AGAPE

ígape (gr. agáp’, generalmente traducido “amor”; pero el término también se usaba para una fiesta de amor y caridad como la que se describe abajo). Comida en común, conectada con sus cultos religiosos, que tení­an los cristianos primitivos para fomentar el amor fraternal. Parece que, en los primeros tiempos, en relación con esa comida también se celebraba la Cena del Señor. Es muy probable que todo el culto se dirigiera a rememorar la última Pascua que Jesús celebró con sus discí­pulos, en la que instituyó el rito de la Cena del Señor. Aparentemente, Pablo reprende a los corintios por los abusos cometidos en relación con esta costumbre (1Co 11:17-34). La expresión aparece sólo una vez (Jud_12), aunque se pueden citar evidencias textuales importantes al respecto también en 2Pe 2:13 (cf Act 2:46). Véase Amor.

Fuente: Diccionario Bíblico Evangélico

griego amor. Se refiere a las cenas fraternales de los cristianos de la Iglesia primitiva, celebradas como sí­mbolo de amor y solidaridad entre los miembros de la comunidad eclesial en conmemoración de la Cena del Señor. Estas cenas de hermanos, con el tiempo, degeneraron en comilonas, borracheras, desunión e inmoralidades, que fueron duramente criticadas por los apóstoles 1 Co 11; Judas 12. ® Eucaristí­a.

Diccionario Bí­blico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003

Fuente: Diccionario Bíblico Digital

(gr., agape). La más frecuente de dos palabras usadas en el NT al referirse al amor, que implica lo inapreciable del ser amado. Se usa en Jud 1:12 (quizá también en Act 20:11; 1Co 11:21-22, 1Co 11:33-34; 2Pe 2:13) con referencia a comidas comunitarias que fomentaban el amor fraternal entre creyentes. La cena del Señor, observada correctamente, era distinta del festí­n de amor.

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

(Amor, compartir, fiesta de amor).

Esta palabra griega es la que se usa en la Biblia para expresar el amor de Dios y del cristiano. Es “compartir”, “darse”, como Jesús en el Calvario, que nos dio toda su sangre. ¡Eso es amor, ágape!: – La Eucaristí­a debe ser una “fiesta de amor”. Es Dios que se nos da, y el cristiano que se da a Dios, a través del hermano, 1 Vor. 11:20-34, Jud 1:12.

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

http://biblia.com/diccionario/

Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

(Amor).Palabra que se utiliza en el NT para señalar al amor divino, que busca por gracia el bien de la persona amada. A veces, cuando el á. lo expresa un ser humano, se traduce caridad (1 Co. 13). Entre los primeros cristianos se hizo costumbre celebrar una comida de amor o á., en la cual se practicaba la confraternidad cristiana y se proveí­an alimentos para los necesitados. Parece ser que originalmente esta actividad se relacionó con la celebración de la Santa Cena (Hch 2:42, Hch 2:46; Hch 20:11). Los abusos contra los cuales Pablo escribe en 1 Co. 11 puede que aludan a ello. Hay otros señalamientos en el NT sobre esos abusos, como en 2Pe 2:13 y Jud 1:11-12. Quizás por esa razón poco tiempo después, los creyentes separaron ambas cosas.

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

tip, COST

ver, SANTA CENA, BANQUETE Una de las cuatro palabras que en griego bí­blico expresan el vocablo que en las Biblias castellanas se traduce por “amor”. En el Nuevo Testamento se emplea para designar el amor que los creyentes deben sentir los unos por los otros; se da ese mismo nombre a una cena fraternal que los primeros cristianos celebraban (1 Co. 11:17- 34). Desgraciadamente surgieron abusos graves en estas fiestas, por lo que fueron desapareciendo, al menos como celebración con motivo de la Santa Cena. (Véase) No obstante, continúan celebrándose fiestas fraternales en la mayorí­a de iglesias cristianas. (Véase BANQUETE)

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

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Es un término griego (ágape), que recoge la idea de “amor”. Unas 115 veces aparece en forma de acción de amar, o amor; y son 143 las veces que se usa en forma de verbo amar. En 62 se usa el adjetivo de amado. Entre los cristianos de finales del siglo I y desde el II dominaron las ideas y las expresiones del amor a los hermanos y se identificó el “encuentro eucarí­stico” con la Cena de Jesús en la última noche de su vida. Por eso se practicaron los ágapes o comidas festivas fraternales con mucha devoción.

Algunos, interpretando a S. Pablo (1 Cor. 11. 17-34) pretenden ver en el término ágape la idea de una comida eucarí­stica, o celebración fraterna, previa a la “fracción del pan” litúrgica, a la que se llamarí­a “Cena del Señor”. (Hech. 2 42-47; 4. 36; 6. 1-6; 20. 7-11). Es dudoso que entre los cristianos primero se separara el ágape fraterno del “banquete sacrificial”, en el contexto del cual se proclamaba la consagración del pan y ldel vino y la comunión por medio del mismo. No se desprende tal separación de textos como 2 Pedr. 2.13 y Jud. 12.

De lo que no hay duda es de que, desde el siglo II, se disipa la duda y se llamaba ágape a la comida de fraternidad en donde los ricos ayudaban a los pobres y en cuyo contexto se celebraba la cena del Señor, como aparece en Tertuliano (Apologéticos cap. 39) y en otros escritores.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

La palabra griega agapé designa en el Nuevo Testamento al amor que viene de Dios y que ha de ser compartido fraternalmente por los cristianos 1. Un modo de mostrar este amor era comer juntos, tal como, según 1Cor 11,1734, se hací­a antes de la eucaristí­a. Ya a finales del perí­odo apostólico se dio el nombre de “ágape”, entendido como “convite de amor”, a las comidas comunitarias no siempre idénticas a la celebración de la eucaristí­a y acompañadas de oraciones (cf Jds 12). Así­ en la comunidad de la Didaché (9 10) 2 se celebraba la eucaristí­a con una comida en común. >Ignacio de Antioquí­a hace referencia a “ágapes”, pero al parecer en un contexto sacramental y con la necesaria presencia del obispo 3. Pero aquí­, como en otros textos primitivos, no es fácil saber si se está hablando de la eucaristí­a misma, de la comida anterior a la eucaristí­a o durante la cual se celebra la eucaristí­a, o de una comida enteramente distinta de la eucaristí­a.

En la >tradición apostólica hay tres comidas que tienen caracterí­sticas de agapé. Hay una comida presidida por el obispo, que bendice el pan y el vino y que instruye y responde a las preguntas. Tanto el silencio como la alabanza son caracterí­sticos de esta comida. Luego se enví­a comida a los pobres y a los enfermos. No se trata de la eucaristí­a (26-29/26,117). Hay también una comida vespertina solemne, durante la cual el diácono enciende una lámpara. El obispo debe estar presente. Se recitan salmos. Es una comida que puede combinarse con la eucaristí­a (25/ 26,18-32). En tercer lugar, hay una comida para las viudas, en la que no se requiere la presencia del obispo (27/30). Desde los tiempos de >Cipriano, si no antes, la eucaristí­a se celebra por la mañana, con una comida en común que a veces tiene lugar por la tarde.

Así­ pues, se constata que desde muy antiguo el término técnico “ágape” se convirtió en sinónimo de “comunión” (koinoní­a), que puede incluir la eucaristí­a, con una clara dimensión de amor servicial como realización de las palabras de Jesús relacionadas con la última cena: “que os améis los unos a los otros” (Jn 13,34). Esta comprensión socio-caritativa -equivalente a la limosna- se prolongó hasta los inicios de la Edad media, tal como se puede constatar en la Plegaria sobre el ígape para los pobres-5 y en la Oratio super eos qui agape vel elemosynas faciunt 6, testimonio de una eclesiologí­a que tení­a muy presente la profunda relación entre liturgia y “diakoní­a”, especialmente con los más necesitados 7.

NOTAS: 1 Cf W GÜNTER-H. G. LINK, Amor, en L. COENEN-E. BEYREUTHER-H. BIENTENHARD (eds.), Diccionario teológico del Nuevo Testamento 1, Sí­gueme, Salamanca 1980, 111-124; S. A. PANIMOLLE, Amor, en P. ROSSANOG. RAVASi-A. GIRLANDA (dirs.), Nuevo diccionario de teologí­a bí­blica, San Pablo, Madrid 2001 2, 60-93; G. QUELL-E. STAUFFER, apapaó, apaé, en TWNT 1, 20ss.; G. M. SALVATI, Agape, en L. PACOMIO (ed.), Diccionario teológico enciclopédico, Verbo Divino, Estella 1995, 27. – 2 Cf D. Ruiz BUENO, Padres apostólicos, BAC, Madrid 1993, 86-88. – 3 Ad Smyrn 8: D. Ruiz BUENO, Padres apostólicos, o.c., 493. – 4 J. M. HANSSENS, L’agape et l’eucharistie, Ephemerides liturgicae 41 (1927) 525-548; 42 (1928) 545-574; 43 (1929) 177-198, 520-529; P. VISENTIN, Eucaristí­a, en D. SARTORE-A. M. TRIACCA-J. M. CANALS (dirs.), Nuevo diccionario de liturgia, San Pablo, Madrid 1996′, 729-758; G. Dix, The Shape of the Liturgy, Westminster 1945, 82-102. – 5 Sacramentario Gregoriano, n 210. – 6 Sacramentario Ueronense, n 1422-1428. -7 Cf H. BALz-G. SCHNEiDER (dirs.), Diccionario exegético del Nuevo Testamento 1, Sí­gueme, Salamanca 1996, 36; P. M. GY, Agape, en J. Y. LACOSTE (ed.), Dictionnaire critique de théologie, Parí­s 1998, 11 s.
DicEC

Christopher O´Donell – Salvador Pié-Ninot, Diccionario de Eclesiologí­a, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Diccionario de Eclesiología

(v. amor, caridad, Dios Amor, Juan evangelista)

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

En el Antiguo y en el Nuevo Testamento, la agapé (el amor) indica aquella fuerza espiritual o sentimiento que mueve a una persona a entregarse al amado, o bien a apropiarse de la realidad amada, o bien a realizar aquello por lo que se siente algún placer o deleite. La agapé no se limita a la esfera profana o natural de la experiencia humana, sino que comprende también la relación hombre-Dios. Según el Antiguo Testamento, el amor de Dios al hombre se caracteriza por la espontaneidad, la gratuidad, la fuerza, la virtud unitiva, el impulso a compartir la vida, la fidelidad, la tendencia a ser exclusivo, la capacidad de renovarse en el perdón; y la agapé del hombre a Dios se caracteriza por el gozo, la entrega de sí­ mismo, la fidelidad, la observancia de la ley.

Jesús de Nazaret. con su praxis, muestra en concreto la profundidad, la imprevisibilidad y la desmesura de la agapé de Dios. Hablando de la agapé del hombre a Dios, Jesús subraya su radicalidad, que mueve al crevente a no dejarse seducir por las riquezas y las ambiciones y a no desanimarse ante las persecuciones. De la agapé para con el prójimo, Cristo subrava la disponibilidad a atender al necesitado, así­ como la obligación de amar incluso a los enemigos. La agapé es una especie de ” unidad de medida” de la vida presente del creyente: y es también lo que permite (y permitirá hasta el fin de los tiempos) hacer una seria discriminación entre los hijos dignos y los hijos indignos del Padre celestial- que ama sin lí­mites y sin medida.

También Pablo es un cantor de la agapé de Dios, que se manifiesta en el enví­o del Hijo y del Espí­ritu. en la muerte en la cruz de Cristo y en la elección universal: para el apóstol, la agapé es la anticipación del futuro: es la virtud que permanece más allá de la muerte. En la carta de Santiago se recuerda que la agapé es la ley del Reino, que se traduce en fidelidad a los mandamientos y en obras de bien para con los hermanos. En Juan, la agapé tiene siempre un carácter ” descendente ” : del Padre al Hijo’ del Hijo a los hombres, del hombre a los demás hombres.

Como resumiendo toda la enseñanza bí­blica, la Iglesia primitiva considera la agapé como ” la quintaesencia del modo de obrar de Dios con el hombre y de la redención de Cristo” (E. Stauffer) y, consiguientemente, como la regla principal de la praxis de los creventes, sobre todo en las relaciones mutuas. No es una casualidad que ágape sea también el nombre que dio la Iglesia primitiva al banquete eucarí­stico, que constituye el momento en que con mayor claridad se hacen presentes tanto el- amor de Dios a la humanidad, concretado en el don del Hijo y en el misterio pascual, como la comunión profunda que se ha establecido entre los elegidos de Dios, en virtud de la fe, de la esperanza y del bautismo.

G. M. Salvaii

Bibl.: W GUnter H. G. Link, Amor en DTNT 1,. III-124; G. Quell E. stauffer, agapaO, agapé, en TWNT 1, 20ss; A. Nygren, Eros. y agapé, Sagitario, Barcelona 1969.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

Véase Fiesta De Amor.

Fuente: Diccionario de Teología

El deber cristiano de amarnos unos a otros se ha expresado siempre en reuniones fraternales. Esa fraternidad se realizaba desde antiguo mediante la participación en una comida en común, y las fiestas de amor, o agapai, se mencionan en Judas (v. 12; cf. 2 P. 2.13, °vrv2 mg). Entre los judíos las comidas para expresar comunión y hermandad eran comunes, y entre los gentiles se realizaban reuniones similares. Resultaba natural, por consiguiente, que los cristianos, tanto judíos como gentiles, adoptasen tales prácticas. Posteriormente se le dio a la comida que expresaba dicha comunión el nombre de agapē. Resultaba anacrónico, empero, aplicarlo en su sentido posterior a las condiciones que se describen en Hch. y 1 Co. El “partimiento del pan” a que se alude en Hch. 2.42, 46 puede describirse como una comida en común que incluía tanto el ágape como la eucaristía (véase F. F. Bruce, Acts of the Apostles, 1951). El relato de San Pablo (en 1 Co. 11.17–34) sobre la administración de la eucaristía la muestra ubicada en el contexto de una cena fraternal. Su discurso de despedida en Troas, que continuó hasta la medianoche, fue pronunciado en una de estas comidas en el primer día de la semana, en la que estaba incluida la eucaristía (Hch. 20.7ss).

Si bien la costumbre de realizar comidas de confraternidad entre los judíos puede haber constituido fundamento suficiente para el ágape primitivo, algunos querrían hacer retroceder la práctica a las circunstancias mismas de la última cena. Este sacramento se instituyó en el curso de una comida pascual. Algunos entendidos están a favor de otro tipo de comida fraternal que se celebraba en las reuniones del qiddūsh y la ḥaḇūrāh. Los primeros discípulos probablemente reprodujeron el marco de la primera eucaristía, precediéndola de una comida de ese tipo. La separación de la comida o ágape de la eucaristía es ajena a los tiempos del NT. En general no se acepta la teoría de Lietzmann de que la eucaristía y el ágape pueden originarse en dos tipos distintos de observancia sacramental en el NT (* Cena del Señor, La).

Para la evolución posterior del ágape y la eucaristía, véase la carta de Plinio a Trajano, Didajé, Justino Mártir, Apol. 1. 67, Tertuliano, de Corona 3.

Bibliografía. W. Maxwell, El culto cristiano, 1963; J. J. von Allmen, El culto cristiano, 1968; E. Shweizer, A. Díez Macho, La iglesia primitiva, 1974; J. Roloff, Hechos de los Apóstoles, 1984.

J. H. Kelly, Love Feasts: A History of the Christian Agape, 1916; J. H. Srawley, Early History of the Liturgy, 1947; G. Dix, Shape of the Liturgy, 1944.

R.J.C.

Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico

La celebración de fiestas fúnebres en honor de las fechas de los difuntos, casi retrocede a los comienzos del culto de los que partieron, es decir, a los tiempos más primitivos. Se pensaba que el muerto, más allá de su tumba, recibía alegrías y una condición más favorable por estas ofrendas. La misma convicción explica la existencia del mobiliario fúnebre para uso del fallecido. Las armas, vasijas, y vestuario, como objetos no sujetos a corrupción, no necesitaban ser renovados, excepto los alimentos, dentro de las fiestas y en épocas establecidas. Pero el cuerpo de los que partieron no ganaba alivio por las ofrendas hechas a su sombra, a menos que fueran acompañadas, enarbolando los ritos obligatorios. Todavía la fiesta fúnebre no era meramente una conmemoración, sino una verdadera comunión y la significación de la comida traída por los invitados era realmente para uso de los que partieron. La leche y el vino se derramaban fuera, sobre la tierra, alrededor de la tumba, mientras la comida sólida pasaba al cadáver por medio de una abertura en el sepulcro.
El uso de la fiesta fúnebre fue casi universal en el mundo greco-romano. Muchos autores antiguos pueden citarse dando testimonio de esta práctica en tierras clásicas. Entre los judíos, opuestos por gustos y razones a toda costumbre extranjera, hallamos el equivalente a un banquete fúnebre, aunque no el mismo rito. Las colonias judías de la Dispersión, menos impermeables a las influencias circundantes, adoptaron la práctica de los banquetes fraternales. Si estudiamos los textos relativos a la Cena, la última comida solemne tomada por Nuestro Señor con Sus discípulos, encontraremos que fue la Cena de Pascua, con los cambios forjados por el tiempo en el ritual primitivo, pues tuvo lugar por la tarde y con los invitados, alrededor de la mesa. Cuando la comida litúrgica está finalizando, el Organizador introduce un nuevo rito, invitando a los presentes a reiterarla cuando Él deje de estar con ellos. Hecho esto, cantan el himno habitual y se retiran. Tal es la comida que Nuestro Señor habría renovado. Es evidente que Él no ordenó la repetición de la Cena de Pascua durante el año, pues no podría tener significado alguno, excepto en la propia Fiesta. Pero los primeros capítulos de los Actos de los Apóstoles manifiestan que la comida de la Ruptura de Pan, tuvo lugar muy a menudo, quizás diariamente.

La que se repitió no fue, por lo tanto, la fiesta litúrgica del ritual judío, sino el evento introducido por Nuestro Señor en esta fiesta, cuando tras beber la cuarta copa, Él instituyó la Ruptura de Pan, la Eucaristía. En qué grado, este nuevo rito repetido por el creyente, salió del rito y fórmula de la Cena de Pascua, no tenemos los medios en la actualidad para determinarlo. Es probable, sin embargo, que repetir la Eucaristía, se estimó adecuada para preservar ciertas partes de la Cena de Pascua, tanto por respeto a lo que había tenido lugar en el Cœnaculum, como por la imposibilidad de romper bruscamente con el rito de Pascua judío, tan íntimamente ligado por las circunstancias, con el Eucarístico.

Esto, en su origen, está claramente marcado su intención como funeraria, un hecho autenticado por los testimonios más antiguos, que han llegado hasta nosotros. Nuestro Señor, instituyendo la Eucaristía, usó estas palabras: “Toda vez que ustedes coman de este Pan y beban de este cáliz, estarán representando en adelante la Muerte del Señor”. Nada podría estar más claro. Nuestro Señor generalmente escogió los recursos utilizados en Su tiempo, a saber: el banquete fúnebre. Unir a aquellos que permanecieron fiel a la memoria de Él, que al mismo tiempo se había ido. Nosotros debemos, sin embargo, estar en guardia y en contra de asociar la idea de tristeza con la Cena Eucarística, al contemplarla desde esta perspectiva. Si el recuerdo de la Pasión del Maestro hizo a la conmemoración de estas últimas horas, en alguna medida, triste, el pensamiento glorioso de la Resurrección dio a esta reunión de hermanos, su aspecto gozoso. La cristiana asamblea se llevó a cabo por la tarde, y continuó lejos en la noche. La cena, la predicación, la oración común, la ruptura del pan, supuso varias horas. La reunión comenzó el sábado y concluyó el domingo, pasando así de la conmemoración de las tristes horas, al momento victorioso de la Resurrección y el banquete Eucarístico, verdaderamente “mostrando la próxima Muerte del Señor”, tal como será hasta que Él venga”. El mandato de nuestro Señor fue comprendido y obedecido.

Ciertos textos se refieren a las reuniones de los fieles en los primeros tiempos. Dos, de la Epístola de San Pablo a los corintios (I Cor., xi, 18, 20 – 22, 33, 34), nos permiten delinear las siguientes conclusiones: los hermanos están en libertad para comer antes de ir a la reunión; todos los presentes deben estar en dispuesta condición para celebrar la Cena del Señor, aunque no deben comer de la cena fúnebre hasta que todos estuvieran juntos. Nosotros sabemos, de dos textos del primer siglo, que estas reuniones no permanecieron mucho tiempo dentro de los límites convenientes. El ágape, tal como debemos comprenderlo, estuvo destinado, durante los pocos siglos que duró, a caer de vez en cuando en abusos. El creyente, unido en cuerpos, hermandades, compañías o “collegia”, admitió hombres vulgares e inmoderados que degradaron el carácter de las asambleas. Éstos “collegia“ cristianos parecen haber diferido, sino poco, de aquéllos de los paganos, respecto a todo evento, de las obligaciones impuestas por las reglas de incorporación. No hay ninguna evidencia disponible para mostrar que los primeros collegia se encargaran del entierro de los miembros difuntos; aunque parece probable que así hicieran en un período anterior.

El establecimiento de tales universidades dió, a los cristianos, la oportunidad de reunión, de igual modo que hacían los paganos, siempre sometidas a los muchos obstáculos que la ley imponía. Pequeñas fiestas fueron realizadas, donde cada uno de los invitados aportó su parte, y la cena con que terminaban las reuniones pudieron, muy bien, haber sido consentidas por las autoridades, como funerarias. En la realidad y no obstante, para todo creyente digno del nombre, era una asamblea litúrgica. Los textos, que sería demasiado extenso citar, no nos permite afirmar que todas estas reuniones concluyeron con una celebración de la Eucaristía. En tales temas deben evitarse generalizaciones aplastantes. En principio debe manifestarse que ningún texto afirma que la cena fúnebre de las universidades (o colegios) cristianas, siempre y en todas partes debe ser identificada con el ágape, tampoco texto alguno nos dice que el ágape, siempre y en todas partes, estuvo conectado con la celebración de la Eucaristía. Pero sujetos a estas reservas, podemos inferir que, bajo ciertas circunstancias, el ágape y la Eucaristía parecen formar parte de una misma función litúrgica.

La comida, tal como fue entendida por los cristianos, constituyó una verdadera cena que seguía a la Comunión. Un monumento importante, una pintura al fresco del segundo siglo conservada en el cementerio de Santa Priscila, en Roma, nos muestra una compañía de fieles cenando y comulgando. Los invitados reclinados sobre un lecho que les sirve de asiento, si bien están en posición de cenar, la comida aparece como concluida. Ellos han alcanzado el momento de la comunión Eucarística, simbolizada en el fresco por el pez místico y el cáliz. (Ver PEZ; EUCARISTÍA; SIMBOLISMO.)

Tertuliano ha descrito en extensión (Apolog., vii – ix) estas cenas cristianas, el misterio que confundió los paganos, dando un detallado informe del ágape que fue tema de tanta calumnia; Informe que nos ofrece una visión interna del ritual del ágape en África, en el segundo siglo.

La oración introductoria.
Los invitados reclinados sobre los lechos.
Una comida durante la que se habla sobre temas piadosos.
El lavado de manos.
El salón iluminado.
Cantos de salmos y elevados himnos.
Oración final y partida.

La hora de reunión no está especifica, pero el uso de antorchas muestra, bastante claramente, que debe de haber sido en la tarde o en la noche. El documento conocido como los “Cánones de Hipólito” parece haber sido escrito en tiempos de Tertuliano, pero su origen, romano o egipcio, permanece en duda. Contiene regulaciones muy precisas con respecto al ágape, similares a aquéllas que pueden deducirse de otros textos. Inferimos que los invitados estaban en libertad de comer y beber según la necesidad de cada uno. El ágape, como fue prescrito a los Smyrnæans por San Ignacio de Antioquia, era presidido por el obispo. Según los “Cánones de Hipólito”, estaban excluidos los catecúmenos, regulación que parece indicar que la reunión cansaba, en su aspecto litúrgico. Un ejemplo de los salones, o espacios, en los que los creyentes se reunían para celebrar el ágape, puede observarse en el vestíbulo de la Catacumba de Domitila. Un banco redondo domina este gran vestíbulo, sobre el cual los invitados tomaban lugar. Puede compararse, una inscripción encontrada en Cherchel, Argelia, registrando el donativo hecho a la iglesia local de una parcela de tierra y una construcción, proyectada como lugar de reunión, para la corporación o hermandad de los cristianos. Desde el siglo cuarto en adelante, el ágape perdió rápidamente su carácter original.

La libertad política otorgada a la Iglesia hizo posible a las reuniones, desarrollarse más, involucrando un abandono de la primitiva sencillez. El banquete fúnebre continuó siendo practicado, pero dio lugar a abusos flagrantes y intolerables. San Paulino de Nola, habitualmente apacible y amable, estuvo obligado a admitir que la multitud, reunida para honrar la fiesta de un cierto mártir, tomó posesión de la basílica y atrio, y allí comió, alimentos que se habían repartido en grandes cantidades. El Concilio de Laodicea (363) vedó, al clero y laicidad que debían estar presentes en un ágape, convertirlo en un medio de abastecimiento, o para llevarse comida de él y al mismo tiempo prohibió la instalación de mesas en las iglesias. En el quinto siglo, el ágape es de ocurrencia poco frecuente, y entre el sexto y el octavo desaparece completamente de las iglesias. En realidad, en relación con un tema al presente tan estudiado y discutido parece haberse establecido más allá de la cuestión a saber, que el ágape nunca fue una institución universal. Si se encontró en un lugar, no hay siquiera señal en otro, ni cualquier razón para suponer que alguna vez existió allí. El banquete fúnebre inspiró un sentimiento de veneración para los muertos, sentimiento, estrechamente semejante a la inspiración Cristiana.

La muerte no fue considerada como el fin total del hombre, sino como el comienzo de un nuevo y misterioso lapso de vida. La última comida de Cristo con Sus Apóstoles apuntó a esta fe, de la vida después de la muerte, pero le añadió algo nuevo e incomparable, la comunión Eucarística. Sería inútil buscar analogías entre el banquete fúnebre y la cena Eucarística pues no debe olvidarse que ésta fue, fundamentalmente, un conmemorativo funerario.

BATIFFOL, Etudes d’histoire et de théologie positive (Paris, 1902), 277-311; FUNK in the Revue d’histoire ecclésiastique (15 January, 1903); KEATIING, The Agape and the Eucharist in the Early Church (London, 1901); LECLERCQ in Dict. d’archéol. chrét. et de lit., I, col. 775-848.

H. LECLERCQ
Transcrito por Vernon Bremberg
Dedicado a las Monjas Dominicanas Enclaustradas en el Monasterio del Niño Jesús, Lufkin, Texas
Traducido por José Luis Anastasio

Fuente: Enciclopedia Católica

SUMARIO: . Amor, amar. -2. Necesidad del amor. – 3. El amor cristiano. -4. El amor de Dios y de Jesucristo. 4.1. El amor del Padre y del Hijo. 4.2. El amor de Dios y de Jesús al hombre. – 5. El amor a Dios y a Jesucristo. – 6. El amor fraterno. 6.1. El amor – comunión. 6.2. El amor universal. – 7. Dos cantares al amor.

1. Agape, agapan
En griego hay tres términos para expresar el substantivo : Philí­a significa amor, amistad, afecto, cariño. En el N. T. se refiere a los lazos de parentesco (amor familiar) y a las relaciones amistosas. , que no aparece en el N. T., expresa el amor concupiscente-pasional-entre hombres y mujeres. Agape en el griego clásico es sinónimo de í­a, pero en el N. T. se refiere al amor de Dios o al amor al prójimo basado en el amor divino.

Agape aparece en el N. T. 108 veces. 70 en Pablo, por lo que podemos decir que es una palabra paulina; una vez en Mateo (24, 12), una en Lucas (11, 42), cinco en Juan (5, 49; 13, 35; 15, 9. 13; 17, 20), doce en 1 Jn, una en 2Jn, una en 3 Jn y dos en Ap. Agape se suele traducir por caridad, aquí­ preferimos emplear la palabra amor.

El verbo amar, agapan, aparece en el N. T. 107 veces. 17 en los evangelios sinópticos, ocho en Mateo, cuatro en Marcos, 47 en el Corpus Joánico (28 en el evangelio, 16 en la primera carta, dos en la segunda y una en la tercera. 30 en el Corpus Paulino, dos en Heb, cuatro en Sant, cuatro en 1 Pe, una en 2 Pe y dos en Ap. Por tanto, podemos decir que agapan es un verbo fundamentalmente joánico.

2. Necesidad del amor
El amor abarca una gran complejidad de sentimientos: pasionales, carnales, religiosos, espirituales, mí­sticos. Es la fuerza motriz del hombre, la más noble y rica esencia de la persona. La grandeza del hombre se mide por su capacidad de amar.

El amor brota espontáneamente de la naturaleza humana. Oponerse a su nacimiento y a su curso es querer impedir el desarrollo de la persona, la cual se realiza en plenitud amando a Dios y amando a los hombres.

El hombre y la mujer se han hecho para amar y para ser amados. “Para este fin de amor fuimos criados” (S. Juan de la Cruz, CB, 38,3). Sin amor todo se reduce a la nada, nada tiene sentido, ni la misma vida.

La Biblia no es otra cosa que una historia de amores y desamores entre Dios y el hombre. Amores y lealtades por parte de Dios y amores e infidelidades por partedel hombre, aunque también lágrimas y arrepentimientos, a los que responde siempre el amor misericordioso y perdonador por parte de Dios. ¿Qué es el evangelio y la vida de Jesús, sino la predicación y la manifestación más sublime del amor?
3. El amor cristiano
Para hablar del amor cristiano, hay que partir de esta definición de Dios: “Dios es amor” (1 Jn 4, 8; 2 Cor 13, 11). Dios y amor son sinónimos, pues Dios es el amor mismo, tanto en su ser, como en su obrar.

San Juan llegó a esa definición psicológica de Dios a través de las innumerables manifestaciones divinas motivadas por el amor. Las obras expresan la naturaleza del que las realiza: sequitur esse.

El cristiano, como hijo de Dios, participa de su propia naturaleza, es decir, tiene una naturaleza de amor, es la encarnación del amor de Dios. Un cristiano, sin amor, es una contradicción en sus términos, es un imposible. Este amor tiene su fundamento y su culminación en la fe, la cual se manifiesta en el amor, el cual, a su vez, da vida a la fe. Sin fe no hay vida nueva, pero, sin amor, la fe se muere.

En la Biblia conocer es amar. Sólo desde el amor se alcanza el conocimiento perfecto del misterio de Dios (Col 2, 2).

La caridad teológica, el amor cristiano, consiste en amar a Dios por sí­ mismo y al prójimo por Dios y desde Dios.

La mejor definición del cristiano puede ser esta: “Una persona que ama”. Existe porque ama. Si no ama es un cadáver espiritual. Un cristiano en el lí­mite es sólo amor, se guí­a por el amor, todo lo hace por amor, como San Agustí­n que decí­a esto: “Quocumque feror, amore feror”.

La ley constituyente de la Iglesia es el amor) el mandamiento nuevo (Jn 13, 34). La Iglesia es una comunidad de amor, está integrada por personas que aman y se aman, se desarrolla con el amor (1 Cor 8, 1), crece a medida que el amor aumenta y se propaga (Ef 4, 15-16).

4. El amor de Dios y de Jesucristo
4.1. / amor del Padre y del Hijo
El amor más grande constatado en los evangelios es el amor de Dios Padre a su Hijo Jesucristo. Un amor eterno que Jesús se complace en proclamar reiteradamente: “Antes de la creación del mundo ya me amabas” (Jn 17, 24). Por encima del amor de Dios a todas sus criaturas, está el amor a su Hijo querido, el predilecto, el más amado. Así­ lo proclamó el Padre en el bautismo (Mc 1, 11) y en la transfiguración (Mc 9, 7), y así­ aparece en la parábola de los viñadores (Mc 12, 6) y en el Siervo de Yavé que prefiguraba al Mesí­as (Mt 12, 18).

El Padre ama tanto al Hijo que ha puesto en él todas las cosas (Jn 3, 35), y le ha hecho heredero absoluto de todo (Heb 1, 2). Le ama y le muestra todo lo que hace (Jn 5, 20). Y le ama, sobre todo, porque Jesús es capaz de dar su vida, porque así­ lo quiere él (Jn 10, 17). La reciprocidad del amor de Jesús para con el Padre, se manifiesta en que no busca su querer, sino el querer del Padre (Jn 5, 30); su alimento es hacer la voluntad del Padre (Jn 4, 34), vino a este mundo, no para hacer su propia voluntad, sino la del Padre (Jn 6, 38) que cumplió hasta el final, hasta su muerte en cruz (Mt 26, 42). Así­ dio al mundo la muestra más grande de su amor infinito a su Padre querido: “Debe ser así­ para que el mundo conozca lo que yo amo al Padre” (Jn 14, 31).

Jesús dijo siempre lo que habí­a oí­do al Padre (Jn 8, 26), hizo en todo momento lo que el Padre le ordenaba (Jn 12, 49-50).

4.2. amor de Dios y de Jesús hombre
Dios ama al hombre. Pero, ¿cómo él, el infinito, el Santo, puede tener tanta generosidad, hasta abajarse para amar al que es la nada y el pecado? Esto sólo puede ser debido a que “Dios es amor” (1 Jn 4, 8. 10), “el Dios del amor ” (2 Cor 3, 11), la fuente del amor (1 Jn 4, 7), el amor mismo. Dios tiene necesariamente que amar. Si dejara de amar, dejarí­a de ser Dios.

Dios ama a todos, sin distinción de raza, de sexo e incluso de religión. Nos ama tanto que nos ha hecho hijos suyos (1 Jn 3, 1), nos ha hecho hijos en el Hijo, y a través de la muerte del Hijo: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que quien crea en él no perezca; sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16).

Esto significa que el amor de Dios al hombre se encuentra en Cristo; que la prueba de ese amor está en el hecho histórico de la encarnación de su Hijo (Jn 3, 35; 10, 17; 15, 9), el cual, con su venida a este mundo abre un tiempo de amor misericordioso, la proclamación de un año de gracia, perdonador y liberador, que durará hasta su segunda venida en gloria (Lc 4, 18-19).

El amor de Dios entra en el corazón del hombre a través del corazón de Cristo: “Dios nos ha manifestado su amor en Cristo Jesús Señor nuestro” (Rom 8, 39). Quiere que le devolvamos ese amor a través de su Hijo: “El Padre os ama, porque vosotros me habéis amado” (Jn 16, 27).

Jesucristo nos ama igual que nos ama el Padre le ama a él (Jn 15, 9). Amó a sus discí­pulos, a los que llamó amigos (Jn 15, 14-15); amó al joven rico aunque no se atreviera a dejar por él sus riquezas (Mc 10, 17-21); amó a los publicanos y a los pecadores (Mc 2, 13-16), ellos eran sus amigos (Mt 11, 19); amó a la pecadora (Lc 7, 36-50), a las prostitutas (Mt 21, 32).

Es el Buen Pastor que conoce por su nombre a cada una de sus ovejas, es decir, las ama de tal manera que está dispuesto a dar su vida por ellas (Jn 10, 1-6); que busca con amor a la oveja extraviada (Lc 15, 4). Ama a todos, pero tiene predilección por algunos: entre sus discí­pulos hay tres preferidos (Pedro, Santiago y Juan: Lc 9, 28; Mc 14, 33) y uno que es el más amado (Jn 13, 23; 19, 26; 21, 7. 20); amó de manera especial a Marta, a Marí­a y a su amigo Lázaro (Jn 11, 5). No se substrae a lo que pertenece a la esencia del amor: las preferencias concretas por alguno.

Jesús se siente amado por el Padre y se lo ha manifestado a sus discí­pulos para que el amor que Dios le tiene esté también en ellos, juntamente con él (Jn 17, 26), para que se realice la triple inmanencia, del Padre, del Hijo y de los hijos. Así­ el mundo reconocerá que el Padre ama a los hombres como ama a su propio Hijo (Jn 17, 23).

La cruz es la expresión del amor perfecto, pues nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos (Jn 15, 13). Y eso hizo Jesús: “Amó a los suyos hasta el colmo” (Jn 13, 1). La locura de la cruz es la locura del amor. Jesús murió en la cruz perdonando a los que dictaron su sentencia de muerte y a los que la ejecutaron, perdonando a todos, porque el amor todo lo perdona (Lc 23, 34).

5. El amor a Dios y a Jesucristo
El objeto primero del amor es Dios, de quien procede todo bien. Este es el mandamiento principal: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas” (Mt 6, 5; Mt 12, 28-30. 33). Hay que amarle con el corazón, no sólo con los labios, como hací­an los fariseos: “Muy bien profetizó Isaí­as de vosotros, hipócritas, según está escrito: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí­” (Mc 7, 6). “Yo sé bien que no amáis a Dios” (Jn 5, 42), “pagáis el diezmo… y olvidáis el amor” (Lc 11, 42). No tienen a Dios por Padre, por eso no le aman (Jn 8, 42).

Nuestro amor a Dios es una consecuencia del amor que él nos tiene. “Le amamos, porque él nos amó primero” (1 Jn 4, 19). “Dios nos ama para que le amemos mediante el amor que nos tiene” (San Juan de la Cruz, Cta. 32). “Amar Dios al alma es meterla en cierta manera en sí­ mismo igualándola consigo, y así­ ama el alma en sí­ consigo, con el mismo amor con que él se ama” (CB 32, 6). El amor a Dios es, por tanto, un don que él nos regala y que Jesucristo le pide para sus discí­pulos: “Les he manifestado tu nombre para que el amor que tú me tienes esté en ellos y yo en ellos” (Jn 17, 26).

Mediante al amor el hombre entra en comunión con Dios y se hace uno con él: “La cosa amada se hace una cosa con el amante, y así­ hace Dios con quien le ama” (San Juan de la Cruz, Cta. 11).

Jesús quiere que le amemos a él por encima de la propia familia: “El que ama a su padre o a su madre, a sus hijos o a sus hijas, más que a mí­, no es digno de mí­” (Mt 10, 37; Lc 14, 26). Quiere que le amemos incluso por encima de nuestra propia vida: “El que ama a su vida, la perderá, y el que odia su vida en este mundo, la guardará para la vida eterna” (Jn 14, 25). El se nos da por entero, pero exige, en reciprocidad, la misma radical entrega. Hay que dejarlo todo por él, no sólo los bienes de este mundo, el dinero, el Dios Mammona, incompatible con el Dios de la Biblia, sino a la misma familia (Mc 10, 7), hay que negarse a sí­ mismo y cargar con la cruz por amor a él que cargó con todas las cruces del mundo (Lc 9, 23).

Modelo de amor a Jesús es la Magdalena, la discí­pula amada, que le siguió en entrega absoluta durante su vida pública (Lc 8, 2), que le lloró en la cruz (Jn 19, 25), que fue la más madrugadora para ir al sepulcro (Jn 20, 1) y la primera a la que Cristo se aparece y constituye en el primer testigo de la resurrección y en apóstol de los mismos apóstoles (Jn 20, 11-18).

Modelo de amor es el discí­pulo amado (Jn 13, 23) que le siguió hasta el calvario (Jn 18, 15) y fue el primero, entes que Pedro, al llegar al sepulcro tras el anuncio de la Magdalena (Jn 20, 4).

Y es también un modelo de amor la pecadora arrepentida (Lc 7, 3650) que le amó mucho más, más que nadie, porque le habí­a perdonado mucho, pues a más pecado, más perdón y a más perdón, más amor: “A quien se le perdona mucho ama mucho y al que se le perdona poco ama poco” (Lc 7, 47).

Seguramente el modelo más grande es Pedro que ama a Jesús más que los demás discí­pulos y así­ lo profesa por tres veces (Jn 21, 1517). El sobrenombre de “roca” que le impone Jesús (Mt 16, 18), es el sí­mbolo de su amor firme, total e inconmovible hacia él.

El amor a Jesús se demuestra cumpliendo sus mandamientos: “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos” (Jn 14, 15. 21), haciendo de sus enseñanzas norma de vida (Jn 14, 23), para permanecer en su amor, igual que él cumple los mandamientos de su Padre y permanece en su amor (Jn 15, 9-10).

El que ama a Jesús es amado por Dios y se convierte en santuario de la Trinidad Augusta (Jn 14,23).

6. El amor fraterno
Los hombres tienen la obligación de amarse, como una consecuencia de su naturaleza de amor.

“El que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios; el que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor” (1 Jn 4, 7-8). Sin amor a los hombres, no hay amor a Dios. Y el amor a los hombres, hay que hacerlo desde el amor a Dios. “Quien a su prójimo no ama, a Dios aborrece” (San Juan de la Cruz, A 176).

El fundamento de nuestro amor es, al mismo tiempo, el amor que Dios nos tiene: “Si Dios nos ha amado, también nosotros debemos amarnos unos a otros” (1 Jn 4, 11), y el amor que nosotros debemos tenerle a él: “Hemos recibido de él este mandato: que el que ama a Dios, ame también a su hermano” (1 Jn 4,21).

6.1. amor-comunión
Este es el mandamiento de Jesús: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 15, 12. 17). Es su mandamiento nuevo. Y es nuevo, porque nadie, hasta Jesús, habí­a llegado tan lejos en la formulación del amor, por su motivación y por sus exigencias. Nos amamos porque él nos ha amado, y debemos amarnos coél nos ha amado. Esta es una caracterí­stica propia del IV evangelio.

El mandamiento nuevo es la sí­ntesis de todo el evangelio. El amor es un don del Padre que nos trae el Hijo para que se lo devolvamos al Padre a través de sus hijos, nuestros hermanos. La vida cristiana exige pensar en los demás y en Dios hasta olvidarse de uno mismo.

San Juan nos da una metafí­sica del amor que avanza de la siguiente manera: Dios es amor. Por tanto, todo lo que lleva el sello del amor presencializa al mismo Dios (1 Jn 4, 8). Dios ama al Hijo (Jn 3, 35; 10, 19). El Hijo nos ama a nosotros con ese mismo amor (Jn 13, 1; 15, 9). El Padre nos ama también porque nosotros amamos al Hijo (Jn 16, 20). Y como una consecuencia de estos amores, surge el amor fraterno (Jn 15, 12). La comunión con Cristo, mediante el amor, es el fundamento de la comunión con los hermanos también en el amor. El que ama a Dios tiene que amar a los hijos de Dios (1 Jn 5, 1).

Según esto, la novedad del mandamiento nuevo radica en la nueva vida conseguida por el amor. Por eso, San Juan insiste en el comunión. El amor nos unifica unos y a otros, como unifica al Padre y al Hijo (Jn 17, 23-26). El amor cristiano se presenta como una derivación de la fe. Vivir según la fe (caminar en la verdad) es vivir en el amor fraterno (caminar en el amor).

San Juan lo ve todo en el plano de la unión con Cristo, de la vida nueva. Para entender el mandamiento nuevo, hay que tener en cuenta la dicotomí­a de los dos mundos que él distingue: el mundo de arriba y el mundo de abajo. El mandamiento nuevo se centra y tiene sus exigencias en el mundo de arriba, en el nacimiento nuevo. Este comunión no se extiende al mundo de abajo, no es un amor universal, sino un amor puramente cristiano referido a los hermanos en la fe, a los que tienen también el nacimiento nuevo mediante su unión con Cristo.

Pero en este mundo de arriba, el amor tiene unos postulados absolutos, las mismas dimensiones que tiene el amor de Cristo. Tenemos que amarnos como él nos amó, hasta morir unos por otros. Esa es la situación lí­mite del cristiano con referencia a los demás cristianos. “Hemos conocido el amor en que él ha dado su vida por nosotros; y nosotros debemos dar también la vida por nuestros hermanos” (1 Jn 3, 16).

Esta disponibilidad a dar la vida por los hermanos es una fuerza que el cristiano posee por estar unido a Jesús y vivir en su amor. La apertura del amor queda así­ limitada al mundo de arriba. De una manera negativa San Juan advierte a los cristianos que no amen al mundo de abajo, ni a las cosas que hay en él. Porque “si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él” (1 Jn 2, 15).

De todo esto se deduce que el amor fraterno cristiano difiere esencialmente del amor fraterno mundano. Porque el cristiano parte de un principio sobrenatural: pertenece a una familia de creyentes, en la que está integrado en plenitud, hasta dar su vida por los demás miembros.

Estas motivaciones del amor nos enclaustran en el cí­rculo de los cristianos, de los que viven en el mundo nuevo, y así­ podrí­amos hablar del exclusivismo que San Juan pone en el amor. Es verdad que San Juan habla también del amor universal, pues el “mundo”, con su complejidad de significado, al que también hay que amar, significa, a veces, el campo enemigo. Pero este amar desinteresado, que se impone sin motivación alguna, es tan reducido que prácticamente queda eclipsado por el comunión.

En todo caso, cuando San Juan habla del comunión, está hablando de la fuerza vital que sostiene e impulsa la marcha religiosa del cristianismo, de la vida interior de la Iglesia. La Iglesia se mantiene viva por el amor y en el amor.

San Juan habla de una manera positiva y no restrictiva. El no excluye nunca el otro amor, el amor a los que no tienen comunión con los cristianos. Por otra parte este amor, motivado desde la fe, se abre a la universalidad, pues el mandamiento nuevo se promulga en una perspectiva escatológica. Jesús lo proclama como su testamento, en un discurso que se refiere í­ntegramente al mundo futuro, en el que hay cabida para todos los hombres, al que todos están llamados y en el que todos deben realmente entrar. La universalidad del amor está implí­cita en que Cristo murió “por los pecados del mundo entero” (1 Jn 2, 2).

Hay que decir, por fin, que para San Juan la señal inequí­voca de poseer ya la vida eterna está en el amor: “Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida en que amamos a los hermanos; el que no ama permanece en la muerte” (1 Jn 3, 14; Jn 13, 35). Esta misma idea la repite bajo el sí­mbolo de la luz y de las tinieblas. Unas veces en lenguaje positivo: “El que ama a sus hermanos permanece en la luz” (1 Jn 2, 10) y otras de manera negativa: “El que odia a su hermano está en las tinieblas” (1 Jn 2, 11). El que no ama no es discí­pulo de Cristo, pues un cristiano que no ama es un imposible.

6.2. amor universal
Cuando los evangelios sinópticos hablan del amor, parten de la ley mosáica: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con todas tus fuerzas… amarás a tu prójimo como a ti mismo, éstos dos mandamientos se resume toda la ley y los profetas” (Dt 6, 5; Mt 22, 38-39).

Pero en el A. T. se entiende, en general, que el “prójimo” es el conciudadano, el israelita: “No tomarás venganza, ni guardarás rencor a los de tu pueblo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lev 19, 18). En el concepto de “prójimo” tení­a también cabida el extranjero residente que estuviera plenamente incorporado a Israel, mediante un conocimiento perfecto de la ley y el compromiso de cumplirla, que hubiera sido circuncidado y hubiera recibido el bautismo, con lo que quedaba igualado a cualquier ciudadano israelita. El extranjero de paso, por el contario, era considerado como un gentil, al que hay que odiar y cuyo trato hay que evitar.

Para los fariseos, “prójimo” era sólo un fariseo, todos los demás quedaban excluidos. Para muchos, los apóstatas, los herejes y los delatores no eran considerados como prójimos: “Oh Señor, ¿no odio yo a quien te odia? ¿No desprecio a quienes se alzan contra ti? Sí­, los odio con un odio implacable, los tengo para mí­ como enemigos” (Sal 139, 21-22). Para la generalidad tampoco lo eran, como lo demuestran estas palabras: “Sabéis que se dijo: Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo” (Mt 5, 43); aunque la frase “odia a tu enemigo” no está en el original de Lev 19, 18, expresa el común sentir del pueblo judí­o.

Los esenios mandaban “amar a todos los hijos de la luz y odiar a todos los hijos de las tinieblas”.

Para Pablo la ley se resume en un solo precepto: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Gal 5, 14; Rom 13, 9). Amar al hombre es ya amar a Dios. Para él, como para los Evangelios Sinópticos, “prójimo” son todos los seres humanos, judí­os y gentiles. El amor cristiano está abierto al mundo entero.

Pero, ¿quién es mi prójimo? Esta es la pregunta que el doctor de la ley hizo a Jesucristo, el cual le contestó con la parábola del Buen Samaritano (Lc 10, 30-37). Prójimo es cualquier persona, sea de la nacionalidad que sea, todo el que esté necesitado y al que hay obligación de socorrer, como aquel hombre al que los bandidos dejaron medio muerto en el camino y al que sólo atendió el samaritano, un enemigo mortal de los judí­os, y, en cierto sentido, un extranjero, pues los samaritanos eran judí­os con sangre pagana, unos renegados de la fe única en Yavé y de la pureza étnica judí­a.

Prójimo, al que hay que amar, es también el enemigo: “Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen” (Mt 5, 44). “Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os calumnian” (Lc 6, 27-28). Jesús da tres razones para este amor a nuestros enemigos, perseguidores y calumniadores: 1) Dios distribuye sus bienes, el sol y la lluvia, sobre todos, sin distinción alguna, buenos y malos, justos y pecadores (Mt 5, 45). 2) Si amamos sólo a los que nos aman, ¿qué mérito podemos tener? ¿No es eso proceder de manera egoí­sta? ¿No hacen eso los publicanos y los gentiles? 3) Si los publicanos y los gentiles, a los que se les consideraba como pecadores públicos, habrá que proceder de otra manera, habrá que imitar a nuestro Padre que está en los cielos, obrar con imparcialidad, pues así­ demostrarán que son efectivamente hijos de Dios.

En los evangelios sinópticos el amor es desinteresado, no está motivado como en Juan. Hay que amar, sin más. Se fijan, acaso con espectacularidad, en el amor a los enemigos, en el samaritano, en la oveja perdida, en la pecadora, en los publicanos, en las prostitutas. Juan se fija en Lázaro, en Marta, en Marí­a, en los discí­pulos. En Juan el cí­rculo se reduce, pero el lazo de amor se aprieta, pues por los hermanos en la fe hay que dar la vida, exigencia que no piden los Sinópticos.

Del amor universal habla también el juicio final (Mt 25, 31-36). “A la tarde te examinarán en el amor” (San Juan de la Cruz, Av 59), del amor y del desamor, para con todo el mundo, pero concretado en los más necesitados y desfavorecidos. El juicio final es el examen sobre el sermón de la montaña, en el que Jesús proclamó el amor universal. El amor operativo a todo el mundo, realizado o no realizado, decidirá la suerte eterna.

Se ha dicho que el acento hay que ponerlo en la motivación del amor o del desamor, como si se tratara únicamente del amor al prójimo por amor a Dios, y no simplemente de amar, sin más referencias, contraponiendo el amor cristiano a la mera filantropí­a. Esto puede ser así­, pero el texto no admite esa diferenciación. El hombre es juzgado únicamente por su comportamiento con el prójimo, sin hacer referencia alguna a Dios. Dios, además, no necesitó nada del hombre. O si se quiere, lo necesita todo, pero en el hombre necesitado que es su propia imagen. El texto dice claramente que el que atiende al necesitado está atendiendo a Jesucristo, aunque esto no se le pase por la imaginación. El hombre es imagen de Dios, en cierto sentido, la encarnación de Dios. Por tanto, lo que se hace con el hombre, con cualquier hombre, pero de una manera especial con los más pobres, a los que Jesucristo, en este texto, nombra sus vicarios (“tuve hambre y me disteis de comer…”), se hace con Dios.

Advirtamos, por fin, que la condenación es una consecuencia del desamor, de un pecado de omisión: “Tuve hambre y no me disteis de comer…”. Esto significa que, en definitiva, todos los pecados lo son contra el amor. El pecado está en no amar. Sin amor operativo no hay salvación. No hay nada que pueda suplir a este amor práctico.

La perfección cristiana no está en el cumplimiento de ciertos legalismos y fórmulas externas de carácter religioso que terminarí­an por asfixiar el espí­ritu auténtico de la vida espiritual, sino en la práctica constante del amor fraterno. Esta perenne fidelidad al amor es la señal de la pertenencia a Jesucristo: “En esto conocerán que sois mis discí­pulos, en que os amáis unos a otros” (Jn 13, 35). El carnet de identidad del cristiano es el amor.

7. Dos cantares al amor
En el A. T. tenemos el “Cantar de los Cantares”, el poema más bello, el único, porque es un canto al amor en todas sus dimensiones. El amor, que no encuentra nunca la expresión exacta de lo que es, recurre en “El Cantar” a las más extrañas y atrevidas ocurrencias de la fantasí­a: un conjunto de bellas metáforas que entretienen con el juego del amor que nace y que muere, que recomienza y que se pierde, que se va trenzando y destrenzando caprichosamente, como ocurre sin cesar en la vida de los hombres. Y todo para decirnos que las relaciones de unos con otros y de todos con Dios se tienen que centrar en el amor. Sin “El Cantar de los Cantares” a la Biblia la faltarí­a el corazón, no serí­a la Biblia, la Palabra de Dios.

En el N. T. tenemos el himno al amor de 1 Cor 13, al que se le ha llamado “El Cantar de los Cantares” de la Nueva Alianza, una página bellí­sima que nos describe la naturaleza del amor, desde lo que no es a lo que es. El amor está por encima de todas las sabidurí­as, de todos los poderes, de todas las virtudes y de todos los carismas.

El amor no es envidioso, se alegra de la prosperidad ajena, no es jactancioso, no es altanero, no se cree superior a los demás; no es descortés, no traspasa el decoro; no busca su interés, no codicia el dinero, está siempre disponible; no se irrita, no se altera, no guarda rencor; no tiene en cuenta el mal, todo lo perdona, todo lo olvida; no se alegra de las injusticias, de la lesión de los derechos humanos.

El amor es paciente, lo aguanta, lo soporta todo; es benigno, amable, tranquilo, dulce, ama y es amable, se hace amar se alegra con la verdad, es decir, con la justicia social que es la verdad puesta en acto; todo lo excusa, no juzga a nadie, pues el juicio es cosa de Dios; todo lo cree, no es receloso, suspicaz o desconfiado, se fí­a de los demás, no piensa mal de nadie; todo lo espera, espera, sobre todo, el triunfo del bien, de la justicia y de la verdad; todo lo soporta, no se deja abatir por el mal y por el sufrimiento, lo sufre todo con paciencia y con fortaleza; es el vinculo de la perfección, en el que confluyen todas las virtudes. El amor es el lazo de unión de unos con otros y de todos con Dios. Donde se dice amor se puede poner Dios y Jesús de Nazareth. > amor; amistad; fe; esperanza; mandamientos; prójimo; pecadores; enemigos; samaritano; extranjero; hermano.

BIBL. — Z. J. ZEBRET, de la caridad, Herder, Barcelona, 1961; M. GARCíA CORDERO, í­a de la Biblia, vol. III, BAC, Madrid, 1972; R. BuLTMANN, mandamiento cristiano del amor al prójimo, en y comprender 1, Studium, Madrid, 1974; C. CARRETO, que importa es amar, ed. Paulinas, Madrid, 1974; C. SPIcQ, en el Nuevo Testamento. Análisis de textos, ed CARES, Madrid, 1977; S. RAMiREZ, esencia de la caridad, ed. San Esteban, Salamanca 1978; G. GEYER, , ed. Argos – Vergara, Barcelona, 1979; S. DE GUIDI, y amor, Diccionario Teológico Interdisciplinar, Salamanca, 1982; H. U. VON BALTHASAR, Sólo amor es digno de fe, Sí­gueme, Salamanca, 1990.

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret