Significado Bíblico de MUERTE
Significado de Muerte
Ver Concordancia
(heb. mâweth; gr. thánatos).
La muerte entró en el mundo como consecuencia del pecado (Gn. 2:16, 17; 3:19;
Ro. 5:12), y es un enemigo (1 Co. 15:26). Todos los hombres deben morir (1 Co.
15:22; He. 9:27), pero todos volverán a vivir (Jn. 5:28, 29; 1 Co. 15:22).
En la Biblia con frecuencia se llama a la muerte un sueño. De David, Salomón y
muchos otros reyes de Israel y de Judá se dice que duermen con sus padres (1 R.
2:10; 11:43; 14:20, 31; 15:8; 2 Cr. 21:1; 26:23; etc.). Job se refirió a la
muerte como a un sueño (Job 7:21; 14:10-12), como también lo hizo el salmista
(Sal. 13:3), Jeremías (Jer. 51:39, 57) y Daniel (Dn. 12:2). En el NT, Cristo
afirmó que la fallecida hija de Jairo estaba durmiendo (Mt. 9:24; Mr. 5:39).
Se refirió a Lázaro muerto del mismo modo (Jn. 11:11-14). Pablo y Pedro
también llaman sueño a la muerte (1 Co. 15:51, 52; 1 Ts. 4:13-17; 2 P. 3:4).
Muchos santos «que durmieron» se levantaron de sus tumbas en ocasión de la
resurrección de Cristo y «aparecieron a muchos» (Mt. 27:52, 53). Lucas, el
autor de Hechos, describe la muerte de Esteban como el dormirse (Hch. 7:60).
El sueño es un símbolo adecuado de la muerte, como lo demuestra la siguiente
comparación: 1. El sueño es un estado de inconsciencia (Ec. 9:5, 6). 2. En el
sueño el pensamiento consciente está dormido. «Sale su aliento… en ese mismo
día perecen sus pensamientos» (Sal. 146:4). 3. Con el sueño terminan todas las
actividades del día. «En el Seol [sepulcro], adonde vas, no hay obra, ni
trabajo, ni ciencia, ni sabiduría» (Ec. 9:10). 4. El sueño nos separa de los
que están despiertos y de sus actividades. «Y nunca más tendrán parte en todo
lo que se hace debajo del sol» (v 6). 5. El sueño normal desactiva las
emociones. «Su amor y su odio y su envidia fenecieron ya» (v 6). 6. El sueño
es transitorio y supone un despertar. «Entonces llamarás, y yo te responderé»
(Job 14:15). «Porque vendrá hora cuando todos los que están en los sepucros
oirán su voz; y… saldrán» (Jn. 5:28, 29). Véase Resurrección.
En el sueño de la muerte el aliento cesa (Sal. 146:4), el cuerpo físico se
descompone y sus elementos se mezclan con la tierra de donde procedió (Sal.
146:4; Gn. 3:19), y el espíritu regresa a Dios, de donde vino (Ec. 12:7). Sin
embargo, el espíritu así separado del cuerpo no es un ente consciente. Es el
carácter del hombre lo que Dios conserva hasta la resurrección (1 Co. 15:51-54;
Job 19:25-27), de modo que todos los hombres volverán a tener su mismo carácter
(véase CBA 6:1092, 1093). En ocasión de la 2a venida de Cristo los justos
recibirán la inmortalidad, y al mismo tiempo serán revestidos de cuerpos
glorificados (1 Co. 15: 25-49). Véase Espíritu.
Entre el tiempo de la muerte y el de la resurrección se representa a los
muertos como durmiendo en el Seol (Ec. 9:10 ) o en el Hades (Hch. 2:27, 31).
No están en el cielo (vs 29, 34), porque no están con el Señor hasta la 2ª
venida (Jn. 14:1-3). La Biblia menciona una 2ª muerte (Ap. 20:6). La 1ª
sobreviene a todos como resultado de la operación normal de los efectos
degenerativos del pecado; la 2ª muerte afecta sólo a los impenitentes al final
de los 1.000 años de Ap. 20, cuando los malvados serán eternamente aniquilados
(Mt. 10:28). En la conflagración final esta tierra será purificada por fuego
(2 P. 3:10). Con la destrucción de Satanás y de los impíos, la muerte
resultará destruida (1 Co. 15:26; Ap. 20:14). Véase Segunda muerte.
Figuradamente, se describe a los pecadores como «muertos en… delitos y
pecados» (Ef. 2:1; cf Col. 2:13). A menos que el Espíritu Santo toque sus
corazones, son insensibles a todo lo espiritual. En Ro. 6:2, Pablo,
invirtiendo la figura, se refiere a los cristianos como muertos al pecado; ya
no viven en él.
Diccionario Enciclopédico de Biblia y Teología: MUERTE
MUERTE según la Biblia: En el sentido corriente: cesación de la vida. No entraba en la voluntad de Dios, que ha creado al hombre a su imagen, y que lo ha hecho «alma viviente». En el paraíso, el árbol de la vida le hubiera permitido vivir eternamente (Gn. 1:27; 2:7; 3:22).
En el sentido corriente: cesación de la vida. No entraba en la voluntad de Dios, que ha creado al hombre a su imagen, y que lo ha hecho «alma viviente». En el paraíso, el árbol de la vida le hubiera permitido vivir eternamente (Gn. 1:27; 2:7; 3:22).
La muerte ha sido el salario de la desobediencia a la orden divina (Gn. 2:17; Ro. 5:12; 6:23). La muerte es física, por cuanto nuestro cuerpo retorna al polvo (Gn. 3:19); también es, y sobre todo, espiritual.
Desde su caída, Adán y Eva fueron echados de la presencia de Dios y privados de Su comunión (Gn. 3:22-24). Desde entonces, los pecadores se hallan «muertos en… delitos y pecados» (Ef. 2:1).
El hijo pródigo, alejado del hogar paterno, está espiritualmente muerto (Lc. 15:24). Ésta es la razón de que el pecador tiene necesidad de la regeneración del alma y de la resurrección del cuerpo.
Jesús insiste en la necesidad que tiene todo hombre de nacer otra vez (Jn. 3:3-8); explica Él que el paso de la muerte espiritual a la vida eterna se opera por acción del Espíritu Santo y se recibe por la fe (Jn. 5:24; 6:63).
Esta resurrección de nuestro ser interior es producida por el milagro del bautismo del Espíritu (Col. 2:12-13). El que consiente en perder su vida y resucitar con Cristo es plenamente vivo con Él (Ro. 6:4, 8, 13).
(a) Tras la muerte física: (A) Para el impío es cosa horrenda caer en manos del Dios vivo (He. 10:31) y comparecer ante el juicio (He. 9:27) sin preparación alguna (Lc. 12:16-21).
El pecador puede parecer impune durante mucho tiempo (Sal. 73:3-20), pero su suerte final muestra que «el Señor se reirá de él porque ve que viene su día» (Sal. 37:13). El que no haya aceptado el perdón de Dios morirá en sus pecados (cfr. Jn. 8:24).
Jesús enseña, en la historia del rico malvado que, desde el mismo instante de la muerte, el impío se halla en un lugar de tormentos, en plena posesión de su consciencia y de su memoria, separado por un infranqueable abismo del lugar de la ventura eterna, imposibilitado de toda ayuda, y tenido por totalmente responsable por las advertencias de las Escrituras y/o de la Revelación natural y del testimonio de su propia conciencia (Lc. 16:19-31; Ro. 1:18-21 ss). (Véase SEOL, HADES.)
(B) Para el creyente no existe la muerte espiritual (la separación de Dios). Ha recibido la vida eterna,
habiendo pasado, por la fe, de la muerte a la vida (Jn. 5:24). Jesús afirmó: «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí no morirá eternamente» (Jn. 11:25-26; cfr. Jn. 8:51; 10:28).
Desde el mismo instante de su muerte, el mendigo Lázaro fue llevado por ángeles al seno de Abraham (Lc. 16:22, 25). Pablo podría decir: «Porque para mí el vivir es Cristo y el morir es ganancia». Para él partir para estar con Cristo es mucho mejor (Fil. 1:21-23).
Es por esta razón que «más quisiéramos estar ausentes del cuerpo, y presentes al Señor» (2 Co. 5:2-9). No se puede imaginar una victoria más completa sobre la muerte, en espera de la gloriosa resurrección del cuerpo (véase RESURRECCIÓN).
Así, el Espíritu puede afirmar solemnemente: «Bienaventurados de aquí en adelante los muertos que mueren en el Señor» (Ap. 14:13).
(b) La muerte segunda. En contraste con la gozosa certeza del creyente, recapitulada anteriormente, se halla una expectación de juicio, y de hervor de fuego, que ha de devorar a los adversarios.
La acción de la conciencia natural infunde miedo y angustiosa incertidumbre en el inconverso. Shakespeare lo expresó magistralmente en su soliloquio de Hamlet, en el que éste considera la posibilidad del suicidio; «Morir: dormir; no más; y con el sueño, decir que damos fin a los agobios e infortunios, a los miles de contrariedades naturales a las que es heredera la carne, éste es un fin a desear con ansia.
Morir: dormir; dormir: quizá soñar; ¡Ah, ahí está el punto dificultoso!; porque en este sueño de la muerte ¿qué sueños pueden venir cuando nos hayamos despojado de esta mortal vestidura? Ello debe refrenarnos: ahí está el respeto que hace sobrellevar la calamidad de una tal vida, pues ¿quién soportaría los azotes y escarnios del tiempo, los males del opresor, la altanería de los soberbios, el dolor por el amor menospreciado, la lentitud de la justicia, la insolencia de los potentados, y el desdén que provoca el paciente mérito de los humildes, cuando él mismo puede, con desnuda daga, el descanso alcanzar? ¿Quién llevaría pesados fardos, gimiendo y sudando bajo una fatigosa vida, sino por el hecho del temor de algo tras la muerte, el país inexplorado de cuyos muelles ningún viajero retorna, y que nos hace preferir aquellos males que ahora tenemos, que volar a otros de los que nada sabemos? Así, la conciencia a todos nos vuelve cobardes, y así el inicio de una resolución queda detenido por el pálido manto de la reflexión» (Acto III, Escena 1).
Así, la «horrenda expectación de juicio, y el hervor de fuego que ha de devorar a los adversarios» (He. 10:27) se refiere a la muerte segunda, aquella que espera a los no arrepentidos tras el juicio final.
Esta segunda muerte es en las Escrituras un sinónimo de infierno. Dos veces se declara en Apocalipsis que el lago de fuego es la muerte segunda (Ap. 20:14; 21:8). En este lago de fuego los impenitentes, vueltos a levantar a la vida en sus cuerpos, pero sin admisión a la gloria, serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos (Ap. 14:10-11; 20:10).
Es por ello que se trata de «sufrir daño de la segunda muerte» (Ap. 2:11). Queda en pie el hecho de la gracia del Señor, que no desea la muerte del pecador, sino su salvación. Así, la Escritura insiste en numerosas ocasiones: «No quiero la muerte del que muere… convertíos, pues, y viviréis» (Éx. 18:23, 31-32).