desencanta, fuerza al hombre a superar sus deseos, y justamente por esto libra y salva. El silencio de Dios es el signo de su amor y de su fidelidad, la señal de que escucha al hombre profundamente. La oración es siempre eficaz, pero a su modo: “¿Qué padre de entre vosotros, si su hijo le pide un pan, le dará una piedra?” (Luc 11:11). También ante la oración Dios es el amo de los acontecimientos, y su modo de dirigirlos es un misterio para el hombre. Por consiguiente, en la oración es el hombre el que es conducido a la conversión, y no Dios; una conversión teológica, y no solamente moral. La oración no es el intento de obligar a Dios a entrar en nuestros proyectos, sino la oferta de una disponibilidad a su libre iniciativa. Todo lo contrario de la oración mágica.

4. SÚPLICA Y ALABANZA. Las formas más frecuentes y más significativas de la oración bí­blica son la súplica y la alabanza. El hombre bí­blico no sólo alaba a Dios por sus maravillas; no sólo lo busca, sino que, con más frecuencia aún, le suplica por sus necesidades y por sus infidelidades. La súplica bí­blica es confiada y abierta. La angustia no conduce a los hombres de la Biblia a una resignación fatalista y estéril. El que suplica está siempre convencido, cualquiera que sea la situación en que se encuentre, de que Dios tiene firmemente en su mano los acontecimientos. La confianza no desfallece nunca; es una confianza que no asume jamás la forma de la evasión, sino que empuja siempre a hacer frente a las circunstancias. La oración de súplica abre nuevas posibilidades de coraje, de impulso; libera energí­as nuevas y conduce frecuentemente, a través de un examen de conciencia, a descubrir las razones profundas del mal, y por tanto a convertirse.

La súplica es una oración verdadera, útil y, en cierto sentido, la más sincera, capaz de sostener al creyente frente a la distancia entre el proyecto de Dios y sus mentí­s históricos. Pero es una oración que forma parte aún del tiempo irredento que nace en el hombre no realizado aún. En cambio, la alabanza y la contemplación son el punto final y estable. La súplica tiende a la alabanza. Además de oración “perfecta”, además de mirada a Dios en sí­, la alabanza bí­blica es también particularmente reveladora de la densidad teológica y antropológica de la visión bí­blica del mundo y de la historia. La alabanza rompe el lazo de posesión entre el hombre y el mundo; las cosas son don de Dios, no del hombre. Y esto vale también para la historia: los acontecimientos son gestos de Dios, no obra del hombre. La alabanza reconoce a Dios como propietario y protagonista. En esto la alabanza expresa la “profunda intencionalidad del hombre” (C. di S ante).

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B. Maggioni

P Rossano – G. Ravasi – A, Girlanda, Nuevo Diccionario de Teologí­a Bí­blica, San Pablo, Madrid 1990

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Bíblica

TEOLOGíA MORAL
SUMARIO
I. La oración, en crisis: causas socioculturales:
1. Secularización y oración de intercesión;
2. Mentalidad racionalista-cientí­fica y contemplación.
II. La oración en la historia de la salvación:
1. El camino de Israel;
2. La experiencia de Jesús;
3. La oración de los cristianos.
III. Oración y compromiso ético:
1. Experiencia de Dios en la vida;
2. Experiencia de la vida en Dios.

La oración es una dimensión esencial de la existencia cristiana. Sobre ella ha desarrollado la teologí­a en el curso de los siglos una amplia reflexión, que va del análisis de su estructura fundamental y de sus elementos constitutivos a la lectura crí­tica de sus formas y de sus modalidades expresivas hasta la interpretación de las experiencias más significativas que han caracterizado, tanto a nivel personal como comunitario, las elecciones de los creyentes.

La voz presente no pretende, obviamente, afrontar toda la vasta y compleja problemática subyacente a la oración, sino que se propone, más modestamente, evidenciar el lazo irrenunciable que debe existir entre oración y compromiso ético, entre contemplación y vida. El objetivo es, pues, demostrar que la oración del cristiano no puede encerrarse en sí­ misma, transformándose en vací­o ritualismo e incluso en cómoda coartada para eludir los problemas de la existencia cotidiana, sino que más bien debe transformarse en fuente de las decisiones morales que caracterizan la presencia del creyente en el mundo.

I. La oración, en crisis: causas socio-culturales
A este fin es necesario ante todo interrogarse sobre las causas de la crisis actual de la oración, que está estrechamente ligada a los cambios de imagen del hombre y de su misión en la historia. La actual problematización de la oración pone en discusión las dos vertientes tradicionales sobre las que está construida: la intercesión y la contemplación. En efecto, la secularización, si se extrema, conduce a la negación de la oración de intercesión, mientras que la mentalidad racionalista-cientí­fica termina produciendo el vací­o de significado de la oración contemplativa y de acción de gracias en virtud de una comprensión de la existencia de la que está totalmente ausente la dimensión mistérica.

1. SECULARIZACIí“N Y ORACIí“N DE INTERCESIí“N. La oración estaba relacioda en el pasado con una concepción sacral del mundo. Naturaleza, estructuras sociales y cultura se interpretaban en último análisis en relación con un mundo simbólico, que tení­a su referencia inmediata en lo divino. Todo lo que el hombre no conseguí­a explicar por sí­ solo se concebí­a como manifestación directa del poder de Dios. En semejante contexto la oración de petición ocupaba un puesto de particular relieve. El recurso a Dios para cambiar la realidad era espontáneo y natural. Se invocaba fácilmente a Dios para suplir las deficiencias humanas, y la religiosidad que tendí­a a afirmarse estaba preferentemente connotada con la fuga del mundo para encontrarse con él.

El fenómeno de la secularización ha ocasionado un profundo cambio de la imagen del mundo. Las ciencias naturales han abierto el camino a una visión dinámica del universo, cuyas leyes aparecen inscritas en la realidad y están en parte sometidas al dominio del hombre. Las estructuras de la sociedad pierden su carácter intangible y son consideradas cada vez más fruto de un proceso cultural que involucra la libertad del hombre. Las mismas costumbres morales sé consideran cada vez más como producto de complejos dinamismos, en cuya raí­z se encuentra la acción del hombre en su despliegue histórico-concreto.

La conciencia de la autonomí­a del mundo y de la responsabilidad del hombre al afrontar las cuestiones relativas a su condición existencial hace superfluo recurrir a la intervención de Dios. De aquí­ la crisis de la oración de intercesión, que es concebida por muchos como una forma de evasión inútil, una especie de ingenuo infantilismo, ligado a una concepción “mí­tica” del mundo que está ya ampliamente superada.

No se puede negar el lado positivo de estos procesos, que lleva a una revisión crí­tica y a una purificación del hecho religioso. Es evidente que no se debe invocar ya a Dios para llenar “agujeros” teóricos y prácticos, para resolver situaciones y problemas que el hombre, llegado a la mayorí­a de edad, está en situación de resolver por sí­ solo; mas, por otra parte, resulta igualmente evidente que existen problemas y situaciones para los cuales la ciencia, la técnica y la polí­tica no pueden ofrecer soluciones, como el problema del sentido de la vida y de la muerte, de la felicidad y de la necesidad de ser definitivamente alguien frente a un amor que no desfallece jamás. El hombre se hace entonces consciente de que existen confines extremos, que a su vez no son controlables; admite que no toda la realidad está comprendida en su campo de investigación y de intervención, y que existe lo no objetivable como realidad que determina el sentido de la totalidad. Dios aparece así­ como el último motivo que hace posible el significado de la realidad y el fundamento mismo de la libertad humana, que junto con la autoconciencia le permite al hombre asumir su función especí­fica en el mundo conocido. Esta es, por tanto, la perspectiva dentro de la cual hay que volver a colocar hoy la oración de intercesión si se pretende recuperar su valor en relación con las legí­timas instancias del mundo secularizado en que vivimos.

2. MENTALIDAD RACIONALISTA-CIENTíFICA Y CONTEMPLACIí“N. Sin embargo, la oración, antes que un medio de obtener algo, es un valor en sí­. Dirigirse a Dios como un tú tiene significado por sí­ mismo, ya que sólo en una relación interpersonal con el Padre descubre el hombre el sentido último de su existencia, es decir, reconoce y vive la dimensión de profundidad de su ser. En este sentido la oración, en su verdad más profunda, es impulso mí­stico, contemplación, eucaristí­a. Como tal, supone en el hombre capacidad creativa y sentido del misterio; exige un modo de estar en el mundo caracterizado por la gratuidad y por la sorpresa, por la fantasí­a y por el juego; implica el paso de una ascesis del dar a una mí­stica del recibir, es decir, de dejar obrar a Dios, despojándose de la propia presunción y autosuficiencia para vivir a fondo la pobreza y el perderse a sí­ mismo.

Este conjunto de actitudes antropológicas está, por desgracia, en antí­tesis con la lógica dominante de nuestra sociedad. La mentalidad racionalista-cientí­fica, cuyo epifenómeno es la secularización, constituye el alma de nuestra civilización occidental: un alma frí­a y calculadora, lúcida y unicomprensiva, que termina por no dejar espacio a las expresiones “mí­ticas” o “estéticas”, que rescatan la condición humana en el mundo.

En la raí­z de esta mentalidad es fácil descubrir una concepción reductiva del hombre, que se ha desarrollado en estadios sucesivos. El iluminismo, con la pretensión de agotar la realidad en esquemas de comprensión lógica, de hecho ha reducido la realidad misma a problema, privándola de su dimensión mistérica; el positivismo, gracias sobre todo a una ideologización de las ciencias humanas, ha desmitizado la sacralidad de la conciencia; el desarrollo tecnológico ha concurrido a alimentar el mito ilusorio de un progreso indefinido, del cual el hombre es artí­fice único e indiscutido. La revolución industrial ha completado este proceso de totalización. La tendencia predominante es, pues, desterrar toda sorpresa en beneficio de la integración, suprimir la libertad en beneficio de la necesidad, imponer, en definitiva, un modelo de conocimiento basado en la claridad en los cambios y el rigor en las operaciones, haciendo de la organización el valor supremo y excluyendo la espontaneidad y lo imprevisible, considerados como residuos subjetivos de una mentalidad precientí­fica.

Evidentemente, esta concepción del hombre tiene como resultado fatal la marginación, sin reservas ni elementos, de lo divino. Dios no es ya rechazado, sino simplemente ignorado, considerado corno una realidad insignificante, como el residuo de un mundo simbólico, ingenuo y primitivo, que ha perdido ya toda consistencia. La ciencia moderna, convertida en hegemónica, considera verdadero sólo lo que es cuantitativamente perceptible e incluido en relaciones causales, lo que es controlable y por lo mismo está sujeto a dominio y a manipulación. De ahí­ se sigue que es absolutamente implanteable el problema religioso y que carece de sentido la pregunta misma sobre Dios.

El hombre se transforma así­ en autocreador; se convierte en el fundamento de los significados y valores, rechazando cualquier forma de dependencia y sintiéndose dueño absoluto de su destino. La oración contemplativa es considerada en este contexto una alienación inútil, una forma de distracción de los compromisos reales y de compensación estéril e ilusoria ante las frustraciones de la vida cotidiana. La eliminación del horizonte de la trascendencia y del misterio y la “cosificación”de la existencia humana hacen del todo insignificante el espacio de la poesí­a y del mito, de la gratuidad y del don, del éxtasis mí­stico y de la acción de gracias. La civilización del dar y del hacer anula el recibir y el ocio contemplativo. Las lógicas de la eficiencia productiva y del consumismo, que son las lógicas dominantes, producen una especie de desencanto respecto a todo lo que no es valorable en términos de utilidad pragmática y de transformación estructural y sociopolí­tica.

Esta interpretación del mundo y del hombre muestra hoy, sin embargo, todos sus lí­mites. La autosuficiencia humana está produciendo la muerte del hombre creador y auténtico; el progreso tecnológico revela sus ambigüedades fatales y sus trágicas contradicciones. Está en marcha un proceso de deshumanización, que tiene sus raí­ces en los pesados desequilibrios económico-sociales que alimentan estados de opresión y focos de violencia y de guerra, pero sobre todo en el consumismo desenfrenado, fin de sí­ mismo, que genera una mentalidad atrincherada en la posesión, reduciendo al hombre a esclavo de las cosas y expropiándolo de su dignidad y libertad propias.

En este cuadro la oración contemplativa puede reconquistar todo su valor. Ayudándonos a captar la dimensión mistérica, y por lo mismo no objetivable de la realidad, se convierte en un verdadero antí­doto frente a las lógicas perversas de nuestra sociedad, en cuanto que alimenta en el hombre el sentido de la gratuidad y de la sorpresa y lo abre al horizonte de lo absoluto y lo incondicionado, en definitiva al horizonte de la trascendencia, de la cual nace la esperanza.

II. La oración en la historia de la salvación
Pero la recuperación de la oración como dimensión esencial de la vida no es para el cristiano sólo respuesta a una necesidad cultural; es una exigencia irrenunciable de la fe. Existe una interdependencia esencial entre fe y oración. En efecto, si es cierto que para orar hay que creer, es igualmente verdad que para creer es preciso orar. Es más: si la fe es encuentro y diálogo con Dios, entonces la oración es fe “expresa”, es el momento en el cual la relación con el Señor asume el carácter de obediencia y de respuesta.

Esta es la lógica que caracteriza a la historia de la salvación, como viene desplegándose en el cuadro de la revelación bí­blica.

1. EL CAMINO DE ISRAEL. La originalidad de la oración judí­a resulta comprensible solamente en el contexto de la antropologí­a de la alianza. El tema de la alianza expresa la relación dinámica de Israel y de su Dios y al mismo tiempo precisa la interpersonalidad dialógica que cualifica esta relación. Dios es el que llama al hombre, le habla, lo conduce, obra respecto a él de modo soberanamente libre; él se encuentra en el hombre de modo análogo a como las personas s0 encuentran entre sí­. Pero, a la vez, es un Dios trascendente, distinto, creador de todas las cosas, y por lo mismo también señor del hombre. La alianza designa la posibilidad de la comunión, pero al mismo tiempo pone el acento perentorio en la distancia. Yhwh no puede ser representado ni nombrado, pero no obstante se revela en la trama compleja de las relaciones humanas, dentro de la historia. Israel descubre así­ su identidad y el sentido de su camino en la experiencia que realiza de un Dios presente y ausente, con él y más allá de él.

La oración del AT es el reconocimiento de la acción de Dios en la historia. No tiene su iniciativa en el hombre, no asciende a Dios movida ante todo por el deseo y la necesidad, sino que es provocada y hecha posible por la iniciativa del Señor. Por eso el acto fundamental es la escucha de la llamada de Dios (Di 4,1; 6,4). Pero la llamada de Dios es a la vez una exigencia y una promesa: implica, pues, una respuesta de obediencia al Dios que salva (Sal 95; Deu 30:20).

El creyente vive la oración en el cuadro de dos experiencias aparentemente contradictorias: la experiencia de la proximidad de Dios, de su paternidad, y la experiencia de la majestad de Dios, que suscita temor y espanto. Las dos experiencias están juntas: el Dios cercano permanece siempre lejano, y el Dios lejano es percibido como cercano: “Si yo soy padre, ¿dónde estará el honor que me pertenece? Y si soy señor, ¿dónde el respeto que se me debe?” (Mal 1:6).

La ambivalencia de esta situación constituye una prueba constante para la fe y provoca una interiorización cada vez mayor de la oración, favoreciendo el desarrollo de una profunda comunión con Yhwh. Los salmos, que son un intento de traducir en oración la historia del pueblo, hacen transparente el aspecto dramático de la salvación. En ellos se pone de manifiesto la conciencia de que Dios está actuando y que el hombre se encuentra misteriosamente incluido en su proyecto. La oración de los salmos es, en definitiva, expresión de la pobreza y precariedad humana y de la espera confiada del don de la gracia del Señor. El oprimido busca en Dios su refugio (Sal 57:2; Sal 59:17; Sal 64:11), busca protección en su proximidad (Sal 17:8; Sal 61:5). Su alma espera en silencio la ayuda del Señor (Sal 27:14; Sal 62:2.6). La confianza, nuevamente recuperada, le hace comprender la felicidad de la comunión con Dios, que le parece más preciosa que todos los bienes de este mundo (Sal 16:5s; Sal 63:4; Sal 16:2; Sal 27:8s). La oración constituye así­ la atmósfera en la cual Dios inspira al hombre el deseo de la eterna comunión con él y le infunde la esperanza de obtenerla.

Pero la oración es sobre todo el lugar donde Israel descubre, de modo siempre inadecuado, el rostro de Dios, su esencia, que es la absoluta trascendencia. En la Biblia lo que impide la formación de concepciones erróneas sobre Dios lo constituye la prohibición de las imágenes (Exo 20:4s; Isa 40:18). El Dios de la revelación no es circunscribible, porque circunscribe a todo lo demás sin que jamás pueda ser aferrado y captado por nada. Su rostro es el de la novedad, la sorpresa, de la imprevisibilidad instauradora.

La oración se convierte en el momento privilegiado de la toma de conciencia de esta novedad. Ella es al mismo tiempo memoria de las grandes gestas de liberación realizadas por Yhwh, y anuncio, profecí­a y promesa de lo que está por venir. Como tal, la oración es revolucionaria, porque es estí­mulo a asumir la existencia, personal y comunitaria, para transformarla según el proyecto del Padre; en ella y a través de ella adquiere consistencia el compromiso por la justicia y la liberación humana, porque el Dios siempre nuevo es el fundamento de la posibilidad de renovar el mundo.

Los profetas insisten en esta valencia. Para ellos la oración es el culto de la vida y de la historia; es el lugar del cual hay que partir para introducirse aún más en la realidad y vivir la gran aventura del amor hasta el cumplimiento de la promesa del Señor. El acento se coloca todaví­a preferentemente en el aspecto de la petición, pero progresivamente va purificándose, según crece la conciencia de que el Dios de la Biblia no es un Dios “tapagujeros”, al que se puede invocar para que responda a las necesidades de los hombres, sino que es más bien un Dios que amplí­a los enigmas del mundo, según se desprende de los diálogos del libro de Job (7,1-20; 19,1-9; 23,3-8; 27,2-5). Es un Dios exigente, que desea que el hombre asuma con valor su responsabilidad y viva con dignidad su existencia. La oración de Israel es en definitiva lucha, conflicto, dialéctica; es invocar a Yhwh como la última esperanza, el sentido definitivo, sin sustraerse a la búsqueda de los significados inmediatos de las cosas y, sobre todo, sin faltar al propio compromiso histórico.

2. LA EXPERIENCIA DE JESÚS. La oración recibe en el NT, gracias a la experiencia de Jesús, la plenitud de su significado. El recoge la tradición orante de Israel, pero al mismo tiempo la supera. En las horas difí­ciles, cuando se trata de llevar a cabo la misión que el Padre le ha asignado, Jesús ora: en el momento del bautismo y de la unción del Espí­ritu en el Jordán (Luc 3:21); cuando el pueblo le rodea con sus afanes (Mar 1:35; Mar 6:46); antes de la elección de los apóstoles (Luc 6:12); antes de conferir a Pedro el primado (Luc 9:18); antes de la transfiguración (Luc 9:28); antes de la pasión (Mat 26:36ss).

La oración de Jesús expresa su total adhesión al designio del Padre; una adhesión que es confianza y aceptación, es reconocimiento de su condición de Hijo, y por lo tanto de la intimidad que le liga a él. Cristo, por otra parte, atestigua en lo más profundo de su naturaleza el diálogo entre Dios y la realidad creada, pero sobre todo entre Dios y el hombre. El es la palabra de Dios que viene del Padre y que desde siempre se actúa en el movimiento amoroso de respuesta al Padre en el Espí­ritu; pero, a la vez, es la palabra del mundo y del hombre, que en su origen y en su desarrollo es la imagen, puesta libremente por Dios, de la Trinidad inmanente.

La oración de Jesús es, pues, la toma de conciencia no sólo de haber sido hecho por la palabra de Dios, sino de ser la palabra de Dios: orar es para él reconocerse a sí­ mismo, vivir la autoconciencia de su ser. Tal oración expresa además la atención de Jesús al plan del Padre; es maduración de las propias elecciones en el signo del proyecto del Padre y adhesión incondicionada a su voluntad.

Al orar, Cristo manifiesta su soledad: una soledad que no nace de la pobreza, sino de la riqueza. El es consciente de su filiación divina: el misterio único, original, irrepetible. Por esto Jesús se retira a solas a orar. No le basta hablar con los hombres; advierte un vací­o que sólo el Padre puede colmar, una profundidad de deseo que sólo el Padre puede comprender y compartir.

La oración es siempre de algún modo expresión de la soledad del hombre, que se siente peregrino hacia Dios y extranjero aquí­ abajo, nunca perfectamente integrado, nunca suficientemente comprendido. Cristo es el que ha vivido en los términos más radicales este aspecto de la condición humana que no es posible enmascarar. ?or lo demás, la búsqueda humana tiene en sí­ la orientación hacia una esperanza, cuyo cumplimiento no es de este mundo. Las cosas de esta tierra, incluso las mejores, son imágenes de Dios, vestigios de su presencia, pero no Dios. La oración es, pues, el signo de que el hombre está hecho para Dios; y es a la vez un intento impaciente de acelerar el tiempo para encontrarse con él.

3. LA ORACIí“N DE LOS CRISTIANOS. La oración de Jesús es la norma de la oración cristiana. Ella es, en efecto, en su significado más profundo,’un ir “por Cristo al Padre” (Efe 5:20; Col 3:17). La oración cristiana debe por eso hacerse “en el nombre de Jesús” (Jua 14:13s; Jua 15:16; Jua 16:23.26), porque, en la medida en que esto se verifica, somos sinceramente escuchados (Mar 11:24; Jua 14:13s; Jua 15:7.16; Jua 16:23.26). Mas orar en el nombre de Jesús significa orar por su autoridad y por medio de él, es decir, conforme al verdadero conocimiento de Dios “en espí­ritu y verdad” (Jua 4:23-24); orar “en el nombre de Jesús” indica así­ la única forma de adoración que es posible a los hijos de Dios, a aquéllos a quienes Cristo ha descubierto el acceso a la realidad y que han nacido del Espí­ritu (Jua 3:5).

La verdadera profundidad de la oración cristiana hasta la mí­stica, en la cual el hombre experimenta la unión con Dios y su voluntad amorosa de modo oscuro e inexpresable es “en el Espí­ritu”. El Espí­ritu es el que ora dentro de nosotros: “El mismo Espí­ritu da testimonio juntamente con nuestro espí­ritu de que somos hijos de Dios” (Rom 8:16). El es el que grita en nosotros “Padre” (Gál 4:6); él es el que asume nuestra debilidad humana e intercede por nosotros “con gemidos inenarrables” (Rom 8:26).

Pero el Espí­ritu es don: don que exige ser acogido con una respuesta soberanamente libre. La oración, como la fe, no es la conclusión de un razonamiento, sino un acto de libertad. Pertenece a la dimensión del don ofrecido y acogido, lo cual significa que supone en el hombre una actitud receptiva, la disponibilidad incondicionada a recibir la gracia del Espí­ritu.

La originalidad de la oración cristiana está en su inserción en el misterio de la fidelidad de Dios, que crea a su pueblo en comunión con él. El culto espiritual de la nueva alianza es ante todo la existencia cristiana, en cuanto existencia en Cristo, que nos ha reconciliado con el Padre.

En un mundo como el nuestro, que presume de tenerlo todo y de explicarse por sí­ solo, es difí­cil pedir, reconocerse pobres. Pero esta situación de contratiempo puede vivirse como ocasión para purificar la oración, dejando espacio a la iniciativa divina, que va más allá de nuestros esquemas y de nuestros deseos; puede convertirse en el contexto desde el cual recuperar la oración como puro diálogo de amor, en el cual el hombre aprende a distinguir lo que tiene significado de lo que es vano, a descubrir que la salvación de Dios actúa como una semilla dentro de la historia. En realidad, se nos ha concedido ya el “anticipo del Espí­ritu” y se nos ha confiado para que crezca (2Co 1:22; Efe 1:14).

La oración cristiana es de este modo la expresión más alta de la fe y la medida más segura de su autenticidad. Es expresión de fe, en cuanto que revéla aquel misterio de filiación que está en lo profundo de nosotros; pero sobre todo en cuanto que es conciencia de dependencia y a la vez de gozosa gratitud por la presencia de Dios en la historia humana. Es la medida de la autenticidad de nuestra fe, en cuanto que nos estimula a la conversión ante la palabra que juzga y salva, purificándonos de toda idolatrí­a y abriendo nuestro deseo a la percepción del amor infinito.

III. Oración y compromiso ético
El análisis bí­blico-teológico ha demostrado ya la vinculación de la oración cristiana al acontecer humano e histórico. Sin embargo es útil recoger y profundizar algunas dimensiones de la oración que permitan recuperar su fecundidad en relación con la vida moral, de la cual debe ser fundamento y fuente.

1. EXPERIENCIA DE DIOS EN LA VIDA. La oración cristiana tiene el carácter de la experiencia. Implica la captación radical de todo el hombre y una captación existencial de todas sus potencialidades. Es tener experiencia de Dios, estar poseí­dos por él, habitados por él.

La experiencia implica la conciencia de una relación; es, en otras palabras, la refracción de una situación y de un acontecimiento en un sujeto capaz de percibirla, en el que se encuentra directamente implicado. Exige una participación real en el acontecimiento y la capacidad de captarlo reflejamente en lo profundo del espí­ritu.

La experiencia cristiana de Dios es una experiencia personal e irrepetible del Dios creador y redentor en lo profundo del hombre. La teologí­a ha expresado este concepto a través del misterio de la inhabitación trinitaria: el Padre, el Hijo y el Espí­ritu moran en nosotros, de forma que nuestra vida es su vida. No somos ya nosotros quienes vivimos, es Dios mismo el que vive en nosotros; “somos vividos” por él. Dios está en lo más í­ntimo de lo í­ntimo de nosotros; es la profundidad de nuestro ser y de nuestro vivir.

La oración es el encuentro satisfactorio con el eterno siempre presente; es participación en el ritmo poderoso de una trascendencia que unifica el atomismo de una existencia pulverizada. Es, pues, una experiencia de solidez fundamental. Como tal, no se la puede reducir a una serie de actos, sino que es antes de nada un estado, un habitus, una actitud profunda, un modo de estar en el mundo. El hombre, en la experiencia de la oración, se presenta a sí­ mismo como lo que es, en su desnudez, y por tanto en la autenticidad de su naturaleza sin andamiajes subrepticios y defensivos, sin coberturas de ninguna clase. Mas todo esto sucede en un contexto de amor, que rescata el lí­mite y hace aceptable la toma de conciencia de la propia pobreza y del mismo pecado.

Esta experiencia de sí­ mismo es un hecho vital, que afecta radicalmente a las relaciones humanas. La oración como diálogo con Dios debe madurar a la vez en la capacidad del diálogo con los otros. En realidad existe una lí­nea de continuidad entre la capacidad de diálogo con los hombres y la capacidad de diálogo con Dios. La relación humana madura se realiza en la escucha del otro, porque sólo escuchándose entran las personas en comunión entre sí­. Hablar es expresarse uno mismo a otro; escuchar es acoger al otro en sí­; responder es aceptar al otro. Todo encuentro humano auténtico exige de algún modo la fe. La interioridad del hombre es una interioridad oculta; es misterio í­ntimo y personal, al cual no es posible echar violentamente la mano desde fuera. La verdadera relación personal tiene lugar solamente cuando la persona se abre en la libertad al otro y éste acepta en la fe aquella libre autorrevelación y responde en la fe, puesto que a una persona sólo le es posible creer o no creer.

La oración es en este sentido experiencia del otro como diverso de nosotros, en lo irrepetible de su personalidad y de vocación. Es experiencia del hombre en la experiencia de Dios, y a la vez experiencia de Dios en la experiencia del hombre. En esta circularidad consiste, por lo demás, el sentido último de la identidad cristiana. No podemos amar a Dios, a quien no vemos, si no amamos a los hermanos que están a nuestro lado; mas, por otra parte, se nos da la posibilidad de amar, porque Dios nos ha amado él primero, porque el amor de Dios habita en nuestros corazones mediante la presencia del don del Espí­ritu. El testimonio del amor a los hermanos es para el creyente la consecuencia de ser amado, es decir, del hecho de estar poseí­do por el amor. La vida cristiana quizá pueda parangonarse .-según la feliz imagen de D. Bonhtiffer- aun coral para órgano de Bach: un coral cuyo cantus firmus es el amor de Dios, y el contrapunto el amor de las criaturas. La existencia reconciliada es una polifoní­a de la caridad. Su fuente y estí­mulo es la oración, porque en ella la acción y el testimonio encuentran su verdadero’y último sentido.

El encuentro con Dios se realiza en la vida. La oración cristiana es el momento en el cual las relaciones históricas se ponen en relación con la relación esencial: en la perspectiva abierta por el futuro de Dios, la historia es aceptada, construida y contestada. Y la vida encuentra su unidad en cuanto vida ofrecida al Padre, que se convierte en servicio del mundo y por el mundo. El cristiano, en efecto, está empeñado en promover la justicia, la libertad, la paz; en construir una ciudad fraterna según el designio de Dios. La oración debe expresar la espera de la creación, pero sobre todo debe celebrar la pascua del universo como salvación para el mundo.

Silenciosa como la vida profunda y simple que no encuentra expresión adecuada, ofrecida como la palabra dirigida al que nos interpela, suplicante como el grito que rechaza la muerte, gozosa como el canto de las maravillas de la creación, tal es la oración de la vida. Ella sostiene la decisión humana haciendo que el hombre supere el riesgo de la dispersión y devolviéndole el gusto de lo irrevocable. Los conflictos de la historia se recomponen en una sí­ntesis siempre nueva y el tiempo encuentra su verdad en el contacto con lo eterno; es rescatado, redimido.

La oración nos capacita para dominar el tiempo, que a menudo se nos escapa de las manos, y a la vez para acogerlo en la riqueza de ocasiones que nos ofrece. Pero sobre todo nos permite devolverlo a Dios que nos lo ha dado, recogiendo las horas que vivimos como se reúne un ramillete de flores para ofrecerlo. La vida entera se transforma así­ en oración (1Ts 5:17), mantenida por una fidelidad tejida de silencio, de atención, de vigilancia constante para evitar que se disperse el hilo de agua que brota de la fuente largo tiempo buscada, descubierta en un instante de gracia. Una fidelidad rebosante de lucidez y de coraje, de ingeniosidad para excavar la tierra, limpiarla, librarla de la maleza, porque es preciso vigilar constantemente la tierra si no se quiere que se vuelva árida e improductiva. Una fidelidad abierta, dinámica, creativa, que deja espacio a la imaginación para que corra el agua viva cuando el arroyo se vuelve escaso y el sabor del agua demasiado habitual. La fidelidad, en efecto, es recuerdo e invención, memoria dirigida hacia el futuro. En el corazón de nuestra oración está hoy Cristo, que era ayer y que será mañana. El cristiano que ora conmemora su venida y apresura su vuelta.

La función esencial de la oración está en unificar fe y vida en torno al valor absoluto, que es Dios. La oración es a la fe viva como la reflexión a la vida. La reflexión sobre la vida cumple una doble función: conciencia y crí­tica de los hechos. Lo mismo la oración para el creyente tiene la función de dar conciencia, de expresar lo vivido y de criticarlo. Ella le ofrece el modo de ejercitar una constante comprobación de la fe, de vencer la tentación de la idolatrí­a para reconocer y adorar al verdadero Dios. Ella hace memoria del significado universal que posee la vida más allá de sí­ misma, del valor inestimable que le viene de ser participación de la vida del viviente y de su inserción en el gran proyecto de amor que rige el universo.

En este sentido la oración no se identifica del todo con la vida. Es la verdad por encima de la vida y más allá del mundo: una verdad mediante la cual la vida adquiere su justa dimensión y el mundo su transparencia profunda.

2.EXPERIENCIA DE LA VIDA EN DIOS. La experiencia de la oración supone para que se la adquiera un modo de mirar la realidad y al hombre radie te en contraste con las instancias dominantes en la cultura de nuestro tiempo.

La gran oración se caracteriza ante todo por la lógica de la gratuidad. No es antes de nada un pedir para tener, sino un responder a Dios para ser. La fe está í­ntimamente ligada a la percepción de la gratuidad ya que en ella alcanzamos una realidad que no tiene medida de comparación con nuestro esfuerzo, sino que es don, profusión, generosidad sin retorno. El universo que nos rodea nos permite intuir algo de esta prodigalidad. El mundo entero se le ofrece al hombre en su inextinguible esplendor. También la experiencia de la acción está penetrada por la gratuidad: las maduraciones más profundas llegan de improviso, imprevisibles, sorprendentes. Pero sobre todo en el mundo de las personas es donde tenemos realmente experiencia de la fecundidad del don.

La oración es por definición improductiva. La lógica que la cualifica se opone radicalmente a las lógicas eficientistas y utilitaristas que constituyen la base de la civilización occidental. En efecto, es una lógica que supone la toma de conciencia de la utilidad de las cosas inútiles, como el juego, el mito, la poesí­a, el amor; que exige como terreno de instalación un modelo antropológico diverso, centrado en el sentido del misterio y en la disponibilidad a la escucha y la receptividad. En la oración lo determinante es la libertad del amor. Ello no excluye, obviamente, la petición, porque el que ama interpela más que nadie al amado. Pero su petición ha superado la preocupación de lo útil, de lo que sirve, para convertirse en deseo del otro, en don de sí­ mismo a él. Para la oración, como para el amor, pedir significa darse.

La perspectiva de este enfoque impone hoy al creyente, en primer lugar, la exigencia de una revisión y de una purificación de la actitud de intercesión. La invocación de la ayuda de Dios no se puede separar del compromiso concreto del hombre de resolver sus problemas históricos mediante la ciencia, la técnica, el trabajo y la polí­tica. La oración de petición no ha de concebirse como demanda de que Dios haga las cosas en lugar nuestro. El que toma en serio la autonomí­a del mundo y la responsabilidad del hombre no puede hacer de la oración una coartada o una fuga; y mucho menos puede abandonarse a una resignación fatalista respecto a la historia. Por el contrario, debe ratificar su voluntad de salir del mal, de superarlo, sabiendo que Dios exige ese esfuerzo.

La petición nace entonces de la conciencia de la contingencia y de la precariedad humana, de la necesidad de invocar más allá de la propia libertad a otra libertad, confiándose a Dios para disponerse a hacerse nuevamente cargo de sí­ mismo y de las cosas en el signo de un proyecto de constante renovación. Sólo así­ petición y compromiso, lejos de excluirse, se relacionan estrechamente entre sí­ y se apoyan recí­procamente.

Sin embargo, la oración culmina en la contemplación, en la mí­stica, en el encuentro, en el diálogo, en la participación, en centrarse no ya en sí­ mismo y en la propia expectativa, sino en Dios y en lo que él espera de nosotros. Es sobre todo escucha y respuesta a Dios que habla. La búsqueda de Dios es paralela al descubrimiento de la profundidad del propio ser y del ser de las cosas. La vida mí­stica se caracteriza por la conciencia de la presencia de Dios en sí­ y en el mundo como el Dios del amor. Como tal es don divino, que por otra parte no puede ser alcanzado si no se camina expeditamente y con paciencia por el duro sendero de la propia purificación interior, si no se consiente en desvelar (o reconocer) la profunda miseria propia y no nos abandonamos a la misericordia y al perdón del Padre.

El crecimiento en el difí­cil camino de la oración es, por tanto, en definitiva, consecuencia de una ascesis que tiene su origen en la conciencia de la contingencia del mundo y en el descubrimiento de la única cosa necesaria que es preciso buscar con todo nuestro ser: el reino de Dios y su justicia.

La oración recupera de este modo la plenitud de su significado. Se convierte en fuente de la decisión humana única e irrevocable, la de vivir a la escucha de la palabra de Dios y en el compromiso de fidelidad a su proyecto en la historia.

[/Religión y moral].

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G. Piana

Compagnoni, F. – Piana, G.- Privitera S., Nuevo diccionario de teologí­a moral, Paulinas, Madrid,1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Moral

Acción de dirigirse al Dios verdadero o a dioses falsos en actitud de adoración. El habla dirigida a Dios no tiene por qué ser oración, como se deduce del juicio en Edén y del caso de Caí­n. (Gé 3:8-13; 4:9-14.) La oración conlleva devoción, confianza, respeto y un sentido de dependencia de aquel a quien se dirige la oración. Las diversas palabras hebreas y griegas relacionadas con la oración transmiten ideas tales como pedir, solicitar, rogar, suplicar, instar con ruegos, implorar, buscar, inquirir, así­ como alabar, dar gracias y bendecir.
Por supuesto, las peticiones y las súplicas se pueden dirigir a los hombres, y a veces las palabras correspondientes a estas en los idiomas originales tienen este sentido (Gé 44:18; 50:17; Hch 25:11); sin embargo, la palabra española †œoración†, usada en sentido religioso, no aplica a esos casos. A una persona se le puede †œsuplicar† o †œimplorar† que haga algo, pero eso no significa que se la vea como Dios. Por ejemplo, a una persona no se le harí­a una petición en silencio, ni se harí­a cuando dicha persona no estuviese visiblemente presente, como se hace al orar a Dios.

El †œOidor de la oración†. Todo el registro bí­blico muestra que las oraciones deben dirigirse a Jehová (Sl 5:1, 2; Mt 6:9), el †œOidor de la oración† (Sl 65:2; 66:19), que tiene poder para actuar a favor de los que le piden. (Mr 11:24; Ef 3:20.) Orar a dioses falsos y a sus imágenes idolátricas queda expuesto como una estupidez, puesto que los í­dolos no tienen la capacidad de oí­r ni la de actuar, y los dioses a los que representan no merecen ser comparados con el Dios verdadero. (Jue 10:11-16; Sl 115:4, 6; Isa 45:20; 46:1, 2, 6, 7.) La prueba de divinidad que tuvo lugar en el monte Carmelo entre Jehová y Baal demostró la necedad de orar a deidades falsas. (1Re 18:21-39; compárese con Jue 6:28-32.)
Aunque hay quien afirma que es propio orar a otros seres, como, por ejemplo, al Hijo de Dios, las Escrituras indican lo contrario. Es cierto que hay ocasiones, aunque raras, en las que se dirigen palabras al resucitado Jesucristo en los cielos. Cuando Esteban estaba a punto de morir, le suplicó a Jesús: †œSeñor Jesús, recibe mi espí­ritu†. (Hch 7:59.) Sin embargo, el contexto muestra las circunstancias que dieron lugar a esa inusual expresión. En aquel momento Esteban tení­a una visión de †œJesús de pie a la diestra de Dios†, y debió reaccionar como si estuviera personalmente ante él, sintiéndose libre de dirigir esta súplica a aquel a quien reconocí­a como cabeza de la congregación cristiana. (Hch 7:55, 56; Col 1:18.) De igual manera, en la conclusión de la Revelación, el apóstol Juan dice: †œÂ¡Amén! Ven, Señor Jesús†. (Rev 22:20.) No obstante, el contexto indica de nuevo que Juan habí­a oí­do hablar a Jesús de su futura venida en una visión (Rev 1:10; 4:1, 2), y que con la expresión supracitada demostró su deseo de que se produjera esa venida. (Rev 22:16, 20.) En ambos casos —tanto el de Esteban como el de Juan— la situación difiere poco de la conversación que este último tuvo con una criatura celestial en esta visión de Revelación. (Rev 7:13, 14; compárese con Hch 22:6-22.) No hay nada que indique que en otras circunstancias los discí­pulos cristianos se dirigiesen a Jesús después de su ascensión al cielo. Por ello, el apóstol Pablo escribe: †œEn todo, por oración y ruego junto con acción de gracias, dense a conocer sus peticiones a Dios†. (Flp 4:6.)
El artí­culo ACERCARSE A DIOS examina la posición de Cristo Jesús como mediador de la oración. Por medio de la sangre de Jesús, ofrecida a Dios en sacrificio, †œtenemos denuedo respecto al camino de entrada al lugar santo†, es decir, denuedo para acercarnos a la presencia de Dios en oración, haciéndolo †œcon corazones sinceros en la plena seguridad de la fe†. (Heb 10:19-22.) Jesucristo, por lo tanto, es el único †œcamino† de reconciliación con Dios, el único medio para acercarse a El en oración. (Jn 14:6; 15:16; 16:23, 24; 1Co 1:2; Ef 2:18; véase JESUCRISTO [Su posición fundamental en el propósito de Dios].)

Aquellos a quienes Dios oye. Gente †œde toda carne† puede acercarse al †œOidor de la oración†, Jehová Dios. (Sl 65:2; Hch 15:17.) Incluso durante el perí­odo en que Israel era †œpropiedad particular† de Dios, su pueblo en relación de pacto con El, los extranjeros podí­an acercarse a Jehová en oración reconociendo a Israel como el instrumento de Dios y al templo de Jerusalén como su lugar escogido para presentar los sacrificios. (Dt 9:29; 2Cr 6:32, 33; compárese con Isa 19:22.) Con la muerte de Cristo desapareció para siempre toda distinción entre judí­o y gentil. (Ef 2:11-16.) En el hogar del italiano Cornelio, Pedro reconoció que †œDios no es parcial, sino que, en toda nación, el que le teme y obra justicia le es acepto†. (Hch 10:34, 35.) De modo que el factor determinante es lo que hay en el corazón de la persona y lo que este le impulsa a hacer. (Sl 119:145; Lam 3:41.) Los que observan los mandamientos de Dios y hacen †œlas cosas que son gratas a sus ojos† tienen la seguridad de que sus †œoí­dos† también están abiertos hacia ellos. (1Jn 3:22; Sl 10:17; Pr 15:8; 1Pe 3:12.)
Por el contrario, Dios no oye con favor a los que pasan por alto la Palabra y la ley de Dios, derraman sangre y practican otros actos inicuos; sus oraciones le son †˜detestables†™. (Pr 15:29; 28:9; Isa 1:15; Miq 3:4.) Su misma oración puede †˜ser un pecado†™. (Sl 109:3-7.) El rey Saúl perdió el favor de Dios debido a su derrotero presuntuoso y rebelde, y †œaunque Saúl inquirí­a de Jehová, Jehová nunca le contestaba, ni por sueños ni por el Urim ni por los profetas†. (1Sa 28:6.) Jesús dijo que las personas hipócritas que intentaban atraer la atención a su devoción cuando oraban, ya habí­an recibido el †œgalardón completo† de los hombres, pero no de Dios. (Mt 6:5.) Los fariseos de apariencia piadosa hací­an largas oraciones y se jactaban de tener una moralidad superior; sin embargo, Dios los condenaba debido a su derrotero hipócrita. (Mr 12:40; Lu 18:10-14.) Aunque de boca se acercaban a El, su corazón estaba muy alejado de Dios y de su Palabra de verdad. (Mt 15:3-9; compárese con Isa 58:1-9.)
El ser humano ha de tener fe en Dios y en que El es †œremunerador de los que le buscan solí­citamente† (Heb 11:6), acercándose a El en la †œplena seguridad de la fe†. (Heb 10:22, 38, 39.) Es esencial que todos reconozcamos nuestra condición pecaminosa, y si una persona ha cometido pecados graves, que †˜ablande el rostro de Jehovᆙ (1Sa 13:12; Da 9:13), ablandando primero su propio corazón con arrepentimiento, humildad y contrición sinceros. (2Cr 34:26-28; Sl 51:16, 17; 119:58.) Entonces, es posible que Dios se deje rogar, le otorgue perdón y le oiga con favor (2Re 13:4; 2Cr 7:13, 14; 33:10-13; Snt 4:8-10); de ese modo ya no volverá a sentir que Dios ha †˜obstruido el acceso a él mismo con una masa de nubes, para que no pase la oración†™. (Lam 3:40-44.) Aunque quizás Dios no retire por completo su oí­do, no obstante, si la persona no sigue su consejo, sus oraciones pueden ser †œestorbadas†. (1Pe 3:7.) Los que buscan perdón deben perdonar a otros. (Mt 6:14, 15; Mr 11:25; Lu 11:4.)

¿Por qué asuntos es apropiado orar?
Las oraciones consisten básicamente en: confesión (2Cr 30:22), peticiones o solicitudes (Heb 5:7), expresiones de alabanza y acción de gracias (Sl 34:1; 92:1) y votos (1Sa 1:11; Ec 5:2-6). La oración que Jesús enseñó a sus discí­pulos era simplemente un modelo, pues ni Jesús ni sus discí­pulos se adhirieron rí­gidamente a esas palabras especí­ficas en sus oraciones posteriores. (Mt 6:9-13.) Las primeras palabras de esta oración modelo se concentran en la cuestión de primera importancia: la santificación del nombre de Dios —que empezó a ser vituperado en la rebelión de Edén— y la realización de la voluntad divina por medio del Reino prometido, a la cabeza del cual está la descendencia prometida, el Mesí­as. (Gé 3:15; véase JEHOVí [Se debe santificar y vindicar Su nombre].) Tal oración requiere que el que ora esté claramente del lado de Dios en esa cuestión.
La parábola de Jesús registrada en Lucas 19:11-27 muestra que la †˜venida del Reino†™ significa: su venida para ejecutar juicio, destruir a todos los opositores y aliviar y recompensar a todos aquellos que confí­an en él. (Compárese con Rev 16:14-16; 19:11-21.) Por lo tanto, la siguiente expresión: †œEfectúese tu voluntad, como en el cielo, también sobre la tierra†, no se refiere principalmente a que los seres humanos hagan la voluntad de Dios, sino, más bien, a que Dios mismo actúe en cumplimiento de su voluntad para la Tierra y sus habitantes, y manifieste el poder que tiene para llevar a cabo su propósito declarado. Por supuesto, el que ora también expresa de ese modo su preferencia por esa voluntad y su deseo de someterse a ella. (Mt 6:10; compárese con Mt 26:39.) La solicitud de recibir el pan de cada dí­a, perdón, protección contra la tentación y liberación del inicuo está relacionada con el deseo que tiene el que hace la súplica de continuar viviendo en el favor de Dios. Expresa este deseo por todos los que comparten su fe, no solo por sí­ mismo. (Compárese con Col 4:12.)
Los asuntos mencionados en esa oración modelo son de importancia fundamental para todos los hombres de fe y expresan necesidades que todas las personas tienen en común. Por otra parte, el relato bí­blico muestra que hay muchos otros asuntos que pueden afectar a las personas a mayor o menor grado o que pueden ser el resultado de circunstancias particulares; estos también son temas apropiados para incluir en oración. Aunque no se mencionan especí­ficamente en la oración modelo de Jesús, sin embargo, están relacionados con los que esta presenta. Así­ pues, las oraciones personales prácticamente pueden abarcar toda faceta de la vida. (Jn 16:23, 24; Flp 4:6; 1Pe 5:7.)
Aunque todos desean correctamente que su conocimiento, entendimiento y sabidurí­a aumenten (Sl 119:33, 34; Snt 1:5), es posible que algunos lo necesiten de manera especial. Se puede pedir la guí­a de Dios en asuntos que tengan que ver con decisiones judiciales, como hizo Moisés (Ex 18:19, 26; compárese con Nú 9:6-9; 27:1-11; Dt 17:8-13), o en el nombramiento de personas a puestos especiales de responsabilidad dentro del pueblo de Dios. (Nú 27:15-18; Lu 6:12, 13; Hch 1:24, 25; 6:5, 6.) O se puede pedir fortaleza y sabidurí­a para llevar a cabo ciertas asignaciones o para encararse a pruebas o peligros especí­ficos. (Gé 32:9-12; Lu 3:21; Mt 26:36-44.) Los motivos para bendecir a Dios y darle gracias pueden variar según las propias experiencias personales. (1Co 7:7; 12:6, 7; 1Te 5:18.)
En 1 Timoteo 2:1, 2 el apóstol habla de oraciones †œrespecto a hombres de toda clase, respecto a reyes y a todos los que están en alto puesto†. Durante su última noche con sus discí­pulos, Jesús dijo en oración que no hací­a petición respecto al mundo, sino respecto a los que Dios le habí­a dado, y también dijo que ellos no eran parte del mundo, sino que este los odiaba. (Jn 17:9, 14.) Por lo tanto, parece ser que las oraciones cristianas respecto a los gobernantes del mundo se limitan a determinados aspectos. Las palabras que a continuación dijo el apóstol indican que tales oraciones son fundamentalmente a favor del pueblo de Dios, †œa fin de que sigamos llevando una vida tranquila y quieta con plena devoción piadosa y seriedad†. (1Ti 2:2.) Hay ejemplos anteriores que ilustran este hecho, como la oración de Nehemí­as para que Dios lo †˜hiciese objeto de piedad†™ delante del rey Artajerjes (Ne 1:11; compárese con Gé 43:14) y el mandato que Jehová dio a los israelitas en cuanto a †˜buscar la paz de la ciudad [Babilonia]†™ en la que estarí­an exiliados, orando a favor de ella, pues †˜en la paz de ella resultarí­a haber paz para ellos mismos†™. (Jer 29:7.) De igual manera, los cristianos oraron con respecto a las amenazas de los gobernantes de su dí­a (Hch 4:23-30), y sus oraciones a favor de Pedro cuando se hallaba encarcelado debieron incluir también a los oficiales que tení­an autoridad para liberarlo. (Hch 12:5.) Asimismo, en armoní­a con el consejo de Cristo, oraron por sus perseguidores. (Mt 5:44; compárese con Hch 26:28, 29; Ro 10:1-3.)
Desde tiempos antiguos se le ha dado gracias a Dios por sus provisiones, como el alimento. (Dt 8:10-18; nótese también Mt 14:19; Hch 27:35; 1Co 10:30, 31.) Sin embargo, se debe agradecer la bondad de Dios con relación a †œtodo†, no solo a las bendiciones materiales. (1Te 5:17, 18; Ef 5:19, 20.)
En resumen, lo que rige el contenido de las oraciones es el conocimiento de la voluntad de Dios, puesto que el que suplica debe darse cuenta de que si quiere que su solicitud le sea otorgada, esta tiene que agradar a Dios. Sabiendo que los inicuos y los que no hacen caso de la Palabra de Dios no gozan de Su favor, es obvio que el que hace la súplica no puede solicitar lo que es contrario a la rectitud y a la voluntad revelada de Dios, que incluye las enseñanzas del Hijo de Dios y de sus discí­pulos inspirados. (Jn 15:7, 16.) Por lo tanto, lo que se dijo en cuanto a †˜pedir alguna cosa†™ (Jn 16:23) no debe tomarse fuera del contexto. La expresión †œalguna cosa† evidentemente no abarca lo que se sabe o hay motivo para creer que no agrada a Dios. Juan escribe: †œY esta es la confianza que tenemos para con él, que, no importa qué sea lo que pidamos conforme a su voluntad, él nos oye†. (1Jn 5:14; compárese con Snt 4:15.) Jesús les dijo a sus discí­pulos: †œSi dos de ustedes sobre la tierra convienen acerca de cualquier cosa de importancia que soliciten, se les efectuará debido a mi Padre en el cielo†. (Mt 18:19.) Si bien es propio incluir en la oración cosas materiales, como el alimento, no lo son los deseos y ambiciones materialistas, según se indica en Mateo 6:19-34 y 1 Juan 2:15-17. Tampoco es correcto orar por aquellos a los que Dios condena. (Jer 7:16; 11:14.)
Romanos 8:26, 27 da a entender que en ciertas circunstancias el cristiano no sabrí­a exactamente qué pedir; no obstante, Dios entiende sus †˜gemidos†™ no expresados. El apóstol muestra que esto se debe al espí­ritu o fuerza activa de Dios. Hay que recordar que Dios inspiró las Escrituras por medio de su espí­ritu. (2Ti 3:16, 17; 2Pe 1:21.) En estas se incluyeron profecí­as y acontecimientos que prefiguraron las circunstancias que les sobrevendrí­an a sus siervos en tiempos posteriores, y mostraron cómo Dios los guiarí­a y les darí­a la ayuda que necesitaban. (Ro 15:4; 1Pe 1:6-12.) Es posible que el cristiano no se dé cuenta de que lo que pudiera haber pedido en oración (pero que no sabí­a cómo) ya estaba enunciado en la Palabra inspirada de Dios hasta después que haya recibido la ayuda necesaria. (Compárese con 1Co 2:9, 10.)

La respuesta a las oraciones. Aunque en el pasado Dios mantuvo cierto grado de comunicación recí­proca con algunas personas, eso no fue lo común, puesto que la mayor parte de las veces la limitó a representantes especiales, como Abrahán y Moisés. (Gé 15:1-5; Ex 3:11-15; compárese con Ex 20:19.) Incluso en esos casos, las palabras de Dios se transmitieron mediante ángeles, a excepción de cuando habló a su Hijo o acerca de él mientras este estuvo en la Tierra. (Compárese con Ex 3:2, 4; Gál 3:19.) Tampoco fueron frecuentes los mensajes entregados personalmente por ángeles materializados, como lo manifiesta el efecto perturbador que solí­an producir en aquellos que los recibí­an. (Jue 6:22; Lu 1:11, 12, 26-30.) De modo que en la mayorí­a de los casos, la respuesta a las oraciones se daba por medio de los profetas o concediendo la solicitud o rehusando otorgarla. Muchas veces la respuesta de Jehová a las oraciones se podí­a discernir claramente, como cuando libraba a Sus siervos de sus enemigos (2Cr 20:1-12, 21-24) o satisfací­a sus necesidades fí­sicas en tiempos de gran escasez. (Ex 15:22-25.) Pero no hay duda de que las respuestas más frecuentes no eran tan obvias, puesto que estaban relacionadas con dar fuerza moral y entendimiento para que la persona pudiera apegarse a un derrotero justo y desempeñar el trabajo que Dios le habí­a asignado. (2Ti 4:17.) En particular en el caso del cristiano, la respuesta a las oraciones tení­a que ver con asuntos principalmente espirituales, los cuales, aunque no son tan espectaculares como algunos actos poderosos de Dios en tiempos antiguos, son igualmente vitales. (Mt 9:36-38; Col 1:9; Heb 13:18; Snt 5:13.)
La oración aceptable debe dirigirse a la persona adecuada —Jehová Dios—, tratar sobre asuntos apropiados —los que están en armoní­a con los propósitos declarados de Dios—, hacerse de la manera debida —por el medio nombrado por Dios, Cristo Jesús— y con un buen motivo y un corazón limpio. (Compárese con Snt 4:3-6.) Además de todo lo antedicho, es necesario persistir. Jesús dijo que se †˜siguiera pidiendo, buscando y tocando†™, sin desistir. (Lu 11:5-10; 18:1-7.) Hizo surgir la cuestión de si hallarí­a sobre la Tierra fe en el poder de la oración durante su futura †˜llegada†™. (Lu 18:8.) La aparente demora de Dios en contestar algunas oraciones no se debe a incapacidad ni a falta de deseo de ayudar, como prueban las Escrituras. (Mt 7:9-11; Snt 1:5, 17.) En algunos casos la respuesta debe esperar el †˜horario†™ de Dios. (Lu 18:7; 1Pe 5:6; 2Pe 3:9; Rev 6:9-11.) No obstante, parece ser que el motivo principal es que así­ Dios deja que los que le piden demuestren la profundidad de su interés, la intensidad de su deseo y la autenticidad de su motivo. (Sl 55:17; 88:1, 13; Ro 1:9-11.) A veces deben ser como Jacob, que luchó mucho tiempo a fin de obtener una bendición. (Gé 32:24-26.)
De manera similar, aunque no se puede presionar a Jehová Dios para que actúe por la mera cantidad de suplicantes, El advierte el grado de interés que muestran sus siervos en conjunto y actúa cuando colectivamente muestran profunda preocupación e interés unido. (Compárese con Ex 2:23-25.) Cuando existe cierto grado de apatí­a, Dios puede retener su ayuda. En la reconstrucción del templo de Jerusalén, un proyecto que no recibió el apoyo necesario durante algún tiempo (Esd 4:4-7, 23, 24; Ag 1:2-12), hubo interrupciones y retrasos, mientras que más tarde Nehemí­as reconstruyó los muros de la ciudad con oración y buen apoyo en tan solo cincuenta y dos dí­as. (Ne 2:17-20; 4:4-23; 6:15.) En la carta a la congregación corintia, Pablo habla de cómo Dios lo libró de la muerte, y dice: †œUstedes también pueden coadyuvar con su ruego por nosotros, a fin de que por muchos se den gracias a favor nuestro por lo que se nos da bondadosamente debido a muchos rostros vueltos hacia arriba en oración†. (2Co 1:8-11; compárese con Flp 1:12-20.) Se destaca con frecuencia el poder de la oración de intercesión, tanto individual como colectiva. Con respecto a †˜orar unos por otros†™ Santiago dijo: †œEl ruego del hombre justo, cuando está en acción, tiene mucho vigor†. (Snt 5:14-20; compárese con Gé 20:7, 17; 2Te 3:1, 2; Heb 13:18, 19.)
También se destaca la †˜súplica†™ frecuente a Jehová, el Gobernante Soberano, sobre un tema de naturaleza personal. El que ora presenta razones de por qué cree que la petición es apropiada, de su motivo correcto y desinteresado, y de que hay otros factores que pesan más que sus propios intereses o consideraciones. Estos podrí­an ser la honra del propio nombre de Dios, el bien de su pueblo o también el efecto que pudiera tener en los observadores el que Dios actuara o se retuviera de hacerlo. Se puede apelar a la justicia de Dios y a su bondad amorosa, ya que El es un Dios de misericordia. (Compárese con Gé 18:22-33; 19:18-20; Ex 32:11-14; 2Re 20:1-5; Esd 8:21-23.) Cristo Jesús también †˜aboga†™ por sus fieles seguidores. (Ro 8:33, 34.)
Todo el libro de los Salmos consiste en oraciones y canciones de alabanza a Jehová, cuyo contenido ilustra lo que deberí­a ser la oración. Entre muchas oraciones notables se cuentan las de Jacob (Gé 32:9-12), Moisés (Dt 9:25-29), Job (Job 1:21), Ana (1Sa 2:1-10), David (2Sa 7:18-29; 1Cr 29:10-19), Salomón (1Re 3:6-9; 8:22-61), Asá (2Cr 14:11), Jehosafat (2Cr 20:5-12), Elí­as (1Re 18:36, 37), Jonás (Jon 2:1-9), Ezequí­as (2Re 19:15-19), Jeremí­as (Jer 20:7-12; el libro de Lamentaciones), Daniel (Da 9:3-21), Esdras (Esd 9:6-15), Nehemí­as (Ne 1:4-11), ciertos levitas (Ne 9:5-38), Habacuc (Hab 3:1-19), Jesús (Jn 17:1-26; Mr 14:36) y los discí­pulos de Jesús (Hch 4:24-30). (Véanse POSTURAS Y ADEMANES; INCIENSO [Significado].)

Fuente: Diccionario de la Biblia

Sumario: 1. La oración en la Biblia: 1. El vocabulario de la oración; 2. La oración de Abra-hán; 3. La oración de Moisés y el canto de los liberados; 4. La oración de un profeta: Jeremí­as; 5. La oración de Jb; 6. La oración de los salmos; 7. La oración de Jesús; 8. El †œPadrenuestro; 9. La catequesis evangélica; 10. La oración de la comunidad; 11. La oración de Pablo. II. Las estructuras de ¡a oración bí­blica: 1. Oración dialógica y personal; 2. Nexo con la historia y la vida; 3. El signo del †œsilencio de Dios; 4. Súplica y alabanza.
La Biblia menciona muchas oraciones, habla de hombres que rezan y enseña a orar. Todo esto es normal y forma parte de la experiencia religiosa de cada pueblo. La originalidad bí­blica no está en la oración, sino en el cómo y en el porqué.
Se puede decir que toda la Biblia ha nacido de la oración, como fruto de una escucha de Dios: se responde a Dios, se discute con Dios, se reflexiona delante de Dios. Más que hablar de Dios, la Biblia habla a Dios y reflexiona delante de Dios. Toda la historia de Israel está recorrida por la oración, que emerge en cada punto de su narración. Esto vale también para el NT. Por eso se comprende que seguir el tema de la oración significa recorrer el camino de la Biblia por entero. Obviamente, ello no es posible.
La primera parte (analí­tica y feno-menológica) de nuestro estudio será necesariamente una lectura episódica y apresurada, pero no por eso superficial; capaz en todo caso de dar un fundamento suficiente a la segunda parte (sintética), en la cual se intentará establecer las principales estructuras constantes de la oración.
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1. LA ORACION EN LA BIBLIA.
Si se quiere descubrir el cauce dentro del cual discurre la oración bí­blica y toma forma, y por consiguiente captar su originalidad, hay que fijarse con precisión en el marco teológico y antropológico que supone, es decir en la relación / Dios, / hombre, / pueblo y mundo [1 Cosmos]. Es claro que tampoco podemos hacer esto. Habrá que dar muchas cosas por supuestas. Baste recordar, a modo de premisa, que el hombre bí­blico se dirige a un Dios que se ha hecho él mismo Dios de Israel y que ha hecho de Israel su pueblo. Al mismo tiempo, Yhwh no es sólo el Dios de Israel, sino que es el único verdadero Dios, creador del mundo entero. El elemento particularista y el universalista se dan la mano: el Señor del mundo es justamente el Dios de Israel. En el NT este entrelazamiento se profundiza y se unlversaliza: el Dios del mundo se hace hombre, y la Iglesia no es ya un pueblo entre los otros pueblos, sino un pueblo proveniente de todas las naciones.
2276
1. El vocabulario de la oración.
El vocabulario bí­blico de la oración es amplio y fluido. Además de algunos verbos, por así­ decir, técnicos -como †˜atar y palal (de donde el sustantivo te fil/ah, oración) en el AT, y proseújomai y déomai en el NT- hay todo un abanicó de verbos y de expresiones que pertenecen en primer lugar a las relaciones entre hombres y ala vida ordinaria: hablar, gritar, pedir, suplicar, invocar ayuda, alabar, agradecer, buscar. Ya esto muestra que la oración bí­blica no está exclusivamente ligada a los ritos, sino que brota de la vida y abarca todo el arco de sus manifestaciones.
2277
2. La oración de Abrahán.
Una primera gran figura de orante es / Abrahán. La suya es ante todo la oración de la obediencia. †œHeme aquí­† es su pronta respuesta a cada intervención de Dios. Pero es también la oración de la petición y del lamento: †œSeñor Dios, ¿qué me vas a dar? Yo estoy ya para morir sin hijos, y el heredero de mi casa será ese Eliezer de Damasco. No me has dado descendencia, y uno de mis criados será mi heredero Gn 15,2-3).
Particularmente reveladora de cómo el hombre bí­blico se pone delante de Dios es la larga oración de intercesión por Sodoma y Gomorra (Gn 18,23-32). El rasgo que más llama la atención es que Dios y el hombre están frente a frente como dos personas: hablan y discuten familiarmente. Un hombre vivo, un hombre verdadero encuentra al Dios vivo y verdadero. El polvo está ante la roca; y, sin embargo, la confianza es más fuerte que el temor y supera la distancia: †œMe atrevo a hablar a mi Señor, yo que soy polvo y ceniza†™. Si nos preguntamos cuál es la raí­z de esta insólita oración, respetuosa a la vez que confidencial, debemos responder que es la ¡fe. Sólo de una fe profunda brota una oración atrevida. Además de familiar, la oración de Abrahán es insistente. Abrahán insiste, cortés pero firme. No pide para sí­, sino que intercede por los demás. Como todos los grandes hombres de Dios, Abrahán es un intercesor.
Hay, finalmente, un último rasgo, quizá el más original. Abrahán le plantea a Dios un problema: ,Vas a destruir al justo con el pecador? En otras palabras, ¿se rige Dios por la maldad de muchos o por la justicia de pocos? ¿No podrí­a un corto número de justos tener tanto peso que indujera a Dios a perdonar a la ciudad? Ya aquí­ se entrevé cómo para la Biblia la oración es el lugar privilegiado de la revelación y de la reflexión teológica, de la búsqueda y del descubrimiento del misterio de Dios.
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3. La oración de Moisés y el canto DE los liberados.
Otra gran figura de orante es ¡ Moisés, al que la tradición bí­blica presenta como el mediador entre Dios y la comunidad y como el modelo del intercesor. Son sus manos alzadas las que obtienen la victoria contra Amalee (Ex 17,8-13): †œCuando Moisés tení­a sus brazos alzados vencí­a Israel, y cuando los bajaba vencí­a Amalee†™. Muchas veces en el desierto intercede él por el pecado del pueblo solicitando el perdón Ex 32,11-14; Ex 32,30-34 Núm Ex 14,10-20; Ex 16,22; Ex 21,7). Y se recuerda con complacencia que Dios le hablaba cara a cara, como a un amigo, como a un hombre de confianza (Nm 12,6-8; Ex 33,11; Dt 34,10). Más significativa que ninguna otra es la oración de intercesión de Ex 32. Estamos en el corazón de la oración bí­blica. Es una oración dramática; casi una lucha entre Moisés y Dios; y sus argumentos siguen el esquema clásico de la súplica: se apela al amor de Dios (esta nación es tu pueblo), a su fidelidad (acuérdate de las promesas), a su gloria (,qué dirán las naciones si abandonas al pueblo que te pertenece?). La conclusión es la victoria de la oración: †œY el Señor se retractó del mal que habí­a dicho que iba a hacer a su pueblo† (Ex 32,14).
En apariencia es Dios el que ha cambiado de parecer; en realidad es Moisés el que ha cambiado de opinión, pasando del Dios de la cólera al Dios del perdón. La oración cambia al hombre, no a Dios. Al orar, Moisés descubrió el verdadero rostro de Dios, un rostro de fidelidad y de perdón, y supo leer de modo justo el pecado de su pueblo. †œLa oración es estar delante de Dios para descubrir estas fuentes profundas del amor incluso en situaciones en las cuales, según la lógica histórica, deberí­a funcionar el esquema del pecado, el castigo y la maldición†™ (R. Fabris).
En la historia de Moisés y del éxodo no encontramos sólo la oración de súplica y de intercesión; está también la oración de la maravilla y de la gloria ante el despliegue del poder de Dios y de la salvación. Un ejemplo excelente de ello es el canto de Ex 15, que es al mismo tiempo narración y oración. Una vez más somos conducidos al centro de la oración bí­blica, que aquí­ revela algunas de sus caracterí­sticas más sugestivas. Mientras que Ex 14 es una simple narración en prosa del puro hecho histórico, el capí­tulo 15 expresa, en cambio, la reacción del pueblo ante la proeza de Dios; una reacción tan rica, que no puede expresarse más que en poesí­a. La oración prefiere la poesí­a, que no es simplemente una forma literaria más refinada, sino una expresión de la totalidad de la persona. Sentimos vibrar la fe, el entusiasmo, el gozo, la alabanza y la admiración. Todos los componentes de la persona se tensan en el esfuerzo por
exaltar el gesto de Dios y de responder a él. El canto de Ex 15 es un himno construido con coros alternos, uno laudatorio (Vv. 2-3.6-7.1 1 .18) y el otro na-rrativo(vv. 1.4-6.8-10.12-17). El coro que alaba supone las palabras del que narra. La oración nace de una historia, de una gesta de Dios acaecida y fijada en la memoria; y, al mismo tiempo, la supera, captando en el gesto divino singular una constante, que se presenta como clave de lectura para el presente y como promesa abierta al futuro.
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4. La oración de un profeta: Jeremí­as.
Ciertamente, todos los profetas fueron hombres de profunda oración, pero los testimonios que nos han dejado sobre ello no son muy abundantes. En el capí­tulo 19 del primer libro de los Reyes se cuenta el encuentro de Elias con Dios en el monte Horeb. Huyendo de la reina Jezabel y decepcionado por el abandono de todos, el profeta se lamenta: †œYa basta, Señor! Quí­tame la vida… Ac quedado yo solo y me buscan para quitarme la vida…† (19,4.10.14). Y el Señor: †œAnda, vuelve a emprender tu camino…†™ (19,15). El lamento de Elias es la oración de un hombre desalentad† que siente lo inútil de su misión. Pero la respuesta de Dios le abre a la confianza y al futuro. En la oración se abren nuevas posibilidades.
En el libro de Amos leemos una breve oración de intercesión, simple y conmovedora: †œSeñor Dios, perdona, te ruego! ¿Cómo podrá subsistir Jacob, siendo tan pequeño?† (7,2). En los libros segundo y tercero de Isaí­as encontramos desarrollados diversos géneros de oración: el canto de alabanza (42,10-17; 45,20-25), la súplica penitencial (59,1-20), la reflexión sobre la historia del pueblo (63,7-64,11).
Pero es sobre todo / Jeremí­as el que deja entrever su relación í­ntima y personal con Dios. Su oración está estrechamente ligada al desarrollo de su misión profética y, a la vez, es profundamente personal. Constituye uno de los vértices de la espiritualidad bí­blica.
El libro de Jeremí­as está sembrado de confesiones/oraciones, en las cuales el profeta nos abre su ánimo. Constituyen una lectura preciosa, porque nos dan a conocer los sufrimientos, las decepciones y las crisis de un auténtico hombre de fe. Se trata de oraciones, no de simples desahogos, porque nacen de la conciencia de que Dios está interesado. Discuten con Dios y le interpelan [1 Psicologí­a III]. Los pasajes principales son 12,1-6; 15,10-21; 17,14-18; 18,18-23; 20,7-18.
La lectura de estos pasajes muestra que el profeta experimenta la margi-nación por parte de los hombres y -lo que resulta aún más desconcertante- el †œsilencio† de Dios. Una doble soledad: frente al pueblo (al que ama profundamente) y frente a Dios (por cuyo servicio lo ha dejado todo). A causa de las palabras que anuncia, Jeremí­as se ha convertido en †œhombre de querella y de discordia para todo el paí­s (15,10). Y esta soledad le pesa; es injusta. Desearí­a unas relaciones serenas y sin tensión; y, en cambio, Dios le llama a proclamar una palabra de juicio, que suscita disputas y divisiones. Nada tiene de extraño que en esta situación sorprendamos al profeta interrogándose sobre su vocación y lamentándose con su Dios:
†œMe has seducido, Señor, y yo me he dejado seducir… Me he convertido en irrisión continua, todos se burlan de mí­.. .†œ(20,7ss). No es que el profeta esté arrepentido de la elección hecha. Sus palabras de abandonó no son más que la señal de un momentáneo extraví­o. La fidelidad a su vocación y la adhesión a Dios no le abandonan nunca seriamente. Dicho más sencillamente: en los momentos de mayor abatimiento, el profeta desearí­a un poco de comprensión al menos por parte de su Dios. Pero también de ahí­ viene (o parece venir) la soledad. Léase de nuevo con atención 20,7-18. Es verdaderamente la oración de un hombre que se ha arriesgado todo él, que paga, que desearí­a que al menos Dios estuviese de su parte, pero que a veces también Dios parece estar del otro lado. Es una oración/discusión: †œMira cómo me dicen: ¿Dónde está la palabra del Señor? ¡Que se cumpla!†™(l 7,15). Ante estas burlas, Jeremí­as está solo e impotente, desarmado. ¿Por qué no interviene Dios? El profeta ha creí­do en la promesa que escuchó en el momento de la vocación: †œYo estoy contigo para protegerte† (1,8). Sin embargo, lo que ha ocurrido y sigue ocurriendo parece desmentir aquella promesa. Dios no parece cumplir su palabra. A la luz de esta experiencia comprendemos otra fuerte expresión del profeta, casi blasfema: †œ,Vas a ser para mí­ como un arroyo engañador, de aguas caprichosas?†™ (15,18b). Para comprenderlo que significa un torrente engañoso, hay que leer Jb 6,15-20: †œMe han engañado mis hermanos igual que un torrente…, turbios de agua de hielo, por ellos baja oculta la nieve derretida; pero al llegar el calor se desvanecen. Las caravanas se desví­an de su ruta…, en ellos esperan los convoyes de Sabá. Pero se ve frustrada su esperanza. Hay torrentes que en tiempo de las lluvias invernales rebosan de agua, pero luego en verano se secan. No es posible fiarse de ellos; en el momento del calpr y de la sed te abandonan. Así­ se le antoja al profeta la promesa de Dios. Evidentemente, Jeremí­as se habí­a imaginado de modo muy diverso.la presencia de Dios a su lado. Pero es éste justamente el punto, ésta es la purificación a la que Dios quiere llevarle. La promesa de Dios y su fidelidad son di-: versas de como el hombre las imagina y las programa. Es el gran cambio al que Dios quiere que llegue su profeta. Jeremí­as es invitado a conveflirse: una conversión profunda, teológica (en el modo de pensar de Dios) y antes y más que moral (del comportamiento). A través de la crisis, la oración conduce al hombre a la conversión.
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Pero cuanto hemos dicho es sólo un aspecto de la oración de Jeremí­as. En su oración hay también algo más. El profeta experimenta con igual fuerza el gozo y la seguridad. Discute con su Dios, es cierto, y le dan ganas de dejarlo todo: †œYo me decí­a: No pensaré más en él, no hablaré más en su nombre† (20,9a). Pero luego descubre en el fondo de su alma una fidelidad que no le permite abandonar, un amor a la palabra que ningún mentí­s consigue destruir: †œPero habí­a en mi corazón como un fuego abrasador…; me he agotado en contenerlo, y no lo he podido soportar† (20,9b). En la oración de Jeremí­as hay también, junto al lamento, las confidencias del gozo, de la fe, de la esperanza reencontrada: †œA mí­, en cambio, Señor, me conoces, pruebas mi corazón y ves que está contigo† (12,3); †œCuando recibí­a tus palabras, yo las devoraba; tus palabras eran mi delicia, la alegrí­a de mi corazón† (15,16); †œPorque tú eres mi gloria†
(17,14).
Como todos los grandes hombres de Dios, Jeremí­as experimenta en la oración, incluso dentro del sufrimiento, el abandono y el rechazo, el milagro de una esperanza indestructible y de una serenidad inexplicable.
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5. La oración de Jb.
Al comienzo del libro, en la sección en prosa, sorprendemos en los labios de / Jb la oración de la fe pura y de la total resignación: †œDesnudo salí­ del vientre de mi madre, desnudo allá regresaré. El Señor me lo habí­a dado, el Señor me lo ha quitado; sea bendito el nombre del Señor†(l,21). Jb es como una †œestatua de fe† (J. Le-vécque).
Pero a lo largo del debate en poesí­a encontramos una oración diversa, la de la noche oscura y la crisis, una oración que sube de lo profundo de la amargura y de la angustia (10,1): 7,7-21; 9,28b-31; 10,1-22; 13,20-14, 22; 30,20-23.
Las preguntas se suceden apasionadas: ¿Por qué el sufrimiento de un inocente? ¿Cómo puede Dios llamarse todaví­a justo? ¿Por qué se ensaña con un hombre? Jb siente a Dios casi como un enemigo (†œTe has vuelto cruel para conmigo, con mano desplegada en mí­ te cebas†: 30,21), y le suplica: †œiDéjame!† (7,16.19; 14,6). Se dirí­a que es una oración al revés. Habitualmente el que ora le dice a Dios:
†œApresúrate†. Jb dice: †œDéjame†. En su oración hay algo más que la angustia; está siempre al borde de la rebeldí­a, pero sin llegar nunca a atravesarla (P. Grelot). Jb intenta por todos los modos comprender. ¿Será que Dios le ha abandonado o se ha cansado de él (7,20)? ¿Será que Dios ha cambiado (30,21)? Palabras y sentimientos son un alternarse de actitudes contradictorias. En unos momentos Jb parece abandonarse resignado y cansado (29,4). En otros intenta hacer que Dios razone (10,8). A veces ironiza con infinita amargura (7,20). Incluso adopta actitudes de desafí­o (10,2). Pero el lector atento se percata de que, en el fondo de todo, hay un hilo obstinado y constante: la confianza en Dios (16,19-20; 17,3; 19,25):
†œTú eres mi garantí­a ante ti† (17,3). Tal es la fe de Jb; una fe a la que no se le permite refugiarse en construcciones teológicas abstractas y tranquilizadoras, sino que se ve forzada a aceptar el desafí­o de los hechos. Jb parte en busca de Dios no desde las fórmulas creadas por la tradición, sino desde su mundo transido de dolor. Cuando, finalmente, Dios, reiteradamente invocado, interviene, no responde, sino que interroga: Dios conduce al hombre por caminos nuevos para librarlo de sus falsas pretensiones. No es Dios el que debe cambiar, sino el hombre: tal es la intención profunda de la oración, su puerto final.
La de Jb es una oración viva, real, que nace del choque entre la teologí­a y la experiencia, entre lo que el hombre piensa de Dios y lo que él es verdaderamente. En su obstinado debate con Dios y ante Dios, Jb llega a liberar al misterio de Dios de las angostas estrecheces de cierta teologí­a. Y así­, una vez más, la oración se presenta como el lugar privilegiado de la revelación, es decir, del paso de lo que se piensa de Dios a lo que él verdaderamente es. En la oración se recupera el misterio y es representado en toda su desconcertante grandeza.
La conclusión, al final del libro, es también la oración de la fe desnuda y de la resignación, como al principio; pero cuánto camino entre los dos momentos! Allí­ una fe no purificada aún por la crisis; aquí­ el silencio ante el misterio, al cual Jb se abandona enteramente: †œPongo la mano en la boca† (40,4); †œSólo te conocí­a de oí­das; pero ahora, en cambio, te han visto mis ojos† (42,5).
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6. La oración de los salmos.
Los / salmos constituyen un punto de observación privilegiado para captar el alma profunda de la oración bí­blica. Compuestos a lo largo de toda la historia de Israel, traducen en oración la historia del pueblo de Dios. Cuentan la reacción de Israel frente a los gestos del Señor y los sucesos de la vida. Son oraciones que nacen de la historia y de la vida, leí­das a la luz de la fe, es decir, con la conciencia de que Dios está en acción y de que todo -directa o indirectamente- remite a él. Nacida de la fe y respuesta a un Dios que obra en la vida, la oración de los salmistas jamás es una evasión de la vida.
Los salmos no se han de leer a la manera de confidencias autobiográficas, sino como oraciones compuestas para la liturgia. Mas esto no significa que sean formularios impersonales y abstractos. Al contrario, el acento espontáneo es muy vivo. Son composiciones profundamente sentidas, †œun espejo de los problemas, de los dramas, de las alegrí­as de todo un pueblo† (G. Ravasi). En la Biblia, también la oración litúrgica es oración vivida, oración que se alimenta de la existencia en sus diversas situaciones.
No es siempre fácil en los salmos distinguir entre la dimensión personal y la dimensión comunitaria. Pero precisamente esta oscilación es significativa de cómo el hombre bí­blico se coloca ante las situaciones:
plenamente inserto en la comunidad, las vicisitudes del pueblo resuenan profundamente en su ánimo y se hacen experiencia personal, prolongándose las experiencias personales hasta coincidir con las del pueblo. En cualquier caso, el problema personal es siempre vivido e interpretado a la luz de la historia de la salvación. Así­, el hombre bí­blico, en familia o en el templo, ora a Dios en lo í­ntimo, pero siempre en relación con la historia de su pueblo.
Son muchos los géneros de los salmos; pero no es éste el lugar para analizarlos completamente. Después de todo, la diferencia de los géneros no debe dejar en la sombra su unidad. En sustancia, y para nuestro fin, los géneros pueden reducirse a tres, igual que son tres las situaciones fundamentales de la vida: la alegrí­a, la alabanza y el agradecimiento; el dolor, el lamento y la súplica; la reflexión sobre los problemas de la existencia. Tenemos así­ los himnos de alabanza, los salmos de súplica y los salmos sapienciales. El salterio es la oración del hombre que alaba, pide y reflexiona delante de Dios. Himnos y súplicas, gozo y lamentos, discurren paralelos, porque así­ es la vida.
La estructura normal del himno es simple: se comienza invitando a alabar a Dios, se expone el motivo y se concluye invitando de nuevo a la alabanza de Dios. El himno no es una alabanza que celebra los atributos abstractos de Dios, sino una celebración de sus gestos históricos: la creación, la liberación y la providencia. El gesto creador de Dios no es una mera premisa a la historia de la salvación, sino que es su primer gesto, el fundamental, modelo de todos los demás. Es un gesto que prosigue: todas las mañanas Dios se acuerda de hacer salir el sol, y todas las primaveras de enviar la lluvia. Así­ el hombre bí­blico se encuentra, constantemente y por todas partes, rodeado del don. Y el recuerdo de las grandes gestas salví­ficas del pasado se transforma no sólo en alabanza y gratitud, sino en esperanza. El himno
-esencialmente construido sobre el don y el recuerdo- es una oración abierta, que mira a la vez hacia atrás y hacia adelante: el pasado es recordado para abrir el presente a la confianza y al futuro. Los himnos son una oración optimista; en ellos la fe en el Dios creador, providente y liberador se expresa sin sombra de reticencias. Manifiestan una fe sólida, anclada en sus certezas: Dios es el creador, que ha hecho bien al hombre y todas las cosas (Sal 8 y 104), vela siempre por sus fieles (SaI 33 y 92), cuida de su rebaño SaI 23), defiende a su pueblo (SaI 27), retribuye en justicia (SaI 77) y manifiesta constantemente su amor a los hombres (SaI 103).
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Los himnos son esencialmente una oración contemplativa: no piden nada, sino que cantan el gozo, el abandono en Dios, †œla gratitud por el simple hecho de que exista† (G. Ravasi).
Pero junto a los salmos de alabanza y de la fe intacta están los salmos del desconsuelo y de la angustia. Los compiladores del Salterio no vacilaron en colocar estos dos géneros el uno junto al otro, como están en la vida. La existencia humana presenta estas dos facetas en contraste, y la oración se hace cargo justamente de ello. La situación vital de la súplica está bien trazada en el tí­tulo redac-cional puesto al Ps 102: †œOración de un afligido que, en su congoja, derrama su llanto ante el Señor†. También la estructura del salmo de súplica es normalmente simple: se inicia con una invocación apremiante, se prosigue contando el caso penoso en que se encuentran el individuo y la comunidad, se aducen los motivos por los cuales Dios debe intervenir y a menudo, finalmente, se concluye con una acción de gracias.
La invocación expone continuamente las preguntas de todo hombre presa del dolor, no raramente ante un Dios que parece no preocuparse de ello: ¿Por qué? ¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo, Señor, seguirás mirando? (SaI 35,17; SaI 6,4; SaI 13,2-3; SaI 35,17; SaI 42,10; SaI 43,2; SaI 90,13). El abanico de los casos referidos es amplio y vario, y toca todos los sectores de la vida: la enfermedad, el peligro de muerte, la calumnia, la derrota, las calamidades naturales y sociales, el destierro. Lo que más provoca el lamento no es el sufrimiento en cuanto tal, sino el silencio de Dios que parece subyacerle. Lo que atormenta al creyente es no sólo la persecución o el destierro, sino la satisfacción de los malvados, su burla de Dios. El salmista parece a veces más preocupado de la gloria de Dios que de su propia suerte. La ayuda de Dios se solicita basándoseen motivaciones que implican sus atributos: bondad, misericordia y fidelidad. Normalmente la súplica no termina con el grito del enfermo o del perseguido, sino con el agradecimiento. Se da gracias incluso antes de haber obtenido (SaI 140,14 22,25ss). Ello significa que, por encima de todo, domina la confianza. Por eso la súplica es también una oración abierta, confiada, orientada a una superación, †œdiversamente de lo que acaece en las oraciones orientales antiguas paralelas, donde dominan la pura protesta, la náusea de la vida, el exceso de desconfianza, el silencio divino vanamente solicitado† (G. Ravasi).
Todaví­a judí­os y cristianos oran con los salmos, encontrando en ellos una fuerza de implicación que no es fácil encontrar en otra parte. Ello se debe sin duda al hecho de que los salmos han sabido tocar las cuerdas más profundas y constantes del hombre y de la vida, por lo cual sus palabras, sus sí­mbolos y sus sentimientos hablan a los hombres de todas las épocas y de todas las culturas. Los creyentes profesan que los salmos son palabras de Dios al hombre antes que palabras del hombre a Dios. Dios mismo sugiere cuanto quiere que se le diga. Jesús y los primeros cristianos oraron con los salmos, releyendo en las antiguas oraciones de Israel sus propias experiencias. Jesús no sólo oró con los salmos y se encontró a sí­ mismo en ellos, sino que, por así­ decirlo, los cumplió. A la luz de este cumplimiento hoy el cristiano sigue orando con los salmos.
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7. La oración de Jesús.
Al describir la oración de / Jesús, no nos preocupa distinguir entre lo que se remonta a Jesús y lo que pertenece á la redacción de los evangelistas, como tampoco nos importa distinguir entre los evangelios. Simplemente recogemos los rasgos principales que se desprenden del conjunto de los testimonios.
La tradición sinóptica recuerda que en el ritmo apremiante de la jornada de Jesús habí­a sitio para la oración; como observa Marcos (1,35; 6,46), Jesús oraba por la mañana temprano o al final de la tarde, una vez despedida la muchedumbre. Oró en todos los momentos más importantes y decisivos de su revelación y de su misión: en el bautismo (Lc 3,21) y en la transfiguración (Lc 9,28), en Getsemaní­ y en la cruz, antes de elegir a los doce (Lc 6,12), antes de la confesión de Pedro en Cesárea de Filipo (Lc 9,18), antes de hacerlos milagros (Mc 6,41; Mc 7,34; Mc 8,6-7; Jn 11,41-42), en la cena antes de la pasión Jn 17). Un primer rasgo que confirman todos los testimonios es que Jesús se dirigí­a siempre a Dios invocándolo con el nombre de Padre. La oración de Jesús es ante todo filial. Marcos (14,36) recuerda que Jesús se dirigí­a a Dios llamándolo Abbá (papá), término confidencial usado por los hijos para dirigirse confidencialmente al padre, pero no usado nunca en la oración para invocar a Dios. Al osar llamar a Dios Abbá, Jesús desvela la relación singular y única que le liga a Dios. La oración de Jesús es su condición de Hijo, que aflora a la conciencia y se traduce en coloquio. Consciente de su filiación divina, misterio único, irrepetible y no com-partible, Jesús se retira a orar en la soledad, solo delante del Padre. Esta oración en la soledad expresa su comunión única con el Padre y su nostalgia del mismo.
Mas, justamente por ser filial -es éste un segundo rasgo constante-, es obediente. Es a la vez oración del Hijo y del siervo del Señor. Ya en el término Padre están incluidas ambas dimensiones: la familiaridad y la sumisión. En la oración de Getsemaní­, donde más claramente que en otras partes expresa su confianza de hijo (Abbá), Jesús expresa con idéntica fuerza su obediencia: †œPero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú† (Mc 14,36). Conciencia de su filiación y total dependencia son los dos polos de la oración de Jesús, y son, incluso antes, las estructuras esenciales de su persona. La oración de Jesús brota -y no podí­a ser diversamente- del fondo de su ser. En la oración se desvela lo que se es [1 Psicologí­a y].
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El hecho de que la oración de Jesús se sitúe en los momentos cruciales de su misión revela además una tercera dimensión: en la oración Jesús redescubre su misión y la nitidez de sus opciones. Escapa, por ejemplo, a la multitud que lo busca para retenerlo, cuando su misión le impone ir a otra parte (Mc 1,38; Lc 4,42-43). Después de la multiplicación de los panes fuerza a los discí­pulos a alejarse de la multitud entusiasta y se retira a la soledad a orar (Mc 6,46), escapando al intento de nacerlo rey (Jn 6,15). En Getsemaní­ supera con la oración la angustia y el miedo, entregándose totalmente a la voluntad del Padre Mc 14,32-42). Especialmente ¡Lucas [III, 3] muestra que la oración no es un episodio más en la vida del maestro, sino una dimensión constante y esencial de su misión. Como en otro tiempo para las grandes figuras del AT, también para Jesús la oración es el lugar privilegiado de la revelación, como lo muestran los episodios del bautismo, de la transfiguración y de la confesión mesiánica de Pedro. La oración es la atmósfera que normalmente acompaña a las revelaciones de Dios.
La oración de Jesús manifiesta además su constante atención a la palabra, su meditación de las Escrituras. Por tanto, una oración de escucha y de búsqueda. No raramente sus palabras contienen reminiscencias de las Escrituras y se remiten a las experiencias del pasado. En la cruz, Jesús hace suya la petición del justo sufriente del Ps 22 (Mc 15,34) y el confiado abandono del Ps 31,6 (Lc 23,46). En la experiencia de los dos justos del pasado lee Jesús la suya propia y la comprende.
No faltan en los evangelios expresiones explí­citas de la oración de Jesús que revelan aún más claramente sus formas, contenidos e intenciones. En primer lugar, la oración de bendición, alabanza y contemplación. Sobre los cinco panes y los dos peces que son luego multiplicados y distribuidos, Jesús †œpronuncia la bendición† (Mc 6,41), y lo mismo en la institución de la eucaristí­a (Mc 14,23). La bendición (berakah, traducida en el NT por eujaristí­a o eulo-gí­a) es en el judaismo la oración por excelencia: fija el sentido y el contexto de cualquier otra oración y manifiesta la concepción que tiene el judí­o del mundo y de los demás. Expresa reconocimiento, gratitud y admiración. Brota de un sentimiento vivo del don de Dios y termina en la fraternidad. Al pronunciar la bendición, el judí­o renuncia a considerarse propietario de los bienes que lo rodean y a convertirlos en su posesión exclusiva. El verdadero propietario es Dios, que los da a todos sus hijos. Y así­ la bendición es al mismo tiempo reconocimiento de Dios, visión del mundo (acogido y disfrutado con alegrí­a en cuanto don continuo del amor de Dios) y compromiso de fraternidad. La oración de Jesús respiró esta atmósfera, muy viva en el judaismo de su tiempo, y los evangelios nos han conservado sus huellas.
Una bellí­sima oración de bendición es la referida por Mateo (11,25-26)y Lucas (10,21 ): †œYo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los entendidos y se las has manifestado a los sencillos. Sí­, Padre, porque así­ lo has querido. El verbo griego exomologein significa reconocimiento, agradecimiento, alabanza, gozo y admiración. El motivo de esta bendición de Jesús es que él descubre en la experiencia que está viviendo -el hecho de que los maestros y las autoridades religiosas lo rechacen, mientras que la gente sencilla lo acoge- la realización del designio de Dios, que procede con métodos diversos de los de la sabidurí­a humana. Jesús se admira de ello. La oración de alabanza nace en el que sabe ver en su propia historia la presencia de Dios, que obra maravillas. Oración de bendición es también la pronunciada por Jesús en la tumba de Lázaro (Jn 11,41):
†œPadre, te bendigo porque me has escuchado. Yo sabí­a bien que siempre me escuchas†™. Llama la atención en esta oración el tono de sorprendente serenidad, de paz y de seguridad incondicional. Es la oración del Hijo que se sabe amado por el Padre y que sabe que este amor es un don (te doy gracias†™).
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Junto a la oración de alabanza y de bendición, la oración de petición. Se trata las más de las veces de una petición eclesial, apostólica: Jesús pide para que la fe de Pedro no desfallezca (Lc 22,32), para que el Padre enví­e el Espí­ritu (Jn 14,16), por el perdón de los que lo crucifican (Lc 23,34). De más amplio vuelo eclesial es sobre todo la gran oración sacerdotal de Jn 17. Jesús fija la mirada en la Trinidad, para dirigirla luego a los discí­pulos: el trayecto va de la comunión trinitaria a la unidad de la Iglesia. En el centro de la oración hay un núcleo yo-tú, o sea la mutua comunión entre el Padre y el Hijo; núcleo que, sin embargo, se abre en un progresivo movimiento de expansión: los discí­pulos (17,11), todos los creyentes (17,20-21) y el mundo (17,23). Jesús pide para que la participación en el núcleo yo-tú se extienda a la Iglesia: †œComo tú, Padre, estás en mí­ y yo en ti, que también ellos sean una sola cosa en nosotros… Yo en ellos y tú en mí­, para que sean perfectos en la unidad… El amor que tú me tienes esté en ellos y yo también esté con ellos (17,21 .23.26). Jesús pide para que la comunidad de los creyentes quede inmersa en el diálogo trinitario; no simplemente para que los discí­pulos estén unidos entre sí­, sino para que su unidad sea la prolongación real, histórica y visible de la comunión de amor que constituye el misterio de Dios.
La oración de Getsemaní­ es la más humana y más dramática de las oraciones de Jesús (Mc 14,32-42; Mt 26,36-46; Lc 22,40-46). Es una oración de súplica, como las muchas que tenemos en los salmos. Es tí­pico de Marcos presentar a Jesús con toda la densidad de su humanidad: los verbos que utiliza indican espanto, angustia, tristeza, casi una desorientación (14,33-34). †œMe muero de tristeza; quedaos aquí­ y velad conmigo† (14,34); esta expresión remite al Ps 42,6 (la oración de un desterrado que se siente lejos del Señor, abandonado) y a Jonás 4,9 (la tristeza del profeta, incapaz de comprender el plan de Dios). Jesús revive en su humanidad la desorientación del que se siente abandonado de Dios (en el cual, sin embargo, sigue confiando), de quien tropieza con un plan de salvación que parece desmentirse. En esta situación, análoga a la de Jb, Jeremí­as y tantos salmos, nace la oración de súplica. La súplica de Jesús expresa, por encima de todo y a pesar de todo, confianza, conciencia de la propia relación filial: Abba Mc 14,36). La invocación inicial (Padre, todo te es posible) es un pleno reconocimiento del amor y del poder de Dios, y justamente de este reconocimiento brota la imploración: †œAleja de mí­ este cáliz. Si Dios es bueno y omnipotente, ¿por qué no interviene? Mas, después del forcejeo y del intento de huir del camino propio, aDora la confianza renovada, el abandono sin reservas, la aceptación incondicional: †œPero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú. La súplica nace de la angustia y desemboca en la confianza.
La conclusión de esta rápida panorámica es que Jesús ha utilizado las diversas formas de la oración bí­blica: la alabanza y el agradecimiento, la búsqueda de la voluntad de Dios, la petición y la súplica; pero no encontramos nunca en sus labios la oración de la culpa y del perdón: †œJesús ora como alguien que no conoce pecado† (K. Adam).
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8. El †œpadrenuestro†.
El Padrenuestro nos ha llegado en la redacción de Mateo (6,9-13) y de Lucas (11,2-4); más amplia y estructurada la primera, más breve e informal la segunda. No es éste el lugar adecuado para discutir la mayor o menor antigüedad y originalidad de una y otra forma. Son diversas la extensión y la forma, pero lo es mucho menos la sustancia. Probablemente Lucas conservó más el tenor primitivo (es decir, la amplitud, la forma y el tono), mientras que Mateo explí­cito su sentido, imprimiéndole un carácter más litúrgico de acuerdo con las oraciones judí­as.
En este comentario damos la preferencia a la formulación de Mateo, por ser más amplia. Sin embargo, el contexto de Lucas es probablemente originario, mientras que el de Mateo es artificioso. Según Lucas, los discí­pulos están sorprendidos por la relación que adivinan existir entre Jesús y Dios y desean entrar también ellos en ese circuito de amor (11,1). La oración que Jesús enseña brota de su oración personal.
El Padrenuestro de Mateo se abre con una invocación, y se articula luego en siete peticiones: las tres primeras tienen por objeto el reino, y las tres últimas el perdón y la victoria sobre el mal, mientras que en el centro está la petición del pan de cada dí­a. Se ha observado atinadamente que estas peticiones tienen muchos paralelos en las oraciones bí­blicas y judí­as. La oración enseñada por Jesús tiene profundas raí­ces en las tradiciones de su pueblo. Pero si las piedras son antiguas, es nueva la construcción que resulta de ellas. Se puede seguir la pista de cada una de las peticiones en la piedad bí­blica y judí­a, pero no agrupadas todas ellas, ni formuladas con tal esencialidad.
Padre es el nombre de Dios. El hombre puede dirigirse a Dios como un hijo llamándolo familiarmente Padre, como lo hizo Jesús. La familiaridad de la relación con Dios -que nace en los cristianos del conocimiento de ser hijos en el Hijo- es recordada muchas veces en el NT (cf, p.ej. Ef 3,11-12), y es considerada una nota nueva y liberadora, don del Espí­ritu (Ga 4,6; Rm 8,15). El vocablo que la expresa esparrésí­a, que podemos traducir por †œfamiliaridad desenvuelta y confiada†™. La novedad no está en dirigirse a Dios con el apelativo de Padre, sino en poder dirigirse a él con el mismo tono que Jesús, hijos en el Hijo, aspecto este que Lucas parece subrayar más claramente con su simple Padre, sin adiciones: el discí­pulo se dirige a Dios llamándolo simplemente Padre (Abbá), como Jesús. El simple vocativo Padre es, en efecto, el modo constante con que Jesús se dirige a Dios.
La paternidad de Dios se expresa en plural: Padre nuestro. Su amor es para todos e invita a los hombres a reunirse. No tolera discriminaciones: hace salir el sol sobre los buenos y sobre los malos (Mt 5,44-45). Nótese el uso del plural también en la petición del pan, del perdón y de la prueba. En todas sus peticiones, el discí­pulo debe pensaren toda la comunidad. La oración cristiana es una oración †œexpropiada†.
Mas a Mateo no le basta el nombre de Padre. Añade que estás en el cielo, recordando así­ la trascendencia y la alteridad de Dios: Dios está cercano y lejano, es Padre y Señor. Toda relación religiosa auténtica es fruto de confianza y temor, de familiaridad y obediencia. El binomio padre-creador insta a ver en las criaturas, en cada cosa y en cada acontecimiento, un don. Y pone de manifiesto que ser su pueblo es una dignación inmensa y gratuita, lo que impide transformar la gracia de la elección en espí­ritu de mezquino sectarismo. Además lleva a la confianza y a la serenidad, al sentido de la providencia, consecuencia ésta que Mateo explí­cita inmediatamente después (6,24-34).
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Es caracterí­stico el adjetivo posesivo de las tres primeras peticiones: tu nombreAí­u reino, tu voluntad. En la oración el discí­pulo pide algo que pertenece ante todo a Dios. Y nótese la pasiva de la primera y de la tercera petición: santificado sea, hágase, sobrentendiendoporti. El protagonista es Dios.
Santificado sea tu nombre: esta expresión debe entenderse a la luz del AT, en particular de Ez 36,22-29 (pero ver también Lv 22,31-32). No indica una alabanza de culto y de palabras, sino más bien un permitir que Dios descubra, en la vida del individuo y de la comunidad, su poder salví­fico. Con esta petición el discí­pulo suplica que la comunidad se haga una envoltura transparente, capaz de mostrar ante el mundo la presencia liberadora de Dios. A la pregunta de qué modo pueden los hombres santificar el nombre, los rabinos solí­an responder: con la palabra, pero sobre todo con la vida.
Venga tu reino: para comprender el concepto de reino hay que remitirse a toda la predicación de Jesús. El / reino está ya presente aquí­, pero es al mismo tiempo futuro. El verbo en aoristo, venga, muestra que en esta petición se tiene por mira principalmente el reino en su último estadio: no una venida lenta y progresiva, sino más bien su irrupción definitiva. Ese era el deseo de las primeras comunidades cristianas, contenido en la invocación aramea Maran ata (1Co 16,22): †œVen, Señor Jesús† (Ap 22,20).

Hágase tu voluntad: esta tercera invocación repite las dos primeras, subrayando principalmente su aspecto moral. Téngase presente que por voluntad de Dios no se entiende simplemente el conjunto de los mandamientos, sino más bien el designio de salvación [1 Misterio].
En la tierra como en el cielo: no se refiere solamente a la tercera petición, sino también a las dos primeras. Puede significar simplemente en todas partes. Pero puede tener también un sentido más pleno:
así­ como en el cielo es santificado el nombre de Dios, su reino perfectamente cumplido y su voluntad obedecida, así­ suceda en la tierra. Se pide que la tierra se convierta en la réplica del cielo.
Danos hoy nuestro pan de cada dí­a: la petición del pan es la más humilde; pero está en el centro, lo cual indica su importancia. En esta petición hay un vivo sentido de dependencia: el pan es nuestro, fruto de nuestro trabajo; sin embargo, lo pedimos como un don. Hay un sentido de solidaridad: se pide el pan común. Y hay, sobre todo, una nota de sobriedad: se pide para hoy el pan suficiente, y nada más. El reino, en el primer puesto; lo demás, en función de él. El pensamiento Vuela al maná (Ex 16,19-21) y a la sobria petición del antiguo sabio (Pr 30,7-9).
Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden: †œofensas† es expresión judí­a para indicar los pecados, no vistos en sí­ mismos, sino en relación a Dios, al cual se debe prestar adecuada reparación. Esta quinta petición es tan importante que Mateo siente la necesidad de comentarla: †œPorque si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, también os perdonará a vosotros vuestro Padre celestial† (6,14). A Dios se lo experimenta como padre en el perdón. Y se lo reconoce como padre perdonando a los hermanos; un perdón sin lí­mites, porque únicamente el perdón sin lí­mites (†˜No siete veces, sino setenta veces siete†™) asemeja a su perdón. La parábola del siervo perdonado e incapaz de perdonar (Mt 18,23-25) enseña que el perdón del Padre es el motivo y la medida del perdón fraterno. La relación entre el perdón de Dios y el perdón de los hermanos se encuentra también en la mayorí­a de los rabinos: †œSi perdonas a tu vecino, el Unico te perdonará a ti; si no perdonas al vecino, nadie tendrá compasión de ti†™.
Las peticiones sexta y séptima muestran que el Padre no libra del dramatismo de la existencia. Lí­branos del mal se ha de traducir probablemente por †œlí­branos del maligno†. No nos dejes caer en tentación se ha de entender como †œno nos dejes sucumbir a la prueba†. Así­ la oración se abre con el Padre y se cierra recordando la presencia del maligno. El hombre está en el medio, disputado y lacerado. Indudablemente, nada de pesimismo: el amor del Padre es más fuerte que el maligno. Mas el drama subsiste. Dios es padre, pero no libra de la prueba. Incluso la misma paternidad de Dios -la cuaLcon frecuencia parece permanecer en silencio frente a las apremiantes peticiones de los hijos- puede constituir a veces una prueba, como le ocurrió a Jesús en Getsemaní­ y en la cruz.
2289 9. LA CATEQUESIS EVANGELICA.
Además de la oración de Jesús, encontramos en los evangelios también una catequesis amplia y articulada sobre la necesidad y sobre las modalidades de la oración.
El evangelio de Marcos -que no desarrolla una catequesis particularmente amplia- afirma que sólo en la oración se encuentra la posibilidad de librar al hombre del demonio, y no en un poder mágico: †œA esa raza sólo se la puede expulsar con la oración y el ayuno† (9,29). La oración debe ir acompañada de una gran fe
-precisamente ahí­ está su eficacia- y ha de abrirse generosamente al perdón (11,24-25). El evangelista den uncia luego el riesgo de la hipocresí­a, es decir, de esconder detrás de largas oraciones una avidez insaciable (12,40). Finalmente, enseña que sólo en la oración se encuentra la fuerza necesaria para superar la prueba: †œVigilad y orad para no entrar en tentación† (14,38).
En el sermón de la montaña, tocando por dos veces el tema de la oración, Mateo subraya la recta intención (6,5-6), la sobriedad de las palabras (6,7-8) y la certeza de ser escuchado (7,7-1 1). Particularmente eficaz es la oración comunitaria, realizada por dos o tres reunidos en su nombre (18,19). Hay que orar para que el dueño enví­e operarios a su mies (9,37-38; Lc 10,2), e incluso por los mismos enemigos y perseguidores (5,44; Lc 6,27-28).
Es sabido que la oración es un tema particularmente querido de Lucas, el cual lo ilustra con tres parábolas, subrayando la insistencia y la perseverancia, la eficacia y la humildad de la misma. Como enseñan las dos parábolas del amigo importuno (11,5-8) y de la viuda y el juez (18,1-8), hay que †œorar sin desfallecer jamás†. Es ésta una idea que Lucas reitera al concluir el discurso escato-lógico (21,36): †œEstad alerta y orad en todo momento†. La oración es siempre escuchada: †œPedid y se os dará, buscad y hallaréis†; pero recuérdese que, pidamos lo que pidamos, al final Dios da siempre lo que más importa: el Espí­ritu Santo (11,13). La verdadera oración no es la del fariseo que se vanagloria de sus méritos y hace de ellos una razón para distinguirse de los pecadores, sino la del publicano que se golpea el pecho: †œDios mí­o, ten compasión de mí­, que soy un pecador† (18,9-14). El único modo correcto de situarse delante de Dios -en la oración y en la vida- es sentirse necesitado de su perdón.
En los episodios de la samaritana (4,5ss) y de la multiplicación de los panes (c. 6), Juan desarrolla con mucha finura un motivo que le es querido: Dios toma al hombre donde se encuentra, en sus necesidades más humildes; pero para conducirlo luego a otra parte, a otra agua y a otro pan. Dios conduce al hombre más allá de su misma búsqueda. Este es el camino de toda oración. Reiteradamente, en los discursos de adiós (14,13-14; 15,16; 16,24-26), Juan repite, como los sinópticos, el motivo de la eficacia de la oración, pero a condición de que se haga en su nombre: †œTodo lo que pidáis en mi nombre al Padre os lo concederá. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre. Pedid y recibiréis† (16,2). La expresión en mi nombre supone un ví­nculo real con Jesús; un ví­nculo no sólo de sentimientos, sino de vida (como el sarmiento está inserto en la vid): una participación en la vida de Jesús que se realiza concretamente en el amor recí­proco (15,16). Se debe orar unidos a Cristo y como Cristo, sabiendo que somos amados por el Padre como él (16,27).
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10. La oración de la comunidad.
El relato de los Hechos de los Apóstoles se abre observando que los discí­pulos eran †œasiduos y unánimes en la oración† (1,14), Asiduos indica frecuencia y perseverancia, pero también esfuerzo; y unánimes indica no sólo la unidad de los sentimientos, sino también la fraternidad de la vida. El fruto de esta oración asidua y unánime es el don del Espí­ritu (2,lss).
La oración es una estructura sustentadora de la vida de la comunidad, junto a la escucha de la †œpalabra†, la comunión fraterna y la fracción del pan (2,42-48). Como ya en la vida de Jesús, también los momentos decisivos de la historia de la comunidad están marcados por la oración, mostrando con esto que el verdadero protagonista del camino de la Iglesia es Dios: se ora para la sustitución de Judas (1,24.26), para la elección de los siete (6,6); los doce se reservan como tarea primaria el anuncio de la †œpalabra† y la oración (6,4); la comunidad ora por la liberación de Pedro y Juan (4,24-30); Pedro y Juan oran por los convertidos bautizados por Felipe en Samarí­a (8,15); en diversas circunstancias vemos orar a Pedro (9,40; 10,9) y a Pablo (9,11; 13,3; 14,23; 20,36; 21,5).
Una de las oraciones más significativas es ciertamente la referida por Hechos 4,24-30 con ocasión de la liberación de Pedro y Juan. Los apóstoles, que la comunidad cree encarcelados, son dejados libres. A su llegada explota una oración de gozoso agradecimiento. Pero no es sólo agradecimiento ni sólo petición, sino una búsqueda -a la luz de las Escrituras- del significado de la persecución que está perfilándose en el horizonte. En la oración se produce el encuentro entre la †œpalabra† y las situaciones que se están viviendo. La †œpalabra† se convierte en una clave de lectura y de interpretación. El Ps 2 es leí­do a la luz de la vida de Jesús: las naciones son identificadas con los romanos, los pueblos con el pueblo judí­o, los reyes con Herodes, los prí­ncipes con Pilato. En la oración las Escrituras son actualizadas y se convierten en significativas aquí­ y ahora. Se comprende que la persecución que se va perfilando entra en el plano de Dios, como la pasión de Cristo. Por consiguiente, la comunidad no pide el castigo de los perseguidores, ni simplemente que se aleje la persecución, sino que pide el valor de anunciar abiertamente a Cristo también en la persecución.
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11. La oración de Pablo.
Como los evangelios, también Pablo exhorta a sus comunidades a orar siempre, de noche y de dí­a, en todas las necesidadesy sin desanimarse (2Ts 2,11; Flp 1,4; Flp 4,6; Ef 6,18; Col 1,3). Sin embargo, el principal interés de sus cartas no está en estas exhortaciones, sino en el hecho de que nos presentan al mismo Pablo como un hombre de gran oración. Ora incesantemente (Rm 1,10; Col 1,9; 2Ts 1,3; 2Ts 2,13 ), porque está convencido de que sin la oración la eficacia de su apostolado se desvanecerí­a; ora y pide oraciones (2Co 1,11), no para sí­, sino para su misión. Ora por la salvación de los judí­os (Rm 10,1), la difusión de la †œpalabra† (2Ts 3,1), el buen éxito de un viaje apostólico (Rm 1,10).
Pablo inicia siempre sus cartas, excepto Gal y 2Co, con una oración de agradecimiento y de bendición. Objeto de la bendición es la acción de Dios en sus comunidades. En la historia cotidiana de sus comunidades descubre Pablo las maravillas de la salvación que prosigue. De aquí­ la oración de bendición.
Pero Pablo conoce también la oración de súplica, que nace dentro de la prueba, cuando se percibe el sufrimiento y la angustia. Un testimonio ejemplar se nos da en 2Co 12,9-10. Pablo ora insistentemente para que Dios lo libre de †œuna espina de la carne†. No sabemos precisamente de qué se trata; pero ciertamente debí­a ser un grave obstáculo que le impedí­a el trabajo apostólico, por lo cual pide a Dios que le libre de él. Pero advierte que se le responde: †œTe basta mi gracia, pues mi poder triunfa en la flaqueza† (12,9). Pablo pide la liberación del impedimento; a cambio descubre la lógica de la cruz: Dios se hace presente en la debilidad.
La oración de Pablo es trinitaria, dirigida al Padre por Cristo y en el Espí­ritu. El destinatario último de la oración es siempre el Padre, excepto, quizá, en 2Co 13,8 y Ep 5,19. Cristo tiene en la oración un puesto esencial, pero como mediador. Dar gracias al Padre †œen el nombre del Señor Jesús† (cf, p.ej. Col 3,17 y Ef 5,20) es mucho más que orar encomendándose a Jesús o invocando su nombre o haciendo su voluntad; es orar en Jesús, hijos en el Hijo, amados en el único amado. Luego el Espí­ritu †œviene en ayuda de nuestra flaqueza† sugiriéndonos lo que es conveniente pedir según los designios de Dios (Rm 8,26-27). Sobre todo, el Espí­ritu nos descubre a nosotros mismos que somos hijos de Dios, librándonos de ese modo del miedo y de la angustia, y dándonos la posibilidad de invocar confidencialmente a Dios con el nombre de Padre, como hizo Jesús (Ga 4,6; Rm 8,15).
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II. LAS ESTRUCTURAS DE LA ORACION BIBLICA.
1. OraCIí“N DIALí“GICAY PERSONAL.
De la panorámica que hemos bosquejado se sigue que la primera caracterí­stica de la oración bí­blica es la de ser dí­a-lógica y personal. La oración tiene sus raí­ces en la estructura misma de la revelación, que es justamente dia-lógica. Dios habla, y el hombre escucha y responde; Dios obra y el hombre colabora. En la medida en que escucha se hace capaz el hombre de interrogarse, de ver y de comprender. La oración bí­blica es personal en el sentido de que se dirige a una persona e involucra enteramente a la persona. Dios es experimentado como †˜el que es quien†™; no como algo quieto, sino en movimiento. El encuentro con Dios es de tú a tú, de persona a persona. Dios es una persona viva, en la cólera y en el amor, en el perdón y en el castigo. Por eso la oración bí­blica nunca es un monólogo, sino un descendimiento a lo profundo del propio yo; es siempre un salir de sí­, un coloquio con el otro. Este coloquio es tan verdadero, tan real, que adopta a veces la forma de la discusión y de la disputa. El coloquio con Dios se mueve simultáneamente entre dos polos: trascendencia e inmanencia, cercaní­a y distancia, confianza y temor.
Para la Biblia la verdadera oración es la del corazón, o sea la que sube del centro de la persona y de lo profundo de la vida. La oración de los labios o de muchas palabras no es auténtica, porque no asciende de la raí­z del hombre. En la oración el hombre está involucrado en su totalidad, en su inseparable unidad. Las necesidades fí­sicas y espirituales forman cuerpo. La oración bí­blica no se mueve sólo en la esfera de los bienes espirituales, sino en la totalidad de la vida.
La oración del Nuevo Testamento es trinitaria. En Jesús la revelación se ha manifestado como la comunicación de una vida divina que es un diálogo entre personas. La revelación al hombre es la traducción al exterior de un diálogo interno. Y así­ la oración no es una referencia genérica a un Dios solitario, sino una referencia precisa y personal al Padre, al Espí­ritu y al Señor Jesús. El término último de la oración es siempre el Padre, pero por Cristo y en el Espí­ritu. La oración bí­blica es, pues, profundamente personal; involucra siempre al orante en su totalidad y en su sinceridad, pero es al mismo tiempo también comunitaria y eclesial. El individuo no está nunca separado de la historia de su pueblo y ora siempre como miembro del pueblo. El paso de lo personal a lo colectivo, de lo individual a lo comunitario se produce sin contraposiciones y sin violencia. Y esto no sólo a nivel de oración formulada, sino ya antes a nivel de experiencia vivida.
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2. Nexo con la historia y la vida.
Una segunda caracterí­stica de la oración bí­blica es su estrecho ví­nculo con la historia y con la vida. Obsérvese ante todo que la oración asume fisonomí­as y tonos diferentes en las diversas etapas de la historia de la salvación: la oración patriarcal esencialmente ligada a la promesa de la tierra y de la descendencia, la oración del éxodo y del camino del desierta, laoración de Israel sedentario en la-tierra deJPalestina, la oración cargada de interrogantes del destierro, la oración por Cristo y en el Espí­ritu del NT. Dios habla al hombre en la historia, y el hombre responde a Dios dentro de la historia, adoptando su lenguaje, cultura y sus problemas.
Dos son los puntos de partida de la oración bí­blica: la historia de las gestas de Dios -y aquí­ el creyente ve, anuncia y canta la existencia del hombre- y aquí­ sobre todo pide, se interroga y anda en busca de un sentido. De ahí­ la oración de alabanza, de petición y de búsqueda. Pero las dos lí­neas se confunden: la existencia en sus aspectos negativos y positivos es introducida de hecho en la historia de salvación, y se la lee e interpreta a su luz. Las grandes gestas de Dios: creación, éxodo, redención, iluminan la existencia tanto comunitaria como individual.
La oración es siempre una mirada a la vez vertical y horizontal, nunca lo uno o lo otro solamente. Se busca el rostro de Dios, y se nos remite a la creación y a la historia; aquí­ están sus huellas, los signos de su amor y de su misericordia. Nos interrogamos sobre la vida, y se nos remite puntualmente a Dios y a su misterio. Interrogándose sobre la vida se llega a Dios, y contemplando a Dios somos remitidos a una nueva visión de la vida. La oración nace de la vida y, después de haberse dirigido a Dios, vuelve a la vida, pero con ojos nuevos y abriendo nuevas posibilidades.
La oración no es una relación verbal con Dios, sino una relación vital, existencial, de la cual la relación verbal es simplemente su expresión ex-pl í­cita y parcial. Antes de los actos de oración hay en la Biblia una constante actitud de †œdelante de Dios, que podemos pensar como una oración vital, implí­cita, que da sentido y verdad a la oración de palabra. Una dé las desviaciones más graves que la Biblia reprocha es la separación entre oración y moral, culto y vida (Is 1; Am 5; Jr 7).
Jerusalén y el templo son los lugares privilegiados de la oración, y todaví­a hoy las sinagogas tienen un ábside dirigido hacia Jerusalén. Pero la oración no estuvo nunca vinculada al santuario. Dios está en todas partes, y el espacio de la oración es la vida. El NT ha ampliado aún más, si es posible, el espacio al hablar de oración †œen espí­ritu y en verdad†™; el lugar de la oración es el Espí­ritu, no Jerusalén ni el Garizí­n (Jn 4,21
La oración nace de la conciencia del don y del conocimiento del lí­mite, pero siempre en una visión abierta, en el deseo de ir más allá. Si es verdad que la mirada parte de la experiencia cotidiana, de la historia en la que se vive, de sus gozos y de sus dramas, es igualmente verdad que luego la mirada va hacia aquel que está más allá de la historia. Por encima de los bienes de Dios, la oración busca a Dios. La vena secreta de toda oración bí­blica es el deseo de Dios. La oración expresa así­ la soledad del hombre, que se siente desterrado, insatisfecho, peregrino hacia lo absoluto y extranjero aquí­, jamás perfectamente integrado y comprendido, nunca perfectamente expresado. Las cosas del mundo, los mismos dones de Dios, son imagen de Dios, no Dios. La oración es el signo de que el hombre está hecho para Dios; expresa el deseo de encontrarlo.
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3. El signo del †œsilencio de Dios.
Pero la experiencia más desconcertante, reveladora y purificado-ra de la oración bí­blica es el silencio de Dios. No raras veces en la oración se encuentra a un Dios que calla. Acude a la mente la invocación del Ps 22: †œDios mí­o, Dios mí­o, ¿por qué me has abandonado?† Es la pregunta de un pobre judí­o que se siente abandonado por un Dios que tiene por caracterí­stica fundamental la fidelidad. El lamento del pobre judí­o se convirtió en la oración de Cristo en la cruz. Estamos en el corazón de la fe cristiana. La experiencia del silencio de Dios envuelve la vida religiosa en su conjunto; sin embargo, es en la oración donde esta experiencia se hace más aguda, más perceptible, más desarmada. La Biblia no conoce solamente a un Dios que nos escucha, sino también a un Dios que nos desmiente. Incluso conoce un Dios que parece desmentir sus mismas promesas (Gn 22).
Estas observaciones muestran toda la diversidad que existe entre el Dios bí­blico y el dios pagano, el construido -como dice la Biblia- por las manos del hombre. El dios pagano es complaciente y se hace garante de los proyectos del hombre: ¡lo hemos construido justamente para que apuntalase nuestras construcciones! Escucha, da la razón; mas precisamente por eso deja al nombre prisionero de sus proyectos y de sus ilusiones. En cambio, el Dios bí­blico, no construido por el hombre y más grande que el hombre, juzga, desencanta, fuerza al hombre a superar sus deseos, y justamente por esto libra y salva. El silencio de Dios es el signo de su amor y de su fidelidad, la señal de que escucha al hombre profundamente. La oración es siempre eficaz, pero a su modo: †˜,Qué padre de entre vosotros, si su hijo le pide un pan, le dará una piedra?† (Lc 11,11). También ante la oración Dios es el amo de los acontecimientos, y su modo de dirigirlos es un misterio para el hombre. Por consiguiente, en la oración es el hombre el que es conducido a la conversión, y no Dios; una conversión teológica, y no solamente moral. La oración no es el intento de obligar a Dios a entrar en nuestros proyectos, sino la oferta de una disponibilidad a su libre iniciativa. Todo lo contrario de la oración mágica.
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4. Súplica y alabanza.
Las formas más frecuentes y más significativas de la oración bí­blica son la súplica y la alabanza. El hombre bí­blico no sólo alaba a Dios por sus maravillas; no sólo lo busca, sino que, con más frecuencia aún, le suplica por sus necesidades y por sus infidelidades. La súplica bí­blica es confiada y abierta. La angustia no conduce a los hombres de la Biblia a una resignación fatalista y estéril. El que suplica está siempre convencido, cualquiera que sea la situación en que se encuentre, de que Dios tiene firmemente en su mano los acontecimientos. La confianza no desfallece nunca; es una confianza que no asume jamás la forma de la evasión, sino que empuja siempre a hacer frente a las circunstancias. La oración de súplica abre nuevas posibilidades de coraje, de impulso; libera energí­as nuevas y conduce frecuentemente, a través de un examen de conciencia, a descubrir las razones profundas del mal, y por tanto a convertirse.
La súplica es una oración verdadera, útil y, en cierto sentido, la más sincera, capaz de sostener al creyente frente a la distancia entre el proyecto de Dios y sus mentí­s históricos. Pero es una oración que forma parte aún del tiempo irredento que nace en el hombre no realizado aún. En cambio, la alabanza y la contemplación son el punto final y estable. La súplica tiende a la alabanza. Además de oración †œperfecta†™, además de mirada a Dios en sí­, la alabanza bí­blica es también particularmente reveladora de la densidad teológica y antropológica de la visión bí­blica del mundo y de la historia. LaaJabanza rompe el lazo de posesión entre el hombre y el mundo; las cosas son don de Dios, no del nombre. Y esto vale también para la historia: los acontecimientos son gestos de Dios, no obra del hombre. La alabanza reconoce a Dios como propietario y protagonista. En esto la alabanza expresa la †œprofunda intencionalidad del hombre†™ (C. di Sante).
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B. Maggioni

Fuente: Diccionario Católico de Teología Bíblica

I. Sobre la historia de la oración cristiana
El amplio campo de lo que se entiende generalmente por o., y también el hecho significativo de que “en los tiempos primitivos… del AT no existiera un concepto general de o.” (RGG3 rr 1213), nos incitan a considerar el acto (sin duda unitario) de orar desde dos puntos de vista, tomando como base las dos definiciones clásicas del mismo. Así­ evitaremos una restricción demasiado precipitada. “Conversación con Dios o con Cristo” (dialexis, homilia, conversatio) fue la descripción espontánea de la o. desde los padres apostólicos; pero en la teorí­a resultó decisiva otra definición, que se hizo famosa bajo el nombre de Juan Damasceno: “Elevación del ánimo hacia Dios.” La consideración unilateral de la o. como un hablar con Dios (DSAM II 1123-1130) corre el peligro de profanar el carácter inefable del -> misterio divino, y puede conducir a la confusión de la personalidad de Dios con una realidad categorial, o bien a desvirtuar su absolutez, que lo envuelve todo, mediante la idea de un teí­smo o de una cosificación mágica. En el pensamiento de la elevación del corazón (RAC vi 1-22) se puede olvidar fácilmente que Dios nos sale al encuentro en Jesucristo; y cabe ahí­ el peligro de rebajar este encuentro en un sentido sentimental-pietista, o bien el de caer en la mentalidad del neoplatonismo, que congrega en el uno la multiplicidad dispersa de lo creado.

1. Historia de las religiones
Una mirada a la historia de las religiones nos muestra material plástico de tales aberraciones. De todos modos, en el enjuiciamiento de la o. de los diversos pueblos debe considerarse, más de lo que se hizo en las escuelas de la historia de las religiones, cómo la o. no es sólo un acontecimiento cuyo contenido auténtico no puede reproducirse adecuadamente por conceptos uní­vocos, sino que, además, en ella se expresa de manera objetiva una actitud personal que únicamente en esa expresión alcanza su verdadera realidad y, sin embargo, nunca entra con toda su plenitud en lo que puede percibirse dentro del mundo categorial. Sin duda una “desmitización”, o sea, una reducción de las múltiples formas falsificadas a su contenido último, descubrirá en las distintas formas de conjuros y de magia la actitud pura de o., en cierto modo teí­sta, si bien deplorablemente mezclada con una forma de expresión idolátrica. Esto mismo puede decirse también de las formas filosóficas de o., llamadas también “mí­sticas”, de las religiones superiores, en las que el encuentro con Dios se volatiliza en la especulación o en la autodisolución nihilista. También en estos casos, sólo una interpretación extremadamente prudente evitará la confusión de una expresión quizás atea con la profundidad de un acto auténticamente religioso.

2. Antiguo Testamento
La o. del AT ha superado claramente todas estas aberraciones. Una mirada retrospectiva a los comienzos, que pueden descubrirse estudiando las fuentes, muestra cómo ciertos procedimientos mágicos son tan sólo fenómenos marginales integrados en la práctica auténtica de la o. El fundamento teológico de esta pureza teí­sta de la o. de Israel consiste en la experiencia viva de la acción salví­fica de Dios, que tras el peregrinar de los padres y las pruebas de Egipto concluyó definitivamente con su pueblo la alianza abrahamita del “Quiero estar contigo y bendecirte” (Gén 26, 3). La o. que se encuentra en el ámbito de esta fidelidad de Yahveh (Ex 34, 6) tiene una triple dimensión en todas sus formas. La visión del pasado histórico: “El ha liberado a su pueblo de la esclavitud de los egipcios” (cf. Ex 32); la certeza del ahora: “No se olvidará de la alianza” (Dt 4, 31); y la expectación de la grande y definitiva acción salví­fica: “He aquí­ que tu rey viene hacia ti” (Zac 9, 11). Así­ gran parte de las oraciones, tal como están recopiladas, p. ej., en el libro de los -> Salmos, proceden del recurso de las acciones salví­ficas en Israel, y están compuestas para pedir la acción salví­fica de Yahveh en medio de las necesidades presentes. En los profetas el pasado histórico es motivo de constante exhortación a la penitencia; y los libros sapienciales ofrecen materia para el recogimiento en la meditación y alabanza.

Tanto la o. del individuo como la de la comunidad está envuelta por la dirección personal de Dios, que en la monarquí­a, en los lugares sagrados del templo, en los tiempos y ritos sagrados, en los preceptos relativos a los vestidos y a los alimentos crea la expresión cultual de que Israel es un pueblo santo (Lev 20, 7). Dentro de esta certidumbre se articula asimismo la riqueza de las formas concretas de o., que van desde la conversación casi profana (Gén 18, 23ss; Jer 14s) hasta el descanso confiado en la providencia de Dios (Sal 127), desde la ardiente o. de súplica hasta las desesperadas acusaciones contra Dios (Sal 74, Iss; Job 31), desde la adoración, alabanza y glorificación (1 Par 29, 10-19) hasta la penitencia (1 Par 21,17; Sal 51). No interesa aquí­ lo que podrí­a enumerarse en cuanto a formas, gestos, actitudes, textos, etc. (cf. Krinetzlci); es más importante la actitud fundamental que lo anima todo, la cual puede definirse simplemente como confianza en la bondad de Yahveh y a la vez como distancia respetuosa.

Esta actitud fundamental sufrió modificaciones: el trato confidencial con Yahveh en los tiempos primitivos ha de captarse ahora en una reflexión quizá demasiado sentimental de épocas posteriores: “Cuando Israel era joven, yo lo amé…” (Os 11, 2; Jer 2, 2; Is 5, Iss). Luego, en los desastres de la época de los reyes, en la cautividad de Babilonia, en la dramática lucha de Yahveh con su pueblo para lograr una devoción reverente y personal, la piedad de Israel se purifica: “pues no deseo sacrificio de ví­ctimas… El sacrificio que Dios quiere esun espí­ritu contrito” (Sal 51, 18s). Y después se consolida en la o. cultual y fiel a la ley de los cinco últimos siglos antes de Cristo: “…Entonces aceptarás nuevamente los sacrificios puros” (Sal 51, 21). En conexión con este desplazamiento del acento dentro de la única actitud fundamental de la o. se halla la creciente excelsitud de Yahveh. Su nombre propio desaparece de la o., entre Dios y el pueblo se introducen seres intermedios (-> ángeles), una casuí­stica ridí­culamente exacta en torno a la ley amenaza como un muro con impedir el diálogo libre entre Yahveh y su pueblo.

3. Nuevo Testamento e Iglesia primitiva
Algunos de los rasgos que hemos señalado adquieren por vez primera la claridad que acabamos de describir en la visión de la dogmática cristiana. Y, en todo caso, la o. de Jesús, que en las fuentes corre paralela con la o. de la joven Iglesia y va inseparablemente unida a ella, sin duda representa dentro de la historia de la o. una etapa que reclama un carácter definitivo (cf. Lc 11, 1). El -> sermón de la montaña da testimonio, en todas las redacciones, de esta confianza filial del que ora hacia el Padre celestial, de la seguridad en Dios y de la conversación con él, que proceden de una relación personal de hijo. En Getsemaní­ y en la cruz es donde más claramente se muestra la tensión polar – entre actividad y pasividad – de la o. del Señor: el diálogo con Dios, que llega hasta pedir que se retracte la voluntad del Padre, y la callada entrega al plan divino son inseparablemente una misma cosa. No se puede comprobar exactamente hasta qué punto la frecuente o. del Señor, de la que nos informa Lucas, es interpretación teológica o narración histórica de los hechos; pero no hay duda alguna sobre el hecho de que en la o. de Jesús se expresa la unidad de su voluntad con la del Padre (cf. las invocaciones antes de las curaciones de enfermos, y también Mt 11, 25ss). En Juan esta unión es tan central que la o. de Jesús, la cual podrí­a expresar una cierta subordinación, se presenta expresamente sólo como un testimonio externo para los circunstantes (11, 42).

No sólo el ejemplo de Jesús, sino también el encuentro concreto con su persona, el trato (homilia) con el Señor, se convierte en fuente de o. para la Iglesia primitiva.

El ejemplo del Señor se condensó de la manera más palpable en el Padrenuestro, donde Jesús, como siempre, distingue (Jn 4, 22 dice algo diferente) su o. de la o. de los otros. Concretamente hay dos rasgos que la Iglesia tomó del Señor: la incondicional confianza en la bondad y omnipotencia del Padre celestial, la cual se impuso de tal manera, que en los primeros decenios la “certeza de ser escuchado” nunca parece haber llegado a ser problema; y la expectación de la -> parusí­a del Señor, que es un punto central en torno al cual gira la o. La certeza de ser escuchados en los pequeños e incluso mí­nimos deseos tení­a su centro moderador en el Maranatha (¡Ven, Señor!: 1 Cor 16, 22; Ap 22, 20; Did 10, 6). Esa exclamación es el eco de la predicación del Señor acerca del reino de Dios.

Pero también se puede ver con toda claridad en el NT cómo el encuentro vivo de los discí­pulos con el Señor, con el Resucitado, con el Espí­ritu de Cristo llegó a ser el medio de la oración (cf. el desarrollo del nombre de kyrios). En la súplica: “Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1), en la postración de los enfermos ante Jesús (especialmente en Mt), o en las confesiones de los demonios, se esconde la certeza – intensificada por la experiencia de la -> resurrección – de que la proximidad de Jesús da acceso a la o. Esto ha adquirido una formulación clásica en el “por Cristo” de las cartas paulinas. Según Pablo, los cristianos oran en el pneuma de Cristo, que es la presencia del Señor. Ese pneuma, que se diferencia cada vez más como persona, clama en nosotros “Abba, Padre” (Rom 8, 15; Gil 4, 61; -> Espí­ritu Santo). El es igualmente el lazo que une las múltiples manifestaciones de la o. en la Iglesia primitiva: el balbuceo carismático y el canto de los himnos, las asambleas cultuales y la sencilla o. privada, el punto culminante de la celebración de la cena y la actitud de o. cotidiana que se pide en la exhortación a “orar constantemente”. El concede la nueva certeza que se manifiesta en los fenómenos extáticos y en acceso confidencial a Dios (parresí­a).

En el medio del Espí­ritu, con el centro palpable en la persona del Señor, se realiza cumplidamente la triple dimensión de la oración judí­a: mirada retrospectiva a la acción histórica de Dios en la resurrección del crucificado, la cual es la insuperable acción histórico-salví­fica de Dios que lo abarca todo; presencia del Señor en el espí­ritu de la Iglesia, portadora de toda la o. de los cristianos; y expectación del retorno del Señor. Este retorno, que inicialmente se realiza dí­a a dí­a en la o. de la comunidad, tiene en la Iglesia primitiva mayor peso que la expectación del Mesí­as en el Antiguo Testamento.

4. Tradición
El que nos ocupemos de la transmisión de la herencia bí­blica no tiene aquí­ otro sentido que el de hacer provechosa para el presente la inmensa variedad en que se ha desarrollado la -> espiritualidad cristiana, precisamente con su realización más personal: la o. La o. no es sólo una expresión de la historia del espí­ritu cristiano, sino uno de sus portadores, quizá el más importante. Por eso en su exposición vuelven a encontrarse los múltiples factores de la historia de los dogmas, que aquí­ vamos a recoger brevemente valiéndonos de algunos principios de ordenación. No es posible exponer aquí­ positivamente toda la riqueza de la tradición. Hemos de conformarnos con presentar implí­citamente, desde fuera, a partir de la evolución de los errores, la plenitud de la o. cristiana.

a) Se advierte muy claramente el paso (perceptible en la Escritura misma) de la actitud interna de la o. desde el Jesús del tiempo, que pronto volverá como juez del mundo (expectación de una parusí­a próxima) o en la muerte personal (teologí­a del martirio), al Jesús de los bienes supratemporales. La contemplatio se desvincula del pasado y descansa en si misma. Sin embargo, en las herejí­as sobrevive con frecuencia la expectación histórica (Joaquí­n de Fiore). En la imagen simbólica del mundo esta espiritualización y desvirtuación (en lugar de expectación, un detenerse) se agudiza todaví­a por el hecho de que la unidad interna entre la realidad concreta y el sentido espiritual vincula las realidades de la o. al tiempo y al espacio; por eso, con la desmitización de la imagen simbólica del mundo la o. se acerca peligrosamente a una consideración espiritualista del más allá con una postura adversa al mundo.

b) También puede percibirse fácilmente el retroceso del elemento carismático (los fenómenos de Corinto, la composición vital de himnos, la profecí­a, etc.). La historia de las órdenes religiosas (-> religiosos) debe entenderse como un brote carismático que se renueva constantemente. Pero es caracterí­stico el hecho de que en los -> ejercicios ignacianos, donde lo carismático (movimiento de los espí­ritus) y el elemento reglamentado se corresponden finamente, muy pronto se restrinjan al elemento del ejercicio. Bajo el aspecto de la historia del espí­ritu muchos procesos pueden ordenarse aquí­: el repliegue de lo carismático hacia la herejí­a o hacia la o. privada, donde la gratia gratis data de servicio a la Iglesia se convierte en una mí­stica individualista; el carácter excesivamente ministerial y jurí­dico de la o. oficial (el sacerdote ora, el creyente “asiste”); la creciente acentuación de la fórmula de la o., que dentro de la fe se tergiversa en forma casuista y, además, es sometida a un abuso mágico.

c) Desde la edad media posterior, en la o. práctica apenas se resalta la posición económica de Cristo, el per Christum bí­blico; y lo mismo puede decirse de la o. al corazón de Jesús o de la devoción beruliana a la encarnación (-> escuela francesa). Se absolutiza lo que propiamente sólo puede entenderse a partir de la relación con la humanidad histórica del Señor (-> indulgencias, -> peregrinaciones, veneración a las hostias, etc.). A pesar de toda la falsa interpretación protestante, no puede haber duda alguna de que en la piedad concreta con bastante frecuencia el culto a los santos y a Marí­a ocupó el lugar de la humanidad de Cristo. Y por otro lado tiene estrecha relación con esto el hecho de que el carácter eclesiológico de la oración privada, que sólo puede practicarse per Christum et Ecclesiam, cayera en olvido.

d) La espiritualización es una tentación fundamental de toda piedad, e incluso en el cristianismo esta tendencia no puede reducirse a una influencia neoplatónica o gnóstica. Quizá toda la historia de la oración no es otra cosa que una lucha contra tales tentaciones, algunas de las cuales pueden resumirse así­: la o. debe elevarse a un estado de “pureza”; la o. de petición vale sólo para los principiantes; en definitiva los afectos son indignos; el afán de contemplación en Gregorio el Magno se convierte en posesión esotérica de la verdad; el propio esfuerzo se eleva hasta llegar a la contemplación puramente intelectual del apex mentis, de la centella del alma o time d’esprit, o se convierte en pura obscuridad, en el mí­stico yvópoc, donde el hombre deja de ser el socio dialogí­stico de Dios. La culminación definitiva se encuentra en la escuela de Evagrio y en la secta del espí­ritu libre: el hombre se libera de toda impureza, incluso de la o., y una vez purificado plenamente se funde con Dios mismo. Creemos que se da cierta resonancia de este movimiento cuando, p. ej., Orí­genes, Tomás u O. Karrer despojan la o. de petición de toda actividad auténtica y hacen de ella una sumisión a la voluntad de Dios.

e) Una disociación absoluta de los estadios en el camino gradual de la o. hizo que a los perfecti se les atribuyera una o. perfecta; y así­ las diferencias de estado se equipararon con las diferencias de perfección. Pero como la experiencia fundamental del propio carácter pecador ante Dios, de la humildad, de la claudicación frente a lo exigido, pertenece a los existenciales de la o., la concepción demasiado estática de los grados de o. trajo para los aspirantes dudas atormentadoras sobre la propia elección, hecho atestiguado en muchos escritos, concretamente en los de Lutero.

f) De manera semejante la disociación de los elementos particulares de la o. condujo a un método que con demasiada facilidad olvidó cómo él solo puede estar al servido de la oración. Incluyamos aquí­ la separación entre lectura de la -> Escritura y o., entre “ciencia y aspiración a Dios” (J. Leclercq), etc. Y por el extremo contrario se equiparó (Clemente de Alejandrí­a: el verdadero gnóstico ora siempre; Evagrio: la verdadera teologí­a es o.) y se equipara todaví­a hoy (Ebeling siguiendo a Lutero) la actitud cristiana con la o.

g) Guarda estrecha relación con esto la transformación de la o. constante exigida por Pablo en ejercitaciones según el modelo de la “o. de Jesús”. La “actitud” es equiparada con el “ejercicio”. La verdadera actitud cristiana debe abarcar ambas cosas: la o. y petición en el ritmo de los diferentes momentos del dí­a, la “elevación del corazón a Dios” que se renueva constantemente, y la permanente actitud de o., que es la que confiere al cristiano su condición de tal.

h) Otro proceso de desviación se debió a la separación entre la o. normal y la mí­stica. Junto a una amplia evolución de la historia del espí­ritu dieron pie a esta distinción las disputas internas de la Iglesia (¿se puede o se debe buscar el consuelo?) y ciertos movimientos extraeclesiásticos (mesalianos: la vivencia equivale a una gracia). Evidentemente hay grados de o., pero la identidad básica (orar = encuentro con Dios, acontecimiento personal, presencia de la persona, vivencia) es mayor que la distinción. Se comprende fácilmente que a causa de estas divisiones la o. cristiana normal perdiera mucho de su frescor, que, p. ej., la auténtica llamada de Dios se desplazara a los grados superiores de o. y que la o. normal cotidiana se interpretara en gran medida como un ejercido y una obligación, en lugar de descubrir también en ella el vuelo hacia las alturas, que recibe su dinamismo de la llamada personal de Dios.

i) Nos ofrece una clave para explicar muchos de los procesos evolutivos que acabamos de describir: la desvinculación cada vez más intensa entre lo subjetivo, que precisamente tiene su auténtico campo en la o., y lo objetivo, que en el cristianismo es Cristo, la Iglesia, la Escritura, el mundo sacramental, la liturgia, etc. Así­, p. ej., un único arco alcanza desde la separación entre el banquete eucarí­stico y la cena comunitaria, pasando por la separación entre lo propiamente sacramental y las múltiples prácticas religiosas, hasta el culto aislado de adoración a la hostia. Un resultado de esta evolución es asimismo la idea, todaví­a no superada perfectamente (de que la o. auténtica se realiza en la soledad, en la propia habitación, interpretando falsamente las palabras de Mt 6, 6).

II. Definición de la oración cristiana
1. Sobre el concepto
Era necesario decir todo lo expuesto antes para hablar adecuadamente de la o. cristiana. Las dos definiciones clásicas mencionadas al principio pueden ayudarnos ahora.

La o. es, por una parte, el acto fundamental religioso por excelencia. Lo que el hombre es propiamente en lo profundo de su esencia – y nunca puede serlo en forma meramente estática, sino que debe realizarlo en una acción fundamental que está ligada al tiempo y, sin embargo, trasciende el tiempo – eso es la o., a saber: la aceptación del propio ser creado, pero no con apática resignación, sino sabiendo que éste procede de manos del Padre; el desarrollo del dinamismo fundamental que late en el propio centro personal, que en cierto modo querrí­a romper la estrechez espacio-temporal y que, sin embargo, no ve realizada plenamente su apetencia en un ser infinito, sino en el tú que de antemano le habla, le responde, y le invita; el ansia de felicidad que penetra todas y cada una de las cosas, y que a su vez busca, no una satisfacción sensible, sino la plenitud personal; y el deseo de acción libre, la cual a la postre sólo puede realizarse ante una -> persona que tenga todas las posibilidades de la -> libertad y que llame al hombre hacia ella. Esta apertura incondicional (y por eso tan vulnerable) ante Dios, que trasciende todos los encuentros cotidianos, pero a través de ellos y por encima de ellos exige respuesta a la cuestión fundamental de nuestra existencia, la cuestión del -> sentido en general, es lo que quiere expresar la tradición con su definición de la o. como “elevación hacia Dios”. Y eso mismo expresa la Escritura con las fórmulas: “Derramar el corazón” (1 Sam 1, 15); nostalgia de Dios; como el ciervo apetece la fuente (Sal 42); elevación del corazón (Sal 31, 2). A base de un lenguaje más moderno K. Rahner define la o. como la “entrada del hombre en la trascendencia de su propio ser, y con ello, en un alto de respuesta y entrega, la afirmación humilde, receptiva y venerante del tú que le habla y dispone totalmente de 61; lo cual incluye ineludiblemente la afección subjetiva de la existencia humana por el misterio de Dios como persona” (LThK iv 543).

Pero es igualmente importante la simple descripción de la o. como el gran arte de conversar con Jesús (Imitación de Cristo II 8). Bajo este aspecto la o. es lo mismo que el trato de Abraham con Yahveh, el cual nos parece tan antropomórfico (Gén 18, 23-33), o que el diálogo del Señor en el monte de los olivos en su forcejeo con la voluntad del Padre, o que el encuentro de algunos santos con Dios, tan intimo que tiene casi la apariencia de irrespetuoso. Si en la primera definición de la o. se reflejan la excelsitud de Dios y su omnipotencia, que lo penetra todo con su acción, en el concepto de o. como un “hablar con Dios” se expresa la verdad de que Dios está frente a “mí­”, “me” ha escogido de una manera totalmente personal y dirige “mis” pasos despreocupados con su sabidurí­a infinita. Donde mejor se expresa este rasgo es en la o. de petición. La tentativa de definir la o. en su última esencia como una sumisión a la providencia divina, ignora el carácter dialogí­stico de la misma y, por razón de la inmutabilidad de Dios (que considerada aisladamente significarí­a la imposibilidad de una auténtica o.) olvida la otra verdad de que Dios atiende “personalmente” nuestros deseos. No podemos rebajar la inmutabilidad de Dios a la condición de una afirmación categorial y manipulable, sino que este atributo ha de permanecer abierto para la verdad de la encarnación y de la muerte en la cruz, o sea, de la “mutación” de Dios por nosotros los hombres.

Sólo aquí­ puede radicar el carácter dialogí­stico de la oración. El problema de si la o. de petición es escuchada o no es escuchada, no constituye ningún problema en la auténtica o. cristiana de petición. Véanse a este respecto las tfpicas súplicas de las peregrinaciones, en las cuales el creyente, a pesar o a causa de su ferviente o., aun cuando no sea escuchado encuentra la paz profunda de una o. que en definitiva ha sido atendida. Se puede entender esto mediante una analogí­a personal: así­ como la auténtica súplica, como el concreto deseo más pequeño, se halla siempre en el horizonte del deseo de que el otro otorgue su benevolencia personal, del mismo modo la o. cristiana de petición tiene su punto de apoyo absoluto (su certeza de ser escuchada) en el don salví­fico de Dios a los hombres, que se llama Jesucristo.

2. Formas fundamentales de la oración
Si entendemos la o. como este amplio arco entre elevación a Dios (Buenaventura habla de sursumactio) y diálogo con él, es fácil descubrir las diferentes formas concretas de la misma: adoración, alabanza, acción de gracias, petición, penitencia, sacrificio, etc. Es cierto que la adoración está más próxima a la “elevación”, pero sin el encuentro dialogí­stico no hay adoración, del mismo modo que sin el tacto intimo del espí­ritu de Dios, que se expresa en la sursumactio, no hay ninguna petición auténtica.

Este arco fundamental abarca asimismo el ámbito de lo que en la fenomenologí­a de la religión se elimina con excesiva precipitación como no cristiano. La o. cristiana, donde la mencionada tensión esencial que acabamos de exponer sube todaví­a de punto en la persona del Señor (Dios = que permaneciendo siempre igual lo llena todo; el hombre = que cambia en su limitación histórica), se presenta (incluso !fenomenológicamente!) como punto culminante y plenitud de la o. de los pueblos, sin que por eso la o. no cristiana haya de quedar desvirtuada como un comportamiento anticristiano.

3. Estructuras esenciales de la oración
a) La primera de las estructuras esenciales se deriva inmediatamente de lo ya dicho. La o. es gracia, don de Dios, respuesta a algo que al hombre se le ha puesto previamente en la boca y en la acción, y a la vez es propiedad Libre del hombre. Para poder exponer de alguna manera este misterio, debemos mantener separada la visión de lo que es don de Dios y la visión de lo que el hombre produce por su propia fuerza.

Toda o. es total y absolutamente don de Dios; en ella no hay nada que nos pertenezca, no hay un germen puesto antes que sirva de punto de apoyo para la acción de Dios, ni una respuesta propia dada posteriormente por nosotros. Pero igualmente la o. es acción humana; el hombre no es una máquina puesta en movimiento por Dios, sino que es libre, y en definitiva sólo puede hablarse de o. cuando ésta radica en la propia libertad, o sea, cuando es una acción personalmente responsable. Sólo cuando se distinguen claramente esos dos aspectos, que abarcan la realización total de la o. humana, puede llenarnos de admiración el nuevo misterio de la o., el misterio de que ésta es una respuesta a la llamada de Dios, de que a través de los dos planos inconfundibles se encuentran la gracia divina y la libertad humana. Grandes santos han experimentado este misterio beatificante, aunque muchas veces con temor y angustia. Pero, en general, en el núcleo de toda o. se esconde este juego de llamada y respuesta, también en la o. de petición, que para una mirada superficial parece mostrar estructuras diferentes.

b) Además la o. es siempre una unidad de interior y exterior del hombre. Cuando éste ora, está recogido y es simultáneamente interior y exterior; es él mismo. La “o. interior” busca siempre su expresión en la palabra y el gesto; y la “o. externa” puede influir en el interior del espí­ritu incluso cuando el hombre, hallándose cansado y distraí­do, parece olvidar su actitud interna. Aquí­ tiene su aplicación la casuí­stica tradicional de “atención” e “intención”. Y así­ se puede entender, p. ej., el sentido del rosario. Pero es más importante la consecuencia que de ahí­ se deriva para la práctica de la o., la cual evidentemente debe estar orientada hacia la “o. interna”, y a la vez, puesto que el hombre vive constantemente en el “exterior”, ha de configurarse por reglas exteriores, por actitudes y fórmulas, por determinados tiempos de o. o ciclos de fiestas, etc. (-> breviario, -> año litúrgico, -> culto).

c) Hasta qué punto es importante esta ley de “interior-exterior” en la o. se pone de manifiesto en la tercera estructura esencial. La o. es siempre individual y a la vez comunitaria. La razón teológica de esto estriba en la unidad del Espí­ritu, que es el Espí­ritu de la Iglesia y el alma de todo orar individual. El cristiano tiene que hacer ambas cosas: alabar a Dios en -> comunidad y formular para sí­ solo su propia oración. Pero no se puede olvidar jamás que la o. del individuo tiene como portadora a la comunidad y sirve a ella, y que la o. comunitaria sólo puede tener como último sentido el conducir al individuo ante Dios. En principio aquí­ no hay cuestiones de primado, pues cada uno es irreductiblemente estas dos cosas: hombre individual, llamado personalmente por Dios, y hombre en la cadena de generaciones, donde el ví­nculo que une con Dios es Jesucristo. La o. hecha en comunidad puede tener grados, según su aproximación al centro de la o. común: la -> eucaristí­a; podemos mencionar a este respecto, p. ej., la o. oficial del -> breviario, y también ciertas devociones y celebraciones comunitarias. A partir de aquí­ puede entenderse, p. ej., el precepto dominical (estar ante Dios como comunidad), y también la obligación de orar por los padres y parientes. El rasgo de la o. como profesión de fe, que estaba tan vivo en la Iglesia primitiva, permite que este fundamento pueda entenderse de una forma nueva (p. ej., la o. que se hace en las -> peregrinaciones, etc.).

d) Otra estructura fundamental de la o. se deriva de la vinculación y (en los grados superiores) la identidad de la o. con la palabra y el lenguaje. El lenguaje es el auténtico ví­nculo personal de la comunidad, en él halla su expresión más perfecta el interior del hombre. En nuestro contexto el sentido hondo del lenguaje es que el Verbo se hizo carne y nos sale al encuentro en la palabra de la -> Escritura y en la acción verbal de los -> sacramentos. Por vez primera hoy se presta atención a este rango del lenguaje. Si la o. es realmente el acto religioso fundamental y las palabras (expresión personal) no sólo son un vehí­culo para la o., sino que constituyen su esencia misma (o. es hablar con Dios), salta a la vista la responsabilidad de aquéllos que acuñan la palabra. El carácter verbal de la o. arroja nueva luz sobre su carácter de profesión de fe, pues un hablar sincero significa siempre dar testimonio.

e) La deficiencia esencial de la oración humana. En estas estructuras se pone de manifiesto una última peculiaridad: que el hombre siempre queda por debajo de aquello a lo que debe aspirar en la oración. No se trata de un pecado, por mucho que lo dicho aquí­ tenga que ver con él, ni de incidencias que podrí­an evitarse con un poco más de recogimiento. El hombre que se encuentra con Dios sabe siempre de su propia obscuridad ante el resplandor de la luz. No se trata de una mí­stica de pecado o de una fe fiducial, por mucho que la razón existencial de estos teoremas haya que buscarla aquí­; se trata de que quien ora es fundamentalmente un sujeto receptor ante Dios y de que el orar (con todas las reservas mencionadas) en su esencia, muchas veces experimentada por grandes hombres de o., es un constante recibir, en el que el orante se sabe tanto más pobre cuanto más recibe. La oración “Señor, yo no soy digno” no se encuentra en el grado inicial, sino, manteniéndonos en la terminologí­a usual, en el estadio de la perfección. A partir de aquí­ hay que interpretar lo que es o. penitencial, lo que significa la adoración y muchas otras cosas.

III. Intento de una sistematización
Una “sistematización” de la multiplicidad de prácticas que están en conexión con la o., como sistematización de lo concretissimum de la acción cristiana, debe ser consciente del condicionamiento por la situación histórica y personal. Esto supuesto, por analogí­a con el encuentro que tiene lugar entre los hombres, se puede tomar el encuentro del hombre con Dios en Jesucristo como núcleo esencial y descripción que lo abarca todo.

En esta definición están implicadas tres cosas: a) la contraposición de Dios y hombre (que culmina fenomenológicamente en la o. de petición); b) una conciencia de unidad, perceptible en el plano voluntario-personal, pero que radica en la última profundidad óntica. Esta conciencia puede descubrirse mediante un simple análisis fenomenológico en el encuentro interhumano, pero en lo relativo al encuentro con Dios está jalonada entre el contacto de la gracia y las formas supremas de una mí­stica de unión; c) finalmente, la localización de esta relación “vertical” en el encuentro espacio-temporal, o sea “horizontal”, con Jesucristo.

Desde esta posición puede verse fácilmente la riqueza de la o. cristiana. Objetivamente, del “encuentro con Jesucristo” resulta el movimiento trinitario de la o., tal como llega a expresarse, p. ej., en las doxologí­as litúrgicas. De una pneumatologfa y eclesiologfa centradas en Cristo se deriva igualmente el carácter comunitario de la o. cristiana. Una o. de petición con carácter comunitario se llama “intercesión”. En este carácter comunitario, que tiene un fundamento no sólo sociológico sino también pneumatológico, radica asimismo la o. a los santos (culto a los santos). La o. litúrgica y sacramental, así­ como la o. escriturfstica, que procede de la meditación de la Escritura y se eleva hasta la contemplación, tiene su baseen que en el encuentro con Cristo hace de mediadora la Iglesia a través de la -> Escritura y de los -> sacramentos. No puede menospreciarse la importancia de la tradición para la o., pues en ésta se trata de una realización concreta y no de una construcción abstracta del pensamiento; ahora bien, las realizaciones concretas se transmiten mediante cosas concretas y no mediante cosas abstractas.

También el aspecto subjetivo nos da acceso al carácter comunitario de la o. La Iglesia, la liturgia, el ejemplo y la intercesión de los santos, etc., son aspectos patrocinados precisamente por una antropologí­a moderna. También la relación de acción interior y exterior podrí­a hallar aquí­ su puesto sistemático. La acción externa no sólo deberí­a considerarse como una “ejercitación metódica en la o.”, sino que además deberí­a constituir el ví­nculo con la actividad, esclareciendo así­ el viejo problema de la acción y la contemplación. Y con la acción interna habrí­an de vincularse las cuestiones relativas a la mí­stica, a la oración pasiva, etc. Aquí­ tendrí­an su puesto el orden en los grados de o. y las clases de la misma (como clases de encuentro con Dios), etc.

En general, partiendo de esta perspectiva serí­a fácil utilizar fructí­feramente los resultados de la antropologí­a moderna: p. ej., la o. según la edad; impedimentos, dificultades, frutos de la o. (todos ellos temas tradicionales); una psicologí­a de la o. de acuerdo con las disposiciones personales o raciales, la cual desenmascararí­a como demasiado simplistas algunas caracterizaciones un tanto precipitadas, tales como “extático-profético”, o “helenista-semí­tico”.

Deberí­amos terminar con un resumen de los múltiples elementos, que a nuestro juicio se agrupan en torno a dos aspectos: la gracia de Dios, que podrí­a definirse directamente como la unidad que vincula las dos dimensiones descritas: la “objetiva” y la “subjetiva”. En este primer aspecto se recoge también toda la gama de actos individuales y sociales. La expresión lingüí­stica como segundo aspecto resumirí­a en cambio la “dimensión externa”. Cómo no sobrevaloramos con ello un aspecto teológico secundario se desprende de la teologí­a misma de la -> palabra de Dios. En este elemento es importante no sólo la posibilidad de considerar toda acción humana, y, por tanto, también toda o., bajo una perspectiva que está abierta a las diferencias espacio-temporales, sino también la acentuación del carácter dialogí­stico.

Este carácter dialogí­stico es sin duda la dimensión en que la o. cristiana alcanza su insuperable punto culminante.

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– 2. DESCRIPCIí“N HISTORICA (cF. LAS REFERENCIAS DE LOS LEXICOS Y MANUALES): Bremond; H. Hempel, Gebet und Frömmigkeit im AT (Gö 1922); J. M. Nieten, Gebet und Gottesdienst im NT (Fr 1937); Viller-Rahner; W. Bieder, Gebetswirklichkeit und Gebetsmöglichkeit bei Paulus. Das Beten des Geistes und das Beten im Geiste: ThZ 4 (1948) 22-40; E. Behr-Sigel, Priäre et Saintetó dans l’Eglise Russe (P 1950); J. Jeremias, Abba. Das tägliche Gebet im Leben Jesu und in der ältesten Kirche: Abba. Studien zur ntl. Theologie und Zeitgeschichte (Gö 1965); L. Ruppoldt, Die theologische Grundlage des Bitt-Gebetes im NT (Dis. L 1953); A. Merzet, Die Gründe der Erhörungsgewißheit nach den Schriften des NT (Dis. Mz 1955), cf. ThZ 13 (1957) 11-22; A. Hamman, Genese et signißcation de la priere aux origenes chrótiennes: TU 64 (1957) 468 hasta-484; B. Hornig, Das Prosa-Gebet der nachexiltschen Zeit (Dis, L 1957); L. Vischer, Das Gebet in der alten Kirche: EvTh 17 (1957) 531-546; O. Perler, Das Gebet der Frühkirche: Anima 14 (1959) 13-22; A. Hamman, La oración (Herder Ba 1967); L. Cognet – J. Leclercq – F. Vandenbroucke, Histoire de la Spiritualité chr6tienne Iss (P 1960s); B. Bobrinskoy, Pribre et vie intórieure dans la Tradition orthodoxe: Verbum Caro 15 (Taiz6 1961) 338-356 (Kyrios 1 (B 1960] 212-230); C. Westermann, Das Loben Gottes in den Psalmen (Go 21961); F. Rapp, La Priöre dans les monasteres de dominicaines observantes en Alsace au XV’siecle. La Mystique Rhónane (P 1963) 207-218; H. Beintker Zu Luthers Verständnis vom geistlichen Leben des Christen im Gebet: Luther-Jahrbuch (H 1964) 47-68; Wem, Die Bedeutung des Gebetes ihr Theologie und Frömmigkeit unter Berücksichtigung von Luthers Gebetsverständnis: NZSTh 6 (1964) 126-153; K. Niederwiener, Das Gebet des Geitates (Röm 8, 26s): ThZ 20 (1964) 252-265; C. Vagaggini -G. Penco yotros, La preghiera nella bibbia e nella tradizione patristica e monastica (R 1964); W. Gadel, Irisches Beten im frühen MA (Dis.1 1965), cf. ZKTh 85 (1963) 261-321 389-439; L. Krinetzki, Israels Gebet im AT (Aschafenburg 1965); W. Ott, Gebet und Heil. Die Bedeutung der Gebetsparanese in der lukanischen Theologie (Mn 1965); 1. Hausherr, Hbsychasme et Priere (R 1966).

– 3. Psicologí­a y FENOMENOLOGIA DE LA RELIGIí“N: F. Heller, Das Gebet (Mn31923); A. Bolley, Geberstimmung und Gebet Empirische Untersuchungen zur Psychologie des Gebetes unter besonderer Berücksichtigung des Betens von Jugendlichen (D 1930); E. Gruehn, Die Frömmigkeit der Gegenwart (Mn 1965); E. des Places, La priere des philosophes grecs: Gr 41 (1960) 253-272; H. Lindemann, Nichtreligiöses Gebetsverständnis: Lutherischer Rundblick 12 (Wie 1964) 174-181; H. Sundén, Die Religion und die Rollen (B 1966). –
4. TEOLOGíA Y CONSUMACIí“N (BIBL. MODERNA): R. Guardini, Vorschule des Betens (Ei 31956); H. U. v. Balthasar, Das betrachtende Gebet (Ei 21959); E. Puzlk, Kleine Schule des inneren Betens (D 1961); G. Ebeling, Vom Gebet: Predigten über das Unser-Vater (T 1963); H. Thielicke, Das Gebet, das die Welt umspannt (St 11963); C. S. Lewis, Briefe an einen Freund hauptsächlich über das Beten (Ei 1966); A. v. Speyr, Gebetserfahrung (Ei 1966); K. Rahner, Von der Not und dem Segen des Gebetes (Fr7 1965); Vom rechten Beten. Aus der Zeitschrift “Christus” ausgewählt (Fr 1965); E. Walter, Betrachten. Ansätze, Erfahrungen und Entfaltungen (D 1966); H. Ott, Theologie als Gebet und als Wissenschaft: ThZ 14 (1958) 120-132; L. Cognet, Oraison et mystique: VS 73 (1950) 492-510; R. Leuenberger, Frömmigkeit als theologisches Problem: Theologia practica 2 (Gö 1967) 110-119; N. Lekeux, Camino abreviado del amor divino (Herder Ba 1961); í­dem, El arte de orar (Herder Ba 1963); W. Marche!, Abba, Padre (Herder Ba 1967); A. Monleón, Oración y vida (Herder Ba 1965); E. W. Trueman Dicken, El crisol del amor (Herder Ba 1967); J. Bommer, La oración del cristiano (Herder Ba 1970); K. Bartle, La oración (Sig Sal 1969); .1. M. Castillo, Oración y existencia cristiana (Sig Sal 1969); L. Evely, La oración del hombre moderno (Sig Sal 1969); D. Rhymes, La oración en la ciudad secular (Sig Sal 1969); E. López, La oración contemplativa (Granada 1966); PP Carmelitas, El misterio de la oración cristiana (S Seb 1963); A. González, La oración en la Biblia (Ma 1968).

-5. MANUALES DE ASCETICA, BIBUOORAPIAs: O. Zimmermann, Lehrbuch der Aszetik (Fr 1929) espec. 344-363; J. Heerincks, Introductio in Theologiam spiritualem (R 1931); J. de Gulbert, Theologia spiritualis, ascetica et mystica (R 1937); L’oraison. Cahiers de la vie spirituelle (P 1947); Hdring 246-269; VS (1959) espec. 303-315; La priere (P 21965); Ascesi della preghiera (R 1961); G. Thils, Santidad cristiana. Compendio de teologla ascetica 2° ed. (Sig Sal); Lum Vitae 18 (1963) 9-96; A. Bernard, Indications bibliographiques de theologie spirituelle (R 1965); L. Bouyer, Introducción a la vida espiritual (Herder Ba 1964) 77-130; J. Timet, La vida interior (Herder Ba 1964); Carmelita Descalzo, Oración mental según santa Teresa (Compi Ma 1970).

Josef Sudbrack

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

ORACIí“N

Fuente: Diccionario Vine Nuevo testamento

  1. Antiguo Testamento. (1) La visión del AT acerca de la oración se deriva de un alto concepto de Dios. Orar a Dios implica que éste piensa, quiere y siente; sin embargo, es omnipotente, omnisciente, santo y clemente. La comunión entre Jehová y el pueblo de su pacto era natural, real e íntima. (2) El AT enfatiza el aspecto individual de la oración. En Abraham, Moisés, Samuel, Jeremías, la devoción religiosa alcanza alturas destacables a un nivel individual. Así ocurrió especialmente en la intercesión: Abraham intercediendo por Sodoma (Gn. 18); Moisés, por Israel (Ex. 32:10–13); Job, por sus amigos (42:8–10). La impresión es que únicamente personalidades destacadas participaron de la intercesión; probablemente porque era un ministerio poco común. Sin embargo, a un nivel individual, la oración es común en los Salmos (p. ej., 31, 86, 123, 142) como lo es la adoración, la alabanza y la acción de gracias. (3) Pero en razón de que Israel era la comunidad del pacto, la oración social es también prominente en el AT. Incluso algunos ejemplos de oración individual tenían un pronunciado acento social. Moisés, Samuel y Salomón oraron en representación de la comunidad (Ex. 33:7ss.; 1 S. 7:2ss.; 1 R. 8:22). El aspecto corporativo es también prominente donde la oración está unida al sacrificio: esto evitaba que el sacrificio se transformara en una mera matanza y comida. En esta conjunción de oración y sacrificio, Israel ofreció su servicio más sublime al Señor. Los legisladores, profetas y salmistas estaban interesados en enseñar a Israel que la oración involucraba un dar y recibir; el ofrecimiento, tanto de corazón y labios como de corderos, para el sacrificio.
  2. La enseñanza de Jesús. (1) El factor más importante en la doctrina de Cristo acerca de la oración es su insistencia sobre la paternidad de Dios (véase). Dios es esencialmente el Padre Santo quien, en tanto que actúa paternalmente con todos los hombres, es el verdadero Padre únicamente de aquellos que son sus hijos por medio de su gracia y del arrepentimiento y fe. (2) Jesús también enfatizó el valor del individuo delante de Dios en oración. No solamente se le asegura al hijo que el Padre le da la bienvenida delante de su presencia; también se le asegura que el Padre se preocupa de llevarle al hogar junto a él. (3) Cristo también enseñó a los hombres que la oración verdadera es espiritual, no formal. En Mateo 6:5–8 expone los peligros de la formalidad en la oración; a la vez que su oración sacerdotal de Juan 17 enfatiza la intimidad de la comunión. La espontaneidad, por lo tanto, debería ser también una característica de la oración verdadera. (4) El énfasis acerca del poder de la oración que el Señor hace se deduce de su intimidad o espiritualidad; sobre todo, cuando la oración es derramar el corazón delante del Padre Celestial en una actitud de fe (Mr. 11:20–24). Jesús, por tanto, insta a los creyentes a que oren con perseverancia, e incluso con insistencia (Lc. 18:1–8). Aparte de la fe, Cristo destacó otras dos condiciones para tener respuesta a la oración. La oración debe darse en una disposición de amor y perdón (Mt. 18:21–35), y debe ofrecerse en el nombre de Cristo (Jn. 16:23s.) (5) Pero la oración debe orientarse hacia las cosas prácticas. Él nos enseña a orar por pan, perdón, victoria en la tentación, poder sobre las fuerzas espirituales de maldad, la obra misionera, los enemigos, el Espíritu Santo. Jesús mismo hizo peticiones a su Padre en oración. Por ejemplo, en Juan 17 él ruega al Padre que mantenga unidos a los creyentes en la verdad y que los guarde del mal. Esto no significa, sin embargo, que esta petición sea la única, o el elemento principal de la oración, como se deduce de la fórmula de oración que él enseñó a sus discípulos. (6) En realidad, la oración del Señor es una síntesis de la enseñanza de Jesús sobre la materia. El Dios a quien oramos es un Padre que, morando en el cielo, recibe nuestra adoración. El objetivo principal en la oración no es la imposición de nuestras voluntades sobre la de Dios, sino la santificación de su sagrado nombre, la extensión de su reino, nuestra sumisión a su voluntad. Sólo, entonces, Cristo lleva nuestra petición al Padre. Luego, la oración termina, no con nuestras necesidades o deseos sino con Dios, con quien comenzó; con su reino, su poder, su gloria. Verdaderamente, «cuando oramos correcta y apropiadamente, no oramos por nada más de lo que está contenido en la Oración del Señor» (Agustín).

III. La enseñanza de Pablo. Las epístolas paulinas fueron escritas obviamente por un hombre de oración. Él está constantemente irrumpiendo en acciones de gracias, adoración, petición, doxología. 1 Ti. 2:1–8 es un buen sumario de la enseñanza de Pablo sobre la oración. Las palabras griegas del primer versículo proveen de un estudio gratificante. (1) La oración en la adoración era importante para Pablo.

Por ejemplo, en Ef. 5:19s.; Col. 3:16s., se enfatiza especialmente la adoración congregacional. En el primero, Pablo enfatiza ciertas directrices en la adoración, y probablemente tiene en mente aspectos prácticos de la oración. (2) Ro. 8:26s. es un pasaje clásico acerca de la oración intercesora. Aquí, el problema es saber por cuáles cosas quiere Dios que oremos. Incluso Jesús enfrentó el problema (Mt. 26:39–44). Bajo una compulsión interna podemos interceder sin entender la petición. Podemos expresar simplemente deseos que no somos capaces de expresar coherentemente. Pablo enseña que estas aspiraciones no habladas, son engendradas por el Espíritu, quien intercede delante del Padre presentándolas como intercesiones. (3) En Ro. 8:34 es Cristo quien intercede por nosotros. Véase también Heb. 7:25; 1 Jn. 2:1. Esto significa que la Trinidad está involucrada en la oración cristiana. Para expresarlo en una frase, el Espíritu que mora en el creyente inicia las oraciones de un cristiano; el Hijo las respalda cuando el creyente las presenta al Padre en su nombre. (4) Es, probablemente, esta estrecha conexión entre el Espíritu y la oración lo que lleva a Pablo a hablar de la oración como algo necesario. En Ro. 15:30 él pide a sus amigos «que le ayuden» a orar. Esta «agonía» espiritual caracteriza las oraciones de Epafras (Col. 4:12). Es en este sentido que debemos ver el énfasis del apóstol acerca de la intercesión en la oración (p. ej., 1 Ts. 3:12s.; 2 Co. 13:7, 9; Col. 1:9–18; Ef. 1:15–21; 3:14–21).

Y, sin embargo, él no vaciló en comprometer a sus convertidos incesantemente en intercesión. En el NT cada creyente es un intercesor (Stg. 5:16; 1 Ti. 2:1) porque cada uno es un sacerdote (Ap. 1:6). Además, la oración produce la paz en el corazón del cristiano (Fil. 4:6s.). La acción de gracias fue también una parte esencial de las oraciones de Pablo (Ro. 1:8; passim). Cuando él recibió algo diferente de su petición, esto ahondó su comunión con Dios (2 Co. 12:7ss.). El libro de los Hechos enfatiza la naturaleza corporativa de la oración; Stg. 5:13–18 mantiene el mismo testimonio.

BIBLIOGRAFÍA

  1. Trevor Hughes, Prophetic Prayer; E. Heiler, Prayer.

James G.S.S. Thomson

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (434). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología

I. Introducción

En la Biblia la oración es adoración que incluye todas las actitudes del espíritu humano en su acercamiento a Dios. El cristiano adora a Dios cuando le ofrece culto, confesión, alabanza, y súplica por medio de la oración. Esta máxima actividad de que es capaz el espíritu humano también puede llamarse comunión con Dios en tanto se destaque la iniciativa divina. El hombre ora porque Dios ya ha tocado su espíritu. En la Biblia la oración no es una “respuesta natural” (véase Jn. 4.24). “Lo que es nacido de la carne, carne es.” En consecuencia, el Señor no “oye” todas las oraciones (Is. 1.15; 29.13). La doctrina bíblica de la oración destaca el carácter de Dios, la necesidad que siente el ser del hombre de entrar en una relación salvadora o pactual con él, y de entrar plenamente en todos los privilegios y obligaciones de esa relación con Dios.

II. En el Antiguo Testamento

Köhler (Old Testament Theology, 1957, pp. 251, n. 153) encuentra “alrededor de 85 plegarias originales en el AT. Además hay alrededor de 65 salmos completos y catorce partes de salmos que pueden llamarse plegarias”.

a. El período patriarcal

En el período patriarcal la oración consiste en invocar el nombre del Señor (Gn. 4.26; 12.8; 21.33); e. d. se usa el nombre sagrado en invocaciones o plegarias. En consecuencia, hay, sin duda, algo inconfundiblemente directo y familiar en la oración (Gn. 15.2ss; 18.23ss; 24.12–14, 26s). La oración se halla también estrechamente relacionada con el sacrificio (Gn. 13.4; 26.25; 28.20–22), aunque también en períodos posteriores aparece esta relación. Este ofrecimiento de oración en el contexto del sacrificio sugiere la unión de la voluntad del hombre con la de Dios, del abandono y la sumisión del yo a Dios. Esto se ve en forma especial cuando Jacob liga entre sí una oración y un voto al Señor. El voto, que es en si una oración, promete servicio y fidelidad si se obtiene la bendición que se busca (Gn. 28.20ss).

b. El período preexílico

1. Uno de los aspectos que más se destaca en este período en lo que hace a la oración es la intercesión; aunque también fue un factor en los días de los patriarcas (Gn. 18.22ss). La intercesión alcanzó especial prominencia en las oraciones de Moisés (Ex. 32.11–13, 31s; 33.12–16; 34.9; Nm. 11.11–15; 14.13–19; 21.7; Dt. 9.18–21; 10.10). Dt. 30 es en buena parte, también, una oración de intercesión, como lo son las plegarias de Aarón (Nm. 6.22–27), Samuel (1 S. 7.5–13; 12.19, 23), Salomón (1 R. 8.22–53), y Ezequías (2 R. 19.14–19). La inferencia parecería ser que la intercesión estaba limitada a personalidades sobresalientes que en virtud de la posición que Dios les había asignado como profetas, sacerdotes, y reyes, tenían un poder particular en la plegaria como mediadores entre Dios y los hombres. Pero el Señor siempre mantuvo su libertad para ejecutar su voluntad; por ello encontramos casos de intercesiones infructuosas (Gn. 18.17ss; Ex. 32.30–35). En Am. 7.1–6 “el Señor se arrepintió”, con respecto a cierto curso de acción, en respuesta a la intercesión del profeta, y en los versículos siguientes (7.7–8.2) Israel tiene que ir al cautiverio a pesar de todo. Incluso, a Jeremías se le prohíbe interceder ante Dios (Jer. 7.16; 11.14; 14.11). Por otra parte, el éxito coronó la intercesión de Lot (Gn. 19.17–23), Abraham (Gn. 20.17), Moisés (Ex. 9.27–33; Nm. 12.9ss), y Job (Job 42.8, 10). La relación personal firme entre dichos mediadores y Dios es lo que sirve de sustento a esas oraciones intercesoras.

2. Resulta sorprendente que entre todas las provisiones legales del Pentateuco nada encontremos sobre la oración, aparte de Dt. 26.1–15. Incluso en este caso son mas bien fórmulas cúlticas que oraciones lo que se quiere destacar. En los vv. 5–11 hay acción de gracias, y en los vv. 13–14 tenemos una profesión de obediencia ya cumplida, pero sólo en el vv. 15 hay súplica. No obstante, probablemente estaremos en lo cierto si suponemos que con frecuencia se ofrecían sacrificios con oración (Sal. 55.14), y cuando no era así podía ser reprobado (Sal. 50.7–15). Por otro lado, la casi total ausencia de oración en las partes del Pentateuco en que se reglamentan los sacrificios sugiere que era práctica bastante común ofrecer sacrificio sin oración.

3. La oración debe haber sido indispensable en el ministerio de los profetas. La misma recepción de la palabra revelatoria de Dios llevaba al profeta a una relación en la que privaba un espíritu de oración ante Yahvéh. Más todavía, bien puede haber sido que la oración fuera condición esencial para que el profeta pudiera recibir la Palabra (Is. 6.5ss, 37.1–4; Jer. 11.20–23; 12.1–6; 42.1ss). Daniel recibió la visión profética en momentos en que se encontraba orando (Dn. 9.20ss). En algunas ocasiones Dios obraba de tal forma que el profeta tenía que esperar durante un tiempo considerable en actitud de oración (Hab. 2.1–3). Por los escritos de Jeremías sabemos que, si bien la oración era tanto la condición esencial como la realidad de la experiencia y el ministerio del profeta, a menudo se trataba de un ejercicio tempestuoso del espíritu (18.19–23; 20.7–18), como así también de un dulce compañerismo con Dios (1.4ss; 4.10; 10.23–25; 12.1–4; 14.7–9, 19–22; 15.15–18; 16.19; 17.12ss).

4. En los Salmos vemos una combinación entre modelos formales y espontaneidad en la oración. Junto a las oraciones más formales destinadas al “santuario” (p. ej. 24.7–10; 100; 150), hay plegarias personales en busca de perdón (51), comunión (63), protección (57), curación (6), vindicación (109), y oraciones llenas de alabanza (103). También vemos en los salmos la combinación entre sacrificio y plegaria (54.6; 66.13ss).

c. El período del exilio

Durante el exilio el factor importante en la religión de los judíos fue el surgimiento de la sinagoga. El templo de Jerusalén estaba en ruinas, y no era posible llevar a rabo ritos y sacrificios en altares en la impura Babilonia. El judío había dejado de ser el que había nacido en el seno de la comunidad y residía en ella, y era, más bien, el que elejía ser judío. El centro de la comunidad religiosa estaba constituido por la sinagoga, y entre las obligaciones religiosas aceptadas, como la circuncisión, el ayuno, y la observancia del día de reposo, se encontraba la oración. No podía ser de otro modo dado que cada pequeña comunidad exiliada dependía del servicio en la sinagoga, donde se leía y exponía la Palabra, y se ofrecía oración. Después del retorno a Jerusalén, así como no se permitió que el templo desplazara a la sinagoga, ni el sacerdote al escriba, ni los sacrificios la Palabra viva, tampoco el ritual desplazó la oración. Tanto en el templo como en la sinagoga, en el ritual sacerdotal como en la exposición de los escribas, el devoto buscaba ahora el rostro de Yahvéh, su presencia personal (Sal. 100.2; 63.1ss), y recibía su bendición en función de la luz de su faz, que resplandecía sobre él (Sal. 80.3, 7, 19).

d. El período posexílico

No cabe duda de que después del exilio hubo una estructura devocional, pero dentro de ella se aseguró la libertad del individuo. Esto se ejemplifica en Esdras y Nehemías, quienes, aunque insistían en el culto y la ley, y en el ritual y el sacrificio, y, en consecuencia, en los aspectos sociales del culto, también recalcaron el factor espiritual de la devoción (Esd. 7.27; 8.22s; Neh. 2.4; 4.4, 9). Sus oraciones son, también, instructivas (Esd. 9.6–15; Neh. 1.5–11; 9.5–38; cf. igualmente Dn. 9.4–19). También podemos notar aquí que con respecto a la postura para la oración no existían reglas concretas (Sal. 28.2; 1 S. 1.26; 1 R. 8.54; Esd. 9.5; 1 R. 18.42; Lm. 3.41; Dn. 9.3 y vv. 20, donde deberíamos leer “hacia” en lugar de “por”). También en lo concerniente a las horas para la oración: la oración resultaba efectiva en cualquier momento, como también en las horas establecidas (Sal. 55.17; Dn. 6.10). En el período posexílico, entonces, encontramos que se combinan la formalidad ritual en el templo, la simplicidad de la reunión en la sinagoga, y la espontaneidad de la devoción personal.

Al ser la oración lo que es, resultaría manifiestamente imposible sistematizarla completamente. En el AT tenemos, por cierto, modelos de oración, pero no una reglamentación obligatoria que rija su contenido o el ritual correspondiente. La oración mecánica, la oración obligada por prescripciones coercitivas, no apareció hasta fines del período intertestamentario, como aclaran perfectamente los evangelios. Tenemos, entonces, que por medio de los sacrificios en el templo de Jerusalén, por medio de la alabanza, la oración, la exposición en los cultos de la sinagoga en la diáspora, y por medio de la circuncisión, la observancia del día de reposo, los diezmos, el ayuno, los hechos supererogatorios, tanto en el templo como en la sinagoga, los devotos buscaban merecer la aceptación divina.

III. En el Nuevo Testamento

Hay ciertas áreas definidas en las que se expone la enseñanza neotestamentaria relativa a la oración, pero el manantial del cual surgen todas sus instrucciones es la propia doctrina y práctica de Cristo.

a. Los evangelios

1. Con respecto a la doctrina de Jesús sobre la oración, esta se expone principalmente en algunas de sus parábolas. En la parábola del amigo que pidió prestados tres panes a medianoche (Lc. 11.5–8) el Señor inculca la importunidad en la oración; y la base sobre la que descansa la confianza en a oración persistente es la generosidad del Padre (Mt. 7.7–11). La parábola del juez injusto (Lc. 18.1–8) estimula la tenacidad en la oración, que incluye persistencia y continuidad. La demora de Dios en contestarla no se debe a su indiferencia, sino a su amor, que desea perfeccionar y profundizar la fe, que finalmente es reivindicada. En la parábola del publicano y el fariseo (Lc. 18.10–14) Cristo insiste en la humildad y la penitencia en la plegaria, y advierte contra un sentido de superioridad. La humillación de uno mismo en la oración equivale a la aceptación de Dios, la autoexaltación hace que Dios esconda su rostro. Cristo demanda caridad en la oración en la parábola del siervo injusto (Mt. 18.21–35). Es la oración ofrecida por un espíritu perdonador la que Dios contesta. Se nos enseña sobre la sencillez en la oración en Mt. 6.5s; 23.14; Mr. 12.38–40; Lc. 20.47. Hay que purgar la oración de toda pretensión. Debe surgir de la sencillez del corazón y la motivación, y expresarse con sencillez de vocabulario y petición. El Señor también instó a la intensidad en la plegaria (cf. Mr. 13.33; 14.38; Mt. 26.41). Aquí se combinan la vigilancia y la fe en vigilia ininterrumpida. Además, en Mt. 18.19s se recalca la unidad en la oración. Si un grupo de cristianos que tiene la mente de Cristo ora en el Espíritu Santo sus oraciones serán efectivas. Pero la oración también debe ser expectante (Mr. 11.24). La oración como experimento pocos resultados logra; la oración que es la esfera donde opera la fe sometida a la voluntad de Dios logra mucho (Mr. 9.23).

2. Sobre los objetivos de la oración Jesús tuvo singularmente poco que decir. Indudablemente se conformó con dejar que el Espíritu Santo impulsara a sus discípulos en la oración. Los pocos objetivos a que hizo referencia en relación con la oración se han de encontrar en Mr. 9.28s; Mt. 5.44; 6.11, 13; 9.36ss; Lc. 11.13.

3. En cuanto a métodos para la oración, el Señor tuvo dos cosas importantes que enseñar. En primer lugar, en adelante la oración debe dirigirse a él, asi como le fue dirigida cuando estaba en la tierra (p. ej. Mt. 8.2; 9.18). Así como estando en la tierra insistía en la necesidad de la fe (Mr. 9.23), ponía a prueba la sinceridad de quienes lo buscaban (Mt. 9.27–31), y ponía al descubierto la ignorancia (Mt. 20.20–22) y la presunción pecaminosa (Mt. 14.27–31) cuando le hacían peticiones, también hoy lo hace, como lo indica la experiencia de los que se dirigen a él en oración. En segundo lugar, en adelante se debe elevar la oración en el nombre de Cristo (Jn. 14.13; 15.16; 16.23s), por medio de quien tenemos acceso al Padre. Orar en el nombre de Cristo es orar como Cristo mismo oraba, y orar al Padre en la forma en que el Hijo nos lo ha dado a conocer: y para Jesús el verdadero punto focal de la oración es la voluntad del Padre. Aquí tenemos la característica básica de la oración cristiana: un nuevo modo de acceso al Padre lograda por Cristo para el cristiano, y oración en armonía con la voluntad del Padre porque es ofrecida en el nombre de Cristo.

4. En cuanto a la práctica de la oración por el Señor, es bien sabido que oraba en secreto (Lc. 5.15s; 6.12); en épocas de conflicto espiritual (Jn. 12.20–28; Lc. 22.39–46); y oró en la cruz (Mt. 27.46; Lc. 23.46). En sus oraciones daba gracias (Lc. 10.21; Jn. 6.11; 11.41; Mt. 26.27), pedía ser guiado (Lc. 6.12ss), intercedía (Jn. 17.6–19, 20–26; Lc. 22.31–34; Mr. 10.16; Lc. 23.34), y mantenía comunión con el Padre (Lc. 9.28ss). Su preocupación en el caso de su oración sacerdotal en Jn. 17 fue la unidad de la iglesia.

5. Como el *Padrenuestro será tratado en mayor extensión en otro lugar, bástenos decir aquí que después de la invocación (Mt. 6.9b) vienen seis peticiones (9c–13b), de las cuales las tres primeras se refieren al nombre de Dios, a su reino y a su voluntad, y las tres últimas a la necesidad que tiene el hombre de pan, perdón, y victoria; luego la oración concluye con una doxología (13c) que contiene una triple declaración relativa al reino de Dios, su poder, y su gloria. “Así” es como debe orar el cristiano.

b. Hechos de los Apóstoles

El libro de los Hechos constituye un excelente nexo entre los evangelios y las epístolas, debido a que en Hechos la iglesia apostólica pone en práctica las enseñanzas de nuestro Señor sobre la oración. La iglesia nació en una atmósfera de oración (1.4). En respuesta a la misma recibió el Espíritu (1.4; 2.4). La oración siguió siendo la atmósfera natural de la iglesia (2.42; 6.4, 6). En el pensamiento de la iglesia la oración quedó íntimamente relacionada con la presencia y el poder del Espíritu (4.31). En épocas de crisis la iglesia siempre podía recurrir a la oración (4.23ss; 2.5, 12). En todo el libro de Hechos los líderes de la iglesia se destacan como hombres de oración (9.40; 10.9; 16.25; 28.8), que urgen a los cristianos a orar con ellos (20.28, 36; 21.5).

c. Las epístolas paulinas

Resulta significativo que inmediatamente después de que Cristo se reveló a Pablo en el camino a Damasco se dice de Pablo, “he aquí, él ora” (Hch. 9.11). Probablemente por primera vez Pablo descubrió lo que verdaderamente era la oración, tan profundo fue el cambio que experimentó en su corazón como efecto de su conversión. A partir de ese momento fue un hombre de oración. En oración el Señor le habló (Hch. 22.17s). La oración incluía la acción de gracias, la intercesión, y efectivización de la presencia de Dios (cf. 1 Ts. 1.2s; Ef. 1.16ss). Descubrió que el Espíritu Santo lo ayudaba en sus oraciones en la medida en que buscaba conocer y hacer la voluntad de Dios (Ro. 8.14, 26). En su experiencia hubo una estrecha relación entre la oración y la inteligencia del creyente (1 Co. 14.14–19). La oración resultaba absolutamente esencial para el cristiano (Ro. 12.12). La armadura del cristiano (Ef. 6.13–17) incluía el tipo de oración que Pablo describe como “toda oración”, que ha de ofrecerse “en todo tiempo”, con “toda perseverancia”, por “todos los santos” (v. 18). Y Pablo practicaba lo que predicaba (Ro. 1.9; Ef. 1.16; 1 Ts. 1.2); de allí su insistencia en la oración cuando escribía a los demás creyentes (Fil. 4.6; Col. 4.2).

En sus epístolas Pablo ora constantemente, y por su contenido resulta instructivo observar algunas de sus plegarias.

1. En Ro. 1.8–12 vuelca su corazón a Dios en acción de gracias (v. 8), insiste en servir a Cristo con su espiritu (v. 9a), intercede por sus amigos en Roma (v. 9b), expresa su deseo de impartirles un don espiritual (vv. 10s), y declara que también él depende de ellos para su crecimiento espiritual (v. 12).

2. En Ef. 1.15–19 nuevamente Pablo agradece a Dios por sus conversos (vv. 15s), y ruega que puedan recibir el Espíritu, por medio del cual viene el conocimiento de Dios y la iluminación del corazón (vv. 17, 18a), a fin de que puedan conocer la esperanza del llamamiento de Dios, la riqueza de la herencia divina, y la grandeza del poder de Dios que quedó demostrada en la resurrección de Cristo (vv. 18b–19).

3. Además, en Ef. 3.14–18 el apóstol ruega al Padre (vv. 14s) por los demás cristianos, para que puedan adquirir un creciente conocimiento del poder de Dios (v. 16), hasta el punto en que Cristo pueda morar en ellos, y que ellos estén arraigados en el amor (v. 17), de modo que cada uno, al ser perfeccionado, pueda ser lleno de la plenitud de Dios (vv. 18s). Ambas oraciones “efesias” están bien resumidas en el triple deseo de Pablo de que los cristianos reciban conocimiento y poder que arrojen como resultado el amor de Cristo, mediante el cual, como individuos y como grupo, deben alcanzar la perfección.

4. En Col. 1.9ss Pablo ora nuevamente para que los creyentes puedan conocer la voluntad de Dios por medio de la sabiduría y el entendimiento espirituales (v. 9), para que la práctica pueda concordar con la profesión (v. 10), para que cuenten con el poder necesario para poner en práctica la fe (v. 11), para que puedan adquirir poder por medio de la práctica (v. 11), y sentirse agradecidos por su inmenso privilegio y su posición en el Señor Jesús (vv. 12s).

Pero quizás la mayor contribución de Pablo a nuestro conocimiento del tema de la oración cristiana sea en el establecimiento de su relación con el Espíritu Santo. La oración es, en realidad, un don del Espíritu (1 Co. 14.14–16). El creyente ora “en el Espíritu” (Ef. 6.18; Jud. 20), de lo que se desprende que la oración es cooperación entre Dios y el creyente desde el momento en que es presentada al Padre, en el nombre del Hijo, por la inspiración del Espíritu Santo que mora en él.

d. Hebreos, Santiago y 1 Juan

La Epístola a los Hebreos ofrece una significativa contribución a la comprensión de la oración cristiana. 4.14–16 indica por qué es posible la oración: es posible debido a que contamos con un Sumo sacerdote que es a la vez humano y divino, en razón de que se encuentra actualmente en los lugares celestiales, y en razón de la función que cumple allí. Cuando oramos lo hacemos para recibir misericordia y hallar gracia. La referencia a la vida de oración del Señor en 5.7–10 enseña lo que realmente es la oración: los “ruegos” y “súplicas” de Cristo fueron “ofrecidos” a Dios, y en este servicio espiritual “aprendió la obediencia”, y por lo tanto “fue oído”. En 10.19–25 el énfasis recae sobre la oración corporativa y las demandas y motivos que envuelve. El lugar de la oración se describe en 6.19.

La Epístola de Santiago contiene tres pasajes significativos sobre la oración. 1.5–8 se ocupa de la oración en casos de perplejidad; se subrayan los motivos correctos para la oración en 4.1–3; y en 5.13–18 se aclara la significación de la oración en tiempo de enfermedad.

En su primera epístola, Juan señala el camino de la audacia y la eficacia en la oración (3.21s), mientras que en 5.14–16 establece la relación entre la oración y la voluntad de Dios, y nos muestra que la eficacia en la oración se relaciona especialmente con la intercesión, pero que hay situaciones en las que la oración no produce ningún resultado.

IV. Conclusión

B. F. Wescott indicó claramente dónde se encuentra lo central de la doctrina bíblica de la oración: “La oración verdadera—la oración que tiene que ser contestada—es el reconocimiento y la aceptación personal de la voluntad divina (Jn. 14.7; cf. Mr. 11.24). De ello se desprende que el ‘oír’ una oración que enseña la obediencia no consiste tanto en el otorgamiento de una petición específica, que el peticionante supone es el camino para lograr el fin deseado, sino en la seguridad de que lo otorgado conduce, justamente, en forma más efectiva a dicho fin. De esta manera se nos enseña que Cristo aprendió que todos los detalles de su vida y pasión contribuyeron al cumplimiento de la obra que había venido a cumplir, por lo que fue ‘oído’ de la manera más perfecta. En este sentido fue ‘oído a causa de su temor reverente’.”

Bibliografía. J. Jeremias, Palabras de Jesús, 1970; id., Teología del Nuevo Testamento, 1977, t(t). I, pp. 218–238; K. Barth, La oración, 1968; H. Schonweiss, “Oración”, °DTNT, t(t). III, pp, 212–225; J. Caba, Pedid y recibiréis, 1980; G. von Rad, Teología del Antiguo Testamento, 1978, t(t). I, pp. 486–497; S. Sabugal, El Padrenuestro en la interpretación catequética antigua y moderna, 1982; J. Comblin, La oración de Jesús, 1977; Orígenes, Tratado de la oración, 1952; J. Hastings, La doctrina cristiana de la oración, 1920.

H. Trevor Hughes, Prophetic Prayer, 1947; F. Heiler, Prayer, 1932; J. G. S. S. Thomson, The Praying Christ, 1959; Ludwig Köhler, Old Testament Theology, 1957; Th. C. Vriezen, An Outline of Old Testament Theology, 1958; H. Schönweiss, C. Brown, G. T. D. Angel, NIDNT 2, pp. 855–886; H. Greeven et al., TDNT 2, pp. 40–41, 685–687, 775–808; 3, pp. 296–297; 5, pp. 773–799; 6, pp. 758–766; 8, pp. 244–245.

J.G.S.S.T.

Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico

Contenido

  • 1 Definición
  • 2 Los objetos de la oración
  • 3 A quién podemos
  • 4 Quién puede orar
  • 5 Por quién podemos orar
  • 6 Efectos de la oración
  • 7 Condiciones de la oración
  • 8 La atención en la oración
  • 9 Necesidad de la oración
  • 10 Oración vocal
  • 11 Las posturas de la oración
  • 12 Oración mental
  • 13 Métodos de meditación
  • 14 Bibliografía

Definición

Griego; euchesthai; latín: precari; inglés: pray; francés: prier, suplicar, pedir).

Un acto de la virtud de religión que consiste en pedir ciertos dones o gracias de Dios. En un sentido más general, se trata de la aplicación de la mente a las cosas divinas, no simplemente para adquirir conocimientos respecto a ellas, sino para utilizar ese conocimiento como medio de unión con Dios. Esto puede llevarse a cabo a través de la alabanza o de la acción de gracias, pero definitivamente la petición constituye el acto principal de la oración.

Las palabras que usa la Escritura para referirse a ella son: invocar (Gn 4, 26), interceder (Job 22, 10); mediar (Is 53, 10), consultar (I Re 28, 6); suplicar (Ex 32, 11) y, con mucha frecuencia, clamar. Los Padres hablan de ella como “la elevación del alma a Dios”, con miras a pedirle cosas apropiadas (San Juan Damasceno, “De fide”, III, 24, in P.G. XCIV, 1090). También la ven como comunicación y conversación con Dios (San Gregorio de Niza, “De oratione dominica”, en P.G. XLIV, 1125) o como diálogo con Dios (San Juan Crisóstomo, “Homilia XXX in Gen.”, n. 5, en P.G. LIII, 280). Es, pues, la manifestación a Dios de nuestros deseos, ya sea respecto a nosotros mismos o a otros. Tal manifestación, es claro, no pretende enseñarle algo a Dios, ni darle indicaciones sobre lo que debe hacer. Sólo quiere apelar a su bondad respecto a las cosas que nos son necesarias. La necesidad, por otro lado, de esa apelación no nace de que Dios ignore nuestros sentimientos o necesidades, sino de que nosotros debemos dar forma a nuestros deseos, concentrar la totalidad de nuestra atención en lo que queremos pedirle, ayudarnos a apreciar nuestra cercana relación con Él. No hace falta que la expresión sea externa o vocal; basta la interna y mental.

Por la oración nosotros reconocemos el poder y la bondad de Dios, a la vez que nuestra precariedad y dependencia. Por eso es que la oración es un acto de la virtud de religión que implica la mayor reverencia a Dios y que nos acostumbra a volver el rostro hacia Él en toda circunstancia. No sólo porque lo que pedimos sea algo bueno o beneficioso para nosotros, sino porque lo deseamos recibir como un regalo de Dios y de nadie más, por más que nos pudiera parecer deseable o bueno. La oración presupone la fe en Dios y la esperanza en su bondad. Dios nos mueve a la oración a través de ambas virtudes. También el conocimiento que tenemos de Dios a través de la luz de la razón nos motiva a pedirle ayuda, aunque la oración motivada por la simple razón carezca de inspiración sobrenatural. Este tipo de oración, si bien nos es útil para no perder nuestro conocimiento natural de Dios, y por tanto para no desconfiar de Él, o para evitar ofenderlo, nunca nos puede disponer para recibir su gracia.

Los objetos de la oración

Como en todo acto que sirve para la salvación, la gracia no sólo es requisito para disponernos a la oración, sino también para ayudarnos a determinar por qué orar. En esto “el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos pedir domo conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables” (Rm 8, 26). Hay ciertas cosas por las que sabemos con certeza que debemos orar, tales como nuestra salvación y los medios para alcanzarla, la resistencia ante las tentaciones, la práctica de la virtud y la perseverancia final. Pero para conocer los medios apropiados de utilidad en circunstancias particulares constantemente sentimos la necesidad de la luz y la guía del Espíritu. Para que no haya la menor posibilidad de error de nuestra parte en una obligación tan fundamental, Cristo nos enseñó por qué debemos pedir en la oración y en qué orden debemos hacerlo. En respuesta a la petición de sus discípulos de que los enseñara a orar, Él pronunció la oración comúnmente conocida como “Oración del Señor” o “Padre Nuestro”, de la que se desprende que sobre todo debemos orar para que Dios sea glorificado, y para que, a tal fin, los hombres se conviertan en dignos ciudadanos de su reino, viviendo en conformidad con su voluntad. Claro que tal conformidad está implícita en toda oración; no se debe pedir nada que no sea conforme a la divina providencia. Eso en cuanto a los objetos espirituales de nuestra oración. Pero también debemos pedir cosas materiales: el pan de cada día y todo lo que va implicado en ese concepto, la salud, la fuerza, otros bienes temporales, tanto materiales y corporales como morales y mentales; los logros que signifiquen un servicio a Dios y a los demás. Finalmente, existen algunos males de los que debemos pedir que se nos ayude a escapar: el castigo de nuestros pecados; el peligro de las tentaciones; todo tipo de aflicción espiritual o física, si éstas nos impiden servir a Dios.

A quién podemos

Si bien Dios Padre es mencionado en la Oración del Señor como aquel a quien debemos hacer oración, no está fuera de lugar dirigir nuestras oraciones a las otras personas divinas. Invocar a una de ellas no excluye a las otras dos. El Padre es más comúnmente nombrado al comienzo de las oraciones de la Iglesia, aunque la conclusión de éstas siempre es “Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad el Espíritu Santo por los siglos de los siglos”. Si la oración es dirigida a Dios Hijo la conclusión es: “Que vives y reinas con Dios Padre en la unidad del Espíritu Santo, Dios, por los siglos de los siglos” o “Quien contigo vive y reina en la unidad, etc.”. Se puede orar a Cristo en cuanto hombre, porque Él es una persona divina, pero no a su naturaleza humana como tal, precisamente porque las oraciones se dirigen a una persona y no a algo impersonal o abstracto. Aquellas plegarias que se dirigen a cosas impersonales, como por ejemplo, el Corazón, las Llagas o la Cruz de Cristo, deben entenderse figurativamente como destinadas a Cristo persona.

Quién puede orar

Dado que el Señor Jesús prometió interceder por nosotros (Jn 14, 16) y realmente así lo hace (Rm 8, 34; Heb 7, 25), podemos solicitar su intercesión, aunque esto no se acostumbre en el culto público. Él ora gracias a sus propios méritos; los santos interceden a favor nuestro gracias a los méritos de Él, no los propios. Consecuentemente, cuando dirigimos nuestra oración a los santos es para pedir que intercedan por nosotros, y sabemos que ellos no pueden concedernos don alguno por su propio poder, ni gracias a sus méritos. Incluso las almas del purgatorio, según la opinión general de los teólogos, oran a Dios para que mueva a los fieles a ofrecer sacrificios, oraciones y obras de expiación en su favor. Y también oran por ellos mismos y por quienes aún estamos en el mundo. El hecho de que Cristo conozca el futuro, o de que los santos puedan conocer muchas cosas del futuro, no les impide orar. Del mismo modo como prevén el futuro, así prevén también de qué forma los acontecimientos por venir pueden ser influenciados por sus oraciones y, de ese modo, a través de la oración ellos pueden tratar de ayudar a que suceda lo mejor, por más que aquellos por los que ellos oran pueden no querer disponerse a recibir las bendiciones solicitadas. Pueden orar los justos y los pecadores. Clemente XI condenó (Denzinger, 10a ed. , no. 1409) la opinión de Quesnel que afirmaba que la oración de los pecadores se añadía a sus pecados. Si bien la oración del pecador no tiene méritos sobrenaturales, sí puede ser escuchada y debe realizarla tal como antes de haber pecado. Sin importar qué tan endurecido esté el corazón del pecador, o precisamente por ello, él también necesita la oración y debe hacerla si quiere ser liberado del pecado y las tentaciones que lo asedian. Su oración sólo ofendería a Dios si fuera hipócrita o presuntuosa, como si quisiese pedir a Dios que le permitiera seguir en el mal camino. No hace falta mencionar que es imposible orar en el infierno. Ni el diablo ni las almas perdidas pueden orar ni ser objeto de la oración.

Por quién podemos orar

Se puede orar por los bienaventurados no con el fin de acrecentar su bienaventuranza sino para que su gloria sea mejor conocida y sus ejemplos imitados. Al orar unos por otros presumimos que Dios otorgará su gracia en consideración a quien ora. Gracias a la solidaridad de la Iglesia, o sea, a la estrecha relación mutua de los fieles en cuanto que son miembros del Cuerpo Místico de Cristo, cualquiera puede beneficiarse de las buenas acciones y, en especial, de las oraciones de los demás, como si tomara parte en ellas. Esto es lo que está en la base del deseo de san Pablo de que se hagan súplicas, oraciones, intercesiones y acciones de gracias por toda la humanidad (Tim 2, 1), por todos, sin excepción, de cualquier nivel social, por los justos, los pecadores, los no creyentes, los muertos y los vivos, los enemigos y los amigos (Cfr. COMUNIÓN DE LOS SANTOS).

Efectos de la oración

Nuestra oración no hace que Dios cambie su voluntad o sus actos a favor nuestro. Simplemente hace efectivo lo que tenía decretado desde la eternidad a causa de nuestra oración. Esto lo puede hacer directamente, sin intervención de una causa secundaria, como acontece cuando nos otorga un don sobrenatural como la gracia actual, o indirectamente, como cuando nos da un don natural. En este último caso su providencia dirige las causas que contribuyen a lograr el efecto deseado. Estas pueden ser agentes libres o morales, como es la persona humana. También puede ser que algunas causas sean morales y otras no, que serían físicas y no libres. O que ninguna sea libre. Finalmente, sin emplear ninguna de las causas dichas, por intervención milagrosa, Él puede producir el efecto por el que se oró.

El uso o el hábito de la oración repercute en beneficio nuestro de varias maneras. Además de obtener las gracias y dones que requerimos, el proceso mismo eleva nuestra mente y nuestro corazón hacia el conocimiento y amor de las cosas divinas, nos da mayor confianza en Dios y nos inculca otros sentimientos valiosos. Tan numerosos y útiles son esos efectos de la oración que ellos mismos nos sirven de compensación aún en el caso de que no se nos conceda lo que pedimos. Frecuentemente incluso ellos son de mayor provecho nuestro que aquello que pedimos. Nada que pudiésemos recibir como respuesta a nuestra plegaria puede superar la conversación familiar con Dios, que es la naturaleza misma de la oración. Además de esos efectos de la oración, podemos (de congruo) obtener de ella méritos para la restauración de la gracia, si es que estamos en estado de pecado, por no mencionar también las nuevas inspiraciones de la gracia, el aumento de la gracia santificante y la satisfacción del castigo temporal debido al pecado. Con toda la importancia que tales beneficios puedan revestir, son sólo marginales respecto del efecto impetrador propio de la oración, el cual se sustenta en la promesa infalible de Dios: “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá” (Mt 7,7); “Por eso os digo, todo cuanto pidáis en la oración creed que ya lo habéis recibido y lo obtendréis” (Mc 11, 24. Cfr. también Lc 11, 11; Jn 16, 24 e inumerables afirmaciones en torno a esto en el Antiguo Testamento).

Condiciones de la oración

Por más absolutas que puedan parecer las afirmaciones de Cristo respecto a la oración, no pueden soslayarse ciertas condiciones de las que depende la eficacia de la misma. En primer lugar, su objeto debe ser digno de Dios y bueno para quien eleva la plegaria, ya en lo espiritual, ya en lo temporal. Tal condición siempre está implícita en la oración de quien está entregado a la voluntad de Dios, listo para aceptar cualquier favor espiritual que Dios se digne concederle, y deseoso de los dones temporales en la medida en que éstos lo ayuden a servir a Dios. Después, es necesaria la fe. Pero no esa fe general que afirma que Dios es capaz de dar respuesta a la oración, o que ésta es un medio poderoso de obtener sus favores, sino la que contiene implícita una total confianza en que Dios es absolutamente fiel a sus promesas de escuchar la oración de aquellos que le suplican por algún motivo. Esta confianza implica un verdadero acto de fe y esperanza, que nos aseguran que si nuestra petición es para nuestro bien, de seguro Dios la concederá o nos otorgará algo equivalente o mejor, según su sabiduría considere conveniente. Para ser eficaz, la oración debe ser humilde. Pedir como si uno tuviera derechos sobre la bondad de Dios, o títulos de alguna clase que nos hagan merecedores del favor de Dios, no sería una oración sino una exigencia. La parábola del fariseo y el publicano ilustran esto muy claramente, y en la Escritura abundan los testimonios acerca de la fuerza de la humildad en la oración. “Un corazón contrito y humillado, oh Dios, no lo desprecias” (Sal 51, 19). “La oración del humilde atraviesa las nubes” (Ecclo 35, 17). Aparte del sacrificio de humildad, podemos y debemos asegurarnos que nuestra conciencia sea buena y que no haya en nuestra conducta algún defecto inconsistente con la oración. Definitivamente, podemos hacer referencia a nuestros méritos en la medida que ellos nos recomienden ante Dios, con la condición que el principal motivo de nuestra confianza sea la bondad de Dios y los méritos de Cristo. Otra cualidad necesaria de la oración es la sinceridad. Sería ilógico pedir un favor y no llevar a cabo todo lo que estuviera en nuestras fuerzas para obtenerlo, pedir algo sin realmente desearlo. O hacer algo incongruente con la oración al mismo tiempo que se está orando. Consecuentemente, la insistencia o fervor es otra de las cualidades, que excluye las peticiones tibias o tímidas. Una cosa es aceptar la voluntad de Dios en la oración y otra muy distinta ser indiferente, en el sentido de que no nos importara si nuestra oración es o no es escuchada. La verdadera resignación ante la voluntad de Dios únicamente es posible una vez que hemos deseado y expresado fervientemente en la oración nuestros deseos respecto a aquello que nos parece necesario para cumplir la voluntad de Dios. Esta insistencia es el elemento que conforma la oración que tan bien describen las parábolas del amigo inoportuno a media noche (Lc 11, 5-8) o de la viuda y el juez injusto (Lc 18, 2-5), y que finalmente obtiene el preciado don de la perseverancia en la gracia.

La atención en la oración

Finalmente, la atención es parte esencial de la oración. Siendo esta última una expresión del sentimiento que emana de nuestras facultades intelectuales, la aplicación de éstas, o sea, la atención, es necesaria. Cuando cesa la atención cesa también la oración. Permitir que la mente divague o se distraiga con otra ocupación o pensamiento necesariamente da fin a la oración y ésta sólo se reinicia cuando la mente se retira del objeto que la distrajo. Es un error admitir las distracciones cuando uno está obligado a empeñarse en la oración. Cuando no existe tal obligación, uno queda en libertad de pasar del objeto de la oración a otro objeto apropiado, siempre y cuando esto se haga con reverencia. Esto es muy sencillo cuando se aplica a la oración mental, pero ¿requiere la oración vocal la misma atención que la mental?. En otras palabras, cuando uno hace oración vocal ¿debe uno poner atención al significado de las palabras?. Y si llegara uno a distraerse ¿ese hecho significaría el fin de la oración?. La oración vocal difiere de la mental precisamente en que la oración mental no es posible sin atender a los pensamientos concebidos y expresados interna o externamente. Ni es posible orar sin poner atención al pensamiento y a las palabras cuando expresamos nuestros sentimientos en nuestras propias palabras. Por su parte, todo lo que se necesita en la oración vocal propiamente dicha es la repetición de ciertas palabras, generalmente fijas, con intención de utilizarlas como oración. Mientras dure la intención, o sea, mientras no se haga nada para terminar esa oración o mientras no se haga algo incompatible con la oración, y uno continúe repitiendo la forma de oración con reverencia y la postura corporal adecuada, apegándose a la forma de oración prescrita, sin permitir ligereza o irreverencia, será posible orar en medio de calles atestadas de gente, en las que es imposible evitar ver señales y sonido y, consecuentemente, imaginaciones y pensamientos. (Santa Teresa de Ávila, preocupada porque la tendencia de algunos teólogos contemporáneos suyos a justificar como válida formalmente la oración vocal bien intencionada pero desatenta- resultado, en ocasiones, de utilizar en la plegaria una lengua desconocida para el pueblo como era el latín- pudiera mermar la voluntad de sus discípulas respecto a la necesidad de pensar en el significado de lo que decían al orar, les advierte acerca del peligro de atenerse a la simple intención, con descuido de la atención: ”Porque no puedan decir por nosotras que hablamos y no nos entendemos, salvo si no nos parece basta irnos por la costumbre, con sólo pronunciar las palabras, que esto basta. Si basta o no, en eso no me entremeto, los letrados lo dirán. Lo que yo querría hiciésemos nosotras, hijas, es que no nos contentemos con sólo eso… Que no se sufre hablar con Dios y con el mundo, que no es otra cosa estar rezando y escuchando por otra parte lo que están hablando, o pensar en lo que se les ofrece”. Camino de perfección, cap. 24, 2, 4. N.T).

Si uno repite las palabras de la oración y evita distracciones deliberadas de la mente hacia cosas que no pertenecen a la oración, es posible admitir, sin faltar a la debida reverencia, por debilidad mental o inadvertencia, numerosos pensamientos no relacionados con el tema de la oración. Es claro que este grado de atención no nos posibilita obtener todo el fruto que la oración nos pudiera dar. Si alguien tuviera como norma contentarse con eso terminaría aceptando cada vez más libremente las distracciones. Es por ello que se aconseja no únicamente mantener siempre vivo el deseo de orar sino también siempre recordar el objetivo de la oración y, en lo posible, pensar en por lo menos algunos de los sentimientos o expresiones de la oración (S.S. Juan Pablo II dice, refiriéndose al rezo del Rosario: “En efecto, con el trasfondo de las Avemarías pasan ante los ojos del alma los episodios principales de la vida de Jesucristo. El Rosario en su conjunto consta de misterios gozosos, dolorosos y gloriosos, y nos ponen en comunión vital con Jesús a través –podríamos decir– del Corazón de su Madre. Al mismo tiempo nuestro corazón puede incluir en estas decenas del Rosario todos los hechos que entraman la vida del individuo, la familia, la nación, la Iglesia y la humanidad. Experiencias personales o del prójimo, sobre todo de las personas más cercanas o que llevamos más en el corazón. De este modo la sencilla plegaria del Rosario sintoniza con el ritmo de la vida humana”. Carta apostólica Rosarium Virginis Mariae, 2. N.T.). Como medio para cultivar el hábito, se recomienda, sobre todo en los Ejercicios Espirituales de san Ignacio, recitar ciertas oraciones comunes: el Padre Nuestro, el Angelus, el Credo, el Yo Pecador, etc., tan despacio como sea necesario para poder respirar una vez entre las palabras o frases principales y permitir, así, pensar en su significado y experimentar en el corazón los sentimientos apropiados. Otra práctica que el mismo autor recomienda mucho consiste en tomar cada frase de la oración y usarla como tema de meditación pero sin detenerse demasiado en cada una de ellas, excepto cuando se encuentra una sugerencia, un pensamiento o un sentimiento útil. Hay que permanecer en ese pasaje en tanto éste nos brinde alimento para el pensamiento o la emoción. Una vez que hayamos permanecido ahí el tiempo suficiente, basta terminar la oración sin ulterior reflexión. (Cfr. DISTRACCIÓN).

Necesidad de la oración

La oración es necesaria para la salvación; constituye un precepto específico de Cristo en los Evangelios (Mt 6, 9; 7, 7; Lc 11, 9; Jn 16, 26; Col 4, 2; Rom 12, 12; I Pe 4, 7). Dicho precepto nos obliga en aquello que es verdaderamente necesario para la salvación. Sin la oración no podemos resistir la tentación ni obtener la gracia de Dios, ni crecer y perseverar en ella. Esta necesidad es universal; corresponde a todo hombre según sus estados de vida, pero muy especialmente a aquellos quienes por causa de su oficio, sacerdotal, por ejemplo, u otras obligaciones religiosas, deben orar de modo especial por el bien de otros y el suyo propio. Es una obligación que nos afecta en toda ocasión. “Les propuso una parábola para inculcarles que era preciso orar siempre sin desfallecer” (Lc 18, 1). Pero indudablemente que es más urgente cuando tenemos mayor necesidad de hacer oración; cuando sin ella no podemos sobreponernos a los obstáculos ni realizar nuestras obligaciones; cuando, para llevar a cabo un acto de caridad, debemos orar por otros; cuando la oración constituye parte de alguna obligación impuesta por la Iglesia, tal como la participación en la Misa dominical y de otras fiestas. Esto se aplica a la oración vocal, pero la necesidad es idéntica en lo tocante a la oración mental, o meditación, sobre todo cuando debemos aplicar nuestra mente al estudio de las cosas divinas para adquirir el conocimiento de las verdades necesarias para la salvación.

La obligación de orar es permanente. Lo cual no significa que debamos hacer de la oración nuestra única ocupación, como creían los euquitas o mesalianos y otras sectas heréticas parecidas. Los textos de la Escritura que nos motivan a orar sin cesar implican que debemos hacerlo con tanta frecuencia e intensidad como sea necesaria; que debemos perseverar en oración hasta que obtengamos lo que deseamos. Algunos autores hablan de la vida virtuosa diciendo que es una oración interrumpida y hacen referencia al proverbio “trabajar es orar” (laborare est orare). Esto, claro, no significa que la virtud o el trabajo suplanten el deber de orar, pues no es posible practicar la virtud ni trabajar apropiadamente sin recurrir frecuentemente a la oración. Los wyclifitas y los waldenses, según la opinión de Suárez, proponían lo que ellos llamaban “oración vital”, que hacía tanto hincapié en las buenas obras que llegaba a excluir toda forma de oración vocal, excepto el Padre Nuestro. Fue por ello que Suárez no aprobaba esa expresión, aunque san Francisco de Sales la utilizó para dar a entender oración reforzada por el trabajo o, mejor dicho, trabajo inspirado por la oración. La práctica de la Iglesia, devotamente obedecida por la feligresía, es comenzar y terminar el día con la oración y, a pesar de que las plegarias matutinas y vespertinas no constituyen un deber estricto, su práctica satisface de tal manera nuestro sentido de la necesidad de orar que su descuido y omisión prolongados hasta pueden ser considerados pecado, dependiendo de lo que los haya originado y que generalmente es algún tipo de pereza.

Oración vocal

La oración puede ser clasificada como vocal o mental, pública o privada. En la oración vocal el acto interno implicado en todo tipo de oración va acompañado por algún tipo de acto exterior, generalmente una expresión verbal. Esta acción externa no solamente nos mantiene atentos a la oración, sino que aumenta su intensidad. Ejemplos de ellos son las oraciones de los judíos en la cautividad (Ex 2, 23), o luego de su idolatría entre los cananeos (Jue 3, 9), el Padre Nuestro (Mt 6, 9), la oración del propio Jesús después de resucitar a Lázaro (Jn 11, 41) y los testimonios de Heb 5, 7 y 13, 15. Frecuentemente se nos recomienda usar himnos, cánticos y otras formas de oración vocal. Esta ha sido práctica común de la Iglesia desde su inicio y nadie la ha negado, a no ser por los wyclifitaas y los quietistas. Los primeros ponían objeciones a su necesidad, alegando que Dios no necesita nuestras palabras para saber lo que sucede en nuestras almas y que, siendo la oración un acto espiritual, no requería del cuerpo para su realización. Los últimos consideraban toda acción externa de la oración como una interferencia exterior con la pasividad requerida- según ellos- por el alma para orar adecuadamente. Es obvio que la oración debe constituir una acción de la persona integral, alma y cuerpo. Igualmente, que Dios, quien creó ambos, debe sentirse contento por ser servido por ambos, los cuales, cuando actúan al unísimo, se complementan en vez de entorpecerse mutuamente. Los wyclifitas no solamente se oponían a toda forma de expresión externa de oración, sino a la oración vocal en su sentido estricto, o sea, a cualquier oración expresada en palabras, excepto el Padre Nuestro. El uso de muchas formas de oración verbal ya está testimoniado con el uso de la plegaria sobre los primeros frutos (Dt 26, 13). Además, si es correcto el uso del Padre Nuestro, que también es oración vocal, ¿porqué no las demás?. Las letanías, las colectas, las oraciones eucarísticas de la Iglesia primitiva eran indudablemente oraciones vocales fijas, y las oraciones domésticas diarias, el Padre Nuestro, el Ave María, el Credo de los Apóstoles, el Yo Pecador, los actos de fe, esperanza y caridad, etc., testimonian el uso de esas formas en la Iglesia y la preferencia de los fieles por esas formas aprobadas, en contraste con otras compuestas por ellos mismos.

Las posturas de la oración

Las posturas de la oración son también evidencia de la tendencia natural humana a expresar sentimientos internos a través de signos externos. Ciertas posturas, como la estar de pie con las manos extendidas, según se acostumbraba en Roma, han sido consideradas apropiadas para la oración no sólo entre los judíos y cristianos, sino también entre pueblos no cristianos. El “orante “ (el prototipo de los cristianos en oración que aparecen en las pinturas murales de las catacumbas romanas) nos muestra las posturas preferidas por los primeros cristianos: de pie con las manos extendidas, como Cristo en la cruz, según explica Tertuliano, o con la las manos elevadas al cielo y la cabeza inclinada, o, en el caso de los fieles, con la vista elevada al cielo y, en el caso de los catecúmenos, con los ojos fijos en la tierra. La postración, el arrodillarse, la genuflexión y otras posturas similares como golpearse el pecho, son signos externos de la reverencia propia de la oración, pública o privada.

Oración mental

La meditación es una forma de oración mental que consiste en la aplicación de las diferentes facultades del alma: memoria, imaginación, intelecto y voluntad, a la consideración de algún misterio, principio, verdad o hecho con vistas a provocar las emociones espirituales adecuadas y encontrar una solución acerca del curso de acción que se deba tomar considerando la voluntad de Dios y como medio para unirse a El. Tal práctica ha sido común de las almas temerosas de Dios. Hay abundante evidencia de ello en el Antiguo Testamento, como por ejemplo, en Sal 38, 4; 62, 7; 76, 13; 118 passim; Ecclo 14, 22; Is 26, 9; 57, 1; Jer 12, 11. En el Nuevo Testamento, Cristo dejó abundantes ejemplos y san Pablo se refiere a ello frecuentemente, por ejemplo, en Ef 6, 18; Col 4, 2; I Tim 4, 15; I Cor 14, 15. En la Iglesia siempre se ha practicado. Entre quienes la recomiendan a los fieles está Crisóstomo en sus dos libros acerca de la oración y en sus “Homilia XXX in Génesis” y “Homilia VI in Isaiam”. También Casiano en su “Conferencia IX”, san Jerónimo en la “Epistola 22 ad Eustochium”, san Basilio en su “Homilia sobre santa Julita” y “In regular breviori”, 301. San Cipriano lo hace en “In expositione orationis dominicalis”; san Ambrosio en “De sacramentis”, VI, 3; san Agustín en “Epistola 121 ad Probam”, CC, V, VI, VII; Boctius, “De spiritu et anima” XXXII; san León en “Sermo VIII de jejunio”; san Bernardo, “De consecratione”, I, VII; santo Tomás en II-II, Q. 83, a. 2.

Los escritos de los Padres y de los grandes teólogos son, en gran parte, fruto de la meditación devota y del estudio de los misterios de la religión. Sin embargo, no parece haber señales de meditación metódica antes del siglo XV. Incluso en los monasterios anteriores a ese tiempo, no parece haber existido ninguna norma para el coro o para el ordenamiento de temas, orden, método y tiempo para la meditación. Desde el inicio, antes de la mitad del siglo XII, los cartujos tenían tiempos determinados para la oración mental, como se sigue del “Consuetudinario” de Guigo, pero no aparece ninguna reglamentación más detallada. Alrededor de los inicios del siglo XVI uno de los hermanos de la Vida Común, Jean Mombaer, de Bruselas, publicó varios temas o puntos de meditación. La regla de la vida monástica generalmente prescribían horas para la oración común que incluía la recitación del Oficio Divino, pero dejaba al individuo la tarea de considerar uno u otro de sus textos como pudiera. Por el mismo tiempo, el capítulo de Milán de los dominicos prescribía la oración mental media hora en las mañanas y en las tardes. Entre los franciscanos ya existen registros de oración mental metódica a mediados de ese siglo. En el caso de los carmelitas no había reglamentación al respecto hasta que santa Teresa la introdujo como norma dos horas al día. Si bien san Ignacio redujo la meditación a un método muy definido en sus ejercicios espirituales, no llegó dicha práctica a incluirse en su regla hasta treinta años después de la fundación de la Sociedad de Jesús. Su método y el de san Sulpicio han ayudad a extender el hábito de la meditación más allá del claustro, entre los fieles de todo el mundo.

Métodos de meditación

En el método de san Ignacio, el tema de la meditación se elige con antelación, generalmente la noche anterior. Puede ser cualquier verdad o acontecimiento relacionado con Dios o el alma humana, la existencia de Dios, sus atributos, tales como justicia, misericordia, amor y sabiduría, la ley, la providencia, la revelación, la creación y su objeto, el pecado y su castigo, la muerte, la creación y su fin, el juicio, el infierno, la redención, etc. Es necesario definir muy claramente el aspecto del tema, porque de otro modo la consideración será muy superficial o general, y no se obtendrá ningún beneficio práctico. Debe preverse en lo posible la aplicación de la reflexión a las propias necesidades espirituales y tratar de interesarse en ello a base de recordarlo, al acostarse y al levantarse, para lograr convertirlo en un pensamiento que esté presente al despertarse y al dormirse. Una vez preparada para la meditación, la persona debe concederse unos minutos para concentrarse en lo que está a punto de hacer y, así, empezar con una mente quieta y profundamente impresionada ante lo sagrado de la oración. Naturalmente, a esto sigue un acto de adoración a Dios, acompañado de la petición de que nuestra intención de honrarlo en la oración sea sincera y perseverante. Igualmente, que cada facultad y acto nuestro, interno y externo, pueda contribuir a su alabanza y servicio. Enseguida se trae a la mente el tema de la meditación y, con el fin de fijar la atención, aquí se utiliza la imaginación para construir alguna escena apropiada al tema, por ejemplo: el jardín de Edén si se trata de meditar en la creación o en la caída del hombre; el valle de Josafat, si se trata del juicio final; el pozo insondable de fuego, si del infierno. A esta actividad se le llama “composición de lugar” y aún cuando el tema de la meditación no tenga vínculos asociativos materiales, la imaginación siempre puede inventar alguna escena o imagen sensible que ayude a concentrar la atención y apreciar el material espiritual que se esté considerando. Por ejemplo, si se considera el pecado, especialmente el carnal, como algo que esclaviza el alma, el Libro de la Sabiduría, 9, 15 asemeja el cuerpo a una cárcel del alma: “Pues el cuerpo mortal oprime el alma y la tienda terrenal abruma la mente reflexiva”.

Con frecuencia este primer paso o preludio, como se le llama también, puede llegar a ocupar provechosamente la totalidad del tiempo destinado para la meditación, pero generalmente debería poder hacerse en breves minutos. Le sigue a esto una breve petición para obtener la gracia especial que uno espera obtener. Y ahora es cuando empieza la meditación propiamente dicha. La memoria recuerda el tema de la manera más definida posible, punto por punto, repitiéndolo si es necesario, siempre teniéndolo en mente como un asunto de interés personal. El sustento de todo es un acto de profunda fe que se continúa hasta que el intelecto aprende naturalmente la verdad o la trascendencia del hecho que se considera y comienza a concebirlo como un asunto de cuidadosa consideración, razonando sobre él y estudiando qué pueda significar para su bienestar propio. Gradualmente surge un interés genuino en la reflexión hasta que, teniendo a la fe como aliada en la activación de la inteligencia natural, uno empieza a percibir aplicaciones a su propia realidad y necesidad y a sentir la ventaja o necesidad de actuar respecto a las conclusiones que se tomen. Este es un momento importante de la meditación. El convencimiento de que debemos o necesitamos hacer algo congruente con lo considerado hace nacer en nosotros los deseos o resoluciones que nosotros ansiamos lograr. Si hacemos esto seriamente no debemos engañarnos a nosotros mismos en lo tocante a la conveniencia o posibilidad de las decisiones que tomemos. No importa cuánto nos cueste el ser congruentes y perseverantes, debemos tomar esas decisiones, y entre más reconozcamos su dificultad y nuestra debilidad o incapacidad, más trataremos de valorar los motivos que nos llevan a tomarlas y, sobre todo, más trataremos de orar para ser capaces de ponerlas en práctica.

Si de verdad estamos interesados, no nos contentaremos con un proceso superficial. A la luz de la verdad que estamos meditando, nuestra mente evocará nuestras experiencias pasadas y nos confrontará con la memoria de los fracasos que hayamos tenido en intentos anteriores similares al que estamos considerando o, al menos, con un sentido agudizado de la dificultad que no espera, haciéndonos más cuidadosos de los motivos que nos animan y más humildes al suplicar la gracia de Dios. Tales súplicas, así como las diversas emociones que surjan de nuestra reflexión, encontrarán su expresión en forma de oraciones a Dios, también llamadas coloquios o conversaciones con Él. Estas pueden ocurrir en cualquier punto del proceso; cada vez que nuestro pensamiento nos inspire a invocar a Dios acerca de nuestras necesidades, o para pedir luz que nos haga entender cuáles son éstas y los medios necesarios para obtener su solución. Este proceso general está sujeto a variaciones dependiendo del carácter del tema que esté siendo considerado. El número de preludios y coloquios puede variar; puede variar el tiempo que se haya de dedicar al razonamiento, de acuerdo a nuestro conocimiento del tema. No hay nada mecánico en el proceso. Si se le analiza, se trata simplemente de la operación natural de cada facultad y de todas ellas en concierto. Roothan, quien ha preparado el mejor resumen de dicho proceso, recomienda una preparación remota antes de iniciarlo, de modo que estemos debidamente preparados para entrar en la meditación y, después de cada ejercicio, una revisión detallada de cada parte para ver en qué grado se ha avanzado. Es muy recomendable, para recordar el pensamiento o motivo o afecto principal, redactar un breve memorandum, preferentemente enmarcado en las palabras de algún texto de la Escritura, de la “Imitación de Cristo”, de los Padres de la Iglesia o de algún autor reconocidamente sólido en temas espirituales. La meditación realizada periódicamente según este método ayuda a crear una atmósfera o espíritu de oración.

El método más popular entre los sulpicianos, y que es observado en sus seminarios, no difiere substancialmente del anterior. Según Chenart, compañero de Olier y durante largo tiempo director del seminario de san Sulpicio, la meditación debe consistir de tres partes: la preparación, la oración propiamente dicha y la conclusión. A modo de preparación se debe empezar con actos de adoración a Dios Omnipotente, de humillación, y con peticiones fervientes dirigidas al Espíritu Santo para saber cómo orar y obtener sus frutos. La oración propiamente dicha consta de consideraciones y de las emociones o afectos espirituales que resultan de aquellas. Cualquiera que sea el tema de la meditación, se le debe considerar como si fuera ejemplificado por la vida de Cristo, tanto en si mismo como en su importancia práctica en nuestra vida. Entre más simples sean tales consideraciones, mejor. No es recomendable un razonamiento muy largo o intrincado. Cuando sea necesario algún razonamiento, debe hacerse simple y siempre a la luz de la fe. Están fuera de lugar la especulación, la sutileza o la curiosidad. Debe intentarse por todos los medios llevar a cabo reflexiones prácticas y sencillas, orientadas al auto examen, para ver en qué forma se adapta nuestra conducta a las conclusiones que derivamos de tales consideraciones. El propósito principal de la meditación es el afecto. Y la norma y meta de éste debe ser la caridad. De ser posible, los afectos deben ser pocos y de tal simplicidad e intensidad que puedan inspirar al alma a actuar en la dirección de la conclusión que se derive de la consideración y a decidir hacer algo concreto en servicio de Dios. Buscar demasiados afectos solamente distrae o disipa la atención de la mente y debilita la firmeza de la voluntad. Si encontramos que es difícil limitar el número de las emociones, no vale la pena hacer demasiado esfuerzo en ese sentido y es mejor dedicar nuestras energías a obtener el mejor fruto posible de las emociones que surjan naturalmente y sin esfuerzo de nuestras reflexiones mentales. Como medio de mantener en la mente durante el día el pensamiento o motivo principal de la meditación, se sugiere que fabriquemos un ramillete espiritual, como primorosamente se le llama, con el cual podamos refrescar nuestra memoria.

Una meditación realizada cuidadosamente forma hábitos de recordar y razonar rápidamente y con facilidad acerca de las cosas divinas, de modo que se puedan provocar afectos piadosos, que pueden ser muy intensos y mantenernos apegados fuertemente a la voluntad de Dios. Álvarez de Paz y otros autores desde su tiempo llaman “oración afectiva” a la oración compuesta principalmente de tales afectos, para señalar que en vez de tener que trabajar mentalmente para admitir o captar alguna verdad, el alma se vuelve tan familiar con ella que su mero recuerdo la llena de sentimientos de fe, esperanza y caridad; nos mueve a ser más generosos en la práctica de alguna de las virtudes morales; nos inspira para sacrificarnos o para realizar acciones encaminadas a la gloria de Dios. Cuando los afectos son más simples, o sea, menos numerosos y variados, menos interrumpidos por razonamientos o intentos mentales de encontrar expresiones apropiadas para las consideraciones o los mismo afectos, conforman lo que Bossuet y sus seguidores llaman “oración de simplicidad”; oración de simple atención; de tema divino que no contiene razonamiento acerca de si mismo, sino que aparece a intervalos para renovar a fortalecer los sentimientos que mantienen el alma unida a Dios.

Estos grados de oración son expresados con varios nombres por los diferentes autores espirituales: “oración del corazón”, “recogimiento activo”, etc. También con frases paradójicas como “reposo activo”, “quietud activa”, “silencio activo”, para expresar oposición a estados pasivos similares. San Francisco de sales la llamó “oración de entrega simple a Dios”, no con el sentido de hacer nada, o de permanecer inerte en su presencia, sino de hacer todo lo posible para controlar nuestras facultades inquietas y chocantes, y mantenerlas dispuestas para lo que Él mande. Como quiera que se denominen esos grados de oración, es importante no confundirlos con los modos del quietismo (Cfr. GUYON, MOLINOS), para no exagerar su importancia y hacerlos ver como absolutamente distintos de la oración vocal y la meditación; son simplemente grados de la oración ordinaria. La práctica de la meditación desarrolla el hábito de centrar nuestros afectos en las cosas divinas. Entre más se cultiva ese hábito, más fácil es evitar las distracciones, incluso aquellas generadas por la complejidad de nuestros sentimientos y pensamientos, hasta que llega el momento en que Dios, o alguna verdad relacionada con Él, se convierte en el simple objeto de nuestra imperturbable atención, mantenida así por la firme e intensa emoción que suscita.

San Ignacio y otros maestros del arte de la oración han hecho sugerencias para pasar de la meditación propiamente dicha a esos grados más elevados de oración. En los “Ejercicios Espirituales” la repetición de meditaciones previas se convierte en oración afectiva y los ejercicios de la segunda semana, las contemplaciones de la vida de Cristo, son virtualmente idénticos a la oración de simplicidad que, a fin de cuentas, es lo mismo que la práctica ordinaria de la contemplación. Otros modos de oración están descritos en los artículos sobre CONTEMPLACIÓN, ORACION DE QUIETUD.

La clasificación de oración privada y pública fue hecha para denotar la distinción entre la oración del individuo, realizada con o sin la presencia de otros, para sus necesidades o de los demás, y la oración que se eleva oficial o litúrgicamente, en público o en secreto, como cuando un sacerdote recita el oficio divino fuera del coro. Todas las oraciones litúrgicas de la Iglesia son públicas, como es el caso de todas las oraciones ofrecidas por alguien que tenga órdenes sagradas, en su carácter de ministro. Estas oraciones públicas generalmente son ofrecidas en lugares especialmente diseñados para ese propósito, en templos o capillas, del mismo modo como en el Antiguo Testamento las plegarias eran elevadas en el Templo y en las sinagogas. También se han fijado tiempos específicos para ellas: las diversas horas del oficio divino, los días de súplicas y vigilias, los tiempos de Adviento y Cuaresma, y ocasiones de necesidades especiales, de aflicción, de acción de gracias, de jubileo, universales o solamente para algunos sectores significativos de la feligresía (Cfr. UNIÓN DE ORACIÓN).

(Convendría complementar la lectura del presente artículo repasando la Cuarta Parte, nos. 2558-2856, “La Oración Cristiana”, del Catecismo de la Iglesia Católica publicado por el Papa Juan Pablo II, en 1992. N.T.)

Bibliografía

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Fuente: Wynne, John. “Prayer.” The Catholic Encyclopedia. Vol. 12. New York: Robert Appleton Company, 1911.
http://www.newadvent.org/cathen/12345b.htm

Traducido por Javier Algara Cossío. rc

Enlaces internos relacionados con la Oración

[1] Oratorio.

[2] Oratorio de San Felipe Neri.

[3] Oraciones ACI Prensa.

[4] Salmos.

[5] San Alfonso María Ligorio.

[6] Oraciones al Corazón de Jesús. Devoción al Sagrado Corazón de Jesús.

[7] Oraciones a los Ángeles.

[8] Oraciones a San José.

[9] Oraciones a la Sagrada Eucaristia. Sacrificio de la Misa

[10] San Gregorio Nacianceno.

[11] San Gregorio Nacianceno (I)

[12] Catequesis del Papa: San Gregorio Nacianceno (II)

[13] Oración metódica del Carmelo.

[14] Punto de vista. La importancia de la Oración. Alejandro Bermúdez.

Selección y revisión de enlaces: José Gálvez Krüger.

Fuente: Enciclopedia Católica