VIRGINIDAD

El término hebreo betulah, que se traduce corrientemente como †œvirgen†, encierra mayormente la idea de una jovencita. Tiene una connotación de edad, pero incluye también el concepto de v. en términos fí­sicos, como se usa en el dí­a de hoy. Cuando se querí­a ser más especí­fico se apelaba a la expresión: †œque no habí­a conocido varón†. Por eso se dice de †¢Rebeca: †œY la doncella era de aspecto muy hermoso, virgen, a la que varón no habí­a conocido† (Gen 24:16).

En caso de matrimonio, el padre recibí­a †œla dote de las ví­rgenes†, superior a la correspondiente a una hija que no lo era (Exo 22:16-17). Si una virgen era forzada sexualmente, el culpable tení­a que pagar una multa, casarse con la muchacha y no la podí­a despedir jamás (Deu 22:28-29). En la noche de bodas, los padres guardaban una pieza de tela con manchas de sangre que comprobaban que, efectivamente, su hija habí­a ido virgen al matrimonio. Si luego el esposo se quejaba de que no habí­a sido así­, la pieza era utilizada para refutarle (†œ… entonces el padre de la joven y su madre tomarán y sacarán las señales de la virginidad de la doncella a los ancianos de la ciudad† [Deu 22:13-21]).
hablaba de una ciudad, región o paí­s, apelando a frases que aludí­an a la belleza de sus jovencitas. Así­, se habla de la †œoprimida virgen hija de Sidón† (Isa 23:12), †œla virgen hija de Sion† (Isa 37:22), †œla virgen de Israel† (Jer 18:13), etcétera.
v. en una novia era muy apreciada entre los israelitas. El sumo sacerdote tení­a que casarse con una mujer virgen (Lev 21:13). Pero el no casarse en tiempo razonable y permanecer virgen no era bien visto. La v. a perpetuidad no era una costumbre israelita. Por eso la hija de †¢Jefté †œlloró su virginidad por los montes† (Jue 11:37-38). Todaví­a en tiempos de Pablo habí­an padres que podí­an considerar †œimpropio para su hija virgen† el pasar de edad sin casarse (1Co 7:34-40). El apóstol recomendaba el celibato para personas que, teniendo el don de continencia, desearan dedicarse más libremente al servicio de Dios. †¢Matrimonio. †¢Marí­a.

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

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Fisiológicamente es la cualidad o situación corporal de la persona que no ha mantenido relación sexual completa. Espiritualmente se considera como el rasgo moral de quien se mantiene célibe por una opción personal o por una circunstancia natural (edad, impotencia) o artificial (imposición, dependencia)

La virginidad se valora de forma diferente en la Biblia. En el Antiguo Testamento predominó el valor de la fecundidad y el amor a la descendencia, siendo mirada como don de Dios. El mantenerse virgen se menospreciaba y se miraba como mutilación. (Jue. 11.35)

En el Nuevo Testamento sin embargo, ante las palabras y los hechos personales de Jesús, se consideró como una situación excelente. Jesús afirmó que “no a todos es posible esto, sino a aquellos a quienes se les concede.” (Mt. 19.11). Y San Pablo proclamó que es lo mejor para el cristiano (1 Tim. 5.14 y 25-37; Tit. 1. 6; Hech. 21. 9; Apoc. 14.4). Pero también afirmó que es “mejor casarse que abrasarse” (1 Cor. 7. 7-9).

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

A la luz del desposorio de Cristo con la Iglesia

Cristo “amó a su Iglesia hasta dar la vida” por ella (Ef 5,25), como “consorte” que comparte nuestra vida desde el dí­a de su Encarnación, “unido en cierto modo a todo ser humano” (GS 22). El amó así­, como expresión de su donación sacrificial “por la redención de todos” (Mc 10,45). Por esto se llama “esposo” (Mt 9,15). De ese amor esponsal derivará el sentido de su obediencia, pobreza, humildad y sacrificio, como expresiones de su caridad de Buen Pastor.

Cristo llamó a algunos a vivir como él y a ser signo de cómo amó él. El seguimiento evangélico radical, dentro del ámbito de la “vida apostólica” (o de los Apóstoles) incluye el compartir esponsalmente la misma vida con Cristo. Es la expresión del amor esponsal a Cristo por parte de “los suyos” (Jn 13,1). La motivación no es una simple negación, sino “por el Reino de los cielos” (Mt 19,12), es decir, por el mismo Jesús, por su “nombre” o por amor a su persona (Mt 19,29; cfr. CEC 1618-1620).

La castidad evangélica o consagrada (que también se llama celibato y virginidad) es un don de Dios, puesto que sólo lo comprenden “aquellos a quienes se ha concedido” (Mt 19,11). Las personas llamadas serán para ellas mismas y para todos un “signo y estí­mulo de la caridad” (LG 42; PO 16).

Dimensiones de la virginidad cristiana

La dimensión cristológica de este don y llamada indica relación í­ntima con Cristo, amistad profunda e insustituible, imitación, sintoní­a con sus intereses y amores de Buen Pastor y Esposo, presente e inmolado en la Eucaristí­a. La dimensión eclesiológica da a entender que se trata de un signo eclesial, como carisma que pertenece a todo el Pueblo de Dios, como expresión radical del amor de la Iglesia esposa, como libertad para servir a los pobres y entregarse a la misión de la Iglesia incondicionalmente o con corazón “indiviso” (cfr. 1Cor 7,32-34; PO 16). La dimensión escatológica anticipa la vida de plenitud en el “más allá” en el encuentro definitivo con Cristo Esposo y en “la ardiente espera de su retorno” (CEC 1619), mientras en esta tierra es ya un “servicio de la nueva humanidad” (PO 16). La dimensión antropológica hace que la persona llamada se sienta realizada por la intimidad profunda con Cristo y por la fecundidad de “formar a Cristo” en los demás (Gal 4,19).

A Cristo no se le da sólo una renuncia, sino lo mejor del corazón la amistad profunda, que ya nada ni nadie podrá condicionar. Es el desposorio con él, presente en su palabra, eucaristí­a y sacramentos, comunidad eclesial e innumerables campos de caridad. Ya no se buscan compensaciones. Lo que parecí­a soledad y fracaso, se convierte en una “soledad llena de Dios” (Pablo VI) y en compartir esponsalmente la cruz de Cristo Esposo. La virginidad es la expresión máxima de la maternidad eclesial (cfr. RMi 70). Es “expresión del amor esponsal por el Redentor mismo” (RD 11), “signo y estí­mulo de caridad” (LG 42; PO 6), “fuente de paz profunda” (ET 13), “manantial extraordinario de espiritual fecundidad en el mundo” (LG 42; PO 16).

Formación vocacional para la virginidad evangélica

Respecto a la vida y formación sacerdotal, habrá que subrayar la caridad del Buen Pastor, la sintoní­a con los amores de Cristo Sacerdote, la armoní­a con la participación en su mismo sacerdocio, el seguimiento evangélico al estilo de los Apóstoles, el “carácter” sacramental como signo permanente del amor esponsal de Cristo a su Iglesia, la presidencia espiritual de la comunidad eclesial en nombre de Cristo Esposo, la disponibilidad misionera local y universal hasta “ofrecer la totalidad de su amor a Jesucristo” (PDV 44; cfr. PO 16; PDV 29, 50; Dir 57-60).

Por parte de la vida consagrada (en sus diversas modalidades), será necesario recordar que se trata de vivir con “corazón indiviso”, para compartir los amores de Cristo Esposo, como signo del amor de la Iglesia esposa y como anticipación de una vida futura de encuentro definitivo con Cristo, como participación incondicional en la misma misión universalista del Señor (PC 12, RD 11; RMi 70, VC 21, 88).

La correspondencia a ese don y a esta llamada es posible, a pesar de las limitaciones humanas. Para la perseverancia generosa y gozosa, además de la selección y formación inicial, se necesita oración (como relación personal con Cristo y meditación de la Palabra), sacrificio (también en la pobreza y modestia), devoción mariana, vida fraterna de amistad sincera y de verdadera comunidad, madurez afectiva y formación adecuada y permanente, alegrí­a en el servicio apostólico y de caridad.

La calidad y cantidad de las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada, dependerá, en gran parte, del testimonio de vivencia gozosa y transparente de esta realidad evangélica, como signo de cómo amó y sigue amando Cristo Esposo y Buen Pastor. Los criterios evangélicos vividos con autenticidad y serenidad han suscitado siempre numerosas vocaciones al “seguimiento evangélico” radical. La familia cristiana es fuente de estas vocaciones “La estima de la virginidad por el Reino y el sentido cristiano del matrimonio son inseparables y se apoyan mutuamente” (CEC 1620).

Referencias Castidad, consejos evangélicos, espiritualidad sacerdotal, vida consagrada, ví­rgenes consagradas, Virgen Marí­a.

Lectura de documentos PC 12; PO 16; PDV 29, 44, 50; VC 21, 88; CEC 1618-20.

Bibliografí­a AA.VV., Solo per amore, riflessioni sul celibato sacerdotale (Cinisello Balsamo, Paoline, 1993); AA.VV., Sacerdocio y celibato ( BAC, Madrid, 1971); J. ALVAREZ GOMEZ, Virginidad consagrada (Madrid, Claret, 1977); E. BIANCHI, Celibato y virginidad, en Nuevo Diccionario de Espiritualidad (Madrid, Paulinas, 1991) 228-246; A. BONI, Sacralití  del celibato sacerdotale (Genova, CSFL, 1979); C. COCHINI, Origines apostoliques du célibat sacerdotal (Paris, Lethielleux, 1981); L. LEGRAND, La doctrina bí­blica de la virginidad (Estella, Verbo Divino, 1969); J.M. PERRIN, La virginidad (Madrid, Rialp, 1966); A.M. STICKLER, Il celibato ecclesiastico, la sua storia e i suoi fondamenti teologici (Lib. Edit. Vaticana 1994); M. THURIAN, Matrimonio y celibato (Zaragoza 1966).

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

La virginidad cristiana es aquel don preciso dado por el Padre a algunas personas para que se entreguen solamente a Dios con un corazón sin dividir (cf. LG 42). Por la densidad simbólica del término, preferimos la palabra “virginidad† a otras, como “celibato† o “castidad consagrada† y aunque reconocemos una especial significatividad a la virginidad femenina, de suyo la virginidad cristiana trasciende – la distinción sexual : ya el Pseudo-Clemente llama “ví­rgenes† a los hombres y a las mujeres (Epist 1 ad virgines, 2).

Hay que subrayar además que. por muy lí­citas y obligadas que puedan ser sus aportaciones, las ciencias humanas no pueden agotar el misterio de la virginidad consagrada en la Iglesia, que sólo resulta comprensible en su arraigo cristológico y en la interpretación de la fe.

Si en la fenomenologí­a religiosa la virginidad y los actos sexuales están muchas veces ligados a lo sagrado y a las fuerzas cósmicas, la experiencia sexual es desacralizada en Gn 1. Para 1srael la abstención de la relación sexual es abstención de lo “profano†, antes de participar de alguna manera de la “santidad† de Dios (Ex 19,14s; 1 Sm 21,5). La virginidad se aprecia como integridad fí­sica de la mujer no casada (Ex 22.15; Lv 21,13), pero un estado permanente de celibato sigue siendo totalmente extraño a la mentalidad judí­a. En su conjunto, la tradición rabí­nica equipara el celibato al homicidio, porque se opone a la obra de la creación (Gn 1,27s): así­, la hija de Jefté llora por su virginidad inútil (Jue 11.37s) y el celibato de Jeremí­as se convierte en signo de la desolación futura de 1srael (Jr 16,lss). En el siglo 1 d.C. causará asombro la decisión de permanecer célibe de rabbí­ Simeón ben Azzai: “Mi alma se ha enamorado de la Torá. ¡Oue piensen otros en la supervivencia del mundo!† (Génesis Rabbah 34. 14a).

Sólo en la plenitud de los tiempos de la encarnación (Gál 4,4) la virginidad encuentra fundamento y principio. Jesús se presenta como el Esposo de la alianza nupcial entre Dios y su pueblo (cf. la “virgen hija de Sión” de los profetas en Mc 2,19s: Mt 22,1-14. 25,1-13). En el loghion de Mt 19,10-12 Jesús, después de haber referido el matrimonio al designio original del Padre (Mt 19,3-9), afirma la existencia de un don que se da a algunos por la causa del Reino. El contexto histórico es la acusación dirigida a Jesús de ser un “eunuco†, además de un “comilón y bebedor† (Mt 11,19). Defendiendo su misma vida virginal, Jesús la presenta como don del Padre. El texto tiene un fuerte sentido escatológico: el Reino por el que uno se hace eunuco está ya presente (cf. Lc 1 1,20). Con el acontecimiento pascual Jesús es “constituido Señor y Cristo† (Hch 2,36) y la Iglesia comprende que la causa del Reino se identifica con la de Jesús; él es el Reino de Dios en persona. La virginidad se enriquece con la referencia explí­cita a la persona de Jesús resucitado, sin perder su connotación escatológica. Virginidad quiere decir vivir con ” el corazón sin dividir… para el Señor†, afirma Pablo en el famoso pasaje de 1 Cor 7.

Su enseñanza sobre el matrimonio en la perspectiva escatológica se conjuga con la virginidad por el Señor: la virginidad es un chárisma (y. 7), un estado de vida totalmente cristocéntrico y cristiforme (vv. 32-34). La misma virginidad de Marí­a, que profesa la Iglesia apostólica, es la primera virginidad evangélica auténtica en el seguimiento de Jesús. Marí­a recibe del misterio del Hijo su propia virginidad, don del Padre y entrega al Reino en la persona de Jesús (cf. Lc 1,26-35: Mt 1,16; 2,18-23).

En la Iglesia de los primeros siglos la virginidad es el segundo gran testimonio después del martirio. Nace el ordo de las ví­rgenes, a las que no es preciso imponer las manos, ya que sólo su decisión las hace tales (Traditio apostolica, 12). De la consagración personal en la casa paterna, bajo la autoridad del obispo, se pasa a una vida comunitaria, bajo una regla (Epist. 211 de Agustí­n y Regla de Cesáreo de Arlés). En la reflexión teológica los Padres comparan con frecuencia el matrimonio con la virginidad. El matrimonio es un bonum creacional que hay que defender contra los herejes (Teodoreto de Ciro, Haeret. Fabul. Y, 25: Juan Crisóstomo, De Virginit. 9-1 1; Agustí­n, De bono conjug. 16,21), pero que obliga a permanecer bajo el ataque de las pasiones. La virginidad es melius, ya que es una huida ascética de éstas (Juan Crisóstomo, In Epist. 1 ad Cor. Hom. 30,5; Jerónimo, Epist. 48,4); en el “corazón sin dividir” se recupera aquella unidad interior que el pecado habí­a hecho abandonar (Agustí­n, Confes. X, 29); el estado virginal es el más idóneo para la contemplación de los misterios de Dios (Gregorio de Nisa, De Virgin. 5,11). Sin embargo, la virginidad sigue estando expuesta al riesgo del orgullo y es preferible una humilde vida conyugal a la virginidad orgullosa (Agustí­n, Enarr. in ps. 99, 13). Los Padres aluden con frecuencia a las relaciones entre Marí­a, Cristo y el fiel: la virginidad, la maternidad espiritual y la fe. La Iglesia es virgen porque conserva la integridad de la fe; de aquí­ su fecundidad espiritual, como ocurrió con Marí­a y como ocurrirá con toda alma virgen, es decir, í­ntegra en la fe (Agustí­n, Sec. 93, 1; 341, 5).

Las fuentes bí­blicas y patrí­sticas, por consiguiente, indican que la virginidad cristiana no puede comprenderse sin una confrontación con la experiencia conyugal: si los Padres se resienten de algunas ideas filosóficas de la época, lo cierto es que el matrimonio y la virginidad son para ellos “dos modos de expresar y de vivir el único misterio de la alianza de Dios con su pueblo” (Juan Pablo II, Familiaris consortio, 16). La comparación continúa en la historia de la teologí­a. Dentro del sistema de santo Tomás la virginidad es una virtud, parte de la castidad (S. Th. 11-11, q. 151), especificación a su vez de la templanza. La virginidad es más adecuada para la contemplación que la continencia conyugal (S. Th. 11-11, q. 152, a. 2); por tanto, hay que preferirla por estar ordenada al bien del alma en la vida contemplativa (Ibí­d., q. 152, 4).

Contra la opinión de los reformadores, que atribuyen al matrimonio una consideración – de valor superior , el concilio de Trento condena a los que anteponen el estado matrimonial al virginal (sessio XXIV cap. 10). La afirmación de Trento es al mismo tiempo clara y prudentemente ” negativa”. Para el Magisterio reciente, el estado virginal es de suyo superior al conyugal. Así­ en la Sacra virginitas, de pí­o XII, en la Sacerdotalis coelibatus, de Pablo VI, y en la Familiaris consortio, n. 16, de Juan Pablo II.

También el concilio Vaticano II apunta en la misma dirección (LG 42; 0T 10). Por otra parte, para expresarse a sí­ misma, la experiencia virginal depende en su lenguaje simbólico del lenguaje conyugal, utilizado indiferentemente para los varones y para las mujeres. Es lo que ocurrió con los santos Padres.

Luego, con san Bernardo, santa Clara de Así­s y santa Catalina de Siena, en las obras de Matilde de Hackerborn y de Gertrudis de Helfta, donde la vida claustral de las ví­rgenes se compara con una constante liturgia nupcial; para acabar con la gran mí­stica carmelitana. La liturgia captó su idea fundamental en la bendición sobre las ví­rgenes consagradas. †œ De esta manera las llamas a realizar, más allá de la unión conyugal, el ví­nculo esponsal con Cristo, de quien son imagen y signo las bodas”. La confrontación constante entre virginidad y experiencia conyugal señala en el valor la razón de existir de la virginidad, †œopción carismática de Cristo como esposo exclusivo” (Juan Pablo II, Redempt. donum, 11). Como todos los dones y carismas, la virginidad nace del misterio pascual de Cristo, “nuevo Adán, espí­ritu dador de vida” (1 Cor 15,45), recibiendo de él sus dimensiones cristológica, eclesial y mariana, escatológica.

En su total entrega al Padre, Cristo es autor, esposo e hijo de la virginidad (cf. oración de consagración de las ví­rgenes). El seguimiento de Cristo en la virginidad es participación de su mismo misterio. Y por consiguiente, crucifixión. Este subrayado es tanto más correcto cuanto mas crece hoy la percepción de la relación entre el matrimonio y la integración de la personalidad humana. Nacida de la fe, sólo en la fe la cruz virginal se abre al misterio de la gratuidad y de la vida; la virginidad y la fecundidad espiritual nacen ambas del misterio pascual de la cruz (cf. Jn 19,25-30).

En Marí­a tanto la generación fí­sica de Jesús como la participación en la maternidad espiritual de la Iglesia se realizan en el Espí­ritu Santo. Lo mismo que Marí­a y la Iglesia, la vida virginal se abre a la fecundidad espiritual en la lí­nea de la promesa hecha a Abrahán (Gn 15,5): la virginidad y la maternidad pertenecen a la Iglesia como a Marí­a, así­ como a toda alma creyente (Isaac de la Estrella, Sermo 51).

Finalmente, la virginidad cristiana es signo de la futura resurrección (cf. Mt 12,25), mucho más que retorno al estado original de inocencia, como a veces pensaban los Padres. Los que han recibido va ahora el carisma de la J virginidad se encaminan hacia la caridad (LG 43), como signo en el tiempo de Reino eterno del Señor Jesús: “Habéis comenzado a ser lo que nosotros seremos. Poseéis y J a ahora la gloria de la resurrección”, escribí­a Cipriano a las ví­rgenes (De habitu virginum, 32).

Gregorio de Nacianzo pudo cantar. †œPrima virgo, sancta Trinitas” (Carmina 11, 2). Más allá del lenguaje de la paradoja, la Trinidad es virgen por ser totalmente gratuita en sí­ y en su acto de donación, tanto ad intra como ad extra.

En esta lí­nea misteriosa creemos que se inserta la praecellentia de la virginidad sobre el matrimonio (0T 10): en una especie de †œ connaturalidad ” con lo divino; el amor virginal es un amor primordial, que precede al mismo amor conyugal. Pero la experiencia conyugal auténtica, hecha también de amor y de sacrificio fecundo (LG 41; GS 48s), sirve para guardar la verdad del amor de las ví­rgenes, para que no caigan en el absurdo de los que, “como no son de un hombre, creen que son de Dios; como no aman a nadie, creen que aman a Dios” (C. péguy).

Y Mauro

Bibl.: G. Moioli, Virginidad. en DE, 591600; A. Auer Virginidad, en CFT. 1V 458466; D. Thalammer, Virginidad y celibato. Un servicio sin división a la Iglesia, Verbo Divino, Estella 1969; J, ílvarez Gómez, Virginidad consagrada: ¿realidad evangélica o mito socio-cultural, Claret, Madrid 1977. M. Thurian, Matrimonio y celibato, Hechos y Dichos, Madrid 1966; L. Legrand, La doctrina btólica de la virginidad, Verbo Divino, Estella 1969.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

Sumario: 1. La preparación delAT.i. Aspecto negativo; 2. Motivos positivos y preparatorios: a) Continencia sexual y culto, b) Esterilidad, viudez e impotencia, c) Signo profetice II. En el NT: 1. En la enseñanza de Jesús; 2. En la interpretación de Lucas: a) Una renuncia auténtica: Lc 14,26 y 18,29b, b) Una renuncia gravosa y cotidiana: Lc 14,27 y 9,23; 3. En la enseñanza de Pablo: a) Argumento y división de 1 Cor 7, b) La instancia escatológica, c) †œRespecto a las…†: el sujeto de los versí­culos 25-38, d) La virginidad es un carisma (y. 7), e) Consagración y culto (vv. 32-35), 19 Matrimonio espiritual.
La virginidad (castidad, celibato, continencia) evoca una realidad poco comprendida siempre por la sociedad. La incomprensión encuentra uno de sus factores, entre otros, en la impropiedad del lenguaje, es decir, en la absoluta insuficiencia del léxico corriente y laico para agotar la profundidad de un dato religioso.
Preferimos hablar de virginidad, a pesar de sus resonancias eminentemente femeninas. El uso de †œcastidad† (incluso †œperfecta†) rebajarí­a el estado matrimonial y olvidarí­a que también este último está obligado a la ley de la castidad. †œContinencia†, en cambio, en cuanto abstención de toda actividad sexual y simple renuncia, es demasiado negativa; finalmente, †œcelibato† permanece vago, ya que no expresa de por sí­ más que una condición social, sin ningún componente religioso. Justamente esta eminencia religiosa es lo que permite ampliar nuestro lema, virginidad, incluso a los viudos y viudas, a las estériles, a los sexualmente impotentes (eunucos), así­ como a los desposados.
Por otra parte, también el léxico bí­blico es un tanto precario en sus significados, ligados principalmente a las voces griegas parthénos, ága-mos, enkrates (y nymphé, áphthora, neánis, etc.) y a las ideologí­as hebreas subyacentes. Aquí­ recurriremos indiferentemente a los diversos términos, atentos más a su uso y a los contextos, a fin de captar su mensaje teológico, descuidando, en cambio, las presencias de í­ndole helení­stica testimoniadas en los varios ámbitos culturales de las diferentes religiones antiguas. Lo mismo que descuidaremos en la medida de lo posible todo lo que se refiere al / matrimonio; aunque sea fundamental para definir el contenido de nuestro tratado, tiene una voz aparte.
3400
1. LA PREPARACION DEL AT.
Presentamos el AT como †œpreparación† para los datos del NT; solamente aquí­ tendremos una doctrina positiva acerca de la virginidad.
3401
1. Aspecto negativo.
En el AT no sólo no encontramos una enseñanza relevante sobre la virginidad, sino que no goza en él siquiera de una estima particular. Mejor: la virginidad es muy estimada antes del matrimonio (Dt 22,13-21, †œlos signos de la virginidad†), ya veces es condición para algunos tipos de matrimonio (Lev 21,l3ss: el sumo sacerdote); pero en sí­ misma y como estado permanente es considerada un deshonor, una especie de castigo divino, a la par que la esterilidad, la castración y la impotencia conyugal en general.
La mujer está fundamentalmente orientada a la procreación: su valor consiste esencialmente en ser madre. Hasta el punto de que a veces, por metonimia, se la llama simplemente rahatn, seno o vientre materno (Jc 5,30). Así­ pues, la virginidad era funcional al futuro matrimonio; y en esta lí­nea, expuesto de manera global, se mueve todo el AT.
Esto se comprende fácilmente si recordamos el precepto de Gen y su larga historia y aplicación en Israel:
†œSed fecundos y multiplicaos, llenad la tierra y sometedla† (Gn 1,28). Todaví­a en los tiempos más recientes son numerosos los textos rabí­nicos que, como éste, afirman que †œun hombre no casado no es verdaderamente un hombre† (Yebamót 63a); y la referencia a Gen es muy frecuente. Recuérdese también que el léxico hebreo ignora un término que indique †œcelibato†. Como confirmación y demostración e contrario, se subraya y exalta particularmente el estado matrimonial, la prole, la descendencia numerosa; por ejemplo, ver Lev 26,3.9; Dt 28,4, y especialmente el Ps 128 (salmo de subida a Jerusa-lén).
Pero la indicación más neta acerca del no valor intrí­nseco de la virginidad, mejor de su negatividad, se lee en las palabras puestas en labios de la hija de Jefté al enterarse del voto cruel de su padre:
†œConcédeme esta gracia: déjame libre durante dos meses para ir por los montes con mis compañeras llorando mi virginidad† (Jc 11,37). El motivo del llanto no es ver truncada una vida joven, sino la condición de virginidad en la cual habrá de morir sin dejar prole. Aunque toda la narración del voto de Jefté (Jg ll,30s.34-40) haya que atribuirla a una etiologí­a cultual, y por tanto esté unida al relato sólo arbitrariamente, sin embargo en él se manifiesta la virginidad como deshonor y negatividad, motivo de conmiseración y de desprecio.
Una concepción del todo análoga y a nivel colectivo se lee allí­ donde los profetas llaman al pueblo †œla virgen Israel†, indicando con ello su condición de miseria y opresión: es la †œvirgen† que muere sin dejar prole, condenada a la desaparición. Ver, por ejemplo, Am 5,ls; JI 1,8; Lam 1,15; 2,13; etc., leí­dos en sus contextos. Similarmente, cuando con el mismo apelativo se pone de manifiesto el estado de opresión territorial, la violación de la independencia y de la prosperidad (también para Israel): cf Is 23,12; 32,23; Jer 14,17; etc.
A esta luz general se comprenden las valoraciones negativas y las desfavorables descripciones relativas a aquella forma particular de virginidad que es la esterilidad. También ella es normalmente un mal, un deshonor, una vergüenza (en la lí­nea, por otra parte, de todo el Oriente antiguo): por ejemplo, Gen 15,2 (Abrahán); 16,4s (Sara); 30,1 (Raquel) y versí­culo 2 (respuesta de Jacob); sólo Dios abre el seno de la estéril (Gn 25,21; Gn 29,31; Gn 20,22), puesto que es él el que, al castigar, lo ha cerrado (Gn 30,23 1S l,5ss; Jr22,30; Os 9,11; Os 9,14; Lc 1,25). Igualmente en lo que concierne al estado de viudez, visto de suyo como caso tí­pico de desventura (IR 17,12; 2R 4,1; 1s47,9; Ba 4,12-16) y de debilidad (Is 10,2; Mt 12,40 par), hasta el punto de merecer particular atención de la ley (Ex 22,20-30 Dt 14,28s; Dt 24,17-22 y por parte de Dios mismo (Df 10,17s; 27,19; Is 1,17; SaI 68,6; SaI 10,2), que escucha su grito (Si 35,14s) y se convierte en su vengador y defensor (SaI 96,6-10; Pr 15,25; MI 3,5), igual que el auténtico †œpiadoso† (Df 26,12s; Jb 31,16; St 1,27). En el mismo contexto de desventura, desgracia (y maldición) se explican también las normas que regulan a los eunucos, cuando se les prohibe ofrecer sacrificios (Lv 21,10 ), reducidos así­ a la condición de bastardos (Df 23,3ss), y hasta excluidos del pueblo (Dt 23,2 mientras que en el mundo pagano antiguo se honraba al †œiereus eunuchos).
Estas lí­neas abiertamente negativas no agotan lo que el AT nos transmite sobre la virginidad (o celibato) y sobre la esterilidad, viudez e impotencia. Ya en el AT se abrí­an algunos atisbos, que de penumbras se habrí­an de transformar en luz y de modestas semillas llegarí­an a dar frutos copiosos en tiempos del NT.
3402
2. Motivos positivos y preparatorios.
Los comprendemos a la luz del NT. Contemplamos obviamente no la sola virginidad en sentido estricto, sino también aquellas formas de vida celibataria a las que se ha hecho referencia.
3403
a) Continencia sexualy culto. Es una primera indicación que anexiona un cierto valor positivo a la virginidad o celibato. No se trata más que de una continencia sexual temporal; sin embargo, no hay que descuidarlo, ya que se interpreta como separación de lo profano o común, concretamente como una presencia de †œsantidad†.
Un primer caso lo tenemos en la participación en un banquete sagrado; ello vale al menos para el tiempo de David (dado el silencio de Lev 22,7-16, no parece que la norma valiese después). 1S 21,5 pone por condición que †œlos jóvenes se hayan abstenido al menos de la mujer† antes de que Ajimélec, sacerdote de Nob, conceda el †œpan sagrado† o †œsanto† (hebr., qodeí­), †œno profano† o †œcomún† (hol) a David y a los suyos. La respuesta de David es instructiva: †œSeguro, las mujeres nos están prohibidas (…) y las cosas de los jóvenes son †˜santas†™ (qodesJ; es un viaje †˜profano†™ (hol], pero verdaderamente hoy ellos son
†˜santos†™ (jiqdas] en sus cuerpos† (y. 6). Sólo entonces Ajimélec da lo †œsanto† (qodes, sobreentendiendo †œpan†: y. 7).
Del todo análogo es el sentido de la continencia temporal observada durante la expedición militar de una guerra: cf el caso de Urí­as en 2S 11,8-13. Para Israel, las guerras son santas, como santa es la tierra y sagrado es el pueblo (passim). Por así­ decirlo, se asemejan a algo litúrgico, o sea cultual y sagrado. En efecto, antes y más que del pueblo, son las †œbatallas† o †œlas guerras del Señor† (IS 18,17; IS 25,28 cf Núm IS 21,14, †œlibro las guerras del Señor†). Dios estaba presente en el campamento (Jc 4,14; 2S 5,24), y éste podí­a llamarse †œsanto† (Dt 23,10-15 qadós, y. Dt 15), transformado como en santuario del arca Nm 10,35s; IS 4). Los mismos soldados podí­an llamarse †œlos santos de Dios† o †œsus consagrados† Is 13,3; Jr22,7; Jr51,27s).
En la misma lí­nea de continencia temporal está el tercer caso, en Ex 19,14s; antes de ratificar la alianza y de promulgar la ley, †œMoisés santificó /7eqaddesJal pueblo y ordenó: †œEstad preparados para pasado mañana; que nadie toque mujer†.
Habitualmente, en los tres casos se advierte sólo una especie de pureza ritual, o sea †œabstención de†. Creemos que la interpretación es reducti-va e insuficiente. Más que mera pureza ritual, se está aquí­ en la lí­nea de la consagración y santificación. Es decir, la continencia temporal es considerada aquí­ como una especie de santificación y preparación activa al acto cultual que se va a cumplir o en el cual se participa, ampliación de aquella esfera de lo divino que se considera siempre presente en el culto y en lo que le concierne.
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Verdaderamente, la realidad matrimonial en sí­ misma nunca es considerada en la Biblia como un acto de impureza; las impurezas sexuales que conoce no están nunca relacionadas de por sí­ con el matrimonio en cuanto tal. De todas formas, el argumento que nos parece decisivo es el léxico empleado en los pasajes citados. No se habla en ellos de †œpuro† o †œno contaminado† (tahór), sino de †œsanto† (qadós), cuyo contrario no es †œimpuro† o †œcontaminado† (tame†™J, sino †œprofano† (hol). Ni se pueden superponer las dos nociones de pureza y santidad; al contrario, desde un punto de vista bí­blico, permanecen del todo separadas. Pues pureza no es más que cualidad negativa: dice solamente ausencia de mancha o contaminación. Por consiguiente, es la †œimpureza† lo que bí­blicamente es una cualidad positiva, es decir, pone algo en el objeto al que se refiere y que justamente así­ se convierte en †œcontaminado†. †œSantidad†, por el contrario, es cualidad completamente positiva, mejor divinamente tal: en la persona o cosa †œsantificada† pone un cierto poder o radiación mí­stica que caracteriza a lo divino (iDios es †œsanto† por definición!) y lo separa de cualquier otro objeto, que justamente por tal es común y profano (hebr., hol; qadós se deriva de la raí­z que significa †œseparar†).
Por tanto, ser santificado es participar de algún modo de la esfera de lo divino. La continencia temporal se inserta ahí­; su relación con el culto subraya toda su dignidad. Participa, por así­ decirlo, de la dignidad del mismo culto, al menos en cuanto que lo precede, lo prepara y de algún modo condiciona su participación. La presencia peculiar de Dios †œsanto† en el culto exige, al menos en los tres casos recordados, que lo preceda la continencia, mejor que de algún modo lo haga ya antes presente. Ella, en efecto, hace al hombre qadós, o sea, partí­cipe de lo divino ya antes del culto. Al sustraerse a lo que es común o profano (o sea, hol), el hombre es ya en cierto modo sede de presencia divina, significada por el término qadós, que es justamente lo opuesto de hol.
Confirmación elocuente de ello la tenemos en JI 2,16. El profeta invita †œal esposo† a †œsalir de su cámara nupcial† y †œa la esposa de su tálamo†. No es una invitación a la mortificación o a purezas rituales, sino a entrar en una †œsantificación†: †œSantificad una asamblea†, se dice al comienzo del versí­culo (igual que en 1,14 y 2,15 se habí­a exhortado: †œSantificad un ayuno†); es decir, libremente traducido: †œcelebrad una reunión sagrada† en la cual se suplique a Dios por la inminente calamidad nacional. Se deja o interrumpe la vida cotidiana común para elevarse a un encuentro †œsagrado† con Dios o estar en su presencia en el culto; en cuanto que lo prepara y, por así­ decirlo, lo anticipa, ese encuentro se expresa ya por la continencia temporal.
En la misma dirección va la prescripción para la ordenación sacerdotal de Aarón y de sus hijos, en la cual, aunque no se menciona expresamente, ciertamente está incluida la continencia sexual temporal: Lev 8,33.35 (y también y. 30). Ya en tiempos del NT, en los escritos rabí­nicos leemos que, según toda una escuela, las relaciones conyugales estaban prohibidas en sábado: en cuanto reservado a Dios y para Dios, y por tanto tiempo †œsagrado†, además con la peculiar presencia de Dios (su espí­ritu) en la casa propia, el sábado no se podí­a considerar como los demás, es decir, un dí­a en el que fuera lí­cito atender a la procreación, mandamiento divino ciertamente, pero de orden común, para todos los dí­as y, en este sentido, actividad profana (Ketübót 65b, Talmud babilónico). Tanto más que el sábado anticipaba ritualmente el descanso eterno, y durante ese descanso (escatologí­a estrechamente ligada también al dí­a del mesí­as, que se harí­a presente igualmente en sábado), †œni se engendrarí­a ni se procrearí­a†. Análogamente para Moisés: a fin de subrayar la †œsantidad† de su misión y la constante presencia de Dios con él, se enseñaba que después de la visión de la zarza no habí­a tenido ya relaciones conyugales. Es decir, ahora estaba totalmente y para siempre †œconsagrado† al único fin de su vida, el que Dios le habí­a confiado.
También entre los habitantes de Qumrán [1 Judaismo II, 8d] se manifiesta netamente un valor positivo y cultual del celibato. Tienen conciencia de que en los tiempos escatológi-cos y como preparación para las †œsantas batallas† contra los hijos de las tinieblas lo que cuenta no es la procreación (y por eso se abstienen del todo o en parte -pues de hecho se habla de mujeres y de niños- del matrimonio), sino la gloria o †œseñorí­o† (Sekinah) de Dios, en el cual justamente no hay lugar para una actividad que no sea †œsanta†, es decir, relativa a él solo, y por tanto †œseparada† de las comunes de todo mortal y de todo momento no expresamente †œsantos†.
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b) Esterilidad, viudez e impotencia. Respecto a cuanto se ha dicho antes [/1,1], se registra aquí­ un cambio de tendencia. Se abre al futuro en una evolución que, como para otras lí­neas, se capta sólo en el NT.
Indicación digna de observarse es el acento puesto en la esterilidad contemplada como condición para subrayar la intervención de Dios que concede la fecundidad. Toda vida es don de Dios; pero el que ha de nacer se convierte en don peculiar del Altí­simo con valor y funciones particulares en el desarrollo de la historia de la salvación. Pueden verse los casos de Sara, Rebeca, Lí­a, Raquel, Ana y, en el NT, de Isabel (cf también Rm 4,18-24).
Valor positivo lo atribuye el AT a la esterilidad en época tardí­a, cuando, contrariamente al precepto de Gen, proclama †œbendita a la estéril sin tacha, que no conoció el lecho pecaminoso† (Sb 3,13). El valor se toma de la relación con Dios: pues †œmás vale no tener hijos y poseer la virtud, porque el recuerdo de la virtud es inmortal† (4,1).
Lo mismo vale para el eunuco. En paralelo con la estéril, también a él se le declara ahora †œdichoso†, si †œsus manos no hicieron la maldad y no alimentó malos pensamientos contra el Señor† (Sb 3,14); más aún, †œle será dado especial galardón por su fidelidad y un puesto agradable en el templo del Señor† (Sb 3,14). Prevalece, pues, la valoración fundada en lo espiritual. A la vuelta del destierro babilónico, ya el profeta habí­a proclamado y motivado en clave del todo espiritual y universalista esa bienaventuranza para los eunucos, en otro tiempo excluidos del pueblo (cf Is 56,3ss). La relación determinante es la de Dios (†œmejor†), relación que asegura presencia y atención individual †œen mi casa†, derecho de presencia en medio del pueblo †œdentro de mis muros† e incluso permanencia †œsempiterna†.
En lo que atañe al estado de viudez, es significativa la narración de Judit. Ella lleva una vida de †œconsagrada†: está separada de los demás (Jdt 8,5, la tienda en la terraza), lleva el hábito particular del luto (y. 6; 16,7), se dedica al ayuno (8,6), a la penitencia, a la oración (c. 9). Todo indica una situación cultual. Su misma fuerza final (proveniente de Dios) contrasta con su debilidad natural (de viuda). Se junta la continencia (8,8) para celebrar una condición espiritual que preludia la valorización del estado de viudez como se ve en el NT. Entretanto, en los umbrales mismos del NT le dará la réplica y le hará eco la figura de Ana, la †œprofetisa hija de Fanuel†™, de Lc 2,37. Para ambas, el estado de viudez presenta la nota de una vida consagrada, cultual, en la cual la celebración de Dios está interiorizada y al mismo tiempo reclama gestos y observancias varias; entre ellas se coloca el estado de continencia de manera totalmente integrativa, hasta llegar a parecer -especialmente para el que lo ve con la óptica del NT- el supuesto necesario y la lógica coronación.
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c) Signo profetice. Ante todo, el caso de ¡Jeremí­as. Es único en el AT. Como signo profético en Israel, signo de abatimiento y de desventura o destrucción (análogamente al caso recordado de la hija de Jefté), Dios le ordena permanecer célibe: †œNo te cases, no tengas hijos ni hijas en este lugar†™ (Jr 16,2). El pueblo no tiene ya relación con Dios, no produce frutos; está a punto de ser abandonado; es inminente su fin. Tener hijos y asegurar la descendencia es cosa de otros tiempos; ahora es superfluo y hasta nocivo. El mandato de crecer y multiplicarse (Gn 1,28) se le hizo al hombre en paz con Dios; ahora, lejano y rebelde al propio Dios, el hombre no puede sobrevivir. Por eso el mandato se invierte: †œNo te cases…† La rebeldí­a contra Dios destruye el hombre y las cosas, el m;smo templo; también la tierra y el pueblo serán oprimidos (dominio extranjero y esclavitud). Parece que ha vuelto el caos de los orí­genes (Gn 4,23-31 15,2ss). La misma gloria de Dios deja su habitación y abandona Judea (Ez 8,1-11; Ez 8,15). Cuando Israel parta para el destierro, Raquel lo acompañará con el lamento fúnebre, como por un difunto (Jr31,15). Y su reviviscencia será únicamente obra divina, de una nueva creación mediante el †œespí­ritu del Señor† Ez37,1-14), en el contexto de una nueva alianza espirituale interior (Jer3l,3lssy Ez 36,26ss)[IAlianza].
El drama se vive en la experiencia personal del profeta, antes de que se abata sobre el pueblo: es arrojado del templo (Jr36,5), de su propia familia (12,6; 11,19-23), de su pueblo (20,2; 36,26). La desolación del paí­s reina ya antes en la soledad del profeta (15,17): †œVoy a suprimir de este lugar, a vuestros ojos y en vuestros dí­as, los gritos de gozo y algazara, los cantos del esposo y de la esposa†™ (16,9). La vasija rota es signo de ruina y de matanza inminentes (19,1-1 3). Otro tanto pasa en la vida del profeta: en la soledad de su celibato se anticipa el reino de la muerte; se recorre por anticipado, por así­ decirlo, el fin del estado actual de las cosas. Dios está a punto de hacer cosas nuevas, superando el orden precedente: la existencia con Dios se perpetuará no ya según la carne, sino mediante el espí­ritu, en un nuevo orden y una nueva alianza. En éste, el estado virginal es testimonio de vida con Dios y en el espí­ritu, fuera de todo parámetro terreno.
Análogo valor de signo profético tiene la expresión †œvirgen Israel†™, dirigida al pueblo en cuanto fiel o infiel alaalianza(cfJer 18,13; 31,4.21). En el contexto general de la relación es-ponsal entre Dios y el pueblo, el apelativo evoca la integridad de la fe, el amor generoso y total y la donación sin reservas al propio Dios. La †œvirgen Israel† será completamente de Dios, †œsu esposa†™ para siempre, cuando él haya establecido una †œalianza nueva y eterna† en la sangre de su mismo Hijo (Lc 22,20). Entonces, †œcomo un joven se casa con su novia†™ (Is 62,5), Dios será total y definitivamente el esposo y el amado de su pueblo.
3407
II. EN EL NT.
A las lí­neas que acabamos de destacar en el AT corresponden en el NT indicaciones netas y precisas. Al señalar el comienzo de los nuevos tiempos y determinarlos, el Verbo encarnado ha indicado la virginidad como respuesta a la presencia del reino de Dios en la tierra. Así­ como al matrimonio le corresponde significar el misterio de las nupcias entre Cristo y la Iglesia (Ep 5,31s), así­ a la virginidad le incumbe destacar la presencia actual del esposo, el verdadero esposo, ya aquí­ en la tierra y hasta el fin. Desde entonces repercute el grito de la parábola en la oscuridad de la noche que sigue reinando: †œYa está ahí­ el esposo; salid a su encuentro† (Mt 25,6), y Jesús viene precedido del amigo del esposo (Jn 3,29) a su comunidad, que, †œvirgen casta† (2Co 11,2), lo espera en el ayuno (Mc 2,20) y en la oración (1Co 11,26). Así­ pues, en el NT la virginidad testimonia la nueva realidad (†œNo se toma mujer ni marido†: Mt 22,30), la realidad escatológica (santos †œde cuerpo y de espí­ritu† ico 7,34), que ya ha llegado y es permanente en la tierra.
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1. EN LA ENSENANZA DE JESUS.
Situamos aquí­ una indicación que la crí­tica literaria más atenta y exigente hace provenir de la enseñanza terrena del maestro. Se podrí­a titular: †œEunucos a causa del reino†™, con obvia referencia a Mt 19,12.

Jesús responde a la perplejidad de los discí­pulos (y. 10) ante las exigencias expresadas por él respecto al matrimonio (y. 9). No sólo no las contradice, sino que comparte su reflexión (y. 11), y explica: †œHay eunucos que nacieron así­ del vientre de su madre, los hay que fueron hechos por los hombres y los hay que a sí­ mismos se hicieron tales por el reino de Dios†. Y, recordando la premisa del versí­culo 11, concluye: †œEl que pueda entender, que entienda† (y. 12).
El Ióghion falta en los par de Mc y Lc: el análisis demuestra que son ellos los que lo han omitido, y no Mt el que lo ha añadido. Puede que Lc 14,26 y 18,29 -de que hablaremos- lo testimonien transformado. Dada la actual colocación del versí­culo 12 (como conclusión de la enseñanza sobre el matrimonio), más de uno ha estimado que no debe verse ahí­ más que una prohibición de segundas nupcias mientras vive el cónyuge. En realidad, el contexto actual no prohibe suponer que al principio el Ióghion fuese autónomo, y por tanto interpretarlo en clave más amplia. Pues parece que se perciben los acentos de una polémica contra Jesús: él no estaba casado; por eso era fácil acusarlo de ser †œeunuco†. El versí­culo 12 da, pues, la clave de lectura de la virginidad de Jesús: además de las restantes series de †œeunucos†, series terrenas y materiales, hay una tercera, la de †œpor el reino de Dios†. Como la de Jesús, ésta es también de †œlos que pueden entender† (y. 1 Is), es decir, renuncian libremente y como él al uso de la sexualidad.
Así­ pues, la conexión necesaria y determinante es con †œel reino de Dios†, expresión que en los sinópticos contiene, por así­ decirlo, y resume todos los bienes salví­ficos ligados a la escatologí­a, a los tiempos futuros y esperados con el mesí­as. Una vez llegado Jesús-mesí­as, el reino está presente (Mt 12,28; Lc 17,21). Al mismo tiempo es también futuro, según un crecimiento descrito a veces con parábolas (Mc 4 y par), y está destinado a manifestarse al final con la vuelta gloriosa del mismo mesí­as; final que no introducirá nada totalmente nuevo, sino el cumplimiento (si bien inaudito y sorprendente) de lo que ya está anticipado y es presente.
La virginidad †œpor el reino† es, pues -con otros †œsignos† de que se habla en el evangelio (especialmente signos mediante los milagros) y en la vida de la Iglesia (sacramentos y culto en general, testimonio y anuncio, etcétera)-, un †œsigno† presente del reino futuro, anticipado así­ y hecho visible, mientras prepara ahora y aquí­ la futura manifestación gloriosa. Ella historiza en el hombre y en la mujer ví­rgenes lo que será la condición futura del hombre: †œNo tomarán mujer ni marido† (Mt 22,30). No son seres asexuados ni impotentes, sino que viven con la conciencia (†œA los que les ha sido dado†; †œel que pueda entender, que entienda†: 19,lis) de que la virginidad es el estado que mejor expresa la naturaleza misma del reino: †œEn la resurrección ni los hombres ni las mujeres se casarán, serán como ángeles en el cielo† (22,30).
Así­ pues, a la virginidad le corresponde un valor en sí­ y por sí­. Ella anticipa, por así­ decirlo, la liberación del cuerpo terreno para vivir, ya en la tierra, como si se estuviese ya en la gloria; por eso se dice: †œen la resurrección†. Allí­ donde está la resurrección no se muere; no hay que reparar con la reproducción los daños producidos por la muerte, consecuencia del pecado. Aquella carne, que es también terrena, está llamada a vivir desde ahora sin la condición †œterrena† que le es propia.
Por este significado de vida celeste se vincula también en Mt 19 con aquel estado de despoj amiento que se afirma de otro modo en los evangelios y en el resto del NT. En cuanto al presente capí­tulo 19, contempla el despoj amiento de sí­ mismo, de toda forma de arrogancia y de personalismo (vv. 13-15) y de los bienes terrenos (vv. 16-26). Así­ pues, en la actual redacción mateana la virginidad, la sumisión (obediencia) y la pobreza caracterizan a los habitantes del reino y al reino mismo, donde Dios lo es todo para cada uno y él solo completa a todos. Es el reino de los †œpobres† bí­blicamente hablando, de la gracia y de la bondad de Dios (cf la parábola de Mt 20,1-15, que sigue inmediatamente después). La virginidad abrazada †œpor el reino† lo anticipa e inaugura en la propia carne, a la que no se le reconoce otra función de fecundidad que en el Espí­ritu; lo profetiza -como ocurrió en la existencia de Jeremí­as, anuncio de una nueva creación- proclamándolo con la propia vida de encuentro y de presencia del solo Espí­ritu; y lo manifiesta fecundo, como ocurrió en la vida de Jesús y de Marí­a.
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2. En la interpretación de Lucas.
Es otro estrato: igualmente autorizado que el precedente, expresa mejor la vida misma de la comunidad cristiana y la actualización de las palabras del Señor, además en un ambiente pagano.
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a) Una renuncia auténtica: Lc l4,26y 18,29b. Ambos textos hablan de una renuncia necesaria para el seguimiento; en ambos casos la confrontación con la situación sinóptica y el examen del texto y contexto llevan a concluir que la enseñanza sobre la virginidad constituye una adición lucana a un Ióghion, o más, del Señor. Respecto al similar Mt 10,37, Lc 14,26 conserva mejor el sonido primigenio del único Ióghion, pero ha modificado -actualizándolo- su sentido; el dicho de sabor escatológi-co se ha convertido así­ en una invitación urgente a una renuncia total (cf y. 33). En cuanto a Lc 18,29b (Ióghion único con Mt 19,29 y Mc 10,29), la inserción lucana acerca de la virginidad es aún más evidente e indiscutible. Para ambos, la renuncia al matrimonio forma parte de la condición del seguimiento: entre lo que hay que †œdejar por el reino de Dios†, Lucas ha introducido también la †œmujer†, a la que incluso, con fraseologí­a semí­tica, hay que †œodiar†, según 14,26.
†œDejar† equivale aquí­ a †œrenunciar† o †œno tener†, y no solamente a †œabandonar†; es decir, separación de la mujer y de los hijos. De otra forma serí­a contrario a toda la enseñanza del A y del NT, además de la de los rabinos. Para Lc, †œdejar† en 14,26 equivale simplemente a no casarse, permanecer virgen y célibe; y también en este caso †œpor el reino de Dios†, como lo era ya en el Ióghion sobre los eunucos de Mt 19,12, Ioghion que Lc no hubiera podido reproducir. Ello, finalmente, ilumina también el sentido de aquel †œodiar† del versí­culo 26: no a la mujer en cuanto tal, sino la vida conyugal, a la que no hay que acceder, o sea que se ha de rechazar, escogiendo en cambio la virginidad (nótese también una posible relación del y. 26 con el precedente y. 20: por tanto, es mejor no †œtomar mujer†; de lo contrario, †œno se puede ir† al gran banquete).
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b) Una renuncia gravosa y cotidiana: Lc 14,27 y 9,23. El motivo de fondo de las renuncias enumeradas en 14,26 (de las que acabamos de hablar) se enuncia en el versí­culo 27 siguiente: †œllevar el peso de la propia cruz† e †œir en pos de Jesús† para ser †œdiscí­pulo† suyo. Cruz y virginidad están, pues, unidas en una única invitación. Ambas se funden en el discí­pulo, expresando ambas juntas aquella situación de extremo rebajamiento y de total despojo terreno que les es connatural; para la cruz es evidente; para la virginidad, recuérdesela tapeí­nósis, †œtotal humillación†, de Lc 1,48 (IR 1,11 LXX).
Las dos evidencias lucanas -gravosidad de la cruz (14,27) y su cotidianidad (9,23)- se reflejan en la virginidad. La gravosidad la destaca bien con la introducción en el versí­culo 27 del verbo tastazo, †œllevo un peso†, en lugar de lambáno, †œtomo†, usado por Mt 10,38. La pesadez de la cruz (del †œpatibulum†) está indicada con el mismo verbo bastázo también por Jn 19,17, el cual puede que pretenda con ello proponer a Jesús como modelo del discí­pulo (como es frecuente en Jn). Pero una cruz, la de Lc, que no es sólo †œpatibulum†: lo dice expresamente Lucas en el pasaje del todo paralelo a 14,27, a saber: 9,23, introduciendo †œcotidiana† en un Ióghion idéntico (pero sin †œcotidiana†) al de Mt 16,24 y Mc 8,34. Para Mt y Mc, pues, la
cruz era todaví­a un instrumento de muerte, y el Ióghion sonaba como invitación a una elección precisa y definitiva hasta el martirio; en Lc, en cambio, al hacerse †œcotidiana†, aquella †œcruz† no será ya la de la muerte (no se muere todos los dí­as), sino que remitirá a una vida ética, a una †œmortificación† constante y renovada para †œseguir† a Jesús y ser su †œdiscí­pulo†. Ahora bien, la existencia entera y cada uno de sus instantes es quien experimenta la cruz. Y la vida no es ya tanto algo de que privarse en la cruz como Cristo (lectura escatológi-ca de Mt-Mc), sino el don que hay que usar con perseverancia y generosidad; lo que incluye, entre otras cosas, también el estado de virginidad. La crucifixión de Cristo (cf en Ga 2,19) la manifiesta, pues, el cristiano ahora también en la vida virginal. Y es, por necesidad, una vida que lo crucifica, es decir, lo †œmortifica† para toda la vida. Una vida que avanza en el despojamiento de la propia carne terrestre, manifestándose cada vez más en una carne casi de gloria, de cielo, de eternidad. Virginalmente unida al Cristo glorioso (2Co 11,2), testimonia la presencia eficaz de la resurrección y del Espí­ritu que la ha animado y pone de manifiesto que en la tierra se vive †œcomo ángeles e hijos de Dios† (cf Lc 20,36, retoques luca-nos a los par Mt-Mc).
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3. EN LA ENSENANZA DE PABLO.
Concretamente, se trata de comprender bien la enseñanza formulada en 1 Co 7. A grandes rasgos, está claro: allí­ se destierra toda forma de encra-tismo; se da una valoración positiva tanto del matrimonio como de la vida célibe. Con todo, dificultades preliminares impiden ser esquemáticos. Para que la comprensión sea lo más acorde posible con los textos, debemos hacer referencia a ellas.
3413
a) Argumento y división de 1 Cor
3414
7. Como toda la carta, también el capí­tulo 7 es didáctico; lo demuestra la sola lectura del mismo. El
centro de interés es el matrimonio con los diferentes problemas que se les presentaban a los recién
convertidos de Corinto. Pablo habí­a sido interpelado (y. 1), y por la respuesta se puede argüir que la
cuestión se habí­a formulado de manera articulada. Tres referencias o puntos parecen destacaren el capí­tulo, marcando el comienzo de otras tantas preguntas: versí­culo 1: †œSobre lo que me habéis escrito…†; versí­culo 8: †œA los solteros y a las viudas…†™; versí­culo 25: †œRespecto a las ví­rgenes…†™, que es el griego párthenos, que hemos de precisar. Por tanto, otras tantas son las partes del capí­tulo 7: 1) sobre el matrimonio ya contraí­do y sus obligaciones (vv. 1-7); 2) acerca de algunas normas para casados y no casados, en todo caso respuestas a preguntas formuladas (vv. 8-24); 3) acerca del matrimonio que hay que contraer, comprendidas las segundas nupcias (vv. 25-40). Además, está subyacente como un hilo de conexión que, entre otros, corre por todo el capí­tulo: el matrimonio de los creyentes ha de considerarse a la luz de la enseñanza evangélica y en la perspectiva de las instancias escatológicas. El tema de la virginidad se aborda dentro de este… tratado ocasional sobre el matrimonio (y en perspectiva escatológica).
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b) La instancia escatológica. Es tan dominante que condiciona la comprensión del tema general (matrimonio) del capí­tulo 7, y el nuestro especí­fico (virginidad). Con toda verosimilitud está ya presente desde el versí­culo 1: †œEs cosa buena para el hombre no tener contacto con mujer†. Pablo enuncia ahí­ un principio general, que brota y se justifica por el carácter absoluto y limitado de tiempo que a menudo encontramos en los evangelios. En los versí­culos 29 y 31 dirá: †œEsto os digo, hermanos: el tiempo es breve (…), pasa la figura de este mundo†™. Estos dos versí­culos enlazan con el versí­culo 1 y forman parte de la trama de todo el discurso.
La historia ha experimentado un giro: con Jesús mesí­as ha llegado †œla plenitud de los tiempos† (Ga 4,4; Ef 1,10); nuestra salvación está ahora muy próxima (Rm 13,11), mientras que la Iglesia invoca: †œVen, Señor† Jesús (1Co 16,22) y espera suvuelta(lCor 11,26; Flp 4,5). Se reformulan ahora -con evidencia y urgencia aún mayores- la experiencia de Jeremí­as y el contenido de Mt 19,12 (Ióghion de los eunucos): la vida célibe (de la que ya se habla en el y. 1: †œNo tocar mujer†) es el estado que mejor manifiesta la conciencia cristiana e indica una valoración más exacta del tiempo presente. Como quien ha experimentado †œla misericordia del Señor† (y. 25), Pablo recuerda †œla necesidad presente…† (y. 26a): †œYo creo que… es mejor quedarse como se estᆝ (y. 26b; cf y. 24). La realidad actual le impone al hombre una precisa atención: considerar el tiempo desde una nueva óptica y actuar en consecuencia: la venida (iel regreso!) del Señor.
El léxico de los versí­culos 26.29.31 reitera esa realidad, que enlaza con los tiempos mesiánicos esperados, es decir, los decisivos y finales de la historia. La †œnecesidad inminente, es decir, que †œestá presente† (y. 26a), es justamente la escatológica. La existencia cristiana está determinada por ella, lo cual orienta a una confrontación con la virginidad también a los que se encuentran en el estado conyugal: †œLos que tienen mujer vivan como si no la tuvieran† (y. 29, que se ha de entender no en contraposición con los vv. 3-1 1 y las recí­procas relaciones conyugales). Es toda la realidad cósmica actual la que está dejando puesto a la que será indefectible (?. 31; cf 2P 3,7; también Heb 12,27s).
Hay que destacar el acento escato-lógico del versí­culo 28b: los que se casan †œtendrán tribulaciones en la carne [es decir, †œen cuanto a la carne†] y yo os lo quisiera evitar†™. Ciertamente, Pablo no pretende ni condenar ni rebajar el matrimonio; ¡serí­a inconcebible en un judí­o! Se trata, una vez más, de una lectura suya en clave escatológica. Cristianamente conscientes de la nueva realidad, los cónyuges experimentan como una contradicción: por necesidad viven también según la †œcarne†, según el hombre de las realidades terrenas, a las que están ligados y como forzados por la vida familiar; pero al mismo tiempo perciben la novedad del tiempo actual y la llamada de sus exigencias, la hora de la salvación que es inminente y el compromiso de una vida nueva que valorice plenamente estas realidades que han llegado ya a lo cotidiano. A la virginidad le incumbe precisamente testimoniar también en la propia carne la presencia vital del ésjaton. En resumen, ella viene a constituir la condición ideal del cristiano y representa como el †œestatuto† de vida. Reconocida también para la vida conyugal la necesidad de referirse a la vida virginal, la virginidad misma aparece como la condición para afirmar y realizar también visiblemente la salvación escatológica; su estado afirma la condición secundaria presente de lo terrestre y el primado absoluto del Señor y de su salvación.
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c) †œRespecto a ¡as… †œ: el sujeto de los versí­culos 25-38: †œRespecto a las…† comienza el versí­culo 25 e inicia una nueva sección. Identificar el sujeto de la respuesta de Pablo es fundamental para comprender la enseñanza del apóstol acerca de la virginidad. Prácticamente, quiénes son esas parthénoi, que por ahora traducimos †œví­rgenes†. Entre las muchas interpretaciones, la más fundada nos parece la que identifica parthénos con la joven nubil, esposa prometida, y por tanto novia. No sólo es posible esa interpretación, sino que está presente en Lc 1,27 (cf también Is 7,14, cit. en Mt 1,23). Tampoco faltan argumentos directos. Si el texto se refiere a †œví­rgenes† (a saber †œrespecto a las ví­rgenes…†™), no serí­a verdad que Jesús no habí­a dicho nada: Pablo hubiera podido recordar algo, al menos el ejemplo personal de Jesús, y sobre todo algo de su enseñanza (o bien originario, como lo de Mt 19,12, o también ya adaptado alas comunidades, como se observa en Lc).
Lo contrario, si parthénos equivale a †œdesposada†, esposa prometida: justamente Pablo no dispone de datos doctrinales atribuibles a Jesús, puesto que no habí­a hablado de ello. También el contexto viene a gozar de mayor claridad: †œ,Estás ligado por una promesa de matrimonio a una mujer? No busques la separación†. Además, el enunciado paulino resultarí­a incomprensible en la hipótesis contraria, a saber: si se refiriera al ví­nculo matrimonial, dado que éste ha sido declarado indisoluble desde el versí­culo 10 (y por tanto, la cuestión está cerrada). Análogamente vale para lo que sigue: †œ,No estás ligado por ninguna promesa a una mujer? No la busques† para que sea tu mujer, lo cual concuerda con lo que sigue en los versí­culos 29-31 acerca de lo transitorio y la escatologí­a. Tampoco es una dificultad el uso del término gyné: en 1 Co 7 tiene a menudo el significado de mujer; pero de por sí­ en Pablo sólo el contexto establece su significado, el cual a veces es precisado incluso con los términos que lo acompañan.
Con el significado de †œdesposada† el capí­tulo 7 forma una perfecta unidad, mientras que con †œvirgen† o †œvirginidad†se romperí­a esa unidad; desde este versí­culo 25 comenzarí­a una especie de tratado nuevo, e introducido en el general, sobre el matrimonio; el cual, sin embargo, comenzarí­a de nuevo con el versí­culo 39, si no quizá ya antes en el versí­culo 36. Mejor: sólo la versión †œdesposada† y esposa prometida explica adecuadamente, sin anacronismos e incongruencias, los versí­culos 36-38: si los dos prometidos tienen intención de casarse, dice el texto en hipótesis, que lo hagan, no pecan (y. 36); si, en cambio, deciden no contraer matrimonio y pueden hacerlo, obran mejor aún (y. 38, que corresponde a la sentencia análoga del y. 40 y a cuanto ha expresado todo el capí­tulo sobre el valor interior y cristiano de la virginidad).
Por lo tanto, los versí­culos 25-38 se refieren al caso de novios con promesa de matrimonio. A esta luz hay que comprender la casuí­stica presente en los versí­culos 27s y 36ss. Se excluye un discurso directo sobre la virginidad, una especie de tratado; el argumento general y unitario es el matrimonio y la manera de regularse frente a él, en este caso cuando sólo está prometido pero no contraí­do. Precisamente en este contexto destacan las enseñanzas de Pablo acerca de los no casados, es decir, acerca de la virginidad; esta última se ilumina con una situación no sacramental, sino sacral, en la cual se expresa de modo evidente y real la santificación final vivida ya aquí­, en la tierra.
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d) La virginidades un carisma (y. 7). Prácticamente se trata del versí­culo 7: †œDeseo que todos los hombres fuesen como yo†. El texto usa el presente: †œdeseo† o, mejor, †œquiero† (gr., thélo). Por tanto, es un deseo realizable, posible (de otra forma, se leerí­a el imperfecto; la versión †œquisiera† es abusiva). El texto continúa: †œPero cada uno tiene su propio don de Dios (í­dioncárisma ek TheoüJ, uno de un modo, otro de otro†. ¿Cuál es, pues, el estado de Pablo propuesto como modelo a los demás y atribuido al †œpropio don† recibido †œde Dios†, pero no extensible a todos los hombres? ¿Era Pablo célibe, viudo o casado? Bien conocido de sus contemporáneos, Pablo no especifica su estado; por tanto, el †œcomo yo† permanece ambiguo. La única deducción segura de los versí­culo 7 y 8 es que al presente él no tiene mujer; por tanto, viudo o célibe. Y ambas tesis han tenido sus sostenedores, incluso recientes. De todos modos, el dato común es uno: para poder ser †œcomo yo†, es decir, sin mujer (célibe o viudo), es necesario un don (cárisma) de Dios, don no concedido a todos. Pablo tiene experiencia en ello y la desea a los demás; ésta es para ellos una condición mejor respecto a la del matrimonio, la cual no goza de tal don. El versí­culo 7 no dice más, ni se puede legí­timamente deducir. El siguiente versí­culo 8 confirma la ambigüedad del versí­culo 7 al presentar a los destinatarios con dos términos griegos que normalmente se traducen por †œcélibes y viudas†, pero que se pueden entender también como †œviudos y viudas†. A éstos, pues, se les repite que †œes bueno para ellos que permanezcan como yo†. ¿Pero cómo estaba Pablo? No por una serie de factores de léxico (aunque en el y. 7cárisma, †œdon†, mal se entenderí­a de un viudo), sino por el contexto general (evidente relieve positivo, p.ej., que tiene en nuestro texto †œel que no se casa† en absoluto, 28b-38, y contexto esca-tológico), estimamos que era célibe, como por otra parte piensa toda la tradición cristiana.
En cuanto al dato carismático, de todas formas su afirmación es clara: la ausencia del matrimonio se puede sostener y justificar solamente como don de Dios; otros dones de Dios estarán presentes en otros; en Pablo está presente elfárisma de no casarse.
Hablará más claramente de ello en los versí­culos 25-40.
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e) Consagración y culto (vv. 32-35). La estructura literaria de nuestros versí­culos y su confrontación con el matrimonio -que es siempre el tema de fondo de todo el capí­tulo 7- hacen aflorar el valor de la consagración virginal y la oblación cultual inherente a la virginidad.
1) La estructura literaria evidencia los valores mediante la confrontación verbal. La oportuna colocación esquemática de los versí­culos 32-35 no sólo es ampliamente instructiva en su conjunto, sino que en particular pone de manifiesto tanto la inclusión evidente entre los versí­culos 32 y el final del 35, como las dos correspondencias que faltan en el paralelismo, a saber: 1) †œy se encuentra dividido† (y. 34a), que sobreabunda en el paralelismo verbal; 2) †œpara ser santa en el cuerpo y en el espí­ritu† (y. 34c), que está claramente en lugar de la frase †œcómo agradar al Señor† (cf el y. 32b).
Acerca de la †œdivisión† religiosa dentro de la vida conyugal (vv. 33ss), se nos refiere ciertamente a la instancia escatológica, de la que hemos hablado antes [1 3b]. Pero aquí­ es más determinante todaví­a, gracias a la instancia cristológica que se reitera en relación con †œel que no está casado† (y. 32b) y, más expresamente aún, en la fórmula empleada en el versí­culo 34 para †œla mujer no casada y la virgen†, es decir, en orden a †œser santa en el cuerpo y en el espí­ritu†. Esta fórmula corresponde a la frase †œcómo agradar al Señor† (32b), la explica y la profundiza.
La enseñanza de Pablo sobre la virginidad está condicionada por la comprensión de todas las expresiones del paralelismo: la forma estructurada las muestra independientes. En todo caso, nada indica una desestima de la condición matrimonial, de la cual no se hace más que dar una descripción objetiva, una verificación de hechos, y no proponer una eventual alternativa que, por así­ decirlo, culpabilice a los cónyuges y les haga desear una vida diversa o una evasión de tipo estoico o encratita.
2) La confrontación con el matrimonio, según nuestro pasaje, ilumina, sin embargo, y exalta no poco la virginidad: el paralelismo lo impone. ¿Qué significa †œagradar al Señor† atribuido †œal que no está casado† (y. 32b)? Objetivamente, se comprende mejor profundizando la frase correspondiente †œagradar a la mujer† (respectivamente, †œal marido†) dicha de los casados (y. 33s). El verbo griego aréskó, †œagradar†, tiene un sentido fuerte y amplio, que explican bien las situaciones del tiempo, especialmente leí­do en el contexto familiar. En resumen: la mujer †œagrada† al marido cuando prácticamente vive del todo para él y de él, es decir, pone su vida al servicio de las miras de él y en él se realiza. Recí­procamente, el marido †œagrada† a su mujer cuando realiza todos sus deseos, la coloca en posición eminente en la sociedad de su tiempo, suscitando para ambos todo el interés y la maravilla mundana. En definitiva: es el mundo y sus intereses los que predominan, siendo determinantes para ambos.
Evidentemente, esto no es todo el matrimonio; y mucho menos el de los cristianos, del que habla Pablo. Pero él escribe aquí­ sólo y brevemente el aspecto existencial y concreto, terreno y mundano, en relación con las preguntas que se le hacen. Si en Ep el matrimonio es un †œsacramento† (y tal sigue siendo obviamente para los cristianos), ello no quita que a veces de hecho nos limitemos a leer y vivir sólo el signo (cf el reproche de Jesús a las multitudes en Jn 6,27), en lugar de penetrar su significado y contenido. En estos casos, el velo hace de diafragma impenetrable y de obstáculo, en lugar de ser el vehí­culo necesario y expresivo.
También respecto a los cónyuges: cada uno †œse preocupa de las cosas del mundo† (vv. 33s). No es más que el lado externo, terreno, frecuente; como inherente a esta convivencia que, sin embargo, de por sí­ está santificada, pero en la cual es también necesario el signo material y mundano, precisamente porque es un sacramento. En cuanto cristianos, ambos pertenecen a Dios; pero en cuanto cónyuges se pertenecen recí­procamente, lo cual no contradice, sino que exalta su ser de Dios (vv. 3-16). Pero, al mismo tiempo, aflora mejor su condición terrena y se deja sentir, ligándolos más estrechamente al tiempo, al mundo y alo creado. Y por eso continúa el apóstol con una frase válida para cada uno de los cónyuges (y por ello no repetida en el texto): †œY se encuentra dividido† (y. 34a). †œDividido†, en cuanto que esa condición pone como un condominio, introduce una †œdistracción† o †œimpedimento† (y. 35). No contrapone el cónyuge al Señor, sino que lo coloca como †œamo† (y. 4) del cuerpo en el propio corazón junto a aquel al que el cristiano, justamente como tal, pertenece totalmente (1Co 6,13-20).
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3) La consagración virginal hade leerse dentro de este cuadro. Aunque sucinto, evidencia a contraluz las propiedades de los no casados, o sea describe la virginidad. †œAgradar al Señor† equivale, por tanto, a vivir totalmente para él, deseándole a él y orientados a él, es decir, consagrados a él con toda la vida de uno. Esta no tiene otra razón de ser ni se realiza de otra manera. Por tanto, una vida, por así­ decirlo, extraterrena; pues está en el mundo, y sin embargo no vive ni del mundo ni para el mundo, de ninguna realidad mundana o transitoria (como, en cambio, ocurre por necesidad en el matrimonio). En cuanto al contenido, la vida en estado de virginidad es una vida totalmente cristocéntrica y cristiforme (vv. 32b y 34s). Ella realiza plenamente el dato central de la teologí­a paulina y cristiana, a saber: ser totalmente del Señor, pertenecerle a él, hacerle crecer en sí­, expresarlo en la propia existencia. Decimos †œSeñor†, lo cual es más que cristocentrismo solamente, puesto que para Pablo †œSeñor† es Cristo en su nueva dignidad de resucitado, entronizado en el reino y glorificado; y por tanto considerado en el contexto de la nueva criatura y nueva creación, de aquella novedad inaudita que es su cuerpo, la Iglesia.
Nada, pues, que se parezca a sentimentalismo, o sea una especie de evasión: †œagradar al Señor† es vivir y crecer en él, desde él y para él. Y esto supone necesariamente †œpreocuparse de las cosas del Señor, es decir, de todo lo que dice relación a él, tiene de él existencia y sentido en él. Lo cual puede abarcar el mundo entero: él es el que lo da, el Señor; y lo ha hecho para nosotros presencia santificado-ra de Dios en el Espí­ritu. Todo hombre, toda cosa, todo puede entrar y entra ahora -a la luz de la nueva relación establecida por el Señor, Cristo resucitado- en el corazón del no casado para †œpreocuparlo† (gr., merimnáó, que carece de todo matiz negativo): todo, cada hombre y cada cosa, visto a la luz de la †œnueva creación†, todo a su modo y medida forma parte †œde las cosas del Señor† (Vv. 32b y 34b), está rescatado con su sangre, redimido con su amor, anhela la redención final. Así­ pues, no hay espacio alguno para indiferencia o ataraxia de ninguna clase. El no casado, que es todo del Señor, no tiene más que a él, y en él ama todas las cosas. Traduce en su propia existencia terrena aquella condición resucitada que es la de su mismo Señor, viviéndola en su propia carne gracias a su opción virginal.
4) La virginidad identificada como oblación cultual es, en definitiva, lo que el apóstol expresa en el versí­culo 34c, sustituyendo la frase †œcómo agradar al Señor† del versí­culo 32b con la expresión †œpara ser santa en el cuerpo y en el espí­ritu†, es decir, bí­blicamente, con toda su persona, completamente. Al explicar el contenido del versí­culo 32b, Pablo ilustra y profundiza su finalidad. Es evidente que hághios, aunque no esté disociado de aspectos éticos, directamente no tiene nada que ver con la ética. Como qadós en el AT, así­ hághios en el NT no significa virtuoso o piadoso, sino sagrado, consagrado, referido al culto o presencia de Dios; en resumen, una santidad, digamos, fí­sica (que en nuestro y. 34c es impuesta por todo el contexto), no ética (que en nuestro versí­culo es del todo ajena). Esto, al mismo tiempo que previene toda culpabilización de la vida matrimonial, destaca claramente la propiedad de la virginidad. Así­ pues, †œsanto† se podrí­a traducir †œreservado a Dios (aquí­, al †œSeñor†™), y, por tanto, †œconsagrado, todo suyo†, con él en aquella esfera que solemos considerar celeste, relativa a la †œgloria†.
Por lo tanto, la nota cultual de la virginidad resalta en medida notable y esencial. Gracias a ser hághios, esa cultualidad abraza toda la vida del virgen. El afirma de manera evidente y legible aquella nueva realidad que hace de todo cristiano una †œparte fí­sica de Cristo† (6,19); de manera que, †œcomprado a un alto precio†™, de manera eminente †œglorifica a Dios en su cuerpo†™ (6,20: último versí­culo que precede al c. 7). Toda la vida del virgen está, pues, destinada a manifestarse cotidianamente como una liturgia, í­ntimamente ligada a la celebrada por Cristo Señor glorioso en los cielos y confiada a la Iglesia, su cuerpo, esposa y virgen (2Co 11,2). En la tierra, pero libre de las cosas del mundo y de la tierra, puede el virgen más que nadie †œofrecer (sacrificialmente) el cuerpo†™ como †œsacrificio vivo, consagrado (totalmente), agradable a Dios† (Rm 12,1).
La terminologí­a cultual (y sacramental) recuerda la del AT. Aquí­ justamente la oferta sacrificial -el holocausto- no se destruí­a en el sacrificio, sino que era †œelevada† (hebr., OIah), es decir, exaltada, transformada en invisible y hecha, por así­ decirlo, subir a la divinidad, casi divinizada. Es lo que se verifica en el virgen: †œpara ser santa en el cuerpo y en el espí­ritu† (y. 34). El virgen es como asumido en otra esfera distinta de la terrena; es †œdivinizado† en cuanto que es †œelevado† como en sacrificio a Dios, puesto que mortifica todas las †œcosas del mundo† Q; †œsanto†™, o sea consagrado, en cuanto transfigurado propiamente con el sacrificio que se eleva a Dios. No tanto privado de algo (de la energí­a vital de la reproducción), sino sublimado, pues Dios ha acogido la respuesta de amor del hombre al ofrecimiento de su don peculiar ocárisma (y. 7). Respuesta, además, que ha concedido al amor de Dios transformar al hombre no suprimiendo sus legí­timas aspiraciones (que son y siguen siendo don de Dios: p.ej., la procreación), sino asumiéndDIAS y colocándDIAS en la esfera misma del Kyrios, es decir, en la participación ya en la tierra de la exaltación sacrificial del mismo Cristo (cf en particular Hb 9,7-12). Así­ pues, la virginidad no sólo se refiere a Cristo en su kénósis, particularmente en la suprema de la cruz, como se observaba al hablar de los evangelios, sino también al Señor de los cielos y a su perpetuo misterio celeste, lo cual lleva automáticamente a pensaren la participación especial que llamamos koinóní­a del Padre y del Hijo. La virginidad es vida †œsanta†, en cuanto que es justamente una vida sacrificial en el sentido pleno y cristológico del término. Participa de la misma liturgia celeste, en cuanto le es consentido en la tierra, pues ofrece toda su existencia terrena, como podemos verlo refiriéndonos al paralelo, no sólo verbal, de Jn 17,19. Aquí­ †œme santifico a mí­ mismo† (gr., ha-ghiázó), en el contexto de todo el capí­tulo 17, está justamente para indicar este sacrificio total junto con esta comunión perfecta con la divinidad, su †œsantidad†™.
5) Unidos al Señor como Marí­a de Betania. Una observación y un toque de atención más sobre el versí­culo 35. Pablo no propone una alternativa a la vida matrimonial. El favor que manifiesta hacia la virginidad está bien motivado, y es claro el fin: la ventaja espiritual de los interlocutores, su relación con el Señor: †œPara beneficio vuestro (…), mirando a lo que es digno y mantiene (sa-cramentalmente) unidos al Señor sin distracciones† (y. 35). †œLo que es digno† hace pensar en la moral, no sólo humana sino también cristiana (cf la misma derivación denominativa en el y. 36). Lo que †œmantiene unidos† tiene ciertamente sentido sacral, como se deduce también de 1 Cor 9,13 (únicas presenciasen el NT; Sb 9,4): el que ama verdaderamente al Señor, le ruega y le sirve. †œSin distracciones† reitera en negativo la referencia sustancial y vital del cristiano, casado o no.
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El †œsin distracciones† con †œmantener unidos† del versí­culo 35 remiten además al cuadro de Marí­a de Betania a los pies de Jesús según Lc 10,39-42 (en cuya redacción está muy lejos de excluirse una influencia verbal de nuestro y. 35). Marí­a figura al que participa ya de la vida eterna, puesto que escucha la palabra de vida que proviene de Jesús. Actitud que de por sí­ no está excluida de ninguna vocación cristiana, pero que ciertamente es exaltada en el estado virginal.
La enseñanza, pues, sobre la virginidad no se ha de comprender en clave polémica, ni alternativa, ni ascética, ni de ninguna otra clase. Lo que es esencial (en lo cual se insiste compendiosamente en el y. 35) es la relación con el Señor: es una referencia determinante, aunque sea en grado y modo diversos, e insustituible en toda forma de vida, conyugal o no. En una palabra, traducir en la existencia concreta propia aquella situación de pertenencia al Señor que brota del propio ser cristiano equivale a amar verdadera y profundamente, por encima de todas las cosas, al Señor. Lo cual expresa la virginidad también visiblemente en la propia vida, porque †œmantiene unidos al Señor sin distracciones†.
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f) Matrimonio espiritual. Esta expresión ciertamente no es paulina: la situación cultual de entonces, saturada de †œmatrimonios sagrados†™ o con divinidades, le prohibí­a absolutamente al cristiano (y, de hecho, también en los dos primeros capí­tulos de Lc y de Mt falta esta expresión) adoptar esta locución, que fácilmente hubiera sido entendida en clave pagana. Sin embargo, es justamente Pablo el que de algún modo establece un paralelo entre vida matrimonial y virginidad. Aunque habla directamente del matrimonio y no de la virginidad, los dos estados afloran independientemente; de manera que la misma comprensión del primero queda condicionada por la comprensión del segundo, y viceversa. Se ha visto ya, en particular en los versí­culos 32-34, señaladamente en el aspecto cultual y cristológico, punto culminante de la enseñanza paulina sobre la materia.
Esa enseñanza apunta decididamente a la completa pertenencia al Señor: lo que cuenta no es ser virgen o célibe, sino amar exclusivamente, totalmente, al Señor; llegar a hacer de toda la vida de uno la ofrenda sacrificial y †œagradable† a Dios. Por
tanto, amar al Señor de manera que sublime y realice desde lo profundo del propio ser, como también en el propio cuerpo, aquel arésko o (mutuo) placer de donación que se da entre los cónyuges. En una palabra, donación de amor, que encuentra en la matrimonial su expresión visible, mundana, †œprofana†™ y transitoria; pero que, justamente por tener como objeto y contenido al Señor, es al mismo tiempo total y divina, aunque humanamente imposible e incomprensible (e incomprendida). En términos agustinianos podrí­amos decir que lo que cuenta es ante todo y sobre todo la†virginitas fidei†™, la pertenencia total a Cristo, al que se da uno mismo por entero, y todo se obtiene de él en un connubio admirable, pero inefable, mientras que la sola †˜virgi-nitas carnis†™ no es otra cosa que indicación de †œno-casado† (gr., á-gamos), a la cual solamente con la †˜vir-ginitas cordis†™ o †˜fidei†™ se añade el hecho de ser expresión de una realidad interior o superior, cristológica o eclesiológica.
Además de deducirse de lo expuesto acerca de los versí­culos 32-35, una cierta configuración de lo que será el matrimonio espiritual se puede obtener de 2Co 11,2: †˜Os he desposado con un solo marido, para presentaros a Cristo como una virgen pura†™. La mención de Eva en el versí­culo 3 confirma que se trata de una nueva institución matrimonial. Pablo es el amigo del esposo (o el padre de la esposa), que presenta la joven esposa para un matrimonio fecundo en la nueva realidad en la que la †œvirgen† es la Iglesia (de Corinto), y el esposo es Cristo. No hay duda, pues, de que se trata de un matrimonio espiritual: lo era ya en la repetida simbologí­a veterotestamentaria entre Dios e Israel (cf, p.ej., Is 54,5s; Jr3,1; Ez 16,6-43 Os 2,21s; JI 1,8, etc. ) y lo será también entre Cristo y la/Iglesia en Ep 5,22-32.
Aunque sólo metáfora, es significativo que se recurra a la imagen de †œvirgen†™. Pura metáfora en el AT, en el NT y en la vida de la Iglesia, la forma virginal se convierte como en la encarnación visible de esta realidad no visible; ella es lo que mejor y sin intermediarios (es decir, sin recurrir a ningún †œsigno† sacramental, como sucede, en cambio, en el matrimonio) expresa la relación í­ntima y fecunda que une recí­procamente a Cristo y a la Iglesia, a Cristo que (esposo) es todo y lo da todo para la Iglesia, y la Iglesia que (esposa) no existe, no vive y no crece sino para y en Cristo. Así­ pues, los ví­rgenes, que tienen asegurado el cortejo con los mártires en la liturgia celestial (Ap 14,4 y 7,9.14s), viven desde ahora de aquella realidad escatológica que el AT contemplaba para el final del éxodo (Os 2,16) y que también el NT contempla como las nupcias de la Jerusalén celestial con el cordero (cf Ap 19,7ss; 21,2). El amor es ya total, y no son realmente más que †œuna sola carne† (Gn 2,24 cit, en Ef 5,31), en una carne evidentemente espiritualizada, transfigurada, divinizada, en la cual brilla ya el †œamor† (agápé) de Dios revelado en Cristo y presente en la Iglesia.
Por tanto, la virginidad se presenta como un verdadero y auténtico matrimonio: en la carne espiritualizada del hombre nuevo con su Señor. Ella vive en la medida en que se alimenta de las fuentes genuinas y directas de la agápé divina, que transmite, como la virgen-esposa Iglesia, a sus hijos y al mismo tiempo hermanos en el Señor.
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L. de Lorenzi

Fuente: Diccionario Católico de Teología Bíblica

Para enjuiciar correctamente el -> consejo evangélico de la v., conviene partir del condicionamiento del hombre por la -> sexualidad (A). Como consecuencia de ésta, el hombre sólo puede realizar de manera óptima su ser personal si toma libremente una posición con relación a ella y, por cierto, de manera que la ponga al servicio de un amor ordenado a él mismo, a Dios y al prójimo. Si lo hace así­, ejercita la virtud de la castidad. Ahora bien, también cabe que esta determinación sexual del hombre, respecto de la cual él debe tomar libremente una postura y que por eso mismo, significa a la vez una indeterminación, sólo pueda decidirse con sentido mediante una continencia sexual completa. Este es el caso de un incapaz de matrimonio, o de uno que en concreto no tiene posibilidad de matrimonio. Esa determinación admite, por otro lado, la modalidad de que alguien desarrolle de la mejor manera su personalidad decidiéndose por el matrimonio. Finalmente, tal determinación puede concretarse de manera que alguien, aun teniendo capacidad y posibilidad de matrimonio, renuncia a toda realización sexual libre. De cualquier modo que el hombre se decida respecto de su sexualidad, se da siempre una correspondiente forma especí­fica de castidad o impureza. La v. es una forma especí­fica de castidad; en ella el hombre se decide libremente por la renuncia permanente a la realización sexual. Podrá hablarse de seguimiento del consejo evangélico de la v. en sentido estricto siempre que alguien no está obligado a la continencia total “por la naturaleza”, o sea, cuando la continencia perfecta se elige como el bien concretamente melius et possibile (cf. ToMíS DE AQUINO, ST II-II q. 152 a. 1).

Pero, por encima de esto, la v. en sentido teológico es en definitiva un ideal escatológico, que vale para todos los hombres igualmente, pero no de la misma manera. Jesús expresa ese ideal cuando dice: “En la resurrección ni los hombres se casarán, ni las mujeres serán dadas en matrimonio, sino que serán como ángeles en el cielo” (Mt 22, 30; Mc 12, 25; cf. Lc 30, 34ss). En este sentido, en Ap 14, 4 el seguimiento de Cristo aparece simplemente como virginal. En último término, con ello el ilimitado e inmediato amor a Dios, al prójimo y a sí­ mismo en el estado de consumación es designado como virginal, y el logro de esta v. escatológica se presenta como algo digno de ser apetecido por todos. Simultáneamente la expresión y la mediación del amor por la -> sexualidad humana quedan caracterizadas como transitorias y ambivalentes, sin duda el hombre (según lo muestra precisamente la antropologí­a moderna) está de todo punto determinado sexualmente, pero no es simplemente idéntico con su sexualidad. Por eso el hombre debe aceptar su sexo y asumirlo, pero no tiene por qué actuar sexualmente de manera inmediata y no sublimada. Esta renuncia y simultánea sublimación puede ser para los llamados a ello incluso un auxilio para la actualización de un amor mayor y una expresión del mismo. A causa de la importancia relativada escatológicamente de la sexualidad, el hombre no debe perderse en ella: “Los que tienen mujer, sean como si no la tuvieran” (1 Cor 7, 29).

Según esto, casados y no casados, libremente o contra su voluntad, están ordenados igualmente – aun cuando cada uno a su manera – a la v. escatológica, la cual no ha sido alcanzada todaví­a por todos y, sin embargo, en cuanto los hombres son castos según su estado, ha sido alcanzada va ahora. Esto significa que el hombre participa de la v. escatológica en virtud de su sexualidad en la medida que es casto de acuerdo con su estado. Toda forma de castidad conforme al estado propio participa de la v. escatológica en una manera especí­fica, y guarda con las otras formas una relación de tensión dialéctica. Pues cada una de las formas representa un aspecto determinado de la v. escatológica y la expresa a modo de signo; las demás formas tienden también a ese aspecto, pero sin representarlo y designarlo en igual medida. Así­ el -> matrimonio cristiano es una imagen de la relación Cristo-Iglesia, aspecto que en el seguimiento del consejo de la v. se realiza inmediatamente. Por otra parte, el matrimonio representa la intimidad de la v. escatológica en mayor grado que una vida conforme al consejo evangélico. Asimismo la continencia, soportada por necesidad, significa el carácter humilde de la v. escatológica mejor que la v. del consejo evangélico, que por su parte expresa más perfectamente la magnanimidad del amor escatológico. Cada una de estas formas de castidad está referida a las otras, porque ninguna representa y designa perfectamente la v. escatológica, pero todas participan de ella y están ordenadas a ella. Sin embargo, podemos decir que la castidad que corresponde al consejo evangélico es la forma preeminente, porque representa y designa de la manera más perfecta la significación escatológica de la castidad (cf. Tomás DE AQUINO, ST ii q. 152 a 3ss; Dz 960). Así­, el concilio Vaticano II, en la Constitución dogmática sobre la Iglesia (n.0 42), dice: “Esta perfecta continencia por el reino de los cielos, siempre ha sido considerada por la Iglesia en grandí­sima estima, como señal y estí­mulo de la caridad y como un manantial extraordinario de la fecundidad espiritual en el mundo.”
Jesús recomienda la v. por el reino de los cielos a aquellos que pueden comprenderla, (Mt 19, 10ss; Lc 18, 29s). El distingue la renuncia voluntaria al matrimonio de la incapacidad desde el seno materno y de la incapacidad producida por los hombres y dice sobre esa renuncia: “Hay incapacitados que ellos mismos se hicieron así­ por el reino de los cielos” (Mt 19, 10). Esa v. debe ser afirmada libremente por los llamados a ella, es decir, el consejo evangélico se dirige a aquellos que de tal manera han sido aprehendidos por la irrupción escatológica del reino de Dios en Cristo, que ven bajo una luz totalmente nueva las cosas del mundo, incluida la concreta constitución sexual del hombre en su transitoriedad y ambivalencia, y se cuidan sin estar divididos “de las cosas del Señor” (1 Cor 7, 32-35). Según esto, el consejo evangélico de la v. no está dirigido a todos, sino sólo a aquellos que sienten una llamada especial de la gracia.

Igualmente Pablo, que no estaba casado,en 1 Cor 7 recomienda la v. como estado mejor que el matrimonio, el cual, sin embargo, no es pecado. El fundamenta su consejo con la posibilidad de poder servir mejor a Cristo de ese modo, especialmente con vistas al fin que se acerca.

También los restantes escritos del NT, por una parte, muestran gran estima de la v. (Act 21,9) y, por otra, defienden el matrimonio contra un menosprecio del mismo (1 Tim 4, 3). Las cartas pastorales no exigen el celibato para asumir un ministerio, pero en caso de viudedad de un ministro exigen de él una vida de continencia (1 Tim 3, 2; Tit 1, 6; 1 Tim 5, 9).

Como consecuencia de esto la teologí­a cristiana ha mostrado siempre gran estima de la v. y la ha entendido como protesta contra la excesiva valoración del mundo y de la sexualidad, hasta tal punto que situó la v. en su importancia para la Iglesia junto al -> martirio. El Tridentino definió explí­citamente que la vida virginal es mejor y más bienaventurada que la matrimonial (Dz 960).

Por ese aprecio de la v., entre otras causas, la teologí­a no pocas veces ha sucumbido a la tentación de menospreciar la sexualidad y el matrimonio como cosa de segundo orden en una moral de rangos. Esta tentación es tanto mayor para ella por el hecho de que desde sus propias raí­ces tiene una relación ambivalente con la sexualidad y con el -> mundo en general, pues sabe que éstos están vulnerados, como se pone de manifiesto precisamente en el consejo de la v. por el reino de Dios. Pero hemos de reconocer que en la argumentación neotestamentaria y teológica a favor de la justificación de la v. el peso principal recae sobre su carácter carismático. Más en concreto, la v. se interpreta como representación simbólica especialmente apropiada del -> sacerdocio de Cristo o como configuración tipológica del amor conyugal de la -> Iglesia a Cristo. Así­ la v. es entendida como expresión del encargo de santificación sacerdotal del encargo de proseguir como alter Christus la generatio spiritualis, que el hombre agradece a Cristo como segundo Adán (1 Cor 4, 15; Gál 4, 19). Debe mover al sacerdote a que, en virtud de su amor pastoral universal, renuncie a la entrega í­ntima en el matrimonio y la familia a favor de una entrega de amor menos í­ntima, pero universal, a la comunidad que le ha sido confiada; entrega que sufrirí­a menoscabo por la vinculación a los deberes temporales (-> celibato).

Si en la motivación sacerdotal de la v. está en primer plano el aspecto del amor al prójimo, en la motivación de la v. como tipo de la Iglesia se resalta más el aspecto del amor nupcial a Dios, que trasciende el mundo con su funcionalismo y la sexualidad con su importancia a la postre sólo relativa, para entregarse totalmente al Dios que se nos da en Cristo ( -> eucaristí­a). Desde este punto de vista, la v. es un intento de liberarse de los ví­nculos terrenos en la medida de lo posible y de poner un signo para el prójimo, que está tentado de perderse en el mundo y especialmente en el sexo. El amor al -> prójimo debe trascenderse hasta llegar al amor de Dios; la perfecta realización humana sólo se da en este diálogo con Dios. El hombre todaví­a está en camino hacia el diálogo inmediato con Dios, que en ese camino se presenta aún veladamente, pero acercándose ya con su donación definitiva.

Por consiguiente, el consejo evangélico de la v. es malentendido si, en una moral de rangos, la continencia se interpreta en principio y no sólo en un caso concreto como más valiosa que la actuación sexual ordenada y, consecuentemente, ésta por principio se valora como inferior. Se da ese caso cuando se exige la continencia para la liberación o purificación de las fuerzas demoní­acas o para conseguir poder sobre estas fuerzas, porque, en virtud de una concepción dualista del hombre (-> dualismo), se considera lo espiritual como bueno y lo corporal como malo. En este caso la actuación sexual se considera como algo que mancha, y por eso se exige la continencia. En la misma dirección se orienta la teorí­a del -> estoicismo sobre los aspectos, según la cual la actualización de lo sexual contradice radicalmente a la virtud cardinal de la átaraxí­a, al dominio inconmovible de sí­ mismo. En esta visión la actuación sexual pone en peligro las fuerzas del alma, pues se pierde el dominio sobre la sexualidad, mientras que la continencia conduce a una sabidurí­a superior. Asimismo resulta insuficiente la fundamentación procedente del -> intelectualismo ético, en la que se menosprecia la acción sexual a causa de la iactura mentis; así­, p. ej., en Aristóteles. No está lejos de este razonamiento la concepción egocéntrica de que la familia y la actividad sexual impiden la perfección individual, porque distraen las propias fuerzas (el mismo Jerónimo fundamentaba el celibato en el hecho de que aleja de los inconvenientes y dificultades de la vida familiar).

Se relaciona con estas ideas la concepción de que, quien posee el amor del único Dios, debe renunciar al amor de los hombres. La entrega a Dios excluirí­a la entrega a los hombres. Así­, p. ej., en diversas religiones mistéricas y sacerdotales la continencia se considera como condición previa para ciertas funciones religiosas, especialmente en las festividades rituales. En este contexto aparece asimismo la idea de que la continencia confiere fuerza (en forma mágica) para unirse con la fuerza universal divina (especialmente en religiones indias) y para el encuentro entusiasta con Dios (í­epós gámos). También en el AT, según Ex 19, 15; 1 Sam 21, 4; Zac 7, 3, se exige la continencia durante el servicio sagrado. De todos modos en la filosofí­a pagana la castidad, la v. y el matrimonio aparecen muchas veces como adiafora, que permanecen neutrales entre la virtud y el pecado.

Por el contrario, si se pondera correctamente la importancia de la v., hay que rechazar todo lo que por principio signifique una valoración de la actividad sexual ordenada más alta que de la continencia (Dz 2336). Ese tipo de interpretación falsa de la continencia se da cuando ésta es considerada como deseable sólo para los que todaví­a están solteros, o sea, cuando se cree que la castidad extramatrimonial sólo tiene sentido con vistas a la preparación y protección del matrimonio, de manera que el soltero en principio aparece como menos perfecto que el casado. Esa concepción se encuentra extendida en una parte notable de las religiones no cristianas, p. ej., en el islam y en el budismo Amida. Tal convicción predomina también en el AT. Allí­ se aprecia y exige la castidad prematrimonial de las muchachas (Gén 34, 7.31; Ex 22, 15s; Dt 22, 14-19.28s; Lev 21,13s; cf. 21, 7; Ez 44, 22; 2 Sam 13, 20; Dt 22, 20s). Pero el no contraer matrimonio (Is 4, 1), e incluso el no tener hijos (Gén 30, 23; 1 Sam 1, 6.11.15; Is 49, 21), aparece como una deshonra, y el morir antes del matrimonio se juzga como una desgracia (Jue 11, 37s); y en tiempos de emergencia se prefiere hasta la poligamia (Is 4, 1). En el judaí­smo tardí­o se transforman estas ideas. En los cí­rculos próximos a los esenios se aprecia hasta cierto punto el celibato.

De esta visión de la v. se desprende para la predicación que en la fundamentación de su valor debe renunciarse a toda desvirtuación por principio de lo sexual y del matrimonio, y que ha de acentuarse su carácter carismático. No son especí­ficamente cristianos motivos como el “dominio sobre el cuerpo”, la “plena posesión del espí­ritu”, etc. Para la pastoral se desprende de ahí­ que sólo los que capaces de auténtico amor son aptos para el estado de v., y sólo ellos, pueden representar fidedignamente su carácter de testimonio. Sólo así­ se hace justicia a la importancia natural de eros y sexo, que deben desarrollarse como philia y agape en la vida de v., sobre todo porque el celibato sin amor conduce fácilmente al endurecimiento y a una existencia solitaria y caprichosa. A pesar del nexo importante entre las disposiciones vitales y la vivencia del don del amor humano, no se puede ir tan lejos que únicamente los vitalmente fuertes y sanos se consideren apropiados para una vida de v., pues la capacidad carismática de amor y la disposición natural no son lo mismo. De lo dicho se deduce que los pastores de almas sólo han de aconsejar y posibilitar una vida de v. a los que, después de un prudente examen, consideren realmente aptos. La obligación legal de una vida en conformidad con el consejo evangélico, que no obliga en forma general (-> ley III), se presenta problemática a partir de estas consideraciones, sobre todo si la fuerza carismática del amor no existe o se ha extinguido. Esto puede conducir fácilmente a serias perturbaciones psicosomáticas.

Por otra parte, debe procurarse que se fomente la capacidad de las personas en estado de v. para crecer en el amor, y que se les conceda aquel amor humano que también es necesario para ellas. Por el polo opuesto, la predicación irí­a igualmente por camino falso si cediera a la tendencia de sobrevalorar lo sexual y el matrimonio, porque precisamente el consejo de la v. debe poner en claro cómo a la postre su importancia es sólo relativa.

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Waldemar Molinski

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

parthenia (parqeniva, 3932), relacionado con parthenos, véanse DONCELLA, Nº 2, y VIRGEN, aparece en Luk 2:36:¶ En la LXX, Jer 3:4:¶

Fuente: Diccionario Vine Nuevo testamento

En diversas religiones antiguas tení­a la virginidad un valor sacro. Ciertas diosas (Anat, Artémide, Atenea) eran llamadas ví­rgenes, pero esto era para poner de relieve su eterna juventud, su floreciente vitalidad, su incorruptibilidad. Sólo la revelación cristiana habí­a de mostrar en su plenitud el valor religioso de la virginidad, esbozada en el AT: ta fidelidad en un amor exclusivo para Dios.

AT. 1. Esterilidad y virginidad. En la perspectiva del pueblo de Dios, orientado hacia su acrecentamiento, la virginidad equivalí­a a la *esterilidad: la hija de Jefté, condenada a morir sin hijos, llora durante dos meses su “virginidad” (Jue 11,37), puesto que no tendrá participación en la recompensa (Sal 127,3), en la *bendición (Sal 128,3-6) que es el fruto de las entrañas, sino en el oprobio (1Sa 1,11; Lc 1,25). Sin embargo, la virginidad anterior al matrimonio era apreciada: se ve, por ejemplo, que el sumo sacerdote no podí­a desposarse sino con una virgen (Lev 21,13s; cf. 21,7), pero esto era por preocupación de *pureza ritual en el terreno de la sexualidad (cf. Lev 12; 15), más que por estima de la virginidad en cuanto tal.

En el contexto de las promesas de la alianza es donde hay que buscar la verdadera preparación de la virginidad cristiana. Por la misteriosa economí­a de las mujeres estériles a las que vuelve fecundas quiere Dios mostrar que los portadores de las *promesas no fueron suscitados por la ví­a normal de la *fecundidad, sino por una intervención de su omnipotencia. La gratuidad de su *elección se manifiesta en esta secreta preferencia otorgada a las mujeres estériles.

2. Continencia voluntaria. Junto a esta corriente principal existen casos aislados en los que la continencia es voluntaria. Jeremí­as, por orden de Yahveh, debe renunciar al matrimonio (Jer 16.2), pero esto es sencillamente para anunciar con un acto simbólico la inminencia del castigo de Israel, donde mujeres y niños serán sacrificados (16,3ss.10-13). Los esenios viven en continencia, pero a esto son movidos, a lo que parece, por una preocupación de pureza legal.

Otros ejemplos tienen un valor más religioso: Judit, con su viudez voluntaria y su vida penitente (Jdt 8,4s; 16,22), merece ser como en otro tiempo Débora (Jue 5,7) la madre de su pueblo (Jdt 16,4.11.17), y con su género de vida prepara la común estima de la viudez y de la virginidad en el NT; Ana se niega a volverse a casar para adherirse más estrechamente al Señor (Lc 2,37); Juan Bautista prepara la venida del Mesí­as con una vida de asceta y osa ya llamarse amigo del esposo (Jn 3,29).

3. Los *desposorios entre Dios y su pueblo. El Precursor se mostraba así­ heredero de una tradición profética acerca de las nupcias entre Yahveh y su pueblo, que preparaba también la virginidad cristiana. En efecto, los profetas dan más de una vez el nombre de virgen a un paí­s conquistado (Is 23,12; 47,1; Jer 46,11), en particular a Israel (Am 5,2; Is 37,23; Jer 14,17; Lam 1,1.5; 2,13), y esto lo hacen para deplorar la pérdida de su integridad territorial; pero también cuando el pueblo ha profanado la alianza lo apostrofa Jeremí­as como “la virgen Israel” (Jer 18,13), para recordarle cuál habrí­a debido ser su *fidelidad. También reaparece el mismo tí­tulo en el contexto de la restauración, cuando Yahveh y su pueblo volverán a tener relaciones de amor y de fidelidad (Jer 31,4. 21).

Para Isaí­as (62,5) el matrimonio de un joven y de una virgen simboliza las nupcias mesiánicas entre Yahveh e Israel. Con sus exigencias exclusivas preparaba Dios a sus fieles a reservarle todo su amor.

NT. A partir de Cristo la virgen Israel se llama la *Iglesia. Los creyentes que quieren permanecer ví­rgenes participan de la virginidad de la Iglesia. La ‘virginidad, realidad esencialmente escatológica, no adquirirá todo su sentido sino en el cumplimiento último de las nupcias mesiánicas.

1. La Iglesia virgen, esposa de Cristo. Como en el AT, el tema de la virginidad converge paradójicamente con el de los *desposorios: la unión de Cristo y de la Iglesia es una unión virginal que por otra parte simboliza el *matrimonio. “Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella” (Ef 5,25). La Iglesia de Corinto fue prometida a Cristo, Pablo quiere presentársela como una virgen pura e inmaculada (2Cor 11,2;cf. Ef 5,27); el apóstol experimenta por ella los celos de Dios (2Cor I1, 2): no permitirá que se atente contra la integridad de su fe.

2. La virginidad de Marí­a. En el punto de juntura de las dos Alianzas, en *Marí­a, Hija de Sión, comienza a realizarse la virginidad de la Iglesia. La madre de Jesús es la única mujer del NT a quien se aplica, casi como un tí­tulo, el nombre de virgen (Le 1,27; cf. Mt 1,23). Por su deseo de guardar la virginidad (cf. Lc 1,34) asumí­a la suerte de las mujeres privadas de hijos, pero lo que en otro tiempo era una humillación iba a convertirse para ella en una bendición (Lc 1,48). Ya antes de la venida del ángel deseaba Marí­a ser totalmente de Dios; con su “fiat” de la anunciación (1,38) se consagra total y exclusivamente al Hijo de Dios. En la virginidad de la que viene a ser la madre de Dios se consuma la larga preparación de la virginidad en el AT, pero también se cumple el deseo de *fecundidad y la oración de las mujeres *estériles escuchadas por Dios.

3. La virginidad de los cristianos. Jesús, que permaneció virgen como Marí­a, fue quien reveló el verdadero sentido y el carácter sobrenatural de la virginidad. Esta no es un precepto (lCor 7,25), sino un llamamiento personal de Dios, un *carisma (7,7). “Porque hay eunucos que nacieron así­ del vientre de su madre, y hay eunucos que fueron hechos por los hombres, y hay eunucos que a sí­ mismos se han hecho tales por amor del *reino de los cielos” (Mt 19,12). Sólo el reino de los cielos justifica la virginidad cristiana; sólo comprenden este lenguaje aquellos a quienes les es dado (19,11).

Según Pablo la virginidad es superior al *matrimonio porque es una entrega integral al Señor (lCor 7,32-35): el hombre casado está dividido; los que permanecen ví­rgenes no tienen el corazón dividido, sino están consagrados enteramente a Cristo, su *preocupación son los asuntos del Señor y no se dejan distraer de esta continua atención.

La palabra de Cristo en Mt 19,12 (“por razón del reino de los cielos”) confiere a la virginidad su verdadera dimensión escatológica. Pablo estima que el estado de virginidad con-viene “en razón de la aflicción presente” (lCor 7,26) y del tiempo que apremia (7,29). La condición del matrimonio está ligada al tiempo presente, pero la figura de este mundo pasa (7,31). Los que permanecen ví­rgenes están despegados de este siglo. Como en la parábola (Mt 25,1.6) aguardan al *esposo y el reino de los cielos. Su vida, revelación constante de la virginidad de la Iglesia, es también un testimonio de la no pertenencia de los cristianos a este mundo, un “signo” permanente de la tensión escatológica de la Iglesia, una anticipación del estado de *resurrección en el que los que hayan sido juzgados dignos de tener parte en el mundo futuro serán semejantes a los ángeles, a los hijos de Dios (Lc 20,34ss p).

El estado de virginidad da por tanto excelentemente a conocer el verdadero semblante de la Iglesia. Los cristianos, como las ví­rgenes prudentes, van al encuentro de Cristo, su esposo, para tomar parte con él en el banquete nupcial (Mt 25;1-13). En la Jerusalén celestial todos los elegidos son llamados ví­rgenes (Ap 14,4) porque se han negado a la prostitución de la *idolatrí­a, pero sobre todo porque ahora están enteramente dados a Cristo: con una docilidad total “siguen al *cordero a dondequiera que va” (cf. Jn 10,4. 27). Ahora pertenecen ya a la ciudad celestial, esposa del cordero (Ap 19,7.9; 21,9).

-> Esposo – Fecundidad – Mujer – Matrimonio – Marí­a – Madre – Puro – Esterilidad.

LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teologí­a Bí­blica, Herder, Barcelona, 2001

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas

Moralmente, la virginidad significa la referencia por la integridad corporal, la cual es inspirada por un motivo virtuoso. Así entendida, es común a ambos sexos y puede existir en una mujer incluso después de haber sido cometido una violación corporal cometida contra su voluntad. Físicamente, implica una integridad física, evidencia visible de la cual solo existe en las mujeres. La Fe Católica nos enseña que Dios milagrosamente conservó esta integridad física en la Santísima Virgen María, incluso durante y después de haber dado a luz (ver Pablo IV, “Cum quorundam,” 7 de agosto de 1555). Hay dos elementos en la virginidad: el elemento material, esto es, la ausencia, en el pasado y el presente, total y voluntariamente de delectación, ya sea por lujuria o por el legítimo uso del matrimonio; y el elemento formal, que es la firme resolución de abstenerse para siempre de placer sexual. Debe notarse, por un lado, que la virginidad material no es destruida por todos y cada uno de los pecados contra el sexto o el noveno mandamientos y por el otro lado, que la resolución de virginidad se extiende más allá de la mera preservación de la integridad corporal, puesto que si se restringiera a la virginidad material, la resolución, por lo menos fuera del estado conyugal, podría coexistir con deseos viciosos y no podría entonces ser virtuosa.

Ha sido cuestionado si es que existe una virtud especial de la virginidad y, a pesar de la respuesta afirmativa de algunos autores y del texto de Santo Tomás, II-II:152:3, cuya afirmación no puede ser tomada literalmente, la pregunta debe ser contestada de manera negativa. Formalmente, la virginidad no es sino el propósito de mantenerse perpetuamente en castidad de aquél quien se abstiene de los placeres sexuales. Ordinariamente este propósito es inspirado por una virtud superior a la castidad, el motivo puede ser religioso o apostólico. Entonces las virtudes superiores de caridad o religión ennoblecen este propósito y le comunican su propia belleza, pero no debemos encontrar en él esplendor o mérito alguno de otra virtud. La resolución de virginidad es generalmente ofrecida a Dios en la forma de un voto. El consejo de castidad se da expresamente en el Nuevo Testamento, primero en Mt. 19, 11s, donde Cristo, luego de recordarles a Sus discípulos que además de aquéllos que son inadecuados para el matrimonio por naturaleza o debido a una mutilación inflingida por otros, hay otros que hacen el mismo sacrificio por el reino de los cielos, les recomienda imitar a éstos últimos. “El que sea capaz de recibir esto, que lo reciba.” La tradición siempre ha entendido este texto en el sentido de una profesión de perpetua continencia. Sn. Pablo de nuevo, hablando (1 Cor. 7, 25-40) como un fiel predicador de la doctrina del Señor, formalmente declara que el matrimonio es permisible, pero que sería mejor seguir su consejo y permanecer soltero; y da sus rezones, además de las consideraciones correspondientes a la época, da como razón general que el hombre casado “tiene cuidado de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer;” mientras que el que permanece sin esposa, dirige todo su cuidado a su propia santificación corporal y espiritual y está en libertad de dedicarse a la oración.

La Iglesia, siguiendo esta enseñanza de San Pablo, siempre ha considerado el estado de virginidad o celibato preferible en sí mismo al estado de matrimonio y el Concilio de Trento (Ses. XXIV, Can. 10) pronunció un anatema contra la doctrina opuesta. Algunos herejes del siglo XVI entendieron las palabras de Cristo, “para el reino de los cielos,” en el texto antes citado de Sn. Mateo, como aplicables a la enseñanza del Evangelio; pero el contexto, especialmente el versículo 14, en el cual “el reino de los cielos” claramente significa claramente la vida eterna y el pasaje citado de Sn. Pablo refuta suficientemente esa interpretación. La razón confirma la enseñanza de la Sagrada Escritura. El estado de virginidad significa una victoria señalada sobre los apetitos bajos y una emancipación de los problemas terrenales, lo cual deja al hombre en libertad de dedicarse al servicio de Dios. Aunque una persona virgen puede fallar en corresponder a las sublimes gracias de su estado y pueda ser inferior en mérito que una persona casada, la experiencia otorga testimonio de los maravillosos frutos espirituales producidos por el ejemplo de aquellos hombres y mujeres que emulan la pureza de los ángeles.

Esta perfecta integridad del cuerpo, sublimada por un propósito de castidad perpetua, produce un parecido especial a Cristo y crea un título a una de las tres “aureolæ,” que mencionan los teólogos. De acuerdo con la enseñanza de Sto. Tomás (Suplemento, 96) estas “aureolæ” son recompensas particulares añadidas a la felicidad esencial de la eternidad y son como muchas ramas de laurel, coronando tres victories conspicuas y tres puntos especiales que recuerdan a Cristo: la victoria sobre la carne en la virginidad, la victoria sobre el mundo en el martirio y la victoria sobre el diablo en la predicación de la verdad. El texto de Sn. Juan (Ap. 14, 1-5) es a menudo entendido de los vírgenes y el cántico que solo ellos pueden entonar ante el trono denota la “aureola” que les es dada solo a ellos. Es muy probable que las palabras en el versículo cuarto “Estos son los que no se contaminaron con mujeres, pues son vírgenes,” hable realmente de vírgenes, a pesar de que hay otras interpretaciones; tal vez, aquéllos quienes “fueron redimidos de entre los hombres como primicias para Dios y para el Cordero; y en su boca no fue hallada mentira” (loc. cit. 4, 5) son los mártires; son declarados sin mancha, como en un capítulo anterior (7, 14); se dice que “han lavado sus ropas, y las han emblanquecido en la sangre del Cordero.”

En el artículo MONJAS se muestra como las vírgenes cristianas han sido una de las glorias de la Iglesia desde los primeros tiempos y cuán antigua es la profesión de la virginidad. Bajo VIDA RELIGIOSA se trata la dificultad de probar la estricta obligación de perseverancia antes del siglo V, cuando descubrimos la carta de Inocencio Y (404) a Vitricio (Caps. 13 y 14). Incluso en un periodo aún más antiguo, el Obispo presidía la ceremonia de vestido y la consagración de las monjas se convirtió en un rito sacramental, en el cual las oraciones y bendiciones de la Iglesia se añadían a las oraciones y méritos de aquéllos que se presentaban a sí mismas con el fin de obtener la gracia de la fidelidad en su sublime profesión. En el siglo IV no había una edad fija para la consagración; las vírgenes se ofrecían relativamente jóvenes a los diez o doce años. Así como había infantes ofrecidos por sus padres para la vida monástica, había niños consagrados a la castidad desde antes de su nacimiento o muy poco después de éste. Subsecuentemente se determinaría que no podría realizarse la consagración antes de los veinticinco años.

Desde el siglo IV las vírgenes usaron un modesto vestido de color oscuro; se requería que se dedicaran a la oración (la liturgia de las horas), trabajos manuales y una vida ascética. Luego del siglo VIII, dado que el encierro fue la regla general para las personas dedicadas a Dios, la razón para la consagración especial de personas, ya protegidas por los muros del monasterio y por su profesión religiosa dejó de existir. Faltas secretas cometidas antes o incluso luego de haber entrado al monasterio llevaron a preguntas que eran de naturaleza muy delicada y la cual fue sujeto de controversia. ¿Debía quien había perdido su virginidad revelar el hecho pagando el precio de su reputación? ¿era suficiente presentarse como virgen para poder recibir la consagración? La ceremonia se fue volviendo más y más rara, aunque seguía habiendo ejemplos en los siglos XIII y XIV; pero no fue practicada en las órdenes mendicantes. San Antonio la conocía en el siglo XV y San Carlos Borromeo trató, en vano, de revivirla en el XVI. Únicamente las abadesas recibían la bendición solemne.

La pérdida de la virginidad es irreparable. “Te lo digo sin duda,” escribe Sn. Jerónimo a Sn. Eustoquio, n. 5 (P.L., XXII, 397) “que a pesar de que Dios es todopoderoso, no puede restaurar una virginidad que ha sido perdida.” El arrepentimiento sincero, sin embargo, restaura la virtud y el derecho a la aureola. Antiguamente la virginidad era requisito necesario para la entrada a algunos monasterios. Actualmente, si bien no es la regla general, es posible que las personas que ya hayan estado casadas ingresen a una orden religiosa.

A. VERMEERSCH
Transcrito por Christine J. Murray
Traducido por Antonio Hernández Baca

Fuente: Enciclopedia Católica