SACRIFICIO

v. Expiación, Holocausto, Ofrenda, Paz, Propiciación, Reconciliación
Gen 46:1 ofreció s al Dios de su padre Isaac
Exo 3:18 que ofrezcamos s a Jehová nuestro Dios
Exo 5:17 decís .. Vamos y ofrezcamos s a Jehová
Exo 22:20 ofreciere s a dioses excepto .. Jehová
Exo 29:28 sus s de paz, porción de ellos elevada
Exo 34:15 y te invitarán, y comerás de sus s
1Sa 1:21 ofrecer a Jehová el s acostumbrado
1Sa 2:29 ¿por qué habéis hollado mis s y mis
1Sa 15:22 el obedecer es mejor que los s, y el
1Sa 16:2 y dí: A ofrecer s a Jehová he venido
1Ki 3:15 sacrificó holocaustos y ofreció s de
1Ki 12:32 en Bet-el, ofreciendo s a los becerros
2Ki 10:19 porque tengo un gran s para Baal
2Ch 7:5 ofreció el rey Salomón en s .. bueyes
2Ch 29:31 presentad s y alabanzas en la casa de
Psa 40:6 s y ofrenda no te agrada; has abierto
Psa 50:8 no te reprenderé por tus s, ni por tus
Psa 51:16 porque no quieres s, que yo lo daría
Psa 106:28 se .. y comieron los s de los muertos
Psa 107:22 ofrezcan s de alabanza, y publiquen
Psa 119:108 sean agradables los s .. de mi boca
Pro 15:8; 21:27


latí­n, sacrificium, algo convertido en sagrado. Ofrenda presentada a una divinidad, en un ritual, como muestra de amor y agradecimiento; para calmar su cólera; o para pedir su favor o alejar una amenaza o una desgracia y encontrar auxilio. Los sacrificios podí­an ser cruentos, el ofrecimiento de ví­ctimas humanas o animales; e incruentos, de frutas, flores, vino. Los griegos primitivos, por ejemplo, sacrificaban animales a sus dioses, y comí­an de la ví­ctima en un banquete sagrado para sellar la unión con la divinidad.

En la Ley se establecen varios tipos de s. y se distingue entre cruentos e incruentos. Entre los primeros está, el holocausto, Se distinguí­an varias formas de s.: el holocausto, ola, lo que sube al altar o lo que sube al cielo en forma de humo, más citado en el A. T.; se presentaba como s. entero, 1 S, 79, o quemado totalmente, sin la sangre. Se hací­a el sacrificio diario, uno por la mañana, otro por la tarde, Nm 28, 3; 2 R 16, 15. También se hací­a en grandes festines, Nm 8; 1 R 9, 25. Como el holocausto era un homenaje a Dios se sacrificaban animales como corderos, toros o cabritos; y en caso de pobreza, una tórtola o una paloma, que debí­an ser machos y sin defecto.

Otro s. el más antiguo, era el de paz, seba selamin, se celebraba en una cena, y se ofrecí­a un animal en holocausto, luego los oferentes celebraban la fiesta, después de haberse purificado y regocijado en Dios.

Otro tipo de s. era el propiciatorio o por el pecado que era el más importante para la expiación de los pecados.

Otro el s. por la culpa, asam, relacionado con el s. por el pecado. Cristo es identificado como ví­ctima del sacrificio, 1 Co 5, 7; Ef 5,2; Hb 10, 12-13. Además se hací­an s. humanos que se practicaban por los pueblos vecinos de los israelitas; entre éstos estaban expresamente prohibidos, Lv 18, 21.

Los cananeos solí­an sacrificar a sus propios hijos en situaciones precarias; como Mesá, rey de Moab, que ante la situación en que los israelitas habí­an conquistado casi todo su reino, tomó a su primogénito y sucesor en el trono y le ofreció en holocausto sobre la muralla, 2 R 3, 27. Abraham, por mandato de Dios, debí­a ofrecerle en holocausto a su hijo Isaac, Gn 22.

Diccionario Bí­blico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003

Fuente: Diccionario Bíblico Digital

(hacer sagrado).

Ver “Penitencia”, “Sacerdocio”, “Dolor”.

Es una ceremonia religiosa por la que se ofrece a Dios algo material, en señal de adoración a Dios, de alabanza, de acción de gracias, o para pedirle perdón o favores.

Se ha practicado desde la más remota antiguedad, en todas culturas humanas: (Gen 4:4, Gen 8:20, Gen 12:7-8, Gen 13:4, Gen 13:18).

En el pueblo de Israel es tan importantí­simo esto del “sacrificio” que la Biblia dedica 26 capí­tulos enteros sólo en los 5 primeros libros: (la Torah), aparte de que Abraham, Isaac y Jacob siempre estaban levantando altares y ofreciendo sacrificios.

Sobre todo, “es sacrificio eterno, perpetuo” que Dios les habí­a ordenado celebrar a diario, ellos lo ofrecí­an dos veces, “cada dí­a dos corderos primales sin defecto”: (Num 28:3, Exo 29:42).

Los judí­os no han vuelto a sacrificar desde que los romanos destruyeron el templo en el año 70, y así­, sin pretenderlo, están compliendo varias profecí­as que senalan la terminación del sacrificio de animales después de la venida del Mesí­as: (Ma12Cr 1:10, Isa 1:11, Ose 3:4, Dan 8:11, Dan 9:27).

En el Cristianismo: El “sacrificio” sigue siendo lo esencial, que, como en toda religión, cristiana y pagana, es un altar, una ví­ctima, y un sacerdote que la ofrece.

E1 “sacrificio eterno, perpetuo” se sigue celebrando, ¡porque es “eterno y perpetuo, diario”. y ahora, la ví­ctima y el sacerdote es “el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo” de Jua 1:29, Jua 1:36. y como es “eterno”, se celebrara eternamente también en el Cielo, como nos dice Rev 5:6, donde “el Cordero de pieé, como degollado” en el Trono de Dios, es el centro y la razón de todas las glorias, alabanzas y gozos del Paraí­so.

Cuando venga el Anticristo será lo primero que trate de abolir en la tierra; será la “abominable desolación” que profetizó Jesús, según habí­a predicho Danie: (Mat 24:15, Dan 8:11-19, Dan 9:26-27, Dan 11:31, Dan 12:11). muchas iglesias, llamadas cristianas, ya no tienen este “sacrificio”: En sus templos, como en las sinagogas, se ha sustituí­do el sacrificio por la oración y la ensenanza. en la Iglesia Católica, se sigue celebrando, cientos de miles de veces a diario, en el Santo Sacrificio de la Misa. Ver “Misa”, “Sacerdocio”.

Otro significado de “Sacrificio”, tiene que ver con “penitencia”, con ofrecer nuestras cruces y dolores, para nuestra salvación, y para lo que falta a los sufrimientos de Cristo por su Cuerpo, que es su Iglesia, según explica San Pablo en Col 1:24 y 1Co 9:27. Ver

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

http://biblia.com/diccionario/

Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

tip, LEYE TIPO

ver, TIPO, TIPOLOGíA, PASCUA, EXPIACIí“N (Dí­a de la), ESCATOLOGíA, MILENIO, REINO sit,

vet, Como término técnico religioso, “sacrificio” designa todo aquello que, habiendo sido dedicado a un objeto religioso, no puede ser reclamado. En la generalidad de los sacrificios ofrecidos a Dios bajo la Ley se supone en el ofrendante la consciencia de que la muerte, como juicio de Dios, estaba sobre él. Por ello, se habí­a de dar muerte al sacrificio para que le fuera aceptado de parte de Dios. De hecho, el término “sacrificio” se usa en muchas ocasiones para denotar el acto de dar muerte. El primer sacrificio mencionado en la Biblia de una manera expresa es el efectuado por Abel, aunque hay una indicación claramente implí­cita de la muerte de unas ví­ctimas en el hecho de que Adán y Eva fueron vestidos por Dios con túnicas de pieles después del pecado de ellos (Gn. 4:4; cfr. 3:21). Es indudable que Dios dio instrucción al hombre acerca del hecho de que, siendo que la pena por la caí­da y por su propio pecado, es la muerte, sólo podrí­a allegarse a Dios de una manera apropiada con la muerte de un sustituto limpio de ofensa; en las Escrituras se dice claramente que fue por la fe que Abel ofreció un sacrificio más excelente que el de Caí­n (He. 11:4). Dios tuvo que decir a Caí­n que si no hací­a bien, el pecado, o una ofrenda por el pecado, estaba a la puerta (Gn. 4:7). En los albores de la humanidad hallamos a los piadosos ofreciendo sacrificios al Señor: Noé (Gn. 8:20-21), Abraham (Gn. 12:7, 8), Isaac (Gn. 26:25), Jacob (Gn. 33:20). Asimismo, las investigaciones arqueológicas han revelado que las antiguas civilizaciones de Babilonia, Egipto, etc., tení­an elaborados rituales de sacrificios en sus religiones. Los sacrificios del AT muestran la base y los medios de allegarse a Dios. Todos ellos son tipos (véanse TIPO, TIPOLOGíA), careciendo de valor intrí­nseco, pero constituyendo sombras, o figuras, de Cristo, que, como Antitipo, las cumplió todas. Los principales sacrificios son cuatro: el holocausto, la ofrenda, la ofrenda de paz y la ofrenda por el pecado, a la que se puede asociar la ofrenda de expiación por yerro. Este es el orden en que aparecen en los capí­tulos iniciales de Leví­tico, donde tenemos su significado presentado desde el punto de vista de Dios, empezando, tipológicamente, desde la devoción de Cristo a la gloria de Dios hasta la muerte, y llegando hasta el significado de su provisión para la necesidad del hombre culpable. Si se trata del pecador allegándose a Dios, la ofrenda por el pecado tiene que ser necesariamente la primera: La cuestión del pecado tiene que quedar solucionada antes de que el que se allega a Dios pueda estar en la posición de adorador. Las ofrendas, en un aspecto, se dividen en dos clases: las ofrendas de olor grato, presentadas por los adoradores, y las ofrendas por el pecado, presentadas por aquellos que, habiendo pecado, tienen que ser restaurados a la posición de adoradores. Se debe tener muy presente que en estos sacrificios en Leví­tico no se tipifica la redención. Estos sacrificios fueron dados a un pueblo ya redimido. La imagen de la redención se halla en la Pascua (véase PASCUA). En estos sacrificios tenemos una provisión para un pueblo ya redimido. Incluso en la ofrenda por el pecado la grasa debí­a ser quemada sobre el altar de bronce, y en una ocasión se dice que es para olor grato (Lv. 4:31), constituyendo esto un enlace con el holocausto. Las ofrendas de olor grato representan la perfecta ofrenda que Cristo hizo de Sí­ mismo a Dios, más bien que la imposición de los pecados sobre el sustituto por parte de Jehová. Los varios tipos y el sexo de los animales presentados en la ofrenda por el pecado eran proporcionales a la medida de responsabilidad en Lv. 4, y a la capacidad del ofrendante en el cap. 5. Así­, el sacerdote o toda la congregación tení­an que llevar un becerro, pero una cabra o un cordero eran suficientes si se trataba de una persona. En las ofrendas de olor grato el ofrendante tení­a libertad para escoger la ví­ctima, y el diferente valor de los animales ofrecidos daba evidencia de la medida de apreciación del sacrificio. Así­, si un hombre rico ofrecí­a un cordero en lugar de un becerro, ello mismo serí­a evidencia de que subvaloraba los privilegios que tení­a a su alcance. La sangre se rociaba y derramaba. No se podí­a comer; era la vida, y Dios la reclamaba (cfr. Lv. 17:11). La grasa de las ofrendas tení­a que ser siempre quemada, porque representaba tipológicamente la acción espontánea y enérgica de Cristo hacia Dios (Sal. 40:7, 8). La levadura, que siempre significa lo que es humano y, por ende, malo (porque si se introduce el elemento humano en las obras de Dios, obrando en su seno, el mal resulta de ello), no se podí­a quemar nunca en el altar a Dios, ni estar en ninguna de las ofrendas, a excepción de una forma especial de la ofrenda de primicias (Lv. 23:16-21) y en el pan que acompañaba al sacrificio de acción de gracias (Lv. 7:13). También estaba prohibida la miel en la ofrenda, denotando tí­picamente la mera dulzura humana. Se tení­a que añadir sal a la ofrenda, y se debí­a usar en toda ofrenda: recibe el nombre de la sal del pacto de tu Dios (Lv. 2:13; cfr. Ez. 43:24). La sal impide la corrupción y da sabor (Nm. 18:19; 2 Cr. 13:5; Col. 4:6). El pecho de la ví­ctima puede ser tomado como emblema de amor, y la espaldilla, de la fuerza. Los principales términos heb. utilizados con referencia a las ofrendas son: (a) “Olah”, “Alah”, de “hacer ascender”, y que se traduce como “holocausto”. (b) “Minchah”, de “presente, don, oblación”, y que se traduce como “oblación”. La V.M. traduce “oblación de ofrenda vegetal”. (c) “Shelem”, de “estar completo”, estar en paz, en amistad con alguien. Se traduce “sacrificio de paz”. La forma ordinaria está en plural, y podrí­a traducirse como “ofrenda de prosperidades”. (d) “Chattath”, de “pecar”, traducido constantemente como “expiación” y “expiación por el pecado”. (e) “Asham”, de “ser culpable”. Traducido “sacrificio por la culpa”. (f) “Tenuphah”, de “levantar arriba y abajar, mecer”, traducido “ofrenda mecida”. (g) “Terumah”, de “ser levantado”, traducido “ofrenda elevada”. En cuanto al acto de quemar los sacrificios, se emplean diferentes términos heb. Además del término “Alah” mencionado en el párrafo anterior, se emplea comúnmente el término “katar” de quemar sobre el altar: significa “quemar incienso”. Pero cuando se trata de quemar el cadáver de la ofrenda por el pecado, el término usado es “saraph”, que significa “quemar, consumir”. Así­, lo que asciende como olor grato se distingue de lo que es consumido bajo el juicio de Dios. (a) El holocausto. Tipológicamente, representa a Cristo presentándose a Sí­ mismo de acuerdo con la voluntad divina para el cumplimiento del propósito y mantenimiento de la gloria de Dios allí­ donde se advertí­a pecado. En el tipo, la ví­ctima y el ofrendante eran esencialmente distintos, pero en Cristo los dos estaban necesariamente combinados. La ofrenda ofrecida en holocausto, cuando no estaba obligatoriamente prescrita, era ofrecida para la aceptación de alguien. La expresión “de su voluntad” en Lv. 1:3 tiene una mejor traducción como “la ofrecerá para su aceptación”. La ví­ctima podí­a ser macho de las manadas, o de las ovejas o cabras de los rebaños, o bien una tórtola o un palomino, según la capacidad económica del ofrendante, o el aprecio que tuviera de la ofrenda. Estas ofrendas eran diferentes en grado, pero del mismo tipo. El macho es el tipo más elevado de ofrenda; no se menciona ninguna hembra en la ofrenda de holocausto. Después que el ofrendante hubiera puesto sus manos sobre la ví­ctima, le daba muerte (excepto en el caso de las aves, que eran muertas por el sacerdote). De Lv. 1 parecerí­a que también era el ofrendante quien la desollaba, descuartizaba y lavaba sus intestinos y patas en agua; pero las expresiones usadas pueden tomarse en un sentido impersonal: “el holocausto será desollado, y será dividido en sus piezas”, etc. (v. 6). Estas funciones pueden haber sido llevadas a cabo por los sacerdotes o por los levitas. (Los levitas desollaban los sacrificios cuando habí­a pocos sacerdotes; cfr. 2 Cr. 29:34). El sacerdote rociaba la sangre alrededor del altar y, excepto la piel, que quedaba para el sacerdote, todo el animal era quemado como olor grato sobre el altar. Hací­a expiación por el ofrendante, que hallaba aceptación en base a su valor. Tipológicamente, es figura de Cristo en su perfecta ofrenda de Sí­ mismo, siendo probado en lo más hondo de su ser por el fuego escudriñador del juicio divino (Lv. 1). (Este aspecto de la cruz se ve en pasajes como Hch. 2:8; 3n. 10:14-17; 13:31; 17:4; Ro. 5:18, etc.). En Lv. 6 se da la ley del holocausto: “El holocausto estará sobre el fuego encendido sobre el altar… no se apagará” (Lv. 6:9, 13). Esto se refiere a los corderos de la mañana y de la tarde; constituí­an un holocausto continuo (Ex. 29:38-41). Se debe señalar que era “toda la noche, hasta la mañana” (aunque era perpetuo), indudablemente para señalar que Cristo es para Israel siempre olor grato a Jehová, incluso durante el presente periodo de tinieblas y olvido de Israel. Aarón tení­a que ponerse sus vestiduras de lino para quitar las cenizas del altar y ponerlas “junto al altar”. Después se cambiaba los vestidos de lino por otras ropas, y llevaba las cenizas fuera del campamento. Las cenizas constituí­an la prueba de que el sacrificio habí­a sido totalmente aceptado (Sal. 20:3, lit.: “encenice tu holocausto”; cfr. la versión de Reina 1569). Por “la mañana” Israel conocerá que su aceptación y bendición es mediante la obra de su Mesí­as en la cruz. El sacrificio diario era ofrecido por el sacerdote actuando por toda la nación, y presenta tipológicamente la base de sus bendiciones y privilegios. De ahí­ que la fe le diera un gran valor (cfr. Esd. 3:3; Dn. 8:11, 13, 26; 9:27). (b) La oblación. En Lv. 2 se da el carácter intrí­nseco de esta ofrenda, aunque al ofrecer el holocausto se añadí­a una oblación. En la oblación no habí­a derramamiento de sangre y, por ello, no habí­a expiación. El holocausto era tipo del Señor Jesús en Su devoción hasta la misma muerte; la oblación de ofrenda vegetal (Y. M.) lo representa en Su vida, la inmaculada humanidad de Cristo en el poder y energí­a del Espí­ritu Santo. Consistí­a de flor de harina, sin levadura alguna, amasada con aceite, y untado todo ello con aceite e incienso. En su forma más sencilla, se tomaba un puñado de harina con algo de aceite, que se quemaba en el altar; también se hací­a en forma de tortas, cocido en un horno, o en una sartén o cazuela. Sólo una parte de la harina y del aceite, pero todo el incienso, se quemaban sobre el altar, como olor grato a Jehová. El resto quedaba como alimento para el sacerdote y sus hijos, aunque no para las hijas. La excelencia de Cristo como hombre, en quien cada uno de sus actos, incluso al dirigirse a la muerte, fueron para Dios, sólo puede ser disfrutada en una intimidad sacerdotal. Es una ofrenda que correspondí­a esencialmente al santuario. Todo el sabor de la vida del Señor fue hacia Dios. No vivió para los hombres ni buscando la alabanza de ellos. Por ello, el tipo del incienso debí­a ascender í­ntegramente del altar. La flor de harina es un tipo de la uniformidad del carácter del Señor: en él ninguna caracterí­stica descollaba de las demás como sucede generalmente con los hombres. En el Señor todo era perfección, y todo ello de manera uniforme y todo para la gloria de Dios. Fue engendrado por el poder del Espí­ritu Santo (cuyo tipo es el aceite), y fue ungido por el mismo Espí­ritu en Su bautismo; Sus gracias y gloria moral se corresponden con el incienso. En una hermosa relación con el holocausto continuo cada mañana y cada tarde, habla asimismo una oblación de ofrenda vegetal perpetua. Era “cosa santí­sima”. No se podí­an quemar ni levadura ni miel con la oblación de ofrenda vegetal, pero debí­a ir acompañada de sal. Las caracterí­sticas aquí­ simbolizadas fueron claramente evidentes en la vida del Señor (Lv. 2; 6:14-18; Ex. 29:40, 41). En Lv. 23:17 hay levadura con la ofrenda vegetal allí­ representada porque es un sacrificio de primicias que constituye una sombra de la Iglesia, la primicia de las criaturas de Dios, presentada en Pentecostés en la santificación del Espí­ritu. (c) Ofrendas de paz. Estas son distintas tanto del holocausto como de la oblación de ofrenda vegetal, aunque está basada en ambas. Su objeto no era enseñar cómo un pecador podí­a conseguir la paz ni tampoco hacer expiación: se trata más bien del resultado de haber recibido bendición, de la respuesta del corazón a esta bendición. El alma entra en la consagración de Cristo a Dios, el amor y poder de Cristo como bendición de la familia sacerdotal, y su propio sustento en la vida allí­ donde la muerte se ha introducido. La ofrenda de paces podí­a ser de las manadas o de los rebaños, macho o hembra. El ofrendante imponí­a las manos sobre la cabeza de la ofrenda, y le daba muerte. La sangre era rociada alrededor del altar. Toda la grasa, los dos riñones y la grasa de encima del hí­gado se debí­an quemar sobre el altar, como ofrenda de olor grato a Jehová. Esto era la parte de Dios, lit. Su pan. El pecho de la ofrenda era mecido como ofrenda mecida y a continuación era usado como alimento para Aarón, y sus hijos e hijas. La espaldilla derecha era una ofrenda elevada, y quedaba para el sacerdote que la ofrecí­a. Por su parte, el ofrendante y sus amigos comí­an también de la ofrenda aquel mismo dí­a; si era un voto o una ofrenda voluntaria, podí­a ser comida al dí­a siguiente. Lo que quedara de ella tení­a que ser quemado con fuego: ello indica que para que la comunión sea real tiene que ser directa, no demasiado separada de la obra del altar. La ofrenda de paz iba acompañada de una oblación de ofrenda vegetal, constituida por tortas sin levadura y hojaldres sin levadura untados con aceite; junto a ello se añadí­an tortas de pan leudado. Esto último reconocí­a la existencia de pecado en el adorador (cfr. 1 Jn. 1:8) que, si era mantenido inactivo, no lo descalificaba como adorador. Todo lo que tipifica a Cristo era sin levadura. Que la ofrenda de paz tipifica comunión queda patente de las instrucciones acerca de su uso: parte de ello era aceptado sobre el altar, recibiendo el nombre de “el alimento de la ofrenda”; otra parte era alimento para el sacerdote (tipo de Cristo) y de los hijos del sacerdote (los cristianos); y otra parte era comida por el ofrendante y sus amigos (el pueblo, y quizá también los gentiles, que en el Reino “se gozarán con su pueblo”). Este pensamiento de la comunión halla su expresión en la mesa del Señor, en la comunión de la sangre y del cuerpo del Señor (1 Co. 10:16). Se dice que la ofrenda de paz “pertenece a Jehová”; del mismo modo toda la adoración pertenece a Dios: es el fruto y expresión de Cristo en los creyentes (Lv. 3; 7:11-21, 28-34). (d) La ofrenda por el pecado. Esta y la ofrenda por yerro forman un caso aparte de las ofrendas. En la ofrenda del holocausto y la de paz el ofrendante viene como adorador, y por la imposición de manos se identifica con la aceptabilidad y aceptación de la ví­ctima; en cambio, en la ofrenda por el pecado la ví­ctima se identificaba con el pecado del ofrendante. La ofrenda por el pecado era la provisión para cuando algún miembro del pueblo redimido hubiera pecado, a fin de evitar que el juicio cayera sobre el ofrendante. Esta caracterí­stica general es siempre constante, aunque los detalles difieran, como se puede observar en la siguiente tabla: El Dí­a de la Expiación se mantiene aparte: la sangre de la ofrenda por el pecado era llevada al Lugar Santí­simo, y rociada sobre y delante del Propiciatorio. Se tení­a que hacer la expiación conforme a las demandas de la naturaleza y majestad del trono de Dios. Este tipo era repetido cada año para mantener la relación del pueblo con Dios, debido a que el Tabernáculo de Jehová permanecí­a entre ellos en medio de las impurezas del pueblo. También se hací­a expiación por el lugar santo y el altar; todo ello era reconciliado mediante la sangre de la ofrenda por el pecado, y sobre la base de la misma sangre, los pecados del pueblo eran administrativamente llevados lejos, a una tierra desierta (Lv. 16). En caso de pecado por parte del sacerdote o de toda la congregación, la comunión quedaba interrumpida: por ello, la sangre tení­a que ser llevada al lugar santo, rociada allí­ siete veces, y puesta sobre los cuernos del altar del incienso (el lugar de allegamiento sacerdotal) para el restablecimiento de la comunión. (Véase EXPIACIí“N [DíA DE LA].) En caso de que se tratara del pecado de un jefe del pueblo o de alguno de los miembros del pueblo, la sangre era untada sobre el altar de bronce, el lugar donde el pueblo se allegaba. Con ello se restauraba también la comunión de los individuos del pueblo. De la ofrenda por el pecado no se dice que sea, como un todo, olor grato: el pecado es el concepto dominante en esta ofrenda, pero la grosura sí­ se quemaba sobre el altar como olor grato (Lv. 4:31). Cristo fue, en todo momento (tanto en la cruz como en vida), un deleite para Dios. La ofrenda por el pecado que era consumida por el sacerdote es declarada “cosa santí­sima” (Lv. 6:29). Todo ello es tipo de Cristo, sacerdote y ví­ctima, con nuestra causa en Su corazón. En los casos que se prevén en el cap. 5, vv. 1 – 13, donde se trata especí­ficamente de infracciones de normas u ordenanzas, se considera la capacidad económica del ofrendante. Si alguien no podí­a llevar una cordera o una cabra, se le permití­a que llevara dos tórtolas; y si incluso no podí­a costear éstas, ni dos palominos, podí­a entonces llevar la décima parte de un efa de flor de harina. Esto no parece concordar con la necesidad de derramamiento de sangre para remisión, pero el memorial quemado sobre el altar tipificaba el juicio de Dios sobre el pecado. Hací­a que la ofrenda pudiera estar al alcance de todos, de manera que la más pobre de las almas tuviera manera de encontrarse con Dios con respecto a su pecado. La pobreza representa poca luz o ignorancia, no rechazo ni indiferencia hacia Cristo. Y al llegar la harina al fuego del juicio del altar, la muerte de Cristo por el pecado no quedaba fuera en esta forma de ofrenda por el pecado, la más sencilla de todas. (e) La ofrenda por la culpa. Esta se diferencia de la ofrenda por el pecado en que tiene a la vista el gobierno de Dios, en tanto que la ofrenda por el pecado tiene a la vista la naturaleza santa de Dios, y por ello su necesaria acción contra el pecado en juicio. El Señor es también la verdadera ofrenda por la culpa, como se ve en Is. 53:10-12 y Sal. 69. El restaura más a Dios que el daño hecho a El por el pecado del hombre, y los efectos de la ofrenda por la culpa se manifestarán en el Reino (véanse ESCATOLOGíA, MILENIO, REINO). La ofrenda por la culpa se halla por primera vez en Lv. 5-6, y tiene que ver con faltas cometidas contra el Señor o contra el prójimo. En estos casos, se tení­a que ofrecer una ofrenda expiatoria por la culpa, porque una falta cometida contra un semejante violaba los derechos de Dios, y se debí­a hacer restitución también, con la adición de un quinto del perjuicio. En Lv. 5:6-9 la misma ofrenda recibe el nombre de “expiación por su pecado”; en Lv. 14, para la purificación del leproso se establece el ofrecimiento de un sacrificio por el pecado, y otro por la culpa; las mismas que tení­an que ser hechas cuando un nazareo quedaba contaminado (Nm. 6:10-12). Así­, es evidente que la ofrenda por la culpa es una variedad de la ofrenda por el pecado. (f) La vaca alazana Esta era también una ofrenda por el pecado, y tiene un carácter singular. La vaca alazana era muerta fuera del campamento, y su sangre era rociada por el sacerdote siete veces directamente ante el Tabernáculo. Después se quemaba el animal entero, y el sacerdote echaba madera de cedro, hisopo y escarlata en la pira donde se quemaba la vaca. Se recogí­an las cenizas, y eran puestas en un lugar limpio fuera del campamento. Cuando se usaban las cenizas, una persona limpia mezclaba las cenizas en una vasija con agua corriente, mojando después un hisopo con ella, y rociaba con esta mezcla la persona, tienda, etc., que estuviera contaminada. Era el agua de la separación, una purificación del pecado. La ordenanza de la vaca alazana era una forma excepcional de la ofrenda por el pecado. No considera la expiación, sino la purificación mediante el agua de aquellos que, teniendo su morada y lugar en el campamento, donde estaba el santuario de Jehová, se hubieran contaminado por el camino (cfr. Nm. 5:1-4). Se corresponde con Jn 1:9 sobre la base de que el pecado fue condenado en la cruz. El lavamiento de pies de los que ya están limpios, tal como el Señor lo enseñó en Jn. 13, tiene este carácter de limpieza con agua. El Espí­ritu Santo aplica, por la Palabra, la verdad de la condenación del pecado en la cruz de Cristo al corazón y a la conciencia, para purificar al creyente, sin aplicar de nuevo la sangre (Nm. 19:1-22; Ro. 9:13). Pero Juan 13 va más allá. El Señor aplica la verdad de Su partida de este mundo al Padre al mismo caminar de Sus discí­pulos. (g) Ofrenda de libación. Por lo general no se ofrecí­a sola (pero cfr Gn. 35:14). Se ofrecí­a con el sacrificio de la mañana y de la tarde, que era un holocausto, e iba acompañada de una oblación de ofrenda vegetal. Consistí­a de vino, y la cantidad era variable, en relación con el animal ofrendado (Nm. 28:14). “Derramarás libación de vino superior ante Jehová en el santuario” (Nm. 28:7). En la tierra de Canaán se deberí­a ofrecer una libación a las oblaciones de olor grato. La cantidad de vino y aceite debí­an ser iguales, y en proporción a la importancia de la ví­ctima (Nm. 15:1-11). La libación puede ser un tipo del gozo en el Espí­ritu en la consciencia del valor de la obra de Cristo hecha a la gloria de Dios (cfr. Fil. 2:17, que puede ser una alusión a la ofrenda de libación). (h) Las ofrendas mecidas y elevadas. No eran ofrendas separadas, sino que en ocasiones ciertas porciones de una ofrenda eran mecidas o elevadas ante el Señor. Así­, en la consagración de Aarón y de sus hijos, la grosura, el rabo con su grasa, el sebo, los riñones con su grosura, y la espaldilla derecha del carnero, junto con una torta de pan y otra de pan amasado en aceite y un hojaldre, todo ello fue mecido por Aarón y sus hijos delante del Señor, y fue después quemado en holocausto en el altar (Lv. 8). El pecho del carnero fue también mecido como ofrenda mecida delante del Señor, y la espaldilla fue levantada como ofrenda elevada; todo ello fue comido por Aarón y sus hijos (Ex. 29:23-28). De las ofrendas de paces, el pecho era siempre una ofrenda mecida, y el hombro derecho una ofrenda elevada, y eran para los sacerdotes (Lv. 7:30-34). Los rabí­s explican que la espaldilla elevada era movida hacia arriba y hacia abajo, y el pecho mecido lo era de lado a lado. Estas acciones eran hechas “delante de Jehová”, y parecen simbolizar que aquellos que moví­an las ofrendas estaban realmente en Su presencia, con las manos llenas de Cristo. Cristo es así­ el Antitipo de todos los sacrificios: en ellos se prefigura Su consagración hasta la muerte; la perfección y pureza de Su vida de consagración a Dios; la base y el sujeto de comunión de Su pueblo y, por último, la eliminación del pecado por el sacrificio. En la Epí­stola a los Hebreos se expone en detalle el contraste entre la posición del judí­o, para el que todos los sacrificios tení­an que ser repetidos (existiendo el sistema tipológico mediante la repetición), y la posición del cristiano, que mediante el único sacrificio de Cristo (que no admite repetición) quedan perfectos para siempre, y tienen asimismo acceso al Lugar Santí­simo, porque el gran Sumo Sacerdote ha entrado en él. Así­, habiendo aparecido Cristo “en la consumación de los siglos” para “por el sacrificio de sí­ mismo quitar de en medio el pecado”, no queda ya más sacrificio por los pecados (Ef. 5:2; He. 9:26; 10:4, 12, 26). Sin fe en la muerte sacrificial de Cristo no hay salvación, como queda claro en Ro. 3:25; 4:24, 25; 1 Co. 15:1-4. El cristiano es exhortado a presentar su cuerpo como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, lo cual constituye su culto racional (Ro. 12:1; cfr. 2 Co. 8:5; Fil. 4:18). Con ello ofrece a Cristo el sacrificio de alabanzas a Dios, y los actos de bondad y de comunicar de lo propio a los demás son sacrificios agradables a Dios (He. 13:15, 16; cfr. 1 P. 2:5). (i) Los profetas y los sacrificios. Ciertas declaraciones de los profetas han servido de pretexto a los crí­ticos para emitir la afirmación de que no tení­an conocimiento de la ley de los sacrificios dada por Moisés en el Sinaí­. Es cierto que, dirigiéndose a una época de decadencia espiritual, donde las ceremonias y sacrificios se habí­an convertido en una rutina meramente legalista, los profetas se expresan con vehemencia contra este género de piedad hipócrita. Porque “obedecer es mejor que los sacrificios, y el prestar atención que la grosura de los carneros” (1 S. 15:22), y Dios aborrece la multiplicación de los holocaustos cuando las manos de sus ofrendantes están manchadas de crí­menes (Is, 1:11-15). Sin embargo, en este mismo pasaje, el Señor rechaza toda otra forma de religiosidad desprovista de sinceridad: las asambleas santas, las ofrendas, el incienso, las fiestas solemnes, los dí­as de reposo, las oraciones. No hay duda que es en este sentido que Oseas afirma: “Porque misericordia quiero, y no sacrificio, y conocimiento de Dios más que holocausto” (Os. 6:6). Miqueas (Mi. 6:6-8) y David (Sal. 51:18-19) dan a entender con una claridad meridiana que antes que todo otro sacrificio Dios desea lo que es condición previa indispensable: un corazón contrito y humillado; ello no impide en absoluto a David desear ser purificado con hisopo (Sal. 51:9), que serví­a para la purificación por la aspersión del agua de la vaca alazana y de la sangre de la expiación (cfr. Nm. 19:18; Lv. 14:4-7; cfr. Ex. 12:22); asimismo, promete al Señor holocaustos dignos de ser aceptados (Sal. 51:21; cfr. el mismo pensamiento expresado en Mal. 2:13-14 y 3:3-4). En Am. 5:25-26 Dios demanda si el pueblo le habí­a ofrecido sacrificios y ofrendas durante los cuarenta años en el desierto. Oesterley afirma en su libro “Sacrifices in Ancient Israel” que la respuesta es positiva. Sin embargo, el v. 26 indica que no fue a Dios a quien ofrecieron sus sacrificios, sino que lo dejaron a un lado para sacrificar privadamente a sus í­dolos (cfr. Am. 17:7; Dt. 12:14). Este extremo parece estar confirmado en Hch. 7:41-43. Otros han creí­do que a causa de la falta de ganado los sacrificios privados hubieran sido casi imposibles en el desierto. El pasaje de Jer. 7:21-23 parece a primera vista más difí­cil de explicar: Dios no habrí­a dado a los israelitas ninguna orden acerca del tema de los holocaustos y de los sacrificios a su salida de Egipto, sino que les habrí­a demandado que andaran en Sus caminos. Pero los hebraí­stas han demostrado que la expresión traducida en el v, 22 como “ni nada les mandé acerca de holocaustos” significa con frecuencia “a causa de” o “en vista de” (cfr. Dt. 4:21; cfr. W. R. Harper, “International Critical Commentary”, y Binns, “Westminster Commentary”). El sentido se hace entonces claro: Dios no habló a los primeros israelitas con vistas a los sacrificios, sino con vistas a su obediencia (Manley, “Nouveau Manuel de la Bible”, p. 148). Los sacrificios no eran el fin que Dios tení­a en mente, sino la obediencia de corazón de ellos. Esta interpretación está apoyada en todas las confirmaciones que da Jeremí­as de la revelación transmitida al pueblo por Moisés. Menciona la salida de Egipto con sus portentos, la ley, el sacerdocio, el arca del pacto, el pacto mismo, la persona de Moisés, la ordenanza del sábado, el año sabático, etc. Todo ello proviene directamente del Pentateuco, que el profeta evidentemente conocí­a a la perfección. ¿Cómo hubiera podido ignorar la existencia de los sacrificios? De hecho, tan poco los ignora que desea ver al pueblo vuelva a la fidelidad a la Ley del Señor, para entonces llevar a Su casa “holocausto y sacrificio, y ofrenda e incienso”, las ofrendas ordenadas en Lv. 1-7 (Jer. 17:22, 26). Bibliografí­a: Anderson, Sir R.: “The Gospel and its Ministry” (Kregel Pub., Grand Rapids, reimpr. 1978); Anderson, Sir R.: “Types in Hebrews” (Kregel Pub., Grand Rapids, reimpr. 1978); Darby, J. N.: “Hints to the Sacrifices in Leviticus”, en The Bible Treasury, ene.-mar. 1873 (58 Blijhamsterstraat, Winschoten, Holanda, reimpr. 1969); Keil, C. F. y Delitzsch, F.: “Commentary on the Old Testament, The Pentateuch” (Wm. Eerdmans, Grand Rapids, reimpr. 1981); Mackintosh, C. H.: “Estudios sobre el libro de Leví­tico” (Ed. “Las Buenas Nuevas”, Montebello, Calif., 1960); Saphir, A.: “Epistle to the Hebrews” (Kregel Pub., Grand Rapids, reimpr. 1983); Seiss, J.: “Gospel in Leviticus” (Kregel Pub., Grand Rapids, 1981); Wilson, W. L.: “Wilson’s Dictionary of Bible Types” (Wm. Eerdmans, Grand Rapids, 1957).

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

[420]
Además del sentido radical y teológico del sacrificio como ofrenda a la divinidad, en la piedad cristiana se denomina sacrificio a todo acto costoso que se hace o a la situación dolorosa que se recibe, ya sean ambas cosas voluntarias por motivos espirituales, o resulten involuntarias, pero aceptadas con resignación.

Es concepto paralelo a los de penitencia, vencimiento, mortificación, expiación, holocausto, renuncia, privación, ofrenda. En el lenguaje cristiano se emplea para aludir al deber de ofrecer a Dios actos buenos, que se presentan como penitencia y reparación por los pecados propios y ajenos, como actos de asociación al Sacrificio supremo del Señor en la cruz.

Educar al creyente para el sacrificio en general, y para los sacrificios que la vida impone o que se buscan por motivos espirituales, es condición de autenticidad cristiana y de sensibilidad evangélica.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

En relación con el sacerdocio y el culto

El concepto de “sacrificio” (“sacrum facere”) ha quedado unido a los conceptos de sacerdocio y de culto. Se quiere reconocer el señorí­o de Dios, ofreciéndole las cosas de su misma creación y el mismo ser humano como obra de su bondad. Este ofrecimiento es de donación, a modo de “consagración” o de paso al campo de lo sagrado. A veces se ofrece el sacrificio a modo de “ví­ctima”, no propiamente como destrucción, sino como “inmolación” u ofrenda total. Se quiere expresar una actitud de adoración, súplica, gratitud, reparación y comunión con Dios. La palabra “sacrificio” ha quedado también relacionada con el dolor, el desprendimiento, la renuncia, la inmolación.

En los actos de culto de diversas religiones figuran la oración y el sacrificio. Es frecuente que el sacrificio tenga lugar quemando con fuego las cosas ofrecidas. Así­ se reconoce que la vida viene de Dios y que le sigue perteneciendo. En el Antiguo Testamento, la “sangre” simbolizaba esa vida ofrecida a Dios. Las primicias de las cosechas y de los rebaños también indican el origen divino de los dones recibidos.

El sacrificio de la Nueva Alianza

Jesús ha querido usar el trasfondo del sacrificio de la Alianza, para expresar su donación sacrificial, realizada especialmente en su muerte y hecha presente en la Eucaristí­a como “sangre de la Alianza” (cfr. Lc 22,20; Ex 24,8). Toda la vida de Jesús, desde el seno de Marí­a, es un sacrificio ofrecido a Dios (cfr. Heb 10,5-7). Así­ realiza el sacrificio del “Siervo de Yahvé” (Is 52-53; Lc 22,37). Jesús es Sacerdote y Ví­ctima (cfr. Heb 5,5-10), que “da su vida por la redención de todos” (Mc 10,45). En este sentido profundo, Jesús, verdadero Dios, es el hombre para los demás.

Espí­ritu y práctica de sacrificio

El “sacrificio” existe en la vida, especialmente cuando hay que afrontar las dificultades, el sufrimiento y el trabajo. También tiene sentido de sacrificio la lucha contra las tendencias desordenadas y el esfuerzo por cumplir la voluntad de Dios y superar los propios defectos. El sacrificio tiene valor si está unido al ofrecimiento del propio corazón, es decir, a la actitud de amor a Dios y al prójimo. Dios quiere un “corazón contrito” (Sal 51,19) y un actitud de “misericordia” (Mt 9,13).

En las diversas tradiciones religiosas, se ha apreciado siempre el la mortificación o sacrificio voluntario. Esta actitud de sacrificio se expresa por el ayuno y abstinencia respecto a los alimentos. También tiene lugar por medio de la mortificación corporal, con molestias que ayuden al dominio de sí­ posturas corporales (de rodillas…), cilicios, etc. La prudencia y mesura (avaladas con la consulta y el don de consejo) son parte integrante de toda virtud auténtica.

También se señalan tiempos especiales de sacrificio o penitencia (como las vigilias, los viernes y la cuaresma), buscando como objetivo la propia conversión y la renovación de la comunidad, especialmente por medio de la oración, ayuno, limosna (solidaridad) y reforma de costumbres personales, familiares y sociales. La lí­nea evangélica de la “mortificación”, consiste en “negarse a sí­ mismo” (morir al pecado), es decir, orientar todo el ser hacia el amor, para “seguir” a Cristo (cfr. Mt 16,25). Se trata de dejar el “hombre viejo” (Rom 6,5) para “revestirse de Cristo” (Rom 13,14).

Valor salví­fico y misionero

En la tradición cristiana, la práctica del sacrificio tiene valor de purificación y de reparación, y adquiere valor salví­fico por la comunión con Cristo muerto y resucitado. El cristiano puede unirse al sacrificio perfecto de Cristo en la cruz (cfr. Heb 9,13-14). “Por él, ya podemos ofrecer a Dios un sacrificio de alabanza” (Heb 13,15). Unida a la vida de Cristo, la propia vida se convierte en “hostia santa” (Rom 12,1), como fruto de la celebración eucarí­stica. “Vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros como oblación y ví­ctima de suave aroma” (Ef 5,2). El sacerdocio de los fieles es “para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo” (1Pe 2.5).

El sacrificio tiene valor misionero “El valor salví­fico de todo sufrimiento, aceptado y ofrecido a Dios con amor, deriva del sacrificio de Cristo, que llama a los miembros de su Cuerpo Mí­stico a unirse a sus padecimientos y completarlos en la propia carne (cfr. Col 1,24). El sacrificio del misionero debe ser compartido y sostenido por el de todos los fieles” (RMi 78).

Referencias Alianza, cruz, cuaresma, culto, dolor, Eucaristí­a, penitencia, redención, sacerdocio.

Lectura de documentos CEC 1434-1438, 2099-2100; CIC 1249-1253; RMi 78.

Bibliografí­a J. LECUYER, El sacrificio de la Nueva Alianza (Barcelona, Herder, 1969); B. NEUNHEUSER, Sacrificio, en Nuevo Diccionario de Liturgia (Madrid, Paulinas, 1987) 1814-1834; L. SABOURIN, Redención sacrificial (Bilbao, Desclée, 1969); B. SESBOUE, Jesucristo el único Mediador, Ensayo sobre la redención y la salvación (Salamanca, Sec. Trinitario, 1990-93); A. VANHOYE, Sacerdotes antiguos, sacerdote nuevo según el Nuevo Testamento (Salamanca, Sí­gueme, 1984); R. De VAUX, Instituciones del Antiguo Testamento (Barcelona, Herder, 1964).

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

San Agustí­n define como sacrificio cristiano cualquier acto que se realiza para entrar en filial comunicación de amor con Dios: el sacrificio es, por tanto, un pascua, la entrada en la tierra divina. Lo que cuenta, en el concepto agustiniano —que es propio de toda la patrí­stica—, no es la acción sino el fin de la misma. También el sacrificio es, entonces, una gracia del Espí­ritu Santo, que suscita en el hombre redimido, a partir del espí­ritu de fe, el de sacrificio. En otras palabras, podemos decir que el sacrificio, entendido en un sentido objetivo, es el hombre mismo que, movido por el amor, pasa del cuidado de las cosas a la dedicación única de su existencia a Dios, dando a su vida el significado de un acto de amor; he ahí­ el sacrificio por excelencia. Pero hay más: para llamarlo cristiano, hay que llegar hasta el final de la reflexión, es decir, hasta el sacrificio fundamental, principal, el del Caivario, en el que Cristo se ofrece a llevar a toda la Iglesia, su esposa, a la gloria del Padre en la resurrección. Por tanto, toda nuestra vida, como sacrificio cristiano, está relacionada con la eucaristí­a que, a su vez, está vinculada a la cruz, sacrificio perfecto, entrega total de Cristohombre a la voluntad y al amor del Padre, y capaz de atraer hacia sí­ a la humanidad entera. ¿Cómo practicamos el sacrificio en nuestra vida diaria7 Mediante la “correcta orientación del corazón”, que antaño se llamaba la recta intención: en ella se resume la ascesis cristiana. Ei hombre que ha centrado toda su existencia en el propósito de querer agradar sólo a Dios, entra en el sacrificio de Cristo y, por tanto, en el Reino del Padre; participa en la plenitud de Dios y hace participar en ella la realidad que él santifica con la correcta orientación de! corazón.

Carlo Marí­a Martini, Diccionario Espiritual, PPC, Madrid, 1997

Fuente: Diccionario Espiritual

SUMARIO: I. El sacrificio de Cristo y su memorial: 1. Antiguo Testamento; 2. Trasfondo en la historia de las religiones; 3. Nuevo Testamento – II. Teologí­a de los padres – III. La escolástica – IV. Reforma y teologí­a postridentina – V. Las concepciones actuales: 1. “Sacrosanctum concilium” y “Eucharisticum mysterium”; 2. Contribución ecuménica; 3. ¿Figura del convite?; 4. “Institutio Generalis Missalis Romani” – IV. Epí­logo.

Punto de partida de nuestras reflexiones será la doctrina clara y normativa de la iglesia, tal cual viene propuesta en la constitución sobre la liturgia del Vat. II: “Nuestro Salvador, en la última cena, la noche en que le traicionaban, instituyó el sacrificio eucarí­stico de su cuerpo y de su sangre, con el cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz y a confiar así­ a su esposa, la iglesia, el memorial de su muerte y de su resurrección” (SC 47).

El sacrificio eucarí­stico es la “fuente y culminación de todo el culto de la iglesia y de toda la vida cristiana”‘. El sacrificio llevado a cabo por Cristo sobre la cruz se coloca de este modo, a través de su celebración, en el centro de la fe y de la vida cristiana.

Hay dos puntos controvertidos: el carácter sacrificial de la misa -sobre todo por parte de la teologí­a protestante ; por otro lado, incluso la valoración de la misma acción salví­fica de Cristo en cuanto sacrificio tropieza con alguna crí­tica en la exégesis moderna, y no sólo fuera de la iglesia católica.

He aquí­, por consiguiente, el sentido de nuestra pregunta: ¿qué queremos decir cuando afirmamos que la muerte de Cristo en la cruz es su sacrificio, y cuando declaramos igualmente como sacrificio la celebración litúrgica del memorial de su muerte y resurrección?

I. El sacrificio de Cristo y su memorial
Es evidente que ni Jesús en su mensaje ni los evangelios que nos lo transmiten llaman a la obra de Cristo con el término técnico de sacrificio. Pero tampoco cabe duda de que Pablo, Juan y en general la predicación apostólica designan el don que el Señor hizo de sí­ mismo sobre la cruz por nosotros, en su núcleo esencial, con el nombre de sacrificio.

1. ANTIGUO TESTAMENTO. Estos testimonios primeros presuponen con absoluta claridad la doctrina y la praxis del AT. En su centro se encuentran con carácter dominante y claro los sacrificios ofrecidos por el pueblo de Israel a lo largo de su historia. Esto también ocurre en el culto del templo. Pero todos estos sacrificios hallaron su último cumplimiento y, consiguientemente, su superación (Aufhebung), en la muerte sacrificial de Jesucristo, como afirma en términos claros la plegaria sobre las ofrendas del domingo XVI per annum del nuevo Misal Romano: “Oh Dios, que has llevado a la perfección del sacrificio único los diferentes sacrificios de la antigua alianza, recibe y santifica las ofrendas de tus fieles, como bendijiste la de Abel, para que la oblación que ofrece cada uno de nosotros en honor de tu nombre sirva para la salvación de todos” (“Deus, qui legalium differentiam hostiarum unius sacrificii perfectione sanxisti, accipe sacrificium a devotis tibi famulis, et pari benedictione, sicut munera Abel sanctifica, ut quod singuli obtulerunt ad maiestatis tuae honorem, cunctis proficiat ad salutem”). La predicación apostólica del mensaje de Jesús, y en modo muy particular su muerte expiatoria, son propuestos con el término y el concepto de sacrificio. Al final, esta interpretación la propone sobre todo la carta a los Hebreos, que entiende la acción salví­fica de Cristo esencialmente como el sacrificio que Jesús llevó a cabo sobre la cruz cuando asumió la muerte “por nosotros” en obediencia al Padre, con un amor que llegó “hasta el fin” (Heb 9:11-23; Heb 10:5-18). En la perspectiva de esta interpretación, “el sacrificio de Jesús en la cruz señala la plenitud y abolición de todos los sacrificios antiguos”‘.

Abolición aquí­ significa, sin duda alguna, el fin, la superación definitiva del culto sacrificial anterior; pero al mismo tiempo significa igualmente su cumplimiento más verdadero. Aquello que estaba en tal culto de manera vaga prefigurado, es ahora verdad, es realidad perfecta. Por lo mismo podemos ya sentir y pregustar aquello que es el sacrificio de Cristo, mirando a las veladas prefiguraciones que Dios nos ha dado de él en la historia del pueblo de Israel.

El sacrificio, junto con la oración, es una de las formas más antiguas e importantes del culto humano general. Y esto es así­ para todas las religiones, incluido el culto del AT. Allí­ el sacrificio ocupa una posición centralí­sima. Es importante notar que la religión revelada del AT excluye del modo más categórico cualquier forma de magia. “El sacrificio veterotestamentario no tiende a desencadenar una dinámica apersonal, sino a establecer y restablecer una conexión con Dios en la que se expresa sumisión o petición de reconciliación y ayuda” °. Se le aplican los nombres de don consagrado (santo, santificante), ofrenda (korban), don (minchah); se trata de un don hecho a Dios, realización de la comunión con él, reconocimiento de lo sacro, alimento de la divinidad (algo que, obviamente, muy pronto llega a convertirse sólo en una imagen para expresar el beneplácito de Dios ante el “suave perfume del holocausto”), reconciliación con Dios, acto de obediencia 5. La torah es, de modo muy particular, una regulación de la recta ofrenda del sacrificio. Se distinguen sacrificios cruentos de incruentos, sacrificios consistentes en alimento e incienso o en bebida. “Con más precisión pueden distinguirse los holocaustos (sacrificios totales de adoración a Dios) de los sacrificios de acción de gracias, que muchas veces comportaban también una súplica, un voto. Es de mencionar, por fin, el sacrificio de expiación”’. Bajo algunos puntos de vista se trata de sacrificios análogos a los ofrecidos por los pueblos paganos vecinos, pero se diferencian y distinguen “de modo muy caracterí­stico porque tienen por fundamento y motivación religiosa más profunda la historia de la salvación”‘. Se ofrecen a Dios creador y señor de acuerdo con su función de construcción de la comunidad; ocupan una posición importante en el establecimiento de las alianzas (con Noé, con Abrahán, en el Sinaí­). Terminan con un convite sacrificial. “En el caso de algunos sacrificios puede llevarse a pensar en una cierta actualización (representación) de los acontecimientos histórico-salví­ficos”. Es el caso del sacrificio pascual o de la fiesta de la reconciliación’. A lo largo del tiempo, el sacrificio pascual se convierte en el más importante de todos No hay duda de la posición decisiva, central, del culto sacrificial en la antigua religión de Israel. “Incluso la toma de posición de los profetas es considerada [por los exegetas] no ya como un rechazo radical sino, más bien, como una protesta contra una cierta exteriorización del culto sacrificial”
2. TRASFONDO EN LA HISTORIA DE LAS RELIGIONES. Si resumimos brevemente los rasgos esenciales del sacrificio cultual tal como aparece en las afirmaciones del AT y en una consideración global de la historia de las religiones, “podemos decir que [el sacrificio] es la presentación hecha a Dios (o a un ser superior) en forma ritual por parte de un miembro de la comunidad delegado para ello (sacerdote), de un don concreto (vivo) con el cual el sacrificante se identifica a fin de expresar la propia autodonación respetuosa, grata y amante; su finalidad estriba en llegar a transformarse con el mismo don, a través de la consagración que santifica en virtud de la (originaria) acción divina presente, en el ser superior (sacro) y llegar así­ a la unión con Dios, que acoge benignamente el don y consiguientemente al sacrificante mismo, en plena comunión de vida y de amor”.

3. NUEVO TESTAMENTO. Ahora bien, en el NT todo esto es superado, es decir, cancelado en su forma cultual concreta, pero realizado en medida sublime en su profundo núcleo esencial. Por consiguiente, el NT conoce una crí­tica del sacrificio, ya que Jesús insiste en la actitud interior que debe encontrar su expresión en él, y porque, como los apóstoles lenta pero cada vez más claramente comprenden, en la muerte de Jesús crucificado (“por muchos”) se ofrece a Dios Padre el sacrificio verdadero. “El concepto de sacrificio, aplicado a la muerte salví­fica de Cristo, tiene un sentido totalmente distinto, mucho más concreto, y al mismo tiempo más elevado que en el caso de los sacrificios de los paganos y de los hebreos. También en la autodonación libre y voluntaria del Hijo de Dios se ha convertido en realidad aquel lamento único e irrepetible, pero en el fondo válido para todos los tiempos y todas las zonas, que constituí­a como el presagio y la aspiración más secreta de los mitos y leyendas cultuales. Aquí­ la creación ha sido radicalmente renovada de una vez para siempre, brillando ante los ojos del creyente como la nueva creación en la gloria pascual y escatológica de la resurrección. Aquí­ el pecado y su precio, la muerte, son vencidos para siempre y se abre la fuente inagotable de la vida eterna y divina. Precisamente en el don del cuerpo martirizado de Jesús se verifica aquella transformación realmente recreadora que vanamente y desde siempre los antiguos habí­an previsto en sus sacrificios”.

Cierta exégesis, algo más crí­tica en nuestros dí­as, afirma que “en la cristologí­a de Pablo la idea de sacrificio asume un valor metafórico y es un medio para interpretar el hecho fundamental de la salvación realizada por la muerte de Cristo”. Pero tal reserva no se sostiene frente a pasajes como Rom 4:25; Gál 3:13; Gál 2:20; 2Co 5:14s.18-21, etc., sobre todo si leemos el NT a la luz de las últimas cartas paulinas y de la carta a los Hebreos. En estos textos “se intenta comprender e ilustrar” el significado salví­fico de Jesucristo “utilizando el concepto cultual tradicional de sacrificio: Cristo se entregó a sí­ mismo por nosotros en sacrificio de suave olor (Efe 5:2). Tal sacrificio es, al mismo tiempo, sacrificio de la alianza, sacrificio de expiación y sacrificio pascual. Su efecto salví­fico consiste, por consiguiente, en sellar la nueva alianza, en expiar por medio de una purificación y una santificación y en redimir. Partiendo de la carta a los Hebreos, hay que decir: “La muerte de Cristo es el sacrificio escatológico, ofrecido de una vez para siempre y definitivamente, para la supresión de los pecados en virtud de la fuerza expiatoria de su sangre; la autoofrenda perfecta del sumo sacerdote neotestamentario; obra salví­fica única”.

A pesar de las reservas de la exégesis más reciente, nosotros seguimos manteniendo que todo el mensaje del NT, “prolongando el uso lingüí­stico veterotestamentario, usa los vocablos prosphorá y prosphérein (oblación, ofrecer) también para describir la obra redentora de Jesús. [Las cartas a los Efesios y a los Hebreos] conciben la muerte de Jesús mediante la categorí­a de sacrificio cultual. Esto no se encontraba todaví­a con tanta nitidez en la predicación apostólica primitiva ni en la sinóptica, donde la muerte de Jesús es proclamada de modo más martirológico como entrega de la vida realizada por el Siervo de Dios. Pero con Pablo se inicia una cultualización más intensa de la pasión de Jesús. Según Efe 5:2, la persona corpórea de Jesús es la prosphorá y la thysí­a, el don sacrificial ofrecido por Cristo por nosotros. La carta a los Hebreos proclama más tarde con énfasis la acción redentora de Jesús como prosphorá, y precisamente como prosphorá irrepetible que anula todos los sacrificios legales precedentes y los futuros sacrificios materiales. Con tal concepto la carta a los Hebreos abraza en una sí­ntesis grandiosa toda la vida y acción de Jesús… El acontecimiento de la encarnación es ya la obertura, primer paso, de la prosphorá de Jesús como acción sacrificial… Vértice de la acción sacrificial de Jesús es su muerte en la cruz…, el sacrificio cultual cumplido de una vez para siempre… La consecuencia ineluctable de la prosphorá de Jesús en el Gólgota es su entrada en el santuario celestial, puesto que él lleva su sangre como don sacrificial al Padre”.
La muerte de Jesús en la cruz, su sacrificio por la salvación del mundo, es el signo del cumplimiento de todos los sacrificios antiguos y su meta; ella es el sacrificio que ha sido ofrecido de “una vez” (ephápax) por todas. “No existe ya ningún sacrificio cultual” “. Cuando en el NT se habla de sacrificio y de sacrificar sin referencia al sacrificio de Cristo en la cruz, estos términos son usados en sentido traslaticio. Los cristianos tienen que ofrecer sus cuerpos como “sacrificio (thysí­a) viviente, santo y agradable a Dios”, como su “culto espiritual” (logiké latréia) (Rom 12:1). De la misma manera se habla en 1Pe 2:5. “Ahora bien, Heb 13:15, conectando con el AT, presenta como sacrificio la alabanza a Dios, el fruto de los labios, es decir, el comportamiento ético-religioso. De todas formas, no se da aquí­ una cultualización del éthos, sino también una etización y una espiritualización del culto. De hecho, la alabanza consiste en la confesión del nombre de Dios; pero a su vez ésta se hace en el culto y por medio de él. De tal manera reconoce la carta a los Hebreos un carácter sacrificial en el culto cristiano, aunque no ve este carácter en el valor autónomo de una ofrenda sacrificial, sino en la confesión espiritual de Dios”.

En el marco de esta tendencia progresiva de la espiritualización del culto, comenzada ya en el AT (con los profetas) y en la interpretación de la biblia por Filón de Alejandrí­a, es preciso ver también el mandato del Señor de celebrar el memorial de su muerte y, por consiguiente, el modo en que los apóstoles y la iglesia primitiva realizan esta acción memorial agradeciendo y proclamando en la eucaristí­a y en la eulogí­a la muerte del Señor (cf 1Co 11:23-26 y Mat 26:26ss; Mar 14:22ss; Luc 22:19ss). El NT no llama expresamente jamás sacrificio a la “fracción del pan”, a la “cena del Señor”. Esta es el memorial agradable de la muerte de Cristo, y por ello de su sacrificio, su proclamación. Pero tal memorial (anamnesis), tal proclamación, es la actualización del sacrificio de Cristo realizado de una vez para siempre y suficiente para todos los tiempos, su aplicación a los fieles que lo celebran. Ni siquiera esto queda dicho de una manera tan expresa en el NT; pero son las interpretaciones válidas de las afirmaciones neotestamentarias las que hablan de la muerte de Jesús en la cruz y de su voluntad de dejar memoria de ella en la celebración de la fracción del pan y en el beber el cáliz de bendición.
Todo ello debe ser visto en la perspectiva de una creciente espiritualización del culto (cf Jua 4:21-24); de un culto que no consiste ya en la ofrenda de dones materiales, sino en la eucaristí­a, en el himno lleno de gratitud y de alabanza a Dios por las gestas llevadas a efecto por él para la salvación de los hombres.
Teniendo presente estos dos grupos de motivos, resulta que la proclamación llena de gratitud, el memorial de agradecimiento, es decir la eucaristí­a, es la actualización del sacrificio de Cristo, su presencia siempre nueva que, no obstante, no repite numéricamente aquel único sacrificio. Más bien lo presencializa en su plena suficiencia haciéndolo patente a todos los tiempos y lugares y a los creyentes para que se convierta en su propio sacrificio. Lo hace presente como el don sacrificial donde Dios, prenda de la salvación y también como acción sacrificial, se introduce en los creyentes y en cuantos la celebran con fe a través de la donación única de Cristo. En él, por él y con él tienen acceso al Padre para la gloria del Padre por medio de Cristo.

II. Teologí­a de los padres
Esta actualización del único sacrificio de Cristo ha llevado a llamar a la acción eucarí­stica prosphorá y memorial. Y esto incluso teniendo presente “la acentuación enfática de la unicidad y exclusividad del sacrificio visible de Jesús”. “Particularmente los escritores eclesiásticos primitivos que, como Clemente Romano o Bernabé, se hallan claramente influenciados por el texto de la carta a los Hebreos o al menos por sus ideas, llaman franca y libremente a la eucaristí­a una prosphorá”.

La acción eucarí­stica es un sacrificio en cuanto que introduce a la iglesia dentro de la donación sacrificial de su Señor. Ello ocurre mediante la celebración de la acción memorial y por la ofrenda del pan y del vino, que son los elementos constitutivos de la acción memorial.

En tal sentido la Didajé (que data del año 100 d.C. poco más o menos) denomina a la synaxis de los cristianos, durante la cual en el dí­a del Señor “parten el pan” y “dan gracias”, una thysí­a, un sacrificio. Tal sacrificio es necesariamente puro, pues se encuentra precedido por la confesión de los pecados. Así­ se realizarí­a la profecí­a de Malaquí­as: “En todo lugar se ofrecen sacrificios de incienso a mi nombre” (Mal 1:11).

Posteriormente, incluso los dones materiales quedan inscritos de alguna manera en esta actualización del único sacrificio de Cristo. “Esto resulta tanto más sorprendente cuanto que, oponiéndose el cristianismo a los sacrificios materiales y cosificados de procedencia judí­a y pagana, habí­a llegado a considerar la oración y la intención pura como su único y auténtico sacrificio”.

Justino subraya de manera extraordinariamente fuerte que los sacrificios de los cristianos son sus oraciones y acciones de gracias (eucharistí­ai) (Diál. con Trifón 117). Ahora bien, tales oraciones de acción de gracias llegan a concretarse en la acción de gracias pronunciada sobre los elementos del convite que llevan los cristianos al acercarse al altar, para que el presidente pronuncie sobre ellos la eucharistí­a en memoria de la pasión de Cristo (Apol. I,Mal 66:1 y 67,5). Esta acción de llevar los dones es llamada sin empacho prosphérein; éste es el modo en que los cristianos quedan involucrados en la donación sacrificial de Cristo, para que en el sagrado banquete puedan llegar a alimentarse de los dones eucaristizados, que ya son el cuerpo y la sangre de Cristo.

Resumiendo, puede decirse que la teologí­a que se anuncia en estos escasos testimonios del s. n “ha fundido en una sí­ntesis sorprendente y grandiosa estas afirmaciones que resultarí­an divergentes a primera vista sobre la prosphorá visible, única y definitiva de Jesús en la cruz, sobre la prosphorá espiritual de los cristianos en su oración y en la pureza de corazón y sobre la prosphorá material de la eucaristí­a”.

Por ello, hacia el año 200, Ireneo de Lyon, polemizando con los falsos maestros gnósticos que despreciaban los elementos de la creación, podí­a insistir tranquilamente en la oblatio de los elementos del pan, del vino y del agua. Algo más tarde, el canon romano hablará en el mismo sentido de “ofrenda de los dones” que el mismo Dios nos ha dado: “Offerimus… de tuis donis ac datis”, y añade a continuación: “… hostiam puram”; es decir, la oblación de los elementos es únicamente el presupuesto de la actualización de la única oblatio plenamente válida, suficiente y verdadera, tal como se da en el sacrificio de Cristo, que es actualizado en esta celebración memorial.

Además, contamos con la siguiente afirmación decisiva de la primera plegaria eucarí­stica cristiana, tal como nos ha sido transmitida por la Tradición apostólica de Hipólito de Roma al comienzo del s. ni: “Te damos gracias, oh Dios, por medio de tu amado Hijo Jesucristo… Recordando por lo mismo su muerte y resurrección, te ofrecemos el pan y el cáliz, y te damos gracias por habernos hecho dignos de comparecer en tu presencia y de servirte. Te pedimos también que enví­es tu Espí­ritu Santo sobre la ofrenda de tu iglesia…” (“Gratias tibi referimus, Deus, per dilectum puerum tuum Jesum Christum… Memores igitur mortis et resurrectionis eius, offerimus tibi panem et calicem, gratias tibi agentes, quia nos dignos habuisti adstare coram te et tibi ministrare. Et petimus, ut mittas Spiritum tuum Sanctum in oblationem sanctae ecclesiae…”).

La iglesia sacrifica, sí­; pero en la ejecución de la acción memorial, el don de la iglesia se transforma en el cuerpo sacrificial de Cristo. El único sacrificio ofrecido por Cristo en la cruz se actualiza, haciéndose presente en el aquí­ y el ahora. “La solución del problema se manifiesta con la plenitud clásica de las dos breves palabras contenidas en la así­ llamada anamnesis tras el relato de la institución: memores offerimus-memneménoi prosphéromen. Celebrando el memorial de la prosphorá de Jesús, llevamos a plenitud nuestra propia prosphorá. En otras palabras: nuestra prosphorá es un memorial de la prosphorá de Jesús, y puede ser sólo entendida como memorial de la prosphorá de Jesús. Así­ suena la explicación de los padres, y por lo mismo la interpretación normativa de la liturgia antigua””.

La desenvoltura con que la celebración del sacrificio de Cristo es denominada por la teologí­a también sacrificio, actualización del sacrificio de Cristo, aparece de modo particularmente clara en Cipriano. “Oblatio y su sinónimo sacrificium son para él la denominación predominante de la eucaristí­a”. He aquí­ lo que él mismo dice expresamente: “Quia passionis eius mentionem in sacrificiis omnibus facimus; passio est enim Domini sacrificium quod offerimus””.

Ofrecemos un testimonio ulterior del Oriente. Se trata de un texto del comentario de san Juan Crisóstomo a Heb 10:10 : “También hoy nosotros ofrecemos (prosphéromen) aquel sacrificio (thysí­a), que fue ofrecido de una vez para siempre y de modo inagotable. Lo hacemos en memoria (anámnesis) de lo que ocurrió entonces; de hecho él dijo: `Haced esto en mi memoria’. Nosotros no llevamos a efecto otro sacrificio, como hací­a antiguamente el sumo sacerdote, sino que siempre ofrecemos el mismo; mejor aún, nosotros realizamos (ergázomen) el memorial del único sacrificio”
El punto de vista que aquí­ se adivina con su sí­ntesis entre memorial del sacrificio y sacrificio aparece explí­citamente también en los antiguos sacramentarios romanos (Veronense, Gelasiano antiguo, Gregoriano) y en la eucologí­a del Misal Romano, que hace referencia a ellos, trátese del postridentino de Pí­o V o del pos-vaticano de Pablo VI. Bastan algunos ejemplos para demostrarlo. Una oratio super oblata del sacramentario Veronense dice: “Munus populi tui, Domine, placatus intende quo non altaribus ignis alienus, nec inrationabilium cruor effunditur animalium, sed sancti Spiritus operante virtute sacrificium iam nostri corpus et sanguis est ipsius Sacerdotis” (Ve 1246). Munus significa don; pero al mismo tiempo se refiere a toda la acción cultual, a toda la acción sacra. En esta acción del pueblo creyente no se ofrece ya un sacrificio imperfecto, un simple sacrificio cruento de animales, sino el sacrificio (del cuerpo y de la sangre) de Cristo sacerdote. En la celebración de la acción cultual se verifica el sacrificio de Cristo.

Ve 1250: “Vere dignum: tuae laudis hostiam iugiter immolantes cuius figuram Abel iustus instituit… celebravit Abraham, Melchisedaec sacerdos exhibuit, sed verus agnus aeternus pontifex hodie natus Christus implevit”. La iglesia inmola (immolat) el sacrificio de alabanza, que el verdadero sacerdote Cristo, que es a la vez verdadero cordero pascual, ha ofrecido como cumplimiento de las prefiguraciones veterotestamentarias.

Ve 1265: “Oblatio tibi sit, Domine, hodiernae festivitatis accepta; qua et nostrae reconciliationis processit perfecta placatio, et divini cultus nobis est indita plenitudo, et via veritatis et via regni caelestis apparuit”. Pide la iglesia que sea acogido con benignidad su sacrificio. De él procede la salvación. Resulta evidente que la fuente de la misma salvación es el sacrificio de Cristo, que se hace presente en la oblatio de la iglesia y coincide con tal oblatio (cf 1269; 91; 93; 95; 216; 222; 228; 238; 253).

No habla de distinto modo el Gelasiano antiguo. GeV 679 (= Ve 253): “Remotis obumbrationibus carnalium victimarum spiritualem tibi, summe Pater, hostiam supplici servitute deferimus, quae miro et ineffabili mysterio et immolatur semper et eadem semper offertur, pariterque et devotorum munus et remunerantis est praemium”. Aunque hayan pasado ya los sacrificios materiales, la iglesia ofrece su sacrificio, que por un misterio inefable es siempre el mismo, o sea, el único sacrificio de Cristo.

GeV 1188: “Dus, qui legalium differentias hostiarum unius sacrificii perfectione sanxisti, accipe sacrificium a devotis tibi famulis et pari benedictione sicut munera Abel iusti sanctifica, ut quod singuli obtulerunt ad maiestatis tuae honorem, cunctis proficiat ad salutem”. Se pide la aceptación del sacrificio, es decir, de lo que cada uno ha ofrecido (pan y vino o lo que corresponda). Pero la aceptación, a través de la benedictio, transforma tales dones en el sacrificio perfecto de Cristo, que lleva a plenitud todos los sacrificios veterotestamentarios (cf GeV 111; 116; 126; 158; 165, etc.).

Gr 70,2 (Lietzmann): “Domine Deus noster, qui in his potius creaturis quas ad fragilitatis nostrae subsidium condidisti, tuo quoque nomini munera iussisti dicanda constitui: tribue quaesumus, ut et vitae nobis praesentis auxilium et aeternitatis efficiant sacramentum”. Con los dones que Dios concede la iglesia celebra el sacrificio, que -y ahora el sentido, el contenido de tal acción sacrificial se transforma casi imperceptiblemente en el del sacrificio de Cristo- debe servir de ayuda para el presente y garantí­a de salvación eterna.

Gr 77,2: “Ipse tibi quaesumus, Domine, sancte Pater, omnipotens Deus, sacrificium nostrum reddat acceptum, qui discipulis suis in sui commemorationem hoc fieri hodierna traditione monstravit”. Cristo mismo es mediador de la aceptación del sacrificio de la iglesia, que ella realiza por su voluntad, en memoria suya (cf, por ejemplo, 39,2; 40,2; 43,2; 55,2; 87,2, etc.).

Todo lo que estas oraciones (casi todas super oblata) dicen unánimemente, se confirma en términos clásicos en la oración más antigua de la liturgia romana, en la oración conocida como Canon Romanus (GeV 1244-1255): la iglesia pide la aceptación de los “dona, munera, sancta sacrificia illibata”, ofrecidos por ella, por sus ministros y por los mismos fieles: “Qui tibi offerunt hoc sacrificium laudis”. Tal oblatio, continúa la oración, debe hacerse cuerpo y sangre del Señor: “Quam oblationem…”. Recordando su mandamiento, “nos servi tui sed et plebs tua sancta” ofrecemos “de tuis donis ac datis hostiam puram, sanctam, immaculatam, panem sanctum vitae aeternae et calicem salutis perpetuae”.

También aquí­, por tanto, se ofrece, en un caracterí­stico proceso pendular, un don terreno, pero en la celebración memorial de la muerte y resurrección del Señor, en la cual el don se transforma en el cuerpo y sangre de Cristo, de modo que la iglesia, haciendo memoria y ofreciendo, ofrece el sacrificio de Cristo, del que ella misma espera la salvación eterna.

Según los claros términos de la liturgia romana, la celebración de la eucaristí­a es sacrificio de la iglesia, porque ella ofrece dones en memoria de la muerte del Señor, de modo que su acción sacrificial no es otra cosa que la ofrenda del sacrificio del Señor, un ser-insertados en ese sacrificio, que así­ se hace presente sin por ello hacerse un nuevo sacrificio de Cristo. Este último permanece en su unicidad y es hecho presente, en cuanto único, a los celebrantes.

Es digna de notarse la tranquilidad con que consecuentemente se habla del sacrificio de Cristo y del sacrificio de la iglesia. La iglesia espera del propio sacrificio la salvación eterna, precisamente porque en su acción, por obra del Espí­ritu Santo, se hace presente el único sacrificio de Cristo. En la medida en que la iglesia presenta, ofrece e inmola sobre el altar dones terrenos, concedidos por Dios creador, como expresión de la propia donación y de la propia disponibilidad para insertarse en el sacrificio de Cristo, está ofreciendo hoy, en el marco de la acción memorial, el sacrificio de Cristo al Padre.

Este será el lenguaje de los siglos sucesivos. Pero antes queremos considerar todaví­a algunos testimonios de los grandes padres, que preceden a las formulaciones de la liturgia romana.

Ambrosio dice: “Por la muerte de uno fue redimido el mundo… Su muerte es la vida de todos… Mortem eius orantes annuntiamus, mortem eius offerentes praedicamus; … mors eius sacramentum est, mors eius annua solemnitas mundi est””. En la acción de la iglesia -“offerentes praedicamus”, en la celebración del sacrificio, en la oración eucarí­stica-se predica, se actualiza la muerte (sacrificial) del Señor para vida de todos.

En Agustí­n leemos: “Jesucristo… en la forma de esclavo prefirió ser un sacrificio más que recibirlo… Por eso él es sacerdote, es contemporáneamente sacrificador y ví­ctima sacrificial. Cuius rei sacramentum cottidianum esse voluit ecclesiae sacrificium”. El sacrificio de la iglesia es dí­a tras dí­a sacramentum, o sea, imagen mistérica, actualización del sacrificio de Cristo dispensador de vida.

León Magno utiliza un lenguaje en que la cercaní­a a las formulaciones de los sacramentarios romanos se hace casi tangible. “Atrajiste a ti, Señor, todas las cosas para que la piedad de todas las naciones celebrase, como un misterio lleno de realidad y libre de todo velo, lo que tení­as oculto en un templo de Judea a la sombra de las figuras. Ahora es también cuando, abolidos ya los sacrificios de animales carnales, la sola oblación de tu cuerpo y de tu sangre ocupa el lugar de todas las ví­ctimas que la representaban. Por eso, tú eres el cordero de Dios que quita los pecados del mundo, y todos los misterios se cumplen en ti de tal suerte, que así­ como todas las hostias que se te ofrecen no forman más que un solo sacrificio, así­ todas las naciones de la tierra no forman más que un solo reino””
Gregorio Magno afirma: “Quoties ei hostiam suae passionis offerimus, toties nobis ad absolutionem nostram passionem illius reparamus”. Nuestro sacrificio consiste en representar la única passio (la acción sacrificial de Cristo); cada vez que ofrecemos el sacrificio de su pasión, ese sacrificio está entre nosotros, se hace nuestro sacrificio.

Pascasio Radberto (+ 860) sostiene: “Este sacramento es inmolado en memoria de la muerte de Cristo (in memoriam mortis Christi immolatur), para que sea el cuerpo de nuestra redención, el alimento de vida en nosotros y la sangre del Nuevo Testamento en la muerte del testador”.

Algero de Lieja (+ 1131 ó 1132) declara con fuerza: “Es necesario saber, que si nuestro sacrificio cotidiano fuese diverso del que Cristo ofreció una vez, no serí­a un verdadero sacrificio, sino un sacrificio superfluo. Así­ como es imposible que se dispense otra salvación, del mismo modo el sacrificio ofrecido una vez y el nuestro cotidiano deben ser la misma cosa (oponer eandem esse illam semel oblatam et nostram cottidianam oblationem’: Algero pronuncia estas palabras refiriéndose al comentario de Juan Crisóstomo a la carta a los Hebreos [-> supra, nota 28], que la edad media atribuí­a erróneamente a Ambrosio.

III. La escolástica
La doctrina de la tradición fue finalmente sintetizada de manera clásica por Pedro Lombardo, el Magister, el autor del manual fundamental de la alta escolástica, que en el libro IV de las Sententiae, presentando expresamente la problemática decisiva, escribe: “Después de esto nos preguntamos si lo que realiza el sacerdote puede llamarse con propiedad sacrificio o inmolación y si Cristo es inmolado cotidianamente o fue inmolado una sola vez. A esto podemos responder brevemente así­: lo que el sacerdote ofrece y consagra se llama sacrificio y oblación, porque es memoria y representación del verdadero sacrificio y de la inmolación santa hecha sobre el altar de la cruz. Además, Cristo murió una sola vez en la cruz y allí­ fue inmolado en sí­ mismo; pero es inmolado cotidianamente en el sacramento, porque en el sacramento se hace memoria (recordatio fit) de lo que se hizo una sola ver”. A continuación siguen algunos textos clásicos de los padres. “De aquí­ se deduce que lo que se hace sobre el altar es y se llama sacrificio, que Cristo ha sido inmolado una sola vez y que se le ofrece cotidianamente, pero entonces de una manera y ahora de otra”.

Comoquiera que se explique el modo de actualización del sacrificio de Cristo, es indudable que el Magister Pedro Lombardo llama a la misa sacrificio; y que ésa lo es en cuanto recordatio del único sacrificio de la cruz, en cuanto memorial.

Esa seguirá siendo la doctrina de los teólogos, como resulta por ejemplo del testimonio de Tomás de Aquino: “… No ofrecemos un sacrificio diverso del que Cristo ofreció por nosotros, o sea, su sangre. Por tanto, el nuestro no es otro sacrificio, sino el memorial del que ofreció Cristo” 36.

Entre los diferentes nombres del sacramento del altar, Tomás menciona en primer lugar el de sacrificio: se llama así­ “referido al pasado, o sea, en cuanto que es conmemorativo de la pasión del Señor, que fue un verdadero sacrificio; y por eso se llama sacrificio” (S. Th. III, q. 73, a. 4c). Como el acontecimiento de la cruz fue un sacrificio (III, q. 48, a. 3), así­ lo es también el sacramento. A continuación resuelve las dificultades remitiéndose a la tradición y a su manera de resolverlas: “Si en la celebración de este sacramento Cristo es inmolado” (III, q. 83, a. 1). En el Comentario a las Sentencias afronta brevemente la cuestión sólo en la expositio textus: “Efectivamente, no decimos que Cristo sea crucificado y muerto cotidianamente, porque el acto de los judí­os… ha pasado. Decimos, en cambio, que se repiten cotidianamente las cosas que se refieren a la relación de Cristo con Dios Padre, como la oferta, el sacrificio y similares, por el hecho de que la hostia es perpetua”.

En los siglos sucesivos esta doctrina sobre el sacramento de la eucaristí­a como sacrificio es sustancialmente conservada y transmitida; pero dentro de la perspectiva general de la teologí­a eucarí­stica, como se ha ido delineando en el curso del medievo: cada vez más “aparece en primer plano el asombro que adora la presencia real que el Señor nos ha dejado… como alimento y consuelo””. Para Ockham y los demás teólogos de la escolástica tardí­a, esto con frecuencia significa que “el interés teológico se concentra en medida creciente sobre la doctrina de la transubstanciación; y, dentro de ésta, sobre cuestiones filosófico-especulativas de la relación entre sustancias y quantitas”. La justa comprensión del significado de la realidad sacramental desaparece en medida pavorosa. Falta por completo una discusión del carácter sacrificial. Se la deja a la piedad, limitándose a lo sumo a tocar algunas cuestiones casuí­sticas y rigurosamente rubricistas. Con razón dice E. Iserloh: “Ockham instauró una mentalidad teológica que no sólo no estudia la eucaristí­a como sacrificio, sino que hací­a difí­cil a Lutero conciliar el carácter sacrificial de la misa con la revelación, y a los teólogos controversistas católicos defenderlo con eficacia”.
Y pese a todo, la doctrina de la misa como sacrificio sobrevive. Tanto Ockham como los demás teólogos de la época la reflejan de continuo. Es simplemente presupuesta y vivida de manera práctica en la actividad litúrgica cotidiana. “Precisamente el s. xv conoce numerosas y amplias explicaciones de la misa… Sin embargo, en ellas aparecen en primer plano con frecuencia cuestiones periféricas, mientras el método alegórico domina toda la exposición. Pese a esto, en esas explicaciones de la misa condicionadas históricamente se mantiene (aunque débilmente) la justa idea fundamental de que la misa es la representación de la muerte redentora de Cristo… Los sermones [sobre la misa], con pocas excepciones, son repeticiones áridas, y con demasiada frecuencia mezcladas con opiniones supersticiosas o historias milagrosas bastante problemáticas, de explicaciones académicas… poco adecuadas para inflamar los corazones y promover la recta comprensión del significado de la misa. El tema de los frutos de la misa, tratado con frecuencia en los sermones de esa época, contribuí­a poco a la instrucción de los fieles; y el método seguido para ello no carecí­a de peligros para la vida religiosa del pueblo. En efecto, las exaltaciones de la misa como medio infaliblemente eficaz en todas las necesidades corporales y espirituales no promoví­an la tensión moral de los oyentes, y constituí­an además un motivo de escándalo para todos los que buscaban una reflexión más seria””.

IV. Reforma y teologí­a postridentina
De todas formas, si prescindimos de fenómenos marginales de exageraciones supersticiosas, el creyente católico podí­a gozarse tranquilamente de la misa como de un sacrificio, como de su sacrificio, mediante el cual hallar acceso al único sacrificio de Jesucristo en la cruz. Lutero, en cambio -que se movió primeramente sin más por los carriles de la concepción contemporánea sobre la eucaristí­a, pero que se alzó polémicamente después, por motivos pastorales auténticos, contra los abusos en el campo de la vida concreta de piedad-, se ve poco a poco arrastrado por su polémica a oponerse a la doctrina de la misa en general. En su opúsculo polémico De captivitate babylonica sostiene sobre todo (testificando así­ involuntariamente la convicción de fe de entonces, que él en cambio valoraba de manera negativa) que la tercera cautividad, en la que ha caí­do este sacramento, es “el abuso sin duda más impí­o, que ha llevado a hacer que hoy en la iglesia quizá ninguna opinión esté tan difundida y sea defendida tanto como la opinión según la cual la misa serí­a una obra buena y un sacrificio” En el escrito Vom Missbrauch der Messen (de 1522) leemos: “Decidnos, sacerdotuchos de Baal, ¿dónde está escrito que la misa es un sacrificio? O ¿dónde ha enseñado Cristo que es necesario sacrificar a Dios el pan y el vino bendito? ¿No oí­s? Cristo se ha sacrificado a sí­ mismo una sola vez, no quiere seguir siendo sacrificado por ningún otro; quiere que se haga memoria de su sacrificio. ¿Cómo podéis entonces ser tan audaces que hacéis del memorial un sacrificio?… Temo, más aún, por desgracia sé que vuestro sacrificio es un sacrificar de nuevo a Cristo”.

Lutero, por tanto, lucha contra la realidad del sacrificio de la misa casi con las mismas palabras con que la tradición, a partir de la Didajé y Justino (de acuerdo con Pablo, 1 Cor 11, y las narraciones sinópticas de la institución), expresa la unicidad y la no repetibilidad del único sacrificio de la cruz y su presencia en el memorial de la iglesia. El (así­ como los teólogos anteriores a él) no comprende ya como es debido el significado de la realidad sacramental, del memorial cultual, de la anamnesis”.

Contra esta enseñanza de Lutero, defendida con tanto ahí­nco, el concilio de Trento (ses. 22, DS 1738-1759) simplemente volvió a afirmar, con palabras solemnes, la doctrina de toda la tradición: “… a fin de que se mantenga en la santa iglesia católica la fe y la doctrina antiguas, absoluta y de todo punto perfecta sobre el gran misterio de la eucaristí­a; y se conserve en su pureza…: enseña… acerca de [ella] en cuanto que es el verdadero y único sacrificio” (DS 1738) 4.

Ante todo, el Concilio afirma en el c. 1 que Jesucristo, el nuevo sumo sacerdote, ha venido para completar los sacrificios insuficientes del AT, y así­ llevar a la plena santificación a cuantos debí­an ser santificados. El se ofreció una sola vez sobre la cruz para llevar a efecto la única redención eterna. Pero para que no se extinguiese su acción de sumo sacerdote, en la última cena dejó a su iglesia “un sacrificio visible en el que estuviera representado (repraesentaretur) aquel sacrificio cruento que iba a realizar una sola vez en_la cruz; y permaneciera su memoria hasta el final de los tiempos (eiusque memoria); y su eficacia salví­fica se aplicara a la remisión de los pecados que cometemos diariamente…: ofreció a Dios Padre su cuerpo y su sangre bajo las especies de pan y de vino…; los dio… con estas palabras: Haced esto en memoria mí­a, etc. Así­ lo entendió y enseñó siempre la iglesia. Porque habiendo celebrado la antigua pascua…, instituyó una pascua nueva, que era él mismo, que habí­a de ser inmolado por la iglesia…, en memoria de su tránsito (transitus) de este mundo al Padre… Y ésta es, ciertamente, aquella oblación pura que no puede mancillarse con ninguna indignidad o malicia de los oferentes… Esta es, en fin, la que estaba prefigurada, en los tiempos de la ley natural y de la ley revelada (naturae et legis tempore), por las imágenes (similitudines) diversas de los sacrificios, puesto que ella contiene todos los bienes que aquéllos significaban, con su plenitud y perfección” (DS 1739-1742)”.

En el c. 2 se llama al sacrificio eucarí­stico “sacrificio verdaderamente propiciatorio”, porque “en este divino sacrificio… se contiene e inmola incruentamente aquel mismo Cristo…”. El motivo de este hecho es: “Porque la ví­ctima es una sola y la misma; el mismo que ahora se ofrece por el ministerio de los sacerdotes es el que entonces se ofreció en la cruz; sólo es distinto el modo de ofrecerse. Los frutos de esta oblación (de la cruenta hablamos) se reciben abundantemente por medio de esta oblación incruenta: tantum abest, ut illi per hanc quovis modo derogetur” (DS 1743) “.

Esta doctrina finalmente se resume de manera precisa en los cánones 1-4. Especial importancia reviste el can. 3 (DS 1753): el sacrificio de la misa no es sólo un sacrificio de alabanza y acción de gracias (¡cosa que es, naturalmente!); no es tampoco una nuda commemoratio del sacrificio de la cruz, con lo que se rechaza la errónea explicación luterana del memorial, del recuerdo puramente subjetivo. El sacrificio de la misa es una memoria = anamnesis en el pleno sentido antiguo del término: recuerdo/ memorial lleno de realidad; copia perfecta de la realidad; sacramentum (mysterium) del irrepetible sacrificio de la cruz, en el que este último está presente, de tal manera que los celebrantes sacrifican realmente, realizan aquí­ y ahora el sacrificio de Cristo, lo hacen propio, y como propio se lo ofrecen al Padre, para que, pese a su indignidad, con fe y pureza de intención (cf DS 1743) puedan recibir los frutos (del sacrificio de Cristo en la cruz), esto es, “la gracia y el don de la penitencia” (ib).

Aquí­, como es natural, hemos expuesto la doctrina del concilio de Trento tal como la vemos y comprendemos hoy, tras cuatrocientos años de diligente trabajo teológico. Lo primero que hay que destacar es esto: frente a las negaciones de los reformadores, el Tridentino afirma claramente que “la misa es un verdadero sacrificio” y que “este carácter sacrificial suyo, que no coincide simplemente con la comida en cuanto tal, sino que más bien es una realidad particular, no contradice de ningún modo la unicidad del sacrificio redentor de Cristo; más aún, sacrificio de la cruz y sacrificio de la misa son en cierto sentido un único sacrificio”. Pero el concilio, conscientemente, no ha querido decir más; y “con razón, pues los debates conciliares revelaban una notable inseguridad en cuanto se intentaba pasar a explicar teológicamente estas lí­neas fundamentales: se avanzaba un poco a tientas, porque, según parece, faltaban las categorí­as conceptuales con las que entender esta verdad de fe entonces claramente recordada por su negación”. Pero por causa de la situación polémica, el concilio acentuó de manera particularmente fuerte el carácter sacrificial.

A esto cabe añadir el hecho, debido a circunstancias diversas, de que se expuso la doctrina sobre la eucaristí­a en tres sesiones distintas, con un intervalo de más de diez años entre la primera y la tercera, correspondientes a las tres grandes temáticas: presencia real (1551), comunión (1562) y, al final, sacrificio de la misa (1562). Se insistió con mayor fuerza en la presencia real, mientras el sacrificio de la misa –sin duda en la lí­nea de la evolución teológica del medievo tardí­o- se consideró más en sí­ mismo, y no tanto en conexión directa con el sacramento. El clima polémico y fuertemente antiprotestante obligó a subrayar la realidad del sacrificio de la misa.

En los siglos sucesivos al concilio de Trento se trabajó en el mismo sentido con las llamadas teorí­as de la destrucción, que intentaban demostrar la existencia de un cambio real del don sacrificial de la misa, o con las teorí­as de la oblación, que veí­an en la misa un (nuevo) acto sacrificial de Cristo. El agudo problema de todas las teorí­as era y sigue siendo éste: “Cómo conciliar la realidad del sacrificio eucarí­stico con la unicidad del sacrificio redentor en la cruz”. La mejor solución al problema la apuntaron algunos teólogos de una tradición tomista que, como Vázquez y Bossuet, subrayaron el carácter sacramental del sacrificio. Hoy podemos decir que, en cierto sentido, se cierra el cí­rculo. El camino intermedio entre los dos extremos, o sea, entre “la realidad brutal de una nueva inmolación, análoga a la del Calvario, y el signo desnudo, falto al menos por su propia fuerza de cualquier realidad sacrificial”, es éste: “El sacrificio de la misa consiste esencialmente en el hecho de que las especies eucarí­sticas representan el sacrificio de tal manera que lo contienen realmente, de manera sacramental””.

V. Las concepciones actuales
1. “SACROSANCTUM CONCILIUM” Y “EUCHARISTICUM MYSTERIUM”. Así­ ve también el Vat. II el sacrificio de la misa, particularmente en la constitución sobre la liturgia (SC 47; 2; 5-7). Posteriormente se desarrolló el argumento en la encí­clica de Pablo VI Mysterium fidei, de 1965, y, a partir de ella, en la instrucción Eucharisticum mysterium, de 1967, sobre el culto del misterio eucarí­stico “. Tal instrucción presenta de manera excelente la sí­ntesis a la que se ha ido llegando lentamente en la discusión teológica desarrollada después del concilio de Trento. Delinea el marco histórico-salví­fico, la acción salví­fica con la que Cristo ha constituido su iglesia, para comunicarle a ella su propia vida, y en ella a los creyentes, “que se unen misteriosa y realmente a Cristo paciente y glorificado, por medio de los sacramentos. Por eso nuestro Salvador… instituyó el sacrificio eucarí­stico de su cuerpo y sangre, con el cual iba a perpetuar por los siglos hasta su vuelta el sacrificio de la cruz y a confiar así­ a su esposa, la iglesia, el memorial de su muerte y resurrección: sacramento de piedad… (SC 47). Por eso la misa o cena del Señor es a la vez inseparablemente: sacrificio en el que se perpetúa el sacrificio de la cruz; memorial de la muerte y resurrección del Señor, que dijo: Haced esto en memoria mí­a; banquete sagrado en el que por la comunión en el cuerpo y la sangre del Señor el pueblo de Dios participa en los bienes del sacrificio pascual, renueva la nueva alianza entre Dios y los hombres sellada de una vez para siempre con la sangre de Cristo, y prefigura y anticipa en la fe y la esperanza el banquete escatológico en el reino del Padre, anunciando la muerte del Señor hasta que venga”(n. 3, a).

Resumiendo, podemos decir con J. Betz: “El sacrificio de los cristianos no pretende completar el sacrificio de la cruz, sino representarlo, actualizarlo, presencializarlo, desarrollar su dimensión interna aquí­ y ahora. Además, el mismo sacrificio de la cruz no es sólo sufrimiento, sino también acción del hombre Jesús… Aun cuando todo depende de la eficacia salví­fica de Dios, ésta no excluye una actividad propia de la criatura espiritual en el acto de salvación, sino que la incluye, la prepara previamente con la gracia, de modo que el movimiento ascendente está siempre posibilitado por un movimiento descendente. En el caso de la eucaristí­a, el mandato de institución Haced esto legitima la colaboración de la iglesia en el sacrificio. La autocomprensión de la iglesia encuentra su más fuerte articulación en el offerimus y, sobre todo, en la precisión de que ofrecemos a Cristo. Es la autoconciencia del cuerpo, que sabe con certeza de su unión con la cabeza, pero tiene que rogar a Dios que se digne aceptar misericordiosamente su sacrificio”.

2. CONTRIBUCIí“N ECUMENICA. Esta concepción -fruto precioso de un trabajo multisecular- ha madurado en el intento de hallar una solución válida y de dar una respuesta satisfactoria a la protesta de los reformadores y, por tanto, a la problemática que levantó. Con muchos teólogos protestantes de hoy, podemos decir que, según la fe católica, es necesario “afirmar la representación no sólo del Christus passus, sino también de la passio Christi”. Naturalmente, la mayor parte de los teólogos protestantes afirma esto permaneciendo dentro del ámbito “de la concepción luterana del sacramento como acción exclusivamente receptiva””, mientras la doctrina católica -junto a pocos teólogos protestantes, entre los cuales destacan M. Thurian y J.-J. von Allmen- dice además que es precisamente Dios mismo quien nos da la posibilidad de ofrecer al Padre el sacrificio de Cristo como nuestro en la acción memorial sacramental. “La crí­tica protestante se basa… en un desconocimiento de la verdadera concepción católica primitiva; es fruto de una consideración atomista de la teologí­a del s. II (y de la doctrina católica en general). Toma aisladamente las afirmaciones particulares y las encuentra contradictorias. Pero no ve que la iglesia de ese mismo siglo (como también la actual) fundió en una sí­ntesis sorprendente y grandiosa estas afirmaciones realmente divergentes a primera vista sobre la prosphorá visible, única y definitiva de Jesús en la cruz, sobre la prosphorá espiritual de los cristianos en la oración y en la pureza de corazón y sobre la prosphorá material en la eucaristí­a. Esa sí­ntesis salvaguarda el derecho de cada una de las proposiciones particulares, y las concilia. Es uno de los mayores servicios prestados por la historia de la teologí­a” .

Este servicio, prestado ya por la antigüedad cristiana, hoy, después del Vat. II, es ampliamente aceptado. “En realidad, viendo en la eucaristí­a la representación sacramental del sacrificio de la cruz, se eliminan objeciones decisivas de los reformadores, sin tocar por ello la doctrina eucarí­stica del Tridentino; más aún, volviendo claramente a la doctrina eucarí­stica de la escolástica clásica, de la época de los padres y de la Sagrada Escritura, se reconoce nueva vitalidad a aquella tradición que habí­a encontrado un vértice provisional en el Tridentino. En las dos acciones históricamente separadas -allí­ el sacrificio de Cristo en el Gólgota, aquí­ la acción cultual-sacramental del sacerdote en el altar- tenemos sólo el único sacrificio de Cristo, que se realizó entonces históricamente; con la acción actual el sacerdote no repite ni completa ese sacrificio, sino que lo representa sacramentalmente, de modo que en ambas maneras tenemos numéricamente sólo un único acto de Cristo; con otras palabras: el solo y único acto sacrificial de Cristo en el Gólgota es el núcleo más í­ntimo también del sacrificio de la misa realizado hoy nuevamente por el sacerdote. La acción sacramental del sacerdote hoy en el altar es precisamente el medio gracias al cual el único sacrificio, el único acto sacrificial de Cristo hoy reentra en nuestro tiempo, y no mediante una nueva puesta en acto de sí­ mismo, ni tampoco mediante un nuevo y ulterior acto de Cristo, sino, precisamente, mediante la acción sacramental del sacerdote, sacerdotum ministerio, como dice el concilio de Trento. En esta acción del sacerdote se desarrolla la acción de Cristo. En toda misa el agente principal es Cristo, y de tal manera que el acto de Cristo que está detrás de la acción del sacerdote es numéricamente idéntico al acto del sacrificio de la cruz”.

3. ¿FIGURA DEL CONVITE? Todo esto se debe tener presente también de cara a ciertas tendencias de la teologí­a católica de nuestros dí­as, que subrayan preferentemente en la eucaristí­a la figura del convite, de la comida. El impulso en esta dirección vino inicialmente de la exégesis, que enlaza con la terminologí­a neotestamentaria: cena del Señor (deipnon kyriakón) y fracción del pan. Nada menos que Romano Guardini pudo escribir: “Figura sustentante fundamental de la misa es el convite. En ella no aparece en primer plano el sacrificio, sino que está detrás de todo… no como figura, sino como realidad, fuente, presupuesto”. Se trata de una acentuación ciertamente posible incluso dentro del dogma católico. De todas formas, pasa por alto el hecho de que este convite, en la medida en que se inserta en el marco de las oraciones eucarí­sticas que se remiten a las berakoth (= alabanzas, bendiciones) veterotestamentarias judí­as, en su figura de conjunto es un convite- memorial, un memorial (anamnesis) en el que aquello de lo que se hace memoria deviene verdaderamente presencia real. Precisamente las narraciones neotestamentarias de la cena del Señor dicen de forma clara que la oración de acción de gracias, esto es, la eucaristí­a, en la que se alaban y exaltan las grandes obras de Dios, la acción salví­fica y el don sacrificial de Cristo, se pronuncia sobre elementos del convite que se transforman en el cuerpo y sangre de Cristo para que todos puedan comer y beber de ellos y unirse así­ totalmente al Señor sacrificante y ví­ctima. La figura de la celebración, si se quiere usar precisamente esta palabra, no es el (simple) convite y tampoco un sacrificio material de pan y vino en cuanto acción distinta del sacrificio de Cristo, sino el memorial de acción de gracias sobre el pan y sobre el vino (elementos del convite), en los que se hace presente el único sacrificio de Cristo en la cruz: sacrificio sacramental, lleno de realidad. La acción sagrada, como se dice en el texto de la instrucción Eucharisticum mysterium citado más arriba, es insimul et inseparabiliter sacrificio, memorial y convite sacrificial, y todo esto de manera sacramental, en palabras y acciones como signa sacra, bajo los que se esconde la realidad históricosalví­fica: sacrificio de Cristo como nuestro sacrificio, cuerpo sacrificial y sangre del Señor, con los que nos podemos alimentar.

4. “INSTITUTIO GENERALIS MISSALIS ROMANI”. Todo esto se dice claramente en la IGMR (= OGMR),’?. En el proemio expresamente solicitado por Pablo VI leemos: “El Señor, cuando iba a celebrar la cena pascual en la que instituyó el sacrificio de su cuerpo y de su sangre…” (n. 1); “El concilio Vat. II (SC 47; LG 3; 28; PO 2; 4; 5) ha vuelto a afirmar la naturaleza sacrificial de la misa, solemnemente proclamada por el concilio de Trento en consonancia con toda la tradición de la iglesia…” (n. 2). Esa doctrina se expresa igualmente en los formularios del Misal Romano, por ejemplo en la conocida oración sobre las ofrendas del Ve 93: “Cuantas veces se celebra el memorial de este sacrificio se realiza la obra de nuestra redención” (ib). Lo mismo se dice en las plegarias eucarí­sticas: “En éstas el sacerdote, al hacer la anamnesis, se dirige a Dios en nombre de todo el pueblo, le da gracias y le ofrece el sacrificio vivo y santo, es decir, la ofrenda de la iglesia y la ví­ctima por cuya inmolación el mismo Dios quiso devolvernos su amistad; y pide que el cuerpo y sangre de Cristo sean sacrificio agradable al Padre y salvación para todo el mundo. De este modo, en el nuevo Misal, la lex orandi de la iglesia responde a su perenne lex credendi, que nos recuerda que, excepción hecha del modo diverso de ofrecer, constituyen una misma y única realidad el sacrificio de la cruz y su renovación sacramental en la misa, instituida por el Señor en la última cena con el mandato conferido a los apóstoles de celebrarla en conmemoración de él; y que, consiguientemente, la misa es al mismo tiempo sacrificio de alabanza, de acción de gracias, propiciatorio y satisfactorio” (ib).

Después de haber explicado el “sacerdocio ministerial del presbí­tero” (n. 4), siempre en el proemio, el papa pone expresamente el acento también en “el sacerdocio real de los fieles [distinto del de los presbí­teros, pero preciosí­simo], cuya ofrenda espiritual es consumada en la unión con el sacrificio de Cristo, único Mediador, por el ejercicio ministerial de los presbí­teros” (n. 5). “Se trata nada menos que del pueblo de Dios, adquirido por la sangre de Cristo, congregado por el Señor, que lo alimenta con su palabra; pueblo que ha recibido el llamamiento de encauzar hasta Dios todas las peticiones de la familia humana; pueblo que en Cristo da gracias por el misterio de la salvación en el ofrecimiento de su sacrificio; pueblo que por la comunión de su cuerpo y sangre se consolida en la unidad” (ib).

A la interpretación auténtica del papa, expresada en el proemio, corresponde después el cuerpo de la Institutio. “La celebración de la misa, como acción de Cristo y del pueblo de Dios ordenada jerárquicamente, es el centro de toda la vida cristiana para la iglesia, universal y local, y para todos los fieles individualmente, ya que en ella se culmina la acción con que Dios santifica en Cristo al mundo, y el culto que los hombres tributan al Padre, adorándole por medio de Cristo, Hijo de Dios. Además, se recuerda de tal modo en ella a lo largo del año los misterios de la redención, que en cierto modo éstos se nos hacen presentes” (OGMR 1). En el auténtico capí­tulo principal de la Institutio, titulado “Estructura de la misa. Sus elementos y partes”, leemos en el n. 7: “En la misa o cena del Señor el pueblo de Dios es reunido, bajo la presidencia del sacerdote que hace las veces de Cristo, para celebrar el memorial del Señor o sacrificio eucarí­stico. De ahí­ que sea eminentemente válida, cuando se habla de la asamblea local de la santa iglesia, aquella promesa de Cristo: Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí­ estoy yo en medio de ellos… Pues en la celebración de la misa, en la cual se perpetúa el sacrificio de la cruz, Cristo está realmente presente en la misma asamblea…, en la persona del ministro, en su palabra y ciertamente de una manera sustancial y permanente en las especies eucarí­sticas”.

Lo que así­ se dice del sacrificio de la misa en general, se repite insistentemente a continuación. En el mismo capí­tulo, al comienzo del párrafo C sobre la “liturgia eucarí­stica”, leemos: “En la última cena, Cristo instituyó el sacrificio y convite pascual, por medio del cual el sacrificio de la cruz se hace continuamente presente en la iglesia cuando el sacerdote, que representa a Cristo Señor, realiza lo que el mismo Señor hizo y encargó a sus discí­pulos que hicieran en memoria de él” (OGMR 48). En primer lugar se habla de la “Preparación de los dones” (nn. 49-53): “… se llevan al altar los dones” (n. 49); dentro de lo posible deben ser los mismos fieles quienes los presenten; “el rito de presentarlos conserva igualmente todo su sentido y significado espiritual” (ib). A continuación sigue lo que se refiere a la “plegaria eucarí­stica” (nn. 54-55), donde se afirma con fuerza: “Ahora es cuando empieza el centro y el culmen de toda la celebración, a saber, la plegaria eucarí­stica, que es una plegaria de acción de gracias y de consagración… El sentido de esta oración es que toda la congregación de los fieles se una con Cristo en el reconocimiento de la grandeza de Dios y en la ofrenda del sacrificio” (n. 54). Está claro que no basta con hablar de la figura de convite de la misa. Efectivamente está en primer plano la “plegaria de acción de gracias y de consagración”, de la que se distinguen los elementos particulares (n. 55), los cuales, sin embargo, en cierto sentido, se compenetran y todos juntos forman la única plegaria eucarí­stica, en la que se celebra el memorial del sacrificio de Cristo y los dones se transforman en su cuerpo y sangre. He aquí­ los elementos particulares: la acción de gracias (“por toda la obra de salvación o por alguno de sus aspectos particulares”); la aclamación (Sanctus); la epí­clesis; la narración de la institución y la consagración (“con las palabras y gestos de Cristo se realiza el sacrificio que el mismo Cristo instituyó en la última cena”); la anamnesis, en la que “la iglesia… realiza el memorial del mismo Cristo, recordando principalmente su bienaventurada pasión, su gloriosa resurrección y la ascensión al cielo”); la oblación (“la iglesia, en este memorial… ofrece al Padre en el Espí­ritu Santo la ví­ctima inmaculada. La iglesia pretende que los fieles no sólo ofrezcan la ví­ctima inmaculada, sino que aprendan a ofrecerse a sí­ mismos, y que de dí­a en dí­a perfeccionen… la unidad con Dios”); las intercesiones; la doxologí­a final.

La celebración del sacrificio eucarí­stico es, por tanto, hasta tal punto el centro solemne de todo el culto de la iglesia, con la que “Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados” y es actualizado el “sacerdocio de Jesucristo” (SC 7), que la misma iglesia debe necesariamente esforzarse por conducir a los fieles a una participación viva en ella, para que “los cristianos no asistan a este misterio de fe como extraños y mudos espectadores, sino que, comprendiéndolo bien a través de los ritos y oraciones, participen consciente, piadosa y activamente en la acción sagrada, sean instruidos con la palabra de Dios, se fortalezcan en la mesa del Señor, den gracias a Dios, aprendan a ofrecerse a sí­ mismos cuando ofrecen la hostia inmaculada no sólo por manos del sacerdote, sino juntamente con él; se perfeccionen dí­a a dí­a por Cristo mediador en la unión con Dios y entre sí­, para que, finalmente, Dios sea todo en todos” (SC 48). Esto significa que el sacrificio de Cristo, hecho ahora realmente también sacrificio de los cristianos, debe constituir el centro de su culto.

VI. Epí­logo
El culto sacrificial ocupa un puesto central en todas las religiones. Esto sucede también en el AT. En los vértices de la historia de salvación encontramos siempre un sacrificio, que sella la alianza entre el Dios misericordioso y los patriarcas que él ha elegido y llamado, y finalmente, entre él y el pueblo elegido, Israel. El culto sacrificial, su rica articulación y su minuciosa reglamentación ocupan el centro de la ley veterotestamentaria. Frente al peligro de la exteriorización, la crí­tica de los profetas invita a la interiorización y a la espiritualización, aludiendo al mismo tiempo a un cumplimiento último y futuro de esos sacrificios. Por tanto, los sacrificios veterotestamentarios en el fondo son solamente prefiguraciones e indicaciones tipológicas. Su cumplimiento llegó en la plenitud de los tiempos con Jesucristo, Hijo de Dios. El vino para “dar su vida en rescate por muchos”, en perfecta obediencia a la voluntad del Padre que le habí­a enviado, pronto a sacrificar, con un amor por los suyos hasta el final, su vida, a dar el propio cuerpo y a derramar la propia sangre, gesto último de quien ha dejado un memorial con el mandato de celebrarlo continuamente en recuerdo de su muerte. Los apóstoles y sus sucesores lo han hecho, y al mismo tiempo han ido profundizando cada vez más el sentido último de la acción salví­fica de Cristo, descubriendo en ella un don sacrificial para nuestra salvación y para gloria del Padre.

Pablo interpreta la muerte del Señor como la del verdadero cordero pascual: “Cristo, ya fue inmolado” (1Co 5:7); “En Cristo, Dios reconciliaba al mundo” (2 Cor,1Co 5:19). La carta a los Hebreos ha expuesto y desarrollado esta idea en una gran sí­ntesis: “En efecto, no siendo la ley más que una sombra de los bienes venideros…, sin poder hacer perfectos a aquellos que se acercan a Dios… porque es imposible que la sangre de toros y machos cabrí­os quite los pecados. Por eso, al entrar en este mundo, Cristo dijo: No has querido ni sacrificio ni oblación, en cambio me has formado un cuerpo… entonces dije: Heme aquí­ que vengo… para hacer, oh Dios, tu voluntad… Y en virtud de esta voluntad somos nosotros santificados, de una vez para siempre, por la oblación del cuerpo de Jesucristo” (Heb 10:1-10; cf también 10,11-18).

En correspondencia con el mandato del Señor, la celebración memorial del único sacrificio de Cristo constituye el centro del culto cristiano. Es en su núcleo un sacrificio sacramental, memoria en palabras y acciones, mediante las cuales aquel único, perpetuo y omnisuficiente sacrificio de Cristo se hace presencia continua en medio de la iglesia que celebra el memorial con fe. De este modo toda la vida cristiana está destinada a ser “en Cristo Jesús”, insertada en su sacrificio, en su camino sacrificial, en su paso de este mundo al Padre, para nuestra salvación y gloria del Padre. Con la celebración del sacrificio de Cristo, ofrecido ahora por la mano sacrificante de la iglesia, esta última se transforma en un don incesante, que le permite ofrecerse, sacrificarse y caminar con toda su vida hacia el Padre por Cristo y en Cristo. Esto expresa en términos clásicos la oración sobre las ofrendas del domingo de pentecostés del sacramentario Veronés (n. 216): “Propitius, Domine, quaesumus, haec dona sanctifica, et hostiae spiritalis oblatione suscepta, nosmetipsos tibi perfice munus aeternum” (en el Misal Romano de Pablo VI, sábado después del domingo II, IV, VI de pascua).

Tal oblación traza el programa de la vida cristiana en función del sacrificio de Cristo. La disponibilidad que el cristiano, inspirado ya por la gracia, presenta y expresa en los dones ofrecidos en el altar, pueda -así­ pide- ser santificada por Dios mediante la transformación de tales dones (imagen de su disponibilidad) en el cuerpo y sangre de Cristo; Dios Padre acepte benigno este sacrificio espiritual -o sea, el sacrificio de Cristo, ofrecido en el Espí­ritu Santo, hecho ahora sacrificio de los cristianos en virtud del mismo Espí­ritu-para que, gracias a él, toda la vida cristiana sea un munus aeternum, don perenne del creyente a Dios en el sentido de Rom 12:1; en la perseverancia de la fe y del amor, en la creciente configuración con Cristo, según las palabras que se leen en F1p 3,8-14.

[-> Memorial].

B. Neunheuser

BIBLIOGRAFíA: Alfaro J., Las funciones salví­ficas de Cristo como revelador, Señor y sacerdote, en MS 111/1, Cristiandad, Madrid 1971, 671-755; Bouyer L., El rito y el hombre. Sacralidad natural y liturgia, Estela, Barcelona 1967, 79-94; Frazer J.G., La rama dorada. Magia y religión, Fondo de Cultura Económica, México 1969; Guerra M., La función sacrificial, definitoria del sacerdocio en las religiones etniopolí­ticas, en VV.AA., Teologí­a del sacerdocio 2, Facultad de Teologí­a, Burgos 1970, 247-281; Lecuyer J., El sacrificio de la Nueva Alianza, Herder, Barcelona 1969; Ratzinger J., La eucaristí­a, ¿es un sacrificio?, en “Concilium” 24 (1967) 72-85; Rojo A., El sacrificio de Melquisedec, en “Liturgia” 2 (1947) 161-164; Scheffczyk, Eucaristí­a, en SM 2, Herder, Barcelona 19762, 972-980; Semmelroth, Sacrificio, en SM 6, Herder, Barcelona 1976, 180-185; VV.AA., Sacrificio, en Diccionario de las Religiones, Herder, Barcelona 1964, 1202-1219; VV.AA., Sacrificio, en Diccionario de Religiones Comparadas 2, Cristiandad, Madrid 1975, 1262-1267; Widengren G., Fenomenologí­a de la religión, Cristiandad, Madrid 1976, 257-299; Véase también Eucaristí­a, Jesucristo, Memorial v Sacerdocio.

D. Sartore – A, M. Triacca (eds.), Nuevo Diccionario de Liturgia, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Liturgia

Véanse OFRENDAS; RESCATE.

Fuente: Diccionario de la Biblia

El s., en el sentido técnico de esta palabra, caracteriza la conducta del hombre delante de Dios, y la caracteriza en el doble sentido importante de que, en primer lugar, como expresión de la universal pertenencia del hombre a Dios, es un deber, y a la vez una actitud que sólo es posible respecto de Dios; y, en segundo lugar, contra una unilateral humanización o secularización de la idea de Dios, expresa en su peculiaridad la relación del hombre con Dios. Sin embargo, aunque el s. sólo es posible respecto de Dios, su interpretación debe partir de la relación de los hombres entre sí­. En cuanto el s. interpreta la relación del hombre con Dios partiendo de la experiencia de su relación con los demás hombres, ciertamente se ve expuesto a peligros de tergiversación; pero, por otra parte, es entendido en una forma que, al ser puesta frecuentemente en tela de juicio, debe lograrse siempre de nuevo.

1. En el s., visto no tanto material como formalmente, se expresa a modo de confesión que el hombre está delante de -> Dios como delante de una realidad personal, aunque esta personalidad sea de naturaleza muy peculiar, no comparable con la personalidad humana. Indudablemente, esa forma de confesión, que en general se hace por la ofrenda de un don material, corre el peligro en la inteligencia del encuentro personal con Dios de que se pierda de vista cómo éste es “totalmente diferente” y se conciba su naturaleza como algo palpable y disponible para el hombre. Por eso el hombre que sacrifica ha de vigilar mucho para que se conserve la pureza del sentido de su s.; pero estos peligros nada cambian en la importancia del s. para la inteligencia de la relación del hombre con Dios.

a) Esta relación, interpretada en el acto de su realización, a partir de la relación de los hombres entre sí­ adquiere una concreción e inteligibilidad que es importante para la conducta religiosa. El contenido de la relación Dios-hombre es experimentado como encuentro personal, tal como el hombre lo conoce (para bien y para mal) por su trato con los otros hombres. La buena experiencia en el trato con los hombres le indicará la importancia – para su perfección – del trato con Dios, mientras que la mala experiencia hecha en el trato con los hombres le hará esperar del encuentro con Dios lo que se echa de menos en la relación con los hombres.

El s. que los hombres ofrecen a su Dios corresponde al uso humano de expresar el amor o amistad por medio de un regalo, por el que se quiere mostrar cierta disposición a darse o pertenecer al otro. Casi siempre este don supone que el hombre de algún modo ha recibido a su vez del otro alguna donación, consistente por lo menos en que él ha experimentado el carácter amable y benéfico del otro. Así­, propiamente el don es siempre reacción, respuesta. Entre personas que mutuamente se hacen dones existe una relación recí­proca de recibir y dar.

b) Partiendo de aquí­ hay que interpretar también el s. del hombre a Dios, y presentarlo así­ como confesión del ser personal de Dios y de la relación del hombre con él. Dios no es un poder mágico impersonal, sino una persona a la que puede acercarse el hombre con un don. Cierto que es infinitamente poderoso, pero ama de tal manera que, sin necesitarlo, permite que el hombre le ofrezca dones.

En la relación del hombre con Dios, el don ofrecido en el s. tiene una plenitud de sentido que va más allá de lo que él es en sí­ mismo: constituye una expresión de la entrega total del hombre, que reconoce el señorí­o infinito de Dios, cuya propiedad es y quiere ser. Por eso, el don ofrecido en el s. puede considerarse como expresión de la religión. También el don ofrecido a Dios en el s. debe clasificarse como encuentro personal, que está determinado por el recí­proco amor, bien se dé entre los hombres, bien entre el hombre y Dios. Como quiera que este amor tiende al interlocutor personal concreto y es por ello reconocimiento precisamente de su posición y peculiaridad, la entrega amorosa a Dios como creador y señor cobra aquella propiedad que designamos como s. y expresión de la religión. Mas precisamente el hecho de que Cristo, sin negar el señorí­o de Dios, predica a este Señor como Padre, confirma que la religión expresada en el s. debe estar animada por el amor, que convierte en don el objeto sacrificado.

Más aún que el don entre los hombres, el s. ofrecido a Dios presupone la fe de haber sido agraciado por él. O quizá podamos decir que lo presupuesto es la fe en el señorí­o del creador, que se reconoce en el s. Pero el saber que hemos sido creados por Dios funda no sólo la convicción del señorí­o de Dios, sino también la conciencia de haber sido agraciados por él. Finalmente, no es sólo la -> gracia la que eleva al hombre a la participación sobrenatural en la vida del Dios trino, sino ya también la creación como don de Dios. El ágape aparece en el NT como un ser amados y agraciados por Dios, por quien el hombre se siente tocado y a quien se siente impulsado a corresponder. Desde este punto de vista aparece realmente imposible un s. ofrecido por el hombre a Dios; porque ¿cómo va a ser correspondido con un don humano este amor que desciende de Dios? Por eso, en la economí­a de la salvación del NT, el hombre sólo puede corresponder de dos maneras a los dones de Dios: en el s. que, una vez para siempre, Cristo ofreció como cabeza del género humano (-> redención, -> eucaristí­a) y a cuya participación ha invitado a los hombres, y en el amor al prójimo, en que se prolonga el amor de Dios.

2. De ordinario, el s. se realiza con un don que sustrae el uso humano, para así­ representar simbólicamente una entrega a Dios. La insistencia con que la teologí­a se ocupa de las diversas maneras de usar simbólicamente el don del s. – destrucción, modificación, mejora -, muestra la importancia tal vez exagerada que se atribuye al don en el proceso sacrificial. La justificación de tal insistencia aparece en cierto modo problemática, pues no halla aplicación en el s. más perfecto de todos los s., que fue el ofrecido por Cristo. De hecho, el verdadero acto sacrificial es la entrega que de sí­ mismo hace el hombre, en cuanto se decide (la ofrenda) en el núcleo de la persona, si bien en el área de la expresión ha de incluir las dimensiones de la existencia humana.

a) Hemos de partir de que en el s. el hombre se entrega totalmente a Dios, único ser a quien puede pertenecer perfectamente su persona. La entrega expresada en el s. es, tanto intensiva como extensivamente, una entrega total: intensivamente, en cuanto el hombre, con í­ntima sinceridad, expresa su pertenencia a Dios, que debe realizar en la configuración de su vida; extensivamente, en cuanto esta entrega a Dios ha de comprender todos los órdenes posibles que determinan la existencia del hombre: la decisión que se toma en la intimidad personal se encarna en el gesto corporal, en la comunidad (que es representada por el sacerdote oferente), en el don tomado del orden mundano. El s. no es sincero, si no se hace en el núcleo de la persona. Pero en el s. debe hacerse también visible que el hombre quiere hacer efectiva su entrega a Dios en todas las dimensiones de su vida.

b) Por tanto, el uso de un don sacrificial no ha de interpretarse precisamente como una representación, en el sentido de que el hombre, ya que no puede entregarse inmediatamente a sí­ mismo, p. ej., por la muerte, en lugar de eso ofrece a Dios un don material, como sí­mbolo de lo que él no puede hacer consigo mismo. Más bien, el s. en su sentido más propio, como acción del individuo en una comunidad representada por el oferente oficial, se realiza mediante el uso de dones materiales, porque el s. como entrega a Dios, señor absoluto, debe incluir todo lo que caracteriza la existencia entera del hombre. De suyo la entrega del hombre a Dios puede hacerse sin emplear signos materiales representativos. Pero el s. es una realización programática de tal entrega bajo una forma particularmente insistente. Y por esto parece razonable representar la totalidad de la entrega del hombre incluyendo también visiblemente las múltiples dimensiones – la corpórea, la social y la mundana – de la existencia humana. Así­, pues, el s. en sentido pleno se hace en libre decisión del interior humano, decisión que se expresa corporalmente mediante palabras y(o) una acción simbólica en el marco de quienes están unidos entre sí­ por el mismo espí­ritu, y mediante la oblación de dones tomados del mundo material como fundamento vital del hombre.

3. Comoquiera que el s. es acto de encuentro con Dios, en que el hombre expresa un modo determinado de su existencia, se plantea la cuestión sobre cuál sea el contenido exacto de esta expresión. La misma cuestión se trata por lo general bajo el tema de los “fines del s.”, expresión que no designa muy afortunadamente lo que se quiere decir, pues en el s. se trata de un encuentro personal, y bajo tal expresión éste se sitúa demasiado pragmáticamente en el plano de una acción utilitaria determinada por fines cosificados. Corresponde mejor a la naturaleza de la acción sacrificial preguntar por lo que en ella expresa el hombre delante de Dios. La doctrina de los fines del s. necesita otra corrección, en el sentido de que los diversos contenidos del mismo no pueden yuxtaponerse con tanta desconexión entre ellos como frecuentemente se hace, sino que hay que preguntar por la estructura de sentido según la cual deben ordenarse.

a) El sentido general y esencial de todo s. es el latréutico, es decir, el reconocimiento del señorí­o de Dios por la entrega de la comunidad oferente. Precisamente este sentido distingue el s. de otras formas de expresarse la conducta del hombre delante de Dios y funda la imposibilidad de ofrecer un s. a alguien que no sea Dios.

b) Puesto que son los hombres oferentes quienes en el s. expresan la entrega de sí­ mismos, y ellos se encuentran en situaciones muy distintas, el permanente sentido latréutico del s. cobra matices diversos o se despliega en contenidos parciales. Si el hombre como pecador ha ofendido al Dios soberano, el sentido latréutico toma el carácter de un s. de expiación. Si el hombre sufre necesidad o desamparo, el reconocimiento del poder y bondad de Dios se hace por la oblación del s. imploratorio. Después de experimentar la ayuda divina, el hombre expresa su reconocimiento por medio del s. de acción de gracias. Todas estas formas de expresión del s. no se yuxtaponen al contenido latréutico, sino que lo concretan de acuerdo con las situaciones.

BIBLIOGRAFíA: O. Schmitz, Die Opferanschauungen des späteren Judentums und die Opferaussagen des AT (T 1910); M. de la Taille, Mysterium fidel (P ‘1931); B. Götz, Die Bedeutung des Opfers bei den Völkern (L 1933); E. O. Jámes, Origins of Sacrifice (1933, Lo 21937); R. Duosáud, Les origines cananéennes du sacrifice israélite (P 21941); A. Médebielle, Expiation: DBS III 1-262; H. H. Rowley, The Meaning of sacrifice in the OT (Manchester 1950); E. Forster, Die antiken Ansichten über das Opferwesen (tesis mecanogr. I 1952); G. Fohrer, Die symbolischen Handlungen bei den Propheten (Z 1953); Ph. Seidensticker, Lebendiges Opfers (Mr 1954j; F. J. Schierse, Verheißung und Heilsvollendung (Mn 1955); G. Aulén, Eucharist and Sacrifice (Filadelfia 1959); P. Neuenzeit, Das Herrenmahl (Mn 1960); F. Heiler, Erscheinungsformen und Wesen der Religion (St 1961) 204-225 (bibl.); H. Háág, Das Opfers im AT (Ei 1961); A. Darláp – G. Lánczkowski – W. Kornfeld – R. Schnackenburg – K. Rahner – L. Beirnaert: LThK2 VII 1166-1176; M. Seemánn, Heilsgeschehen und Gottesdienst (Pa 1966); MySal 1II-I; J. Juglar, Sacrificio de alabanza (S Esteban Sal); C. Bona, El sacrificio de la misa (Rialp Ma 1964); J. Jungmann, El sacrificio de la misa (E Cat Ma 41965); J. M. Báuthier, El sacrificio en el dogma católico y en la vida cristiana (G. Gili Ba); Lecuyer, El sacrificio de la nueva alianza (Herder Ba 1969).

Otto Semmelroth

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

zebaj (jb’z², , 2077), “sacrificio”. Esta raí­z, en el sentido de “sacrificar” o “inmolar”, se encuentra en otras lenguas semí­ticas: acádico, ugarí­tico, fenicio, arameo y arábigo. Zebaj se continuó usando en el hebreo mishnáico y se sigue empleando en hebreo moderno, aunque mucho menos porque no hay templo. Aparece 162 veces en el Antiguo Testamento hebreo y en todos los perí­odos. La primera vez es en Gen 31:54 “Entonces Jacob ofreció un sacrificio en el monte y llamó a sus parientes a comer. Ellos comieron y pasaron aquella noche en el monte” (rva). El significado básico de zebaj es “sacrificio”. Después de inmolar el “sacrificio”, el sacerdote lo presentaba a Dios. El propósito no era solo establecer comunión entre Dios y el hombre; más bien el “sacrificio” representaba el principio de que sin derramamiento de sangre no habí­a perdón de pecado (Lev 17:11; cf. Heb 9:22). Al ofrecer su “sacrificio”, el israelita fiel se sometí­a al sacerdote, quien, siguiendo ciertos reglamentos minuciosos (véase Leví­tico), presentaba el sacrificio en conformidad con las expectativas divinas. Los “sacrificios” eran los “sacrificios” de la Pascua (Exo 12:27), los “sacrificios” de paz (Lev 3:1 ), los “sacrificios” de acción de gracias (Lev 7:12) y los “sacrificios” que representaba el sacerdote (qarban; Lev 7:16). El zebaj no era como el holocausto (>olah) que se quemaba completamente sobre el altar; y no se parecí­a a la ofrenda por el pecado (jattaFuente: Diccionario Vine Antiguo Testamento

(thysia)

El término griego thysia, “sacrificio” (5 veces en Pablo) viene del verbo thyein: “ofrecer un sacrificio, inmolar, sacrificar”. El verbo lo utiliza Pablo sólo 3 veces, en la Primera Carta a los Corintios: una vez a propósito de Cristo, en la célebre fórmula Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado (1 Cor 5,7) y dos veces a propósito de los sacrificios a los í­dolos (1 Cor 10,20). El sacrificio de Cristo, cordero pascual, destruye en nosotros los gérmenes del pecado (la levadura vieja). Hace posible una vida humana nueva, santa y pura, en alianza con el que ha muerto.

Pablo conoce la realidad sacrificial, tanto pagana como judí­a o cristiana. Aparece en su respuesta a propósito de las carnes sacrificadas (1 Cor 10,14-33) o de la celebración de la “cena del Señor” (11,17-24). Estos banquetes sagrados, por medio de la comida y de la bebida, ponen a los celebrantes en relación con una realidad sobrehumana: los í­dolos ocultan a los demonios (sacrificios paganos), el altar representa a Dios (sacrificios judí­os), la copa y el pan son la sangre y el cuerpo de Cristo (sacrificio cristiano). La distinción esencial de los sacrificios procede de aquel a quien se ofrecen. El sacrificio en la óptica cristiana es comunión con el pan, principio de unidad (1 Cor 10,17; 11,22.26), relación con el Señor entregado, cuerpo comido, sangre bebida en memoria de aquél, cuya muerte se anuncia hasta su venida (1 Cor 11,23-26).

A pesar de los sacrificios, todos, judí­os y griegos, están bajo el dominio del pecado (Rom 8,3) y Pablo exhorta a los creyentes “a ofrecer su persona en sacrificio vivo, santo y agradable a Dios” (Rom 12,1). Esta será su ofrenda de vida cristiana, es decir, el testimonio de la vida de Cristo a quien pertenecen como miembros.

En Flp 4,18 Pablo, agradeciendo los dones recibidos de los filipenses, se siente lleno de gozo y ve en lo que ha recibido un sacrificio ofrecido a Dios y aceptado por él. Al contrario, en Flp 2,17, Pablo utiliza la palabra “sacrificio” para hablar de su vida consagrada al servicio de los filipenses, vinculado a su eventual martirio: Me siento gozoso, aunque mi sangre tenga que derramarse en libación en el sacrificio y en el servicio a vuestra fe.

En Ef 5,2 se invita a los cristianos a hacer de su vida un sacrificio a ejemplo de Cristo: Caminad en el amor, lo mismo que Cristo nos amó y se entregó a sí­ mismo por nosotros en ofrenda y sacrificio a Dios, para ser un perfume de suave olor.
M. C.

AA. VV., Vocabulario de las epí­stolas paulinas, Verbo Divino, Navarra, 1996

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas

Una ojeada rápida a la Biblia nos instruye sobre la importancia y la universalidad del sacrificio. Jalona toda la historia: humanidad primitiva (Gén 8,20), gesta patriarcal (Gén 15,9…), época mosaica (Ex 5,3), perí­odo de los jueces y de los reyes (Jue 20,26; 1 Re 8,64), era postexí­lica (Esd 3,1-6). Marca el ritmo de la existencia del individuo y de la comunidad. El episodio misterioso de Melquisedec (Gén 14,18), en el que la tradición descubre una comida sacrificial, y la actividad litúrgica de Jetró (Ex 18,12) amplí­an todaví­a este horizonte: fuera del pueblo elegido (cf. Jon 1,16), el sacrificio traduce la piedad personal y colectiva. Hay profetas que, en sus visiones del futuro, no olvidan las ofrendas de los paganos (Is 56,7; 66,20; Mal 1,11). Así­, cuando los escritores del AT esbozan a grandes rasgos su fresco de la historia, no conciben vida religiosa sin sacrificio. El NT precisará esta intuición y la consagrará en forma original y definitiva.

AT. I. DESARROLLO DE LOS RITOS SACRIFICIALES. 1. De la sencillez original… En la época más remota que deja entrever la historia bí­blica se caracteriza el ritual por una sobriedad rudimentaria, conforme con las costumbres de nómadas o seminómadas: erección de *altares, invocación del *nombre divino, ofrenda de animales o de productos del suelo (Gén 4,3; 12,7s). No hay lugar fijo: se sacrifica allí­ donde se manifiesta Dios. El altar de tierra primitivo, la tienda móvil (Ex 20,24; 23,15) dan testimonio, a su manera, del carácter ocasional y provisional de los antiguos lugares de *culto. Bajo tosí­as se convertirá el *templo en el único hogar de toda actividad sacrificial. No hay ministerios especializados: el cabeza de familia o de clan y, bajo la monarquí­a, el rey inmolan ví­ctimas. Pero, ya en fecha temprana, hombres mejor cualifica-dos asumen este oficio (Dt 33,8ss; Jue 17). Finalmente los sacerdotes, con o sin el concurso de los levitas, acabarán por reservarse el monopolio de los sacrificios.

2. …a la complejidad de los ritos. Esta complejidad resulta de los enriquecimientos introducidos por la historia. Se observa, en efecto, una evolución en el sentido de la multiplicidad, de la variedad y la especialización de los sacrificios. Causas múltiples explican esta evolución y este desarrollo: paso del estado nómada y pastoril a la vida sedentaria y agrí­cola, influjo cananeo, importancia creciente del *sacerdocio. Israel asimila elementos tomados de sus vecinos: filtra, rectifica, espiritualiza. No obstante los abusos de la religión popular (Miq 6,7; Jue 11,30s; lRe 16,34), rechaza las ví­ctimas humanas (Dt 12,31; 18,10; 1Sa 15,33 no describe un sacrificio sino la ejecución de un anatema). Israel se enriquece con la herencia cultual de los otros pueblos y ejerce así­ su función mediadora reorientando hacia el verdadero Dios prácticas desviadas por las cóncepciones paganas. Su ritual se completa y se complica.

II. LOS DIFERENTES ASPECTOS DEL SACRIFICIO. 1, De los tipos variados que presenta la historia… La Biblia atestigua desde los comienzos la coexistencia de tipos variados. El holocausto (`ólah), desconocido en Mesopotamia, importado tardí­amente en Egipto, figura ya en las viejas tradiciones y bajo los Jueces (Gén 8,20; Jue 6,21; 11,31; 13,19). Se quemaba enteramente la ví­ctima (toro, cordero, cabrito, pájaro). Otra categorí­a de sacrificio, muy propagada entre los semitas, consistí­a esencialmente en una *comida sagrada (zebah selamin): el fiel come y bebe “delante de Yahveh” (Dt 12,18; 14,26). Desde luego, no todo banquete sagrado supone necesariamente un sacrificio; pero en realidad, en el AT estos banquetes de *comunión lo implicaban: una parte de la ví­ctima (ganado mayor o menor) correspondí­a por derecho a Dios, señor de la vida (sangre derramada : grasas consumidas = “alimento de Dios”, “manjar de Yahveh”, mientras que la carne serví­a de alimento a los convidados. También bastante temprano se practicaron ritos expiatorios (ISa 3,14; 26,19; 2Sa 24,15…; cf. Os 4,8; Miq 6,7). Según una fórmula arcaica (Gén 8,21), conservada y espiritualizada (Lev 1,9; 3,16), Dios aceptaba ofrendas “como perfume de aplacamiento”.

2. … a la sí­ntesis del Leví­tico. El Leví­tico expone en lenguaje técnico y en forma sistemática los “*dones” ofrecidos a Dios (Lev 1-7; 22,17-30), sangrientos o no sangrientos (minitab): holocausto, ofrendas de alimentos, sacrificios de comunión (*eucarí­stico, votivo, espontáneo), sacrificio por el pecado (hatta’t), sacrificio de reparación (asara). Pero las rúbricas no ahogan el espí­ritu: los gestos minuciosos se cargan de sentido sagrado. La *acción de gracias, como también el deseo de *expiación (Lev 1,4; cf. 2Re 12,16; Job 1,5) inspiran el holocausto. Tras una terminologí­a a veces indigesta se des-cubre un fino sentido de la *santidad de Dios, la obsesión del *pecado, una necesidad insatisfecha de purificación. En este ritual la noción de sacrificio tiende a concentrarse en torno a la idea de expiación. Aquí­ desempeña gran papel la *sangre, pero su eficacia deriva en definitiva de la voluntad divina (Lev 17,11; cf. Is 43,25) y supone sentimientos de *penitencia. La reparación de las impurezas rituales, de las faltas inconscientes iniciaba prácticamente a los fieles en la purificación del corazón, así­ como las leyes sobre lo *puro y lo impuro orientaban las almas hacia la abstención del mal. La comida de los selamim traduce y realiza en el *gozo y en la euforia espiritual la comunión de los comensales entre sí­ y con Dios, ya que todos participan de la misma ví­ctima.

III. DE LOS RITOS AL SACRIFICIO ESPIRITUAL. 1. Los ritos como signos del “sacrificio espiritual”. El Dios de la Biblia no saca provecho de los sacrificios: no se considera a Yahveh como deudor del hombre, sino al hombre como cliente de Dios. Los ritos hacen visibles sentimientos interiores: *adoración (holocausto), solicitud por la intimidad con Dios (selamim), confesión del pecado, deseo del *perdón (ritos expiatorios). El sacrificio consagra la vida nacional, familiar, individual, sobre todo en ocasión de peregrinaciones y de *fiestas (1Sa 1,3; 20,6; 2Re 16,15). Diálogos (Ex 12,26; 13, 8; 24,4ss), profesión de fe (Dt 26, 5-11), *confesión de los pecados (1 Sa 7,6; cf. Lev 5,5), salmos (cf. Sal 22,23-30; 27,6; 54,8) explicitan a veces el alcance espiritual del gesto material. Según Gén 22 -quizá la carta de los sacrificios del templo – Dios rechaza las ví­ctimas humanas y acepta la inmolación de animales; pero estos dones sólo le agradan si el hombre los ofrece con un corazón capaz de sacrificar, en la *fe, lo que tiene de más caro, a ejemplo del patriarca *Abraham.

2. Primací­a de la religión interior. Una tentación subsistí­a: apegarse al rito descuidando el signo. De ahí­ las amonestaciones de los profetas. A veces se entienden mal sus intenciones. Los profetas no condenan el sacrificio en cuanto tal, sino sus falsificaciones, y en particular las prácticas cananeas (Os 2,5; 4,13). Por sí­ misma, la multiplicidad de los ritos no honra a Dios. Antiguamente no existí­a esta proliferación (Am 5,25; Is 43,23s; Jer 7,22ss). Sin las disposiciones del corazón se reduce el sacrificio a un gesto vano e *hipócrita; con sentimientos perversos, desagrada a Dios (Am 4,4; Is 1.11-16). Los profetas insisten con vigor, según el genio de su lengua, en la primací­a del *alma (Am 5,24; Os 6, 6; Miq 6,8). No innovan, sino que prolongan la tradición antigua (Ex 19,5; 24,7s) y constante (1Sa 15,22; IPar 29,17; Prov 15,8; 21,3.27; Sal 40,7ss; 50,16-23; 69,31s; Eclo 34, 18ss). El sacrificio interior no es un sucedáneo, sino lo esencial (Sal 51, 18s); a veces puede suplir el rito (Eclo 35,1-10; Dan 3,38ss). Esta corriente espiritual, que reaparece en Qumrán, denunciaba la piedad superficial, interesada o en desacuerdo con la vida, y poní­a finalmente en tela de juicio los ritos mismos. En este sentido los profetas anticipaban la revelació del NT sobre la esencia del sacrificio.

3. La cima de la religión interior en el AT. Junto a la sí­ntesis legislativa del Leví­tico ofrece la Biblia otra. sí­ntesis, esta vez viva, puesto que se encarna en una persona. El *siervo de Dios, según Is 53, ofrecerá su muerte en sacrificio de expiación. El oráculo profético marca un progreso notable sobre las concepciones de Lev 16. El macho cabrí­o emisario, en el gran dí­a de la expiación, se llevaba los pecados del pueblo, pero, a pesar del rito de la *imposición de las manos, no se identificaba con la ví­ctima del sacrificio. La doctrina de la sustitución vicaria penal no asomaba en esta liturgia. En cambio, el siervo se constituye libremente en sustituto de í­os pecadores. Su oblación sin defecto aprovecha a la “multitud” según el designio de Dios. Aquí­ el máximum de interioridad se asocia al máximum de don con el máximum de eficacia.

NT. Jesús vuelve a la idea profética de la primací­a del alma sobre el rito (Mt 5,23s; Mc 12,33). Al recordar esto prepara los espí­ritus para comprender el sentido de su propio sacrificio. Entre los dos Testamentos hay continuidad y superación: la continuidad se manifiesta por la aplicación a la muerte de Cristo del vocabulario sacrificial del AT; la superación, por la originalidad absoluta de la ofrenda de Jesús. En realidad esta superación introduce en el mundo una realidad esencialmente nueva.

I. JESÚS SE OFRECE EN SACRIFICIO. Jesús anuncia su pasión utilizando, palabra por palabra, los términos que caracterizaban el sacrificio expiatorio del siervo de Dios: viene para “*servir”, “da su vida”, muere “como rescate”, para provecho de la “multitud” (Mc 10,45 p; Le 22,37; Is 53,10ss). Además, el marco *pascual de la comida de adiós (Mt 26.2; Jn 11,55ss; 12,1…; 13,1) establece una relación intencionada, precisa entre la muerte de Cristo y el sacrificio del *cordero pascual. Finalmente, Jesús se refiere expresamente a Ex 24,8, apropiándose la fórmula de Moisés, “la sangre de la alianza” (Mc 14,24 p). La triple referencia al cordero cuya *sangre libera al pueblo judí­o, a las ví­ctimas del Sinaí­ que sellan la *alianza antigua, a la muerte expiadora del siervo demuestra claramente el carácter sacrificial de la muerte de Jesús: ésta procura a las multitudes la remisión de los pecados, consagra la alianza definitiva y el nacimiento de un *pueblo nuevo, garantiza la *redención. Estos efectos subrayan el aspecto fecundo de la inmolación del Calvario: la *muerte, fuente de *vida. La densa fórmula de Jn 17,19 resume esta doctrina : “Por ellos me consagro yo mismo, a fin de que también ellos sean consagrados en verdad.” La *eucaristí­a, destinada a hacer presente in memoriam (cf. Lev 24,7), en el marco de una comida, la única oblación de la *cruz, enlaza el nuevo rito de los cristianos con los antiguos sacrificios de comunión. Así­, la ofrenda de Jesús, en la realidad sangrienta y en su expresión sacramental, recapitula la economí­a del AT: es a la vez holocausto, minhab, ofrenda expiatoria, sacrificio de *comunión. La continuidad de los dos Testamentos es innegable. Pero la oblación de Cristo, por su unicidad, en razón de la dignidad del *Hijo de Dios y de la perfección de su ofrenda, por su eficacia universal, sobrepasa los sacrificios variados y múltiples del AT. Vocabulario antiguo, contenido nuevo. La realidad desborda las categorí­as de pensamiento que sirven para expresarla.

II. LA IGLESIA REFLEXIONA SOBRE EL SACRIFICIO DE JESÚS. 1. Del sacrificio del Calvario a la comida eucarí­stica. Los escritos apostólicos desarrollan bajo formas diversas estas ideas fundamentales. Jesús viene a ser “nuestra *pascua” (ICor 5,7; Jn 19, 36); el “cordero inmolado” (lPe 1, 19; Ap 5,6) inaugura en su sangre la nueva alianza (ICor 11,25), .res-cata la grey (Act 20,28), realiza la *expiación de los pecados (Rom 3, 24s), la *reconciliación entre Dios y los hombres (2Cor 5,19ss; Col 2, 14). Como en el Leví­tico, se insiste en la función de la *sangre (Rom 5,9; Col 1,20; Ef 1,7; 2,13; lPe 1, 2.18s; lJn 1,7; 5,6ss; Ap 1,5; 5,9). Pero esta sangre es derramada por un Hijo por iniciativa de su Padre. Los apóstoles esbozan así­ una comparación entre el sacrificio de Isaac y el de Jesús. Este paralelo pone de relieve la perfección de la oblación del Calvario: Cristo, “agapetos” (cf. Mc 12,6; 1,11; 9,7), se entrega a la muerte, y el Padre, por amor de los hombres, no perdona a su propio Hijo (Rom 8,32; Jn 3,16). Así­ la *cruz revela la naturaleza í­ntima del sacrificio “de olor agradable” (Ef 5, 2): el sacrificio es,. en su sustancia espiritual, un acto de *amor. Ahora ya la *muerte, destino de la humanidad pecadora, se sitúa en una perspectiva absolutamente original (Rom 5).

En el templo habí­a una mesa para los panes de proposición; también en la comunión cristiana existe una “mesa del Señor”. Pablo compara expresamente la *eucaristí­a con los banquetes sagrados de Israel (ICor 10,18). Pero ¡qué diferencia! Los cristianos no participan ya únicamente en cosas “*santas” o “muy santas”, sino que comulgan en el cuerpo y en la sangre de Cristo (1 Cor 10,16), principio de vida eterna (Jn 6,53-58). Esta participación significa y produce la unión de los fieles en un solo *cuerpo (ICor 10,17). Así­ se realiza de hecho el sacrificio ideal presentido por Malaquí­as (1, 11), valedero para todos y para todos los tiempos.

2. Figuras y realidad. Las múltiples alusiones de los evangelios y de los escritos apostólicos al vocabulario ritual del AT descubren el sentido profundo de la liturgia antigua: ésta preparaba y *prefiguraba el sacrificio redentor. La epí­stola a los Hebreos explicita esta doctrina con la comparación sistemática de las dos economí­as. Jesús, sumo sacerdote y ví­ctima, funda, como Moisés en el Sinaí­, una alianza entre Dios y su pueblo. Ahora ya esta alianza es perfecta y definitiva (Heb 8,6-13; 9,15-10,18). Además Cristo, como el sumo sacerdote el dí­a de la expiación, realiza una acción purificadora. Pe-ro esta vez lleva a cabo la abolición del pecado mediante la efusión de su sangre, más eficaz que la de las ví­ctimas del templo. Los cristianos obtienen no ya únicamente la “*pureza de la *carne”, sino la “purificación de las conciencias” (9,12ss). La personalidad del pontí­fice, la excelencia del santuario en que se consuma el sacrificio – el *cielo – garantizan el valor único, la eficacia absoluta y universal de la oblación de Cristo. Este sacrificio, arquetipo de todos los otros, que no eran sino la sombra de la realidad, no tiene necesidad de reiterarse (10,1. 10). La liturgia que, según el Apocalipsis (Ap 5,6…), se despliega en el cielo en torno al cordero inmolado, converge con la representación de la epí­stola a los Hebreos.

3. Del sacrificio de la cabeza al “sacrificio espiritual” de los miembros. Los profetas insistí­an en las prolongaciones del gesto ritual en la vida cotidiana; más aún: el Eclesiástico asimilaba la conducta virtuosa al sacrificio (Eclo 35,1ss). En el NT hallamos la misma aplicación espiritual a la vida cristiana y apostólica (Rom 12,1; 15,16; F1p 2,17; 4,18; Heb 13,15). Los creyentes, estimulados por el Espí­ritu que los anima, en comunión vital con su Señor, forman “un sacerdocio santo a fin de ofrecer sacrificios espirituales, agradables a Dios por Jesucristo” (IPe 2,5).

-> Cordero – Alianza – Altar – Comunión – Culto – Eucaristí­a – Muerte – Redención – Comida – Sacerdocio – Sangre – Siervo.

LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teologí­a Bí­blica, Herder, Barcelona, 2001

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas

El AT provee tanto para sacrificios especiales, como sacrificios de pacto, y sacrificios regulares, que se detallan en Levítico. Entre estos hay una ofrenda de cereales, la ofrenda de alimentos, una de líquidos, la ofrenda de bebida, y diversas ofrendas de animales. Estas últimas son las más importantes, y nos concentraremos en ellas. Son cuatro en número, la ofrenda del todo quemada, la ofrenda de paz, la ofrenda por el pecado y la ofrenda por la culpa o la transgresión. Otros colocan la ofrenda mecida y la ofrenda pesada como parte de la ofrenda de paz. Véase también Ofrenda, etc.

Podemos dividir el ceremonial de la ofrenda en seis partes. Primero, estaba el «traer cerca». Esto era tan característico que el verbo activo «traer cerca» era sinónimo de «sacrificar». Su significado era que se seleccionaba una víctima sin defecto, elegida de los animales domésticos en conformidad a las regulaciones, y se la traía al altar. Después venía la imposición de manos, lo que era apoyarse sobre la cabeza del animal presionándola firmemente. Tercero, el que adoraba sacrificaba la víctima. La cuarta etapa era la primera en la que estaba envuelto el sacerdote.

Tomaba la sangre y disponía de ella. En el caso de una ofrenda por el pecado hecha a favor de un sacerdote o toda la congregación, la rociaba siete veces delante del velo, ponía algo en los cuernos del altar del incienso y derramaba el resto en la base del altar. Si se hacía a favor de un individuo que no fuese sacerdote, se omitía el rociamiento de siete veces, y la sangre se colocaba en el altar del holocausto en lugar del incienso. En el caso de las demás ofrendas, simplemente se derramaba la sangre en la base del altar. La quinta etapa quitaba ciertas partes prescritas del animal, mayormente las partes de la grosura interna (en el holocausto, todo el animal), y se quemaba en el altar. La última etapa consistía en disponer del armazón que quedaba del animal. En la ofrenda de paz se entregaba algo al sacerdote, y el resto era comido por el que daba culto en una comida de comunión. En las ofrendas por el pecado y la culpa los sacerdotes consumían el armazón, a menos que la ofrenda fuese para ellos, en tal caso se quemaba en un lugar limpio fuera del campamento.

Se discute mucho el significado de todo esto. W. Robertson Smith sostuvo que el sacrificio principal fue la ofrenda de paz, de tal forma que el sacrificio era principalmente un proceso de comunión entre el adorador y Dios. G. Buchanan Gray tomó el holocausto como el sacrificio principal con la idea básica de homenaje y don presentados a Dios. Pero teorías construidas en la base de las actividades del hombre primitivo no se aplicarán por necesidad a los hombres del AT quienes estaban lejos de ser primitivos. No cabe duda que, en el sistema levítico, el sacrificio expresaba una variedad de ideas, entre ellas la de expiación (véase) del pecado es prominente. La expresión «expiar» aparece con frecuencia.

Cómo es que esto se efectúa es algo discutido. El punto de vista más natural es que el adorador merece la muerte a causa del pecado, un concepto que se expresa libremente en el AT. Pero Dios le permite ofrecer un sustituto sin mancha. De manera que él coloca sus manos sobre el animal y le transfiere simbólicamente sus pecados. Esto recibe apoyo por la práctica que vino más adelante de confesar los pecados en este punto. La objeción que usualmente se levanta, que la carne del animal no podría ser llamada «muy santa» si cargase con el pecado, realmente no es válida. Es «muy santa» ya que realiza la función más santa.

En tiempos modernos ha surgido la idea que el punto esencial no es infligir la muerte como pena por el pecado, sino que la presentación de la vida delante de Dios. La presentación de la vida del adorador no puede realizarse ya que está manchada con el pecado. Pero Dios permite en su gracia que el sustituya su persona con un animal. De esta forma, el sacrificio es esencialmente la colección y presentación de sangre. Este punto de vista no es adecuado. Además de no tener base exegética (véase Sangre) no hace justicia a acciones como la de quemar en el altar, ni de la confesión del pecado en la práctica que vino después. No encaja con la repetida afirmación de que el sacrificio es para «hacer expiación». No se dice cómo es que la presentación de la sangre hace expiación por el pecado.

La Biblia no considera que el sacrificio tiene valor en sí mismo. La única razón por la que sirve es porque Dios lo ha dado como un medio para efectuar expiación (Lv. 17:11). Es muy importante el espíritu con que se hace la expiación, y los profetas constantemente castigaron a aquellos que colocaron el énfasis sobre la acción externa, y no ofrecieron en penitencia y fe. Algunos han pensado que los profetas querían abolir los sacrificios. Pero aun cuando pasajes como Is. 1:11; Jer. 7:22s.; Os. 6:6; Am. 5:21ss.; Mi. 6:6ss., son duros, un examen más cercano muestra que no se castiga al sacrificio como tal, sino que el sacrificio como los profetas lo vieron practicado con escasa preocupación por una vida recta.

Se reconoce en el NT que no es posible que los animales puedan borrar los pecados de los hombres (Heb. 10:4). Pero lo que no pudieron hacer las bestias, Cristo lo realizó en su muerte. A veces, el sacrificio en general se usa para ilustrar su muerte (Ef. 5:2; 1 P. 1:2); a veces un sacrificio en particular (1 Co. 5:7) o el día de la expiación (Heb. 9 y 10). Pero en todo momento se considera a Cristo como realizando plenamente lo que todos los antiguos sacrificios prefiguraron oscuramente. Él realmente tomó nuestro lugar. Tomó nuestros pecados sobre él mismo. Él es el sacrificio perfecto. Su ofrenda fue hecha voluntariamente (Heb. 10:7) pero no fue, como algunos alegan, simplemente un sacrificio consistente en obediencia, ya que el escritor afirma más adelante que la voluntad de Dios que él cumplió era aquella que requería «la ofrenda del cuerpo de Jesucristo una vez para siempre» (Heb. 10:10).

Véase también Satisfacción.

BIBLIOGRAFÍA

G.R. North en RTWB; W. Robertson Smith, The Religion of the Semites; G.B. Gray, Sacrifice in the Old Testament; Vincent Taylor, Jesus and His Sacrifice; B.B. Warfield, The Person and Work of Christ, chap. XII; E.D. Kidner, Sacrifice in the Old Testament.

Leon Morris

RTWB Richardson’s Theological Word Book

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (550). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología

(Latín sacrificium; italiano sacrificio; francés sacrifice).
Este término es idéntico al inglés offering (latín offerre) y al alemán Opfer; este último se deriva, no de offerre, sino de operari (en alto alemán antiguo opfâron; en alto alemán medio opperu, opparôn), y así significa “hacer celosamente, servir a Dios, ofrecer sacrificio” (cf. Kluge “Etymologisches Wörterbuch der deutschen Sprache”, Estrasburgo, 1899, p. 288). Por “sacrificio”, en su sentido real, se entiende universalmente la ofrenda hecha a la deidad de un don perceptible por los sentidos como manifestación externa de nuestra veneración por él y la cual tiene por objeto alcanzar la comunión con él. Sin embargo, en sentido estricto esa ofrenda no se convierte en sacrificio sino hasta que el don visible sufre una transformación real (por ejemplo, al ser matado, al derramar su sangre, al quemarlo o al derramarlo). Ya que el significado e importancia del sacrificio no pueden ser determinados con métodos a priori, toda teoría ded sacrificio admisible debe moldearse de acuerdo a los sistemas sacrificiales de las naciones paganas, y especialmente de aquellas de las religiones reveladas como el judaísmo y el cristianismo. El budismo puro, el islamismo y el protestantismo no requieren nuestra atención aquí pues no tienen verdaderos sacrificios. Aparte de esas, no hay ni ha habido religión desarrollada en el mundo que no haya aceptado el sacrificio como elemento esencial de su culto. En este trabajo consideraremos sucesivamente los siguientes temas:

Contenido

  • 1 Sacrificios Paganos
  • 2 El Sacrificio Judío
    • 2.1 En general
    • 2.2 Material de los Sacrificios
    • 2.3 Los Ritos del Sacrificio Cruento
    • 2.4 Diferentes Categorías de Sacrificio Cruento
    • 2.5 Crítica Moderna
  • 3 El Sacrificio Cristiano
    • 3.1 Dogma del Sacrificio de la Cruz
    • 3.2 Problemas Teológicos
  • 4 Teoría del Sacrificio
  • 5 Bibliografía

Sacrificios Paganos

ENTRE LOS INDIOS

El vedismo de los antiguos hindúes fue, en un grado que no se ha alcanzado en ninguna otra parte, una religión sacrificial relacionada con las deidades Agni y Soma. Un proverbio veda dice: “El sacrificio es el ombligo del mundo”. El sacrificio era visto originalmente como una fiesta para los dioses; ante sus altares, sobre el césped sagrado, se ponían ofrendas de comida (pastelillos, leche, mantequilla, carne y la bebida del soma). Pero poco a poco el sacrificio llegó a significar una actividad mágica que buscaba influir en los dioses, según se expresa en la fórmula: “Do ut des” (Te doy para que me des), o en el proverbio védico: “Aquí está la mantequilla; ¿dónde están tus regalos?”. Las oraciones sacrificiales védicas no expresan espíritu de humildad o sumisión, e incluso la palabra “gracias” es desconocida en el lenguaje védico. Los dioses quedaban rebajados a nivel de meros sirvientes de los seres humanos, mientras los sacerdotes o brahmanes a cargo de los complicados ritos adquirían gradualmente una dignidad cuasi divina. En sus manos el ceremonial sacrificial, desarrollado hasta en sus más mínimos detalles, se convirtió en un poder irresistible sobre los dioses. Reza un proverbio: “El sacrificador caza a Indra como juego, y lo sostiene con fuerza igual que el cazador hace con el ave; el dios es una rueda que el cantor sabe cómo girar”. Los dioses obtenían todo su poder y fuerza de los sacrificios como la condición de su existencia, de modo que los brahmanes eran indispensables para la continuidad de su existencia.

Sin embargo, el serio carácter expiatorio, que no fue totalmente eliminado de los sacrificios védicos, prueba que los dioses no eran del todo indiferentes hacia el hombre, sino que les brindaban su ayuda. La ofrenda real de los sacrificios, que nunca se realizaba sin fuego, se llevaba a cabo dentro de las casas o a la intemperie; se desconocían los templos. Entre los varios sacrificios había dos sobresalientes: la ofrenda del soma y el sacrificio del caballo. La ofrenda del soma (Agnistoma) —un néctar obtenido al prensar algunas plantas— se realizaba en la primavera; el sacrificio duraba un día completo y era un día de fiesta universal para el pueblo. El triple prensado del soma, realizado a ciertos intervalos durante el día, se alternaba con el ofrecimiento a varios dioses de panes sacrificiales, libaciones de leche y el sacrificio de once chivos. Los dioses (especialmente Indra) estaban ávidos por la embriagadora bebida soma: “Del mismo modo que el buey brama después de la lluvia, así Indra desea el soma”.

El sacrificio del caballo (açvamedha), realizado bajo las órdenes del rey y en el que participaba todo el pueblo, requería un año de preparación. Este era el culmen, el “rey de los sacrificios”; las solemnidades duraban tres días e iban acompañadas de toda clase de diversiones públicas. La idea de este sacrificio era proveerles a los dioses de la luz otro corcel para su yunta celestial. En sus orígenes, parece que era común sacrificar seres humanos en vez de caballos, y aquí también encontró expresión el concepto de substitución; pues los indios de épocas posteriores tenían un dicho: “En el principio los dioses aceptaban hombres como víctimas sacrificiales; luego la eficacia sacrificial pasó de ellos al caballo. Así, el caballo se volvió eficaz. Los dioses aceptaban el caballo, pero la eficacia sacrificial pasó al novillo, al cordero, al chivo y finalmente al arroz y la cebada: así para el instruido, un pan sacrificial hecho de arroz y cebada tiene el mismo valor que esos [cinco] animales” (cf. Hardy, “Die vedisch-brahmanisehe Periode der Religion des alten Indiens”, Münster, 1892, p. 150).

El hinduismo moderno con sus innumerables sectas honra a Vishnu y Shiva como deidades principales. Como culto, se distingue del antiguo vedismo principalmete en su servicio en el templo. En cuanto culto, se distingue del Vedismo antiguo principalmente por sus rituales en los templos. Éstos generalmente son edificios magníficos y artísticos con numerosos patios, capillas y salones en los que se exponen todo tipo de representaciones de los dioses e ídolos. Las pagodas menores tienen el mismo objetivo. Si bien el hinduismo se centra en su idolatría, el sacrificio no ha sido totalmente erradicado de su antiguo sitio. El símbolo de Shiva es el falo (phallus, linga); A lo largo y ancho de la India pueden encontrarse innumerables piedras de linga, especialmente en los lugares santos. Las facetas más obscuras de esta superstición, que luego degeneraron en fetichismo, fueron sin embargo sublimadas parcialmente gracias a la piedad y la elevación de muchos himnos o canciones de alabanza (stotras) hindúes, que sobrepasan incluso los antiguos himnos védicos en su sentimiento religioso.

Entre los Iraníes

La religión de los antiguos iraníes se centraba, sobre todo después de la reforma llevada a cabo por Zoroastro, en el servicio del verdadero dios Ormuzd (Ahura Mazda), cuya voluntad es la verdad y cuyo reino es el bien. Esta religión de tan elevada moral promueve una vida de pureza, el cumplimiento consciente de todos los preceptos morales y litúrgicos y el rechazo positivo del Demonio y de todas las fuerzas demoníacas. Si la antigua religión de India fue esencialmente una de sacrificio, la religión de los antiguos persas puede ser descrita como una de obediencia. En el antiguo Avesta, el libro sagrado de los persas, la guerra entre el dios bueno Ormuzd y el Diablo termina escatológicamente con la victoria total del dios bueno. En ese sentido, podemos afirmar que el antiguo Parsismo era monoteísta. Empero, el Avesta posterior enseña un dualismo teológico, en el que malvado anti-dios Ahriman es presentado como un principio absoluto que se opone al dios bueno Ormuzd. Tal enseñanza ya se había dejado entrever en muchos poemas didácticos (Gâthas) del anterior Avesta. El sacrificio y la oración tienen como objeto paralizar las maquinaciones diabólicas de Ahriman y sus demonios. El elemento esencial del culto avéstico era la adoración del fuego, que no tenía relación alguna con los templos del fuego. Tal como los modernos mobeds de India, los sacerdotes llevaban altares portátiles y en ellos podían ofrecer sacrificios en cualquier parte. Los templos del fuego, sin embargo, se erigían a temprana hora y en ellos los sacerdotes entraban a las salas sagradas del fuego cinco veces al día para cuidar el fuego que ardía en vasos metálicos, alimentados con maderas aromáticas. En una antecámara se preparaban el haoma intoxicante (la contraparte de la bebida india del soma) y el agua bendita, y se ofrecía a los dioses el sacrificio de carne (myazda) y pan (darun). El ahoma, la bebida de la inmortalidad, no sólo guiaba a los humanos hacia la vida eterna, sino que era una bebida de los dioses también. En el Avesta posterior, esta bebida, que originalmente era únicamente un elemento cultual, fue formalmente deificada e identificada con la divinidad. No sólo eso, sino que hasta los vasos sagrados, usados en la fabricación de la bebida a partir de las ramas del haoma, fueron alabados y adorados en los cantos de alabanza. Merecen mención también las ramas sacrificiales que eran utilizadas como ramas de oración o varas mágicas, atadas como prolongación de las manos. Después de la reducción del reino de los Sassanidas a manos de los árabes (642 d.C), la religión persa quedó condenada a morir, y la mayor parte de sus seguidores terminó convirtiéndose al Islam. Además de algunos pequeños restos que quedan en la Persia moderna, algunas comunidades de buen tamaño aún existen en la costa occidental de India, en Guzerat y Bombay, lugares a donde migraron gran cantidad de Parsis.

Entre los Griegos

La religión de la antigua Grecia era un alegre politeísmo muy estrechamente relacionado con la vida ciudadana. El antiguo Consejo Amfictiónico era una confederación de Estados que tenía como propósito tener un santuario común. El objeto de las acciones religiosas, oraciones, sacrificios y ofrendas votivas, era obtener el favor y la ayuda de los dioses, siempre recibidos con sentimientos de asombro y agradecimiento. Las ofrendas de sacrificio, cruentas e incruentas, eran generalmente artículos de consumo humano. A los dioses superiores se les ofrecían pastelillos, panes, frutas y vino. A los dioses inferiores, panes de miel y, como bebida, una mezcla de leche, miel y agua. La consagración sacrificial frecuentemente consistía simplemente en la colocación de los alimentos en recipientes a los lados de los caminos o en montículos funerarios con objeto de contentar a los dioses o a los difuntos. Usualmente se reservaba una porción para consumir y con ello solemnizar la fiesta sacrificial en unión con los dioses, o el sacrificio de los dioses inferiores en el Hades. Pero nada debía sobrar. Los grandes banquetes de los dioses (theoxenia) eran tan bien conocidos por los griegos como los leotisternia por los romanos. Los sacrificios se quemaban sobre el altar, en forma de holocaustos. El incienso se añadía a casi todos los sacrificios como una ofrenda secundaria, aunque también había ofrendas especiales de incienso. Quien ofrecía los sacrificios llevaba ropa limpia y guirnaldas alrededor de la cabeza, rociaba sus manos y el altar con agua bendita y salpicaba con oraciones solemnes la comida sacrificial sobre la cabeza de las víctimas (puercos, chivos y gallos). La música de flautas acompañaba la muerte de la víctima y se hacía que la sangre corriera a través de unos agujeros hacia los depósitos sacrificiales. El mérito del sacrificio en gran medida se calculaba por su costo. Los cuernos de la víctima se cubrían de oro, y en los festivales se realizaban las hecatombes; lo más normal era sacrificar doce, pero sobre todo, tres víctimas (trittues). Incluso hasta los tiempos históricos, en casos de extrema aflicción, se ofrecían víctimas humanas. El centro del culto griego eran los sacrificios, y no se tomaba ningún alimento hasta que no se ofreciese una libación de vino ante los dioses. Entre las características peculiares de la religión griega puede mencionarse la ofrenda votiva (anathemata), la cual (además de los primeros nacidos, el diezmo y objetos de valor) consistía en guirnaldas, calderos y los populares trípodes. El número de las ofrendas votivas- que frecuentemente eran colgadas de los robles sagrados, llegó a ser tan grande que varios Estados hubieron de erigir tesorerías en Olimpo y Delfos.

Entre los Romanos

La religión y todo el sistema de sacrificios fue considerado entre los antiguos romanos, mucho más que entre los griegos, algo propio del Estado. Habiendo poblado el mundo de dioses, genios y lares, hicieron que toda acción y condición estuviera subordinada a una deidad (dios o diosa) particular. Un calendario preparado por los pontífices daba a los ciudadanos romanos información detallada respecto a cómo debían comportarse con los dioses a lo largo del año. El propósito del sacrificio era ganar el favor de los dioses y protegerse de sus influencias siniestras. También se programaban los sacrificios de redención (piacula) por crímenes y errores pasados. Se sabe que en los tiempos más primitivos ofrecían sacrificios de origen indo-germánico tales como el del caballo, pero también de corderos, cerdos y bueyes. A partir de ciertas costumbres (arrojar muñecos de paja al Tiber y colgar monigotes de lana en las intersecciones de los caminos o en los dinteles de las casas) de períodos posteriores se puede concluir que en algún tiempo se acostumbraron los sacrificios humanos. Bajo el gobierno de los emperadores se introdujeron los cultos de varios dioses extranjeros, tales como las deidades egipcias Isis y Osiris, la siria Astartés, la diosa frigia Cibeles, etc. El Panteón Romano llegó a unir en paz a las deidades más incongruentes de todos los países. Pero ningún culto igualó al que se brindaba al dios indo-iraní de la luz, Mitra, al que los soldados y oficiales del ejército romano, así estuvieran en lugares tan distantes como el Danubio o el Rhin, no dejaban de ofrecer sacrificios. Los ritos llamados “taurobolia”, que se realizaban en honor del dios matador de reses, Mitra, fueron introducidos desde el Oriente. El taurobolium consistía en una ceremonia vergonzosa en la que los adoradores de Mitra hacían fluir por sus espaldas desnudas la sangre aún tibia de una res recién sacrificada, mientras yacían en unas zanjas. Pensaban que con ello obtendrían no sólo fuerza física sino renovación mental y regeneración.

Entre los Chinos

La religión de los chinos, una extraña mezcla de naturalismo y culto a los antepasados, estaba indisolublemente vinculada con el Estado. El sinismo más antiguo era un perfecto monoteísmo. Sin embargo, estamos más familiarizados con la forma sacrificial china que nos presenta el gran reformador Confucio (siglo VI a.C.) y que permaneció en uso, sin alteraciones, durante más de 2000 años. El emperador de China era el “Hijo del Cielo” y cabeza de la religión de Estado. También era el sumo sacerdote al que pertenecía el derecho exclusivo de ofrecer sacrificios al Cielo. El sacrificio principal tenía lugar anualmente en la noche del solsticio de invierno, y se realizaba sobre el “altar del Cielo” en la parte sur de Beijing. En la terraza más alta de este altar se colocaba una tableta de madera que simbolizaba el alma del dios del Cielo. Había otras muchas tabletas (del sol, la luna, las estrellas, las nubes, el viento, etc.), que incluían las correspondientes a los diez predecesores inmediatos del emperador. Delante de cada tableta se hacían ofrendas de sopa, carne, vegetales, etc. En honor de los antepasados del emperador, así como del sol y la luna, se ofrecía también un toro. Ante las tabletas de los planetas y las estrellas, un becerro, un cordero y un cerdo. Simultáneamente, sobre una pira levantada al sureste del altar, se ofrecía un toro en honor del supremo dios del Cielo. Mientras ese toro era consumido por el fuego, el emperador presentaba una ofrenda de incienso, seda y caldo de carne ante la tableta del Cielo y las de sus predecesores. Una vez terminadas esas ceremonias, todos los artículos sacrificados se llevaban a hornos especiales donde eran arrojados al fuego para ser consumidos. El emperador también hacía sacrificios especiales en honor de la tierra frente a la muralla norte de Beijing, aunque en este caso las víctimas no eran quemadas sino enterradas. Los dioses del suelo y del maíz, al igual que los ancestros del emperador, también tenían sus sitios y fechas particulares de sacrificio. Los funcionarios reales representaban al emperador en la realización de los sacrificios en otras partes del territorio. En el libro clásico de los ritos, el Li-King, se dice claramente: “El hijo del Cielo ofrece sacrificios al Cielo y a la tierra; los vasallos, a los dioses del suelo y del maíz”. Aparte de los sacrificios principales, había otros de segundo o tercer rango, que eran realizados por funcionarios del reino. La religión popular, con sus innumerables imágenes, residentes en sus templos propios, era idolatría descarada.

Entre los Egipcios

La antigua religión de Egipto, con su altamente desarrollado sacerdocio y su vasto sistema de sacrificios, marca la transición a la religión de los semitas. El templo egipcio generalmente estaba conformado por una capilla obscura en la que se hallaba la imagen de la deidad. Frente a ella se encontraba un salón con pilares (hypostilo) escasamente iluminado por una ventanilla en el techo. Y antes de ese salón estaba un patio rodeado de una serie circular de pilares. El plano del edificio nos muestra que el templo no era utilizado para asambleas populares ni para residencia de los sacerdotes, sino exclusivamente para la conservación de las imágenes de los dioses, los tesoros y los vasos sagrados. Solamente los sacerdotes y el rey tenían acceso al santuario propiamente dicho. Los sacrificios se ofrecían en el patio, a donde convergían las muy populares procesiones en las que las imágenes de los dioses eran transportadas en barcas. El ritual del culto diario del templo, sus movimientos, palabras y oraciones del sacerdote celebrante, estaban reglamentados hasta el mínimo detalle. Ante la imagen del dios se ofrecía diariamente comida y bebida, que eran colocados en la mesa de los sacrificios. La colocación de la piedra angular de un templo nuevo conllevaba el ofrecimiento de sacrificios humanos, aunque esta costumbre fue abolida en la era de los Ramasidas. Una huella de esta repugnante costumbre sobrevivió en la ceremonia de marcar sobre la víctima un sello que tenía la imagen de un hombre encadenado al que se le ponía un cuchillo al cuello. Los gobernantes del Imperio Nuevo presentaron tantas y tan costosas ofrendas votivas al dios favorito de los egipcios, Amón-Ra, que el Estado estuvo a punto de caer en bancarrota. La religión de Egipto, que posteriormente se transformó en una abominable bestiolatría, se corrompió con la destrucción del Serapeum de Alejandría (admirable templo dedicado a Serapis, una de las deidades egipcias, en donde se daba culto al buey Apis) manos del emperador oriental Teodosio I (391).

Entre los Semitas

Los babilonios y asirios merecen ser mencionados primero entre los semitas. El santuario del templo babilónico contenía la imagen del dios al que estaba dedicado, y las capillas adyacentes contenían las de otros dioses. Los sacerdotes babilonios constituían una casta privada; eran mediadores entre los dioses y los hombres, guardianes de la literatura sagrada y maestros de las ciencias. Por otra parte, en Asiria, el rey era el sumo sacerdote que ofrecía los sacrificios. De acuerdo al concepto babilónico, el sacrificio (libaciones, ofrendas de comida, sacrificios cruentos) es el debido tributo de la humanidad a los dioses, y es algo tan antiguo como el mundo. Los sacrificios son los banquetes de los dioses, y el humo que sale de las ofrendas es para ellos una fragancia. Un banquete sacrificial une al sacrificador con sus divinos huéspedes. Tanto las ofrendas quemadas como las aromáticas eran comunes a babilonios y asirios. Los dones sacrificiales incluían animales salvajes y domésticos, aves, pescados, frutas, quesos, miel y aceite. Los animales sacrificados eran generalmente machos; tenían que ser sin defecto, fuertes y gordos, ya que únicamente lo perfecto es digno de los dioses. Los animales hembras solamente eran aceptados en los ritos de purificación; los animales con defectos, únicamente en ceremonias de menor categoría. Era común también el ofrecimiento de pan sobre mesas. Se atribuía un poder purificador y redentor al sacrificio. Y claramente se expresaba la idea de la substitución, por la que el hombre era substituido por la víctima. La profunda conciencia del pecado y la culpa encuentran notable expresión especialmente en los salmos babilónicos. Los hombres eran sacrificados solamente entre lamentos por los muertos.

La demostración de que los cananeos habían llegado de Arabia (el antiguo hogar de las razas) a Palestina, y que ahí habían diseminado la cultura de los antiguos árabes, constituye un triunfo de los investigadores modernos. Mientras que la religión de Babilonia era gobernada por el curso de las estrellas (astrología), el horizonte espiritual de los cananeos era determinado por los cambios periódicos del morir y renacer de la naturaleza, y consecuentemente sólo dependía secundariamente de la influencia vivificante de los astros, especialmente del sol y la luna. La deidad tenía su asiento dondequiera que la fuerza de la naturaleza revelaba evidencias de vida. Los templos se levantaban a orillas de los ríos y fuentes, porque el agua da vida y la sequía muerte. Los cananeos se sentían más cercanos de la deidad en las montañas y de ahí la popularidad del culto que se realizaba sobre las colinas (del que habla el Antiguo Testamento). En la cima se encontraba el altar, que tenía una abertura oval, y alrededor de ésta había una canaleta por la que chorreaba la sangre de la víctima. Se acostumbraba ofrecer sacrificios de niños al cruel dios Moloch, horrible costumbre contra la que la Biblia habla fuertemente. El culto de los fenicios se originó a partir de una idea inferior de la deidad, que se inclinaba a la tristeza, a la crueldad y a la voluptuosidad. Baste mencionar el culto a Baal y a Astarté, el falismo y el sacrificio de la castidad, el sacrificio de hombres y niños, que los romanos civilizados quisieron infructuosamente abolir. Los fenicios tenían algunos puntos comunes con los israelitas en lo referente a su sistema de sacrificios. La “mesa de sacrificios de Marsella” que, al igual que la “mesa de sacrificios de Cartago”, era de origen fenicio, menciona algunas víctimas de sacrificios: reses, becerros, ciervos, corderos, cabras, chivos, cervatillos y aves, salvajes y domésticos. Estaban prohibidos los animales enfermos o débiles. Los fenicios también conocían los holocaustos (kalil), los cuales eran siempre sacrificios de súplica y ofrendas parciales, que, a su vez, podían ser sacrificios de súplica o acción de gracias. La eficacia de los sacrificios de hombres y animales residía en la sangre. En los casos en los que la víctima no era consumida totalmente, los sacrificadores participaban de un banquete con música y baile.

El Sacrificio Judío

En general

No debe ser motivo de sorpresa el hecho de que tantas ideas generales y ritos encontrados en las religiones paganas también tengan un lugar en el sistema de sacrificios judíos, así como el hecho de que la religión revelada en general no rechaza en absoluto toda la religión y la ética naturales, sino que más bien las adopta y eleva a un nivel superior. La pureza ética y la excelencia del sistema sacrificial judío se puede percibir de inmediato en el hecho de que la religión oficial de Yahveh rechaza los detestables sacrificios humanos ( Dt. 12,31; 18,10). La prueba de Abraham ( Gén. 22,1 ss.) finalizó cuando Dios prohibió el asesinato de Isaac, y ordenó en su lugar el sacrificio del carnero que estaba trabado en el zarzal. Para los hijos de Israel el sacrificio humano constituía una profanación del nombre de Yahveh ( Lev. 20,1 ss.). Los profetas posteriores también elevaron sus poderosas voces en contra del perverso culto a Moloc, con su sacrificio de niños.

Es verdad que la perniciosa influencia del ambiente pagano predominó desde el tiempo del rey Ajaz hasta el de Josías a tal punto que en el malhadado Valle de Hinón, cerca de Jerusalén, miles de niños inocentes fueron sacrificados a Moloc. Es precisamente con este perverso ejemplo pagano, y no con el espíritu de la religión de Yahveh que se debe relacionar el sacrificio que realizó Jefté de mala gana, como consecuencia de su voto, de sacrificar a su propia hija ( Jc. 11,1 ss.). No se sostiene históricamente la opinión de muchos investigadores (Ghilany, Daumer, Vatke) que afirman que incluso en el servicio legítimo a Yahveh hubo sacrificios humanos; pues, aunque la ley mosaica prescribía que no sólo las primicias de los frutos de la tierra y los primogénitos del hombre se debían a Yahveh, esa misma ley ordenaba expresamente que estos últimos no debían ser sacrificados sino redimidos. El ofrecimiento de la sangre de un animal en lugar de una vida humana tuvo su origen en la profunda idea de substitución. Y tiene su justificación en las referencias metafóricas proféticas al único sacrificio vicario ofrecido por Jesucristo en el Gólgota.

La venganza de sangre (cherem) acostumbrada entre los israelitas, según la cual los enemigos y las cosas impías debían ser radicalmente exterminados (cf. Jos. 6,21 ss.; 1 Sam. 15,15, etc.) no tiene nada que ver con los sacrificios humanos. La idea de la venganza de sangre se originó, no como en varias religiones paganas, en la sed de Dios por sangre humana, sino en el principio de que los poderes hostiles a Dios debían ser eliminados del camino del Señor de la vida y de la muerte por medio de un castigo cruento. Los malditos no eran sacrificados, sino exterminados de la faz de la tierra.

Según la tradición judía, los sacrificios, tanto cruentos como incruentos, se remontan al comienzo de la raza humana. El primer sacrificio mencionado en la Biblia es el de Caín y Abel ( Gén. 4,3 ss.). Siempre iba asociados un altar al sacrificio (Gén. 12,7 ss.). Ya encontramos la comida sacrificial en tiempos patriarcales, sobre todo en relación con la firma de tratados y acuerdos de paz. La conclusión de la alianza en el Monte Sinaí también se celebró bajo los auspicios de un sacrificio solemne y un banquete ( Ex. 24,5). Posteriormente, Moisés, como enviado de Yahveh, elaboró todo el sistema de sacrificios, y fijó en el Pentateuco con la exactitud más escrupulosa las varias clases de sacrificio y sus ritos correspondientes. Como todo el culto mosaico, el sistema de sacrificios está regido por una idea central, peculiar de la religión de Yahveh: “Sean santos porque yo soy santo” ( Lev. 11,44).

Material de los Sacrificios

El nombre general del sacrificio judío fue originalmente minchah (hebreo, MCNHH; griego, anaphora, donum), que fue luego el término técnico especial para la ofrenda incruenta de alimentos, a la cual se oponía el sacrificio cruento (hebreo, ZBCH; griego, thusia, victima). De acuerdo al método de ofrecerlo, los sacrificios eran conocidos como korban (hebreo: QRBN, acercando) u ‘õlah (hebreo: `LH, ascendiendo); este último término se utilizan especialmente para nombrar el holocausto. El material del sacrificio cruento debía ser tomado de las posesiones personales del oferente, y debía pertenecer a la categoría de animales limpios. Así, por un lado, sólo se permitían animales domésticos (vacas, ovejas, cabras) de los rebaños del sacrificador (Lev. 22,19 ss.), y por lo tanto, ni peces ni animales salvajes. Por otro lado, quedaban excluidos todos los animales impuros (por ej. perros, cerdos, asnos, camellos), a pesar de que eran animales domésticos. Las palomas eran casi la única clase de ave que se podía utilizar. A los pobres se les permitía sustituir los animales más grandes por tórtolas o pichones (Lev. 5,7; 12,8). También había preceptos exactos en cuanto al sexo, edad, y condición física de los animales; como regla general tenían que estar libres de defectos, ya que sólo los mejores eran aptos para Yahveh (Lev. 23,20 ss; Mal. 1,13 ss.).

El material de los sacrificios incruentos (generalmente adiciones al sacrificio cruento o sacrificios subsidiarios) era elegido ya sea de los artículos sólidos o líquidos de la alimentación humana. El incienso aromático, símbolo de la oración que asciende a Dios, fue una excepción. El sacrificio de sólidos (minchah) consistía en parte de las espigas de maíz tostadas (o grano sin cáscara) junto con aceite e incienso (Lev. 2,14 ss.), en parte de la harina de trigo más fina con los mismos dones adicionales (Lev. 2,1 ss.), y en parte de panes sin levadura (Lev. 2,4 ss.). Dado que no solo la levadura, sino también la miel, producía fermentación en el pan, lo que sugiere podredumbre, el uso de la miel también estaba prohibido (Lev. 2,11; cf. 1 Cor. 5,6 ss.). Sólo eran leudados el pan de las primicias, que se ofrecía en la fiesta de Pentecostés, y el pan añadido a muchos sacrificios de alabanza, y estos no podían ser llevados ante el altar, sino que pertenecían a los sacerdotes (Lev. 2,4 ss.; 7,13 ss, etc.)

Por otro lado la sal era considerada como un medio de purificación y conservación, y era prescrita como un condimento para todas las ofrendas de alimentos preparadas con maíz ( Lev. 2,13). En consecuencia, entre las producciones naturales suministradas al Templo (posterior), había una gran cantidad de sal, que, como “sal de Sodoma”, se obtenía generalmente del Mar Muerto, y se almacenaba en una cámara especial para la sal ( Esd. 6,9; 7,22; Josefo, “Antigüedades”, XII, 3:3). Como parte integral de la ofrenda de alimentos siempre encontramos la libación (hebreo: NSN, griego: spondeion, libamen), que nunca se ofrecía de forma independiente. El aceite y el vino eran los únicos líquidos utilizados (cf. Gén. 28,18; 35,14; Núm. 28,7.14.); el aceite se utilizaba en parte en la preparación del pan, y en parte se quemaba con los otros dones en el altar; el vino se derramaba ante el altar. En la Ley de Moisés no se producían libaciones de leche, tales como las de los árabes y los fenicios. El hecho de que, además de los sacrificios subsidiarios, también eran habituales los sacrificios incruentos, ha sido injustificadamente impugnado por algunos protestantes en sus polémicas contra el Sacrificio de la Misa, de la que los sacrificios de comida y bebida fueron los prototipos.

Omitiendo los más antiguos sacrificios de este tipo en el caso de Caín y Abel (vea Sacrificio de la Misa), el culto mosaico reconocía los siguientes sacrificios independientes en el santuario:

  • la ofrenda de pan y vino en la mesa de propiciación;
  • la ofrenda de incienso sobre el altar de incienso;
  • la ofrenda de la luz en las lámparas encendidas del candelero de oro.

Y en el atrio exterior:

  • el minchah diario del sumo sacerdote, que, como cualquier otro minchah sacerdotal, tenía que ser consumido totalmente como un holocausto ( Lev. 6,20 ss; cf. Josefo, “Antig.”, III, 10:7);
  • el pan de los primeros frutos el segundo día de la Pascua;
  • el pan de los primeros frutos en la fiesta de Pentecostés.

De los sacrificios incruentos independientes al menos una parte se quemaba siempre como un memorial (askara, memoriale) para Yahveh; el resto pertenecía a los sacerdotes, quienes lo consumían como alimento sagrado en el atrio exterior (Lev. 2,9 ss.; 5,12 ss.; 6,16).

Los Ritos del Sacrificio Cruento

El ritual del sacrificio cruento es de especial importancia para el conocimiento más profundo del sacrificio judío. A pesar de otras diferencias, cinco acciones eran comunes a todas las categorías: la presentación de la víctima, la imposición de manos, el asesinato, la aspersión de la sangre y la quema.

La primera consistía en llevar la víctima al altar de los holocaustos en el atrio exterior del tabernáculo (o del Templo) “delante del Señor” ( Éx. 29,42; Lev. 1,5; 3,1; 4,6). Luego seguía en el lado norte del altar la imposición de las manos (o, más exactamente, el reposo de las manos sobre la cabeza de la víctima), por cuyo gesto significativo el sacrificador transfería a la víctima su intención personal de adoración, acción de gracias, petición y, especialmente, de expiación.

Si el sacrificio iba a ser ofrecido a toda la comunidad, los ancianos, como representantes del pueblo, realizaban la ceremonia de imposición de manos (Lev. 4,15). Esta ceremonia se omitía en el caso de ciertos sacrificios (primicias, diezmos, el cordero pascual, palomas) y en el caso de los sacrificios cruentos realizados a instancia de los paganos. Desde la época de Alejandro Magno se permitía la ofrenda de sacrificios, incluso por los gentiles, en reconocimiento de la supremacía de los gobernantes extranjeros; así, el emperador romano Augusto requería una ofrenda quemada diaria de dos corderos y un buey en el Templo (cf. Filo, “Leg ad Caj,”. § 10; “Contra Ap” Josefo, II, VI). La retirada de este permiso al comienzo de la Guerra Judía fue considerado como una rebelión pública contra la dominación romana (cf. Josefo, “De bello Jud.”, II, XVII, 2). La ceremonia de la imposición de manos solía ir precedida de una confesión de los pecados (Lev. 5,5 ss; 16,21; Núm. 5,6 ss.), la cual, según la tradición rabínica, era verbal (cf . Otho, “Lex rabbin”, 552).

El sacrificador mismo tenía que realizar también, al igual que la presentación y la imposición de manos, el tercer acto o asesinato mediante un corte profundo en la garganta, el cual efectuaba un derramamiento de la sangre tan rápido y completo como fuese posible ( Lev. 1,3 ss); el sacerdote realizaba la matanza sólo en caso de la ofrenda de palomas (Lev. 1,15). En tiempos posteriores, sin embargo, los sacerdotes y levitas realizaban la matanza, la desolladura y el desmembramiento de los animales más grandes, especialmente cuando todo el pueblo debía ofrecer sacrificios por sí mismo en los grandes festivales (2 Crón. 29,22 ss.).

La función sacrificial verdadera comenzaba con el cuarto acto, cuando el sacerdote derramaba la sangre, acto que, de acuerdo con la Ley, le pertenecía sólo a él (Lev. 1,5; 3,2; 4,5; 2 Crón. 29,23, etc.). Si un laico realizaba el derramamiento de la sangre, el sacrificio no era válido (cf. Mischna Sebachim, II, 1). La ofrenda de la sangre en el altar por el sacerdote formaba de este modo la verdadera esencia del sacrificio cruento. Esta idea fue realmente universal, pues “en todas partes de China a Irlanda, la sangre es lo principal, el centro del sacrificio; en la sangre reside su poder” (Bähr, “Symbolik des mosaischen Kultus”, II, Heidelberg, 1839, p. 62). Que el acto de matanza o destrucción de la víctima no era el elemento principal, se desprende del precepto de que los propios sacrificadores, que no eran sacerdotes, tenían que encargarse de la matanza. La tradición judía también designó expresamente la aspersión sacerdotal de la sangre sobre el altar como “la raíz y principio del sacrificio”. La explicación se da en Lev. 17,10 ss. “Si un hombre cualquiera de la casa de Israel, o de los forasteros que residen en medio de ellos, come cualquier clase de sangre, yo volveré mi rostro contra el que coma sangre y los exterminaré de en medio de su pueblo. Porque la vida de la carne está en la sangre, y yo os la doy para hacer expiación en el altar por vuestras vidas, pues la expiación por la vida, con la sangre se hace.” Aquí se declara en los términos más claros que la sangre de la víctima va a ser el medio de propiciación, y la propia propiciación está asociada con la aplicación de la sangre sobre el altar. Pero la propiciación por el alma cargada de culpas se logra sólo mediante la sangre en virtud de la vida contenida en la misma, que pertenece al Señor de la vida y la muerte. De ahí la prohibición estricta de “comer” la sangre, bajo pena de ser cortado de entre el pueblo. Pero en la medida en que la sangre, ya que tiene la vida de la víctima, representa o simboliza el alma o vida del hombre, la idea de la sustitución se expresa claramente en la aspersión de la sangre, tal como ya se ha expresado en la imposición de manos. Pero la sangre obtenida por el asesinato ejerce su poder expiatorio primero en el altar, donde el alma de la víctima simbólicamente cargada con el pecado entra en contacto con el poder purificador y santificador de Dios. El término técnico para la reconciliación y el perdón de los pecados es kipper “expiar” (hebreo: KPR, Piel de KPR “cubrir”), un verbo que está conectado más bien con el asirio kuppuru (limpiar, destruir) que con el árabe “cubrir, encubrir”.

El quinto y último acto, la quema, se realizaba de forma diferente, de acuerdo a si serían consumidas por el fuego la víctima completa (holocausto) o sólo ciertas partes de ella. Mediante el altar y el “fuego devorador” ( Deut. 4,24) Yahveh se apropiaba simbólicamente, como a través de su boca divina, de los sacrificios ofrecidos; esto se mostraba llamativamente en los sacrificios de Aarón, Gedeón y Elías (cf. Lev. 9,24; Jc. 6,21; 1 Rey. 18,38).

Diferentes Categorías de Sacrificio Cruento

(A) La quema de ofrendas ocupa el primer lugar entre las variadas clases de sacrificio cruento. Es llamado tanto el “sacrificio ascendente” (‘õlah) como el “holocausto” (kâlil); ( Los Setenta holokautoma; en Filo, holokauston), porque toda la víctima —con la excepción de los músculos de la cadera y la piel— se hace pasar a través del fuego para ascender a Dios en el humo y el vapor (véase holocausto). Aunque la idea de la expiación no fue excluida ( Lev. 1,4), fue relegada un poco a un segundo plano, ya que la absoluta sumisión del hombre a Dios encontraría expresión en la destrucción completa de la víctima por el fuego. El holocausto es, de hecho, el sacrificio más antiguo, más frecuente y más extendido (cf. Gén. 4,4; 8,20; 22,2 ss.; Job 1,5; 42,8). Como sacrificio “perpetuo”, tenía que ser ofrecido dos veces al día, por la mañana y por la noche (cf. Éx., 29,38 ss; Lev. 6,9 ss; Núm., 28,3 ss., etc.) Como el sacrificio de adoración por excelencia, incluía en sí todas las demás especies de sacrificio. (Respecto al altar, vea Altares (en la Escritura)).

(B) La idea de expiación recibió expresión especialmente fuerte en los sacrificios expiatorios, de los cuales se distinguieron dos clases: el sacrificio por el pecado y la ofrenda por la culpa. La distinción entre ambos estriba en el hecho de que el primero se refería más bien a la absolución de la persona del pecado (expiatio); la segunda más bien con la realización de la satisfacción por el daño hecho (satisfactio).

(1) Volviendo primero a la ofrenda por el pecado (sacrificium pro peccato, chattath), encontramos que, de acuerdo a la Ley, no todas las transgresiones éticas podían ser expiadas por él. Se excluían de la expiación todos los delitos deliberados o “pecados con la mano levantada”, que constituían una ruptura de la alianza y que le conllevaban al transgresor como castigo la expulsión de entre el pueblo, porque había “sido rebelde contra Yahveh” ( Núm. 15,30 ss.). A tales pecados pertenecían la omisión de la circuncisión (Gén. 17,14), la profanación del día de reposo (Éx. 31,14), la blasfemia de Yahveh ( Lev. 24,16), el hecho de no celebrar la Pascua (Núm. 9,2 ss.), el “comer sangre” (Lev. 7,26 ss.), trabajar o no ayunar en el Día de la Expiación (Lev. 23,21). La expiación servía sólo para delitos cometidos por ignorancia, olvido o prisa. Los ritos eran determinados no tanto por el tipo y la gravedad de las transgresiones, sino por la calidad de las personas por las que se ofrecería el sacrificio de expiación. Así, para las faltas del sumo sacerdote o de todo el pueblo se prescribía un novillo (Lev. 4,3, 16,3); por los del príncipe de una tribu (Lev. 4,23), así como en ciertos festivales, un macho cabrío; para los de los israelitas ordinarios, una cabra o cordera (Lev. 4,28; 5,6); para la purificación después del parto y algunas otras impurezas legales, tórtolas o pichones (Lev. 12,6; 15,14.29). Este último también podía ser utilizado por los pobres como el sustituto de uno de ganado menor (Lev. 5,7; 14,22). Los muy pobres, que no podían ofrecer incluso palomas, podían, en el caso de transgresiones ordinarias, sacrificar la décima parte de una “efá” de flor de harina, pero sin aceite ni incienso (Lev. 5,11 ss.). La forma de la aplicación de la sangre era diferente según los diversos grados de pecado, y consistía, no en la mera aspersión de la sangre, sino en frotarla sobre los cuernos del altar para holocaustos o el altar del incienso, después de lo cual se vertía el resto de la sangre al pie del altar. En cuanto a los detalles de esta ceremonia, se debe consultar los manuales de arqueología bíblica. Las usuales y mejores porciones sacrificiales de las víctimas (trozos de grasa, riñones, lóbulos del hígado) eran luego quemadas en el altar de los holocaustos, y los sacerdotes ingerían el resto de la víctima como alimento sagrado en el patio exterior del santuario (Lev. 6,18 ss.) Si alguna de la sangre había sido introducida al santuario, la carne tenía que ser llevado al vertedero de las cenizas y ser quemadas allí igualmente (Lev. 4,1 ss.; 6,24 ss.).

(2) El sacrificio de reparación (sacrificium pro delicto, asham) fue establecido especialmente para los pecados y transgresiones que requerían una restitución, ya sea que dañasen los intereses materiales del santuario o los de personas privadas —por ej., la apropiación indebida de regalos al santuario, defraudar al prójimo, retener la propiedad de otro, etc. (cf. Lev. 5,15 ss.; 6,2 ss; Núm. 5,6 ss.). La restitución material se calculaba en una quinta parte mayor que la pérdida infligida (por lo tanto, había que pagar seis quintos). Además, se debía ofrecer un sacrificio de reparación, el cual consistía del sacrificio de un carnero en el lado norte del altar. Se rociaba la sangre en un círculo 11alrededor22 del altar, en el que se quemaban las porciones grasas; el resto de la carne como sacrosanta era comida por los sacerdotes en el lugar santo (Lev. 7,1 ss.).

(3) La tercera clase de sacrificio cruento constaba de los “sacrificios de comunión ( ofrendas por la paz)” (victima pacifica, shelamim), los cuales se subdividían en tres clases: el sacrificio de acción de gracias o alabanza, el sacrificio en cumplimiento de un voto y las ofrendas completamente voluntarias. Los sacrificios de comunión en general se distinguían por dos características:
(a) la notable ceremonia de la “mecida” y la “elevación”;
(b) la comida sacrificial comunitaria que se celebraba en relación con ellos.

Se podían utilizar todos los animales permitidos para los sacrificios (incluso hembras) y, en el caso de los “sacrificios enteramente voluntarios”, incluso los animales que no eran completamente sin defectos ( Lev. 22,23). Hasta el acto de rociar la sangre, los ritos eran los mismos que en el sacrificio quemado, a excepción de que la matanza no necesariamente se realizaba en el lado norte del altar (Lev. 3,1 ss.; 7,11 ss.). Al igual que en sacrificio de expiación, las porciones habituales de grasa tenían que ser quemadas en el altar. Sin embargo, en el corte de la víctima el pecho y el hombro derecho ( Los Setenta, brachion; Vulg., armus) tenían que ser cortados primero por separado, y se realizaba con ellos la ceremonia de la “mecida” (tenupha) y la “elevación” (Teruma). Según la tradición talmúdica la “mecida” se realizaba como sigue: el sacerdote colocaba el pecho de la víctima sobre las manos del oferente, y luego de haber colocado sus manos debajo de las manos de esa persona, las movía hacia atrás y hacia delante en señal de la reciprocidad en el dar y recibir entre Dios y el oferente. Luego se realizaba la misma ceremonia con el hombro derecho, a excepción de que la “elevación” o “Teruma” consistía en un movimiento hacia arriba y hacia abajo. El pecho y el hombro utilizados en estas ceremonias les correspondían a los sacerdotes, que lo debían consumir en un “lugar puro” (Lev. 10,14). También recibían un pan de la ofrenda de alimentos suplementaria (Lev. 7,14). El oferente reunía a sus amigos en una comida común ese mismo día para consumir en las proximidades del santuario la carne que quedaba después del sacrificio. Se admitía a invitados levíticamente puros, especialmente los levitas y los pobres (Lev. 19 ss; Deut. 16,11), y en esta comida se tomaba vino libremente. Lo que quedaba de un sacrificio de acción de gracias o de alabanza tenía que ser quemado al día siguiente; el restante se podía comer al segundo día siguiente sólo en el caso de los sacrificios voluntarios y en cumplimiento de un voto, pero todo lo que quedase a partir de entonces tenía que ser quemado al tercer día (Lev. 7,15 ss; 19,6 ss.). La idea de los sacrificios de comunión se centra en la amistad divina y la participación en la mesa divina, en la medida en que los oferentes, en calidad de invitados y compañeros de mesa, participaban de cierta manera en el sacrificio al Señor. Pero, debido a esta amistad divina, cuando se combinaban las tres clases de sacrificio, el sacrificio de expiación por lo general precedía al holocausto, y éste al sacrificio de comunión.

Además de los sacrificios periódicos que acabamos de describir, la Legislación de Moisés reconocía otros sacrificios extraordinarios, los cuales al menos se deben mencionar. A éstos pertenecen el sacrificio ofrecido sólo una vez con ocasión de la conclusión de la alianza del Sinaí (Ex. 24,4 ss.), los que ocurrían en la consagración de los sacerdotes y levitas ( Éx. 29,1 ss.; Lev. 8; Núm. 8,5 ss.) y ciertos sacrificios ocasionales, tales como el sacrificio de purificación de un leproso curado (Lev. 14,1 ss.), el sacrificio de la vaca roja (Núm. 19,1 ss.), el sacrificio de los celos (Núm. 5,12 ss.) y el sacrificio de los nazareos (“nazir”) (Núm. 5,12 ss.). Debido a su carácter extraordinario, entre esta clase se podría incluir el sacrificio anual del cordero pascual (Éx. 12,3 ss.; Deut, 16,1 ss.) y el de los dos machos cabríos en el Día de la Expiación (Lev. 16,1 ss.). Con la aparición del Mesías, todo el sistema sacrificial de Moisés, según la opinión de los rabinos, llegaría a su fin, como de hecho lo hizo después de que Tito destruyó el Templo (70 d.C.). En cuanto a las personas que realizaban el sacrificio, vea el artículo SACERDOCIO.

Crítica Moderna

No se puede intentar aquí hacer un examen detallado de la crítica moderna en relación con el sacrificio judío, ya que la discusión involucra todo el problema del Pentateuco (véase Pentateuco). La llamada “hipótesis de Graf-Wellhausen” niega que la legislación ritual en el Pentateuco venga de Moisés. Se afirma que el establecimiento de la legislación del sacrificio comenzó por primera vez en el período del ||Cautiverios de los Israelitas | Exilio]]. Desde la época de Moisés hasta el Exilio a Babilonia el sacrificio se ofrecía libremente y sin ningún tipo de obligación legal, y siempre en el marco de una comida sacrificial alegre. Las estrictas formas del rito sacrificial minuciosamente prescrito se establecieron por primera vez en el Código Sacerdotal (P), y posteriormente se reclamó para él la autoridad divina al proyectarlos artificialmente en la era mosaica. Incluso durante la época de los grandes profetas no se conocía nada de una thora sacrificial mosaica, como lo prueba sus comentarios despectivos acerca de la inutilidad del sacrificio (cf. Is.. 1,11 ss.; Jer.. 6,19 ss.; Amós 5,21 ss.; Oseas 8,11 ss. etc.). Sin embargo, un cambio es visible en Ezequiel, donde se aprecian altamente las formas rituales de sacrificio como una ley divina. Pero es imposible adjudicar esta ley a Moisés.

Podemos responder brevemente que las declaraciones despectivas de los profetas anteriores al Exilio no son ninguna prueba para afirmar que en su tiempo no había ninguna ley sacrificial adjudicada a Moisés. Al igual que los Salmos (40(39),7 ss.; 50(49),8 ss.; 69(68),32 ss.), los profetas enfatizaron sólo la antigua y venerable verdad de que Yahveh valora más el sacrificio interior de la obediencia, y rechaza como sin valor los actos puramente sin disposiciones piadosas. Él le exigió a Caín el sentimiento correcto de sacrificio (cf. Gén. 4,4 ss.), y proclamó por medio de Samuel: “La obediencia es mejor que los sacrificios” (1 Sam. 15,22). Este requisito de disposiciones éticas no es equivalente al rechazo del sacrificio externo.

Tampoco se puede aceptar la afirmación de que Moisés no reguló legalmente el sistema sacrificial judío. De otro modo, ¿cómo los judíos podrían haberlo considerado como el fundador designado por Dios de la religión de Yahveh, la cual es inconcebible sin el servicio divino y el sacrificio? Es una suposición natural e inteligente el que durante los siglos posteriores a Moisés el culto sacrificial experimentó un desarrollo interno y externo, que alcanzó su punto culminante en el código sacerdotal existente, cuyas indicaciones aparecen en el propio Pentateuco. Toda la reorganización del culto por el profeta Ezequiel muestra que Yahveh siempre estuvo por encima de la letra de la ley, y que no estaba de ningún modo obligado a mantener la rigidez inalterable de los antiguos reglamentos. Pero los cambios y desviaciones en Ezequiel no son de tal magnitud como para justificar la opinión de que ni siquiera el principio del código sacrificial se originó con Moisés.

Es una generalización injustificada la declaración posterior de que una comida sacrificial estaba conectada regularmente con los sacrificios antiguos. Pues el holocausto (holocaustum, ‘õlah), con el que no se asociaba ninguna comida, perteneció a los sacrificios más antiguos (cf. Gén. 8,20), y es al menos tan antiguo como el de comunión (shelamim), el cual terminaba siempre con una comida. De nuevo, es antecedente al menos improbable que los sacrificios más antiguos tuvieran siempre, como se afirma, un carácter alegre y feliz, ya que la necesidad de expiación no era menor, sino que los israelitas la sentían más seriamente que las naciones paganas de la antigüedad. Donde había una conciencia de pecado, también debió haber habido la ansiedad por la expiación.

El Sacrificio Cristiano

El cristianismo conoce un solo sacrificio, el sacrificio que Cristo ofreció una vez de manera cruenta sobre el madero de la Cruz. Pero a fin de aplicarles a los hombres individuales los méritos de la redención, ganados definitivamente por el sacrificio de la Cruz, en forma de sacrificio a través de un constante sacrificio, el Redentor mismo instituyó el santo Sacrificio de la Misa como una continuidad incruenta y una representación del sacrificio cruento del Calvario. En cuanto a este sacrificio eucarístico y su relación con el sacrificio de la Cruz, vea el artículo Sacrificio de la Misa. En vista de la posición central que el sacrificio de la Cruz ocupa en toda la economía de la salvación, debemos discutir brevemente la realidad de este sacrificio.

Dogma del Sacrificio de la Cruz

El Concilio de Éfeso (431) expresó la convicción universal del cristianismo cuando declaró que el Logos Encarnado “se ofreció a Dios Padre por nosotros para olor de dulzura” (en Denzinger-Bannwart, “Enchiridion”, n. 122), un dogma confirmado explícitamente por el Concilio de Trento (Ses. XXII cap I-II, can. II-IV). El dogma es de hecho nada más que un claro eco de la Sagrada Escritura y la tradición. Si todos los sacrificios del Antiguo Testamento, y especialmente el sacrificio cruento, fueron tantos tipos del sacrificio cruento de la Cruz (cf. Heb., 8-10), y si la idea de la expiación vicaria estuvo presente en los sacrificios cruentos de Moisés, se deduce inmediatamente que la muerte en la Cruz, como el prototipo, debe poseer el carácter de un sacrificio vicario de expiación. Una prueba contundente de este razonamiento se encuentra en la perícopa de Isaías respecto al “siervo justo” de Dios, en el que se expresan claramente tres verdades:

  • la substitución del Mesías inocente por la humanidad culpable;
  • la liberación de los culpables del pecado y el castigo a través del sufrimiento del Mesías;
  • la forma de este sufrimiento y satisfacción a través de la muerte cruenta en la Cruz (cf. Is. 53,4 ss.).

El testimonio expreso del Nuevo Testamento (cf. Mt. 8,17; Mc. 15,28; Lc. 22,37; Hch. 8,28 ss.; 1 Pedro 2,22 ss.) prueba el mesianismo del pasaje, que fue injustificadamente impugnado por los socinianos y los racionalistas. La profecía encontró su cumplimiento en Cristo. Porque, a pesar de que toda su vida fue un sacrificio continuo, sin embargo, el sacrificio culminó en su muerte cruenta en la Cruz, como Él mismo dice: “…vino a servir y a dar su vida como rescate por muchos” (Mt. 20,28). Aquí se destacan tres factores: sacrificio, ofrenda vicaria y expiación. Como dan fe numerosos pasajes paralelos, la frase, “para dar su vida” ( Gr.: dounai ten psychen)) es una expresión bíblica para sacrificio; las palabras, “por muchos” (Gr.: anti pollon), expresan la idea de sacrificio vicario, mientras que el término “redención” (Gr. lytron), declara el objeto de la expiación (cf. Ef. 5,2; 2 Cor. 5,21). El racionalismo (Socino, Ritschl) busca en vano negar que San Pablo tuvo esta idea de expiación vicaria basándose en que la expresión anti pollon (en el lugar de muchos) le es ajena. Pues, aparte del hecho de que él expresa claramente en otros términos la idea de sustitución (cf. 2 Cor. 5,15; Gál. 3,13.), su frase “por muchos” (Gr. hyper pollon en lugar de anti pollon), tomada en relación con la idea de sacrificio actual en sus escritos, lleva el repleto significado “en lugar de muchos”, no sólo “en beneficio de muchos.” Esto está claramente indicado en 1 Tim. 2,6 “…que se entregó a sí mismo en rescate por todos” [Gr. antilutron uper uper panton].

Al igual que en el Antiguo Testamento el poder expiatorio del sacrificio estaba en la sangre de la víctima, así también la expiación para el perdón de los pecados se atribuye a la “Sangre del Nuevo Testamento” (vea Sacrificio de la Misa). No existe, pues, nada más precioso que la Sangre de Cristo: “…sabiendo que habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, de Cristo.” ( 1 Pedro 1,18-19). Si bien las anteriores consideraciones refutan la afirmación de ” críticos” modernos de que San Pablo introdujo por primera vez el sacrificio expiatorio de Cristo al Evangelio, sigue siendo cierto que el sacrificio cruento de la Cruz ocupa la posición central en la predicación paulina. Él habla del Redentor como Él “a quien Dios exhibió como instrumento de propiciación [Gr.: ilasterion], por su propia sangre, mediante la fe” ( Rom. 3,25).

En referencia a los tipos del Antiguo Testamento, la Epístola a los Hebreos especialmente elabora esta idea: “Pues si la sangre de machos cabríos y de toros y la ceniza de vaca santifica con su aspersión a los contaminados, en orden a la purificación de la carne, ¡cuánto más la Sangre de Cristo, que por el Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios, purificará de las obras muertas nuestra conciencia para rendir culto a Dios vivo.” ( Heb. 9,13-14). La multiplicidad y variedad, ineficacia e inadecuación de los sacrificios sangrientos de la ley mosaica se contrastan con la singularidad y la eficacia del sacrificio de la Cruz para el perdón de los pecados (cf. Heb, 9,28: “Así también Cristo, después de haberse ofrecido una sola vez [apax] para quitar los pecados de la multitud”; 10,10: “Y en virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del Cuerpo [Gr. dia tes prosphoras tou somatos] de Jesucristo”). La sangrienta muerte en la Cruz es especialmente caracterizada como una “ofrenda por el pecado”: “él, por el contrario, habiendo ofrecido por los pecados [Gr. mian uper amartion prosenegkas thusian] un solo sacrificio, se sentó a la diestra de Dios para siempre.” (Heb. 10,12; cf. 2 Cor. 5,21). El “sacrificio divino” de Cristo, cuya existencia es asumida por Thalhofer, Zill y Schoulza, no se puede deducir de la Epístola a los Hebreos. En el cielo, Cristo ya no se sacrifica, sino que simplemente, por medio de su “intercesión sacerdotal”, ofrece el sacrificio de la Cruz (Heb. 7,25; Cf. Rom. 8,34).

Mientras que los Padres Apostólicos y el apologista San Justino Mártir se limitan a repetir la doctrina bíblica de la muerte sacrificial de Cristo, Ireneo fue el primero de los primeros Padres que consideró el sacrificio de la Cruz desde la perspectiva de una “satisfacción vicaria” (satisfactio vicaria); esta expresión, sin embargo, no entró en uso frecuente en los escritos eclesiásticos durante los primeros diez siglos. Ireneo hace hincapié en el hecho de que solo un Dios-Hombre podía lavar la culpa de Adán, que Cristo realmente redimió a la humanidad mediante su Sangre y ofreció “su alma por nuestras almas y su carne por nuestra carne” (“Adv. hoer.”, V, I, 1, en P.G. VII, 1121). Aunque Ireneo basa la redención sobre todo en la Encarnación, a través de la cual nuestra naturaleza viciada fue restaurada a su santidad original (“interpretación mística” de los griegos), sin embargo, él le atribuye de manera especial a la amarga Pasión del Salvador los mismos efectos que atribuye a la Encarnación: a saber la creación del hombre como Dios, el perdón de los pecados y la aniquilación de la muerte (Adv. hoer., II, XX, 3; III, XVIII, 8).

No fue tanto “bajo la influencia de los misterios greco-orientales de expiación” (Harnack) como en estrecha colaboración con Pablo y el ritual de sacrificio de Moisés, que Orígenes consideraba la muerte en la Cruz a la luz del sacrificio vicario de expiación. Pero, puesto que él sostenía preferencialmente la visión bíblica del “rescate y redención”, fue el creador de la unilateral “antigua teoría patrística de la redención”. Incidentalmente (“In Matt., XVI,8,” en P.G., XIII, 1397 ss.) hace la imprudente declaración de que el rescate representado en la Cruz se pagó al diablo —un punto de vista que Gregorio de Nisa sistematizó luego. Esta declaración fue, sin embargo, repudiada por Adamancio (“De recta in Deum fide”, I, XXVII, en PG, XI, 1756 ss.) como “el colmo de la locura blasfema” ((Gr. polle blasphemos anoia), y Gregorio Nacianceno y Juan de Damasco la rechazaron positivamente. Esta repulsiva teoría nunca se generalizó en la Iglesia, aunque la idea de los supuestos “derechos del diablo” (erróneamente derivados de Juan 12,31; 14,30; 2 Cor. 4,4; 1 Pedro 2,19) sobrevivieron entre algunos escritores eclesiásticos hasta el tiempo de Beda y Pedro Lombardo. Cualquier cosa que digan Orígenes y Gregorio de Nisa de nuestro rescate del Maligno, ambos están claros en sus declaraciones de que Cristo ofrece el sacrificio de expiación al Padre Celestial y no al diablo; por medio de su sacrificio en la Cruz Cristo realiza la redención de la esclavitud del diablo.

Como, de acuerdo con la admisión de Harnack, la idea de la expiación vicaria “es genuino entre los latinos”, podemos prescindir fácilmente del testimonio de la literatura patrística latina. . Mientras que la Iglesia Griega se adhirió a la antigua concepción mística en relación con la teoría del rescate, la doctrina de la redención recibió un nuevo avance en la “teoría jurídica de la satisfacción” de San Anselmo de Canterbury (“Cur Deus homo” en PL, CLVIII, 359 ss.); éste fue liberado de algunas crudezas por Santo Tomás de Aquino y profundizado con la “teoría ética de la reconciliación”. Una teoría completa, que emplea dialécticamente todos los factores bíblicos y patrísticos, sigue siendo un desideratum en la teología especulativa.

Problemas Teológicos

Ya se han tratado con mayor éxito con los teólogos otras preguntas difíciles respecto al sacrificio de la Cruz. Debido a la coincidencia notable y única del sacerdote, víctima y aceptador del sacrificio, una primera pregunta que surge es si Cristo fue víctima y sacerdote según su naturaleza divina o según su naturaleza humana. Sobre la base del dogma de la unión hipostática, la única respuesta es: aunque el Hombre-Dios o el Logos mismo era a la vez sacerdote y víctima, era ambos, no en función de su naturaleza divina, sino a través de la función de su humanidad. Pues, dado que la naturaleza divina era absolutamente incapaz de sufrir, no era más posible para Cristo actuar como sacerdote según su naturaleza divina, de lo que era para Dios el Padre o el Espíritu Santo.

En cuanto a la relación entre el sacerdote y el aceptador, por lo general se indica en la explicación que Cristo actúa sólo como sacerdote sacrificador, y que solo Dios Padre recibe el sacrificio. Esta opinión es falsa. Aunque el Concilio de Trento (Ses. XII, cap. I) menciona al Padre como el único aceptador, esto no es más que una apropiación, la cual no excluye ni al Hijo ni al Espíritu Santo en el asunto de la aceptación. El aceptador del sacrificio de la Cruz es, pues, el Dios ofendido, o toda la Trinidad, a la que también pertenece Cristo como Logos e Hijo de Dios. Uno debe, sin embargo, distinguir entre la divinidad y la humanidad de Cristo y decir: mientras Cristo como Dios, junto con el Padre y el Espíritu Santo, aceptó su propio sacrificio en expiación de la Deidad ofendida, como hombre ofreció este mismo sacrificio en forma vicaria a la Santísima Trinidad. Si bien esta coincidencia de las tres funciones de sacerdote, víctima y aceptador en el mismo Cristo puede constituir un misterio, sin embargo, no contiene ninguna contradicción (cf. Agustín, “De civ. Dei”, X, xx).

Un tercer problema de gran importancia se refiere a la naturaleza de la actio sacrifica en el sacrificio de la Cruz. ¿Consistió el acto de sacrificio en la muerte de Cristo en la cruz? Esta pregunta debe ser contestada con una negativa decidida; de lo contrario, habría que decir que la función de sumo sacerdote en el sacrificio de la Cruz fue ejercido, no por Cristo, sino por sus torturadores y sus esbirros, los soldados romanos. En los sacrificios mosaicos la esencia del sacrificio estaba también, no en el asesinato real de la víctima, sino en el derramamiento, o más bien en la aspersión, de la sangre. En consecuencia, el sacrificio de la Cruz, en el que Cristo funciona como único sacerdote, debe igualmente ser referido a la oferta gratuita de su Sangre por nosotros, los hombres, por cuanto el Redentor, mientras que exteriormente se sometía el violento derramamiento de su Sangre a manos de sus verdugos, al mismo tiempo la ofrecía a Dios en espíritu de sacrificio (cf. Juan 10,17 ss; Heb.. 9,22; Pedro 1,2).

Teoría del Sacrificio

A la vista del extenso material histórico que hemos reunido tanto de la práctica pagana como de las religiones divinamente reveladas, ahora es posible ensayar una teoría científica del sacrificio, cuyas principales líneas se extraen naturalmente de los sistemas de sacrificios judíos y cristianos.

1. Universalidad del Sacrificio:

Uno de los rasgos especialmente característicos que la historia de las religiones pone ante nosotros es la amplia difusión, incluso la universalidad, del sacrificio entre la raza humana. Es verdad que Andrew Lang (“The Making of a Religion”, Londres, 1899) sostiene la opinión improbable de que en un principio el Dios supremo, majestuoso y celestial era tan poco venerado con sacrificios como lo es hoy día entre ciertas tribus de África y Australia; que incluso en el yahvismo de los israelitas el culto sacrificial era más bien una degeneración que un avance ético-religioso. De acuerdo con esto (añaden otros investigadores) está el hecho de que en muchas características el ritual sacrificial de Moisés fue simplemente tomado del ritual pagano de los egipcios, babilonios y otros pueblos semitas. Es notable también que muchos Padres de la Iglesia (por ejemplo, Crisóstomo) y escolásticos, y entre los judíos, Maimónides representaban los sacrificios mosaicos como una mera concesión que Dios hizo a la debilidad del carácter judío con el fin de alejar al pueblo elegido de los horrores del sacrificio sangriento a los ídolos.

Sin embargo, este punto de vista unilateral no puede mantenerse ante el tribunal de la historia o de la psicología de la religión. Nada es psicológicamente tan inteligible como la derivación del sacrificio del naturalmente religioso corazón del hombre, y la historia de todos los pueblos demuestra de manera similar que apenas ha existido o existe hoy día una sola religión sin algún sacrificio. Una religión sin ningún sacrificio parece casi una imposibilidad psicológica, y es al menos antinatural. Lo que ha resultado de la degeneración es la total falta de sacrificio en algunas tribus africanas y australianas, en lugar de los numerosos sacrificios de Moisés. Si Dios hubiera concedido los sacrificios cruentos simplemente debido a la debilidad de los hijos de Israel, como se afirmó arriba, habría promovido, en lugar de reprimir, la propagación de la idolatría pagana, sobre todo si el ritual de sacrificio también hubiese sido tomado de las religiones paganas. Aquí, como en otros lugares paralelos en otras religiones no demuestran ningún préstamo, a menos que tal sea apoyado por evidencia histórica estricta, e incluso los préstamos reales en su nuevo hogar pueden haber sido inspirados con un espíritu completamente nuevo.

La adopción de la sustancia del paganismo en el sistema sacrificial de Moisés es desmentida en especial por la anti-pagana y única idea de la santidad por la que se distingue todo el culto judío (cf. Lev. 11,44), y que muestra la Thora sacrificial como una sola pieza. Un editor posterior nunca le hubiese podido imprimir el sello de la santidad a un ritual compuesto por fragmentos paganos sin que el paganismo puro se asomara a través de las costuras y uniones. Por lo tanto, uno debe, tanto antes como después del código sacerdotal (salvo añadidos posteriores y adaptaciones a las nuevas circunstancias), considerar la Thora sacrificial como verdaderamente mosaica, y ver en ella no sólo la expresión de la naturaleza humana, sino también de la voluntad Divina.

Una notable excepción a la regla general es el islamismo, que no conoce ni sacrificio ni sacerdote; el sacrificio es reemplazado por un estricto ritual de oración, con el que se asocian las abluciones religiosas y la limosna Una vez más, mientras que el budismo genuino rechaza el sacrificio, esta regla estaba lejos de obtener en la práctica, pues el lamaísmo en el Tíbet tiene sacrificios por los muertos, y el budista promedio del pueblo ofrece sacrificios incruentos a su buda. El hindú ofrece flores, aceite, comida e incienso a sus ídolos, y le mata víctimas al dios Shiva y a su esposa. Y ni siquiera la creencia protestante carece de sacrificio, ya que, a pesar de su rechazo a la Misa, al menos reconocen la muerte de Cristo en la Cruz como el gran sacrificio del cristianismo.

2. Clases de Sacrificio:

La naturaleza misma sugirió a la humanidad los dos tipos principales de sacrificio, el cruento y el incruento, y por lo tanto, ambos eran conocidos en los primeros tiempos. Apenas se puede decidir a cuál de los dos se le reconocerá prioridad histórica, pues se pueden ofrecer igualmente buenos fundamentos para la mayor antigüedad del sacrificio incruento como para el sacrificio cruento. Las primeras menciones históricas de los sacrificios encontradas en la Biblia las hace coetáneas, pues Caín como labrador ofreció los frutos del campo, mientras que su hermano Abel como pastor ofreció víctimas cruentas ( Gén. 4,3 ss.).

En cuanto a las religiones paganas, muchos historiadores de la religión abogan por la prioridad del sacrificio incruento. Porfirio y Teofrasto también expresaron la opinión de que los primeros sacrificios consistían en plantas y flores, que eran quemados en honor de la deidad. El soma-haoma, una libación común tanto al vedismo hindú como al parsismo iraní, debe remontarse a los tiempos primitivos, cuando los indios y los iraníes todavía formaban un gran pueblo. Se desconoce cómo los indios vinieron a ofrecer su muy antiguo sacrificio de caballo. Es una mera conjetura suponer que tal vez la transición general de una dieta vegetariana a una dieta carnívora, según relatado por Noé (cf. Gén. 9,3 ss.), ocasionó el aumento de los sacrificios de animales. La rara ocurrencia de matar un animal se convirtió en un festival, que se celebraba con sacrificios. Entre los primeros hebreos el sebach (sacrificio cruento) fue un “festival de matanza”, con el que se asoció inseparablemente el sacrificio cruento.

La introducción de sacrificios cruentos entre los iraníes es más fácil de explicar, ya que, sobre todo en el zoroastrismo, se estimaba un gran mérito el destruir los animales nocivos pertenecientes al dios impío Ahrimán, y, eventualmente sacrificarlos al dios bueno Ormuz; sin embargo, no podemos ir más allá de conjeturas. Los arqueólogos clásicos sostienen con razón que el sacrificio incruento fue practicado entre los antiguos griegos, con el argumento de que en Homero la palabra griega: thuein ( Lat. suffire) no significaba “matar” u “ofrecer como sacrificio cruento” (como lo fue en el griego post-homérico), sino más bien “ofrecer un sacrificio humeante” (incienso). Es posible que incluso los cultos crueles y voluptuosos de Asia Anterior al principio también ofreciesen solamente sacrificios vegetales, ya que la idea fundamental de su religión, la muerte y el renacimiento de la naturaleza, se expresa de forma más clara e impresionante en el mundo vegetal; sin embargo, todo esto es puramente hipotético. La observación de que el sacrificio humano una vez se extendió por toda la tierra deja espacio también para el supuesto de que el sacrificio cruento en la forma de hombres sacrificados reclama la prioridad cronológica, cuya horrible costumbre, según avanzaba la civilización avanzada, fue reemplazada por el sacrificio de animales. Pero entre muchos pueblos (por ejemplo, los cananeos, fenicios y los antiguos mexicanos) ni siquiera la posesión de una alta cultura logró abolir los detestables sacrificios humanos. Pero, sea cual sea la opinión que se tome sobre la cuestión de prioridad, es indudable que tanto los sacrificios cruentos como los incruentos se remontan a tiempos prehistóricos.

No sin su significado para la idea científica de sacrificio es el hecho de que el material de los sacrificios cruentos e incruentos se tomaba regularmente a partir de cosas usadas como alimento y bebida, y de hecho, de lo mejor de estos productos. Esta circunstancia muy general proporciona evidencia de que el don sacrificial debe ser tomado de las pertenencias del sacrificador y debe estar asociado, como un medio de sustento, con su vida física. El sacrificio independiente del incienso solo requiere otra explicación; esta es suministrada por el olor fragante, que simboliza bien la dulzura de la ofrenda ascendente de la oración o la graciosa aceptación del sacrificio por la deidad. El sacrificio cruento, debido a su conexión simbólica con la vida del hombre, fue especialmente expresivo de total donación de sí mismo a la divinidad. En la ruda opinión del ingenuo hombre natural, el olor ascendente del incienso aliviaba los órganos olfativos de los dioses. Especialmente ruda fue esta materialización indigna de sacrificio en el vedismo hindú (la bebida soma) y en la historia babilónica del Diluvio, donde se dice: “Los dioses aspiran en el fragante olor; como moscas, los dioses se reunieron sobre el sacrificador.” Incluso la expresión del Antiguo Testamento, “olor grato para Dios” (odor suavitatis), fue originalmente una adaptación de las ideas ingenuas de los pueblos nómadas incultos (cf. Gén. 8,21; Lev. 1,17; etc.), un antropomorfismo que fue cada vez más claramente reconocido como tal según los israelitas avanzaron en su refinamiento ético de la idea de Dios. No se debe poner el tesoro en la grandeza o el valor material de las ofrendas de sacrificio, ya que Yahveh estaba por encima de la necesidad, sino en el verdadero sentimiento de sacrificio, sin el cual, según lo declarado por los Profetas (cf. Is. 1,11 ss.; Oseas 4,8; Mal. 1,10), todos los sacrificios externos eran no sólo inútiles, sino incluso censurables.

3. Ritos de Sacrificio:

Mientras que el sacrificio mismo se origina espontáneamente en el impulso natural del hombre inclinado a la religión, los ritos particulares, dependiendo de la ley y la costumbre, muestran una variedad múltiple en diferentes momentos y lugares. Entre los diferentes pueblos el ceremonial del sacrificio de hecho ofrece un panorama muy variado. Si hacemos hincapié sólo en aquello que era general y común a todos, el rito sacrificial más simple consiste en la mera exposición de los dones en un lugar santo, como por ejemplo el pan de la proposición ( panis propositionis) de los israelitas y los babilonios, o las ofrendas votivas ( anathemata) de los griegos. Con frecuencia, la idea de agasajar a los dioses o a los muertos está evidentemente relacionada con la ofrenda de alimentos y bebidas, por ejemplo, entre los indios, egipcios y griegos. Incluso en la historia antigua de Israel es perceptible esta idea de agasajo, aunque espiritualizada ( Jc. 6,17 ss.; 13,15 ss.). Se consideraban como verdaderos sacrificios en el sentido estricto solamente aquellos en los que se efectuaba una alteración real en el don sacrificial al momento de ofrecerlo. Mediante esta inmutación no solo se retiraban los dones de todo uso profano, sino que también eran completamente entregados al servicio y posesión de Dios o de los dioses.

Con este objetivo en mente los comestibles o víctimas sacrificiales eran total o parcialmente quemados, mientras que las libaciones se derramaban como ofrendas bebibles. La forma más antigua parece haber sido la ofrenda total o quemada (holocausto). Mientras que solo se quemaban partes especiales de las víctimas (en su mayor parte las mejores porciones), el resto de la carne era considerada como alimento de sacrificio santo, y era comida, ya sea por los sacerdotes o por los oferentes en un lugar santo (o incluso en casa) con la idea de entrar en comunión. Sin embargo, el elemento principal en el sacrificio no era la comida sacrificial, sino más bien la aspersión de la sangre, que, como portadora de la vida, en muchas religiones se pretendía claramente que representaba al hombre mismo. Esta idea de la sustitución se ve con claridad abrumadora en el sacrificio de Cristo en la Cruz.

Entre todos los pueblos el sacrificio, como la principal y más perfecta función de la religión, se rodeaba con la mayor pompa y solemnidad; la celebración era por lo general de un carácter ligero y alegre, especialmente en el caso de los sacrificios de alabanza, petición y agradecimiento. Con el corazón alegre, el hombre se consagraba a la deidad por medio de los dones que ofrecía. El adorno externo, la música, el canto, la oración y la danza acentuaban la alegría festiva. Por otro lado el sacrificio expiatorio era de carácter grave, ya fuese con la intención de expiar pecados o de evitar la desgracia. No toda persona privada era competente para ofrecer el sacrificio; esta función le pertenecía solo a ciertas personas o sacerdotes, cuyo oficio estaba inmediatamente relacionado con los sacrificios. En los primeros tiempos, el jefe de la familia o de la tribu llevaba a cabo las funciones de sacerdote —en el antiguo Egipto, el rey, como incluso hoy en día el emperador en China (véase SACERDOCIO).

Sacrificio y altar son, como sacrificio y sacerdote, términos correlativos. Originalmente el altar consistía en una sola piedra, que por la consagración se convertía en la morada de Dios (cf. Gén. 12,7 ss.; 13,4; 28,18 ss.). En muchos pueblos el lugar del sacrificio era o bien la casa (para los sacrificios privados) o al aire libre (para sacrificios públicos). En este último caso para el sacrificio se preferían lugares especialmente seleccionados (árboles, arboledas, alturas) en una posición elevada. Entre los romanos, el altar y el hogar (ara et focus) eran considerados como requisitos indispensables para el sacrificio.

4. Origen del Sacrificio:

Dado que el sacrificio es una acción concomitante regular de todas las religiones, el sacrificio debe haberse originado, según la ley de la causalidad, de forma simultánea con la religión. En consecuencia, el sacrificio es tan antiguo como la propia religión. Es evidente que la naturaleza de la explicación de sacrificio dependerá de los puntos de vista que uno tome del origen de la religión en general.

(A) Ampliamente extendida hoy día está la teoría de la evolución, la cual, de conformidad con los principios de Darwin, trata de rastrear el origen de la religión a partir de la etapa degradada del hombre primitivo medio-animal y sin religión, y su desarrollo progresivo hacia formas superiores. El esquema de desarrollo es naturalmente diferente de acuerdo con el punto de vista personal del investigador. Como punto de partida para el estudio comparativo de las formas religiosas inferiores se suele tomar el salvaje incivilizado de hoy, el verdadero retrato del hombre primitivo (Lubbock, Tylor, etc.). Se hace un intento de construir una escala ascendente desde el fetichismo más crudo al politeísmo naturalista, a partir del cual se desarrolla el monoteísmo ético, como el producto más alto y más puro.

Hasta hace poco el animismo propuesto por Tylor fue la teoría prevalente; esta trazaba la religión desde el antiguo culto a las almas, los fantasmas, los espíritus de los antepasados, etc. (bajo la influencia del miedo). En esta etapa inicial el sacrificio no tenía otro propósito que el de la alimentación y el entretenimiento de estos seres deificados, o su apaciguamiento y conciliación, si se le atribuían disposiciones hostiles (los demonios). En los últimos tiempos los propios expertos combaten vigorosamente como insostenible esta explicación, una vez honrada como dogma en la historia de las religiones. Se ha reconocido que el animismo, su afín el fetichismo y el totemismo sólo representan elementos secundarios de muchas religiones de la naturaleza, no la esencia. “En cualquier caso”, dice Chantepie de la Saussaye, “en ninguna parte puede mostrarse una base puramente animista de la religión” (“Lehrbuch der Religionsgeschichte”, I, Tubinga, 1905, p. 12). Pero si el origen de la idea de Dios no se puede explicar a partir del animismo, el agasajo no puede haber sido la idea original del sacrificio, sobre todo porque, según las investigaciones más recientes, las religiones primitivas parecen converger más bien hacia el monoteísmo.

Al igual que en la conciencia de todos los pueblos sacrificadores los dioses permanecían sublimes sobre las almas, espíritus y demonios, el sacrificio como un don religioso trascendía por mucho la comida y la bebida. Pero, ya sea que se represente a los dioses como compañeros en el banquete, siempre apareció la idea correcta de que por su participación en los dones sacrificiales el hombre entra en comunión con los dioses, y (por ejemplo, en el caso de la antigua bebida india soma), incluso participa de la fuerza divina. El oscurecimiento de esta idea por errores antropomórficos, fomentados por el engaño sacerdotal, ciertamente dio lugar aquí y allá a la unilateral “alimentación de los dioses” (cf. Dan. 14,2 ss.), pero esto no puede ser considerado de ningún modo como una institución primitiva. Andrew Lang (“La fabricación de una religión”, Londres, 1898) refuta muy exitosamente el animismo.

(B) Una segunda explicación naturalista, que se puede llamar la “teoría social”, deriva la religión de los instintos sociales y en consecuencia deriva el sacrificio de la comida comunitaria que se establecía para fortalecer y sellar de forma religiosa la comunidad tribal. Se supone que estas comidas comunales dieron el primer impulso al sacrificio. Estos pensamientos fundamentales se pueden desarrollar en varias maneras. Ya que el totemismo, además de su elemento religioso tiene también uno claramente social, y en este sentido se encuentra en un nivel mucho más alto que el animismo, algunos autores (especialmente W. Robertson Smith, “The Religion of the Semites”, Londres, 1894) creen que el origen de los sacrificios de animales se remonta al totemismo. Cuando los diferentes clanes o divisiones de una tribu participaban en la comida comunitaria del animal sagrado (tótem), que representaba a su dios y sus ancestros, creían que con esta comida participaban en la vida divina del animal mismo.

Se declara que el sacrificio en el sentido de ofrecer dones a la deidad, la sustitución simbólica de la vida humana por un animal, la idea de la expiación, etc., pertenece a un período mucho más tardío de la historia del sacrificio. Originalmente los dones de cereales tenían más bien el carácter de un tributo debido a los dioses, y esta idea fue luego transferida a los sacrificios de animales. Sin embargo, es muy dudoso que esta teoría totémica, a pesar de algunas sugerencias excelentes, satisfaga totalmente los hechos. Ciertamente, no debe subestimarse la fuerza social de la religión y su importancia en la formación de comunidades; pero, aparte del hecho de que el totemismo no es, no más que el animismo, una explicación del origen de la religión, la hipótesis se contradice con el hecho cierto de que en la primera época la ofrenda total u holocausto coexistían con la comida comunitaria, siendo el primero igual de viejo, si no más que el segundo. En la conciencia de los pueblos la comida sacrificial constituía no tanto un elemento del sacrificio, como la participación, la confirmación y la finalización de la misma. Bajo este mismo fundamento también se debe rechazar lo que se llama la “teoría del banquete” del fallecido obispo Bellord; la cual refiere la esencia del sacrificio a la comida, y declara imposible un sacrificio sin una comida (cf. Te Ecclesiastical Review, XXXIII, 1905, págs. 1 ss., 258 ss.). Esta teoría no es de conformidad con los hechos; pues, ya que se ve obligada a remitir la esencia del Sacrificio de la Misa únicamente a la comunión del sacerdote en lugar de a la doble transubstanciación, la verdad del sacrificio de la Cruz se puede mantener sólo en el supuesto forzado y falso que la Última Cena en su conexión orgánica con la Crucifixión imprimió en esta última su carácter sacrificial. (Para más detalles, vea SACRIFICIO DE LA MISA.)

(C) Por lo que podemos inferir a partir de la revelación, la opinión más natural y probable parece ser que el sacrificio se originó en el mandamiento positivo de Dios, ya que, por la revelación original en el Paraíso, toda la religión de la humanidad parece haber sido establecida con antelación de manera sobrenatural. La leyenda griega de la invención del sacrificio por Prometeo y el gigante Quirón, junto con leyendas similares de las religiones asiáticas, podría interpretarse como reminiscencias del origen divino de los sacrificios. El mandato positivo para el sacrificio podría, incluso después de la Caída, haber sido conservado por tradición entre los descendientes de Adán, y así se extendió entre las naciones paganas de todas las tierras. Las desviaciones idólatras a partir de la idea paradisíaca del sacrificio aparecerían así como errores lamentables, que, sin embargo, no serían más difíciles de explicar que la caída general de la raza humana. Pero, por plausible y probable que esta hipótesis pueda ser, es imposible de demostrar, y de hecho innecesaria para la explicación del sacrificio.

La Biblia no nos da ninguna información respecto al sacrificio en el Paraíso; pues la explicación de “comer del árbol de la vida” como una ofrenda sacramental es una declaración teológica individual posterior ideada por la agudeza de los teólogos, siguiendo el ejemplo de San Agustín. Pero sin recurrir a una ordenanza divina, el origen del sacrificio puede fácilmente explicarse por motivos puramente psicológicos. En consideración de la relación de filiación entre el hombre y Dios, que se sintió más profundamente en los tiempos primitivos que en los posteriores, la única evidencia de adoración interior sincera que la criatura podía dar era a costa de sacrificar algunas de sus propias posesiones, expresando así visiblemente su absoluta sumisión a la divina Majestad. Tampoco estuvo menos de acuerdo con los impulsos interiores del hombre para manifestar su gratitud a Dios mediante dones ofrecidos a cambio de beneficios recibidos, y para dar expresión a sus peticiones para nuevos favores por medio de regalos sacrificiales. Por último, el pecador podía esperar la liberación de la conciencia opresora de culpabilidad, cuando en el espíritu de contrición había reparado, a lo mejor de su capacidad, el mal hecho a la Divinidad. Mientras más infantil e ingenua la concepción de Dios formada por el hombre primitivo, más natural y fácil era para él la introducción del sacrificio. Un verdadero buen hijo ofrece pequeños regalos a sus padres, a pesar de que no sabe lo que van a hacer con ellos. Así, la teoría psicológica parece ofrecer la mejor explicación del origen del sacrificio.

5. Objeto del Sacrificio:

Como su “forma metafísica”, el objeto primero le da al sacrificio su contenido espiritual pleno, y vivifica los ritos externos con un alma viviente. Las religiones paganas desarrolladas concurren con la religión revelada en la idea de que el sacrificio está destinado a dar expresión simbólica a la entrega total del hombre de sí mismo en las manos del Dios Supremo con el fin de obtener la comunión con él. En el reconocimiento de la supremacía absoluta de Dios se encuentra el lado jurídico del sacrificio, y el lado ético se encuentra en el sometimiento absoluto correlativo a Dios. En ambos momentos se destaca claramente el carácter latréutico del sacrificio, ya que el sacrificio se le debe ofrecer solo a Dios, como la Primera Causa (Causa prima) y el Último Fin (finis ultimus) de todas las cosas. Incluso los sacrificios idolátricos de los paganos no perdieron de vista por completo esta idea fundamental, ya que estimaban sus ídolos como dioses. Incluso los sacrificios de acción de gracias y de petición no excluyen esta característica latréutica esencial, ya que se refieren a acciones de gracias y peticiones a la divinidad siempre adorable.

El cuarto objeto del sacrificio surge a partir de nuestra condición pecaminosa, es decir, el apaciguamiento de la ira divina. El cuádruple objeto del sacrificio suministra una explicación inmediata de los cuatro tipos de sacrificio (cf. Santo Tomás, I-II, Q. III, a. 3). Con los sentimientos de sacrificio incorporados en estos objetos está estrechamente conectada la gran importancia de la oración, la cual acompaña el rito del sacrificio en todas las religiones superiores; Grimm así simplemente declara: “El sacrificio es sólo una oración ofrecida con los dones.” La pregunta más libremente debatida, y acerca de la que los teóricos no están de acuerdo, es ¿Dónde debemos buscar el punto culminante del acto de sacrificio (actio sacrifica), en el que se expresa especialmente el objeto del sacrificio? Mientras algunos ven la culminación del sacrificio en la alteración real (immutatio), y sobre todo en la destrucción del don, otros refieren la esencia del acto sacrificial a la oblación externa del don, después que ha sido objeto de algún cambio; una tercera parte, pero no muy numerosa, considera la comida sacrificial como el elemento principal. Este último punto de vista ya se ha puesto a un lado como insostenible.

Numerosos sacrificios (por ejemplo, el antiguo holocausto y el sacrificio de la Cruz) demuestran igualmente que la comida no es esencial. Una vez más, la importancia de la sangre, que los judíos evitaban, despreciaban e incluso prohibían como un medio de alimentación, no encuentra ninguna expresión en la teoría del banquete. Que la destrucción del don (especialmente el asesinato) no puede constituir la esencia del sacrificio se desprende del hecho de que la aspersión de la sangre (aspersio sanguinis) era considerada como la culminación, y la muerte como sólo la preparación para el verdadero acto sacrificial. De hecho, la “teoría de la destrucción”, instalada en la teología católica desde la época de Vásquez y Belarmino, no armoniza con la concepción pagana histórica de sacrificio ni con la esencia del sacrificio de Cristo en la cruz, ni, finalmente, con las ideas fundamentales del culto mosaico. La destrucción es como máximo el material, y la ofrenda el elemento formal del sacrificio. En consecuencia, la idea de sacrificio descansa en la entrega de sí mismo del hombre a Dios, no con el objeto de la autodestrucción ( simbólica), sino de transformación final, glorificación y deificación. Dondequiera que se asocie una comida con el sacrificio, esto significa simplemente la confirmación y certificación de la comunión con Dios, ya existente o readquirida por la expiación. Así, podemos definir sacrificio como la oblación externa a Dios de un objeto perceptible por los sentidos por un ministro autorizado, ya sea mediante su destrucción o por lo menos su transformación real, en reconocimiento al supremo dominio de Dios y para el apaciguamiento de su ira. En la medida en que esta definición se refiere al Sacrificio de la Misa, vea SACRIFICIO DE LA MISA.

Bibliografía

I. Respecto al sacrificio pagano en general vea CREUZER, Symbolik u. Mythologie der alten Völker (3ra ed., Darmstadt, 1877); WERNER, Die Religionen u. Kulte des vorchristl. Heidentums (Ratisbonaa, 1888); VOLLERS, Die Weltreligionen in ihrem geschichtl. Zusammenhang (Jena, 1909); DE LA SAUSSAYE, Lehrbuch der Religionsgesch. (2 vols., 3ra ed., Tübinga, 1905). Respecto a los sacrificios de los antiguos indios vea MÜLLER, Hibbert Lectures on the Origin and Growth of Religion as illustrated by the Religion of India (Londres, 1878); LINDNER, Die Dîkshâ oder die Weihe für das Somaopfer (1878); BERGAIGNE, La religion védique (3 vols., París, 1878-83); WEBER, Zur Kenntnis des ved. Opferrituals en Indische Studien, X y XIII; HILLEBRANDT, Das altind. Neu- u. Vollmondsopfer (1879); IDEM, Ritual-Literatur, ved. Opfer u. Zauber (1897); MUIR, Original Sanscrit Texts, III-V (Londres, 1890); HOPKINS, The Religions of India (Londres, 1893); HARDY, Die vedischbrahmanische Periode der Religion des alten Indiens (1893); IDEM, Indische Religionsgesch. (1898); OLDENBERG, Die Religion des Veda (1894); SCHWAB, Das altindische Tieropfer (1896); MACDONELL, Vedic Mythology (1897); DAHLMANN, Der Idealismus der indischen Religionsphilos. im Zeitalter der Opfermystik (Friburgo, 1901); ROUSSELL, La religion védique (París, 1909). Respecto al hinduismo consulte: MONIER-WILLIAMS, Brahmanism and Hinduism (Londres, 1891); GURU PROSAD SEN, An Introduction to the Study of Hinduism (Calcutta, 1893); CROOKE, Introduction to the Popular Religion and Folklore of Northern India (Londres, 1896); DUBOIS, Hindu Manners, Customs and Ceremonies (Oxford, 1897); SLATER, The higher Hinduism in relation to Christianity (Londres, 1902). Respecto a los iraníes, cf. HYDE, Historia religionis veterum Persarum (Oxford, 1700); WINDISCHMANN, Zoroastrische Studien (1863); SPIGEL, Eranische Altertumskunde, II (1878); DE HARLEZ, Les origines du Zoroastrisme (París, 1879); HAUG, Essays on the Sacred Language, Writings and Religion of the Parsis (Londres, 1884); DOSABHAI FRANIJI KARAKA, History of the Parsis, including their Manners, Customs, Religion and Present Position (2 vols., Londres, 1884); CASARTELI, La philos. religeuse du Mazdéisme sous les Sassanides (París, 1884); JACKSON, Zoroaster, the Prophet of Ancient Iran (New York, 1899). Respecto a los griegos, Cf. MAURY, Hist. des religions de la Grèce antique (3 vols., París, 1857-9); GIRARD, Le sentiment religieux en Grèce d’Homère à Eschyle (París, 1879); ROSCHER, Ausführliches Lexikon der griech. u. röm. Mythologie (1884); REISCH, Griechische Weihegeschenke (Viena, 1890); STENGEL, Die griech. Sakralaltertümer (1890); RHODE, Psyche (1891); GARDENER AND JEVONS, Manual of Greek Antiquities (Londres, 1895); USENER, Götternamen (1896); FARNELL, Cults of the Greek States (2 vols., Londres, 1896); GRUPPE, Griech. Mythologie u. Religionsgesch. (Munich, 1897-1906); ROUSE, Greek Votive Offerings (Cambridge, 1910); REITZENSTEIN, Die hellenistischen Mysterienreligionen (1910); PIEPERS, Qu stiones anathematic (Leiden, 1903). Respecto a los romanos, cf. BOUCHÉ-LECLERC, Manuel des institutions romaines (París, 1896); WISSOWA, Religion u. Kultus der Römer (Munich, 1902); VON PÖHLMANN, Die röm. Kaiserzeit u. der Untergang der antiken Welt (1910); GASQUET, Essai sur le culte et les mystères de Mithra (París, 1899); CUMONT, Die Mysterien des Mithra (Leipzig, 1903); PRELLER, Römische Mythologie (3ra ed., 1881-83); BEURLIER, Le culte rendu aux empereurs romains (París, 1890); WENDLAND, Die hellenist.-röm. Kultur in ihren Beziehungen zum Judentum u. Christentum (1907); DIETERICH, Eine Mithrasliturgie (2da ed., 1910). Respecto a los chinos, cf. DOUGLAS, Confucianism and Taoism (Londres, 1892); DE HARLEZ, Les religions de la Chine (Bruselas, 1891); DVORAK, Chinas Religionen (2 Vols., Leipzig, 1895-1903). Respecto a los egipcios, cf. LE PAGE RENOUF, Lectures on the Origin and Growth of Religion as illustrated by the Religion of Ancient Egypt (Londres, 1879); ERMAN, Aegypten u, ägyptisches Leben im Altertum (2 vols., 1885-88); IDEM, Die ägyptische Religion (2da ed., Berlín, 1909); BRUGSCH, Religion u. Mythologie der alten Aegypter (1888); BUDGE, The Mummy (Londres, 1893); IDEM, The Gods of the Egyptians (Londres, 1904); IDEM, History of Egypt (8 vols., Londres, 1902-); WIEDEMANN, Die Religion der alten Aegypter (1890); FLINDERS PETRIE, History of Egypt (Londres, 1894); SAYCE, Religions of Ancient Egypt and Babylonia (Londres, 1902); OTTO, Priester u. Tempel im hellenist. Aegypten (2 vols., 1902-08). Respecto a los semitas, cf. VON BAUDISSIN, Beiträge zur semitischen Religionsgesch. (Berlín, 1875-78); ROBERTSON SMITH, Lectures on the Religion of the Semites (Londres, 1899); LAGRANGE, Sur les religions sémitiques (París, 1903); ZIMMER, Beiträge zur Kenntnis der babylon. Religion (1896); HAUPT, Babylonian Elements in the Levitical Ritual (1900); HILPRECHT, Die Ausgrabungen im Bel-Tempel zu Nippur (1903); JEREMIAS, Montheistische Strömungen innerhalb der babylonischen Religion (1904); WINCKLER, Die Gesetze Hammurabis (1904); JASTROW, Die Religion Babyloniens u. Assyriens (1905); KOLDEWEY, Die Tempel von Babylon (1911); MOVERS, Das Opferwesen der Karthager (1847); CHEYNE-BLACK, Encycl. biblica, s.v. Phœnicia; SCHOLZ, Götzendienst u. Zauberwesen bei den alten Hebräern u. benachbarten Völkern (1877); SCHANZ, Apologie des Christentums, II (1905). See also the literature to PRIESTHOOD.

II. LIGHTFOOT, Ministerium templi (Rotterdam, 1699); BÄHR, Symbolik des mosaischen Kultus, II (Heidelberg, 1839); THALHOFER, Die unblutigen Opfer des mosaischen Kultus (Ratisbona, 1848); RIEHM, Der Begriff der Sühne im A. T. (Gotha, 1876); IDEM, Handwörterbuch des biblischen Altertums (Leipzig, 1884-); IDEM, Alttestamentl. Theologie (Halle, 1889); KURTZ, Sacrificial Worship of the Old Testament, tr. (Edimburgo, 1863); WANGEMANN, Das Opfer nach der hl. Schrift (1866); SCHOLZ, Die hl. Altertümer des Volkes Israel (Ratisbona, 1868); IDEM, Götzendienst u. Zauberwesen bei den alten Hebräern (Ratisbona, 1877); HANEBERG, Die reliqiösen Altertümer der Bibel (Munich, 1869); SCHEGG, Biblische Archäologie (Friburgo, 1887); LAOUENAN, Du Brahmanisme et ses rapports avec le Judaisme et le Christianisme (París, 1888); CAVE, Scriptural Doctrine of Sacrifice and Atonement (Edimburgo, 1890); SCHÄFER, Die religiösen Altertümer der Bibel (1891); SCHMOLLER, Das Wesen der Sühne in der alttestamentlich. Opferthora in Studien u. Kritiken (1891); NOWACK, Hebräische Archäologie (Friburgo, 1894); VOLCK, De nonnullis V. T. prophet. locis ad sacrificia spectantibus (Leipzig, 1893); SCOTT, Sacrifice, its Prophecy and Fulfilment (Edimburgo, 1894); BAXTER, Sanctuary and Sacrifice (Londres, 1895); SCHULTZ, Old Testament Theology, tr. (Edimburgo, 1898); FREY, Tod, Seelenglaube u. Seelenkult im alten Israel (1898); MATTHIEU, La notion de sacrifice dans l’ancien Testament et son évolution (Tolosa, 1902); GOLD, Sacrificial Worship (Nueva York, 1903); NIKEL, Genesis u. Keilschriftforschung (Friburgo, 1903); SCHRADER, Die Keilinschriften u. das A. T. (3ra ed., Berlín, 1903); ZAPLETAL, Alttestamentliches (Friburgo, 1903); KÖBERLE, Sünde u. Gnade im religiösen Leben des Volkes Israel bis auf Christus (Munich, 1905); HERRMANN, Die Idee der Sühne im A. T. (Leipzig, 1905); SCHÖPFER, Gesch, des A. T. (4th ed., 1906); KENT, Israel’s Laws and Legal Precedents (New York, 1907); BENZINGER, Hebräische Archäologie (Friburgo, 1907); MADER, Die Menschenopfer der alten Hebräer u. der benachbarten Völker (Friburgo, 1908); ENGELKEMPER, Heiligtum u, Opferstätten in den Gesetzen des Pentateuch (Münster, 1908); SMITH, The Biblical Doctrine of Atonement in Biblical World, XXXI (1908), 22 sqq.; KITTEL, Gesch. des Volkes Israel, II (Gotha, 1909); PETERS, Die jüdische Gemeinde von Elephantine-Syene u. ihr Tempel im 5. Jahrh. vor Chr. (Friburgo, 1910); ALLGEIER, Ueber Doppelberichte in der Genesis. Eine kritische Untersuchung u. eine prinzipielle Prüfung (Friburgo, 1911).

III. TANNER, Cruentum Christi sacrificium, incruentum Missæ sacrificium explicatum (Prague, 1669); CONDREN. Das Priestertum u. das Opfer Jesu Christi (Ratisbona, 1847); VON CICHOWSKI, Das alttestamentl. Pascha in seinem Verhältnis sum Opfer Christi (Munich, 1849); THALHOFER, Die Opfer des Hebräerbriefes (Dillinger, 1855); IDEM, Das Opfer des alten u. neuen Bundes (Ratisbona, 1870); BICKEL, Messe u. Pascha (Maguncia, 1871); PELL, Das Dogma von der Sünde u. Erlösung im Lichte der Vernunft (Ratisbona, 1886); IDEM, Die Lehre des hl. Athanasius von der Sünde u. Erlösung (Passau, 1888); OSWALD, Die Erlösung in Christo Jesu (2da ed., Paderborn, 1887); STRÄTER, Die Erlösungslehre des hl. Athanasius (Friburgo, 1894); ANRICH, Das antike Mysterien. wesen u. sein Einfluss auf das Christentum (Göttingen, 1894): SCHENZ, Die priesterl. Tätigkeit des Messias nach dem Propheten Isajas (Ratisbona, 1892); SEEBERG, Der Tod Christi in seiner Bedeutung für die Erlösung (Leipzig, 1895); DÖRHOLT, Die Lehre von der Genugtuung Christi (Paderborn, 1896); CHARRE, Le sacrifice de l’Homme-Dieu (París, 1899); GRIMM, Gesch. des Leidens Jesu, I (Ratisbona, 1903); FUNKE, Die Satisfactionstheorie des hl. Anselm (Münster, 1903); RITTER, Christus der Erlöser (Linz, 1903); BELSER, Gesch. des Leidens u. Sterbens, der Auferstehung u. Himmelfahrt des Herrn (Friburgo, 1903); JENTSCH, Hellentum u. Christentum (Leipzig, 1903); MUTH, Die Heilstat Christi als stellvertretende Genugtuung (Ratisbonaa, 1904); RIVIÈRE, Le dogme de la Rédemption (París, 1905); CROMBRUGGHE, De soteriologiæ christianæ primis fontibus (Lovaina, 1905); KLUGE, Das Seelenleiden des Welterlösers (Maguncia, 1905); WEIGL, Die Heilslehre des hl. Cyrill von Jerusalem (Maguncia, 1905); WEISS, Die messianischen Vorbilder im A. T. (Friburgo, 1905); FIEBIG, Babel u. das N. T. (Tübingen, 1905); FELDMANN, Der Knecht Gottes in Isajas Kap. 40-55 (Friburgo, 1907); STAAB, Die Lehre von der stellvertretenden Genugtuung Christi (Paderborn, 1908); POHLE, Dogmatik, II (Paderborn, 1909); BAUER, Vom Griechentum zum Christentum (Leipzig, 1910); HARNACK, Dogmengesch., I-II (Tübingen, 1901). Para otra literature vea Sacrificio de la Misa y sacerdocio.

IV. BECANUS, De triplici sacrificio natur, legis, grati (Lyons, 1631); OUTRAM, De sacrificiis libri duo (Amsterdam, 1678); STÖCKL, Das Opfer nach seinem Wesen u. seiner Gesch. (Maguncia, 1861); VON LASAULX, Ueber die Gebete der Griechen u. Römer (Würzburg, 1842); IDEM, Die Sühnopfer der Griechen u. Römer u. ihr Verhältnis zum Einen auf Golgatha (Ratisbona, 1854); DE MAISTRE, Eclaircissements sur le sacrifice (París, 1862); DÖLLINGER, Heidentum u. Judentum (2da ed., Ratisbona, 1868); WANGEMANN, Das Opfer nach der Lehre der hl. Schrift des A. u. N. Testamentes (Berlín, 1866); LÜCKEN, Die Traditionen des Menschengeschlechts (Münster, 1869); SCHULTZE, Der Fetischismus (Leipzig, 1871); MÜLLER, Introduction to the Science of Religion (Londres, 1873); IDEM, Lectures on the Origin of Religion (Londres, 1878); IDEM, Natural Religion (Londres, 1899); IDEM, Physical Religion (Londres, 1890); IDEM, Anthropological Religion (Londres, 1892); FAIRBAIRN, Studies in the Philosophy of Religion and History (Londres, 1876); FREEMAN-CLARKE, Ten Great Religions (2 vols., Londres, 1871-83); CAIRD, An Introduction to the Philosophy of Religion (Londres, 1880); VON HARTMANN, Das religiöse Bewusstsein der Menscheit in Stufengang seiner Entwickelung (Berlín, 1882); LIPPERT, Allgemeine Gesch. des Priestertums (2 vols., Berlín, 1883); SCHNEIDER, Die Naturvölker (2 vols., Paderborn, 1885-86); PELEIDERER, Religionsphilosophie auf geschichtl. Grundlage (2 vols., Leipzig, 1883-89); KÖPPLER, Priester u. Opfergabe (Maguncia, 1886); ROBERTSON-SMITH, Lectures on the Religion of the Semites (Londres, 1889); KELLOG, The Genesis and Growth of Religion (New York, 1892); SIEBECK, Lehrbuch der Religionsgesch. (Friburgo, 1883); JEVONS, An Introduction to the History of Religion (Londres and New York, 1896); SABATIER, La doctrine de l’expiation et son évolution historique (París, 1896); TIELE, Elements of the Science of Religion (New York, 1896); BRINTON, Religions of Primitive Peoples (New York, 1897); LANG, The Making of a Religion (Londres and New York, 1898); DE LA GRASSERIE, La psychologie des religions (París, 1899); LETOURNEAU, L’évolution religieuse (París, 1897); VON ORELLI, Allgemeine Religionsgesch. (Bonn, 1899); FRAZER, The Golden Bough (Londres and New York, 1900); IDEM, Totemism and Exogamy (Londres 1910); BORCHERT, Der Animismus oder Ursprung der Religion aus dem Seelen-, Ahnen- u. Geisterkult (Leipzig, 1900); ZAPLETAL, Der Totemismus u. die Religion Israels (Friburgo, 1900); MORRIS-JASTROW, The Study of Religion (Londres, 1901); RENZ, Die Gesch. des Messopferbegriffs, I (Freising, 1901); LUBBOCK, The Origin of Civilization and the Primitive Condition of Man (6th ed., Londres, 1902); TYLOR, Primitive Culture (2 Vols., 6th ed., Londres, 1902); BOUSSET, Das Wesen der Religion (Leipzig, 1903); DORNER, Grundriss der Religionsphilosophie (Leipzig, 1903); POHLE, Dogmatik, III (Paderborn, 1910), 317-27; PELL, Noch ein Lösungsversuch zur Messopferfrage unter Revision des Opferbegriffs (2da ed., Passau, 1911), Cf. GOURD in Revus de métaphysique et de morale (1902), 131 sqq.; MESCHLER in Stimmen aus Maria-Laach, LXIX (1905), 156 sqq.; Zeitschr. für Religionspsychologie, II (1908), 81 sqq.

Fuente: Pohle, Joseph. “Sacrifice.” The Catholic Encyclopedia. Vol. 13. New York: Robert Appleton Company, 1912.
http://www.newadvent.org/cathen/13309a.htm

Traducido por Luz María Hernández Medina

Fuente: Enciclopedia Católica