TOLERANCIA

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Actitud y comportamiento, individual y colectivo, en el que se adoptan medida de flexibilidad, diálogo y comprensión con todas las posturas que no perjudican los derechos de otros. No es permisividad con el desorden ni indiferencia hacia el orden o la justicia. Es más bien respeto por los diversos modos de pensar y discernimiento de lo que puede ser admisible sin molestar a nadie.

La tolerancia afecta a todas las normas, incluso a las leyes, interpretándolas benévolamente (epiqueya). Pero sobre todo afecta a planteamientos religiosos y polí­ticos, en donde más se pueden enfrentar los ánimos, las creencias o las preferencias.

Educar para la comprensión y la tolerancia es una condición de equilibrio en el mundo moderno en el que la información y la pluralidad se presentan como la notas más destacable entre los hombres, las razas, las opciones religiosas y las preferencia polí­ticas de los ciudadanos.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

(v. conciencia, derechos humanos, ecumenismo, libertad, persona, religiones, solidaridad)

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

El problema de la tolerancia se ha desarrollado, en el plano histórico, en estrecha relación con la cuestión de la libertad religiosa.

Fueron ante todo los cristianos de los tres primeros siglos quienes lo suscitaron expresamente, reivindicando respeto y libertad para las personas que se adhieren a una fe que los obliga, en nombre de su propia conciencia, a distinguir entre el poder religioso y el poder polí­tico. Pero, paradójicamente, fueron los mismos cristianos, una vez que pasaron a ser directos responsables de la gestión del Estado, los que practicaron a su vez la intolerancia frente a la aparición de las herejí­as y la presión del paganismo o de las otras religiones. La Edad Media y una parte consistente de la Edad Moderna estuvieron dominadas, aunque con loables excepciones, por una actitud de rechazo de toda forma de diálogo con los que sostení­an posiciones contrarias a la fe católica.

El principio de la tolerancia llegó a afirmarse plenamente tan sólo en nuestro tiempo. Una aportación decisiva a su consolidación se debe a J Locke (Epistola sobre la tolerancia, 1689), que basa la tolerancia en la separación de las funciones del Estado y de la Iglesia. Pero es sobre todo en los ss. XVlll y XIX cuando la idea de la tolerancia encontró su plena expresión en la cultura occidental a través de la proclamación de la libertad de conciencia, como uno de los derechos fundamentales del hombre.

La Ilustración y el liberalismo desarrollaron sin embargo una concepción de la tolerancia basada en la libertad radical de pensamiento y en la relativización de los dogmas, lo cual suscitó una viva reacción por parte de la Iglesia católica. Solamente con el pontificado de Juan XXIII y con el concilio Vaticano II se asiste a una plena adquisición de la tolerancia en el mundo católico, ligada a la recuperación del misterio de la persona y de la primací­a de la conciencia.

Hoy la tolerancia, aparte de tener motivaciones doctrinales, es una exigencia de la situación de pluralismo cultural y religioso que obliga a una confrontación cada vez más amplia entre pueblos de tradiciones diversas. Es ésta también la razón que ha movido a la Iglesia (cf. Gaudium et spes) a establecer unas nuevas relaciones con el mundo, caracterizadas por la búsqueda de diálogo con todos los hombres, sin renunciar por ello al anuncio de la verdad evangélica.

G. Piana

Bibl.: s. Mosso, Tolerancia y pluralismo, en NDTM, 1770-1782: W POSI, Tolerancia, en SM. VI, 641-653: K, Rahner Lo dinámico en la Iglesia. Herder Barcelona 1968: P. Cañada, El derecho al error, Herder, Barcelona 1968; H, U, von Balthasar, La verdad es sinfónica. Encuentro. Madrid 1979; J Ratzinger, Iglesia, ecumenismo y polí­tica, BAC, Madrid 1987.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

I. Concepto y problemática
En lo que sigue se articula, no el problema de la -> libertad religiosa en sentido estricto, ni la problemática de la concreción jurí­dico-práctica de la t. en el Estado, ni la historia de la t. ejercida de hecho, sino el problema social-filosófico de la t. Pues, prescindiendo de la pretensión de objetividad que cada juicio fundado debe exigir para sí­, existe en la historia y en la actualidad una mezcla confusa de pretensiones simultáneas de verdad, las cuales se contradicen o se excluyen.

La cuestión filosófica planteada con la t. abarca diversas dimensiones: en cuanto las diferencias teoréticas, como pluralismo ideológico y heterogeneidad de sistemas de valores, se concretan en pretensiones polí­ticas prácticas o sociales que concurren entre sí­, se trata de una cuestión social y filosófica de las bases; en cuanto con ello se plantea el problema de la base objetiva de legitimación para normas y perspectivas sociales y polí­ticas, así­ como el de la posibilidad del conocimiento de la verdad, el de la doble verdad y el de la pluridimensionalidad del pensamiento, se trata de una cuestión de metafí­sica del -> conocimiento; en cuanto se considera la génesis histórica y el desarrollo del pensamiento filosófico con sus muchas incongruencias, se trata de un problema de -› filosofí­a y de historia de la -> filosofí­a. El problema filosófico de la t. se puede formular conceptualmente como confrontación de -> libertad y de -> verdad, la cual normalmente se mueve en la alternativa de -> dogmatismo o -> relativismo.

No existe una definición material de t. reconocida por todos, y es problemático que una definición que sobrepase los criterios formales no sucumba de nuevo al peligro de dogmatismo. Por otro lado, una definición meramente formal de la t., debido a las consecuencias prácticas, se presenta como una solución aparente expuesta a cualquier abuso. Por esta razón, metódicamente es recomendable proceder primero a un análisis histórico, para conocer los motivos e intenciones de los esfuerzos por la t., y sobre esa base pueden sacarse luego consecuencias sistemáticas.

II. Historia y evolución
El concepto de t. en sentido moderno surge por primera vez en el s. xvi, pero la cosa designada se remonta a tiempos anteriores.

1. Mientras existe un sistema de valores reconocido por todos como obligatorio no surge ningún problema de t.; sólo cuando se dan minorí­as éticas o religiosas o épocas de crisis o de ilustración, o sea, cuando se rompe la anterior estructura homogénea, surgen los conflictos correspondientes. Por esto en casi todos los programas de “ilustración” aparece la t. como exigencia. En forma vaga esto sucedió ya con los sofistas. El principio del homo-mensura de Protágoras implicó una crí­tica de las normas tradicionales mí­tico-religiosas, y con ello suscitó la cuestión de nuevos principios obligatorios. Gorgias dudaba en general de una obligatoriedad normativa que pudiera obtenerse por demostración. Licofrón, tras el derrumbamiento de la ética tradicional, exigí­a una limitación del derecho del más fuerte. En Antifonte, un contemporáneo de Sócrates, se reanuda la antí­tesis de nómos (uso) y physis y (necesidad), para criticar las leyes meramente transmitidas en favor de las debidas a un acuerdo mutuo. Aquí­ suena por primera vez la concepción de un -> derecho natural liberal.

Por otro lado, en Critias el racionalismo radical llegó a consecuencias totalitarias. En las Leyes (x) Platón exige para los ateos incorregibles la pena de muerte, y la misma sanción pide también para los seguidores de cultos extranjeros, delito que quizá se atribuye a algunos seguidores de los sofistas. Esta intolerancia pública marca la solución radical del problema de la t. en sistemas cerrados de concepción del mundo, tal como ha surgido una y otra vez en el transcurso de la historia: el hombre puede conocer a los dioses y con ello la verdad; la negación de este conocimiento y de sus consecuencias equivale a un desprecio de sí­ mismo, y constituye además una amenaza contra la concordia en el Estado, la cual garantiza la unidad fundamental y la subsistencia. La verdad es una sacra res; a ella deben adaptarse los hombres.

Por primera vez en el estoicismo se invierte esta relación; la sacra res es aquí­ el hombre, porque sólo él puede conocer la verdad; por eso sus virtudes más excelentes son la clementia, mansuetudo y humanitas. Además, ciertas aporí­as del conocimiento hacen obvio que no se conceda valor absoluto a una verdad determinada. El ideal del sequi naturam procede de una fuerza moral que inhabita en el hombre; en cuanto se puede hablar aquí­ de derecho natural, se trata más del consentimiento de todos los hombres que de una deducción a partir de primeros principios.

2. En el AT y en el NT se actualiza el problema de la t. ante todo en relación con otras religiones y con los extranjeros (cf. G. STí„HLIN: ThW v 1-36; H.R. SCHLETTE: HThG II 680ss). Los extranjeros ya por principio fueron considerados como gentes que no poseen los mismos derechos, es más, fueron tenidos por enemigos. Con todo, existió de hecho una especie de derecho y t. de los extranjeros en la sociedad israelita; pues Dios ama a los extranjeros (Dt 10, 18); todos los pueblos están bajo el poder de Yahveh; los cristianos deben reconocer también las autoridades paganas; todos los hombres son criaturas de Dios y llevan en sí­ su ley; fraternidad, paz, hospitalidad son virtudes centrales. Israel casi no practica una misión; el carácter absoluto del cristianismo, que con tanta frecuencia ha llevado a la intolerancia, está bajo la exigencia de la libertad y del amor. La t. se pone aquí­ de manifiesto también por el hecho de que los escritos bí­blicos han recogido elementos no judí­os o religiosidad no cristiana. El problema teorético de la t., o sea, el de cómo la verdad absoluta, por un lado, y la legitimidad de opiniones divergentes, por otro, pueden conciliarse en una convivencia práctica y en una sí­ntesis doctrinal satisfactoria no se plantea ni resuelve expresamente.

3. La concepción de la t. válida para el imperio romano, la cual se referí­a esencialmente a la libertad religiosa, fue formulada por Cicerón: Sua cuique civitati religio est, nostra nobis (Pro Flaco 28). Esta práctica, que favoreció a las religiones orientales, al judaí­smo y a los diversos cultos mistéricos, ciertamente se basaba sobre todo en una razón romana de Estado, pero, especialmente en Cicerón y en el escepticismo estoico frente a pretensiones ideológicas con carácter absoluto, se debí­a a reflexiones fundamentalmente filosóficas. Sin embargo, allí­ donde el imperialismo romano corrió el peligro de que la conciencia universal de una religión le robara su base de legitimación, llegó a sus lí­mites la t., como lo demuestran las persecuciones contra los cristianos. Aquí­ se trata del clásico caso lí­mite de que la t. equivale a la supresión del anterior sistema polí­tico de referencia.

Aunque los cristianos en esta época exigieron para ellos t. hacia dentro y hacia fuera (Tertuliano), sin embargo, después del edicto de Milán sólo parcialmente se atuvieron a estos principios. Es cierto que tení­a validez la máxima teológica: Credere non potest homo nisi volens; pero los emperadores cristianos conculcaron estas premisas en favor de la fundamentación religiosa unitaria del imperio, y declararon ilí­cito el paganismo, aunque sus representantes apelaban a la t. (Libanio, Simaco, etc.); Justiniano prohibió a los herejes recibir cargos públicos. Los no bautizados carecí­an de derechos, aunque algunos teólogos (Ambrosio, Lactancio, Atanasio, Hilario, entre otros) recomendaron métodos pací­ficos, y algunos incluso reconocieron la bona fides en los paganos. La Iglesia dejó pronto en manos del Estado la imposición de penas a paganos y herejes; en el caso de los donatistas, incluso Agustí­n estuvo de acuerdo con la aplicación de la ley; por primera vez en la Iglesia arriana hubo una mayor t. (Teodorico el grande). El problema de la t. se complicó más que resolverse con la unidad Iglesia-Estado; allí­ donde la pretensión universal de la religión se amalgama con el poder polí­tico, se dan las mejores condiciones para el surgimiento de situaciones totalitarias, es decir, intolerantes.

4. También en la edad media dominó la unidad entre Iglesia e imperio; la amenaza contra el sacerdocio debí­a presentarse necesariamente como un riesgo para el imperio, de manera que para la mentalidad medieval parecí­a totalmente adecuada la solución polí­tica de conflictos religiosos. Ciertamente hubo diferencias claras en el trato dado a paganos, judí­os y herejes; accipere fidem est voluntatis, sed tenere fidem iam acceptam est necessitatis (Tomás de Aquino). Con paganos y judí­os ya por principio se procedió con t.; pero no se procedió así­ frente a los herejes, que significaban una amenaza para el fundamento de legitimación de la civitas y la societas. Sin embargo, se llegó una y otra vez a persecuciones de judí­os y a la misión por la fuerza entre los paganos; de la pretensión de verdad absoluta también se derivó finalmente la -> inquisición.

Por otro lado, en virtud de la distinción entre error y errantes, hubo una notable apertura para la discusión con la tradición aristotélica árabe y con los filósofos judí­os y griegos. Este respeto a culturas e ideologí­as ajenas se tradujo en una serie de diálogos famosos, en los que las más de las veces un filósofo griego o árabe, un judí­o y un teólogo cristiano debatí­an sobre la verdad de la religión (Abelardo, Ramón Llull, R. Bacon, Dante, Nicolás de Cusa). Sólo la forma de estas disputas recuerda diálogos posteriores sobre la t., pues todos esos diálogos acababan con la prueba de que el cristianismo es la única religión verdaderamente universal. La t. de dichos diálogos no consiste en su resultado material, sino solamente en la forma. Con todo, aquí­ sólo deben decidir los mejores argumentos. Eso implica como criterio para la pretensión religiosa de verdad su fundamentación racional, lo cual, frente a la argumentación anterior, que procedí­a sólo inmanente y teológicamente, significa un progreso importante y rico en consecuencia, por cuanto con ello habí­a de crearse la condición de posibilidad para una discusión racional de la t. tan pronto como las premisas teológicas perdieran obligatoriedad. Esto sucedió teorética y cientí­ficamente en el -> nominalismo, por la disolución de la pretendida unidad entre filosofí­a y teologí­a, entre Dios y mundo, entre sujeto y objeto; dentro de la historia de la Iglesia, en la -> reforma protestante, por la competencia de confesiones distintas que pretendí­an poseer la verdad cristiana; y polí­ticamente por las -> guerras de religión y los edictos de tolerancia.

5. Las repercusiones inmediatas de la -> reforma protestante para la idea de t. fueron más bien negativas, a pesar de que Sebastián Franck, Melanchton, Zuinglio, Bucer y otros exhortaran a la t. La unidad anterior entre imperium y sacerdotium se rompió; en su lugar se impuso en Alemania el principio estatal de Cuius regio, eius religio. Principalmente el -> calvinismo desarrolló rasgos hostiles a la t.; las guerras de religión hicieron el resto.

Por otro lado, con la reforma se impuso el principio de la libertad de -> conciencia, discutido ya en la edad media, pero relativado por el carácter indeleble del bautismo; y con la filosofí­a del -> humanismo se abrió paso poco a poco el respeto a la autonomí­a humana. Las guerras de religión y la doctrina luterana de los dos reinos, así­ como el desarrollo de los Estados nacionales o la autonomí­a de los principios, condujeron a la diferenciación de -> Iglesia y Estado, y trajeron consigo una serie de edictos de t., es decir, de acuerdos de paz religiosa, los cuales, ciertamente, de hecho no siempre garantizaron la t. (cf. Act of toleration en 1689 en Inglaterra).

Los métodos de conocimiento propios de las ciencias naturales y el descubrimiento de culturas extrañas contribuyeron a la relativación de las pretensiones de verdad absoluta de las religiones cristianas. Además, a la vista de las consecuencias asoladoras de las guerras de religión, pasó a primer plano el aspecto moral de lo humanitario. J. Bodin, mediante el ejemplo de manzanas buenas y malas, que no pueden distinguirse, muestra en su Diálogo la relatividad del conocimiento. F. Bacon desarrolla en el Novum Organon una doctrina antiaristotélica de la ciencia, con cuya ayuda han de distinguirse los í­dolos de las ideas reales y la fe de la superstición. A la vista de la intolerancia fáctica, la razón huye hacia -> utopí­as concebidas paradigmáticamente, para superar las discusiones confesionales a base de un Estado racional. T. Moro desarrolla en la Utopí­a un Estado que renuncia a la coacción de la fe y de la conciencia en favor de un ejercicio libre de la religión; el criterio para la verdad de una religión es su racionalidad demostrable. Mientras que aquí­ la libertad de los individuos aparece limitada sólo por el reconocimiento de ciertas exigencias religiosas mí­nimas, T. Campanella esboza en La ciudad del Sol la imagen de un Estado extremadamente racionalista y dominador, en el cual todas las exigencias de libertad todaví­a quedan estrictamente reglamentadas según principios absolutos. Este intento de una “dictadura de las estrellas, desde arriba” (Bloch), anticipa sí­ntomas del estado laico y totalitario de la edad moderna, en el cual el problema de la t. se ve burlado otra vez a causa de un principio pseudorreligioso de unidad. F. Bacon, por el contrario, en su fragmento Nova Atlantis insinúa ya concepciones deí­sticas; la religiosidad aparece como predicado de la razón y como humanismo. Esta tendencia más claramente se presenta en J. Toland (Christianity not mysterious): se debaten cuestiones no de fe, sino de razón. La tendencia, iniciada ya en la edad media, a subordinar la religión a la razón, se concreta, pues, para el problema de la t. como salida del dilema de creencias diferentes que pretenden poseer la verdad absoluta. Al mismo tiempo se señalan los peligros de una reglamentación determinista de la libertad y de la verdad en virtud de un principio racionalista de unidad.

6. Estos dos componentes marcan también la cuestión de la t. en la época moderna. A la apoteosis de la razón corresponde la desvirtuación de las disputas confesionales. En el Leviathan de Th. Hobbes el Estado todopoderoso, como “reino natural de Dios”, junto con la libertad de sus subordinados absorbe también su religiosidad; Dios sólo puede mediarse a través del Estado. Este determina hasta cierto punto la voluntad de Dios; Hobbes sólo concede t. en el recinto de la fe interna, que no puede manifestarse públicamente. Esta relativación de la t. al ámbito privado e interno, con una estricta reglamentación de la libertad pública, presupone una alternativa entre mentalidad del hombre particular y omnipotencia estatal, la cual somete cí­nicamente el problema de la t. a la idea de un orden riguroso. También Espinosa reconoce estrictamente al Estado el derecho de juzgar todas las acciones, aunque ligándolo a los criterios de justicia y de amor. Su finalidad es, sin embargo, garantizar la libertad a los miembros particulares, la cual es intocable en el ámbito del juicio y del pensamiento (Tractatus theologico-politicus). El respeto a la libertad de juicio se basa en que el hombre está dotado de razón, por la cual se adquiere un conocimiento necesario y todo ser es comprendido como explicación de Dios (Deus sive natura). Pero, con ello, la libertad otra vez queda sometida a una tutela determinista; la t. sólo puede darse en el marco de un sistema predefinido de referencia.

John Locke pide la separación entre la Iglesia y el Estado, enseña que éste no se constituye metafí­sicamente, sino por el acuerdo de los ciudadanos, y exige la separación del poder legislativo y del ejecutivo, así­ como la igualdad de derechos de todos los ciudadanos, por lo cual es llamado padre del liberalismo. En consecuencia, por primera vez él desarrolla una teorí­a de la t. que supera la alternativa entre determinismo racionalista y pretensiones absolutas en la concepción del mundo. Los derechos del -> hombre son inalienables, el Estado tiene exclusivamente el cometido de proteger a los individuos, con su propiedad y libertad. Locke distingue entre ley civil y ley divina, aunque continúa reconociendo la religión como fuente de conocimiento para todo aquello que supera la esfera de la razón. La t. tiene aquí­ un único lí­mite: cuando se ve en peligro el Estado mismo que garantiza la libertad de los individuos (A letter concerning toleration). Aunque esto sea válido como principio formal, sin embargo, Locke lo aplicó en forma problemática: católicos y ateos son excluidos de la t., porque el papa es un soberano extranjero y porque los ateos no reconocen el fundamento moral del Estado, a saber, la revelación como última base vinculante que legitima todas las leyes. A pesar de estos reparos, casi todas las constituciones democráticas modernas se basan en esas ideas liberales sobre la t.: el reconocimiento de la libertad del individuo y la separación entre -> Iglesia y Estado. j. St. Mill ha recogido en el s. xix estas tesis de Locke.

La ilustración inglesa hizo avanzar ampliamente la idea de la t., generalmente ya a costa de la teologí­a y de la obligatoriedad del conocimiento de la verdad (-> deí­smo, common sense, -> escepticismo). La ilustración francesa adopta fuertes rasgos anticlericales; los enciclopedistas, como Condillac, Lamettrie, Cabanis, etc., desarrollaron un materialismo sensualista, que con el escepticismo o la metafí­sica mecaní­stica dio una fundamentación, ciertamente problemática, a la t. insistentemente exigida (Bayle, Montaigne, Voltaire). Estas tesis recibieron gran importancia para la t. porque prepararon concepciones democráticas y republicanas del Estado. Esas tesis polí­ticas presuponí­an la condición adulta y la ilustración del individuo; en principio, en esta exigencia emancipatoria radican hasta hoy el imperativo y la base de legitimación de la t. A ello corresponde la exigencia de libertad pública de discusión y expresión.

En Alemania las pugnas confesionales desempeñaron un papel importante. Aquí­ fue ante todo G.E. Lessing el que, en La educación del género humano, incluyó también los “errores” en la idea de la evolución. El espera que la historia alcanzará a ver en una “tercera época” la reconciliación entre la razón y la fe. Conciencia cristiana y elementos de historicidad del conocimiento marcan estas reflexiones, que encontraron su expresión plástica en la parábola del anillo. La reflexión crí­tica y la supresión histórica de todas las contradicciones de la historia aparecen en el -> idealismo alemán hasta cierto punto como desarrollo del concepto de t. de Lessing, sin que, evidentemente, la problemática misma de la t. sea objeto estudiado ampliamente de la filosofí­a. El principio filosófico así­ desarrollado, el de la autonomí­a de la razón y de la voluntad, que domina en el idealismo, contiene aquellos presupuestos que hasta hoy han continuado siendo importantes para la comprensión de la t., a saber, que autonomí­a y libertad no consisten en dispensarse de la objetividad, sino que encuentran su fin precisamente en la verdad.

III. Reflexiones sistemáticas
El problema sistemático comienza en este punto: puesto que la verdad es el fin de la t., ¿cómo puede ejercerse ésta si t. significa precisamente permitir opiniones distintas, y con ello renunciar en parte a la imposición de teorí­as consideradas como verdaderas?
El concepto formal de t. como mera permisión no puede satisfacer, porque es entendido en forma relativista e implica potencialmente su propia supresión. Polí­ticamente se ve cómo la t. formal es insostenible por el hecho de que deberí­an permitirse también aquellos grupos que se aprovechan de esta t. para imponer por su parte intereses intolerantes de poder.

Para ir más allá del formalismo hay que reflexionar sobre la condición de posibilidad de una adquisición objetiva de la -> verdad. Si la verdad es pluridimensional y no es materialmente monopolizable, se sigue como consecuencia la posibilidad de fundamentar la t. en la imposibilidad de encontrar la verdad absoluta. Es evidente que aquí­ no se trata de un concepto de verdad operacional, propio de las ciencias naturales, sino de un concepto que se refiere a las ciencias de la acción, a las cuales incumbe el hallazgo de normas sociales.

Dilthey concibe en forma historicista la verdad de una época histórica, como expresión del sentimiento histórico de la vida, y mediante una comparación histórica llega a una nivelación relativista de todas las exigencias de objetividad. La “vida”, como base de todas las normas culturales, continúa siendo una magnitud irracional. Con todo, esta tesis alude a la doctrina posterior de la ontologí­a fundamental sobre la -> historia e historicidad de la verdad. Pero aquí­, los criterios para la interpretación obligatoria de la verdad en la donación de sí­ misma a través de la historia del ser, son tan problemáticos que, en una interrogación práctica bajo el prisma de la filosofí­a de la historia, puede ser que no se llegue sino a informaciones tautológicas. Para evitar estas imprecisiones, la filosofí­a de inspiración positivista, con sus múltiples ramificaciones, reduce su pretensión de verdad a enuncia-dos analí­ticos controlables empí­ricamente y a la lógica del lenguaje. Todas las afirmaciones normativas que van más allá de esto no son demostrables cientí­ficamente. Por eso, en las ciencias de la acción la objetividad no puede alcanzarse; en su lugar se recomienda un procedimiento pragmático. Pragmáticamente la objetividad es sustituida por controles del éxito (Dewey, Peirce) y, en correspondencia con ello, las normas socia-les son suplantadas por una conducta controlada por el éxito. Pero, como el éxito mismo es a su vez un criterio indirecto y relativo, tampoco el -> pragmatismo puede constituir una base objetiva de legitimación que posibilite la tolerancia.

La teorí­a social dialéctica (Adorno, Horkheimer, Habermas) resulta la incapacidad, condicionada por el sistema, del individuo para ver la falsedad de legitimaciones sociales aparentes. La despolitización del individuo y de la opinión pública facilita la perpetuación de legitimaciones sociales y polí­ticas que se han hecho frágiles, porque sólo existe una rudimentaria -” opinión pública que controle crí­ticamente. La crí­tica es absorbida por el sistema existente y sirve al mismo tiempo como prueba de liberalidad; bajo estas condiciones la t. formal adopta un carácter represivo (H. Marcuse). Puesto que los imperativos democráticos han sido ampliamente domesticados por coacciones funcionales que impone la cosa misma, de ahí­ se sigue una incapacidad de objetivi-dad, que se pretende enmascarar mediante una relativación pseudo-pluralista. Como ni este regulativo relativista-pragmático ni otro de tipo dogmático es capaz de conceder t., surge la cuestión teorético-cientí­fica de un método de las ciencias de la acción que pueda evitar esa alternativa para la determinación de la tolerancia.

Aquí­ debe observarse que la exigencia empí­rico-analí­tica de objetividad desconoce la peculiaridad de las ciencias de la acción, por cuanto no distingue entre los distintos intereses que rigen el conocimiento. En las ciencias de la acción este interés es el emancipatorio, que intenta proseguir en la actualidad la emancipación histórica del género humano de acuerdo con los imperativos del momento. A pesar del marco de referencia logrado hermenéuticamente, se puede llegar muy bien a diferencias sobre la práctica con-creta; por eso la teorí­a que sirve de base a la praxis social debe mantenerse en un plano hipotético, es decir, ha de ser verificable o falsable; con ello el proceso polí­tico-social recibe el carácter de test, sobre la base de una teorí­a lograda o comprobada en forma hermenéutico-dialéctica y empí­rica (-> teorí­a y práctica). En semejante proceso se garantiza al máximo una t. que tiene su fin en la verdad social, porque los criterios legitimantes no quedan sustraí­dos a un control metódico-racional ni a una opinión pública crí­tica, sino que están referidos a la comunicación libre en la sociedad. Así­ podrí­a realizarse el sentido de la t., a saber: proteger minorí­as, garantizar un amplio espectro de libertad de opinión v acción, y, sin embargo, por lo menos tendencialmente hacer obligatorias la verdad y la objetividad, sin premisas dogmatizantes.

Este concepto de t. no tiene por qué contradecir a la concepción teológica de la t. El complejo de pura polí­tica de poder ante la t. se da hoy más en el Estado, en la sociedad y en los grupos sociales poderosos; las Iglesias, en cambio, han pasado a ser grupos dependientes de la t., dejando de ser grupos que la determinen. También en la comprensión teológica de la verdad, a pesar del fundamento obligatorio, se presenta la dificultad de formular normativamente imperativos concretos, porque la contingencia y la concupiscencia condicionan siempre el carácter de proceso del hallazgo de la verdad y su múltiple mediación histórica.

La importancia creciente de la -> hermenéutica indica este estado de cosas. La creación misma está bajo la reserva escatológica, de manera que el carácter experimental de la práctica social corresponde perfectamente a la concepción teológica del mundo; y tampoco la base de legitimación de la planificación social que se da en el interés de la emancipación humana contradice a las premisas teológicas, sobre todo porque el carácter finito y teleológico de la teorí­a social concede su derecho a la reserva escatológica como “crisis” de todos los esbozos.

Para la temática teológica, cf. -> cristianismo (C y D), -> libertad, -> Iglesia y mundo, -> Iglesia y Estado, derechos del -> hombre, teologí­a -> polí­tica, -> religión, -> libertad religiosa, teologí­a de la -> religión.

BIBLIOGRAFíA: H. Kelsen, Was ist Gerechtigkeit? (W 1953); A. Hartmann, Toleranz und christlicher Glaube (F 1955); N. Monzel, Das Problem der Toleranz: MThZ 7 (1956) 81-98; J. Musulin (dir.), Proklamationen der Freiheit (F – H 1959); J. Maritain, Truth and Human Fellowship (Princeton 1957); K. Rahner, Lo dinámico en la Iglesia (Herder Ba 21968); J. Ratzinger, Die christliche Brüderlichkeit (Mn 1960); A. M. Knoll, Katholische Kirche und scholastisches Naturrecht. Zur Frage der Freiheit (W 1962); G. Mensching – H. Bornkamm – D. Lerch, Toleranz: RGG3 VI 932-947 (bibl.); H. R. Schlette, Toleranz: HThG II 679-686; E. W. Böckenförde, Religionsfreiheit als Aufgabe der Christen: StdZ 176 (1964-65) 199-212; J. Lecler – H. de Riedmatten – J. Feiner, Toleranz: LThK2 X 239-246; K. Rahner, Der dialog in der pluralistischen Gesellschaft: Weltverständnis im Glauben (Mz 1965) 287-297; J. Splett, Ideologie und Toleranz Die Wahrheitsfrage in der pluralistischen Gesellschaft: Wort und Wahrheit 20 ((W 1965) 37-49; E. Topitsch, Sozialphilosophie zwischen Ideologie und Wissenschaft (Neuwied – B 21966); R. P. Woff – B. Moore – H. Marcuse, Kritik der reinen Toleranz (F 1966); H. Albert, Traktat über britische Vernunft (T 1968); J. Habermas, Erkenntnis und Interesse (F 1968); IV. Oelmüller, Die un-befriedigte Aufklärung (F 1969); P. Callada, El derecho al error (Herder Ba 1968).

Werner Post

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

Del latín tolerare, significa «soportar». Cuando el término se usa estrictamente, se indica la aceptación de algo no entendido como ideal. Puede usarse para referirse a una inexactitud tolerable en el tamaño y operación de las partes de una máquina, o a la capacidad de un organismo para funcionar aceptablemente a pesar de la presencia en él de venenos o drogas. En una manera más común indica el permiso o paciencia en la presencia de opiniones o prácticas que no son tenidas realmente como buenas o en presencia de personas identificadas con tales opiniones o prácticas. En el sentido estricto del término, expresa la superioridad de aquellos que practican la tolerancia. Así, el decreto de William y Mary, 1689, (cf. Gee and Hardy, Documents Illustratíve of the History of the English Church, pp. 654ss.) recibe el nombre apropiado de Decreto de Tolerancia. Este decreto estableció legalmente una sola iglesia, pero permitía, bajo restricciones especificas, la existencia de cuerpos religiosos «disidentes». Recibir tolerancia en este sentido no es muy estimulante, pero puede demandarse y aceptarse como lo mejor que puede obtenerse.

Sin embargo, cuando se hacen llamados generales a la «tolerancia» (lo cual ha sido común desde, por ejemplo, las «Cartas sobre la Tolerancia» de John Locke, 1685), el juicio que una opinión es superior a otra, puede aún implicarse aunque no enfatizarse. Generalmente, estos llamados proclaman el respeto a las opiniones y a las personas que las sustentan. Un típico ejemplo moderno es la obra de Roland H. Bainton, The Travail of Religious Liberty.

Andrew Kerr Rule

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (611). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología