SUPERSTICION

Del latí­n superstitio, — onis.

1. Creencia extraña a la fe religiosa y contraria a la razón.

2. Fe desmedida o valoración excesiva respecto de una cosa o a una práctica. Así­ se puede hablar de superstición de la ciencia cuando se apela irrazonablemente a esta para defender una posición.

Superstición es la desviación del sentimiento y del culto religioso que debemos al verdadero Dios. Conduce a la idolatrí­a y a distintas formas de adivinación y de magia.

Atribuirle a prácticas legí­timas un valor erróneo. Muchas veces atribuyendo valor a los sacramentales y oraciones, confiando en la materialidad del acto sin la necesaria disposición interior.

Nuestra cultura está llena de supersticiones. Ej.: la †œmaldición del número 13, de los gatos negros, de pasar bajo una escalera, etc.. Todo eso demuestra una mente dominada por miedos irrazonables y una falta de conocimiento de la fe. Hay fiestas que reúnen un conjunto de supersticiones, por ejemplo, Halloween.

También es superstición el mal uso de un objeto religioso, cuando, en vez de valorarlo por lo que representa, se le atribuye un poder intrí­nseco.

Fuente: Diccionario Apologético

Atribución de un poder sobrenatural, que da “suerte”, a objetos o acontecimientos que no lo tienen. Es un error serio, producto de la fantasí­a, de la autosugestión, o mentira del Diablo.

– Dios abomina las supersticiones, magia, adivinación, santerí­a, amuletos, astrologí­a, Deu 18:10-12. Ver “Espiritismo”, “Astrologí­a”, “Santerí­a”.

– Dios lo abomina, porque es poner fe, la confianza, en algo que no vale para nada, despreciando a Dios, que es nuestro enamorado, y en quien tenemos que poner toda nuestra fe, nuestra confianza.

Ejemplos en la Biblia: Hec 16:16-18, Hec 19:18-19, Hec 28:3, Hec 28:1 52Cr 4:3-11, 1Re 20:23.

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

http://biblia.com/diccionario/

Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

ver, ADIVINACIí“N, IDOLATRíA

vet, (gr. “deisidaimonia”: “temer, o reverenciar a demonios”, esto es, dioses paganos). En la revisión 1909 aparece como adjetivo, “supersticioso” (Hch. 17:22), en la calificación que Pablo da a los atenienses; efectivamente, ellos aceptarí­an que eran adoradores de demonios en el sentido que ellos daban al término, en tanto que Pablo usa la palabra “daimõn” en el sentido peyorativo, desde la perspectiva monoteí­sta. En otro pasaje lo usa Festo, refiriéndose al judaí­smo (Hch. 25:19). Se puede aplicar propiamente el término de superstición a todo sistema de creencias que no se relaciona directamente con el Dios Trino y Uno, sino que sitúa seres intermedios en una falsa cadena mediadora y con influencias sobre diferentes aspectos de la vida y del medio en que se desenvuelven las personas. Así­, la magia, la adivinación, los sortilegios, la evocación a los muertos, y una multitud de prácticas paganas entran dentro de lo que se puede designar como superstición. (Véanse ADIVINACIí“N, IDOLATRíA.)

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

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Creencia mí­tica por la que se atribuyen poderes divinos a elementos, personas o circunstancias terrenas. La credulidad religiosa, o fantasmagórica, ha sido connatural al hombre primitivo, sobre todo cuando se enfrentaba a fuerzas naturales de las que no tení­a suficiente explicación.

Por eso ha sido tanto más abundante cuando menor fue la cultura en el tiempo o en los diversos pueblos o lugares. Y sigue siendo tanto más intensa cuanto las personas tienen menos recursos culturales para explicar hechos naturales: enfermedades, acontecimientos, hechos preternaturales, fuerzas cósmicas, parafí­sicas o parapsicológicas.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

(v. culto, espiritismo, magia, religiosidad popular, religión, religiones)

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

Este término indica generalmente y en sentido amplio un conjunto de creencias o de prácticas rituales basadas en el pensamiento mágico o en una religiosidad en cierto modo degradada, instrumental y embaucadora. Estas actitudes, según la definición más clásica, deberí­an ser propias de ambientes cultural y socialmente retrasados y lábiles. Hoy esta definición tradicional resulta incompleta en muchos aspectos: entre otras cosas, es bien sabido que toda religión “superior” ha tenido siempre cierta tendencia a definir o considerar como supersticiosas las actitudes tí­picas de otra religión que más se apartan de su forma mentis, y que toda persona irreligiosa tiende de buena gana a confundir la actitud religiosa con la superstición. Hoy la reflexión teológica más avanzada y sensible se está interesando por la superstición y por las actitudes supersticiosas, tanto desde el punto de vista de 5us causas como del de sus manifestaciones, a fin de profundizar en el conocimiento de la misma vivencia religiosa y de sus posibles aspectos inmaduros o desviados.

Se tiene además conciencia de cómo muchas veces, sobre todo en el pasado, no sólo por parte de las personas más incultas, se han vivido de forma supersticiosa y mágica, fundamentalmente materialista, algunos aspectos fundamentales de la religión cristiana (por ejemplo, los sacramentos). Esto se verifica siempre que se tiende a hacer depender la eficacia de unas palabras o de unos gestos de la ejecución o de la reiteración de los mismos. llegando por este camino a olvidar sus significados humanos y espirituales más profundos.

L. Sebastiani

Bibl.: G. Silvestri, Superstición, en NDTM, 1747-1762; p, Siwek, Herejí­as y supersticiones de hoy, Herder. Barcelona 1965; J Guitton, La superstición superada, Ceme, Salamanca 1973; J G, Frazer, La rama dorada, Fondo Cultura Económica, Madrid s1981; J. Caro Baroja, De la superstición al ateismo, Taurus, Madrid 1974.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

TEOLOGíA MORAL
SUMARIO
I. Definición.
II. Fenomenologí­a.
III. Aproximación teórica:
1. Psicológico;
2. Sociológico;
3. Antropológico.
IV. Superstición, fe y valoración moral.

1. Definición
Con el término superstición se indica, en general, un complejo de fenómenos, no siempre homogéneos, cuyo denominador común lo constituye el situarse como referente negativo y polémico respecto al contexto cultural-religioso en que se colocan. Por eso la noción se caracteriza sobre todo por lo artificioso de sus contenidos. Esto significa que una definición de superstición se articula más bien negativamente, e indica lo que contrasta constantemente de modo más o menos abierto con la concepción religiosa dominante o lo que de ella se considera no integrable en su doctrina y en su praxis.

En la noción entran todos los elementos de religiosidad, por ejemplo, prácticas, devociones, gestos, ritos, comportamientos, etc.; pero también determinados comportamientos profanos -a los que se atribuye una función religiosa o pararreligiosa implí­cita- que, oponiéndose a la religión oficial y marginados por ella, tienen una especie de vida paralela y latente, estimada siempre peligrosa y capaz de contaminar la verdad y la práctica oficial.

Si la categorí­a tiene un carácter abstracto y artificial, entonces sólo puede adquirir carácter concreto y tener aplicación en relación con el contexto definitorio y valorativo de la realidad. Así­, por ejemplo, es bien sabido que el cristianismo consideró superstición todas las demás religiones, especialmente las paganas; pero a su vez fue juzgado como superstición por los romanos, los cuales, por su parte, consideraron supersticioso al judaí­smo. Por otro lado, dentro del mismo contexto cristiano, la misma religión católica ha sido considerada supersticiosa por la confesión protestante en muchos aspectos de ritualidad sacramental, del culto de los santos y de las imágenes, de creencias varias (p.ej., indulgencias, reliquias, etc.). Por lo demás, ampliando el razonamiento, si el cuadro valorativo de su referencia es el de quienes se mueven en la óptica de una religiosidad natural o teí­sta, la misma religión positiva o revelada viene a ser juzgada supersticiosa; en cambio, para quienes se mueven en el ámbito de una concepción atea verdadera y propiamente tal, para las formas de pensamiento racionalista, cientifista y positivista, es la religión misma simpliciter la que es valorada como fenómeno de superstición. Por consiguiente, según varí­e el contexto desde el que se juzga, varí­a la determinación del fenómeno supersticioso desde la perspectiva histórica y del contenido. Queda, desde el punto de vista formal, aquel denominador común para el cual superstición es toda forma de manifestación religiosa -o con función pararreligiosa- que no corresponde al tipo de definición, religiosa o no, de la realidad; o, mejor, que no corresponde a aquel tipo de definición religiosa o no, que ha conseguido imponerse socialmente y afirmarse como la única legí­tima y ortodoxa.

Es claro que todas las formas del fenómeno supersticioso, por presentarse como exorbitantes y heterogéneas respecto al tipo dominante de definición de la realidad, son manifiestamente despreciadas, reprobadas, pero también condenadas y perseguidas con rigor; y esto ocurre también aunque su presencia se halle extendida en varios estratos de la sociedad, e incluso, desde el punto de vista cultural, conserven una vitalidad robusta y densa. Históricamente ese juicio asume formas y tonos muy dispares, y a menudo también contradictorios; en efecto, el juicio público puede ir acompañado de una actitud práctica de tolerancia y de comprensión, si no de tácita condescendencia.

Por lo que atañe al aspecto exorbitante del fenómeno supersticioso, puede decirse de forma preliminar que la superstición, juzgada desde el punto de vista religioso, desvirtúa tanto los fines como los medios ofrecidos por la religión ortodoxa. Es claro que si la manipulación afecta a los fines, se tiene una falsificación de la realidad última y esencial de la relación religiosa y se confunde y falsea la naturaleza í­ntima de la constitución del sentimiento religioso. Consiguientemente, tenemos también una alteración tanto de la concepción como de la práctica efectiva de los medios religiosos en los que se exterioriza la relación o el sentimiento religioso; es decir, viene a deformarse tanto la ejecución ritual y celebrativa de tales medios como el sentido de la eficacia que se les atribuye; esos medios, en últimos análisis, son valorados y utilizados de modo distinto por las reglas oficiales e institucionales.

Algunos autores han intentado rastrear en la etimologí­a misma del término la caracterización semántica del fenómeno. Entre las varias interpretaciones propuestas se pueden enumerar sucintamente: el término superstición es relacionado con el latino super-stare, e indicarí­a el acto subjetivo de ponerse en pie estupefacto y temeroso ante divinidades o potencias, y que indicarí­a inquietud y perplejidad; el término, referido igualmente a super-stare, indicarí­a una cierta realidad añadida y superpuesta; un “de más” respecto al dato objetivo exigido por la relación religiosa normal con la divinidad; el término se derivarí­a del latí­n superstites, e históricamente equivaldrí­a al uso romano de orar ininterrumpidamente por la supervivencia de los hijos, a los que hay que poner a seguro de la ira amenazadora de los dioses; con el tiempo el término habrí­a adquirido el significado de realidades preservadas, de testimonios supervivientes, de residuos ocultos perdurantes, de desechos avanzados que vuelven a aflorar y se mezclan o se superponen indebidamente con lo nuevo de la realidad religiosa; finalmente, el término superstición, del latí­n superstitio, referido también vagamente el término griego ek-stasis, indicarí­a un complejo de actitudes subjetivas, ligadas a formas de experiencias religiosas de obsesión personal, de misticismo visionario, de embriaguez religiosa irracional y extraña. La investigación etimológica, según se ve, es compleja e incierta. Si ofrece una aportación clarificadora, no puede decirse que sea decisiva para una categorí­a que, sin embargo, histórica y culturalmente se ha determinado con una valencia semántica especí­fica e indiscutible; si acaso, habrí­a que decir que, en muchos casos, es esa evidencia semántica la que guí­a la misma investigación etimológica. En sí­ntesis, la caracterización semántica de la superstición incluye: por una parte, aquel complejo de fenómenos que, desde el punto de vista de la religión oficial, nacen de y/ o revelan una concepción errónea y ambigua de la relación con la divinidad, así­ como una credulidad generalizada, unida a una gran ignorancia religiosa; por otra, incluye manifestaciones de religiosidad que se estima exagerada, excesiva, caprichosa, superflua y fundada en actitudes de adhesión arbitraria y obstinada a residuos tradicionales y superados.

II. Fenomenologí­a
Un análisis fenomenológico de la superstición se presenta complejo y polivalente, dada la relatividad de la categorí­a en cuanto a su contenido. Así­ pues, hay que historizar el fenómeno, coincidiendo el intento de una descripción tipológica en el fondo con una reconstrucción históricosemántica de la categorí­a. En todo caso, es cierto que el fenómeno, dentro de los distintos acentos, matices e interpretaciones, ha conservado sustancialmente la valencia semántica ya subrayada. Así­, para los griegos el fenómeno, designado con el término deisidaimonia, indicaba aquel comportamiento religioso que nací­a de un miedo no racional, inmotivado, y por ello fruto de ignorancia, en presencia de los dioses, a los cuales se atribuí­a la facultad o la voluntad caprichosa de intervenir en las vicisitudes humanas. También para los romanos el término indicaba comportamientos religiosos inmotivados. Sin embargo, para ellos más propiamente indicaba el elemento de exageración, de exceso de la práctica religiosa. Así­ pues, el término hace de paralelo de religio, expresión concreta de la verdadera relación con los dioses. El exceso de evidencia en estos comportamientos religiosos que la divinidad no exige son superfluos, inoportunos, inútiles, denotan arbitrio y desorden en quien los pone en práctica.

En conjunto, para los griegos como para los romanos, la superstición es fruto del miedo y de la ignorancia a la vez, que llevan a poner en práctica acciones rituales yprácticas religiosas encaminadas, además de a alejar el miedo mismo bajo cuya amenaza se está o las intervenciones nocivas de los dioses, a obtener también protección y benevolencia en determinadas circunstancias, o bien, por motivos de escrúpulo interior, a satisfacer de modo sobreabundante la deuda religiosa con los dioses.

Sustancialmente esta semántica del término puede observarse también en los escritos neotestamentarios donde se quiere indicar, con una valoración en todo caso no siempre negativa, una religiosidad sobreabundante y curiosa, nacida de un temor excesivo a las potencias y divinidades desconocidas o inexistentes (el término usado es deisidaimoní­a; cf Heb 17:22; Heb 25:19). En otras partes, con valoración decididamente más negativa, se quiere indicar el complejo de prácticas y de usos religiosos descaminados de origen humano, o de cultos amanerados y extraños (el término usado es ethelothreskí­a; cf Col 2:8.20). Tales cultos, ritos y comportamientos, dictados más por filosofí­as humanas o por prudencia de la carne -ahí­ entran, en el contexto neotestamentario, observancias judí­as, comportamientos legalistas y fariseos, cte—, son considerados perjudiciales y vanos, porque corren peligro de comprometer la vida auténtica del creyente.

Con la consolidación del cristianismo la categorí­a conservará el conjunto de los significados expresados por el mundo clásico y por la conceptualización neotestamentaria. Mas con el tiempo se producirá, ya desde los primeros siglos, una profundización que lleva a una clasificación cada vez más sistemática de las varias manifestaciones del fenómeno supersticioso. Esta sistematización, que puede estimarse válida todaví­a hoy, se funda en una distinción fundamental entre dos clases de supersticiones: las cultuales (o religiosas) y las no cultuales (o profanas). La clase de las supersticiones cultuales se articula en dos especies distintas: la del culto tributado a falsas divinidades (idolatrí­a) y la del culto indebido al verdadero Dios. Esta última especie se divide a su vez en dos subespecies, ya que culto “indebido” puede considerarse bien un culto falso, bien un culto superfluo. Por su parte, se definen como supersticiones no cultuales los fenómenos de la magia, de la adivinación y las vanas observancias.

Se trata de una distinción tipológica generalí­sima, ya que la fenomenologí­a de la superstición es compleja e históricamente relativa al diverso contexto cultural y religioso. La clasificación nace evidentemente en contexto cristiano, y en particular católico. Esta sistematización tipológica se inició, según se ha dicho, ya en los primeros siglos de la vida de la Iglesia. Hay que observar, sin embargo, que se producirá una progresiva ampliación del campo semántico de la categorí­a. En efecto, inicialmente superstición es un término usado para designar exclusivamente el culto idolátrico o bien todas las formas de religiosidad pagana. Será san Agustí­n sobre todo el que amplí­e la valencia semántica de la categorí­a, que se extenderá progresivamente hasta designar todas las restantes formas desviadas de religiosidad presentes en el ambiente cristiano mismo. Sucesivamente se considerará supersticiones todas las prácticas vanas, caprichosas, sobrecargadas; los comportamientos religiosos inspirados entemores inmotivados o en miedos o en escrúpulos, e igualmente todas aquellas formas de culto que provení­an de abusos varios y engendradas por curiosidad malsana y piedad exterior. Para algunos aspectos, esas supersticiones se explicarán recurriendo a la persistencia subterránea de residuos supersticiosos paganos o a contaminaciones de cultos idolátricos precristianos.

Por otra parte, hay que decir que la ampliación semántica de la categorí­a corre en san Agustí­n paralelamente a la de la categorí­a de la idolatrí­a. Como en cí­rculo genético, se considerará todo supersticioso, porque se reducirá todo, directa o indirectamente, a la actitud fundamental de la idolatrí­a. Si idolatrí­a es culto negado a Dios y tributado a las criaturas, entonces -se argumentatoda forma de religiosidad impropia podrá considerarse como ejecución de un culto tributado más a las criaturas que a Dios, y por lo tanto, en el fondo, como práctica de un culto idolátrico. Partiendo de esta argumentación agustiniana se impondrá entonces aquel juicio valorativo, del que hemos hablado, que identificará sencillamente religión pagana y superstición; juicio que hará superflua una distinción, sin embargo legí­tima y obligada, entre superstición y religión en el mundo pagano y, con mayorí­a de razón, en el mundo judí­o. En cualquier caso, la manera de ver agustiniana se impondrá de hecho en la reflexión sucesiva, si bien esa reflexión se concentrará progresivamente a lo largo de los siglos sobre todo en el esclarecimiento de las caracterí­sticas esenciales del fenómeno supersticioso, entendido cada vez más como simulación de la verdadera religión.

La adulteración supersticiosa de la verdadera fe y del verdadero culto se reducirá a dos elementos decisivos, ya aludidos: el componente de falsedad y el de exceso. De la superstición entendida como culto falso al verdadero Dios se hará una fenomenologí­a a partir de aquellas formas religiosas que, si bien expresan un culto tributado a menudo con buena fe por el sujeto, revelan, sin embargo, una sustancial inadecuación y falsedad, no sólo en el sentido de servirse de signos y de sí­mbolos que son impropios e ineficaces, y por lo mismo no significativos, sino también en el sentido de que tales signos son puestos de un modo del todo arbitrario. El origen de tales supersticiones se hará remontar en el fondo a formas de reviviscencias paganas, a exageraciones de cultos idolátricos; pero se consignará también la existencia de abusos varios, de iniciativas arbitrarias sugeridas por la fantasí­a individual y por la imaginación humana, de comportamientos desviados o del todo ajenos a las reglas eclesiásticas. Será sobre todo santo Tomás quien ponga en claro en la fenomenologí­a del culto falso, por una parte, el elemento del arbitrio privado, y por otra, el elemento que hace de la superstición un uso erróneo de signos, es decir, un error lingüí­stico. Esta última adquisición, aunque históricamente no fue enseguida fecunda en interpretaciones más crí­ticas del fenómeno supersticioso en toda su variopinta fenomenologí­a, hoy es particularmente importante y decisiva.

La superstición como culto indebido será considerada además en el aspecto del componente superfluo. Una reflexión sobre el elemento de demasí­a en la religión estaba presente, como se sabe, también en la mentalidad griega y romana. Más aún: fueron sobre todo los romanos quienes introdujeron la categorí­a superstición para indicar la exageración formalista y meticulosa de la piedad para con los dioses. La reflexión cristiana, en este aspecto, al recibir contenidos de reflexión precristiana, pero también vetero y neotestamentaria, ya desde los primeros siglos, coloca el acento en la justa medida y en el equilibrio razonable que deben caracterizar al culto tributado a Dios por un espí­ritu auténticamente religioso e iluminado por la fe. Ahora bien, la superstición contradice esa exigencia de razonabilidad, porque se funda en la pretensión de dar a Dios un culto que en realidad es caprichoso y extraño. Hay que considerar entonces supersticiosas todas las prácticas inhabituales o excéntricas, las formas devocionales afectadas e inconvenientes, las manifestaciones de piedad extravagantes, las repeticiones inútiles de ritos, gestos y oraciones; las observancias meticulosas y la ejecución escrupulosa de ritos sacramentales, de fórmulas, de ejercicios morbosos de penitencia, etc. En resumen, hay que notar que ese carácter de exageración -que obviamente puede mezclarse con todas las formas de culto de suyo válidas- se estimará vicioso y aberrante respecto a tres exigencias claramente surgidas en la reflexión cristiana. Ante todo se destacará el aspecto de diversidad de la tradición de la Iglesia y de la costumbre general de los fieles; es decir, se trata de posición de actos de culto extraños a la institución divina o eclesiástica y lejanos de la tradición y del sentir común de los fieles. En segundo lugar se destacará un elemento de irracionalidad: las supersticiones son expresiones desordenadas desde el punto de vista del fin racional del culto en sí­ que se ha de tributar a Dios. Finalmente, se percibirá en el culto superfluo el elemento decisivo de la inoportunidad de las condiciones en que se realiza; ese exceso, obviamente, no ha de considerarse relativamente a la exigencia de limitar la plenitud de la relación cultual con Dios -pues la piedad no está nunca sujeta a excesos-, sino relativamente ala medida propia de todo gesto humano; al equilibrio armónico de las oportunidades y de las circunstancias de tiempo, de lugar y de modalidades expresivas, así­ como a las condiciones de posibilidad fí­sica, psicológica y mental del hombre. En resumen, el culto superfluo tiene sólo la apariencia del verdadero culto. En realidad niega el culto verdadero y sincero, destruyendo los planos de valor propios de la religiosidad, a saber: el equilibrio entre medios y fin, lo interior y lo exterior, la cantidad y la calidad, el signo y el significado, el rito y la vida, el deber y la libertad, la letra y el espí­ritu. El exceso actúa temerariamente como inversión de las prioridades esenciales y sobrecarga insensatamente la vida espiritual del creyente.

La reflexión cristiana, además de interesarse por las supersticiones cultuales, se ha preocupado también de la fenomenologí­a de las supersticiones profanas; no sólo porque no es fácil distinguir rí­gidamente las unas de las otras -en las prácticas cultuales conviven más o menos manifiestamente aspectos consistentes de supersticiones profanas-, sino también porque, si bien se trata de supersticiones profanas, revisten un significado religioso implí­cito. Partiendo de esta premisa, la reflexión cristiana ha considerado la importancia y la peligrosidad de las varias supersticiones profanas y comunes, distinguiendo tres categorí­as fundamentales: magia, adivinación y vanas observancias. Se trata también aquí­ de indicaciones muy elásticas, habida cuenta de que en muchos aspectos son fenómenos que se entrecruzan recí­procamente y considerando que se trata de términos que incluyen, también singularmente, una pluralidad heterogénea de fenómenos de vario desarrollo histórico-fenomenológico y diversamente interpretados según los diferentes contextos históricos, culturales y religiosos y según las diversas adquisiciones de pensamiento o cientí­ficas maduradas en el curso de los siglos. Por eso será preciso no sólo dejar abierta la clasificación tipológica, sino sobre todo volver a aquel común denominador que, en el fondo, representa el elemento formal de toda conceptualización sobre la superstición.

Mientras, en el contexto cristiano se juzgan supersticiosos los fenómenos más varios: el espiritismo (intento de comunicarse con los espí­ritus en el contexto de sesiones de medios, que se realizan en determinadas condiciones de participación y de rí­gido ritualismo), ocultismo (complejo de técnicas consideradas capaces de poner en contacto con el mundo oculto), esoterismo (complejo de doctrinas iniciáticas propias de ciertos grupos o sectas religiosas), oniromancia (interpretación de los sueños), teosofí­a y antroposofí­a (doctrinas filosófico-religiosas que, basándose en conocimientos directamente revelados o adquiridos, ofrecen medios o técnicas para comunicarse í­ntimamente con la divinidad o para acceder directamente al mundo suprasensible), brujerí­a (fenómeno muy complejo, fundado en creencias y ritos que pretenden hacer intervenir a potencias o espí­ritus malignos en las vicisitudes humanas o naturales; con ella enlazan maleficios, encantamientos, sortilegios, exorcismos, conjuros, etc.), astrologí­a (conjunto de técnicas encaminadas a descubrir determinismos e influjos astrales en acontecimientos humanos, dirigidas a prever acontecimientos futuros), horoscopia (aplicación de los principios de la astrologí­a a los detalles del tiempo y del calendario), quiromancia (técnica de previsión del futuro partiendo de la interpretación de los signos de la mano), necromancia (técnica adivinatoria fundada en la evocación de los muertos o de los espí­ritus), cábala (pretensión de conocer el futuro interpretando signos, figuras, números, letras, etc.), uso de llevar amuletos (objetos considerados capaces de alejar los maleficios) y talismanes (mascotas), etc. Un cúmulo, pues, de fenómenos, de clasificación abierta, de fenomenologí­a singular, no siempre uní­voca, pero que puede reducirse en su conjunto a la conceptualización formal del fenómeno: a aquel sustrato mental que denuncia, en la óptica del contexto que juzga, una visión de la realidad radicada en una actitud irracional, no cientí­fica, no positiva, no iluminada por la fe, fuertemente condicionada por la ignorancia, el miedo, prejuicios, fruto de mentalidad ingenua y primitiva, que rehúsa tenazmente discutir creencias y prácticas atávicas.

La definición de estos fenómenos -reducidos a las categorí­as de la magia, la adivinación y las vanas observancias- intentada por la reflexión cristiana, suficientemente amplia y al mismo tiempo comprensiva, pone de manifiesto que se trata de un complejo de procedimientos y de técnicas humanas, de naturaleza profana, más o menos articuladas, en su mayorí­a secretas, que, aunque en niveles distintos, pero siempre relacionados en cuanto a las premisas y a las consecuencias prácticas, miran a obtener, a menudo con la pretendida intervención de fuerzas superiores o demoniacas, resultados cognoscitivos y prácticos de intereses profanos del todo desproporcionados a la naturaleza y a la eficacia propia de los medios puestos en práctica.

En lo que se refiere a la magia, se reconoce que es el intento torpe de querer dominar y someter la naturaleza y las fuerzas ocultas en ella. Se la llama negra si persigue procurar el mal a personas, animales o cosas; blanca, si se orienta a finalidades benignas.

Adivinación define aquel complejo de técnicas generadas por una curiosidad morbosa e indiscreta de pretender anticipar el conocimiento de acontecimientos futuros y desconocidos. Se sirve de la consulta de realidades fí­sicas, de astros, de animales, de espí­ritus, de sueños, de coincidencias gratuitas y de circunstancias casuales.

En las vanas observancias entre todos aquellos comportamientos fútiles, aquellas precauciones vanas, aquellas expectativas irrazonables de hechos y acontecimientos afortunados o desafortunados, de coincidencias fortuitas a las que se atribuyen significados “distintos”. Los medios a los que se recurre pueden ser figuras, cartas, palabras, hombres, dí­as faustos o infaustos, ritos mágicos; presagios obtenidos de casualidades, de afirmaciones de astrólogos, de quiromantes, de sueños, de la observancia de ciertos acontecimientos meteorológicos o de horóscopos; usó de amuletos y talismanes; recurso a signos particulares; atribución de virtudes curativas a objetos varios, también religiosos, a reliquias de santos, etc.

El interés de la reflexión cristiana está ligado, según se ha indicado, a la dimensión implí­cita de tales prácticas y al reconocimiento de un oculto significado religioso o pararreligioso en estas supersticiones; es decir, se lee en ellas el intento de satisfacer necesidades humanas fundamentales; el esfuerzo, aunque desafortunado, de encontrar respuesta a los interrogantes profundos de la existencia humana, la necesidad de una vivencia ritual o celebrativa en los momentos decisivos de la vida o en la toma de opciones importantes; la necesidad de hacer frente a crisis existenciales de í­ndole varia, individuales o colectivas; o, en cualquier caso, la oportunidad de tomar cautelas ante la amenaza siempre constante de riesgos del futuro, ante las incertidumbres que hacen temible e imponderable la verificación de ciertos acontecimientos extraordinarios y ante la precariedad de fondo que caracteriza a toda la vida humana. Magia, adivinación, vanas observancias, con frecuencia imitando o manipulando inadecuadamente la estructura fundamental del acto religioso y su traducción simbólica y ritual, responden, pues, en conjunto, a necesidades fundamentalmente religiosas.

Mas si para el conjunto de estas supersticiones profanas se subraya su oculta funcionalidad religiosa y su naturaleza de acción sustitutiva de la verdadera fe, por otra parte se pone de manifiesto la inconsistencia, lo irrazonable, lo vano de la búsqueda, el desorden de los deseos y la ingenuidad ridí­cula que las caracteriza; y se reconoce que, en formas que ciertamente hay que diferenciar desde el punto de vista de la valoración ética, se ve afectado y tocado el ser del hombre, el significado profundo de su vida, la dimensión auténtica de los actos humanos y por lo mismo, en última instancia, también la dimensión religiosa de la existencia. En las diversas formas supersticiosas el hombre pierde el camino auténtico de lo que puede salvarlo y pone su confianza en remedios completamente ineficaces, ilusorios y que privan de la responsabilidad, quedando así­ prisionero de la vanidad de su presunción.

III. Aproximación teórica
La complejidad del fenómeno, ya repetidamente subrayada, hace necesaria una aproximación teórica interdisciplinar a la problemática de la génesis y de la dinámica de los fenómenos reducibles a la categorí­a de “superstición”. Nos detenemos aquí­ sintéticamente en las interpretaciones que se han dado de la superstición desde el punto de vista psicológico, sociológico y antropológico.

1. PSICOLí“GICO. Desde el punto de vista psicológico la actitud supersticiosa tiene siempre como raí­z el sentido de inseguridad, de temor, de incapacidad para afrontar la realidad. Este temor y esta incapacidad son proyectados en la concepción de la divinidad en general, dando origen a una forma errónea y desviada de religiosidad que corresponde a la necesidad psicológica de seguridad, a exigencias inconfesadas de protección o a la necesidad de neutralizar sentimientos de angustia y de frustración, desviaciones internas de equilibrio, perturbaciones psí­quicas de adaptación, manifestaciones de inmadurez. Es decir, el hombre prefiere refugiarse en actitudes de cautela ante supuestas potencias ocultas, poderes dominantes y amenazadores, acontecimientos inciertos e imprevisibles, situaciones lí­mite no tolerables e incontrolables.

La superstición serí­a, pues, la manifestación de una forma patológica de religiosidad que tiene su origen en la psique misma del hombre, en la caótica y compleja realidad de represión psí­quica y en la naturaleza proyectiva de los fenómenos psí­quicos. El error objetivo y la ilusión radical de la práctica supersticiosa parecen consistir, desde el punto de vista psicológico, en la confianza ingenua de poder conseguir neutralizar lo que no se quiere o no se puede afrontar directamente; de poder manipular una realidad por la cual somos de hecho manejados y manipulados; de conseguir dominar un mundo que por miedo rehusamos mirar de frente.

En este contexto es de sobra conocida la explicación que da del fenómeno la teorí­a piscoanalí­tica. Para S. Freud la superstición está radicada en factores internos al hombre y en los procesos psí­quicos de la represión inconsciente. Obviamente se da por descontada la existencia en el hombre de factores psí­quicos primordiales en continua expansión simbólica y, por otro lado, también la relación mecánica de determinados acontecimientos y hechos humanos y naturales. Partiendo de tales supuestos, el hombre pondrí­a concretamente en práctica aquel mecanismo de represión en virtud del cual se eximirí­a de su responsabilidad directa y se liberarí­a de la angustia insoportable de la decisión personal. El determinismo mágico y supersticioso de los acontecimientos asegurarí­a de tal modo un estatuto objetivo a la propia voluntad oculta y una legitimación indiscutible al propio comportamiento.

El punto de vista psicológico y psicoanalí­tico de la superstición logra indiscutiblemente dar explicaciones válidas y también sugestivas de muchos fenómenos supersticiosos, especialmente de los que más claramente manifiestan el ser del hombre presa del miedo, de la fragilidad psí­quica, de la vulnerabilidad emotiva, de la sintomatologí­a patológica. Sin embargo, es difí­cil hacer entrar en tales hipótesis de explicación todos los fenómenos supersticiosos, en especial los que no se pueden fácilmente reducen al ámbito restringido de la psique individual y que encuentran amplia difusión y estratificación en el nivel social, cultural y religioso. Por otra parte, serí­a difí­cil establecer, especialmente en el cuadro teórico del psicoanálisis, la diferencia real entre superstición y religión, ya que a menudo esta última se interpreta de hecho como fenómeno proyectivo derivado del mecanismo de la represión inconsciente. En conjunto, puede decirse que la interpretación psicológica de la superstición corre el riesgo de hacerse psicologista y aparece como fuertemente reductiva de la pregnancia humana de muchos fenómenos que sin embargo pueden definirse genéricamente como supersticiosos.

2. SOCIOLí“GICO. El punto de vista sociológico no ha tenido, en cuanto intento de interpretación teórica del fenómeno, un desarrollo especí­ficamente autónomo. La lectura sociológica ha ido acompañada casi siempre del intento de comprensión histórico-antropológico del fenómeno. En general, desde el punto de vista sociológico, se subraya el origen popular del fenómeno, y en general su ubicación social subalterna, o sea propia de los estratos sociales inferiores. Por eso el fenómeno es connotado negativamente como fenómeno de residuidad clasista: fenómeno tí­pico de la religiosidad peyorativa de los estratos marginales, más pobres, menos instruidos, de la realidad social: religiosidad cargada, por otra parte, de expresiones y de posiciones acrí­ticas, de reacciones instintivas, de mentalidad retrasada. La superstición parece ser entonces el lenguaje expresivo y ritualista que brota del estrato ideológico de una estratificación social negativamente privilegiada, y la connotación popular expresa casi siempre un juicio de valor verdadero y propio.

En este contexto es de sobra sabido la comparación entre fenómeno supersticioso y fenómeno de la religiosidad popular. Sin entrar en el fondo de una problemática, también muy compleja, como es la de la religiosidad popular, se puede aludir a las interpretaciones que la han considerado -ciertamente de forma seductiva- como fenómeno cargado de prácticas, de ritos, de tradiciones, de expresiones inspiradas todas ellas en actitudes supersticiosas y en una mentalidad mágica; consiguientemente, también en la religiosidad popular se ha visto un campo privilegiado de alienación popular y la proyección ideológica de las clases subalternas.

En todo caso la identificación de un estrato social que serí­a portador de actitudes supersticiosas encontrarí­a fundamento por lo demás, según algunos, en la naturaleza del fenómeno que se afirma, también históricamente, como reivindicación de exigencias no satisfechas del sistema dominante y por la definición religiosa ortodoxa de la realidad. Es decir, que el ámbito institucional no ofrecerí­a las respuestas adecuadas al conjunto de motivaciones espontáneas, de necesidades inmediatas que son propias de lo popular, especialmente de algunos estratos sociales marginados o de algunas clases sociales no integradas (p.ej., campesinos, pastores, etc.).

Desde el punto de vista de la sociologí­a religiosa se afirma además que la superstición tiene sus raí­ces en actitudes que no consiguen integrarse en el contexto progresivamente espiritualizados de la religión oficial. Por eso frente a una religión cada vez más refinada espiritualmente, la superstición hace valer las exigencias de lo concreto, de lo terreno, de lo visible, de lo útil y de lo inmediato. Se encarna en creencias, prácticas, gestos y ritos que piden respuestas concretas a los problemas de lo cotidiano, a los intereses y a los cálculos más individuales, a las necesidades más urgentes. Desde el punto de vista de la religiosidad oficial, el juicio Polémico sobre la superstición se funda en la opinión de que se identifica con un complejo de actitudes y de rituales pseudorreligiosos, de manifestaciones no purificadas y que no expresan una fe verdadera y madura; más aún: manifestaciones frecuentemente de signo contrario, o sea, expresiones de verdadera y auténtica incredulidad, actitudes de increencia temeraria, manipulaciones y falsificaciones interesadas de los fines y de los medios religiosos; negaciones radicales de la genuinidad de la fe, obviamente pensada -desde el punto de vista ortodoxo-en términos de vida interior, de fe simple y humilde, de ética profunda, de afinamiento espiritual.

Este juicio de valor, formulado por la religión oficial, aunque matizado y diversificado según las varias manifestaciones supersticiosas, se explica sociológicamente como mecanismo de defensa propio del cuerpo religioso dominante. Es decir, el grupo pone en marcha un sistema de defensa ideológica del patrimonio de verdad afirmado sobre los otros y realiza un estrecho control social, a menudo cargado de condena y reprobación, de aquellos elementos religiosos residuales considerados amenazadores y peligrosos. Ese control social es generado entonces por el proceso de institucionalización de la religión oficial, con el que, mientras se va definiendo de modo cada vez más rí­gido el contenido doctrinal, dogmático, ético, ritual y normativo, se opera por lo mismo una represión de los elementos rituales y doctrinales extraños y una repulsa de actitudes y de valores no integrables y desviados.

En este sentido la superstición es asimilable, en la perspectiva del análisis socio-cultural, a aquellos numerosos fenómenos -p.ej., la herejí­a, el cisma, etc- que se generan en el acto de la institucionalización y de la afirmación rí­gida de los caracteres constitutivos de la religión ortodoxa. La actitud de defensa y de control de los elementos desviados varí­a, obviamente, según la naturaleza de los elementos supersticiosos. Si, como ocurre a menudo, se trata sólo de un uso indebido de elementos religiosos de suyo lí­citos, o si se trata de observancias vanas, pero ligeras y superficiales, la actitud oficial puede hacerse flexible y comprensiva, y puede tender también a la purificación mental de las actitudes o a la corrección de los usos impropios y arbitrarios de los medios religiosos. Además, no raramente se puede establecer una forma de compromiso tácito con las formas de superstición partiendo de determinadas necesidades o de intereses constituidos, más o menos abiertamente confesados.

La interpretación sociológica del fenómeno de la superstición es válida en muchos aspectos, sobre todo por lo que atañe a los fenómenos vinculados a la problemática de la institucionalización de la religión y de la progresiva imposición del aparato ideológico y doctrinal con ella relacionado. De esto, en efecto, se generan los consiguientes procesos de control social, de eliminación de elementos culturales y de residuos no integrables, de marginación social de los grupos que son portadores de ellos. Es válida asimismo la analogí­a que desde el punto de vista sociológico se puede establecer entre fenómeno de la superstición y génesis de fenómenos particulares (herejí­as, cismas, sectas, formas de religiosidad popular, etc.) sobre la base de desviaciones posibles e históricamente determinantes entre fines institucionales y motivaciones espontáneas, entre respuestas institucionales y necesidades concretas.

Con todo, hay que considerar seductiva la interpretación sociológica, ante todo en relación con la caracterización subalterna del fenómeno supersticioso; análogamente, por lo demás, a las teorí­as que habitualmente se formulan -aunque de modo fuertemente descaminado y discutiblesobre la religiosidad popular. En segundo lugar, la interpretación sociológica respecto a la identificación de una mentalidad primitiva o prelógica subyacente a la práctica supersticiosa se presenta manifiestamente viciada por apriorismos iluministas.

Por eso hay que observar, de una parte, la necesidad de una aproximación más adecuada a la complejidad tí­pica de lo popular en sus varias manifestaciones, como lo requiere por lo demás la comprobación de una presencia sorprendente difundida en todos los estratos sociales de la práctica supersticiosa, hoy como en el pasado; por la otra, resulta necesaria una aproximación adecuada para captar la valencia simbólica de ritos, gestos, prácticas y comportanllentos humanos universalmente verificables, como lo exige una consideración teórica no evolucionista ni racionalista de la historia del hombre, así­ como la comprobación de correspondencia, de ausencia de práctica supersticiosa en contextos históricoreligiosos que no son modernos.

En este contexto se podrá luego iluminar adecuadamente la relación entre fenómeno de la superstición y religiosidad popular. Ciertamente, no se podrá negar que esta última se expone a menudo a ser terreno fecundo de prácticas y de actitudes reducibles a residuos culturales arcaicos, incluso paganos, a verdaderos y auténticos avances de mentalidad mágico-supersticiosa, a actitudes y a prácticas manipuladoras de lo sagrado, a caí­das degenerativas del sentimiento religioso auténtico y de las expresiones de la fe; pero no se podrá dejar de observar que varias interpretaciones del fenómeno están claramente viciadas por concepciones aprioristas e ideológicas de lo popular pensado en términos de polaridad irreductible a la concepción contrapuesta de la clase dominante o hegemónica y en clave preferentemente polí­tica; por otra parte, algunas interpretaciones se caracterizan por una ambigüedad de fondo relativa a la religiosidad popular, ya sea en el sentido de la otra polaridad irreductible que se establece con la dimensión de la fe o del culto litúrgico, ya en el sentido de su reducción simplista a una acumulación de residuos arcaicos, paganos o idolátricos.

3. ANTROPOLí“GICO. La investigación antropológica sobre el fenómeno de la superstición se ha desarrollado sustancialmente en torno a dos problemas fundamentales: génesis y dinámica del fenómeno.

Ante todo, desde el punto de vista histórico, los autores están de acuerdo en considerar que la superstición va acompañada de la progresiva difusión de las religiones de carácter positivo o revelado y con objetivos expansionistas y de proselitismo; es decir, la superstición no estarí­a presente en las religiones primitivas, especialmente en las de carácter animista, que, por presentar un alto grado de difusión social y de integración simbólica, difí­cilmente presentan formas de manifestación desviadas o fenómenos de residuidad cultural. Semejante tesis se funda, obviamente, en una hipótesis que, sin embargo, tiene dificultad para encontrar verificación adecuada, y que sólo parece ser un supuesto de las teorí­as evolucionistas sobre la religión, que afirman la existencia histórica y la consistencia en estado puro de tales religiones animistas. Además, muchos autores limitan la aplicabilidad de la categorí­a de la superstición también en sentido geográfico-cultural, excluyendo que se pueda hablar de superstición para las religiones o para las culturas orientales, que se presentan siempre altamente integradas en las respectivas sociedades y con relativa especialización doctrinal y normativa de los contenidos religiosos.

El planteamiento teórico subyacente ya en el problema de los orí­genes históricos del fenómeno permite, evidentemente, volver a la definición de la esencia del fenómeno, a la que se relaciona con la hipótesis genética. Desde el punto de vista antropológico todo fenómeno de superstición es resultado de la superposición progresiva de diversos sistemas religiosos. Se definen entonces como supersticiones aquellos residuos de religiosidad decadente, a los que sin embargo ninguna marginación cultural puede nunca destruir del todo, que por lo mismo están presentes, vitales y prontos a emerger de varios modos, entrando en complej a dialéctica con el sistema religioso dominante u oficial. Las modalidades y el éxito de esta dialéctica cultural -y procesos relativos de aculturación, deculturación y reculturación…- son varios, y los modelos tipológicos que se siguen, los propios de todo fenómeno de contacto cultural. De cualquier modo la reaparición de contenidos religiosos residuales constituirí­a antropológicamente el paradigma predominante de la génesis del fenómeno.

El carácter residual tiene evidentes consecuencias en la estructura generalmente precaria y desintegrada de los elementos supersticiosos, ya considerados en sí­ mismos, ya en relación con el sistema cultural oficial. Ese carácter residual y fragmentario lleva naturalmente a valoraciones negativas sobre todos los fenómenos supersticiosos, juzgados siempre como formas pseudorreligiosas en cuanto formas pseudoculturales. Esto no quita para que, desde el punto de vista funcional y estructural, se deba plantear crí­ticamente el problema ante todo de la fuerza inexplicablemente persistente de tales residuos culturalmente desintegrados; en segundo lugar, no se puede eludir la necesidad de ofrecer un paradigma teórico válido que explique la génesis de los fenómenos que no se presentan, al menos claramente, como residuos o como permanencia de temas y modelos preexistentes y sucesivamente emergentes, y que en cambio parecen presentarse como elementos nuevos, sin lazos identificables ni reducibles a herencias culturales precedentes.

Tal es el caso de ese amplio fenómeno que parece caracterizar, a menudo de modo sorprendentemente difundido, especialmente en el ambiente fuertemente urbanizado, la vida del hombre contemporáneo. Es decir, se asiste a un pulular de ritos, prácticas, técnicas varias, fundados en actitudes supersticiosas y en creencias mágicas. Curioso -y todaví­a por explicar- es el hecho de que tales prácticas (magia blanca, magia negra, horóscopos, zen, etc.) susciten adhesiones cada vez más masivas y parezcan jugar un papel cada vez más importante también en las culturas más evolucionadas y racionalizadas, así­ como en las sociedades más altamente industrializadas de hoy. Según se sabe, la presencia de tales fenómenos, definidos como survival, no sólo ha hecho retroceder las hipótesis apresuradas sobre el eclipse de lo sagrado en los contextos fuertemente racionalizados de la sociedad tecnológica, sino que ha impulsado a realizar profundizaciones teóricas más adecuadas de estos fenómenos como del fenómeno de la religiosidad popular.

Mas también en la explicación ofrecida sobre la manifestación de tales fenómenos supersticiosos extemporáneos se vuelve a una interpretación genética -por lo demás, lingüí­sticamente indicada por el término mismo survival- que, sin embargo, debiera valerse de mayor plausibilidad empí­rica más bien que de argumentaciones preconcebidas o de afirmaciones axiomáticas. Es decir, se afirma que se trata de la reaparición de un sustrato mágico, connatural al hombre y latente siempre en él, y por lo mismo siempre dispuesto a aparecer, especialmente en los momentos de crisis personales y sociales, de conflictos individuales y colectivos, de desintegración de los mundos culturales tradicionales, de caí­da de ideologí­as y utopí­as. La génesis de estas formas supersticiosas se interpreta por ello como dinámica de regresión cultural y, a nivel lógico, como rechazo de racionalización, como incapacidad de tentar un análisis crí­tico de la realidad. El hombre -según una hipótesis, que sin embargo no podrá explicar cómo es que situaciones iguales generan fenómenos ambivalentes o, en todo caso, con resultados diversos, y comprobables, de genuina religiosidad- se refugia, por una parte, en una consideración fatalista de la realidad y, por otra, en una actitud manipuladora de lo que puede subrepticiamente enderezarla o modificarla en beneficio propio.

Es evidente que, partiendo de esta interpretación teórica, los que hacen del componente irracional el denominador común de las varias manifestaciones religiosas (como de la religiosidad popular), están consiguientemente obligados a considerar fluida la distinción entre supersticiones cultuales y supersticiones profanas. Pues si el cuadro de referencia semántico se convierte en la esfera de la irracionalidad y en el de la incapacidad humana para elevarse a una percepción crí­tica de la realidad, habrá que definir como supersticiosos todos los fenómenos que manifiestan niveles de conciencia reducidos, componentes instintivos e inconscientes, y habrá que reducir como a clase única a todos los fenómenos irreflejos, cualquiera que sea la esfera a la que pertenecen.

Se debe notar aquí­ que una comprensión antropológica del fenómeno supersticioso atenta al diverso desplegarse del fenómeno -complejo en su origen histórico, en su génesis antropológica, en su manifestación variada y polivalente en su generalizada presencia en todas las sociedades, que interesa a la vida del hombre en muchas de sus direcciones-, tiene necesidad de fundarse en hipótesis plausibles y en firmes supuestos empí­ricos; pero sobre todo deberá proceder con análisis articulados desde el punto de vista lingüí­stico y estructural. A condición, obviamente, de rehuir ante todo cualquier aproximación de tipo iluminista, que se sitúa fatalmente como petitio principü, por la sencilla razón de que, supuesta la polaridad irreductible racionalidad/irracionalidad, se confina consecuentemente en el ámbito de lo supersticioso lo que exactamente se ha querido introducir allí­ y lo que previamente se ha definido como irracional; en segundo lugar, hay que proceder a una investigación antropológica que sondee la naturaleza y la consistencia de las necesidades humanas, y evidentemente su elaboración necesariamente simbólica, para destacar la presencia significativa y la pregnancia antropológica en sus varias manifestaciones supersticiosas. La cualificación ipso facto negativa del fenómeno es a menudo fruto de una óptica iluminista duradera que, al acercarse a fenómenos culturales y religiosos, separa sin remedio lo que tiene significado de lo que no lo tiene, lo que es racional de lo que no lo es, marginando así­ de la conciencia con frí­a intelectualidad una parte consistente de la historicidad, de la concretez, de la tangibilidad de la vida humana y de sus vivencias experienciales. Por eso la aproximación deberí­a ceder el puesto a una comprensión más abierta, más matizada, más articulada desde el punto de vista antropológico.

IV. Superstición, fe y valoración moral
Si la tentación iluminista se puede comprobar fácilmente e impugnar en ese juicio pronunciado sobre la religión simpliciter en el cuadro de referencia de la mentalidad lógico-racionalista, según la cual toda religión es forma de superstición, no lo es menos en el cuadro de referencia religiosa, que se afirma como órgano de juicio exclusivo del fenómeno supersticioso.

Ante todo, esa tentación lleva al riesgo -nada remoto, como lo demuestra la historia- de valoraciones y de interpretaciones funcionales a la voluntad de imponer un dominio ideológico y de referirlo todo al propio sistema doctrinal y normativo. En segundo lugar, la tentación iluminista se vuelve grave allí­ donde, dando por supuesta una pureza absoluta, aséptica, acultural de la fe religiosa, por el hecho mismo la desencarna de sus contenidos expresivos, de su bagaje simbólico, de su cuadro de signos, relegando así­ lo que es objetivación expresiva ,y significativa del hombre al campo de la cosalidad alienante de la superstición (ver el juicio discriminante sobre la religiosidad popular, que sólo desde hace algunos años es tomado seriamente en consideración desde el punto de vista teológico, doctrinal y pastoral…). Por eso el planteamiento de la relación fe-superstición, que podrá luego fundar un adecuado planteamiento del problema ético, no puede hacerse a partir de una ignorancia teórico-práctica de la necesaria afirmación de la fe siempre por mediaciones simbólicas y culturales, o por una conciencia adulterada que cree exorcizar contenidos culturales no integrables ni asimilables instrumentalmente, con el pretexto de considerarlos residuos espúreos y contaminantes de suyo. La naturaleza artificial de la categorí­a –como unánimemente se estima- pone en guardia contra todo prejuicio ideológico diversamente legitimado, igual que contra todo maniqueí­smo de cuño racionalista. La relación fe/superstición ha de colocarse por ello en un contexto que recoja enteramente la dimensión cultural, simbólica y expresiva, tí­pica de la antropologí­a; que asuma, diacrónica y sincrónicamente, toda la riqueza de lo diverso cultural. Lo auténtico y lo inauténtico tienen necesidad, ciertamente, de ser verificados; pero no han de inducirse directa y unilateralmente desde paradigmas impuestos de normalidad doctrinal, abstracta e intelectual, ni desde ópticas preconcebidas y etnocéntricas del sistema cultural religioso oficial que se afirmen desde el exterior o desde arriba.

Entonces el punto de vista ético sobre la superstición, sobre el auxilio de las adquisiciones ofrecidas por los adelantos de las ciencias humanas, en particular de la antropologí­a cultural, deberá hacerse más crí­tico y más preciso ante la creciente complejidad de análisis y de interpretaciones del fenómeno. Por supuesto, no hay que modificar el juicio ético-normativo, que, según es sabido, establece una escala de gravedad a partir del prototipo de las manifestaciones religiosas, a saber: la idolatrí­a, para terminar en el complejo de las supersticiones definidas como vanas observancias. Esa gravedad, obviamente, ha de considerarse en relación con la existencia y el cruce efectivo de las coordenadas propias del obrar humano (1 actitudes, / comportamientos) y con las condiciones o los elementos relevantes desde el punto de vista del juicio moral. El elemento determinante de la valoración ética parece ser en todo caso el que reduce el fenómeno de la superstición en conjunto -donde claramente no aparecen fenómenos de mala fe, el enredo consciente o la ignorancia culpable- a un complejo de errores cognoscitivos teóricos y prácticos, o sea, posición de signos lingüí­sticos inadecuados.

Así­, por una parte, hay un vasto complejo de fenómenos que es difí­cil reducir a la fenomenologí­a tradicional de la superstición, porque se puede reconocer hoy en él, a diferencia del pasado, un ámbito aún no profundizado y conocido cientí­ficamente, como el de las fuerzas ocultas de la naturaleza y de la materia y el de las potencias humanas reales (capacidad psico-fí­sica, energí­as magnéticas, habilidades manipuladoras…), con las que conectan fenómenos de parapsicologí­a, hipnotismo, radiestesia, telepatí­a, etc.

Por otra parte, existe’ una variedad de fenómenos llamados supersticiosos, pero que en realidad hay que reducir no a actitudes o a comportamientos especí­ficamente supersticiosos, sino más bien a formas de hábitos mentales y psí­quicos, a sugestión inconsciente, a comportamientos sociales ritualizados (p.ej., uso de ciertos amuletos, observancias de dí­as en la realización de determinadas operaciones, lecturas de horóscopos, etc.).

Finalmente tenemos otros fenómenos, con clara fenomenologí­a supersticiosa, pero que hay que tomar indudablemente como códigos lingüí­sticos de determinadas y auténticas necesidades humanas, religiosas, sociales y culturales, que por tanto hay que descifrar debidamente más que exorcizarlos.

En resumen, es preciso que la valoración moral esté hoy más atenta: a la complejidad antropológica de fenómenos que, demasiado simplista y reductivamente, han sido marginados y asignados al campo de lo irracional, de lo prelógico, de lo arcaico; a la densidad del lenguaje simbólico en su rico despliegue cultural y subcultural, concebido a menudo expeditivamente como léxico tí­pico y exclusivo de lo imaginario; a la dialéctica entre fines institucionales y motivaciones espontáneas; dialéctica siempre dilemática, pero históricamente resolutiva, que no obstante hay que construir con mediaciones dinámicas e inteligentes; a la necesidad de hacer las valoraciones éticas precisas al vario conjugarse histórico-cultural de las convicciones morales, partiendo de las condiciones especí­ficas de vida y de la diversa posibilidad descriptiva de los valores y de su modo concreto de relacionarse; a la necesidad de contextualizar y de verificar la dinámica efectiva de los procesos de aculturación de los valores cristianos, que podrá denominarse “éxito” si ha habido verdadera promoción del hombre en situación y jamás expropiación de lenguaje, de signos y de valores; a la oportunidad de no delegitimar o deshumanizar las necesidades concretas, cotidianas, prácticas e inmediatas, partiendo de visiones espiritualizantes sumamente ajenas a la í­ndole especí­fica de la fe cristiana.

Así­ pues, el cometido de la valoración ética se abre a nuevas exigencias. Desde luego, las de siempre; pero que sepan conjugar sabia y pacientemente en el hoy, en espí­ritu y en verdad, fidelidad a Dios y fidelidad al hombre, dentro de la irrenunciable prioridad de los valores evangélicos de la justicia y de la misericordia.

[/Oración; /Religión y moral].

BIBL.: ALONSO DEL REAL Y RAMOS C., Superstición y supersticiones, Espasa-Calpe, Madrid 1965; BUROIO A., Di zionario della superstizione, Milán 1965; CARDINI F., Magia, brujerí­a y supersticiones en el occidente medieval, Ediciones 62, Barcelona 1982; DUPRONT A., Anthropologie religieuse, en AA.VV., Faire de 1histoire (ed. p. J. LE GOFF y P. NORA) II, Parí­s 1974; FRAZER J.G., La rama dorada, Fondo de Cultura Económica, 19818; GRAFA., Miti, leggendeesuperstizioni del Medioevo, Mondadori, Milán 1984; GRODZYNSKY D., Superstitio, en “Revue des £tudes Anciennes” 74 (1976) 36-60; GUITTON J., La superstición superada, Ceme, 1973; HARING B., La ley de Cristo II, Herder, Barcelona 19654, 224-245; RODRIGUEZ J., Supersticiones, brujos y astrólogos, Boreal, La Coruña 1989; ROMEYER B., L áction religieuse et sa déviation superstiLieuse, en Etudes philosophiques, 1952, 421-436; RUFFAT A., La superstition á travers les áges, Parí­s 1951; SIWEK P., Herejí­as y supersticiones de hoy, Herder, Barcelona 1965.

G. Silvestri

Compagnoni, F. – Piana, G.- Privitera S., Nuevo diccionario de teologí­a moral, Paulinas, Madrid,1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Moral

I. Concepto
Por s. se entiende primariamente una fe “falsa”, y luego también una actitud “inauténtica”, deficiente, de la fe. Lo que en un caso particular se señale como s. depende de la orientación ideológica del que juzga. En principio toda religión o toda ideologí­a corre el riesgo de descalificar como s. las manifestaciones de una “fe” que se oponga a sus normas o a su conciencia creyente. Desde el punto de vista de una imagen del mundo establecida absolutamente como “cientí­fica”, cualquier religión aparece como s. Prescindiendo de que tal suposición de una explicación totalmente racional del mundo deberí­a ser juzgada ella misma como s., puesto que una respuesta a la pregunta sobre el sentido de la vida trasciende las posibilidades de una ciencia particular, precisamente este “presupuesto” trae consigo una y otra vez formas supletorias de “religión”. Dentro del cristianismo la s. consiste primero en entender mal, mágicamente, afirmaciones fundamentales del mensaje cristiano, o sea, en un aferrarse inexplicablemente a elementos paganos (de una religión natural) dentro de la realización cristiana de la fe; y luego consiste en el abuso “poscristiano” de contenidos y formas cristianos de fe para escapar a la inseguridad de la vida y para defenderse contra la exigencia de decisión en algunas de sus situaciones.

Momentos “supersticiosos” son inevitables en toda religión por cuanto la religiosidad trascendental (y, por tanto, también la fe cristiana) tiene que objetivarse necesariamente en un mundo categorial que, por ser en principio inadecuado a su esencia, debe superarse continuamente y, sin embargo, nunca puede ser abandonado totalmente (-> analogí­a del ser; ->misterio). S. serí­a, pues, primero la renuncia a este trascender constantemente exigido y el aferrarse (consciente o inconscientemente) a un mundo categorial de lo religioso que ya no “transparente” (es decir, que ya no intente despojarse de sí­ mismo).

II. Historia de las religiones
La s. presupone una imagen mágica del mundo o restos de tal imagen, es decir, la creencia en fuerzas y poderes que no se explican por leyes naturales (prescindiendo de cómo se conciban en cada caso particular), y de los cuales el hombre se siente dependiente, intentando manipularlos mediante una acción mágica. Observaciones hechas por la ciencia comparada de las religiones han mostrado el carácter ahistórico de la s. y de sus formas de expresión (p. ej., adivinación, oráculos, interpretaciones populares de sueños, importancia de determinados tiempos y dí­as, entre otras cosas). El conocimiento de la -> magia y de la s. exige una distancia consciente respecto de la experiencia mágica del mundo, la cual se debe al logro de un grado más alto y cultivado de religión o al progresivo estudio racional-cientí­fico del mundo. Acreditan esto, p. ej., los textos clásicos griegos y latinos sobre la s. (deisidaimoní­a – temor servil ante los dioses, en lugar de veneración racional): HIPí“CRATES, Morb. sacr. I; PLATí“N, Rep. 364B-365A; TEOFRASTO, Char. 16; PLUTARCO, De superstitione; CICERí“N, Div. 2, 148; PLINIO EL VIEJO, Hist. nat.

El Antiguo Testamento rechaza rigurosamente cualquier forma de s. (p. ej., Ex 22, 18; Lev 19, 26.31; 1 Sam 28; Is 8, 20; Ter 27, 9; Dan 2, 27s), ya que ésta revela una fe deficiente en Yahvéh, único Dios, y le ofende. El Antiguo Testamento conoce la amenaza constante a que la fe revelada se halla expuesta por causa de la s., amenaza proveniente ante todo del encuentro del mundo judí­o con la fe natural de los cananeos. El mensaje del Nuevo Testamento es el juicio sobre toda s,, sobre todo diablo y demonio (Mc 1, 25ss par; 3, 15; 5, 13; 6, 7 par; Mt 12, 28 par; Lc 8, 29; cf. Act 13, 10ss; 19, 13-19). La idolatrí­a pertenece, según Pablo, a las obras de la carne (Gál 5, 20; cf. 1 Cor 10, 14; Col 3, 5).

III. El fenómeno
La s. aparece especialmente en las situaciones lí­mite de la vida, en el nacimiento, el amor, la enfermedad, la muerte, en situaciones de angustia espiritual o en decisiones difí­ciles del destino (magia de la fertilidad, de la dependencia del hombre, respecto de la ->. trascendencia. Pero la s. obstruye la mirada al Dios absolutamente soberano, pues el hombre en ella cree que mediante sus propias palabras y acciones rituales puede hacerse propicios a los dioses, virtudes y potestades de los que se sienten dependientes de la existencia impenetrable. Con este egocentrismo el hombre impide la posibilidad de una confianza religiosa que lo espere todo de la bondad y del poder absolutamente libres de Dios. La s. y la magia, entre otras cosas, pueden proporcionar una seguridad aparente en la que enmudecen las cuestiones propiamente vitales antes de haberse planteado. Esto explica también por qué hoy tantas personas son aficionados a la s. (p. ej., al horóscopo).

El mundo, en sus entrelazamientos económicos, sociales y cientí­ficos, se ha hecho inabarcable para el hombre particular. Esta falta de transparencia produce la sensación de estar entregado a poderes anónimos, la conciencia de ser sólo un factor intercambiable en el gran proceso de los acontecimientos sociales que transcurren con aparente necesidad. Esta conciencia tiene como consecuencia una pasividad que recurre con agrado a las explicaciones de la s. Se acepta la idea de que todo depende de un destino inexplicable, que, sin embargo, lo abarca todo y da también significado a lo que no lo tiene. Esa actitud ahorra el esfuerzo intelectual, así­ como el compromiso de la libertad y responsabilidad. Así­ la s. es uno de los factores que dificultan, o incluso hacen imposible, la formación de la personalidad religiosa, moral y social del bombre. Es siempre sí­ntoma de una crisis de la existencia. La actitud de aceptar pasivamente el estado de cosas, la satisfacción que hoy siente el hombre comercialmente dirigido (junto con otras causas, que aquí­ no hay que discutir más de cerca, como el escepticismo general, la saciedad económica, etc.), seguramente no permitirán que esa s., dada la pobreza de sus explicaciones sobre los trasfondos de la existencia humana, se purifique para llegar a la fe verdadera (aunque esta posibilidad en principio existe), pues precisamente su superficialidad obstaculizará el riesgo de la verdadera fe, y con ello la superación creyente de la angustia, de la duda y de la desesperación.

IV. Superstición y fe cristiana
Para la fe cristiana se plantea el problema de la frontera (que debe trazarse siempre de nuevo) con la superstición. Los usos y la fe de la Iglesia corren siempre el riesgo de convertirse en magia y s. Esto puede tener diversas causas. Los usos y la fe que los fundamente pueden: a) ser restos de una mentalidad pagana, a los cuales la fe cristiana no pudo dar ninguna legitimación seria; pero también pueden ser b) reliquias de grados anteriores y de fe y saber hoy superados (p. ej., creencia en las -> brujas, -> astrologí­a); y finalmente, c) un uso legí­timo puede convertirse en s. a causa de una fe entendida falsamente (p. ej., la señal de la cruz como conjuro mágico, la recitación mecánica de cadenas de oraciones, ciertas representaciones sobre el sacrificio de la misa y la comunión, etc.). Puesto que el hombre, como ser corporal y espiritual, tiene la tendencia a expresarse y comunicarse no sólo en palabras, sino también en sí­mbolos e imágenes, ciertos usos asimilados pueden justificarse, con tal que en la fe y en la práctica no contradigan al espí­ritu de aquélla, según el cual la salvación se da solamente en Jesucristo y en la decisión permanente personal por él. Obscurecer esto es el peligro de un cristianismo que se agote en el cultivo rutinario de tradiciones (gravosas y perjudiciales), puesto que también esos hábitos crean aquella seguridad aparente que se quiebra rápidamente ante conflictos serios, y, ciertamente, no siempre a favor de una más profunda comprensión de la fe y de una realización de la libertad y de la responsabilidad propias. Por ello es tarea de la Iglesia educar en un constante control de sí­ mismo para una fe consciente, la cual conozca la esencia de la existencia cristiana y a partir de esta fe sea capaz de soportar y transformar la angustia y la desesperación. En los casos particulares, la pastoral sólo logrará superar la s. si no se limita a descubrirla y condenarla, sino que la esclarece también como signo de necesidades humanas más profundas, que ante todo deben tomarse en serio y entenderse, para poderlas curar luego (cf. acomodación; -> usos religiosos).

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Bonaventura Kloppenburg

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

SUPERSTICIí“N

Fuente: Diccionario Vine Nuevo testamento

Del latín super, «sobre», y stare, «ponerse, estar de pie». De esta forma, una superstición es una creencia, práctica o actitud que se juzga como «estando por sobre» o yendo más allá de una norma aceptable y, por tanto, como algo indigno de aceptarse. Comúnmente, la superstición está en el área de la religión (véase); es una creencia o práctica religiosa que se juzga irracional. Pero el término a veces se usa con más amplitud. Así, pues, Spencer escribió sobre una superstición política, y en el uso contemporáneo todo lo que no es científicamente aceptable es fácilmente clasificado como superstición. Todo juicio de esta clase implica una evaluación que depende de una aceptación anticipada de alguna verdad como normativa. La norma puede ser nada más que un mero prejuicio irreflexivo o un punto de vista cuidadosamente razonado. Puede ser la ciencia, o una ciencia especial, o una posición filosófica, o una religión, tal como el cristianismo se entiende dentro de una tradición teológica; o puede ser un punto de vista dentro de cualquiera de estas áreas más amplias. Por ejemplo, L.T. More, un físico laboratorista, caracteriza el cuadro de la realidad que se deriva de la relatividad y del quántum de la física como «una fantasmagoría en lugar de un mundo», con lo cual está diciendo que en realidad es mera superstición, y cuando un teólogo liberal se encuentra con algunas de las creencias de un conservador o fundamentalista él puede llamarlas superstición. En Hch. 25:19 el término griego deisidaimonia (de deidō, «temer», y daimōn) debe probablemente traducirse por «superstición» (RV60 traduce «religión»). Pero no es claro si el comparativo de la misma palabra tiene esa misma connotación en Hch. 17:22.

Andrew Kerr Rule

RV60 Reina-Valera, Revisión 1960

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (588). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología