“Bienaventurados los pobres de espíritu (humildes) por los suyos es el Reino de los cielos.”
La palabra griega traducida como “pobres” tiene el significado de indigencia total, pobreza extrema. Por lo tanto, una plena apreciación de nuestra propia miseria espiritual es esencial para recibir la gracia divina provista por Jesús, nuestro Señor. Y no sólo debemos darnos cuenta de nuestra pobreza al comienzo de nuestro caminar, sino que debemos depender constantemente de la gracia divina. Siempre debemos darnos cuenta de nuestra propia insuficiencia para ser aceptables a Dios.
No hay nada en este texto que enseñe la pobreza terrenal. Sin embargo, no muchos ricos ni grandes, sino principalmente los pobres de este mundo, ricos en fe, serán herederos del Reino. (1 Corintios 1:26-28) En nuestro presente estado débil y caído, la prosperidad y las riquezas terrenales muy frecuentemente tienden a sofocar la nueva naturaleza. La prosperidad nos impide producir frutos apacibles de justicia. En cambio, las riquezas terrenales pueden desarrollar un espíritu de autosuficiencia, orgullo, etc. Como lo expresó nuestro Señor Jesús, “Los cuidados de esta vida y el engaño de las riquezas ahogan la Palabra, y se hace infructuosa.” (Mateo 13:22)
No buscamos acumular riquezas terrenales. El cristiano fiel utilizará todos sus recursos (finanzas, habilidades, tiempo, etc.) en el servicio del Señor. Los santos han “hecho un pacto con sacrificio” (de sus voluntades y de su todo) para servir a Dios. (Salmo 50:5)
Entonces, mientras nos esforzamos por desarrollar un carácter como el de Cristo, busquemos cada vez más esta humildad de la mente. Lejos de ser jactanciosos y autosuficientes, los pobres de espíritu aceptarán humildemente y con gratitud todo bien y todo don perfecto como proveniente del Padre de las Luces. (Santiago 1:17)