ADULTERA, JESUS Y LA

(Jn 8,1-11) (-> ley, perdón, gracia, Susana). La historia de Jesús y la adúltera puede entenderse desde el trasfondo de la “leyenda” de Susana (Dn 13), donde la acusada es inocente y el sabio Daniel la salva, condenando a muerte a sus acusadores, los malos jueces, destacando así­ el valor permanente de la Ley. A diferencia de Susana, la adúltera de Jn 8 es culpable y, sin embargo, Jesús no la condena, ni condena a muerte a los jueces que quieren matarla, de manera que todo el pasaje se resuelve en plano de gracia. Estos dos relatos (el de Susana en Daniel, el de la adúltera en Juan) nos sitúan ante un tema clave de la moral bí­blica y de todas las morales de la historia.

(1) Condena del adulterio. El séptimo (sexto) mandamiento (no cometerás adulterio: Ex 20,6; Dt 5,18) no condena en general los malos pensamientos o deseos, ni siquiera la fornicación entre personas libres, sino el adulterio como ruptura radical del matrimonio, mirado en principio desde la perspectiva del derecho del varón. Por eso se ha aplicado casi sólo a la mujer casada, entendida como propiedad del marido y madre de sus hijos: ella es la que peca si copula con otros, corriendo el riesgo de dar a su marido hijos ajenos. De manera consecuente, para proteger la integridad genealógica de la familia, partiendo del derecho del varón-patriarca, la ley de Israel (lo mismo que otras legislaciones) ha condenado a las adúlteras a muerte (cf. Gn 38,24; Lv 20,10), extendiendo así­ una mancha horrible de opresión y sangre para las mujeres, a lo largo de la historia.

(2) La adúltera de Jn 8: “Los escribas y los fariseos le trajeron una mujer sorprendida en adulterio y, poniéndola en medio, le dijeron: Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en el acto mismo de adulterio, y en la Ley nos mandó Moisés apedrear a tales mujeres. Tú, pues, ¿qué dices? Esto decí­an probándolo, para tener de qué acusarlo. Pero Jesús, inclinado hacia el suelo, escribí­a en tierra con el dedo. Y como insistieran en preguntarle, se enderezó y les dijo: El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella. E inclinándose de nuevo hacia el suelo, siguió escribiendo en tierra. Pero ellos, al oí­r esto, acusados por su conciencia, fueron saliendo uno a uno, comenzando desde los más viejos hasta los más jóvenes; sólo quedaron Jesús y la mujer que estaba en medio. Enderezándose Jesús y no viendo a nadie sino a la mujer, le dijo: Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó? Ella dijo: ¡Ninguno, Señor! Entonces Jesús le dijo: Ni yo te condeno; vete y no peques más” (Jn 8,3-12). Este es un relato de sobrio y tenso dramatismo, donde aparecen los temas de Susana: acusación de adulterio, unos escribas-jueces (= ancianos) que quieren condenar a la culpable, un nuevo personaje (ahora Jesús) que invierte la situación. Pero el sentido de la historia es totalmente distinto. Lo primero que sorprende es la concisión: desaparecen los detalles literarios o morbosos de Dn 13 (la imagen de Susana desnuda, el baño en el parque…).

(3) Los acusadores, la Ley, el jidcio. Los acusadores de Jn 8 sólo afirman que la mujer ha sido sorprendida en flagrante (autophóró) adulterio y eso basta, añadiendo que, según la justicia israelita, debe ser ajusticiada: ¡Moisés manda lapidarla! (cf. Lv 20,20; Dt 22,22). Sólo por tentarle preguntan a Jesús: Tú, en cambio, ¿qué dices? (Jn 8,5). La respuesta de Daniel era fácil: cumplir la Ley, la verdadera Ley, descubriendo a los culpables, aunque el mundo entero tiemble (¡para bien del buen sistema!). Jesús, en cambio, hace algo distinto: no puede probar la inocencia de la mujer, ni la mala fe o deseo lujurioso de los acusadores, sino que debe enfrentarse con una realidad mucho más importante, la Ley de Moisés, para ofrecer, por encima de ella un camino de gracia, que permita salvar a la mujer y que haga cambiar a todos, empezando por los jueces. Para ello, tiene que mostrar la insuficiencia de la ley y en esa lí­nea, como Mesí­as de los pobres y los pecadores, sitúa a todos, a la mujer adúltera y a sus acusadores, ante el espejo más hondo de la conciencia y, sobre todo, ante la fuente inextinguible de la gracia universal de Dios. Según la Ley (el libro al que apelan los jueces) hay que matar a la mujer. Pero Jesús toma otro camino. No empieza investigando los hechos, como, en otro plano, hubiera sido necesario. No le importa, por ahora, la identidad del cómplice de adulterio de esta mujer, ni su marido ausente. No busca atenuantes de tipo psicológico y social, como otros hubieran hecho. No se ha comportado como juez, ni con relación a la mujer, ni con relación a los cómplices y a los acusadores y curiosos, sino que se sitúa en un plano más alto: en el nivel del amor gratuito de Dios, que quiere salvar a esta mujer y, por medio de ella, a todos, conforme a su palabra clave: ¡No juzguéis y nos seréis juzgados! (Mt 7,1-3). La actitud de juicio supone que nosotros (jueces) somos buenos, mientras los otros (juzgados) son culpables y por eso les condenamos. Pero Jesús no es juez, sino amigo.

(4) La actitud de Jesús. No quiere que triunfe el buen juicio, ni que los justos se impongan sobre los injustos, sino el amor de todos. Así­ rechaza la Ley de aquellos buenos grupos religiosos o sociales y polí­ticos que se mantienen a sí­ mismos imponiendo su justicia (que llaman justicia de Dios) y condenando o expulsando a los disidentes o distintos; de esa forma rompe un tipo de mecanismo de la Ley, avalada según tradición por Moisés, situando a cada uno de los jueces ante su propia humanidad: ¡Mira hacia dentro! ¡Atrévete a decir que te encuentras limpio! Ciertamente, en nombre de su propia Ley, aquellos acusadores podrí­an haber respondido, como tendemos a responder nosotros: ¡Estamos limpios, somos buenos, podemos y debemos juzgar a esta mujer! Pero los jueces del texto no lo hacen, sino que se dejan penetrar por la palabra (la mirada) de Jesús y reconocen su propia suciedad, dejando que caiga la piedra de violencia de su mano, empezando por los más ancianos (en el sentido doble de senadorpresbí­tero: hombre de edad y juez o magistrado). Todos se descubren pecadores. La ley les habí­a servido para descubrir al pecador y castigarle: ¡Dios mismo manda lapidar a estas mujeres! Pero Jesús les eleva de nivel y les sitúa ante la experiencia más honda de la gracia de la vida. No necesita libros, escribe su palabra sobre el polvo, mostrando allí­ que la vida de Dios supera todas las leyes y sentencias del mundo; por eso abre un camino de vida a la mujer y también a sus jueces, para que todos empiecen un camino distinto. De esa forma nos dice a todos que somos pecadores (¡también a la mujer!), para iniciar con todos los hombres un camino de perdón compartido, no como héroes justos o heroí­nas rescatadas de los malos jueces, sino como culpables que pueden perdonarse. Esta respuesta de Jesús no resuelve en un sentido los problemas (como lo harí­a la lapidación de la adúltera), sino que abre y plantea unos más grandes.

(5) Preguntas abiertas. La respuesta de Jesús. Precisamente ahora hay que preguntarse: ¿Qué ha de hacer la mujer: irá con su marido o con su amante? ¿Qué han de hacer los jueces y con ellos el marido y el cómplice y todos los presentes en la escena? Estas y otras muchas preguntas quedan abiertas, pero en una perspectiva nueva: la perspectiva del perdón y la gracia creadora de vida. Históricamente, esta escena resulta irreal, muy improbable. Los escribas y fariseos de la tradición evangélica se hubieran atrevido a presentarse como justos, condenando a Jesús, el inocente. Pero el texto es una parábola cristológica más que el recuerdo de un hecho pasado: Jn 8,1-12 está contando (o representando) la verdad universal del ser humano, diciéndonos que el dí­a en que todos nos consideremos pecadores podremos dialogar de forma abierta, perdonándonos mutuamente, desde la gracia más alta de Dios Padre. Todos los jueces se van. Con la mujer queda Jesús, el nuevo maestro (y el pueblo que actúa como testigo de fondo de la escena). Teóricamente Jesús podrí­a condenarla, pues él es inocente; pero su inocencia se define más bien como perdón: ¡Tampoco yo te condeno, vete y no peques más! De esta forma se enfrentan y distinguen la ley de sangre y la gracia creadora de Jesús: la ley descubre al pecador y tiene preparada la respuesta, como saben los jueces: ¡Dios mismo manda lapidar a estas mujeres! Como representantes de un Dios violento se creen obligados a matar a los culpables. Frente a esa ley que se impone matando, eleva Jesús la experiencia más honda del perdón. No necesita ya libros, escribe su palabra sobre el polvo: Dios y su gracia superan todas las leyes y sentencias del mundo. Jesús no ha discutido los principios de la ley en plano de teorí­a. No ha querido actuar como un escriba más sabio que los otros, pues toda Ley se vuelve al fin imposición sobre el humano, sino que ha ofrecido una gracia y perdón universales, que nos permiten confesar la propia culpa y descubrir, al mismo tiempo, que estamos perdonados. Los jueces se creí­an seguros, con su Ley y conciencia. Pues bien, Jesús les conduce a un nivel más hondo, diciendo que se miren a sí­ mismos, descubriendo así­ que ellos condenan a los otros porque tienen miedo: se sienten inseguros, necesitan descargar su agresividad para calmarse.

(6) Gracia más alta. Sobre el sistema de pecado. El sistema del pecado sólo se resuelve juzgando y condenando a los demás. Ese sistema sólo puede superarse allí­ donde se descubre la gracia más alta del perdón como creatividad y vida superior. Por nosotros mismos somos incapaces de iniciar una vida desde el perdón. Tanto la mujer acusada como los acusadores estamos atrapados en un mismo sistema de violencia y venganza. Necesitamos que alguien nos diga: ¡Yo tampoco te condeno, vete y no peques más! Esta es la palabra creadora del mesianismo de Jesús: ella expresa el don de la vida que puede y debe edificarse sobre bases de perdón. Más allá de la ley de sangre (que sanciona la violencia, pues la emplea para castigar desde Dios a los culpables), Jesús ha revelado la fuerza de la gracia. La palabra final (¡vete y no peques más!) se dirige a la mujer y a los pretendidos jueces. Unos y otros deben reconciliarse e iniciar una vida en gratuidad, creando condiciones distintas de convivencia, una historia de comunicación no impositiva. Muchas veces hemos entendido el perdón (eclesial, social, comunitario) como instrumento de dominio: nosotros, los que perdonamos (sacerdotes, jueces), aparecemos de esa forma como superiores a los otros, convirtiendo a la pecadora perdonada en signo de nuestra propia bondad, para gloria del sistema. Pues bien, en contra de eso, el verdadero perdón ha de volverse principio de vida reconciliada y gratuita, donde todos, jueces y juzgados, se vinculan en amor generoso. Daniel distinguí­a bien a malos e inocentes: al final triunfaba la Ley, como en las buenas obras de cine o teatro, para gloria del sistema. Por el contrario, Jesús nos descubre pecadores, capacitándonos para iniciar un camino de amor, por encima de una Ley que nos encierra en la cárcel de nuestras propias obras. Pero, en Cristo, el hombre no vive por Ley, sino por gracia. En ese contexto, Jn 8,1-11 aparece como parábola cristológica. Todos se van, mujer y jueces, dejando a Jesús solo, con su gesto de perdón. Allí­ queda, en el centro, escribiendo sobre el polvo los mandatos de una (supra)ley de gratuidad, como el único inocente de la escena. Pues bien, Jesús no juzga, pero conforme al contexto inmediato (cf. Jn 7,45-52), él queda en manos del juicio de este mundo, pudiendo decirse que ha ocupado el lugar de la adúltera, de manera que las mismas piedras que hubieran servido para matarla a ella se alzarán después contra él (Jn 8,59). No ha juzgado a nadie, no ha empleado la ley para condenar (ni a la adúltera, ni a sus jueces), y de esa forma ha cargado con el pecado de todos, apareciendo al fin como peligroso en un mundo que quiere seguir apoyándose en principios de violencia. A los ojos de sus jueces, Jesús acaba siendo una especie de adúltero universal, Mesí­as de aquellos que rompen la ley. En contra de eso, el Evangelio sabe que Jesús es amigo fiel universal, que ha querido bien a todos, muriendo por ellos.

Cf. R. BANKS, Jesns and t!ie Law in t!ie Synoptic Tradition, SNTSMS 28, Cambridge 1975; K. BERGER, Die Gesetzeauslegung Jesu, WMANT 40, Neukirchen 1972; J. D. M. DERRET, The Law in the New Testament, Darton, Londres 1970; “The Story of the Woman Taken in Adultery”, NTS 10 (1963-1964) 1-26; B. WITHERINGTON III, Wonien in the Ministry of Jesús, Cambridge University Press 1984.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra