Significado Bíblico de PROFETA
Significado de Profeta
Ver Concordancia
(heb. nâbî, «llamado [por Dios]» o «quien tiene una vocación [de Dios]»;
probablemente del ac. nabû , «llamar»; aram. nebî; gr. profets).
Alguien que primero recibía instrucciones de Dios y luego las transmitía a la
gente. Estos 2 aspectos de su obra se reflejaban en los nombres con que se los
conocía: vidente (jôzeh o rôeh) y profeta (nâbî). El 1º fue más común en el
período temprano de la historia hebrea (1 S. 9:9). El término que se usa con
mayor frecuencia es nâbî, pues lo designa como vocero de Dios. Como «vidente»
discernía la voluntad de Dios, y como «profeta» la trasmitía a otros.
I. El profeta y su obra.
El profeta es una persona llamada y calificada en forma sobrenatural como
portavoz de Dios. Mientras que en los tiempos del AT los sacerdotes eran los
representantes del pueblo ante Dios -sus portavoces y mediadores-, el profeta,
en un sentido especial, era el representante oficial de Dios entre su pueblo
sobre la tierra. Mientras el oficio sacerdotal era hereditario, la designación
de un profeta provenía del llamado divino. El sacerdote, como mediador en el
sistema de sacrificios, conducía a Israel en la adoración, aunque sus deberes
secundarios incluían dedicar una parte de su tiempo a instruir al pueblo acerca
de la voluntad de Dios como ya había sido revelada por los profetas, Moisés en
particular. En cambio, la instrucción religiosa era tarea primordial del
profeta. El sacerdote se ocupaba mayormente de la ceremonia y los ritos del
santuario (que se centraban en la adoración pública), en la mediación para el
perdón de los pecados, y en el mantenimiento ritual de las relaciones correctas
entre Dios y su pueblo. El profeta era principalmente un maestro de justicia,
de espiritualidad y de conducta ética, un reformador moral con mensajes de
instrucción, consejo, amonestación y advertencia, y su obra a menudo incluía la
predicción de eventos futuros. En el caso de Moisés, uno de los mayores
profetas (Dt. 18:15), la profecía fue una función comparativamente menor.
En un sentido más amplio del vocablo, profetas hubo desde los primeros días del
mundo. Tanto Abrahán (Gn. 20:7) como Moisés (Dt. 18:15) fueron llamados
profetas. Durante el período de los jueces el oficio profético languideció, y
«la palabra de Jehová escaseaba en aquellos días; no había visión con
frecuencia» (1 S. 3:1). El llamado de Samuel hacia el final de ese período fue
trascendental. Fue el 1er «profeta» en el sentido más estricto de la palabra,
y se lo puede considerar como fundador del oficio profético; iba de lugar en
lugar como maestro de Israel (10:10-13; cf 7:16, 17). Después de él y hasta el
fin del tiempo del AT, diversos hombres escogidos hablaron a la nación en
nombre de Dios, interpretando el pasado y el presente, exhortando a la
justicia, y siempre dirigiendo su vista al futuro glorioso que Dios les había
señalado como pueblo. Samuel habría fundado lo que se conoce como «las
escuelas de los profetas». Los jóvenes que recibían su educación en estas
escuelas (19:20) eran conocidos como los «hijos de los profetas» (2 R. 2:3-5).
La 1ª de tales escuelas que se mencionan estuvo en Ramá (1 S. 19:18, 20), la
sede de Samuel (7:17). Los hijos de los profetas no eran necesariamente
recipientes directos del don profético, pero eran divinamente llamados, como
los ministros evangélicos de hoy, para instruir a la gente acerca de la
voluntad y los caminos de Dios. Las escuelas de los profetas fueron una
poderosa fuerza que limitó el avance de la marea del mal, que tan a menudo
amenazó con sumergir al pueblo hebreo bajo una inundación de idolatría,
materialismo e injusticia, y proporcionó una barrera contra la ola de
corrupción que avanzaba con mucha rapidez. Estas escuelas proveyeron el
adiestramiento mental y espiritual a jóvenes seleccionados que serían los
maestros y dirigentes de la nación.
Después de Samuel, en tiempos del reino unido de Judá e Israel, surgieron
hombres como Natán el profeta, Gad el vidente (1 Cr. 29:29) y Ahías (2 Cr.
9:29). Luego, bajo la monarquía dividida, hubo muchos profetas. Algunos
(Oseas, Isaías, etc.) fueron autores de libros preservados en el canon sagrado;
otros (Natán, Gad, Semaías, lddo, etc.) también escribieron, pero no se
conservaron sus escritos. Algunos de los mayores profetas, como Elías y
Eliseo, no escribieron sus discursos proféticos, y por lo tanto a veces se los
llama «profetas orales». En el canon hebreo, las 4 grandes obras históricas de
Josué, Jueces, Samuel y Reyes reciben el nombre de Profetas Anteriores, porque
se sostenía que sus autores fueron profetas. Aunque de naturaleza mayormente
histórica, estos libros muestran el propósito de sus autores de conservar un
registro del trato de Dios con Israel como una lección objetiva para su propia
generación y las posteriores. Isaías, Jeremías, Ezequiel y «los Doce» -desde
Oseas hasta Malaquías- son llamados Profetas Posteriores. 948 Bajo el reino
dividido, los profetas Oseas, Amós y Jonás trabajaron mayormente para Israel,
el reino del norte; el resto, especialmente para Judá, el reino del sur, aunque
algunos de éstos también incluyeron al reino del norte en sus mensajes.
Dicho sea de paso, cabe aclarar la frase «Profetas Menores» (Oseas hasta
Malaquías): se los llama así sólo porque sus libros son comparativamente breves
en relación con los de los «Profetas Mayores» (lsaías hasta Daniel). De ningún
modo implica que el ministerio de sus autores fuera de corta duración o que sus
escritos fueran de menor importancia y/o inspiración.
Los Profetas Posteriores se pueden dividir cronológicamente en 4 grupos:
1. Profetas del s VIII a.C.
Incluye a Jonás, Amós, Oseas, Miqueas e Isaías, aproximadamente en ese orden.
El s VIII fue testigo del surgimiento de Asiria, y antes de finalizar este
período la nación llevó cautivas a las 10 tribus del reino del norte, con lo
que la nación desapareció. En por lo menos 2 ocasiones también Judá estuvo a
punto de ser destruido por los asirios. El papel principal de los profetas del
s VIII habría sido, primero, evitar, si era posible, la cautividad del reino
del norte llamando a su pueblo a volverse al servicio y a la adoración del
verdadero Dios, pero también -particularmente en el caso de Isaías- sostener al
reino del sur durante este tiempo de gran crisis nacional. Con la muerte de
Isaías el don profético parece haberse silenciado por medio siglo o algo más.
2. Profetas del s VII a.C.
Este siglo fue testigo del apogeo de Asiria, pero antes de terminar la centuria
había desaparecido del escenario de acción y el Imperio Caldeo o Neobabilónico
había ocupado su lugar. Durante los años de decadencia de Asiria y de
surgimiento de los caldeos, Dios envió a varios profetas para llamar al pueblo
de Judá a una reforma completa que impidiera la inminente cautividad
babilónica. Entre esos profetas estaban Nahum, Habacuc, Sofonías, Jeremías y,
tal vez, Joel.
3. Profetas del periodo del cautiverio babilónico.
Estos fueron Jeremías, Ezequiel, Daniel y, quizás, Abdías. La meta principal
de los mensajes de este período fue ayudar a Judá a comprender el propósito que
Dios tenía al permitir el cautiverio, inspirar esperanza en una restauración, y
elevar los ojos de los judíos a la gloriosa oportunidad que los esperaba al
regresar de la cautividad si eran fieles a Dios. Jeremías entregó sus mensajes
a los habitantes de Jerusalén y Judá antes y durante el comienzo del
cautiverio, y Ezequiel ministró a los exiliados en Babilonia, Daniel fue
enviado a la corte de Nabucodonosor para comunicar la voluntad de Dios al gran
monarca y conseguir su cooperación con el plan divino para el pueblo de Dios.
4. Profetas postexílicos:
Hageo, Zacarías y Malaquías. Los 2 primeros animaron al pueblo a levantarse y
construir el templo; Zacarías recibió una serie de visiones apocalípticas que
describían el glorioso futuro que aguardaba a Israel durante la era de la
restauración si eran fieles a Dios (Zac. 6:15). Como un siglo después de
Zacarías vino Malaquías y, con él, el fin del canon profético del AT (1 Mac.
4:46; 9:27; 14:41).
Aunque el libro de Daniel contiene algunos de los mensajes proféticos más
importantes que encontramos en las Escrituras, el pueblo hebreo no lo incluyó
en la sección profético del canon. En vista de que se incluyen obras
históricas como Josué, Jueces, Samuel y Reyes en la sección profético, es
evidente que el contenido no fue el factor principal que determinó su
clasificación dentro de los escritos canónicos. sino el oficio de su escritor.
Así, Daniel sirvió principalmente como hombre de estado en la corte de
Nabucodonosor, y aunque recibió algunas de las mayores visiones de todos los
tiempos, no fue considerado un profeta en el mismo sentido que Isaías,
Jeremías, Ezequiel, Oseas o los otros, cuyas vidas se dedicaron exclusivamente
al oficio profético; no obstante, Cristo lo llamó profeta (Mt. 24:15). Véase
Canon (I).
En el amanecer de los tiempos del NT, el don de profecía fue reactivado con las
declaraciones inspiradas de Elisabet (Lc. 1:41-45), y de Simeón y Ana
(2:25-38). Unos pocos años más tarde vino Juan el Bautista en el papel de
Elías (Lc. 1:17). Cristo declaró que Juan fue profeta «y más que profeta» (Mt.
11:9, 10). Pablo estimó el don profético como una de las gracias del Espíritu
(1 Co. 12:10), y declaró que era uno de los mayores dones (14:1, 5). Como en
los tiempos del AT, el don profético no necesariamente implicaba la predicción
de acontecimientos futuros, aunque este aspecto de la profecía pudiera estar
incluido, sino que consistió mayormente en la exhortación y la edificación (vs
3, 4).
El llamado al oficio profético y la dádiva consiguiente del don profético eran
actos de Dios, como en el caso de Isaías (Is. 6:8, 9), Jeremías (Jer. 1:5),
Ezequiel (Ez. 2:3-5) y Amós (Am. 7:15). Moisés lo recibió desde la zarza
ardiente (Ex. 3:1-4:17). El llamado de Eliseo al oficio profético fue
anunciado por 949
CRONOLOGÍA DE LOS PROFETAS DEL ANTIGUO TESTAMENTO
950 Elías (1 R. 19:19, 20; cf 2 R. 2:13, 14). Al llamado profético le
acompañaba una entrega de capacidades especiales para que el profeta pudiera
hablar en nombre de Dios. Lo constituía en un «atalaya» o «guardián» sobre la
casa de Israel (Ez. 33:7), y lo hacía estrictamente responsable ante Dios por
la entrega fiel de los mensajes que debía darles (vs 3, 6). Habiendo aceptado
el llamado profético, no podía abandonarlo a voluntad, como Jeremías una vez
pensó hacerlo (Jer. 20:7-9; cf 1 R. 19:9; Jn. 1:6-8, 23; 3:2). A veces Dios se
dirigía al profeta en forma audible (Nm. 7:89; 1 S. 3:4), aunque más
frecuentemente en sueños y visiones (Nm. 12:6; Ez. 1:1; Dn. 8:2; Mt. 1:19,20).
Un verdadero profeta enseñaba por el Espíritu de Dios (1 R. 22:24; 2 Cr. 15: 1;
24:20; Neh. 9:30; Ez. 11:5; Jl. 2:28; Mi. 3:8; Zac. 7:12; 1 P. 1:10, 11) y
hablaba movido por el Espíritu de Dios (2 P. 1:20, 21). El mensaje que
entregaba no era propio, sino de Dios (Ez. 2:7; 3:4, 10, 11; cf Nm. 22:38; 1 R.
22:14). En ciertos casos, como en el de Natán (2 S. 7:3) y de Samuel (1 S.
16:6, 7), el juicio humano del profeta era modificado por Dios. Por un tiempo
Ezequiel estuvo mudo, excepto cuando entregaba un mensaje de Dios (Ez. 1:2, 3;
3:26, 27; 33:21, 22). Esta experiencia singular fue una señal para los
oyentes: cada vez que hablaba lo hacía por orden de Dios. En principio, algo
similar sucedía con los demás profetas, porque ninguna profecía de las
Escrituras «fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios
hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo» (2 P. 1:21). Por ello,
haremos «bien en estar atentos» a sus mensajes «como a una antorcha que alumbra
en lugar oscuro, hasta que el día esclarezca y el lucero de la mañana salga» en
nuestros corazones (1:19).
En algunos casos, los profetas vieron la necesidad de buscar e inquirir
diligentemente el significado de las palabras que hablaban (1 P. 1:10, 11).
Por ejemplo, se dice específicamente que Daniel no comprendió algunas porciones
del mensaje que le fue confiado (Dn. 8:27; 12:8, 9). Por otra parte, los
profetas entendían claramente que hablaban en nombre de Dios, y así
corrientemente introducían sus mensajes con expresiones como: «Jehová dijo así»
(Is. 66:1), «Palabra que vino de Jehová a Jeremías» (Jer. 11:1), «Visión de
Isaías hijo de Amoz» (Is. 1:1), «Miré, y he aquí» (Ez. 10:1; Ap. 4:1), «Y vi»
(5:1). Dios confirmaba la autoridad de los hombres que él llamó al cargo
profético con el mensaje que entregaban (1 S. 3:19-21), con señales
sobrenaturales (2 R. 2:13-15), con el cumplimiento de sus predicciones (Dt.
18:22; Jer. 28:9) y con la conformidad de sus enseñanzas con la voluntad de
Dios ya revelada (Dt. 13:1-3; Is. 8:20). Aunque estaban sujetos «a pasiones
semejantes a las» de otros seres humanos, sus vidas reflejaban los elevados
principios de lo que testificaban (cf Stg. 5:17). A menudo se levantaban
falsos profetas, como en los días de Acab (1 R. 22:6; cf v 22), Jeremías (Jer.
27:14, 15; 28:1, 2, 5-9, 15-17), Ezequiel (Ez. 13:16, 17) y Miqueas (Mi. 3:11),
pero podían ser descubiertos por sus motivos mercenarios (3:11), por su
disposición a decir lo que el pueblo deseaba escuchar (Is. 30:10; Mi. 2:11),
porque lo que anunciaban no se cumplía (Dt. 18:22), por las discrepancias entre
sus mensajes y los de quienes habían sido probados como profetas (Dt. 13:2, 3-1
Is. 8:20; Jer. 27:12-16), por apelar a los deseos de los impíos (1 R. 22:6-8) y
por sus propias vidas no consagradas (Mt. 7:15-20).
Del mismo modo que un profeta es un vocero o mensajero de Dios, la profecía es
todo mensaje presentado de parte de Dios por orden de él: revelación especial
de la voluntad y del pensamiento divinos, destinada a capacitar al hombre para
cooperar con los propósitos infinitos de Dios, que consiste esencialmente en
consejos, orientaciones, reprensiones y advertencias. Como «no hará nada
Jehová el Señor, sin que revele su secreto a sus siervos los profetas» (Am.
3:7), él espera que los que lean lo que los profetas escribieron le presten la
más cuidadosa atención. Al hacerlo podrán estar seguros de ser «prosperados»
(2 Cr. 20:20). Los que no prestan atención a las palabras de un profeta como
mensajero o guardián enviado por Dios son personalmente responsables ante el
Señor (Ez. 3:17-21; 33:1-9). Israel, por lo general, rechazó las emocionantes
apelaciones de los profetas (Lc. 11:47, 48), así como Dios lo había advertido a
Isaías (Is. 6:9-11) y a Jeremías (Jer. 1:8, 17, 19). Esto trajo la ruina sobre
Israel, lo condujo a su rechazo del Mesías y, así, a ser descartado como nación
escogida.
Muchas de las profecías del AT están escritas en poesía hebrea. La calidad y
la forma literarias reflejan el caracter, la educación y el estado emocional
del profeta. La personalidad de Jeremías* está grabada vívidamente en el
registro de su misión profética, hasta el punto en que un lector cuidadoso casi
puede sentir que lo conoce personalmente. Algunas obras, como las de Is., Jl.
y Hab. son de una belleza literaria superior y reflejan un desarrollo lógico
del pensamiento. Pasajes como los de Is. 9:1-7; 40:1-8; 52:7-53:12; 55; 61:1-3
y Jl. 951 2:1-14 no han sido superados en imágenes gráficas, retórica
equilibrada y lenguaje pintoresco. En algunas obras, como la de Jer., los
hechos históricos constituyen el molde en el que se presentaron los mensajes
proféticos. Otras parecen ser colecciones de sermones. Algunos profetas, como
Oseas, reflejan hondas emociones y, como resultado, no se prestan fácilmente a
un análisis literario lógico. La profecía de Hab. también manifiesta un
profundo sentir humano al describir el profeta su propia lucha para comprender
la voluntad revelada de Dios y su reconciliación con ella.
Los profetas se ocuparon del trato de Dios con Israel en lo pasado (Ez. 16; 20;
etc.), y dejaron lecciones importantes para la generación actual; como también
de los acontecimientos históricos contemporáneos, señalando los propósitos
divinos y la realización de su voluntad entre las naciones (Is. 36-39; la
mayor parte de Jer.; muchos pasajes de Ez.; Dn. 1-6; Hag.; etc.). A menudo, y
extensamente, denunciaron los pecados de Israel (Is. 1:2-15; 3:12-15; 9:13;
10:2; Jer. 2:5-35; Ez. 8:5-16; Os. 5; Am. 8:1-6; Mal.). Destacaron
continuamente la responsabilidad personal de los que escuchaban sus mensajes de
actuar en armonía con ellos (Ez. 3:17-21; cf 18:25-32; 33:7-16: etc.). A
menudo instaron a realizar actos específicos (Is. 1:16-20; Jer. 27:1-18;
29:5-13; 38:14-23; 42:1-18; JI. 2:12, 13; Am. 5:4-15; Hag. 1:7, 8; Mal.
3:10-12; etc.). Fielmente señalaron las consecuencias del mal hacer (Is.
2:10-21; 7:17-25; 24; Jer. 4; 18:9, 10; 23:9-40; 24; Ez. 4; 5; 9; Dn. 9:3-14;
Os. 5; JI. 1; Am. 7-9; Sof.; etc.) y del bien hacer (Is. 1:18-20; 38; Jer.
7:2-7; 17:20-26; 18:7, 8, Os. 14; JI. 2:12-32; etc.). Con frecuencia, mediante
los profetas Dios elevó los ojos de su pueblo al glorioso futuro que los
esperaba como nación si cooperaban cabalmente con sus propósitos para ellos
(Is. 40-66; Jer. 33; Ez. 36-48; Mi. 4; Zac.; etc.). La culminación de sus
mensajes siempre era la venida del Mesías y el establecimiento de su reino (Is.
9:1-7; 11:1-12; 12; 25; 52-66; Dn. 2:44; 7:18, 27; JI. 3:9-21; Mi. 4:1-5:15;
etc.).
II. La interpretación de las profecías.
PROFECÍAS DE LOS 2.300 DÍAS-AÑOS
Las profecías del AT no siempre distinguen claramente entre lo que conocemos
hoy como la 1ª y 2ª venidas de Cristo, sino que a Menudo tratan estos 2 grandes
eventos como uno solo, o uno de ellos sigue inmediatamente al otro. La mayoría
de los mensajes proféticos se expresan 952 en un lenguaje literal directo, pero
otros son altamente figurados o simbólicos (Dn. 2; 7; 8; Zac. 1-6; Ap. 6-19;
etc.). El elemento predictivo en la profecía tenía la intención de ofrecer un
panorama de las cosas del tiempo a la luz de la eternidad, de alertar a la
iglesia para que actúe apropiadamente en momentos oportunos, de facilitar la
preparación personal para la crisis final, de vindicar a Dios y dejar al hombre
sin excusa en el día del juicio, y de certificar la validez de la profecía como
un todo. Los muchos ejemplos de profecías cumplidas -ya sea que los sucesos
ocurrieran en forma inmediata o en épocas posteriores, registrados en la Biblia
o en la historia- sirven para afirmar la fe en la inspirada Palabra (véanse los
cuadros de las pp 951 y 953). Dios llama la atención a su poder singular de
declarar «lo por venir desde el principio» (Is. 46:9, 10), y Jesús dijo: «Y
ahora os lo he dicho antes que suceda, para que cuando suceda, creáis» (Jn.
14:29).
A veces -por el lenguaje altamente figurado o simbólico, o por la dificultad de
relacionar los mensajes con su contexto histórico, o por la operación de
factores condicionales en la predicción de eventos todavía futuros (Jer. 18:7,
10), o por la transición del Israel histórico literal a la iglesia cristiana-,
los libros proféticos se prestan más fácilmente para ser mal interpretados que
las secciones históricas, poéticas o doctrinales de las Escrituras. Por eso,
el único procedimiento seguro para la comprensión y aplicación de los mensajes
proféticos es un estudio sistemático de la profecía como un todo, y una
familiarización completa con ella. Sobre la base de tal estudio es posible
llegar a sólidos principios de interpretación.
Primero es necesario determinar con precisión qué escribieron los profetas bajo
la conducción del Espíritu Santo, y qué quisieron decir con lo que escribieron.
También se necesita un estudio preciso de las palabras y las relaciones
gramaticales del pasaje que se considera. A veces se puede resolver la
incertidumbre acerca de su significado sólo por una referencia al lenguaje en
que se escribió originalmente. Cada frase debe ser comprendida en relación con
su contexto mayor. En ninguna circunstancia es seguro considerar un pasaje sin
referencia a su contexto literario o histórico; cada mensaje profético tenía un
significado para la gente a la que estaba destinado. Una de las primeras
tareas del investigador, y de las más importantes, es la determinación de ese
significado. Sólo entonces es posible llegar a una aplicación válida de las
profecías para nuestros días. La Biblia debe ser su propio intérprete; es
decir, los pasajes bíblicos deben ser comparados con otros pasajes bíblicos que
tratan del mismo tema.
Hablando en general, las promesas y predicciones dadas por medio de los
profetas del AT al Israel literal estaban sujetas a la obediencia y lealtad;
eran condicionales. Sin embargo, el pueblo rechazó el plan de Dios para ellos
como nación, y lo que Dios quiso cumplir mediante el Israel de la antigüedad
finalmente lo realizará por medio de sus hijos espirituales. (Por eso, muchas
de las promesas de Dios originalmente hechas al antiguo Israel se cumplirán, en
principio, en la iglesia cristiana.) Los planes y propósitos divinos
indefectiblemente se llevarán a cabo (Is. 46:10), aunque para satisfacer las
nuevas condiciones se cambien los medios y los agentes con los cuales se
realicen. Cuando una persona o una nación rehúsa cooperar con el expreso
propósito de Dios, renuncia a su papel en el plan divino y es descartada (Jer.
18:6-10; cf Dn. 5:25-28). Cuando los judíos rechazaron a Jesús, en ocasión de
la crucifixión, Dios les quitó el reino* y lo dio a «gente que produzca los
frutos» del reino (Mt. 21:41-44; 23:36-38). La iglesia cristiana, como la
«gente» de quien habló Jesús, reemplazó a Israel en el plan de Dios (1 P. 2:9,
10). Los escritos de los profetas del AT están plenos de significado para los
creyentes cristianos (Lc. 24:25-27, 44; Ro. 15:4; 2 Ti. 3:16, 17; cf 1 Co. 10:
1-12), pero en vista de que la iglesia de Cristo no es un grupo racial ni
político que viva en la tierra literal de Canaán, rodeada por enemigos
literales, como los asirios, los babilonios y los egipcios, muchos detalles de
las profecías del AT no son aplicables literalmente a los tiempos cristianos.
Además, muchas de ellas tratan exclusivamente de situaciones específicas de un
pasado remoto.
De la lectura de los profetas del AT un creyente puede lograr 2 beneficios: 1.
Aprovechar la instrucción que Dios dio a su pueblo en lo pasado al aplicarla a
sí mismo y observar los resultados de aceptar o rechazar esos principios. 2.
Determinar qué predicciones, no cumplidas en el Israel literal, quedan para el
pueblo de Dios de la actualidad. Sin embargo, se debe tener mucho cuidado en
hacer aplicaciones injustificadas. Hay que determinar hasta qué punto esa
profecía es de naturaleza condicional, cuántas de esas condiciones se
cumplieron y, finalmente, si la inspiración ha indicado que tendrá una
aplicación posterior. En particular, se debe estudiar cómo la transición del
Israel literal a la iglesia cristiana puede 953 afectar el cumplimiento de esa
predicción. Sólo cuando un escritor inspirado posterior aplica una profecía a
los tiempos cristianos puede hacerse con certeza una nueva aplicación de ella.
El registro del trato de Dios con su pueblo en lo pasado se ha conservado para
beneficio de las generaciones posteriores, hasta el fin del tiempo. Bajo la
conducción del Espíritu Santo, los mensajes originalmente proclamados por los
santos hombres de Dios de la antigüedad al pueblo de sus días pueden llegar a
ser un medio eficaz de descubrir la voluntad divina para su iglesia actual.
Mediante los profetas ancestrales es nuestro privilegio escuchar la voz de Dios
hablando con claridad en nuestros días. En las afirmaciones inspiradas el
sincero buscador de la verdad encontrará mensajes de inspiración, consuelo y
orientación.
Acerca de los principios básicos de interpretación se puede ver CBA
1:1030-1033; 4:27-40, 685; y el índice general del t. 7 bajo «Biblia,
interpretación» e «Interpretación profética». Para los principios de
interpretación de las profecías simbólicas, véase CBA 4:606, 607. Para la
interpretación y el cumplimiento específicos de profecías simbólicas básicas
que no se pueden estudiar adecuadamente aquí para no exceder el panorama que se
ofrece en este Diccionario, véase el CBA en los lugares donde se comentan los
pasajes bíblicos respectivos. Para el «profeta» de Tit. 1:12, véase Poeta.
PROFECÍA DE LAS SETENTA SEMANAS DETERMINADAS PARA ISRAEL
Diccionario Enciclopédico de Biblia y Teología: PROFETA
PROFETA según la Biblia: Aquel a quien Dios reviste de Su autoridad para que comunique Su voluntad a los hombres y los instruya.
Aquel a quien Dios reviste de Su autoridad para que comunique Su voluntad a los hombres y los instruya.
(a) Institución del profetismo:
Dios prometió que Él suscitaría de entre el pueblo elegido a hombres inspirados, capaces de decir con autoridad la totalidad de lo que Él les ordenaría exponer (Dt. 18:18, 19).
Moisés es el modelo de todos los profetas que lo siguieron, en cuanto a la unción, doctrina, actitud en cuanto a la Ley y la enseñanza. Sobre varios puntos hay unas analogías notables entre Moisés y Cristo (v. 18; Hch. 3:22, 23).
Zacarías habla asimismo de esta autoridad característica: el Espíritu de Dios ha inspirado a los profetas aquello que debían decir al pueblo; los acontecimientos preanunciados han sido cumplidos (Zac. 1:6; 7:12; Neh. 9:30).
Es Dios sólo quien ha elegido, preparado y llamado a los profetas; la vocación de ellos no es hereditaria, sino que con frecuencia encuentra al principio una resistencia interna (Éx. 3:1-4:17; 1 S. 3:1-20; Jer. 1:4-10; Ez. 1:1-3:15).
La Palabra del Señor, transmitida a los profetas de diversas maneras, queda confirmada mediante señales, por el cumplimiento de las predicciones, y por la conformidad con las enseñanzas de la Ley.
Dios pedirá cuentas al hombre por su obediencia o desobediencia con respecto a la Palabra transmitida por Sus siervos (Dt. 18:18-19, cfr. v. 20 y Dt. 13:1-5).
(b) Falsos profetas.
Además de los que hablan en nombre de un dios falso (Dt. 18:20; 1 R. 18:19; Jer. 2:8; 23:13), hay los que mienten invocando el nombre de Jehová (Jer. 23:16-32). Estos últimos son de dos clases:
(A) Impostores, conscientes de su engaño; seducidos por su deseo de ser objeto de la consideración dada a los verdaderos profetas, son populares a causa de sus palabras suaves (1 R. 22:5-28; Ez. 13:17, 19; Mi. 3:11; Zac. 13:4).
(B) Personas sinceras e incluso piadosas, fundándose en ocasiones incluso sobre la Ley, pero persuadiéndose a sí mismas de haber sido llamadas por Dios al ministerio profético, cuando no es así. A pesar de su sinceridad, éstos son falsos guías.
(c) Características del profeta auténtico.
(A) Las señales (Éx. 4:8; Is. 7:11, 14); pero las señales no son por sí mismas suficientes; algunas de ellas podrían ser de origen fortuito, e incluso engañosas (Dt. 13:1, 2; cfr. Éx. 7:11, 22; 2 Ts. 2:9).
(B) El cumplimiento de las predicciones (Dt. 18:21, 22). El valor de este medio de comprobación aumenta cuando los acontecimientos vienen a demostrar, sobre un plano histórico, las profecías proclamadas mucho tiempo antes.
(C) El mensaje espiritual (Dt. 13:1-5; Is. 8:20). Si la doctrina del pretendido profeta se desvía del Decálogo, el que la profesa no es, evidentemente, un hombre de Dios.
La enseñanza del verdadero profeta tiene que ser acorde con la de la Ley, tanto en lo que respecta a Dios como al culto y a las demandas de la moral.
No se trata de que deba dar meras imitaciones del texto sagrado. Basados en los mandamientos divinos, los profetas enseñan cómo se exponen en la vida cotidiana y revelan la voluntad y la mente de Dios.
Por su integridad, valor moral y calidad de sus enseñanzas, los profetas israelitas auténticos sobrepasan con creces a los sabios de las otras naciones.
La profecía incluye la predicción de acontecimientos (Is. 5:11-13; 38:5, 6; 39:6, 7; Jer. 20:5, 6; 25:11; 28:16; Am. .1:5; 7:9, 17; Mi. 4:10).
La predicción constituye un aspecto importante del ministerio del profeta, y contribuye a acreditarlo, pero el hombre de Dios se ocupa aún más intensamente del presente y del pasado, para procurar convertir al pueblo a Dios (Is. 41:26; 42:9; 46:9).
(d) Etimología del término «profeta».
En gr. el profeta es:
(A) El que habla en lugar de otro: intérprete, heraldo.
(B) Aquel que declara los acontecimientos futuros.
Esta doble acepción deriva del hecho de que la preposición «pro» significa «en lugar de» y «antes».
El término heb. «nabi’», traducido «profeta», significa «aquel que anuncia». Esta expresión parece haber tenido al principio un sentido muy amplio.
El participio activo se emplea en otra lengua semítica, el asirio, para designar a un heraldo. Los textos hebreos dan a Abraham el título de profeta (Gn. 20:7).
Dios se comunica directamente con él, se revela a él (Gn. 15:1-18; 18:17). Abraham transmite a sus descendientes el conocimiento del verdadero Dios (Gn. 18:19), y su intercesión es eficaz (vv. 22-32).
Miriam es llamada profetisa (Éx. 15:20; Nm. 12:2, 6); Aarón, el portavoz de Moisés, recibe el nombre de su «profeta» (Éx. 7:1; cfr. 4:16).
La idea fundamental del término «nabi’», «profeta» (que, p. ej., figura en Dt. 18:18) es que Dios reviste a este heraldo de unos dones particulares, entre otros el de ser vidente (1 S. 3:1).
Ésta es la razón de que el profeta reciba en ocasiones este nombre de vidente (1 S. 9:9, heb. «ro’eh»; Is. 3:10, heb. «hõzeh»).
Como el pueblo consideraba que esta cualidad era la más importante, el término «vidente» fue el usado corrientemente para designar al profeta durante largos períodos de la historia antigua de Israel.
Samuel, Gad e Iddo recibían este título. Pero Samuel es más que el vidente al que uno se dirige para conocer la voluntad de Dios, o para recibir instrucciones acerca de los temas públicos o privados.
Es el maestro enviado por Dios para instruir al pueblo, que reconoce en este ministerio público la característica esencial del profetismo (1 S. 10:10-13; 19:20).
La enseñanza viene a ser la función primaria del profeta, como en los tiempos de Moisés. A partir de Samuel y de sus sucesores inmediatos (y algunos siglos más tarde con una presencia con renovado vigor) el profeta estará siempre presente en el seno de la nación.
Embajador de Dios ante el reino de Israel, no deja de ordenar que se practique la justicia. Interpretando la historia a la luz de la moral, el profeta advierte de los juicios de Dios sobre el pecado, y alienta al pueblo a la fidelidad hacia el Señor.
El profeta está encargado de revelar los designios divinos (como Natán, que impide a David edificar el Templo, pero que profetiza la perennidad de su dinastía); ello no obstante, este anuncio de lo por venir dista de ocupar el lugar central dentro de su ministerio.
Los grandes sucesores de Samuel ya no son llamados «videntes», sino «profetas». Sin eliminar del vocabulario el título de vidente, se emplea de nuevo el de profeta, que no había desaparecido nunca del todo (Jue. 4:4; 1 S. 3:20; 9:9; 10:10-13; 19:20).
Amós, que tuvo visiones, es llamado «vidente» por el sacerdote de Bet-el (1 S. 7:12); pero Dios lo llama a un ministerio profético completo (1 S. 7:15).
Del profeta revestido del poder del Altísimo se dice que es «el varón de espíritu» (Os. 9:7), el inspirado. Como sucede con otros hombres que cumplen un ministerio público o privado, es el hombre de Dios, su instrumento, su mensajero; es un pastor del rebaño, un centinela, un intérprete de los pensamientos divinos.
Aunque todos los profetas hayan surgido de Israel, Dios, para el cumplimiento de Sus propósitos soberanos, ha concedido en ocasiones un sueño o una visión a un filisteo, a un egipcio, a un madianita, a un babilonio o a un romano (Gn. 20:6; 41:4; Jue. 7:13; Dn. 2:1; Mt. 27:19).
El Señor se sirvió incluso de Balaam, el adivino, a quien el rey de Moab le había pedido que maldijera a Israel (Nm. 22-24). Estos paganos entraron momentáneamente en contacto con el plan de Dios.
Para asegurar su realización, el Señor les otorgó un atisbo de revelación, pero nunca los incluyó entre Sus profetas. La aparición del ángel a Agar, a Manoa y a su esposa, y a otros, no les confirió este ministerio, reservado a hombres sometidos a la disciplina del Espíritu, y en comunión con Dios.
El Espíritu del Señor enseñaba a los profetas (1 R. 22:24; 2 Cr. 15:1; 24:20; Neh. 9:30; Ez. 11:5; Jl. 2:28; Mi. 3:8; Zac. 7:12; Mt. 22:43; 1 P. 1:10-11). La acción divina no está en conflicto con la psicología humana.
En ocasiones Dios se servía de una voz audible o de un ángel (Nm. 7:89; 1 S. 3:4; Dn. 9:21); pero por lo general daba Sus instrucciones mediante sueños, visiones y sugestiones que los profetas reconocían como de origen divino, externo a ellos mismos.
Estos hombres no estaban continuamente bajo la inspiración del Espíritu, sino que esperaban la revelación del Señor (Lv. 24:12). Su mente no puede identificarse con la de Dios (1 S. 16:6, 7).
Natán mismo estuvo de acuerdo con David en sus deseos de construir el Templo; pero tuvo que decirle después que Dios se oponía a este proyecto (2 S. 7:3). Los profetas sólo reciben las revelaciones en el momento elegido por el Señor.
Desde la época de Samuel, Dios fue dando profetas a Israel de una manera regular: varios de ellos son anónimos (1 R. 18:4; 2 R. 2:7-16).
Este ministerio parece que no cesó hasta la época de Malaquías. Al acercarse el tiempo de la primera venida de Cristo, se dejó oír de nuevo la Palabra profética (Lc. 1:67; 2:26-38).
Había profetas en la Iglesia en la época de Pablo (1 Co. 12:28). En contraste con los apóstoles y ancianos, no constituyen un grupo definido.
Hombres y mujeres (Hch. 21:9) comunicaban lo que Dios les había revelado por el Espíritu, anunciando ocasionalmente lo que había de suceder (Hch. 11:27-28; 21:10-11); especialmente, exhortaban y edificaban a la Iglesia (1 Co. 14:3, 4, 24).
Pablo aplica irónicamente el calificativo de profeta a un autor pagano que describió de manera magistral y verídica el inmoral carácter de los cretenses (Tit. 1:12).
(e) Llamamiento.
Es el mismo Dios el que llama al profeta (Am. 7:15), el cual conoce el momento preciso de esta revelación. Moisés estaba ante una zarza ardiendo cuando le vino el llamamiento (Éx. 3:1-4:17).
El niño Samuel recibió revelaciones particulares (1 S. 3:1-15) que lo prepararon para la carrera profética (1 S. 3:19-4:1).
Eliseo sabía de cuándo databa su llamamiento, y no ignoraba que había recibido una doble porción del Espíritu (1 R. 19:19, 20; 2 R. 2:13, 14).
Por lo general se cree que la vocación de Isaías coincide con su visión, en el año de la muerte del rey Uzías (Is. 6); pero es posible que recibiera su comisión mucho tiempo antes.
Esta visión marcaba el inicio de una etapa nueva y más importante de su ministerio; cfr. la visión del apóstol Juan mucho tiempo después de su primer llamamiento (Ap. 1:10); la de Pedro en Jope (Hch. 1:10); la de Pablo en Jerusalén(Hch. 22:17).
Igualmente, Ezequiel recibió mensajes (Ez. 33:1-22) años después de haber sido investido con el ministerio profético (Ez. 1:1, 4).
No sabemos nada del primer llamamiento recibido por Elías, pero lo vemos un tiempo más tarde (1 R. 19) recibiendo en Horeb un mandato particular.
Jeremías, consciente de su llamamiento, se resiste desde su mismo inicio (Jer. 1:4-10). Oseas hace alusión a la Palabra que el Señor le dirigió por primera vez (Os. 1:1).
Por lo que se refiere al llamamiento, sólo se registra un caso de instrumentalidad humana, en el de Eliseo (1 R. 19:19). En base al Sal. 105:15 se ha lanzado la sugerencia de que los profetas eran ungidos con aceite al comenzar su ministerio.
Pero el salmista se refiere, en este texto, a los patriarcas, a los que él denomina «profetas» según el uso entonces corriente (cfr. Gn. 20:7; 23:6).
En Is. 61:1, que también se cita a propósito de la unción del aceite, la referencia es a la unción del Espíritu. En 1 R. 19:16 se habla de la unción de Eliseo como profeta y de Jehú como rey.
Este último fue, efectivamente, ungido con aceite (2 R. 9:1-6). Por lo que respecta a Eliseo, su unción no es descrita; lo que Eliseo sí hace es tirar sobre él su manto como señal de su llamamiento al ministerio profético (2 R. 1:8; 2:9, 13-15).
(f) Forma de vida.
La Biblia se refiere sólo de manera incidental a la forma de vida de los profetas, que no difería demasiado de la de los demás israelitas.
El vestirse con pelo no era como asceta, sino de penitente, llorando por los pecados del pueblo (2 R. 1:8; Zac. 13:4; cfr. Mt. 3:4). En ocasiones, los hombres de Dios llevaban un cilicio sobre los riñones, con el mismo propósito simbólico (Is. 20:2).
La vestimenta de pelo no se ponía directamente sobre la piel, sino como manto sin mangas, sobre el cuerpo. Los profetas se alimentaban de frutos y de legumbres silvestres (2 R. 4:39; cfr. Mt. 3:4).
Recibían presentes en especie (1 S. 9:8; 1 R. 14:2, 3; 2 R. 4:42), o se les ofrecía hospitalidad (1 R. 17:9; 18:4; 2 R. 4:8, 10). Ciertos profetas, los que eran de la tribu de Leví, tenían derecho al diezmo.
Algunos de ellos, como Eliseo y Jeremías, eran de familias acomodadas (1 R. 19:21; Jer. 32:8-10). Gad, el vidente, así como otros hombres de Dios que también llevaban este título, fueron, posiblemente, receptores del apoyo real (2 S. 24:11; 1 Cr. 25:5; 2 Cr. 35:15).
Los profetas tenían por lo general una casa, al igual que sus contemporáneos (1 S. 7:17; 2 S. 12:15; 1 R. 14:4; 2 R. 4:1, 2; 5:9; 22:14; Ez. 8:1). (Véase PROFETAS [COMPAÑÍA DE LOS])
(g) Escritos.
A los profetas les tocó, asimismo, una tarea literaria: debían consignar por escrito la historia en que se habían movido, y sus mensajes proféticos.
Samuel, el vidente, Natán el profeta, y Gad el vidente, fueron los historiadores de los reinos de David y de Salomón. Ahías, de Silo, escribió una profecía (1 Cr. 29:29; 2 Cr. 9:29).
El profeta Semaías y el vidente Iddo (2 Cr. 12:15) referían los acontecimientos del reinado de Roboam. Iddo, el vidente, consignó los referentes al reinado de Jeroboam (1 Cr. 9:29).
Las memorias del profeta Iddo relataban el reinado de Abías (1 Cr. 13:22). Jehú, el hijo de Hanani refirió la historia de Josafat (1 Cr. 20:34; 19:2). Isaías describió el comienzo y fin de Uzías y registró la historia de Ezequías (1 Cr. 26:22; 32:32).
El canon hebreo clasifica entre los profetas anteriores a cuatro libros históricos: Josué, Jueces, los libros de Samuel, y Reyes. Es evidente que sus autores fueron «los videntes».
En la época de Isaías y de Oseas, ciertos profetas vinieron a ser grandes escritores, redactaron sus mensajes bien de una manera condensada, o bien de una manera muy detallada; en otras ocasiones nos han dado selecciones de sus discursos.
Estos hombres rendidos a Dios en comunión con Él mediante la constante oración eran aptos para recibir las revelaciones divinas (1 S. 7:5; 8:6; 12:23; 15:11).
Se aislaban periódicamente para poder percibir mejor las instrucciones de lo Alto (Is. 21:8; Hab. 2:1).
Ezequiel y Daniel recibieron revelaciones a la orilla de un río, donde posiblemente la apacibilidad favorecería la meditación espiritual (Ez. 1:3; Dn. 10:4). asimismo, fue durante la noche que Samuel oyó la palabra del Señor (1 S. 3:2-10).
El alma del profeta quedaba incesantemente abierta a la acción del Espíritu, que, sin embargo, no violentaba la personalidad del espíritu humano.
Ciertos hombres que poseyeron el espíritu de profecía no fueron oficialmente clasificados entre los profetas.
Los Salmos de David no fueron puestos entre los escritos proféticos, aun cuando había anunciado a Cristo.
Daniel, designado por el mismo Cristo como profeta (Mt. 24:15) era oficialmente un alto funcionario de los reyes de Caldea y de Persia, y no tuvo una función profética en el seno de la nación de Israel; es por esto que el canon heb. situó su libro entre los Hagiógrafos (escritos sagrados). (Véase CANON.)
El canon hebreo da el nombre de «profetas anteriores» a los libros históricos: Josué, Jueces, 1 y 2 Samuel, 1 y 2 Reyes. Los escritos estrictamente proféticos a partir de Isaías reciben el nombre de «profetas posteriores».
Esta designación no se relaciona con la época de redacción, sino con el puesto que ocupan estos dos grupos de libros dentro del canon hebreo.
Los libros de los Reyes, por ejemplo, escritos después de Isaías, pertenecen al grupo de los «profetas anteriores». Hubo grandes profetas, como Elías y Eliseo, que no escribieron sus discursos.
En los comentarios modernos reciben el nombre de profetas oradores. Aquí y allá en la Biblia se hace alusión a las obras literarias de otros profetas que registraron sus predicaciones por escrito.
Se dan citas en los «profetas anteriores» u otros libros del AT.
Entre los «profetas posteriores», Oseas, Amós y Jonás predicaron en el reino del norte e incluso en Nínive (cfr. 2 R. 14:25).
Los otros ejercieron su ministerio en el seno de las tribus de Judá y de Benjamín, en tierra de Canaán, o en la tierra de su exilio. Incluyendo a Daniel, la clasificación cronológica es como sigue:
(A) Durante el período asirio, precediendo en poco la accesión de Tiglat-pileser (745 a.C.), y extendiéndose hasta la decadencia del poder de Nínive (hacia el año 625 a.C.): Oseas, Amós, Jonás, en el reino del norte; Joel, Abdías e Isaías, Miqueas, Nahum, en Judá.
(B) Durante el período babilónico, en Judá, del año 625 a.C., y hasta la caída de Jerusalén, el año 586 a.C.: Jeremías, Habacuc, Sofonías.
(C) Durante el exilio en Babilonia: Ezequiel, Daniel.
(D) Después del retorno del exilio: Hageo, Zacarías, Malaquías.