PADRE

v. Dios, Madre
Gen 2:24 dejaré el hombre a su p y a su madre
Gen 17:5 te he puesto por p de muchedumbre de
Gen 43:27 ¿vuestro p, el anciano .. lo pasa bien?
Exo 20:5; 34:7


Padre (heb. zâb; gr. pater). Término que denota diversos tipos de relacionamientos: 1. Primariamente, al progenitor masculino inmediato (Gen 22:7; 27:22, 38; Mat 4:21; Luk 1:59). 2. Pero también puede indicar al abuelo (Gen 28:10, 13). 3. Y a cualquier antepasado varón, no importa cuán alejado sea (2Ki 15:38; Joh 8:53). 4. “Padre” también puede significar el fundador de un grupo social u profesional especí­fico (Gen 4:21); así­ Jabal “fue padre de los que habitan en tiendas” (v 20). 5. En 1Ch 2:51 y 52, los fundadores de las ciudades de Belén, Bet-gader y Quiriat-jearim son llamados “padres” de esas ciudades, y en 1Ch 4:14 un Joab es llamado “padre” de los habitantes del valle de Carisim, que significa valle “de los artí­fices”. 6. Una persona que actuaba con bondad paternal, o como un guí­a o maestro, a menudo era llamada padre (Jdg 17:10; 2Ki 2:12). 7. En un sentido especial se representa a Dios el Creador como un padre (Mal 2:10), una relación hecha explí­cita en la vida de Cristo (Mat 11:26; Mar 14:36; Luk 22:42; Joh 14:9). Pablo compara la regeneración espiritual con la adopción por la cual Dios llega a ser nuestro Padre espiritual (Rom 8:15; Gá. 4:5, 6). Padre de familia. Término que indica al dueño de casa o cabeza de la familia. Es traducción del: 1. Heb. ‘îsh, “hombre” (Pro 7:19; en el contexto, “esposo”). 2. Gr. oikodespót’s, “amo de la casa” (Luk 22:11). Otros pasajes dónde aparece la misma idea son: Mat 10:25; 13:52; 20:1, 11; 24:43; Mar 14:14; Luk 12:39; 13:25; 14:21. Padres. Término que, usado en plural y en sentido traslaticio e impropio, tiene el sentido de progenitores directos de los miembros del hogar. Así­ aparece principalmente en el NT, aunque en el AT el concepto está indicado con expresiones tales como “padre”* o “madre” (Exo 20:12; cf Eph 6:1). El plural hebreo para “padre” (masculino) incluye también a las madres, a menudo a los abuelos y también otros antepasados. Se dan diversas amonestaciones acerca de los deberes de los padres hacia sus hijos y viceversa: se amonesta a los hijos a obedecer a sus padres “en el Señor” (Eph 6:1); éstos, a su vez, están obligados a proveer lo necesario a sus hijos (2Co 12:14), pero los hijos o nietos de una viuda deberí­an aprender a cuidar de ella (1 Tit 5:4). Jesús profetizó que vendrí­a el tiempo cuando los hijos traicionarí­an a sus padres creyentes (Mat 10:21; Mar 13:12) e, inversamente, los padres entregarí­an a sus hijos cristianos (Luk 21:16). Pablo predijo que en los últimos dí­as los hijos serí­an desobedientes a sus padres (2 Tit 3:2).

Fuente: Diccionario Bíblico Evangélico

latí­n pater. Palabra que designa, en la Biblia, en primer lugar al p. carnal, pero al mismo tiempo describe su autoridad como cabeza de familia, autoridad ésta que incluso le permití­a vender como esclava a su propia hija, Ex 21, 7. También se le da el nombre de p. a la casa paterna, Gn 34, 19; al abuelo, Gn 28, 13, y a los que inician una estirpe genealógica, Ex 12, 3; Mt 3, 9; 23, 30.

En sentido metafórico se habla de p. lluvia Jb 38, 28, o se le llama p. al bienhechor, Jb 29, 16; al sabio, Pr 1, 8; Is 19, 11, a un maestro o consejero.

Pablo ve a los apóstoles como padres de las comunidades cristianas. Aunque en algunos pasajes del A. T. aparece P. aplicado al nombre de Dios; y en el N. T. aplicado a Jesús.

Diccionario Bí­blico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003

Fuente: Diccionario Bíblico Digital

(heb., †™av; gr., pater).
1. El progenitor varón inmediato (Gen 42:13). Se ordena reverencia y obediencia de parte de los hijos (Exo 20:12; Lev 19:3; Deu 5:16). Las Escrituras frecuentemente presentan el carácter y los deberes del padre ideal. Ver FAMILIA.
2. Antepasado, inmediato o remoto. Se lo llama padre de Jacob a Abraham (Gen 28:13) y Dios le dice que será padre de muchedumbres de gentes (Gen 17:4). Se usa el término para hacer referencia a los patriarcas (Rom 9:5) y a los jefes de los clanes (Exo 6:14; 1Ch 27:1).
3. La palabra tiene muchos usos figurados y derivados:
un antepasado espiritual (Joh 8:44; Rom 4:11), el originador de una forma de vida (Gen 4:20), alguien que exhibe bondad y sabidurí­a paternal con otra persona (Jdg 17:10), un superior venerado (1Sa 10:12; 1Jo 2:13), los consejeros reales y primeros ministros (Gen 45:8), los primeros cristianos que han muerto (2Pe 3:4) y una fuente (Job 38:28).

Dios es Padre: como creador del universo (Jam 1:17); como creador de la raza humana (Mal 2:10); como el que engendra y cuida de sus hijos espirituales (Rom 8:15); y, en un sentido especial y singular, como Padre de Jesucristo (Mat 11:26; Mar 14:36; Luk 22:42).

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

Tiene varios significados en la Biblia.

– Progenitor inmediato, Gen 42:12.

– Progenitor remoto, Gen 17:4, Rom 9:5.

– Ascendiente espiritual, Rom 4:11, Jua 8:44.

– El iniciador de un modo de vida, Gen 4:20.

– Consejero o fuente: (Jue 17:10, job 28:28.

Dios es nuestro Padre: Porque nos creó, y porque nos redimió, Ma12Cr 2:10, J n.1:12; nuestro “papá”. Ver “Abba”.

Deberes y derechos de los padres: Ver “Matrimonio .

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

http://biblia.com/diccionario/

Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

El término hebreo ab equivale a p., con varios sentidos: a) El progenitor (†œ… dejará el hombre a su p. y a su madre…† [Gen 2:24]; †œBetuel fue el p. de Rebeca† [Gen 22:23]). b) El antepasado. Cuando murió †¢Jotam, se dice: †œY fue enterrado en la ciudad de David su p.†, indicando así­ que el rey muerto era de la descendencia de David. Este sentido debe tenerse en cuenta al estudiar las †¢genealogí­as. c) Una persona que merece un trato respetuoso similar al que otorgamos a nuestros p. Puede ser que un siervo llame p. a su amo, como el ayudante de †¢Eliseo en †¢Dotán, que le dijo: †œP. mí­o, p. mí­o, carro de Israel y su gente de a caballo!† (2Re 2:12). También se aplicaba a los reyes, pues David llamó a †¢Saúl: †œPadre mí­o† (1Sa 24:11). d) Alguien que ejerce protección sobre otros. Job decí­a: †œA los menesterosos [yo] era p.† (Job 29:16).

El pueblo de Israel reconocí­a que Dios era su p., en sentido colectivo, como nación. Se lee en Isaí­as (†œPero tú eres nuestro p., si bien Abraham nos ignora, e Israel no nos conoce; tú, oh Jehová, eres nuestro p.† [Isa 63:16]). Y en Oseas: †œCuando Israel era muchacho, yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo† (Ose 11:1). Lo que no tení­an los israelitas era el concepto de Dios como p. de una persona. Ni en el AT ni en la literatura extrabí­blica de los israelitas se encuentra que una persona (que no sea el †¢Mesí­as) llame P. a Dios. Ese sentido de la paternidad de Dios lo reveló nuestro Señor Jesucristo (†œ… ni al Padre conoce alguno, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar† [Mat 11:27]).
Señor Jesús, al orar, se dirigí­a a Dios diciéndole: P., que en arameo es †¢Abba (†œP., si quieres, pasa de mí­ esta copa† [Luc 22:42]; †œP., la hora ha llegado…. P., glorifí­came…. P. justo, el mundo no te ha conocido† [Jua 17:1-25]). Ante la inquisición de †¢Felipe: †œSeñor, muéstranos el P., y nos basta†, Jesús contestó: †œEl que me ha visto a mí­, ha visto al P.† (Jua 14:9). Pablo utiliza el término Abba, lo cual significa que era de uso común en la iglesia primitiva. Con él se manifiesta †œel espí­ritu de †¢adopción†, pues †œel Espí­ritu mismo da testimonio a nuestro espí­ritu, de que somos hijos de Dios† (Rom 8:15-16; Gal 4:6).

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

ver, PADRES

vet, (a) El ascendiente inmediato de alguien (Gn. 42:13), o bien el abuelo (Gn. 28:13) o un antecesor aún más alejado (Gn. 17:4). (Véase PADRES.) (b) El que ha sido el pionero en una actividad o que ha encabezado un grupo social (Gn. 4:20). Antecesor, jefe o una de las autoridades de una ciudad (1 Cr. 2:51; 4:14, 18). (c) Aquel que tiene, con respecto a alguien, una actitud paternal y sabia (Gn. 45:8; Jue. 17:10; 18:19). Tí­tulo que expresa respeto y honra. Así­ se llamaba a aquellos que tení­an la función de enseñar, sobre todo si se trataba de un anciano (1 S. 10:12; 2 R. 2:12); recibí­an este nombre también los consejeros del rey y los primeros ministros (Gn. 45:8). (d) Excepto como Creador y Sustentador, Dios no es revelado como Padre en el AT (cfr. Mal. 2:10; Hch. 17:28, y véase Ant. 4:8, 24). También el Señor Jesús es profetizado como “el Padre eterno” o “Padre de la era eterna” (Is. 9:6). No fue sino hasta la revelación del NT que Dios fue dado a conocer como Padre, y sólo por el Señor Jesús mientras estuvo en la tierra, que constantemente hablaba a Sus discí­pulos de Dios como el Padre de ellos en el cielo (Mt. 5:16, 45, 48; 6:1, 8, 14, 15, etc.). Como Hijo lo dio así­ a conocer a ellos mientras estaba en la tierra. Después de la resurrección el Señor envió este mensaje a Sus discí­pulos, a los que ahora llama “sus hermanos”: “Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios” (Jn. 20:17). La voluntad del Padre y la obra de Su Hijo, que era para ellos la fuente de la vida eterna, habí­a llevado a los discí­pulos, en este respecto, a la misma posición celestial que el mismo Cristo resucitado delante del Padre (cfr. Ef. 1:3 ss.; 2:7 ss.).

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

(v. Dios Padre, Padre nuestro)

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

(->Abba, familia). En el principio de la Biblia destaca la figura de la mujermadre* (Eva), pero después recibe prioridad el varón, entendido sobre todo como padre. Gran parte de la Biblia recoge el fondo cultural patriarcalista del entorno, pero ya en muchos pasajes del Antiguo Testamento, y de un modo especial en el Nuevo, encontramos los principios de una superación del patriarcalismo. Ciertamente, Jesús llama a Dios Padre, pero lo hace en un sentido no patriarcal. En esa lí­nea, Jesús no actúa y redime a los hombres como padre superior (o como esposo), sino simplemente como un “hijo* de hombre” , un hermano o compañero que ha ofrecido su vida al servicio del Reino, es decir, de la fraternidad entre varones y mujeres, entre libres y esclavos (como sabe Gal 3,28). Sobre esa base queremos evocar la figura de los padres en el Antiguo Testamento, para ofrecer después dos ejemplos de la visión del padre en el Nuevo Testamento.

(1) Antiguo Testamento y judaismo. El judaismo puede entenderse como religión genealógica*. Por eso, los representantes y transmisores principales de la religión judí­a son los padres (especialmente el padre), no los ministros de la comunidad creyente, como suele suceder en el cristianismo. Los padres dirigen el rito de la circuncisión, presiden la fiesta de pascua y transmiten su identidad nacional a los hijos (cf. Ex 13,14; Dt 5,7; etc.). En ese sentido po demos añadir que el judaismo es una religión de “buenas familias” que mantienen y cultivan la tradición de los antepasados. La primera historia bí­blica sanciona el recuerdo de los padrespatriarcas (Abrahán, Isaac, Jacob y sus doce hijos), que garantizan la elección de Dios y las promesas: ellos definen el surgimiento del pueblo. Los padres de familia formaban el consejo de ancianos (zeqtienim), que fueron y son representantes de estirpes y clanes, que forman la asamblea permanente (legislativa, ejecutiva, judicial) del pueblo. Cada familia repite y encarna el modelo patriarcal, con el padre varón como garante de Dios y transmisor de las promesas, en perspectiva genealógica. En esa lí­nea, entre los mandamientos básicos de la Ley israelita está el de “honrar a tu padre y a tu madre” (Ex 20,12; Dt 5,16), manteniendo de esa forma la tradición de la familia. Jesús ha matizado de manera poderosa esa exigencia familiar, poniendo el reino de Dios (la apertura a los pobres) por encima de la defensa y mantenimiento del orden genealógico (cf. Mt 8,21; 10,37; 19,39 par). En ese sentido, se podrí­a decir que el judaismo es religión de los padres, mientras que el cristianismo es más religión de los pobres.

(2) Evangelio. Conversión del padre del hijo lunático (Mc 9,14-29). La función básica del padre en el Nuevo Testamento está unida a la fe, como muestra de forma paradigmática el ejemplo de José, que aparece como padre de Jesús por la fe, porque acepta a Marí­a, la madre, y se pone al servicio del hijo (anunciación*, nacimiento*). Al lado del padre José resultan ejemplares otros dos padres del evangelio de Marcos: uno el archisinagogo (Mc 5,21-43), otro el padre del hijo lunático (Mc 9,2-29); en ambos casos, el padre tiene que aprender a creer, para así­ curar (educar) a los hijos, de manera que pasamos del plano del padre-patriarca genealógico, con poder sobre los hijos, al padre-creyente, con responsabilidad de amor ante ellos. Podemos destacar el segundo caso (Mc 9,14-29): la curación del padre del hijo lunático. La escena entera se sitúa en el contexto de la transfiguración y se despliega en tres niveles: (1) Arriba, en la montaña de la gloria, está Jesús con Moisés y Elias y sus tres discí­pulos privilegiados (Pedro, Santiago y Juan) que quieren quedarse allí­ por siempre, como si no hubiera problemas en el mundo (Mc 9,2-8). (2) En medio queda el camino que une altura y valle, un camino que han de hacer esos discí­pulos, descubriendo el sentido de su entrega al servicio de los demás (Mc 9,9-13). (3) Abajo están los nueve discí­pulos restantes, discutiendo con los escribas, incapaces de ayudar y curar a un niño enfermo, hasta que llega Jesús (Mc 9,14-29). Es aquí­ abajo donde se sitúa más en concreto el relato sobre el padre del hijo enfermo: “Cuando llegaron a donde estaban los otros discí­pulos, vieron mucha gente… y un hombre le dijo: Maestro, te he traí­do a mi hijo, pues tiene un espí­ritu mudo. Cada vez que se apodera de él, lo tira por tierra, y le hace echar espumarajos y rechinar los dientes hasta quedarse rí­gido. He pedido a tus discí­pulos que lo expulsaran, pero no han podido…” (Mc 9,17-18). Mientras siguen arriba los tres privilegiados y discuten abajo los nueve restantes, este padre es incapaz de dialogar con su hijo enfermo, poseí­do por un demonio mudo: “Y, cada vez que el espí­ritu le agarra, le arrastra, le hace echar espuma y golpear los dientes y le seca” (9,18). De esa forma, el niño malvive en gesto de violencia corporalizada. Su silencio es causa y consecuencia de agresividad. No escucha a nadie, en nadie puede confiar, nunca le han dicho o no ha sentido que le digan ¡Eres mi hijo, yo te quiero! (la palabra que Jesús ha escuchado en la montaña de la gloria: cf. Mc 9,7). Por eso sufre y su vida es como un deseo de muerte que él va somatizando desde niño (9,21), dominado por un “espí­ritu” que “le arroja muchas veces al fuego y al agua, para perderle” (9,22). El niño habita en un conflicto que parece connatural a su existencia de silencio con el padre. Es claro que finge matarse (se echa al fuego y al agua), pero sin matarse de verdad; de esa manera quiere hacer sufrir al padre, para decirle que se ocupe de él, para pedirle ayuda, en el borde de una vida dominada por la muerte. Sobre esta base ha de entenderse la intervención de Jesús, que comienza pidiendo al padre que explique y asuma la enfermedad de su hijo. Después, de manera consecuente, Jesús empieza curando al padre (¡haciéndole padre!), para que su misma fe paterna cure al hijo. El relato supone que el padre es causante de la enfermedad de su hijo, de manera que Jesús debe cambiarle, haciéndole capaz de creer en Dios, creyendo y dialogando con su hijo. Este es el milagro: Jesús ha penetrado en el infierno de ruptura y opresión donde el hijo es incapaz de abrirse al padre y el padre de comunicarse con el hijo. De esa forma puede presentarse como terapeuta o creador de familia. Dialoga con el padre, no le acusa ni humilla. Simplemente le escucha, deja que se vaya desahogando y al final le lleva al lugar donde la fe (en Dios, en sí­ mismo) le permite curar al hijo enfermo. En ese contexto, como sabe la tradición israelita (cf. Gn 18,14) y como Pablo ha desarrollado (Gal 2-4; Rom 1-5), dice al padre: “¡todo es posible para el que cree!” (Mc 9,23). Por su parte, el padre acepta el reto de Jesús y responde “creo, pero ayuda mi incredulidad” (9,24), en palabra que invierte el orden normal de las relaciones familiares. Se afirma de ordinario que los hijos deben creer en los padres, obedeciéndoles sumisos. Aquí­ es el mismo padre quien, creyendo en el Dios de la vida (gran Padre), puede y debe confesar su fe en el hijo. En un sentido, Marcos sabe que sólo Dios es Padre verdadero, de manera que en la comunidad cristiana no hay lugar para los “padres” en cuanto figuras dominantes (sólo así­ se explica su ausencia en Mc 3,31-35; 10,28-30). Pero, en otro sentido, imitando a Dios, este padre tiene que aprender a creer en su hijo, para así­ curarle. Los escribas no han podido enseñarle a ser padre (Mc 9,14), porque han colocado la estructura de su ley sobre los problemas de la vida humana (cf. Mc 2,1-12; 2,23-3,6; 3,22-30; 7,1-23). Tampoco los discí­pulos del llano le han curado, porque no han escuchado la voz del Padre Dios sobre el Tabor (cf. 9,14-18). Sólo Jesús y aquellos que han acogido con él esa voz pueden curar al hombre de poca fe, enseñándole a ser padre, para que su hijo viva.

(3) Nuevo patriarcalismo cristiano. Conforme al texto anterior, Jesús ha venido a curar al padre, para situarle en un contexto de evangelio, donde no existe lugar para los padres-patriarcas antiguos, como suponen varios textos paradigmáticos de Marcos, donde la comunidad está formada por hermanoshermanas-madres (Mc 3,31-15) o por hermanos-hermanas-madres-hijos, en ambos casos sin padres (Mc 10,30); en el segundo caso es muy significativo el hecho de que el seguidor de Jesús tiene que dejar a padre y madre, pero después, en la comunidad, sólo encuentra madres, no padres. En la misma lí­nea se sitúan otros pasajes de ruptura con un tipo de padre al que hay que abandonar para ser cristiano (cf. Lc 9,59); por eso dice Jesús: “no llaméis a nadie padre en el mundo, porque sólo uno es vuestro padre, el del cielo” (Mt 23,9). Pues bien, a través de un proceso que resulta lógico, al institucionalizarse como grupo social honorable, dentro de una cultura patriarcal como la helenista, los cristianos han tenido que recuperar la buena figura del padre dirigente, aplicándola de un modo especial a los ministerios eclesiales. Por eso se vuelve a decir a los hijos que obedezcan a los padres, suponiendo que ellos, los padres, son la autoridad definitiva (cf. Ef 6,1-4; Col 3,20-21). Por eso se supone que la autoridad del padre sobre mujer, hijos y criados es el presupuesto para ejercer una buena autoridad en la Iglesia (cf. 1 Tim 3,1-4.12; Tit 1,6).

Cf. M. DALY, Beyond God the Father. Toward aphilosophy of womans’s liberation, Boston 1973; F. X. DURRWELL, Nuestro Padre. Dios en su misterio, Sí­gueme, Salamanca 1990; M. Gí“MEZ-ACEBO, Dios también es madre, Paulinas, Madrid 1994; R. HAMERTONKELLY, Theology and Patriarchy in the Teaching of Jesús, Fortress, Filadelfia 1979; J. JEREMíAS, Abba. El mensaje central del Nuevo Testamento, Sí­gueme, Salamanca 1981; W. MARCHEL, Abba, Pére! La priere du Christ et des chrétiens, AnBib 19a, Roma 1971; W. MILLER, Biblical Faith and Fathering. Why we cali God Father, Paulist, Nueva York 1990; E. NEUMANN, La Grande Madre, Astrolabio, Roma 1981, 151-180; J. SCHLOSSER, El Dios de Jestí­s. Estudio Exegético, Sí­gueme, Salamanca 1995.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

SUMARIO: 1. La figura de Dios Padre en la Biblia: a) Antiguo Testamento; b) Nuevo Testamento. – 2. La Pascua, historia del Padre, del Hijo y del Espí­ritu Santo: a) La Pascua, historia del Padre; b) La Pascua, historia del Hijo; c) La Pascua, historio del Espí­ritu Santo. – 3. Creo en Dios Padre: a) ¿Una paternidad infantil?; b) ¿Por qué Dios Padre y no Dios Madre? – 4. Pautas pastorales: a) Riesgo de la paternidad; b) Pluralidad en la experiencia de la paternidad; c) Paternidad y filiación universal; d) Paternidad y creación; e) Relación con Dios como Padre.

Dios es la gran cuestión para el hombre en general, cristiano o no cristiano. Tanto uno como otro no pueden dejar de hablar de Dios, aunque lo hagan con una finalidad bien diferente: el uno para afirmar; el otro para negar. El hombre, como ser humano que se interroga, no puede dejar de hablar de Dios, aunque sepa que Dios es siempre más de lo que pueda llegar a decir, que siempre es eso y mucho más; incluso que Dios es sobre todo lo que no somos capaces de decir y expresar. Ahora bien, entre humanos hemos de entendernos y sólo podemos hacerlo acudiendo al lenguaje para hablar de las realidades, incluso de las que sabemos poco o casi nada. En este caso hemos de hacerlo siempre con mucha prudencia y cautela, sirviéndonos de palabras fácilmente comprensibles para todos; palabras del lenguaje cotidiano; palabras que tienen tras de sí­ un contenido que todos captamos fácilmente. Eso es lo que hacemos cuando con el término Padre pretendemos acercarnos al misterio insondable de Dios.

Sin perder nunca de vista esta perspectiva, hablaremos de Dios como Padre, pero siendo conscientes también que el término empleado, y que nos parece uno de los más adecuados, encierra una injusticia, ya que con idéntica razón podrí­amos hablar de El como Madre. Es más, acaso fuera muy interesante hacerlo para restañar el largo silencio histórico que aplicada a Dios ha sufrido esta acepción. Lo ideal serí­a disponer de una palabra que conjugase ambos significados, paternidad-maternidad, pero como esto no es posible hemos de dejar constancia que esta limitación del lenguaje no impide que donde digamos Padre pueda leerse también Madre.

Dicho esto, pretendemos desde estas páginas acercarnos al verdadero rostro de Dios, y creemos que una palabra como la de Padre, convertida en todo un sí­mbolo, puede ayudarnos a hacerlo mejor que ninguna otra.

1. La figura de Dios Padre en la Biblia
En los inicios del mundo bí­blico, y en la mayor parte de las religiones del Antiguo Oriente desde el segundo o desde el tercer milenio antes de Cristo, se emplean los sí­mbolos familiares para hablar de Dios. Así­, lo presentan bien como madre, en lí­nea matriarcal, para destacar los aspectos de cercaní­a vital y de cariño; o bien como padre, en lí­nea patriarcal, para destacar en lo divino los rasgos de autoridad, de orden conseguido por la fuerza. Estamos pues ante un dato conocido: muchos pueblos han visto a Dios como padre pero, como nos indica Xabier Pikaza, hay que precisar esta afirmación. En este plano la imagen del padre y de la madre no están aún separadas. Esta visión de Dios muy bien pudiera verse como proyección de la experiencia familiar donde padre y madre constituyen los polos fundantes de la vida. Sin embargo, entre los siglos VII y V a.C. tanto la visión materna como la paterna de Dios entraron en crisis, afectando también al judaí­smo.

En la Biblia la percepción de la paternidad evoluciona desde la sorprendente reserva del Antiguo Testamento (A.T.) -menos de 20 menciones en todo él-, hasta la afirmación definitiva en la riqueza excepcional del Abbá de Jesús.

a) Antiguo Testamento. – La teologí­a del A.T. nos muestra cómo la imagen de Dios se va depurando y profundizando a lo largo de la experiencia de Israel. Depurando, porque a medida que avanza el relato veterotestamentario va surgiendo un Dios libre, personal y amoroso que no obra arbitrariamente, sino atendiendo a la conducta ética y a la intención libre del hombre. Profundizando, sobre todo por medio de la tradición profética que va poniendo al descubierto su bondad protectora, su amor gratuito, su perdón incondicional. A pesar de esto, la figura de Dios en Israel no se configura desde el sí­mbolo del Padre.

Para el A.T. Dios no aparece como padre, sino como Yavé, el que es, el Señor: Soy el que Soy, el que Estoy con vosotros: Yavé (Ex 3, 14). Desde este momento Yavé será el nombre verdadero de Dios, un nombre que los hombres ni siquiera podrán pronunciar, sólo el sumo sacerdote podrá proclamarlo en la fiesta de la gran expiación. Desde el siglo 1 a.C. los judí­os han sacralizado este nombre de tal forma que no lo escriben entero ni lo pronuncian, poniendo en su lugar equivalentes como Adonai, Kyrios o Señor.

El Dios del A.T. se presenta como voluntad liberadora que ha elegido un pueblo y le ha llamado a la existencia en el mar Rojo, experimentada en el éxodo; amigo que establece con el pueblo un pacto de amistad y que suscita una respuesta de confianza y cumplimiento hacia la ley, experimentada en la alianza; y llamada que convierte a los creyentes en peregrinos que buscan el reino de la auténtica existencia, experimentada en la promesa.

Como venimos diciendo, los pasajes que aluden a Dios como Padre en el A.T. son escasos:

– El tema aparece en un contexto profético, de elección divina y de respuesta humana: Os 11, 3-8; Jer 3; 4; 19; 31, 9.

– El tema forma parte de la teologí­a del rey, normal entre los pueblos del Oriente. David, en un momento dado, aparece como rey sacral, de modo que su trono garantiza la presencia y protección de Dios sobre el conjunto de su pueblo. Los salmos reales destacan de manera especial esta unidad de Dios con el monarca, presentándola como paternidad adoptiva: Sal 2, 7; 68, 6; 89, 27.

– El tema aparece finalmente en un contexto de piedad judeo-helenista. Hay un grupo de textos que presentan a Dios como padre de los creyentes, tomados ya en sentido individual: Si 23, 1-4; Sab 14, 3.

b) Nuevo Testamento. – Jesús nos revela, y de una vez por todas, el verdadero rostro de Dios. El es la Palabra definitiva de Dios sobre Sí­ mismo, aquel en el cual Dios mismo ha querido desvelar su rostro a los hombres. De tal forma esto es así­, que los cristianos no tomamos el rostro de Dios de la experiencia de la naturaleza, como sucede en las religiones naturales; ni tampoco de la especulación racional o filosófica, como sucedí­a entre los antiguos griegos o entre los más modernos deí­stas. Nuestra imagen de Dios se ha manifestado en la persona y en la vida de Jesús de Nazaret. Lo que tantos hombres durante tantos siglos buscaron a tientas; lo que tantos hombre de hoy no buscan o sin más rechazan, se dió a conocer en El abiertamente.

– Dios es el “Abbá” de Jesús. La traducción literal de esta expresión serí­a, como muy bien expuso J. Jeremí­as, Dios es el “papá” o el “papaí­to” de Jesús. Algo osado, radical, inaudito y blasfemo como forma de dirigirse a Dios en medio del mundo judí­o que ni siquiera se atreví­a a pronunciar el nombre de Dios, como hemos visto. Jesús osa dirigirse a Dios como un hijo a su padre. Esta expresión en la lengua hablada por Jesús desde la infancia es el apelativo con el que los niños, y también los mayores en la intimidad familiar, se dirigí­an a Dios. Desde el principio en su relación con Dios, como después en otros aspectos de su vida y de su mensaje, queda marcada la radical novedad de su presencia.

– Jesús revelador del Padre. Así­ se afirma de manera expresa en Jn 1, 18: “A Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo único, que está en el Padre, nos lo ha dado a conocer”. De esta forma Jesús aparece como el que nos revela al Padre. Ha descubierto a Dios y quiere hacernos partí­cipes de ese descubrimiento. Jesús vive, ama, se entrega y actúa desde un Dios cercano a quien invoca con el nombre de Padre, de tal forma que se atreve a presentarlo como Padre suyo en especial, siendo a la vez Padre de todos los humanos. En su papel de revelador sólo El es el que manifiesta el verdadero rostro de la última y misteriosa realidad que llamamos Dios.

2. La Pascua, historia del Padre, del Hijo y del Espí­ritu Santo
La Pascua es el acontecimiento capital para los creyentes, abarca la resurrección, la ascensión y pentecostés. La Pascua es la historia de Dios, porque es la historia del Padre, del Hijo y del Espí­ritu Santo. Es algo que acontece realmente a Jesucristo en su humanidad, que estaba muerto y ahora está definitivamente vivo en toda su humanidad. Y es también algo que le acontece realmente al Espí­ritu Santo, que es enviado por el Padre y el Hijo a la comunidad cristiana y al interior de cada creyente.

Pero la Pascua es también la historia de los creyentes en su encuentro con Dios. O lo que es lo mismo, la Pascua tiene también una dimensión subjetiva en los seguidores de Jesús. Es también algo que les sucedió a los discí­pulos. En esta experiencia de la Pascua culmina la acción salvadora de Dios, que ha dado al hombre su perdón, ha vencido la muerte en Jesucristo, ha enviado al Espí­ritu Santo como el gran don escatológico y ha hecho a los hombres hijos adoptivos y partí­cipes de su vida.

Iluminados por la presencia del Espí­ritu, los cristianos ahora se dirigen a su Dios como a su Abbá. Saben que “por ser hijos, envió Dios a nuestros corazones el Espí­ritu de su Hijo que grita Abbá, Padre” (Gál 4, 6). Y es ahora cuando descubren el gran misterio que encerraba Jesús de Nazaret, y que los lleva a identificarle como el Hijo preexistente (Fip 2, 5ss), que está a la diestra de Dios y vive para interceder por ellos.

a) La Pascua, historia del Padre. – El tiene toda la iniciativa. Así­ nos lo dice, y repite constantemente, el libro de los Hechos: “Dios lo ha resucitado”. Y en este acto, en la resurrección, se manifiesta “la grandeza de su poder”, “la fuerza de su poderosa virtud” (Ef 1, 19).

Dios Padre no sólo ha manifestado su poder resucitando a Jesús de entre los muertos, sino que ha tomado postura ante la vida y la obra de Jesús y ante quienes le han condenado a muerte. El Padre le ha resucitado (He 2, 24), y le ha hecho Señor y Mesí­as (He 2, 34). Ha aprobado la vida y la historia de Jesús de Nazaret, le ha devuelto a la vida y le ha constituido fuente de vida y de esperanza para cuantos creen en El (He 2, 37ss). La acción del Padre resucitando Jesús, como dice B. Forte, “nos permite reconocer en el pasado del Nazareno la historia del Hijo de Dios entre los hombres; en el presente, al Viviente que ha vencido a la muerte; y en el futuro, al Señor que volverá en su gloria”.

En la Pascua, el Padre toma también postura ante la historia de los hombres. Es el no de Dios a la vistoria efí­mera del mal, al pecado del hombre. Es así­ como el padre juzga el pasado, privando a los principados y potestades de su poder y convirtiéndolos en el trofeo que acompaña a Cristo victorioso (Col 2, 15). En el presente, se muestra como el Dios y el Padre de la misericordia, que nos libera del pecado y de la muerte (Ef 2, 4-6), pronunciando su sí­ liberador en el sí­ del Crucificado. Respecto al futuro, sigue siendo el Dios de la promesa, que ha cumplido su palabra y que nos traerá la plenitud del consuelo cuando vuelva a enviar a su Ungido (He 3, 18-20).

En la resurrección, el Padre se muestra como el garante de la vida, obra y palabra de Jesús de Nazaret; como el Dios del perdón y de la misericordia; como el Dios de la vida capaz de saciar nuestras mejores esperanzas y nuestros más nobles proyectos.

b) La Pascua, historia del Hijo. – También Jesús de Nazaret manifiesta su ser más profundo en la Pascua. A partir de ella, sus seguidores le van a identificar como el Mesí­as, el Señor, el Cristo, el Hijo Unigénito del Padre.

La tradición es constante en afirmar que Cristo ha resucitado. Es protagonista activo de la Pascua, según habí­a dicho el Jesús prepascual: “destruid este templo, y en tres dí­as lo levantaré”, y lo decí­a “refiriéndose al templo de su cuerpo” (Jn 2, 19-21). En reallidad no hay contradicción entre la iniciativa del Padre y el papel activo del Hijo en la resurrección. El Hijo, obediente en todo al Padre y que todo lo ha recibido del Padre, se deja dar por el Padre la vida en sí­ mismo.

c) La Pascua, historia del Espí­ritu Santo. – La Pascua culmina en Pentecostés, con la venida del Espí­ritu Santo sobre los seguidores de Jesús. El Espí­ritu es el gran don prometido para los tiempos mesiánicos. Es el ví­nculo de comunión entre el Padre y el Hijo, y el ví­nculo de comunión entre el resucitado y nosotros: convierte al Crucificado en el Viviente, y a quienes estaban paralizados por el miedo, en los testigos audaces de una nueva humanidad.

También el Espí­ritu es protagonista en la resurrección. Como dice la primera carta de San Pedro, Cristo “murió en la carne, pero volvió a la vida por el Espí­ritu” (Pe 3, 18), y ha sido “constituido Hijo de Dios, poderoso, según el Espí­ritu de santidad, a partir de la resurrección de entre los muertos” (Rom 1, 4). “Exaltado a la diestra de Dios, y recibido del Padre el Espí­ritu Santo según la promesa, le derramó” sobre sus seguidores (He 2, 32).

3. Creo en Dios Padre
Con estas palabras enunciamos los creyentes el primer artí­culo de nuestra fe, a la vez que nos asomamos a todo un misterio: el misterio de Dios nunca desvelado del todo para nosotros en este mundo. Con la palabra Padre comienza la oración cristiana más conocida y difundida, la que el mismo Jesús nos enseñó como más adecuada para dirigirnos a Dios (Mt 6, 9). Ya que, hablando con propiedad, un cristiano más que creer en Dios, cree en el Padre, que es Dios; y en el Hijo de Dios, que es también Dios; y en el Espí­ritu Santo, Dios igualmente. Es Jesús quien nos habla de Dios como Padre y Espí­ritu. El se define como Hijo (Jn 17, 25-26), como tal lo presenta el Padre y así­ lo proclama la comunidad cristiana.

Durante mucho tiempo este modo de referirse a Dios y hablar de El era tan obvio y evidente entre los creyente que nadie lo puso nunca en cuestión. Sin embargo, hoy las cosas han cambiado. La contestación viene, por un lado, alentada por la psicologí­a de tipo freudiano para la que la imagen paterna de Dios contribuye a mantener al hombre en estado de infantilismo, convirtiéndose en fuente de alienación porque no permite al creyente madurar y llegar a ser adulto. Por otro lado, la reciente crí­tica feminista cristiana pregunta, y no sin razón, ¿por qué Dios padre y no Dios madre?. El problema nace con el empleo del simbolismo masculino para referirse a Dios, un empleo que no es sociológicamente inocuo, como lo demuestra con hechos la experiencia secular. Vamos a ir viendo con más detalle estas cuestiones.

a) ¿Una paternidad infantil? – Según la crí­tica freudiana, muy bien expuesta por A. Torres Queiruga, esta imagen cristiana del Dios Padre es simplemente el fantasma del hombre-niño que no se atreve a afrontar la realidad; es el fruto narcisista del deseo infantil de omnipotencia o la proyección que aplaca el sentimiento de culpa. La religión es una neurosis infantil de la humanidad que impide el crecimiento adulto del hombre: negar al Dios-padre significa crecer, sanar y acceder a la propia autonomí­a.

Para Freud, la religión verdadera consiste en el culto del Padre omnipotente, legislador universal y providencia protectora. La génesis de tal culto se encuentra en un complejo de factores pulsionales, en cuya base está la libido, es decir, el deseo impelente de satisfacer el narcisismo primitivo. La libido se encarna en esa realidad psicológica que es conocida como Complejo de Edipo, en el cual se produce la rebelión contra el padre visto como el principal obstáculo para la realización del deseo narcisista, rebelión que a su vez engendra el deseo de matar al padre; deseo que crea posteriormente el complejo de culpa y la necesidad de expiación. Por antí­tesis, surge en él otro sentimiento complementario, el de la admiración y la nostalgia del padre, que desemboca en la sublimación y en la divinización de la figura del mismo padre.

Este mismo esquema, sin ninguna justificación, es aplicado al ámbito social. Con ello cree haber descubierto el proceso que dio origen a la religión como hecho social: el complejo colectivo de Edipo condujo a la humanidad primitiva al asesinato del padre; asesinato que, a través del sentido de culpa, desemboca en el reconocimiento del Padre omnipotente: Dios. Los hebreos repitieron este proceso dando muerte a su padre Moisés, después a los profetas y finalmente a Jesús. De este modo se llegó, con el cristianismo, a la más pura espiritualidad y divinización de la figura paterna.

Hasta aquí­ hemos pretendido sintetizar el planteamiento freudiano, de la forma más clara posible y con la extensión suficiente como para no pasar por alto nada importante. La respuesta a este tipo de acusación podemos resumirla en estos puntos:

– Es cierto que uno de los mayores peligros para la conciencia religiosa es que el hombre tienda a hacer a Dios a su medida. De este peligro se hizo eco: el A.T. cuando prohibió hacer imágenes de la divinidad; la teologí­a, sobre todo la teologí­a negativa para la que por muchas cosas que pudiéramos llegar a conocer de Dios, siempre serí­a mayor lo que desconocemos. Por ello, la analogí­a fue el recurso más utilizado para mostrar que todo cuanto el hombre afirma de Dios, aún cuando es tomado de nuestra experiencia, acaba rompiendo los lí­mites de la misma al aplicarse a Dios. Así­, nosotros podemos llamarle Padre porque sabemos por experiencia lo que es un padre; pero en ese mismo llamarle Padre somos conscientes de que Dios lo es de un modo radicalmente diferente a como lo es cualquier padre humano.

– La mejor respuesta a la crí­tica freudiana está en la experienciai de Jesús de Nazaret. Cada página del evangelio testimonia contra una interpretación neurótica e infantilizante de la confianza en el Padre. La experiencia de Dios como Abbá es fundamental para su persona y para su misión, pero no hay nada de infantil en ese hombre capaz de romper todo tabú y pasar por encima de todo legalismo, totalmente identificado con su misión.

b) ¿Por qué Dios Padre y no Dios Madre?-Ya al comienzo de este artí­culo dejábamos constancia de una injusticia largamente sostenida en el tiempo y que últimamente ha denunciado con fuerza la teologí­a feminista. El influjo del patriarcalismo se ha dejado sentir en el uso de los sí­mbolos masculinos para hablar de la divinidad en las diversas religiones: Dios es padre, pastor, señor…

El feminismo pone en crisis ese modo de hablar de lo divino, porque es fruto de una cultura machista que quiere hacer desaparecer y que pudiera condensarse en la frase: “Si Dios es varón, entonces el varón es Dios”. El uso del simbolismo machista para hablar del misterio último de la realidad, que está más allá de toda connotación sexual, ha servido para sacralizar el dominio de los varones sobre las mujeres, y para quitar a éstas su dignidad y subjetividad. Por lo tanto, seguir empleándolo ¿no constituye un factor negativo para los hombres y mujeres de estos tiempos, y para sus recí­procas relaciones que han de estar basadas en la igualdad?
A este respecto podemos decir lo siguiente:

– La caracterización sexual es tí­pica de los seres de nuestro mundo; Dios, por tanto, está por encima de ella. El, por el hecho de ser el Otro, está más allá de tal caracterización, y por consiguiente no es ni hombre ni mujer.

– El discurso sobre Dios necesariamente ha de ser metafórico y no puede nunca pretender encerrar en sus fórmulas el gran Misterio que Dios es. El discurso de la paternidad de Dios no es una excepción a esta regla.

– El discurso sobre Dios ha de servirse de las palabras del lenguaje humano, un lenguaje limitado y precario, que no siempre contiene los términos más exactos para nombrar las realidades. Por medio de estas palabras sabemos que decimos algo acerca de una realidad tan grande como la de Dios, pero al tiempo no hemos de olvidar lo mucho que no podemos decir.

Vicente Mª Pedrosa – Jesús Sastre – Raúl Berzosa (Directores), Diccionario de Pastoral y Evangelización, Diccionarios “MC”, Editorial Monte Carmelo, Burgos, 2001

Fuente: Diccionario de Pastoral y Evangelización

SUMARIO: I. Introducción. Religiones y pensamiento filosófico-II. Antiguo Testamento: crisis del Padre-III. Mensaje de Jesús: el Padre liberador-IV. Vida de Jesús: Dios como Abba-V. Pascua de Jesús: revelación del Padre–VI. Dios Padre: teologí­a trinitaria-VII. Lo paterno y lo materno: ampliación antropológica–VIII. Conclusión: padre y madre; hijos y hermanos.

I. Introducción: religiones y pensamiento filosófico
Los asiro-babilonios formularon la relación del hombre con lo divino en términos de parentesco, de tal forma que gran parte de sus dioses llevaron el tí­tulo de Padre y así­ fueron aclamados en plegarias y ritos. Lo mismo puede afirmarse de Egipto donde Antón es Padre de dioses y de hombre. Padre es igualmente el Zeus griego y el Júpiter romano. Padre, en fin, es aquel nombre que reciben muchos dioses en Asia y en América, en Africa y las islas de Oceaní­a.

Estamos ante un dato bien conocido: muchos pueblos han visto a Dios como Padre. Esta afirmación ha de ser mejor matizada. Normalmente, los antiguos interpretan el carácter paternode Dios en un nivel de origen fí­sico-biológico. Llaman Padre al punto de partida, al todo primigenio del que surge la existencia de los dioses (los espí­ritus), los hombres y las cosas. Lo humano y lo divino están entrelazados en un mismo fondo de existencia. Ese fondo es Padre, como todo fundante del que surgimos y en el que vivimos. En este plano la imagen del padre y de la madre no se encuentran todaví­a separadas. Por eso, lo divino se presenta normalmente como padre-madre, en clave de ambivalencia de funciones o desde un nivel todaví­a indiferenciado de complementariedad. Lo paterno y lo materno están unidos, como aspectos de la vida primordial donde los hombres nos hallamos sustentados2.

Esta visión de Dios pudiera verse como proyección de la experiencia familiar donde padre y madre constituyen los polos fundantes de la vida. Pero ya Platón la ha traducido en forma filosófica. Por eso ha dado al Bien, la idea que se encuentra por encima de toda realidad, nombre de Padre. También el pensamiento estoico presenta a Dios en forma germinal, como principio o Padre del que surgen los hombres y los dioses.

Esta representación ofrece una ventaja: concibe el cosmos en términos humanos, interpreta a Dios desde el principio más profundo de la vida, como padre que origina nuestro ser y que nos hace crecer en dimensión de amor y de familia. El pensamiento moderno ha perdido en gran parte este simbolismo. Cuando Hegel habla de la idea original que se desvela, cuando Marx concibe el cosmos en forma de materia sometida al movimiento de un proceso dialéctico, proyectan sobre el ser esquemas de carácter mental (ideológico) o cosmológico. Olvidan que el principio de la realidad y de manera especial su punto de partida deben comprenderse en términos humanos. En este sentido resultaba más valioso el pensamiento antiguo cuando concebí­a a Dios por medio del sí­mbolo de Padre.

II. Antiguo Testamento. Crisis del Padre
La figura de Dios en Israel no se estructura, al menos de manera fundante, desde el sí­mbolo del Padre. El AT ha rechazado los mitos de originación y nacimiento cósmico del hombre y así­ parece silenciar el sí­mbolo de Padre al referirse a lo divino.

Dios no es el origen de la vida de los dioses y los hombres, no es el centro al que debemos retornar, no es la expresión de la unidad en la que estamos sustentados. Dios es ante todo voluntad liberadora que ha elegido al pueblo y le ha llamado a la existencia en el mar Rojo (éxodo); es amigo que establece con el pueblo un pacto de amistad, que le protege en el camino y que suscita una respuesta de confianza y cumplimiento hacia la ley (alianza); es, finalmente, la llamada que convierte a los creyentes en peregrinos que buscan el futuro de la vida, el reino de la auténtica existencia (promesa).

Situado en esta lí­nea, Dios no puede interpretarse como padre-madre del que brota, de una forma natural, la vida de los hombres. El AT ha superado las cosmogoní­as del oriente, concibiendo el mundo como creación libre de Dios y no como el efecto de una especie de expansión o nacimiento intradivino. Por otra parte, al superar los caracteres genéticos del mundo, Dios transciende el ámbito sexual de la pareja masculino-femenina: no es familia en la que existan padre-madre y broten hijos, de manera natural o vitalista. Así­ desaparece la división sexual intradivina y la visión del mundo como producto de generación sacral.

Esto tiene dos grandes consecuencias. Desde ahora en adelante, cuando a Dios se le presente con rasgos masculinos (varón guerrero, señor dominador o padre) tales rasgos no se pueden entender ya de manera patriarcal, como contrarios a lo femenino; desde el momento en que no existe diosa-madre al lado del posible dios-padre, el sí­mbolo de Dios recibe carácter abarcador, transciende los rasgos cósmico-vitales de lo masculino y femenino. Por eso mismo, al superar ese nivel de originación cósmica, la figura de Dios tiende a independizarse de los rasgos paternos entendidos en sentido antiguo.

Lógicamente, para el AT el nombre original de Dios no es Padre. Dios se presenta más bien como voluntad liberadora (éxodo) y presencia salvadora (alianza y promesa). Dios no es seno paterno-maternal sobre el que estamosapoyados y al que siempre retornamos; no es el cosmos como un todo en el que hallamos nuestra consistencia. El Dios israelita nos separa del cosmos, cortando así­ el cordón umbilical que nos tení­a ligados a la naturaleza. De esa forma nos convoca hacia el futuro de la propia libertad, ofreciéndonos la ley de la existencia.

El hombre antiguo se encontraba unido al dios que aparecí­a como padre-madre originante y meta final de la existencia. En contra de eso, el hombre hebreo ha descubierto que Dios mismo le hace independiente: distinto del cosmos, autónomo. Así­ tiene que aceptarse como ser distinto, realizando de esa forma la tarea de su vida. Según eso, la grandeza del hombre no consiste en convertirse en Dios sino en hacerse plenamente humano.

Solamente a partir de esta “crisis”, después de un silencio que domina los momentos básicos de la constitución del pueblo, Israel ha podido recuperar y recrear el sí­mbolo de Padre y emplearlo para hablar de Dios de una manera diferente. De todas formas, los pasajes que aluden a Dios como padre son escasos dentro del AT.

a) El tema aparece en un contexto profético, de elección divina y de respuesta humana, como supone ya Oseas 11, 3.8. Jeremí­as habla de los hijos de Israel que se han negado a llamar a Dios “su padre”: no han querido obedecer su voluntad y se han perdido (Jer 3, 4, 19; 31, 9). También el canto de Moisés ha interpretado la caí­da y los pecados de Israel como abandono de Dios Padre (Dt 32, 6). En un transfondo semejante se sitúan otros textos posteriores de Is 63, 15-16; 64, 7; Mal 1, 6; 2, 10; Tob 13, 4.

b) El tema forma parte de la teologí­a del rey, normal entre los pueblos del oriente. En principio, Israel ha rechazado esa manera de entender la religión: Dios se encuentra unido a todo el pueblo, a través de la experiencia de éxodo y alianza. Sin embargo, en un momento dado, David termina apareciendo como rey sacral, de forma que su trono garantiza la presencia y protección de Dios sobre el conjunto de su pueblo. Por eso se dirá que Dios le trata como un Padre (cf. 2 Sam 7, 14; 1 Crón 17, 13; 22, 10; 28, 6). Los salmos reales (cf. Sal 68, 6; 89, 27; 2, 7) destacaban de manera especial esa unidad de Dios con el monarca, presentándola como paternidad adoptiva.

c) Finalmente, en contexto de piedad judeo-helenista, hay un grupo de textos que presentan a Dios como Padre de los creyentes, tomados ya en sentido individual. Eclo 23, 1.4 invoca a Dios como “Señor, Padre y dueño de mi vida”. Sab 14, 3 alude directamente a la sabidurí­a de Dios Padre. Estos son, al parecer, los únicos pasajes del AT donde un individuo creyente ruega a Dios utilizando el sí­mbolo de padre.

Dios no es Padre porque engendra en forma fí­sica sino porque ha llamado a los hijos de Israel para que sean pueblo de hombres libres; es Padre porque ama y porque elige en medio de la tierra a un pueblo, porque guí­a su camino por la ley, porque le lleva hacia un futuro de verdad y autonomí­a. De esta forma, sin usar casi el término de Padre, Israel ha comenzado a realizar eso que podrí­amos llamar la gran revolución del sí­mbolo paterno.

III. Mensaje de Jesús. El Padre liberador
Sobre un fondo de pobreza y muerte, allí­ donde la ley israelita parece fracasada, entre publicanos y prostitutas, entre enfermos y marginados, Jesús ha ofrecido a los hombres el futuro del reino, llevando hasta el final la esperanza que iniciaron los profetas. Pues bien, esa actitud tiene sentido y es posible porque él ha descubierto a Dios de un modo nuevo, como Padre.

En el contexto de su proclamación salvadora Jesús ha presentado a Dios como Señor del reino. Pero ese reino de amor y nueva creación sólo es posible porque Dios se manifiesta y actúa como Padre, suscitando sobre el mundo cautivado, destruido, de los hombres una forma nueva de existencia liberada. En esta perspectiva se comprende la unidad de dos palabras radicales: reino y Padre (cf. Lc 11, 2). Sólo porque es Padre-creador, que forja reino donde el hombre se encontraba muerto, el Dios de Jesucristo puede presentarse como plenitud de salvación para los hombres.

Jesús ha proclamado el reino como culmen de un amor creador, que supera el pecado del mundo y ofrece plena libertad para los hombres. Por eso ha confesado: “quien no reciba el reino como un niño, no entrará en él” (Mc 10, 15 y par.). Así­ pide que volvamos a nacer: que abandonemos los cálculos y méritos del mundo, dejando que Dios mismo se desvele ante nosotros (en nosotros) como Padre.

Ese Padre no es objeto de razón o esfuerzo: es principio de amor; es el poder que nos libera de un mundo concebido como cárcel de lucha y de violencia donde estamos todos condenados, como ha visto con mucha lucidez Juan el Bautista (cf. Mt 3, 7-12). De ese Dios sólo podemos hablar en la medida en que nacemos nuevamente, acogiendo y desplegando la fuerza de su reino. Por eso, Jesús le ha presentado de manera consecuente como Padre: no se encuentra controlado por mandatos que distinguen a los buenos y los malos, como suponí­a, con razón muy religiosa, el judaí­smo de aquel tiempo. Por encima de esa religión de ley y pacto antiguo, jesús ha presentado el gesto nuevo de la pura gracia, aquel amor de Dios que es Padre y crea (cura, anima, alienta, hace esperar) donde existí­a solamente el miedo de la muerte.

Para Jesús, paternidad de Dios implica gracia nueva y nuevo nacimiento para el reino. Por eso ha de entenderse su mensaje sobre Dios desde el transfondo de su reino. Su novedad no está en el hecho de emplear el tí­tulo de Padre, ni siquiera en la experiencia de unión e intimidad individual que esto supone. Su novedad está en la forma de entenderlo a partir de su mensaje.

También los fariseos de aquel tiempo se podí­an referir al Padre; pero al llegar hasta el final pensaban que ese Padre se revela por medio de una ley que sólo actúa dentro de los lí­mites de vida, de honradez y de justicia del pueblo israelita; por esa ley exigí­an conversión y cambio a los que estaban pervertidos (publicanos, prostitutas…) antes de acogerlos en la “casa” del amor divino. Los apocalí­pticos tendí­an a pensar que las fronteras de lo bueno y de lo malo se encontraban ya fijadas: por eso esperaban que viniera el Dios del juicio dividiendo para siempre a buenos y perversos. Unos y otros, fariseos, apocalí­pticos y de forma general todos los judí­os, pensaban que la paternidad de Dios se expresa y se realiza por medio de la ley previa del pacto.

Pues bien, en contra de eso, Jesús confiesa que el tiempo de ese pacto y de su ley ha terminado. Por eso ofrece a todos los perdidos el perdón y vida nueva de Dios Padre. La antigua ley no es ya medida de las cosas. No se encuentran prefijadas las fronteras de lo bueno y de lo malo. Ha terminado para siempre la función del templo (cf. Mc 11, 15-19 y par.). ¿Qué hay entonces? Sobre ese mundo viejo, que parece clausurado en sí­, Jesús ofrece a todos el perdón y nuevo nacimiento que provienen de Dios Padre. A partir de aquí­ podemos trazar los rasgos principales de la paternidad de Dios según el evangelio.

1. En primer lugar, Dios es Padre como aquel que da la vida en actitud de gracia. Por eso, el descubrimiento de su paternidad implica una experiencia de nuevo nacimiento. Frente a aquellos que quieren presentarse como grandes, personajes ya maduros, Jesús ha definido a los creyentes verdaderos como “niños”. Tienen que dejarse amar por Dios, en actitud de acogimiento, permitiendo de esa forma que su vida surja y brote de nuevo, como en nuevo nacimiento (cf. Mc 9, 33-35; 10, 13-15; Jn 3, 1-15)”.

2. En segundo lugar, Dios es Padre porque siempre perdona a los hombres del mundo. A partir de aquí­ Jesús ofrece amor de Dios y nuevo nacimiento a todos los perdidos: cojos, mancos, ciegos, pecadores, enfermos, prostitutas. Por eso, el mensaje de la paternidad de Dios resulta peligroso para aquellos que quieren disfrutar de la “filiación exclusiva”, apareciendo como dueños de la herencia de Dios. Cuando el Padre recibe al hijo pródigo, ofreciéndole nuevo nacimiento, el hijo mayor ha de cambiar de vida y convenirse, renunciando a su antiguo exclusivismo (cf. Lc 15).

3. En tercer lugar, Dios es Padre porque se mantiene en diálogo constante con los hombres, en profunda intimidad, en intensa cercaní­a. Estrictamente hablando, no está dentro ni fuera de nosotros: Dios es compañero de camino que nos hace vivir y nos ofrece su asistencia, en gesto de profunda gratuidad y cercaní­a. Ahondando en esta lí­nea, el evangelio ha expresado el misterio peculiar de Jesús a quien presenta como Hijo porque nos permite comprender y venerar al Padre.

I
V. Vida de Jesús, Dios como Abba
Jesús se ha dirigido a Dios utilizando el nombre familiar de abba, padre. En el tiempo de Jesús habí­a dos maneras de tratar al padre: una familiar y cotidiana, abba; otra solemne y elevada, abî Los judí­os no solí­an aplicar a Dios el término ordinario, profano y familiar de abba. Dios era demasiado excelso para ello.

Llamar a Dios abba (= papá, papaí­to) parecí­a en el fondo atrevimiento. Pues bien, Jesús se atreve. Ha llamado a Dios con la palabra de los niños. Le ha tratado con la misma confianza y el respeto con que el hombre ya mayor dialoga con su padre. Dios no es el juez amenazante, ni el señor impositivo, ni es el destino. Dios se manifiesta muy cercano y familiar: es entrañable, allá en el centro de la vida de los hombres.

Resulta muy valioso el hecho de que la tradición haya conservado el abba de Jesús como testimonio de su encuentro con el Padre. Sin embargo, me parece que el término se aclara y explicita sólo al situarlo en el conjunto de la obra de Jesús: unido a su acción de expulsar a los demonios con la fuerza del Espí­ritu (Mt 12, 28), ligado al gesto de su amor liberador en favor de los pequeños y perdidos de la tierra… De esa forma, lo más hondo y más cercano (la vivencia muy í­ntima del Padre) se ha ligado a lo más fuerte y más abierto (la exigencia de liberación del reino).

Jesús expresa de ese modo su conciencia peculiar de filiación y su destino de profeta escatológico: Dios mismo le confí­a la misión de liberar a los “hijos perdidos”. En ese fondo se comprende su palabra de unidad y comunión originaria: “sólo el Padre conoce al Hijo, sólo el Hijo conoce al Padre…” (Mt 11, 27). Pues bien, el mismo Jesús que se concibe a sí­ como “Hijo” ha decidido abrir hacia los hombres el misterio de su Padre.

A partir de aquí­ se entiende eso que pudiéramos llamar “misterio de la dualidad” cristiana. En el principio de las cosas no se encuentra aquella hierogarnia que buscaban los paganos (la unión de Dios y Diosa). En el origen de todo encontramos ya la dualidad del Padre y del Hijo, de Dios y Jesucristo. Descubrimos al Padre en Jesús, en el camino de su vida y su mensaje, en la esperanza de su reino. Por otra parte, sólo entenderemos a Jesús del todo si lo vemos como el Hijo de Dios Padre”.

V. Pascua de Jesús. Revelación del Padre
La tradición cristiana sabe que Jesús ha muerto en manos de Dios Padre. No muere solamente porque Roma e Israel le han condenado. Muere porque el mismo Dios, al que ha escuchado y respondido como Hijo, le ha marcado este camino de ofrenda hasta la muerte. Así­ lo muestra su experiencia de oración y entrega en el huerto de Getsemaní­, lo mismo que su grito de llamada en el Calvario (Mc 14, 36; 15, 34; cf. Lc 23, 46).

Dios se sigue presentando ante Jesús como cercano, es Padre. Pero es Padre que parece dirigirle hacia la muerte, en gesto de paternidad humanamente incomprensible. Pues bien, Jesús se entrega en manos de ese Padre: en actitud de amor que es duramente misteriosa, es enigmática. Precisamente aquí­, en el lugar donde Jesús sigue ofreciéndose en manos del silencio creador del Padre, en el momento del fracaso humano y de la muerte, descubrimos el sentido más profundo de la paternidad de Dios.

En manos de Dios ha muerto Jesús, como pretendiente mesiánico fracasado. Pues bien, invirtiendo el camino del pecado y muerte de los hombres, Dios le ha recibido en su regazo creador de Padre, haciéndole nacer (renacer) como Señor de vida e Hijo por la pascua. Esta es la experiencia primordial de los cristianos que, de ahora en adelante, empezarán a definir a Dios como aquel que ha resucitado a Jesús de entre los muertos (cf. Rom 4, 24). Más allá del éxodo y la alianza, desbordando las promesas de Israel y la esperanza de una humanidad que anhela redención, resucitando a su Hijo Jesús de entre los muertos, Dios se ha desvelado plenamente como Padre.

Toda la verdad del cristianismo se condensa en esta experiencia pascual: Dios se ha revelado plenamente como Padre al liberar a su Hijo Jesucristo de la muerte. Sólo así­ le conocemos del todo y para siempre: Dios es Padre como amor fundante y final que resucitará un dí­a a los muertos porque ya ha resucitado a su Hijo Jesús, haciéndole primogénito de todos los que viven. Existí­a en Israel un “credo” primordial: “Dios ha liberado a los hebreos de la esclavitud de Egipto”. Pues bien, avanzando hasta el final en esa lí­nea, la nueva confesión cristiana afirma que Dios ha resucitado a Jesús de entre los muertos, mostrando así­ que es Padre (de Jesús y de los hombres; cf. Gál 1, 1; Rom 4, 24; 8, 11). Dios se ha revelado como Padre al expresar toda la hondura de su paternidad en nuestra misma vida humana haciendo que su Hijo se encarne (nazca y muera entre los hombres), para introducirnos de esa forma en el misterio de su misma vida eterna (trinitaria).

En esta perspectiva ha de entenderse la confesión cristiana, desarrollada especialmente por Jn. Jesús no es solamente Hijo de Dios por su resurrección. Tampoco Dios es Padre sólo después que resucita Jesús de entre los muertos: Dios es Padre porque eternamente “engendra” (hace surgir) a Jesucristo como Hijo en el misterio original de lo divino. Por eso, la encarnación de Jesús (su nacimiento humano) es signo y consecuencia de su generación eterna. Dios es Padre de nuestro Señor Jesucristo en su verdad primigenia, antes de toda nuestra historia; es Padre en sí­, en la hondura trinitaria. Sólo por eso, porque es Padre en sí­, ha podido desplegar y realizar el misterio de su paternidad en el camino de los hombres, por medio de Jesús, el Cristo. Entramos con esto en plano de abismal contemplación, de teologí­a originaria bien desarrollada por los Credos fundantes de la iglesia’

VI. Dios Padre: teologí­a trinitaria
Conforme a todo lo anterior, podemos definir a Dios como el Padre de Nuestro Señor Jesucristo, en perspectiva que el NT ha desarrollado en sus estratos más solemnes (cf. Rom 15, 6; 2 Cor 1, 3; 11, 31; Ef 1, 3; Col 1, 3; 1 Pe 1, 3; 1 Jn 1, 3; 2 Jn 3, 9). En esta lí­nea, Jesús viene a presentarse como Unigénito del Padre, como Hijo “monogenés” (cf. Jn 1, 14.18; 3, 16.18; 1 Jn 4, 9; Heb 11, 17). Hijo y Padre se vinculan mutuamente, en misterio primordial (eternidad) y en economí­a salvadora (pascua). Dios viene a mostrarse así­ como Trinidad: encuentro primordial de amor del Padre con el Hijo (en el Espí­ritu).

Pero el mismo NT nos dirige también hacia otra lí­nea, presentando el misterio trinitario como principio de liberación para los hombres: Jesús es Primogénito entre muchos hermanos (cf. Rom 8, 29); de esa forma se ha expandido su amor y filiación, hasta abarcar a todos los hombres de la tierra (cf. Heb. 1, 6; Col 1, 15.18). Por eso, si Jesús es el hermano universal, Dios tendrá que desvelarse también como Padre que alienta y salva a todos los hombres de la tierra.

Esta es una Paternidad mesiánica; Dios es Padre conforme al modelo del mensaje y praxis de Jesús que ama a los pequeños y perdidos, a los cojos-mancos-ciegos, a los pobres (Mt 25, 31-46). Por eso su paternidad ha de expandirse y anunciarse entre los hombres, como Buena Nueva de liberación, como mensaje de gracia transformante, creadora. No se puede confesar que Dios es Padre con palabras de teorí­a; hay que mostrarlo con la vida, en gesto de amor y de servicio abierto a todos los pequeños de la tierra.

Esta es una paternidad conflictiva que se manifiesta y proclama dentro de un mundo que parece haber negado a todo padre. El proceso de modernidad de Occidente, iniciado de algún modo en el racionalismo antiguo, puede definirse como intento de “matar al padre”. Los hombres preferimos estar solos, hacernos dueños de nuestro propio destino, no dependiendo de nadie, no necesitando a nadie. Por eso, el mensaje de la paternidad de Dios puede expresarse y se expresa de forma conflicta, como crí­tica frente a un mundo que prefiere cerrarse en sí­ mismo, absolutizando sus pequeños valores, en forma de prometeí­smo egoí­sta.

Esta es una paternidad trinitaria. Dios se manifiesta y actúa como Padre en la Pascua y en la Encarnación de Jesucristo porque es Padre en su misterio eterno, antes de la creación del tiempo. Así­ lo ha precisado la tradición dogmática de la iglesia, desde el mismo Concilio de Nicea (325 d. de C.). Dios no ha empezado a ser Padre en un momento dado (en la generación histórica de Cristo); es Padre desde siempre y así­ engendra eternamente al Hijo.

Esto lo ha desarrollado de forma admirable la antigua teologí­a de los Padres Griegos y Latinos. Dios es ante todo Monarquí­a paterna: Padre originario que en gesto de generosidad total engendra al Hijo, dándole toda su substancia. Esto significa que sólo el Padre es “innascible” (agénetos y agénnetos), siendo así­ principio de todo nacimiento (engendrando el ser del Hijo).

Conforme a esta perspectiva de los Padres griegos y latinos, conservada y ratificada en la tradición de la Iglesia oriental, en el principio y base de la Trinidad se encuentra el Padre, como fuente de vida del Hijo (generación) y principio del Espí­ritu (procesión). Ciertamente, la tendencia más frecuente de esa iglesia oriental ha sostenido que el Padre es principio del Espí­ritu “por medio del Hijo”. Sin embargo, llegando hasta el extremo, en esta lí­nea se ha podido afirmar que el Padre es principio exclusivo del Hijo (por generación) y del Espí­ritu (por procesión).

La iglesia latina, desde san Agustí­n, ha precisado el tema a través del Filioque: el Padre es origen único del Hijo (por generación mental); en un momento posterior, pero dentro de la misma eternidad, el Padre con el Hijo (o por el Hijo) es principio del Espí­ritu Santo. Aquí­ no podemos entrar en los problemas dogmáticos, teológicos, ecuménicos y pastorales que ofrece esa divergencia de posturas. Pensamos, sin embargo, que ambas son complementarias y acentúan elementos importantes del misterio trinitario.

La perspectiva más oriental ha destacado la primací­a trinitaria del Padre. Dios es ante todo “paternidad”: es don de sí­, vida que se expande, es generosidad plena y gozosa. Por eso, cuando decimos “Dios” estamos pensando en el Padre; sólo desde ese principio, como expansión del amor paterno pueden entenderse el Hijo y el Espí­ritu.

La perspectiva más occidental puede y debe aceptar ese principio, destacando así­ la prioridad del Padre. Por eso, también nosotros, cuando decimos “Dios” debemos pensar en ese Padre fundante y no en un tipo de “naturaleza divina” general, de carácter filosófico. Pero, en un segundo momento, los occidentales hemos destacado más el principio de la “comunión” intradivina: el Padre se vincula con el Hijo de tal forma que ambos unidos, en gesto de apertura compartida, suscitan el misterio del Espí­ritu Santo.

Este es un tema que debe estudiarse con cuidado en las diversas teologí­as trinitarias: Padres griegos y latinos, san Agustí­n, Ricardo de san Ví­ctor, santo Tomás, etc. Aquí­ sólo podemos evocarlo. Sabemos que Dios es Padre en sentido originario, como principio fundante intradivino (monarquí­a) porque ofrece y regala su propio ser al Hijo; no retiene nada, nada guarda para sí­ sino que lo transmite plenamente en total desinterés; de esa misma forma, en generosidad completa, el Padre es el que crea todas las cosas en el Hijo.

Esta es la postura más antigua, transmitida con gran fidelidad en la Iglesia Ortodoxa. Pues bien, dando un paso más, debemos afirmar que el Padre verdadero es el que sabe dar de tal manera que después “comparte” el don y gracia de la vida con el Hijo. De esa forma el Padre por el Hijo (o con el Hijo) es principio del Espí­ritu. Por eso la misma “monarquí­a” o principio de ser originario se convierte por amor en “diarquí­a” (poder dual) o quizá mejor en “comunión” de vida compartida. Sólo es Padre verdadero aquel que ofrece ser y vida de tal forma que suscita comunión de amor al ofrecer su propia vida. Así­ lo ha destacado la teologí­a del occidente cristiano, especialmente a través de Ricardo de san Ví­ctor.

VII. Lo paterno y lo materno: ampliación antropológica
Situado en un transfondo de experiencia familiar, Dios aparece como padre o como madre y, en segundo lugar, como hermano, amigo o compañero. Históricamente, la imagen materna parece dominar en el ambiente religioso más antiguo que ha entendido a Dios como calor fecundo y nutritivo en que se asienta nuestra vida: es aquel misterio oculto y primordial en que debemos sumergirnos para hallar nuestra grandeza. En esta perspectiva, más que sujeto personal con quien podemos dialogar, Dios es plenitud sacral donde se asienta nuestra vida: es la matriz de que nacemos, el seno terminal al que volvemos, el abismo en que debemos penetrar para vencer la división y muerte en que parece disolverse sin cesar nuestra existencia.

Esta religiosidad materna se halla fundada en una experiencia que está cerca de aquello que los griegos llamaron “ámbito del cros”: la salvación se expresa en forma de ascenso que nos lleva desde el mundo multiforme y corrompido hasta la fuente de unidad de lo divino. Podrí­amos decir que el hombre es un viviente que ha salido del útero materno o mundo superior donde moraba, para descubrirse así­ perdido sobre el mundo; por eso busca su lugar primero, su verdad completa, quiere retornar al centro de su vida, que es la diosa madre que ha perdido.

También el sí­mbolo de padre está lleno de riqueza. Es un modelo religioso que nuestra cultura patriarcal ha desplegado de manera más consciente y creadora que el de madre. Desde una perspectiva psicológica, este sí­mbolo nos lleva más allá de la naturaleza: su función no se percibe de manera biológica inmediata, como pasa con la madre. En el nivel humano, el padre pertenece al ámbito de fe: es ley de vida, exigencia de realización, garantí­a de futuro.

Ciertamente, el padre está al origen: es principio, punto de partida del hacerse de los hombres, como han destacado las religiones de la naturaleza; en este plano, sus rasgos esenciales coinciden con los rasgos de la madre, en un nivel biológico. Pero en un momento posterior, que hemos fijado en la experiencia israelita, el Padre-Dios, sin recibir casi ese nombre, se presenta como principio de realización: nos prohibe volver hacia el origen y nos hace ser independientes, libres, sobre el mundo.

En ese aspecto el padre es ley, con todo lo que implica de camino de exigencia de realización y de dureza. Siendo ley, el padre es un modelo: va marcando la propia dirección de mi camino y me acompaña, me sostiene, al realizarlo. Por eso, en un tercer momento, puede presentarse en forma de promesa; es garantí­a de vida y de futuro en la existencia. Así­ ha venido a culminar en el mensaje y vida de Jesús.

Estos momentos constituyen de algún modo las claves de la vida humana. En el punto de partida estaba el padre-madre como totalidad o unión primera en que se asienta nuestra vida: por eso habí­a una experiencia de inmersión cósmica, de identificación fundante en el gran misterio de la vida. Pero, en un momento ulterior, el Padre adquiere autonomí­a: nos saca del pasado, nos separa de la madre y nos obliga a renunciar al paraí­so donde parecí­amos estar bien resguardados. La vida se convierte así­ en camino dificil, conflictivo. El mismo Padre nos escinde del origen y nos manda caminar independientes sobre el mundo, asumiendo la ley de la existencia, es decir, la tarea de ser nosotros mismos. Sólo de esa forma descubrimos el sentido de la vida: podemos aceptar la ley de un Dios que se desvela como Padre, descubrir su voz, reconocerle como garantí­a y futuro de la vida, haciéndonos humanos.

Sobre este fondo ha de entenderse el mensaje de Jesús cuando nos dice que el Padre-Dios, siendo principio de realización, es amor gratuito, es donación generosa y siempre nueva de existencia. Hablando humanamente, este Padre de Jesús es al mismo tiempo Madre amante y generosa, en el sentido más profundo de ese término.

Así­ lo ha destacado la teologí­a contemporánea al hablar de temas como mujer, madre, antropologí­a y Marí­a. Deberán completarse en esa perspectiva las observaciones que aquí­ ofrezco, reinterpretando si hace falta toda mi exposición. Debemos añadir que la terminologí­a de lo paterno en el mensaje de Jesús y el misterio trinitario no ha de interpretarse en perspectiva masculina o femenina sino en clave de personalización humana
El Padre de Jesús ya no es figura masculina. El simbolismo del varón queda de esa forma asumido y transcendido: Dios es Padre-Madre como principio de existencia, amor gratuito que se ofrece y expande generosamente. Por eso, la dogmática trinitaria ha dicho siempre que el Padre ha generado o engendrado al Hijo en gesto de donación fundante (desde su propio “seno” divino), asumiendo así­ elementos que resultan claramente femeninos.

Más aún, sabemos por la teologí­a trinitaria que la realidad propia del Padre sólo puede conocerse en forma relacional (o relativa): pues bien, en clave trinitaria el Padre no se opone a la madre sino al Hijo. Eso significa que en el Padre se asumen e identifican, se realizan en plenitud, lo paterno y lo materno, lo masculino y femenino. De esa forma superamos todo androcentrismo (sea de masculinidad paterna o esponsal). La relación intradivina no se configura en lí­nea hierogámica (varón-mujer, padre-madre) sino en forma de dualidad gratuita de donación de ser y de acogida (Padre e Hijo). Sólo desde ese fondo viene a explicitarse el misterio del Espí­ritu Santo, interpretado en forma de relación mutua y amor que brota de la comunión del Padre e Hijo.

En esta perspectiva, que hemos desarrollado en otros contextos teológicos23, se superan las visiones del dualismo sexual intradivino (el Hijo serí­a lo masculino de Dios, el Espí­ritu Santo lo femenino) lo mismo que una visión patriarcalista del Padre (que presentarí­a rasgos masculinos). Llegando al centro del misterio, culminando así­ el camino que habí­a comenzado en los viejos mitos cósmicos, debemos afirmar que el Padre y el Hijo ya no son “ni varón, ni mujer, ni griego, ni judí­o”; Padre e Hijo son misterio de amor generoso que se expande, se ofrece y recibe, se comparte, en apertura creadora hacia los hombres. Así­ viene a expresarse en el misterio del amor (mensaje y vida) de Jesús, el Cristo.

VIII. Conclusión: padre y madre; hijos y hermanos
Vuelvo al tema ya esbozado. Como muestra con toda claridad el despliegue teológico de la gnosis y como ha indicado, con su habitual agudeza C. G. Jung, la Trinidad normal deberí­a estar representada por Padre-Madre-Hijo. Este parece ser el ritmo de despliegue de la vida humana: éstos son los momentos fundantes de manifestación de la realidad social en clave familiar.

Por eso, cuando los cristianos han fijado el sí­mbolo divino en términos de Padre, Hijo y Espí­ritu están abriendo un hueco que resulta extraño, un hueco significativo que nos hace pensar y repensar, superando el nivel de la simbologí­a inmediata. Aquí­ falta la madre. Pudiéramos decir que un padre sin madre no es padre verdadero, en el sentido normal de la palabra; ni un hijo es un hijo si no tiene madre. Por eso, ante el misterio de la Trinidad cristiana debemos preguntarnos: ¿por qué este simbolismo? Y además, para completar el desconcierto, descubrimos pronto que el tercer elemento (Espí­ritu Santo) rompe el ritmo de los dos anteriores.

Veamos. Donde está el Espí­ritu debí­a estar la Madre, como ha supuesto siempre la gnosis y como parecen buscar de nuevo algunos teólogos modernos como L. Boff. Así­ serí­a todo mucho más fácil: el Espí­ritu revelarí­a el aspecto materno y femenino que echábamos en falta en Dios. La misma iglesia católica lo habrí­a intuí­do al introducir a la madre de Jesús, Marí­a, en el cí­rculo divino.

Pues bien, en contra de eso, pienso que el teólogo está obligado a mantener la extrañeza trinitaria. En primer lugar, tendremos que decir que la Trinidad no es un cí­rculo: no es una especie de “mandala antropológico”, una forma en que nosotros mismos completamos y redondeamos el ser de lo divino, a fin de hacerlo comprensible, En contra de esa tendencia “sistemática” del pensamiento humano, la Trinidad cristiana viene a desplegarse ante nosotros como expresión de un Dios “abierto”, revelado y oculto en Jesucristo.

Eso nos obliga a mantener nuestra extrañeza, en gesto vigilante. Veamos. Dios se manifiesta como Padre. Pero es Padre sin Madre. Esto significa, en primer lugar, que es un padre distinto y así­ no le podemos aplicar sin más nuestros conceptos, los aspectos paternos que solemos encontrar en las familias de la tierra. Quizá podamos dar un paso más, diciendo: un padre sin madre es “padre materno” o quizá “madre paterna”; es generosidad total, no necesita de otro (o de otra) para darse.

De esta forma, en el nivel del Padre trinitario superamos todas las formas de dialéctica del mundo. El Padre Dios no es lo masculino frente a lo femenino, ni la tesis frente a la antí­tesis, ni es el Yang frente al Ying (del taoí­smo…). Toda determinación dual destruye el mismo ser del Padre. Lógicamente, los teólogos antiguos, educados en la tradición neoplatónica, han llamado al Padre el Uno. Por eso sólo le podemos conocer de forma negativa, por exclusión de propiedades y matices (que son siempre duales).

Lógicamente, debemos superar de raí­z todo intento de proyectar sobre ese Padre los signos de lo masculino que están siempre determinados de forma polar (frente a lo femenino). Tengo la impresión de que la teologí­a y piedad eclesial no ha conseguido hacerlo del todo, rompiendo en este campo la sobriedad de la revelación cristiana. Sólo allí­ donde el Padre Dios ya no es Padre en referencia a una Madre; sólo allí­ donde el sí­mbolo de Padre cubre todos los huecos, de forma que no puede ni siquiera presentarse como algo determinado, estamos en la lí­nea de su verdadera comprensión.

Desde aquí­ ha de verse la segunda razón de nuestra extrañeza: Dios es Padre con Hijo. De esta forma se supera el sí­mbolo de Adán-Eva que aparece en Gén 2-3. Es evidente que el primer Adán (sin Eva) no es todaví­a masculino: es ser-humano abarcador. Pero en el proceso entero del surgimiento de la mujer la lectura dominante del texto no ha podido evitar la impresión de que lo femenino (Eva) brota de lo masculino (Adán): de esa forma, la mujer viene a presentarse, en un determinado nivel simbólico, como “hija del varón”, con todo lo que eso implica en plano social y familiar, como fundamento de un matrimonio establecido en claves jerárquicas. Pues bien, en la Trinidad no hay nada de eso. El Padre no es persona frente a la Madre sino frente al Hijo.

Esta es la extrañeza: al Padre le define el Hijo, es decir, el destinatario de su amor total, el don de su autoentrega. Surge de esa forma la dualidad perfecta de generación total. Normalmente, dentro de la simbólica religiosa de los pueblos antiguos, hubiera sido mucho más lógico presentar al Padre-Dios como “madre”, porque es la madre la que engendra: el seno que da a luz, la fuente de vida que se dualiza. Por eso, mirados desde un punto de vista estructural, los rasgos dominantes de la figura del Padre-trinitario son rasgos maternos, como ya hemos indicado. Entonces ¿por qué se ha conservado el signo masculino? Evidentemente no puedo responder, pero estoy casi seguro de que se trata de una “estrategia del lenguaje” religioso al que le gusta ser paradógico. La visión “materna” del Dios-fuente nos hubiera llevado de nuevo a una comprensión quizá naturalista de la realidad, identificando el proceso trinitario como una especie de expresión normal de la naturaleza materna de la realidad, en la lí­nea del matriarcado.

Sólo de esta forma se elevan y superan los sí­mbolos cósmicos. La misma madre deja de ser expresión “natural” del origen de la vida y viene a situarse en el plano de la “fe”, de la palabra personal, en igualdad de condiciones con el padre. En otras palabras, aquí­ desarecen los términos de padre-madre como elementos polares y siempre deficientes de la realidad. Aquí­ aparece Dios como Padre-Madre total, como aquel que da de sí­, de tal manera que suscita-engendra al Hijo, compartiendo con él toda su substancia (homooúsios).

Evidentemente, situado en ese fondo, el Hijo no se puede entender, tampoco, como masculino o femenino. Se ha encarnado en Jesús (un varón), pero ya no se define como varón sino como “persona”: recibe todo el ser del Padre, lo acoge en sí­, lo asume y lo devuelve, en gesto de plena generosidad gratuita. Todos los que quieren entender lo propio de Jesús, el Hijo, partiendo de su “condición masculina” vuelven a introducir la dualidad sexual dentro de Dios, rompiendo la extrañeza del sí­mbolo trinitario. Hemos vuelto a hablar de extrañeza. En el principio no hallamos la polaridad de Padre-Madre, como si cada uno tuviera aquello que le falta al otro. Esta dialéctica de “negatividad” (uno busca en el otro lo que no tiene, de manera que ambos al juntarse se completan) resulta inaplicable al misterio trinitario. El Hijo no tiene aquello que le falta al Padre; ni el Padre engendra al Hijo por deficiencia, para llegar de esa manera a su entidad perfecta. El Padre tiene “todo el ser divino” y de esa forma se lo entrega plenamente al Hijo.

Por eso, el Padre es Padre-Madre, y el Hijo es Hijo-Hija, si es que vale esta palabra. Humanamente hablando, esta “relación de generosidad total” nos parece difí­cil o imposible. Estamos acostumbrados a pensar en dialécticas de negatividad: cada uno tiene aquello que le falta al otro, de manera que la relación se establece en claves de necesidad (quiero conseguir lo que me falta) o de violencia (arrebato por la fuerza aquello que tiene el otro y que yo echo de menos). La Trinidad, en cambio, nos sitúa ante una relación de absoluta generosidad: al Padre no le falta nada, pero “da” su propio ser en gesto de apertura gozosa; tampoco al Hijo le falta nada, porque ha recibido todo el ser del Padre, pero lo tiene gratuitamente (con don de amor) y gratuitamente lo devuelve al Padre, en gesto de vida compartida.

Superando la dialéctica de los sexos, establecida por Platón en clave de necesidad (cada uno busca en el otro lo que le falta), se establece aquí­ la relación de generosidad que es donación plena (Padre) y acogida plena (Hijo). Estamos en el nivel de la realización personal, allí­ donde varón y mujer se igualan plenamente como personas, capaces de dar y de acoger la vida. En las formas limitadas y polares de lo masculino y femenino cada uno de nosotros nos realizamos como personas, es decir, como dueños de la propia vida y capaces de darla y recibirla de los otros. El Hijo de Dios (que no es varón ni mujer) ha realizado en forma de varón (humanamente) el misterio eterno de su personalidad filial divina.

Estamos en el lí­mite y principio de toda simbolización humana. Para ser padre o madre el ser humano necesita del otro (de su complementario polar). Dios, en cambio, es Padre-Madre desde sí­, en generosidad total y perfecta. De ese modo indica aquello que todos los humanos debemos alcanzar, al menos tendencialmente: hacernos capaces de dar la propia vida hasta el final para engendrar de esa manera al otro (a los demás). Pudiera parecer que, en un primer momento, esta “soledad del Padre” es una imperfección. Humanamente hablando es mejor “engendrar en pareja”; una maternidad o paternidad en solitario (partenogenética, clónica) serí­a imperfecta a nivel antropológico. Pues bien, a nivel trinitario, el sí­mbolo cristiano nos hace superar ese esquema: sólo puede ser padre (o madre) de verdad el que es capaz de darse plenamente desde sí­, en gesto de total generosidad, sin necesitar para nada del otro, sin buscar nada en el otro.

De todas formas, el mismo desarrollo anterior nos ha invitado a superar el nivel de inmediatez simbólica. Hemos dicho que no pueden aplicarse los conceptos humanos (padre, madre, hijo, hija) de manera simple a lo divino. Los sí­mbolos nos valen, resultan necesarios; pero debemos recrearlos, de tal forma que por ellos digamos (hablando de Dios) precisamente aquello que nos desborda. Esto es lo que descubrimos en el dogma trinitario: hemos llegado al lí­mite de toda la simbologí­a humana, descubriendo el misterio de la personalidad como “dominio total de sí­ mismo”. Por eso decimos que el Padre engendra sin consorte, porque tiene en sí­ todo el ser de lo divino. Lo que serí­a imperfecto a nivel humano (engendrar sin pareja) es perfección suprema en lo divino, porque aquí­ se ha transcendido el nivel de la polaridad sexual, revelándose el valor de la persona más allá de las mediaciones antropológicas de lo masculino y femenino.

Solamente a ese nivel podemos plantear el valor de la persona como individualidad estricta, como solitudo radicalis (para emplear el término de Escoto). Es aquí­ donde se expresa en plenitud el ser humano como libertadindividual, como posibilidad de salvación o condena. Esto es lo que presupone la fe cuando nos dice que cada uno de nosotros tenemos en las manos lo más grande: la capacidad de acoger o rechazar el don de Dios, realizándonos o destruyéndonos como personas.

Pero la paradoja y la extrañeza de la formulación trinitaria sigue y debe mantenerse: El Padre es dueño de sí­, de nadie necesita, de manera que no tiene a su lado una “consorte”, superando de esa forma toda hierogamia; pues bien, siendo autosuficiencia total (solitudo radicalis), el Padre puede y quiere darse de manera también plena, suscitando de esa forma al Hijo (y haciéndose communio radicalis). La individualidad total puede hacerse de esa forma dualidad perfecta. Tenemos así­ unidos al Padre y al Hijo.

El Hijo no es lo que le falta al Padre: no es resultado de un amor de necesidad, no es la expresión de una carencia. Humanamente hablando, el amor suele nacer de una carencia: suele emplearse para llenar un hueco (afectivo), para curar una herida (de soledad); amamos a los demás para encontrarnos a nosotros mismos. El Padre no tiene hueco, no sufre de ninguna herida, no está necesitado. Y, sin embargo, en paradoja creadora que desborda todo lo que pueda decirse sobre el mundo, el Padre se hace hueco para el Hijo; de esa forma enciende en su propia infinitud una herida que sólo el Hijo puede curar, haciéndose necesitado de amor.

Intuimos de algún modo lo que esto puede significar en las relaciones antropológicas. En plano sexual parece que toda relación varón-mujer tiene algo de búsqueda de complementariedad: cada uno desea llenar con el otro su hueco, curar su vací­o, remediar su herida. Pero en un nivel más alto, de gratuidad personal, el amor (no sólo de apertura entre varón-mujer sino también otros encuentros afectivos) puede volverse expresión de generosidad. El gozo mayor está en dar sin esperar a cambio nada; el gozo está en recibir no para curar así­ la propia herida sino para ser en forma nueva desde el otro y para el otro.

Barruntamos así­, de alguna forma, la razón de la ruptura trinitaria: en el principio de Dios ya no encontramos aquello que humanamente habrí­amos buscado (la dualidad hierogámica de varón-mujer) sino la relación personal, gratuita y libre del amor de Padre e Hijo. Sólo a partir de esta relación puede entenderse el misterio del Espí­ritu Santo, sea como amor común (comunión dual intradivina) sea como tercera persona del encuentro divino.

Así­ viene a expresarse el segundo nivel de realización paterna. En el principio trinitario, el Padre engendraba desde su propia soledad, sin compañí­a (sin consorte). Ahora, en cambio, en nivel nuevo de amor, el Padre se une al Hijo y ambos juntos, en comunión definitiva, originan y suscitan el Espí­ritu Santo. De esa forma, lo que era soledad total (el Padre como Uno) se convierte en principio de comunión: Hijo y Padre se vinculan en total libertad y autonomí­a. No se necesitan y, sin embargo, se entregan uno al otro en llamada y en respuesta, en diálogo total en el que todo lo comparten.

Esto es lo que podemos llamar el amor pleno. El Padre no busca en el Hijo nada porque todo lo tiene en sí­ mismo; tampoco el Hijo necesita ya del Padre, porque todo lo tiene como propio. Y, sin embargo, en paradoja de amor pleno, ellos dan todo, lo comparten todo, dándose el uno al otro. Esta es la fuente del Espí­ritu. De esa forma, lo que era paternidad solitaria (don absoluto de sí­, sin necesidad de mediación de otro) se vuelve comunión absoluta, en plano de vida y amor compartido.

La comunión del Padre con el Hijo no se puede entender ya a manera de “necesidad natural”, como vinculación de las deficiencias o como expresión de alguna forma de personalidad supraindividual (raza, grupo social, nación, clase, etc., etc.). Lo que al Padre vincula con el Hijo es la pura generosidad de dos personas que son perfectas y acabadas cada una en sí­ misma. Sólo de esa forma superan el nivel de la necesidad donde parece que la vida humana está prendida y cautivada para abrirse al plano de la gratuidad voluntaria, gozosa, comunicativa. Quizá podamos decir que únicamente ahora, al vincularse con el Hijo en gesto de donación (suscitando juntos el Espí­ritu Santo), el Padre llega a hacerse plenamente Padre.

Esta unión del Padre con el Hijo no es un matrimonio, no se puede interpretar en forma hierogámica: ni el Padre es masculino en forma polar ni el Hijo femenino (ni al contrario). Más allá del matrimonio como vinculación y encuentro de dos personas “imperfectas”, que buscan una en otra lo que falta para su plenitud, se ha desvelado aquí­ la comunión total de dos personas que no necesitando nada una de otra se entregan, sin embargo, en forma plena.

Este es el nivel de la gratuidad fundante, hecha comunión. Este es elamor definitivo. Aquí­ culmina y se realiza de forma misteriosa (incomprensible) el misterio del Dios cristiano. Desde ese fondo podemos afirmar que toda la historia de las religiones puede y debe interpretarse como búsqueda de paternidad auténtica; por otra parte, y de forma correlativa, la historia de la salvación ha de entenderse también como revelación de la paternidad de Dios.

A partir de aquí­ tendrí­amos que reinterpretar todo lo dicho, situándolo en una perspectiva nueva de tipo familiar, social y psicológico. Quizá pudiéramos decir que la religión verdadera es búsqueda del relato fundante: queremos escuchar aquella voz creadora que nos diga lo que somos, quiénes somos. Sabemos que padre (madre) es el que ofrece la palabra, el que responde a la pregunta sobre el origen y nos dice lo que somos, dándonos un nombre y un lugar en la existencia. Pues bien, el evangelio de Jesús nos ha ofrecido ese relato, al decirnos de dónde venimos y quiénes somos.

Dios mismo nos dirige su palabra y nos dice quiénes somos al “fundarnos” en su Hijo Jesucristo: originariamente somos “hijos”; brotamos del amor del Padre, en Jesucristo. Por eso, toda nuestra historia se define como “cumplimiento de la filiación”: podemos y debemos asumir en Cristo nuestra propia condición de hijos, para responder de esa manera a la palabra de reconocimiento y llamada que nos ofrece el Padre.

Dios no es Padre por imposición de naturaleza, porque un viviente que se impone y obliga ya no es Padre. Dios es Padre por invitación: nos ha llamadoy convidado, para que podamos realizarnos como hijos, en respuesta personal, en libre entrega. Por eso nos ha dado a su propio Hijo eterno Jesucristo que ha “representado” y realizado entre nosotros y para nosotros (en favor nuestro) su propio camino de amor filial, abriendo sobre el mundo el campo de su fraternidad.

Hay una fraternidad conflictiva, de violencia y muerte, que está ejemplificada en el relato más antiguo de Caí­n y Abel (Gen 4): cada uno quiere hacerse y conseguir su autonomí­a frente al otro (contra el otro). A la luz de todo lo anterior, hemos ido descubriendo que la esencia de la personalidad no es la “carencia” (buscar en el otro lo que me falta) sino la generosidad (ofrecer al otro lo que tengo, para que podamos compartirlo). Eso es lo que hace Jesús, como nuevo Abel que ofrece el camino de Dios a sus hermanos, ofreciéndoles su propia vida y enseñándoles a decir “abba”: Dios es mi Padre.

Una vez que han aprendido esta palabra, y la han aprendido en el camino y gesto de entrega de Jesús (que muere dando noticia del Padre), los hombres ya saben en el fondo todo lo que tienen que saber: conocen el misterio más profundo de lo humano y lo divino. Conocen su “origen familiar”, se conocen a sí­ mismos, en camino que debe expresarse en forma de compromiso social.

Porque, conforme a lo indicado al tratar del mensaje de Jesús, el descubrimiento e invocación del Padre resulta inseparable del compromiso en favor de los hermanos. Este conocimiento no es teorí­a interior (en forma de meditación intimista); tampoco es verdad abstracta que se puede articular en un conjunto de sistemas conceptuales. El conocimiento de Dios se identifica con la respuesta de la propia vida que asume el don del Padre y le reconoce, reconociendo, al mismo tiempo, a los hermanos.

Esta es la tarea cristiana: ser testigos de Dios Padre en un mundo que parece abandonado, huérfano de amor y de esperanza. Son muchos los que dicen que no hay Padre: estamos arrojados, perdidos en el mundo, como huérfanos que deben hacer la vida solos, por sí­ mismos; la fe trinitaria nos lleva a expresar en medio de ellos (en favor de ellos) el sentido de una vida que es respuesta gozosa, comprometida al don del Padre. Son muchos los que viven sobre el mundo como si no hubiera ningún Padre: no tienen familia verdadera; no existe para ellos reconocimiento social, ni justicia; son menos que huérfanos, están aplastadas en la tierra por los falsos hermanos que viven sólo de su propia prepotencia; pues bien, en medio de ellos, la iglesia de Jesús debe ofrecer el testimonio de la solidaridad fraterna, gratificante, creadora, que brota de la fe en el Padre.

Esta fe en el Padre de Jesús, que es Padre eterno, trinitario, es el principio y centro de la fe cristiana. Los musulmanes conocen 99 nombres de Dios y los proclaman en sus oraciones; pero no han descubierto su hondura radical de Padre en Jesucristo. También los judí­os conocen a Dios y le llaman con palabra soberana Señor de cielo y tierra (Yahvé, Adonai, Kyrios); pero no han encontrado todaví­a su nombre verdadero, no le acogen y veneran como el Padre de Jesús. Esta es la novedad del evangelio: cristianos son aquellos que conocen de verdad el nombre de Dios, saben que es Padre de Nuestro Señor Jesucristo, siendo de esa forma Padre de todos los humanos (cf. Rom 15, 6; Ef 1, 3; 2 Cor 1, 3, etc.).

[- Amor; Antropologí­a; Comunión; Cruz; Espiración; Espí­ritu Santo; Generación; Hijo; Islam; Judaí­smo; Liberación; Madre; Mujer; Pascua; Persona; Reino; Teodicea.]
Xabier Pikaza

10

PADRES GRIEGOS Y LATINOS, DOCTRINA TRINITARIA DE LOS

SUMARIO: I. Suma de la fe.-II. Comprensión teológica: 1. Mirada retrospectiva al AT; 2. Doctrina del Logos; 3. Analogí­as de la naturaleza.-III. Apropiación conceptual: 1. Intención teológica; 2. Conceptualidad de Oriente; 3. Contribución de Occidente.-IV. Acentos especí­ficos

I. Suma de la fe
La confesión trinitaria resume para los Padres, tanto griegos como latinos (y más allá de sus lugares de tradición), los contenidos fundamentales de la fe en Dios y en Cristo, impregna las celebraciones sacramentales y determina el camino de salvación del cristiano. Ella pertenece, según Ireneo de Lyon (aprox., t 202), al “canon de la verdad” que el cristiano recibe en el bautismo (Adv. haer. I, 9,4), por el que es introducido en la vida trinitaria de Dios. A partir de la confesión trinitaria en cuanto “regla de la fe” se descubre la correcta ordenación de ésta (Epid. 3). Con frecuencia menciona Tertuliano (aprox.,150-220) la regula y la lex fidei y se distancia con ello de las novitates de los herejes. También para él constituye la confesión trinitaria el núcleo de la doctrina de la fe cristiana (De praescr. haer. 13). En Oriente habla Orí­genes (aprox., 185-254) “de la triple cuerda que no se rasga, de la que pende y por la que se sostiene la Iglesia”(In exod. hom. IX que, 3).

Esta primací­a, así­ reconocida por los Padres, del tesoro de la fe transmitido en la tradición y condensado en sus enunciados fundamentales rige de modo especial para los concilios. Así­, Nicea (325) manifiesta, con la inclusión de la respuesta conciliar a Arrio (aprox., 260-336) en una confesión de fe de la tradición, que el objetivo de los

Padres no era la explicación conceptual de la filiación divina eterna de Jesús, sino la renovada y común confirmación de la fe en Cristo transmitida (DS 125). De modo parecido proceden los Padres del concilio de Efeso (431). Lo que coincide con Nicea debe ser asumido, lo que se diferencia de él, rechazado. Para Calcedonia rige el mismo criterio: “Tras las huellas de los Santos Padres, nuestra doctrina común y nuestra confesión es…”(DS 301).

Esta primací­a fundamental de las reglas de la fe condiciona el puesto, a ella subordinado, de su interpretación. Para Orí­genes, por ejemplo, se mantiene, frente a diversas novedades, “la predicación eclesial que fue transmitida en el orden de la sucesión desde los Apóstoles y que perdura hasta hoy en la Iglesia; y así­, sólo debe creerse como verdad lo que en nada diverge de la tradición eclesial y apostólica” (P. Arch. 1. Praef. 2). El Alejandrino entiende su trabajo teológico no como deducción, sino como contemplación comprensiva, analí­tica y ordenadora, del misterio integral. Y en ese trabajo es consciente de no poder alcanzar un conocimiento completo del misterio trinitario. A este respecto, en Occidente se puede comparar a Agustí­n (354-430) con Orí­genes. El concluye su De Trinitate (XV, 28, 51) con la siguiente oración: “Según esta regla de fe me he orientado al comenzar; y desde ella te he buscado tan bien como pude, tan bien como tú me diste capacidad para ello; he deseado contemplar con la razón lo que yo creí­a; y mucho he examinado, mucho me he esforzado.” Con esta ordenación autocrí­tica de intento explicativo y de misterio expresado en la regla de la fe,los testigos mencionados hablan por la totalidad de la Patrí­stica. Aquí­ confluyen la confesión, la apologí­a, la teologí­a analí­tica y comprensiva y también el maravillado sentimiento de plenitud ante la cercaní­a de Dios. El marco que confiere unidad a las más diversas cuestiones de detalle es la permanente mirada a la confesión central de la encarnación redentora de Dios. En la medida en que la doctrina trinitaria así­ integrada revela algo del nexos mysteriorum, puede dar fundamento a la fe y conducir a la reverente actitud de sentirse afectado por el misterio del Dios trinitario. Aquí­ hallamos una importante ayuda de la Patrí­stica para la teologí­a trinitaria actual.

II. Comprensión teológica
1. MIRADA RETROSPECTIVA AL AT. Para acercar el misterio expresado en la confesión y en la celebración litúrgica a la humana capacidad de representación se han venido usando desde la época de los Apologetas diversas analogí­as, imágenes y conceptos. Sobre todo se han buscado huellas en el AT. Este halla su fundamento, como la creación, en el actuar mismo del Dios trinitario. Por eso, toda la historia pertenece a su revelación, que culmina en la encarnación de la Palabra eterna y en la misión del Espí­ritu Santo. Aquí­ alcanza su plenitud la automanifestación de Dios iniciada en la creación. Sobre este pensamiento, desarrollado especialmente por Ireneo, citan los Padres diferentes pasajes del AT. Gén 1,1 les remite al Hijo; Gén 1,2, al Espí­ritu Santo. Es importante también el nombre de Dios Elohim, concebido en plural. Y también aquellos textos en los que Dios habla de sí­ mismo y se habla a sí­ mismo en la forma plural (Gén 1,26; 3,22; 11,7). Muchos Padres ven testimonios de la Trinidad en los tres enviados de Dios a Abraham (Gén 18), en la triple bendición sacerdotal (Núm 6, 24-26), en el triple nombramiento de Dios en la solemne explicación de la unidad divina en el trisagio de Is 6,4. Estos testimonios de la Escritura son finalmente confirmados por la referencia al ángel de Yahvé, a la sabidurí­a, a la palabra, al espí­ritu de Dios y a las profecí­as mesiánicas. Una valoración trinitaria de estos textos está justificada en la medida en que reflejan la insuperable tensión entre transcendencia sagrada y cercaní­a salví­fica del único Dios. Este es un rasgo fundamental determinante de la imagen veterotestamentaria de Dios, así­ como contenido esencial del misterio cristiano de la Trinidad.

2. DOCTRINA DEL LOGOS. Para esta doctrina existen puntos de referencia en el AT, en el evangelio de Juan y en la espiritualidad de su tiempo, en el pensamiento de Filón de Alejandrí­a (aprox., 13 a.C. – 45/50 d.C.), de Heráclito (aprox., 540-480 a.C.), que influyó especialmente en el estoicismo, y en el del platonismo medio. Para el estoicismo, el Logos es el principio racional divino que gobierna y unifica el cosmos; en él participamos por medio del conocimiento de la verdad y de una vida ética. También en el platonismo medio el Logos es el principio de unidad del cosmos, y brota del Uno indivisible que se diferencia esencialmente de lo múltiple creatural-inmanente. Este abismo no lo puede franquear del todo el Logos, pues él mismo es imperfecto y no se comunica por entero. Así­, él responde de la unidad y de la multiplicidad del mundo. También Filón intenta superar la distancia infinita entre Dios y el mundo mediante el Logos. Sin embargo, a diferencia de Jn y de su caracterí­stica comprensión de la encarnación, al alejandrino le falta una visión histórico-personal del Logos.

El peligro que semejante pensamiento encierra para la interpretación de la fe cristiana es un subordinacionismo metafí­sico (en contraposición al histórico-salví­fico). Aquí­ se plantea necesariamente la cuestión del ser: si y en qué medida el Logos hecho hombre pertenece a la realidad de Dios o a la del mundo. En ella se agudiza la disputa con Arrio. Frente a él, el concilio de Nicea (325) confiesa al Hijo increado, engendrado eternamente de la misma naturaleza que el Padre (DS 125s). De forma semejante, el concilio de Constantinopla (381) subraya la naturaleza divina y la dignidad adorable del Espí­ritu Santo (DS 150). Este no necesita de la acción divina sustentadora de la vida, como la criatura mortal; al igual que el Padre y el Hijo, también él da la vida.

Pero la doctrina del Logos no sólo ayuda a pensar la relación de Dios con el mundo; ella posibilita también la exploración de la vida interior de Dios a partir de la vida espiritual del hombre. Así­, Teófilo de Antioquí­a (aprox., 186) toma de la antropologí­a estoica la distinción entre la palabra aún no pronunciada, que está viva en el interior en cuanto pensamiento, y la palabra ya expresada. Esta estructura del acto de habla sirve al apologeta de analogí­a para la procedencia de la Palabra y del Hijo del Padre. El logos endiáthetos es el consejero eterno del Padre respecto de la creación; el logos prophorikós, el plan de la creación ya realizado (Ad Auto/. II, 22).

Este acceso comparativo a la vida interna de Dios fue profundizado por Agustí­n en su doctrina psicológica de la Trinidad, y así­ pasó a la Escolástica. Partiendo de la realidad del hombre como imagen de Dios, Agustí­n ve en la estructura triádica de la vida espiritual del hombre analogí­as para expresar la Trinidad de Dios: así­, por ejemplo, las trí­adas esse-nosse-velle; mens-notitia-amor; memoria-intelligentia-voluntas. Estas y otras comparaciones son para él recursos creaturales para no tener que enmudecer en la alabanza y en la predicación.

3. ANALOGíAS DE LA NATURALEZA. Otras imágenes usadas en el ámbito de la Patrí­stica, tanto griega como latina, están tomadas de la contemplación de la naturaleza. Así­, por ejemplo, la ordenación originaria y recí­procamente condicionante de fuente-rí­o-mar (agua), o raí­z-rama-fruto, raí­z-tronco-rama, sol-luz-rayo-brillo (conocimiento, calor), planta-flor-aroma. Este tipo de imágenes expresan formas de unidad limitada por diversos aspectos ‘no intercambiables. Las analogí­as, como antes la referencia a la estructura del acto de habla y de la vida espiritual, deben mostrar cómo uno y tres pueden ser pensados conjuntamente. Este camino abierto por los Apologetas lo siguió en Occidente Tertuliano con detalle. Poniendo la mirada en la unidad de sol y rayo de sol, escribe: “Así­, también lo salido de Dios es Dios e Hijo de Dios; y ambos son uno.”(Apol. 21, 13). Lo mismo dice con respecto al modo como el rí­o brota de la fuente, el tronco de la raí­z o la palabra de la fuerza del pensamiento. Este tipo de explicación es cultivado en Oriente más aún que en Occidente. Debemos mencionar especialmente a Orí­genes y Atanasio (aprox., 295-373). Este quiso subrayar con las imágenes fuente-corriente-bebida, luz-brillo-iluminación tanto la unidad esencial de Dios como la relativa realidad propia de los tres nombres divinos (C. Arianos III, 4; Ad Serapion I, 19).

Esta forma de mediación la encontramos también en la Escolástica. Así­, Anselmo de Canterbury (1033/34-1109), entre otros, quiere de este modo hacer aproximativamente inteligible la Trinidad de Dios. El hace referencia al Nilo que, en cuanto fuente, rí­o y mar, constituye una trí­ada. Si ello se da en el ámbito creatural, piensa, “no es increí­ble que esté presente en el ser sumamente libre de forma perfecta”(De incarn. Verbi 13).

Este pensamiento, expresado con comparaciones tomadas de la naturaleza, significa la diferente procesión del Hijo y del Espí­ritu del Padre sin origen, así­ como su autonomí­a. Con todo, para dar expresión a este entramado de relaciones, la Patrí­stica, tanto griega como latina, se vale no sólo de imágenes; ella se esfuerza también en precisar para ello su terminologí­a.

III. Apropiación conceptual
1. INTENCIí“N TEOLí“GICA. De modo parecido al esfuerzo del Nuevo Testamento, la Patrí­stica intenta, en Oriente como en Occidente, acercarse al Misterio en el lenguaje y en el contenido. Expresión de ello es la aclaración de los conceptos, especialmente de ousí­a-substantia, prósopon, hypóstasis-persona, schesis-relatio. Por lo que al contenido se refiere, un doble pensamiento impulsa este proceso: 1) Por una parte, es la convicción de que la autocomunicación esencial de Dios en la redención no puede experimentar ninguna disminución en el ser, si ha de ser realmente redentora. Dios se hizo hombre para que éste fuera divinizado. Este motivo, conocido desde Ireneo (Adv. Haer. III, 19, 1) y desarrollado especialmente por los Alejandrinos, está detrás de la cuestión de la igualdad esencial del Padre, del Hijo y del Espí­ritu. Diversas formas de subordinacionismo metafí­sico presentan aquí­ un desafí­o. Nombres representativos son: el estoicismo, con su relación contradictoria entre Dios y el mundo; Arrio, con su inescrutable imagen de Dios; los pneumatómacos, con su comprensión creatural del Espí­ritu. Por eso tuvo que tratarse expresamente la unidad esencial de Dios en la economí­a de la salvación. 2) Por otra parte, la teologí­a trinitaria patrí­stica está movida, tanto en Oriente como en Occidente, por la cuestión de la propia realidad óntica y subjetiva de los tres Nombres divinos, ‘Padre’, ‘Hijo’ y ‘Espí­ritu’. El modalismo herético obliga aquí­ a una respuesta que se corresponda con el especí­fico contenido revelado de los tres Nombres divinos.

2. CONCEPTUALIDAD DE ORIENTE. En Oriente está Atanasio, cuya teologí­a trinitaria está marcada muy especialmente por la acentuación de la igualdad de la esencia divina. A ella se refiere ya Gregorio Nacianceno (390) positivamente (Or. 21, 33). Este acento le caracteriza no sólo frente a Arrio y sus movimientos, sino también en comparación con la doctrina del Logos de los Apologetas y con la de Orí­genes, aún cuando él desarrolle las ideas fundamentales de éste. Atanasio, a diferencia de Orí­genes, no pierde oportunidad para hacer referencia a la única ousí­a (ser, naturaleza): ella es eterna, perfecta e inmutable; nada creado puede añadirse a ella complementándola. “Ella es igual a sí­ misma e indivisible según su naturaleza”(Ad Serapion I, 28). La doctrina arriana del Logos es para él politeí­smo; se trata, dice, de una “divinidad pluriforme y múltiple” (C. Arianos III, 15). La naturaleza divina, por otra parte, no es una unidad esencial abstracta. Es más bien la comunión eterna e indivisible del Padre, del Hijo y del Espí­ritu, que se hace visible sobre todo en la acción salví­fica divina en la creación y la redención. Ahí­ actúa el Padre por el Hijo en el Espí­ritu Santo. La salvación así­ comunicada es una; es “la gracia que viene del Padre y lleva a plenitud el Hijo en el Espí­ritu Santo”(Ad Serapion I, 14).

Al igual que la unidad de esencia subraya Atanasio la realidad propia especí­fica del Padre, del Hijo y del Espí­ritu. La Trinidad “no es sólo Trinidad según el nombre y el sonido de la palabra, sino verdadera y realmente. Lo mismo que el Padre existe, así­ existe también su Logos y es Dios por encima de todo. Y también el Espí­ritu Santo existe y subsiste verdaderamente” (Ad Serapion I, 28). Con todo, a pesar de esta referencia ala realidad propia de los nombres trinitarios, Atanasio no utiliza una terminologí­a especial para diferenciarlos de la única naturaleza divina. No emplea ni el término ‘prósopon’ ni el de ‘hypóstasis’. Nunca habla de tres hipóstasis en Dios, si bien en el sí­nodo de Alejandrí­a (362) él mismo acepta como válido este modo de hablar acompañado de una correcta interpretación. Para él mismo, incluso en el año 369 siguen siendo sinónimos los términos ‘hypóstasis’ y ‘ousí­a’ (Ad Afros 4). En lugar de usar la nueva terminologí­a que lentamente se va desarrollando, él habla concretamente de Padre, Hijo y Espí­ritu.

La distinción, por Atanasio sólo tolerada, entre ‘ousí­a’ e ‘hypóstasis’ alcanza en Basilio el Grande (aprox., 330-379) perfil y reconocimiento. Ousí­a es determinada por él como lo común, como el substrato de ser que es calificado más concretamente por las tres hipóstasis. Esta regulación lingüí­stica es asumida por el concilio de Constantinopla (381) cuando declara que “una única divinidad, poder y esencia del Padre y del Hijo y del Espí­ritu Santo y el mismo honor, dignidad y dominio se creen en tres hipóstasis o personas plenamente perfectas”(COD 24). La distinción de Basilio es desarrollada aquí­ (por Gregorio Nacianceno) en la medida en que hipóstasis es equipárada con persona (prósopon). Para Basilio, el término prósopon rige aún en 376 frente al de hypóstasis en cuanto término vací­o de ser que ha de ser llenado ónticamente por éste último. Para Gregorio Nacianceno, al contrario, los términos hypóstasis y persona contienen el mismo significado. En el contexto teológico-trinitario significan “que son tres que no se distinguen por su esencia, sino según sus peculiaridades”(Or. 42, 16).

Esta equiparación de hypóstasis y prósopon se justifica en la medida en que a ambos términos les pertenece, además de la idea de manifestación de la realidad, el elemento de peculiaridad intransferible. y de subsistencia. Ello es verdad con esta acentuación ante todo para el ámbito latino, pero después, como muestra Gregorio Nacianceno, poco a poco también para los griegos. La equiparación de ambos términos permite reconocer con cautela en el concepto de persona el elemento de la subjetividad. En un primer momento, en la concepción trinitaria de persona todo depende aún de la idea de lo particular y especí­fico en el que el único ser divino se realiza. Pero dado que los términos persona/ prósopon podí­an significar en el lenguaje de la literatura también esencias singulares, individuos, con la conexión terminológica de hypóstasis y prósopon el desarrollo condujo a identificar la subjetividad como rasgo esencial central del concepto trinitario de persona. Aspecto que Boecio (aprox., 475-527) articulará de forma que se hizo clásica (De duabus naturis II-1II).

Junto al concepto de persona aparece el de relación (schesis). Después de sus comienzos en Atanasio y Basilio lo usa y reflexiona sobre él Gregorio Nacianceno. Este piensa que el Padre, el Hijo y el Espí­ritu no han de determinarse sólo por la realidad propia expresada en el nombre, sino también por su recí­proca relación. Así­, la procedencia del Hijo del Padre es el único aspecto que diferencia a ambos. Es una diferencia en la relación, pero no en la esencia misma. “Padre no es un nombre de la esencia ni tampoco de la acción, sino un nombre de la relación que muestra cómo el Padre se relaciona con el Hijo, y el Hijo con el padre”(Or. 29, 16). Es propio del Padre el ser fuente y ser no engendrado; propio del Hijo el ser engendrado y propio del Espí­ritu el ser espirado (Or. 31, 9). Cuando Agustí­n desarrolle la doctrina de las relaciones podrá enlazar para ello con el Nacianceno.

3. CONTRIBUCIí“N DE OCCIDENTE. Aquí­ es Tertuliano quien con su diferenciada conceptualidad prepara de forma determinante el camino. Lo que los griegos expresaron con ‘ousí­a’ (o physis) lo denomina él ‘sustancia’. Bajo este término significa en general el substrato básico del ser singular y el portador de sus correspondientes propiedades. La sustancia divina es aquella originaria realidad sustentadora que une al Padre, al Hijo y al Espí­ritu. Así­, el Hijo está unido al Padre permanentemente, dado que éste es la esencia de la sustancia divina; el Hijo la extiende, como quien dice, en cuanto “derivatio totius et portio”(Adv. Prax. 9. 2). Con ello se significa para el Hijo la procedencia y la participación en la única sustancia total divina, con el fin de mediatizarla hacia fuera. Y de forma semejante el Espí­ritu Santo. El participa por el Hijo de la plenitud de ser del Padre. El Hijo y el Espí­ritu Santo son, cada uno en un orden de origen distinto, participantes (consortes) con el Padre en la única sustancia divina (Adv. Prax. 12, 7), la cual, debido a la diferente forma de existencia que adquiere en el Hijo y en el Espí­ritu Santo, ha de entenderse como realidad dinámica.

Pero con la misma fuerza con que subraya la unidad de Dios, Tertuliano acentúa también su Trinidad. Por eso, para él las tres personas divinas forman el contrapunto de la única sustancia. Tertuliano asume este concepto sobre todo por tres razones: 1) Distanciándose del modalismo, el término persona expresa aquella realidad propia individual que se significa con los nombres trinitarios y en la que adquiere forma concreta la sustancia divina. 2) En correspondencia con el estilo de la época emplea expresiones como: ex persona Patris (en lugar de), ex persona Christi, filii persona (rol), ex repraesentatione personae (en representación de). El africano se sirve de estas formas de expresión para representar de forma dramático-dialógica el acontecimiento de la autocomunicación divina, especialmente de la encarnación. Pero al hacerlo tiene claro que la Palabra y el Hijo, así­ como el Espí­ritu Santo, son más que meras ficciones literarias que expresan dramáticamente el ‘nosotros’ divino. La figura concreta de Jesús permite reconocer la persona divina del Hijo en su irrepetibilidad. Desde la realidad propia del Hijo, la personalidad del Espí­ritu Santo se revela asimismo como algo más que una figura estilí­stico-poética. También a él, que santifica a los creyentes, le pertenece una realidad propia esencial y subjetiva. El es, como el Hijo, abogado (oficial, ministro, árbitro) del Padre. 3) La fe cristiana confiesa no tres modificaciones de Dios, sino testigos subjetivos cuyos nombres son invocados como garantes de salvación y constituyen la esencia de la confianza cristiana (Adv. Prax. 26, 9). Dado que para Tertuliano se trata de que en la irrepetibilidad subjetiva del Padre, del Hijo y del Espí­ritu se realiza y comunica el ser y la vida de Dios, el concepto de persona se convierte para él en una expresión central. Y prácticamente la totalidad de la historia trinitaria le ha seguido en este punto. Sólo Agustí­n mantiene alguna precaución al respecto; él hace de la doctrina de las relaciones el elemento configurador del sistema, y en cuanto tal llega a la teologí­a occidental.

IV. Acentos especí­ficos
La doctrinas trinitarias de Oriente y Occidente, aún cuando entre ellas se dan coincidencias de contenido y de método, están determinadas por diferentes formas de pensamiento. Según la distinción que se remonta a Th. de Regnon (1831-1893), Occidente parte más claramente de la única sustancia divina para determinar desde ella los tres nombres divinos Padre, Hijo y Espí­ritu en su propia realidad, que ha de perfilarse frente al modalismo. A esta visión de la unidad corresponde también la invocación ‘Sancta Trinitas. Por contra, Oriente parte del Padre como principio originario intratrinitario. Al hablar de la única esencia divina, por la que el Hijo y el Espí­ritu están unidos al Padre, quiere salir al paso del subordinacionismo. Atanasio, por ejemplo, escribe: “El Padre realiza todo por medio del Logos en el Espí­ritu Santo. De este modo se mantiene la unidad de la santa Trinidad…” (Ad Serapion I, 28). Esta ordenación de ambasformas de pensamiento, ciertamente general y pendiente de una mayor diferenciación, se hace concreta en la discusión en torno al filioque. La inclusión del Hijo en la procesión del Espí­ritu Santo sólo puede entenderse, según el planteamiento oriental, como una mediación dinámica “por medio del Hijo”. La concepción latino-agustiniana lo interpreta de otra manera; ella está más claramente cerrada en sí­ misma, a semejanza de un triángulo. En ella, el proceso de vida trinitaria parte del Padre hacia Hijo, y ambos se encuentran en el Espí­ritu Santo. Ellos constituyen para él un principio. Esta concepción permite acentuar más enérgicamente la igualdad esencial del Padre, del Hijo y del Espí­ritu. Al mismo tiempo hace notar con mayor claridad la participación activa del Hijo en la procesión del Espí­ritu Santo; ella permite reconocer la relación Hijo-Espí­ritu como relación real especí­fica, en conformidad con el pensamiento de san Agustí­n según el cual el Espí­ritu Santo es la relación recí­proca entre el Padre y el Hijo. El momento dinámico de la doctrina griega de la Trinidad reviste la tradición latina con la distinción agustiniana según la cual el Padre es origen sin origen (principium non de principio) y el Hijo origen originado (principium de principio) para el Espí­ritu Santo (C. Maxim. II, 17, 4). Este procede, podrí­a decir también san Agustí­n, “principaliter” del Padre (Trin. XV, 17, 29; 26, 27). Con todo, es preciso decir que la visión griega de la monarquí­a intradivina del Padre ha modelado la doctrina agustiniana de Dios, y con ella la de la tradición latina, a lo sumo con respecto a su dinámica histórico-salví­fica, cuyo marcado antropocentrismo conviene hacer notar. Pero para la concepción de la Trinidad inmanente en san Agustí­n (y en Occidente) ha tenido mayor fuerza configuradora la perspectiva esencialista, unida a la doctrina de las relaciones.

Para la actual discusión ecuménica entre ambas tradiciones se lograrí­a mucho si pudieran ser contempladas como visiones convergentes y complementarias que tienen su centro de unidad en la doxologí­a trinitaria. Esta es, para Oriente como para Occidente, la primera y auténtica forma de expresión de la fe. Para terminar, dejemos hablar de nuevo a san Agustí­n: “El lenguaje lo dice en la medida en que puede; el resto lo debe pensar el corazón… Todo lo que nosotros podemos decir, es inadecuado. Queremos por eso tender hacia él. Que él lo complete cuando venga.” (In lo 4, 2; Cf. también Trin. 28, 51).

[ –> Agustí­n, san; Analogí­a; Angelologí­a; Anselmo, san; Antropologí­a; Arrianismo; Atanasio, san y Alejandrinos; Bautismo; Comunión; Concilios; Confesión de fe; Conocimiento; Creación; Doxologí­a; Encarnación; Escolástica; Espí­ritu Santo; Fe; Filioque; Hijo; Hipóstasis; Historia; Iglesia; Ireneo de Lyon; Jesucristo; Liturgia; Logos; Misión, misiones; Misterio; Naturaleza; Nombres de Dios; Orí­genes; Padre; Personas divinas; Politeí­smo; Procesiones; Regnon, Th. de; Relaciones; Revelación; Salvación; Teologí­a y economí­a; Tertuliano; Transcendencia; Trinidad; Unidad; Vida cristiana.]
Franz Courth

PIKAZA, Xabier – SILANES, Nereo, Diccionario Teológico. El Dios Cristiano, Ed. Secretariado Trinitario, Salamanca 1992

Fuente: Diccionario Teológico El Dios Cristiano

La imagen de Dios como Padre es esencial e imprescindible en orden a la revelación bí­blica y a la confesión de la fe cristiana, que se abre con la fórmula Creo en un solo Dios, Padre todopoderoso. En la sagrada Escritura y en la primera tradición cristiana el término Padre se le atribuye a Dios; cuando se dice Dios, sobre todo en el Nuevo Testamento, se entiende siempre al Padre, el Padre de nuestro Señor Jesucristo.

En los últimos decenios, sin embargo, la imagen de Dios como Padre ha sufrido diversas crí­ticas por varias partes; en la relación entre el hombre y Dios-Padre se recapitulaban todos 16s motivos que se aducí­an para rechazar la religión cristiana y para justificar el ateí­smo. El procesó de emancipación del hombre coincidió con un retroceso de la presencia de Dios Padre, a quien los cristianos comprenden e invocan como Padre de Jesucristo y de todos los hombres. Las principales contestaciones que han contribuido a poner en crisis la imagen de Dios Padre proceden de las crí­ticas a la religión de Freud, del análisis sociológico de la Escuela de Francfort, de algunas resoluciones mí­ticas debidas a las ciencias de la religión, del movimiento feminista (que desea tener carta de ciudadaní­a en la teologí­a), del contexto sociológico en que se encuentra el mundo desarrollado occidental y norteamericano Al contrario, por lo que se refiere a los paí­ses en ví­as de desarrollo ya evangelizados, no se pone tanto en discusión la imagen de Dios-Padre, como más bien el problema de cómo anunciar que Dios es Padre en un mundo donde se pisotea y se humilla a la persona humana y su dignidad.

En el Antiguo Testamento la palabra Padre está presente en raras ocasiones y con ciertas reservas. El motivo se explica fácilmente: Israel tiende a liberarse de un cierto tipo de religiosidad de carácter tribal y desea distinguirse de las otras religiOnes que veí­an a su Dios como progenitor, aunque en sentido superlativo respecto a la figura humana de la paternidad. El término Padre que se atribuye a Dios es siempre metafórico y no expresa totalmente la naturaleza- de Dios ni su relación con el hombre. En el Antiguo Testamento se habla mucho del Dios de los padres (Ex 3,13), del Dios de Abrahán, y de un pueblo,de Isaac y de Jacob, Israel, que es hijo no natural, sino de “elección” y “vocación”, precisamente porque Dios es Padre (Ex 4,22; Os 1 1, 1 , Jr 31,9). Pero la paternidad de Dios con Israel está motivada por las intervenciones salví­ficas en su favor. Aquí­ se ve claramente el paso de la concepción mí­tica a la histórica en el apelativo Padre que se da a Dios. En el Antiguo Testamento Dios es Padre porque establece una alianza, porque ha creado y crea todas las cosas (Dt 32,6; Mal 2,10). La idea de la paternidad de Dios guarda relación, no sólo con la de alianza o creación, sino también con la de promesa o futuro. Dios es Padre porque intervendrá, asistirá, salvará. La idea de Dios como Padre en el Antiguo Testamento no cubre por tanto la idea de sacralidad que era propia del “pater familias “, sino que es crí­tica profética de toda otra paternidad, ya que solamente Dios puede ser llamado Padre, Por eso mismo el Antiguo Testamento excluye toda interpretación de carácter sexista del concepto religioso de padre: Dios conoce también los rasgos femeninos de la madre (1s 49,14-15; 66,13).

Pero la mejor comprensión de Dios como Padre la tenemos en el Nuevo Testamento, donde el término Padre designa explí­citamente a Dios mismo.

Jesús es el Revelador del Padre; Dí­os es siempre el Padre de nuestro Señor Jesucristo; la paternidad de Dios puede comprenderse entonces a través de Jesús. Sólo recorriendo la historia y el significado de Jesús de Nazaret: se puede comprender la novedad cristiana de un Dios que es Padre. Pero lo mismo que en el Antiguo Testamento la categorí­a de Padre estaba mediada por la de alianza, en el Nuevo (al menos en la perspectiva sinóptica) esa mediación se realiza gracias a la categorí­a de Reino. Jesús, a través de su vida pública y de su predicación, no se anuncia tanto a sí­ mismo como el Reino de Dios. El Dios con el que se relaciona Jesús (la causa de Jesús es realmente la misma causa de Dios), es llamado y manifestado por él como Padre. Este es el tí­tulo preferido; efectivamente, en la tradición joánica, el Padre, en labios de Jesús, es la definición habitual de Dios. En la perspectiva sinóptica los exegetas suelen identificar a menudo el uso del término Padre: a) en los loghia de Jesús; b) en sus plegarias.

En el primer caso tenemos once pasajes que pueden agruparse en tres series: el Padre, sin añadir ningún adjetivo posesivo; vuestro Padre, referido a los discí­pulos y nunca a los extraños; mi Padre, expresión que no encuentra nunca una correspondencia directa en el Antiguo Testamento y que expresa una relación especialí­sima y única de Jesús con Dios (esta expresión se sitúa sobre todo en los loghia de revelación y sirve para indicar una relación incomparable entre Jesús y Dios, su Padre); en estos contextos Jesús reduce su potestad plena y absoluta al hecho de que Dios se revela en él de forma extraordinaria y única.

Respecto a las plegarias de Jesús, el punto de referencia obligado es Mc 14,36 (se recoge esta tradición en los pasajes tan conocidos de Rom 8,15; Gál 4,6): Jesús llamaba a Dios Padre suyo, Abba (papá, papaí­to), que expresa la extrema confianza que tení­a con él, inaudita en el contexto judí­o. Está suficientemente demostrado (Jeremias, Michel) que el término abba constituye el fondo arameo de todas las invocaciones a Dios Padre en las oraciones de Jesús: en efecto, ni el arameo ni el hebreo en tiempos de Jesús tení­an otra forma para expresar la invocación “Padre mí­o”. Lo que más importa es que sólo Jesús y ningún otro piadoso israelita podí­a dirigirse así­ a Dios (en este sentido se trata aquí­ del caso clásico del criterio histórico de la desemejanza): ¡sólo el que tuviera semejante conciencia filial podí­a dirigirse de una forma tan confidencial a Dios! Pero la paternidad de Dios no se agota en Jesús, sino que a través de él se abre a todos aquellos a los que el Espí­ritu hace hijos, porque aceptan ser hermanos de Jesús: todos los hombres en Jesús pueden invocar a Dios como Padre, Abba, y sentirlo como tal; la revelación del Padre a los discí­pulos es la única cosa que puede dar sentido y reposo a la existencia humana.

En la literatura paulina los términos Dios (théos) y Padre (Patér) aparecen siempre unidos, sobre todo en las fórmulas breves de apertura y de terminación de las cartas y en las bendiciones finales, y siempre en un contexto litúrgico y de oración (Dios y Padre nuestro, Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo). La profundización teológica de Pablo considera siempre la palabra ((Padre” como nombre propio, no separado nunca de Cristo: el Padre es siempre Padre de nuestro Señor Jesucristo; él es el punto de partida y el fin de la obra redentora de Jesucristo. La obra de salvación parte de Dios Padre, se manifiesta y se media en el Hijo y finaliza en el Padre. El reconocimiento de la paternidad de Dios en Jesucristo va ligado para nosotros a la toma de conciencia de que somos hijos ya mayores de edad, liberados de la esclavitud y del miedo (Gál 4,1-7; 5,13). En la literatura joánica se nos presentan las í­ntimas relaciones entre el Padre y Jesús. El mensaje de la paternidad de Dios coincide con la idea de que el Padre es la Revelación y Jesús, su Hijo, el Revelador. Jesús se – dirige a Dios llamándolo e1 Padre o mi Padre. Ya el prólogo, en la expresión “junto a Dios ” (pros ton Theón, con artí­culo) sirve para significar no sólo que el Padre es Dios, sino que el Logos es Dios como el Padre, está en el mismo plano que el Padre, está en relación con él, en obediencia al mismo. Esta no es más que la transcripción histórica de la actitud de relacionalidad entre Jesús y el Padre, precisamente porque el Hijo está desde toda la eternidad “vuelto hacia el Padre”. Las mismas polémicas entre Jesús y los judí­os se referí­an en el fondo al hecho de que Jesús llamaba a Dios Padre suv – o y se poní­a en el mismo plano que Dios (Jn 5,18; 7,1618.28; 8,54-59). Juan afirma expresamente la igualdad entre Jesús y el Padre (Jn 14,7-10), su intimidad con él (c.

17), en donde el centro del capí­tulo es la mutua inmanencia entre el Padre y el Hijo y donde esta relación se difunde a los discí­pulos (Jn 17 1 1), a los que se adhieren a la palabra de los discí­pulos (Jn 17 20-21) y al mundo (Jn 17 23). Las categorí­as joánicas que expresan todas estas realidades son significativas: estar en, una Sola cosa, perfectos en la unidad.

Las mismas consecuencias de carácter teológico de todo lo que se ha expuesto sobre el tema de Dios-Padre a nivel bí­blico constituyen las premisas para descifrar el significado de la Tradición eclesial. El Padre es siempre el polo central de la existencia de Jesús, de su oración, de su causa. Jesús muestra un rostro inédito de Dios-Padre, como de Aquel que a través de su persona está sumamente cercano al mundo.

Jesús es ciertamente derivación radical de Dios-Padre, pero el Jesús que se dirige al Padre supone a un Padre que se dirige a Jesús, ya en un “diálogo” anterior, comenzado en la eternidad. Jesús pertenece a la esencia eterna del Padre, el cual es cognoscible en su relación con el Hijo sobre todo en el misterio pascual que revela la novedad de Dios como Amor. El esfuerzo de elaboración doctrinal de la fe creyente ha intentado siempre salvaguardar cómo Dios es Padre desde toda la eternidad y cómo la economí­a de la creación y de la redención se vincula a Dios-Padre a través de Jesucristo; de este modo Dios podí­a ser llamado Padre, Creador y Señor (pantokrátor) Todo el esfuerzo por precisar y aclarar las relaciones de paternidad y de filiación tienden entonces a demostrar que Dios es Padre desde toda la eternidad y que la generación del Verbo no debe entenderse en sentido subordinacionista, sino que significa la transmisión de su misma substancia. Las definiciones dogmáticas de Nicea y de Constantinopla son, por una parte, el resultado de encendidos debates para aclarar cuál es la fe recta de la Iglesia y, por otra, la premisa para nuevas reflexiones. La manera de entender a Dios Padre, a nivel no sólo de precisión lingUí­stica sino también teológica, parte por consiguiente de aquellas definiciones: Nicea establece la co-eternidad del Logos con el Padre y Constantinopla afirma que el Espí­ritu Santo (como el Hijo) no es ciertamente una criatura dependiente, sino que pertenece a la monarchia del Padre. La teologí­a oriental exaltará así­ la figura del Padre, en quien encuentra su origen la unidad de la Trinidad. Por eso el Padre es principio sin principio (anarchos anarché) no ha sido engendrado por nadie (aghennesí­a), engendra eternamente al Hijo y por medio del Hijo espira al Espí­ritu Santo. El Padre es entonces fuente y término de la divinización del hombre y del cosmos. La teologí­a occidental, por su parte, quiere cerrar el camino al arrianismo, partiendo de la unicidad de la esencia divina y declara la consustancialidad y la co-esencialidad de las personas divinas.

De este modo los procesos vitales en Dios quedan un poco nublados en comparación con la tradición oriental.

En este esquema la naturaleza divina, y no el Padre en primer lugar es expresión de la unidad de la Trinidad. La persona del Padre se define por las relaciones opuestas de subsistencia por ví­a de generación, a través de la cual se distingue del Hijo, y de espiración activa por la que se distingue de la persona del Espí­ritu Santo. En la tradición latina se desarrolló igualmente una lí­nea personalista (Ricardo de San Ví­ctor, Alejandro de Hales, san Buenaventura) que vio en la persona del Padre la unidad de los procesos vitales en Dios y por tanto de la Trinidad.

Hay que reconocer que, sobre todo en el caso de la teologí­a latina, se asistió posteriormente a una esterilización de la doctrina sobre Dios-Padre, reducida a disputas terminológicas de escuela, que la relegaba al mundo de las cuestiones abstractas y alejadas de la vida concreta. La teologí­a contemporánea intenta hoy descubrir las motivaciones ideales de la doctrina clásica sobre la paternidad de Dios en orden al Hijo eterno, al Hijo encarnado y a los hombres como hijos de Dios, pero procurando ilustrar mejor el carácter paradójico del monoteí­smo cristiano como monoteí­smo trinitario. Es el acontecimiento histórico-salví­fico de Jesucristo muerto y resucitado el que preserva la imagen de Dios Padre de las interpretaciones mitológicas antiguas o proyectivas modernas. La realidad de Dios como Padre hace referencia a la obra de la salvación en Cristo y en el Espí­ritu. La imagen de Dios padre no puede servir nunca de cobijo a ninguna figura de autoridad paterna, polí­tica, materna: todo simbolismo aplicado a Dios es siempre caduco, ya que la paternidad del Dios de Jesús tiene siempre una función crí­tica contra cualquier absolutización humana. En el anuncio actual de la fe cristiana no habrá que temer, por tanto. la presentación de Dios como Padre; en efecto, el verdadero contenido que subyace a esta figura no está condicionado por las crí­ticas de carácter sociológico, psicológico, mitológico, feminista, etc., sino por la instancia metaftsica que evoca la imagen Padre. Decir que Dios es Padre significa declarar su trascendencia absoluta, pero también, a través de Cristo, su compromiso en la vida de los hombres: es Padre de todos los hombres y precisamente por esto el mundo puede encontrar más solidaridad, más justicia, más fraternidad. Sólo por el hecho de que los hombres tienen todos ellos la misma dignidad de hijos de un mismo Padre, pueden superarse las discriminaciones, pueden caer las barreras, pueden anularse las divisiones.

N Ciola

Bibl.: Jeremias. Abba, El mensaje central del Nuevo Testamento, Sí­gueme, Salamanca 1981 : AA, VV , Dios es Padre. Secretariado Trinitario, Salamanca 1991; F:-X. Durrwell, Nuestro Padre. Dios en su misterio, sí­gueme, Salamanca 1990: . M. Pohier En el nombre del Padre, Sí­gueme. Salamanca 1976: N. Silanes, Dios, Padre nuestro, Secretariado Trinitario, Salamanca 1991.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

La voz hebrea ´av, que se traduce †œpadre†, es una palabra onomatopéyica derivada de los primeros sonidos emitidos por un niño. El término hebreo ´av y el griego pa·ter se usan con varios sentidos: como progenitor (Pr 23:22; Zac 13:3; Lu 1:67), cabeza de una casa o familia ancestral (Gé 24:40; Ex 6:14), antepasado (Gé 28:13; Jn 8:53), originador de una nación (Mt 3:9), fundador de una clase o profesión (Gé 4:20, 21), protector (Job 29:16; Sl 68:5), originador de algo (Job 38:28) y como expresión de respeto (2Re 5:13; Hch 7:2).
Por ser el Creador, a Jehová Dios se le llama Padre. (Isa 64:8; compárese con Hch 17:28, 29.) También es el Padre de los cristianos engendrados por espí­ritu, y como expresión del respeto y la estrecha relación filial que esto implica, se usa el término arameo ´Ab·bá´. (Ro 8:15; véase ABBA.) No obstante, todos los que manifiestan fe con la esperanza de obtener vida eterna pueden dirigirse a Dios como Padre. (Mt 6:9.) A Jesucristo, el Mesí­as, se le llamó proféticamente Padre Eterno debido a que fue el Agente Principal de la vida enviado por Dios. (Isa 9:6.) Por otra parte, a la persona que tiene imitadores, seguidores o quienes manifiestan sus mismas cualidades, se le considera padre de estos. (Mt 5:44, 45; Ro 4:11, 12.) En este sentido se dice que el Diablo es un padre. (Jn 8:44; compárese con Gé 3:15.)
Jesús prohibió que se aplicara el término †œpadre† a los hombres como un tí­tulo formal o religioso. (Mt 23:9.) Pablo fue como un padre para algunos cristianos debido a que les habí­a llevado las buenas nuevas y los habí­a nutrido espiritualmente, pero en ningún texto se le aplica el término †œpadre† como un tí­tulo religioso. (1Co 4:14, 15.) Pablo se comparó a sí­ mismo a un padre y a una madre en relación con los cristianos tesalonicenses. (1Te 2:7, 11.) La expresión †œPadre Abrahán†, que aparece en Lucas 16:24, 30, se usa básicamente en el sentido de antepasado carnal.

La autoridad y responsabilidades del padre. Como se indica en la Biblia, el padre era el cabeza de la casa, el guardián, el protector, el que tomaba las decisiones finales y el juez del grupo familiar. (1Co 11:3; Gé 31:32.) Entre los patriarcas, así­ como en el antiguo Israel antes de que se fundara el sacerdocio leví­tico, el padre actuaba como sacerdote al representar a su familia en la adoración. (Gé 12:8; Job 1:5; Ex 19:22.) El padre tení­a la autoridad sobre su casa hasta su muerte. En caso de que un hijo se casara y se estableciera en una casa independiente, se convertí­a en el cabeza de dicha casa, aunque habí­a de seguir mostrando el debido respeto a su padre. Cuando una hija se casaba, quedaba bajo la jefatura de su esposo. (Nú 30:3-8.) En tiempos bí­blicos el padre solí­a concertar el matrimonio de sus hijos. Si se veí­a en aprietos económicos, podí­a vender a su hija como esclava, si bien se tomaban ciertas medidas para su protección. (Ex 21:7.)

Preocupación paternal por los miembros de la familia. Como representante de Dios, el padre es responsable de la enseñanza de los principios divinos a los miembros de su casa. (Gé 18:19; Ef 6:4; Dt 6:6, 7.) Al enseñar y disciplinar a sus hijos, el padre también puede dar mandamientos e instrucciones personales, que la madre ayuda a llevar a cabo. (Pr 1:8; 6:20.) El padre temeroso de Dios siente profundo amor por sus hijos y los exhorta y consuela con gran ternura. (1Te 2:11; Os 11:3.) Para que puedan andar en la senda correcta, los disciplina, corrige y censura. (Heb 12:9; Pr 3:12.) Asimismo, se deleita en sus hijos, y se regocija especialmente cuando demuestran tener sabidurí­a. (Pr 10:1.) Por otra parte, se siente profundamente desconsolado y vejado si sus hijos siguen un proceder estúpido. (Pr 17:21, 25.) Ha de ser compasivo y misericordioso (Mal 3:17; Sl 103:13), y tomar en consideración tanto sus necesidades como sus peticiones. (Mt 7:9-11.) Las muchas descripciones del amor y el cuidado de Dios por su pueblo constituyen un modelo para los padres humanos.

El nombre paterno en el registro genealógico. La ascendencia de un hombre se trazaba a través de la lí­nea paterna, no la materna. No obstante, aun cuando existen razones bien fundadas para creer que Lucas traza la genealogí­a de Jesús por la lí­nea materna (una excepción a la regla), no menciona su nombre, si bien pone en su lugar el de su esposo José, quien figura como hijo de Helí­, el padre de Marí­a. Esto no serí­a impropio, pues José era el hijo polí­tico de Helí­. (Véase GENEALOGíA DE JESUCRISTO.)
Como entonces no se usaban apellidos, se solí­a distinguir a un hombre llamándolo †œhijo de fulano†. Por ejemplo, a Isaac se le llamó †œel hijo de Abrahán†. (Gé 25:19.) Muchos nombres hebreos llevaban como apellido la palabra hebrea ben o la aramea bar seguida del nombre del padre, como en †œBen-Hur† (1Re 4:8, VP; †œel hijo de Hur†, NM) y en †œSimón Bar Jona† o †œSimón hijo de Jonás†. (Mt 16:17; NC, NM.)

Fuente: Diccionario de la Biblia

Fuente: Diccionario Vine Antiguo Testamento

A. NOMBRES 1. pater (pathvr, 3962), de una raí­z que significa nutridor, protector, sustentador (lat., pater, castellano padre). Se utiliza: (a) del antecesor más cercano (p.ej., Mat 2:22); (b) de un antecesor más remoto, progenitor del pueblo, antepasado, patriarca (p.ej., Mat 3:9; 23.30; 1Co 10:1); los patriarcas (2Pe 3:4); (c) uno que está adelantado en el conocimiento de Cristo (1 Joh 2:13); (d) metafóricamente, del originador de una familia o compañí­a de personas animadas por el mismo espí­ritu que él, usado de Abraham (Rom 4:11,12,16,17,18), o de Satanás (Joh 8:38, 41,44); (e) de uno que, como predicador del evangelio y maestro, ocupa el puesto de un padre, tomando cuidado de sus hijos espirituales (1Co 4:15); no siendo lo mismo que un mero tí­tulo de honor, prohibido por el Señor (Mat 23:9); (f) de los miembros del sanedrí­n, en su ejercicio de autoridad religiosa sobre otros (Act 7:2; 22.1); (g) de Dios en relación con aquellos que han recibido el nuevo nacimiento (Joh 1:12,13), y que, por tanto, son creyentes (Eph 2:18; 4.6; cf. 2Co 6:18), e imitadores del Padre de ellos (Mat 5:45, 48; 6.1, 4, 6, 8, 9, etc.). Cristo nunca se asoció a sí­ mismo con ellos usando el pronombre personal “nuestro”; siempre utilizó el singular: “Mi Padre”, siendo que su relación era inoriginada y esencial, en tanto que la de ellos es por gracia y mediante la regeneración (p.ej., Mat 11:27; 25.34; Joh 20:17; Rev 2:27; 3.5, 21); así­ los apóstoles se referí­an a Dios como el Padre del Señor Jesucristo (p.ej., Rom 15:6; 2Co 1:3; 11.31; Eph 1:3; Heb 1:5; 1Pe 1:3; Rev 1:6); (h) de Dios, como el Padre de las luces, esto es, la fuente o dador de todo aquello que provea iluminación, fí­sica y espiritual (Jam 1:17); de misericordias (2Co 1:3); de gloria (Eph 1:17); (i) de Dios, como Creador (Heb 12:9; cf. Zec 12:1). Nota: En tanto que el eterno poder y divinidad de Dios quedan manifiestos en la creación, su paternidad en la relación espiritual mediante la fe es el tema de la revelación del NT, y esperó para su revelación a la presencia del Hijo sobre la tierra (Mat 11:27; Joh 17:25). Esta relación espiritual no es universal (Joh 8:42, 44; cf. Joh 1:12 y Gl 3.26). Véase PATRIARCA. 2. oikodespotes (oijkodespovth”, 3617), denota al señor de la casa (oikos, casa; despotes, señor). Aparece solo en los Sinópticos, y ello en doce ocasiones. Se traduce “padre de familia” en Mat 10:25; 13.27, 52; 20.1,11; 21.33; 24.43; Luk 12:39; 13.25; 14.21; 22.11; solo en Mc 14.14 se traduce diferentemente: “señor de la casa”. Véanse CASA, FAMILIA, SEí‘OR.¶ 3. goneus (goneuv”, 1118), engendrador, padre (relacionado con ginomai, venir a ser, devenir). Se utiliza en plural en el NT (Mat 10:21; Mc 13.12); seis veces en Lucas (en Luk 2:43, TR, es “José y su madre”, frente a la variante alejandrina: “sus padres”); seis veces en Juan; otros pasajes son Rom 1:30; 2Co 12:14, dos veces; Eph 6:1; Col 3:20; 2Ti 3:2:¶ 4. propator (propavtwr, 4310), antecesor (pro, antes; pater, padre). Se usa de Abraham en Rom 4:1 “padre” (RV, RVR, RVR77, VM, LBA; esta última traduce en el margen: “antepasado”; NVI: “antepasado”; VHA y Besson: “progenitor”).¶ B. Adjetivos 1. patroos (patrw`o”, 3971), significa del padre de uno, o recibido de los padres de uno (relacionado con A, Nº 1), “la ley de nuestros padres” (Act 22:3; RV: “de la patria”; 24.14: “de mis padres”; RV, RVR; 28.17: “de nuestros padres”; RV: “de la patria”).¶ En la LXX, Pro 27:10:¶ 2. patrikos (patrikov”, 3967), de los padres de uno, o de los antepasados. Se dice de aquello que ha sido recibido de los antepasados de uno (Gl 1.14: “las tradiciones de mis padres”; RV, RVR).¶ 3. patroparadotos (patroparavdoto”, 3970), recibido de los padres de uno (pater y paradidomi, entregar). Se utiliza en 1Pe 1:18 “la cual recibisteis de vuestros padres” (RV, RVR; RVR77: “la cual os fue transmitida por vuestros padres”).¶ 4. progonos (provgono”, 4269), adjetivo que significa nacido antes (pro, antes; ginomai, véase A, Nº 3). Se utiliza como nombre, en plural: (a) de antecesores: “mis mayores” (2Ti 1:3); (b) de padres vivos (1Ti 5:4 “sus padres”).¶ 5. apator (ajpavtwr, 540), sin padre (a, privativo, y pateer), significa, en Heb 7:3, sin genealogí­a registrada.¶

Fuente: Diccionario Vine Nuevo testamento

(patér)

La proclamación de la paternidad de Dios se arraiga en el Nuevo Testamento, que expresa de este modo la solicitud de Dios por su pueblo (Ex 4,22s; Os 11,1). Jesús escogió este término para invitar a la confianza en la Providencia divina, dejando vislumbrar el misterio de su relación única de Hijo con su Padre.

En comparación con Mateo y con Juan, Pablo no designa a Dios como Padre más que en ocasiones reducidas. No hay más que un solo Dios, el Padre (1 Cor 8,6), origen y fin de todo nuestro destino. Si la paternidad de Dios expresa que él es el Origen de todo, connota igualmente el cariño de Aquel que es el Padre de las misericordias y el Dios de todo consuelo (2 Cor 1,3). El apelativo de Padre aparece a menudo en el saludo inicial de las cartas: A vosotros gracia y paz de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo (1 Cor 1,3; 2 Cor 1,2; Gal 1,3…). Por tanto, es innegable su sabor litúrgico. Se impone la unidad de los corazones para dar gloria a Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo (Rom 15,6).

La fórmula “Padre del Señor Jesús” es caracterí­stica de Pablo (Rom 15,6; 2 Cor 1,3; 11,31; véase igualmente Ef 1,3; Col 1,3). La paternidad divina se manifiesta con esplendor primeramente en la resurrección de Cristo (Rom 1,4; 6,4); pero proviene de una relación más fundamental, como indican los textos que tratan del enví­o del Hijo (Gal 4,4; Rom 8,3). Hijo de Dios, Cristo asocia a su dignidad a los que creen en él, ya que bajo la acción de su Espí­ritu podemos repetir las palabras de su plegaria más í­ntima; Abba! ¡Padre! (Gal 4,6; Rom 8,15s).

Apóstol fundador, Pablo se considera “padre” de los que ha engendrado por la fe (1 Cor 4,15; Gal 4,19). Se entrega por ellos como un padre, como una madre (1 Tes 2,7 y 11). En las cartas pastorales, los discí­pulos del apóstol se consideran como hijos suyos (1 Tim 1,2.18; 2 Tim 1,2; Tit 1,4).

E. Co.

AA. VV., Vocabulario de las epí­stolas paulinas, Verbo Divino, Navarra, 1996

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas