PATRIARCALISMO

( -> Adán, Eva, mujer, amor, carismas). Ni Jesús ni Pablo han sido patriarcarlistas, sino que han tomado por igual al hombre y a la mujer, como herederos del reino de Dios y participantes de las mismas gracias y tareas dentro de la Iglesia. Pero la escuela (herencia) de Pablo se ha expandido en dos tendencias: una ha desplegado aspectos que encontramos evocados en Col y ha tendido al gnosticismo, disolviendo de algún modo la novedad histórico-social del Evangelio en una especie de esplritualismo universalista, que se ha desligado de la historia de la salvación (del tronco de Israel), viniendo a quedar fuera de la Gran Iglesia; la otra ha destacado los aspectos más históricos y jerarquizados de la Iglesia, de manera que en ella han podido inscribirse casi todos los herederos «ortodoxos» de Pablo, desde el autor de Lc-Hch hasta las pastorales (1 y 2 Tim; Tit). La misma exigencia de conservar la tradición obliga a los representantes de esta segunda tendencia a realizar un fuerte gesto de repliegue, resaltando aquellos elementos que resultan más contrarios al intento de la gnosis. En ese contexto ha de entenderse su visión de la mujer, a la que nuevamente se interpreta en la lí­nea de un patriarcalismo del amor. Ciertamente, sigue influyendo el mensaje de libertad de Jesucristo; pero ahora se entiende en el contexto de una nueva estructura eclesial, en la que se ponen de relieve presupuestos sociales que parecen llevamos nuevamente a un tipo de judaismo jerarquizado (vinculado al helenismo ambiental). Se apaga ya el ardor mesiánico de Gal 3,28 y la llamada universal al celibato de Pablo, que querí­a que todos los hombres y mujeres pudieran mantenerse en libertad (cf. 1 Cor 7). En la lí­nea del nuevo patriarcalismo podemos citar dos testimonios de la escuela de Pablo, uno más cercano a él, otro ya más alejado.

(1) Patriarcalismo mí­stico. Efesios. La carta a los Efesios ha descubierto y desarrollado de forma histórica algo que estaba implí­cito en el mensaje de Jesús y en la primera comunidad: el Evangelio puede vincular y vincula a todos los humanos, como sacramento y signo de reconciliación. Desde ahí­ se añade: «A cada uno le ha sido conferida la gracia según la medida del don de Cristo. Y él mismo constituyó a unos apóstoles, a otros profetas, a otros evangelistas, a otros pastores y maestros, para que los santos contribuyan a la obra del ministerio, para edificación del Cuerpo de Cristo, hasta que todos alcancemos la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios… Para que siendo verdaderos en amor crezcamos en todo hacia aquel que es la Cabeza, Cristo; desde el cual todo el cuerpo, bien concertado y entrelazado a través de nervios y articulaciones, recibe su crecimiento de acuerdo con la actividad proporcionada a cada uno de los miembros, para su edificación en el amor… Las casadas estén sujetas a sus propios esposos como al Señor, porque el esposo es cabeza de la esposa, así­ como Cristo es Cabeza de la Iglesia, y él mismo es salvador de su cuerpo. Así­ que, como la Iglesia está sujeta a Cristo, de igual manera las esposas lo estén a sus esposos en todo. Esposos, amad a vuestras esposas, así­ como también Cristo amó a la Iglesia… Hijos, obedeced en el Señor a vuestros padres, porque esto es justo… Y vosotros, padres, no provoquéis la ira a vuestros hijos, sino criadlos en la disciplina y la instrucción del Señor. Siervos, obedeced a los que son vuestros amos en la tierra con temor y temblor, con sinceridad de corazón, como a Cristo… Y vosotros, amos, haced con ellos lo mismo, dejando las amenazas; porque sabéis que el mismo Señor de ellos y vuestro está en los cielos, y que no hay distinción de personas delante de él» (cf. Ef 4,7-16; 5,23-25; 6,1-9). La unidad de la Iglesia se realizaba, según Pablo, a través de la diversidad de sus miembros, sin superioridad ni jerarquí­a de unos sobre otros. Al servicio de esa unidad ha puesto Ef cuatro ministerios significativamente centrados en la palabra (apóstoles, profetas, evangelistas, pastores y maestros…), para indicar que la unidad del cuerpo se expresa y realiza como anuncio y diálogo, no por imposición de tipo administrativo. Esta es una Iglesia donde nadie vive para sí­ (buscando su provecho), sino para unidad de todos. De esa forma se espiritualiza la vida del conjunto de los cristianos; pero, al mismo tiempo, ella se mundaniza aceptando, desde una perspectiva mí­stica, las estructuras sociales de su tiempo, que son ya jerárquicas y no evangélicas: con los maridos sobre las mujeres, los padres sobre los hijos, los amos sobre los siervos. La Iglesia aparece así­ como unidad de amor, pero como unidad de amor jerárquico. Los cristianos han optado por asumir el orden patriarcalista de su entorno, con su modelo de familia ampliada (en la que se incluyen los siervos), desde una perspectiva de amor orgánico, pactando así­ con las estructuras del mundo. Este ha sido un fenómeno complejo, quizá necesario, que debe valorarse no sólo desde las tendencias espiritualistas de su tiempo (propensas a disolver las relaciones familiares y sociales en un tipo de gnosis intimista), sino también desde la prudencia evangélica. Los nuevos cristianos no han querido oponerse frontalmente al entorno social, sino transformarlo por dentro, y por eso han aceptado el orden patriarcal. En un sentido, ellos han hecho algo que parecí­a inevitable, desde la experiencia de «encarnación social» del Evangelio; pero el problema consiste en saber si el orden social patriarcalista constituye una estructura neutral, que el Evangelio puede asumir sin problemas, o si, como muchos pensamos, es un orden internamente negativo, contrario al Evangelio, y que debe ser superado, según el testimonio de Pablo en Gal 3,28.

(2) Pariarcalismo doméstico. 1 Tim. Las cartas pastorales (1 y 2 Tim, Tit) aceptan de manera más expresa el orden patriarcalista, pues conciben a la Iglesia como una casa ampliada donde se asumen las estructuras del entorno social helenista, separando así­ (desde la misma visión de la «casa») el mundo público (propio de los varones) y el privado (propio de las mujeres), pero aplicando después al conjunto de la Iglesia las buenas virtudes del padre de familia: «Es necesario que el obispo sea irreprensible, marido de una sola mujer, sobrio, sensato, educado, hospitalario… Que gobierne bien su propia casa y mantenga sumisos a sus hijos con toda dignidad, pues si alguno no es capaz de gobernar su propia casa ¿cómo podrá cuidar de la Iglesia de Dios?» (1 Tim 3,1-5). «El presbí­tero sea irreprensible, marido de una sola mujer, que tenga hijos creyentes que no sean acusados como libertinos o rebeldes. Porque es necesario que el obispo sea irreprensible como mayordomo de Dios; que no sea arrogante, ni de mal genio, ni dado al vino, ni pendenciero, ni ávi do de ganancias deshonestas» (Tito 1,6-7). La comunidad cristiana aparece así­ como una gran familia, una especie de iglesia doméstica (un espacio que parece femenino), pero con un obispo (o dirigente) masculino, que actúa como padre que debe ampliar hacia el conjunto de los fieles su tarea de administración doméstica.

(3) La paradoja de linas iglesias «más femeninas» sometidas a dirigentes masculinos. Esta es la paradoja de las iglesias que son en sí­ femeninas (lugares de encuentro abierto, como una casa grande, espacio de mujeres, de hermanas y madres), pero están dominadas y dirigidas desde arriba por unos varones patriarcalistas, que las mantienen de alguna forma sometidas. Esta unión de rasgos femeninos (la comunidad como mujer) y masculinos (los dirigentes como padres de familia), que puede inspirarse en Ef 5,21-33 y en el conjunto de las cartas pastorales, constituye un elemento simbólico (y para algunos «teológico») de la estructura de las iglesias tradicionales hasta el dí­a de hoy. Evidentemente, queda atrás el entusiasmo apocalí­ptico de 1 Cor 7, donde Pablo deseaba el celibato* para todos los creyentes. Han aparecido «falsos doctores» que prohí­ben el matrimonio como contrario al Evangelio; en reacción, los guardianes del Evangelio han «impuesto» el matrimonio para todos los dirigentes de la Iglesia (en contra de lo que hará después la tradición romana). Desde este presupuesto vuelve a presentarse la mujer como subordinada: «La mujer oiga la instrucción en silencio, con toda sumisión. No permito que la mujer enseñe ni que domine al varón. Porque Adán fue formado primero y Eva en segundo lugar. Con todo se salvará por su maternidad, mientras persevere con modestia en la fe, en la caridad y en la santidad» (1 Tim 2,11-15). El autor de la carta, que se sitúa en la misma lí­nea de la glosa de 1 Cor 14,34-35 (sea cual fuere la manera de entenderla), re interpreta de un modo restrictivo unos textos de Pablo (1 Cor 11,3.8-11) y toma a la mujer como alguien que debe comportarse de manera puramente receptiva dentro de la sociedad y de la Iglesia. Ciertamente, la mujer es persona en el sentido radical de la palabra (es capaz de fe, amor y santidad); pero su oficio o trabajo personal está cen trado en la obediencia (está sometida al marido) y la maternidad: es imagen de Dios como portadora de vida y así­, siendo madre, se «salva».

Cf. M. Y. MACDONALD, Las comunidades paulinas. Estudio socio-histórico de la institucionalización en los escritos paulinos y deuteropaulinos, Sí­gueme, Salamanca 1994; Antiguas mujeres cristianas y opinión pagana. El poder de las mujeres histéricas, Verbo Divino, Estella 2004; E. SCHÜSSLER FIORENZA, En memoria de ella, Desclée de Brouwer, Bilbao 1988; K. Jo TORJESEN, Cuando las mujeres eran sacerdotes: el liderazgo de las mujeres en la primitiva iglesia y el escándalo de su subordinación con el auge del cristianismo, El Almendro, Córdoba 1997.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra